aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 037 2011 Revista Internacional Psicoanálisis on-line

Exposición y comentario del trabajo de Mitchell: Cuando la interpretación falla: una nueva mirada sobre la acción terapéutica en psicoanálisis

Autor: Liberman, Ariel

Palabras clave

Mitchell, interpretación, Accion terapeutica.


[Este trabajo es una leve modificación del que fue presentado el 26 de junio de 2010 en las Jornadas de la Sociedad Forum de Psicoterapia Psicoanalítica, Jornadas en la que me pidieron que comentara un texto de Stephen  Mitchell. [1] ]

 

“No es posible ser original más que sobre la base de la tradición”

D. W. Winnicott

 

“Por lo que al psicoanálisis se refiere, sea cual sea su punto de partida se verá inexorablemente arrastrado al universo privado del paciente (…) esto basta sin duda para reducir al psicoanalista a la catatonía o para hacer como el conejo March de Alicia en el país de las maravillas que intentaba arreglar el reloj del Sombrerero Loco con mantequilla y sólo se le ocurría decir: ‘Pero si es la mejor mantequilla del mercado; la mejor’. Así ocurre con las interpretaciones. ¿Qué le queda al psicoanalista?

Edgar Levenson                                             

 

El texto en torno al cual gira nuestra exposición fue una contribución que Stephen Mitchell escribió en 1996 para una compilación que se realizó sobre diferentes perspectivas de la acción terapéutica. Su tema es: “Cuando la interpretación falla” y lleva por subtítulo “una nueva mirada sobre la acción terapéutica en psicoanálisis”. Este texto será recogido un año después en su libro “Influencia y Autonomía en Psicoanálisis” (1997), como segundo capítulo,  bajo el título: “La acción terapéutica, una nueva mirada”.

El esfuerzo constante del pensamiento de Mitchell fue construir puentes entre las diferentes teorías y grupos analíticos que se hallaban entonces desvinculados o, en muchas ocasiones, enfrentados.  Esos puentes pasaron, a lo largo de sus trabajos, por desarrollar conceptos tales como “Matriz Relacional” (1988), “Multiplicidad del Self” (1993), “concepto de interacción” (1997) o, más tarde, justo antes de su muerte, con la propuesta de un modelo que sitúa una jerarquía de interacciones, dimensiones de la relacionalidad, que conviven en simultaneidad y que oscilan en su predominancia (2000).

Este trabajo que comentamos se organiza fundamentalmente en torno a dos materiales clínicos y tiene como preocupación central volver a pensar aquello que trataron de hacer los psicoanalistas cuando su herramienta princeps, la interpretación, fracasa o falla en lograr su objetivo: transmitir una comprensión que el analizante pueda apropiarse (insight) para que sea o se transforme en motor de cambio psíquico. Para esto desarrollará, en un primer momento y dicho muy esquemáticamente, lo que él entiende que fueron las respuestas principales, aunque insuficientes, que en la tradición psicoanalítica se dio a este problema, es decir, a las situaciones clínicas en que se registraban los fracasos de la interpretación; en un segundo momento, pasará a ilustrar, en su trabajo con una paciente que llamará Carla, un modo que a él le resultó útil para lidiar con este tipo de situaciones y que quiere compartir con nosotros, sus lectores. Su respuesta, por supuesto, no consiste en una “receta técnica” y, por lo tanto, no es trasladable literalmente a otras situaciones. Lo que a él más le interesa no es tanto la respuesta que en esa ocasión –como veremos- es llevado a dar sino el problema clínico que lo lleva a responder de ese modo.

Partiré de dos formulaciones que Mitchell realiza de este problema. La primera es una pregunta que se hace en 1988: “¿Cómo puede el analista, incluso cuando interpreta, salirse del sistema del paciente para hacerle experimentar a éste que ofrece una clase de relación diferente?”. La expresión “sistema del paciente” es equivalente en este contexto a lo que en otros lugares ha llamado su “matriz relacional”, es decir, los modos prevalentes que tiene el paciente de integrar las relaciones. La segunda formulación es de casi 10 años después y en ella sostiene: “Las interpretaciones fallan (fracasan) porque el paciente las experimenta como viejos y familiares modos de interacción” (1996). Es decir, básicamente, que las interpretaciones fracasan en aquello que pretenden porque son modos encubiertos de la repetición, porque pretendiendo aportar algo diferentes aportan más de lo mismo.

He comenzado con un epígrafe de Edgar Levenson porque pienso que en este asunto, así como también en otros, fue una influencia decisiva en el pensamiento de Mitchell –así como de otros de su generación[2]. Este psicoanalista afirme: “El gran insight de Freud fue que la resistencia y la transferencia en lugar de ser simplemente frustrantes y obstrucciones para el cambio son el sine qua non del psicoanálisis… Si el paciente responde exitosamente a una benigna interpretación autorizada (aunque disfrazada de indagación) esto es psicoterapia. El psicoanálisis comienza cuando la interpretación falla” (1992). En su estilo, habitualmente punzante, Levenson no tiene en mente –lo aclaro por las dudas- descalificar a la psicoterapia sino tratar de centrar por dónde pasa para él lo que el psicoanálisis trae de más específico[3].

Situado esto recordemos, en primer lugar, que para Mitchell la posición básica del analista –lo que algunos han llamado usando la metáfora tecnológica “la posición por defecto”- no consiste en ninguna de las realizaciones ideales a priori que han sido propuestas en la historia del psicoanálisis –léase neutralidad, empatía, confrontación, etc- sino más bien en un espíritu de escucha, de reflexión y de presencia clínica. Como conclusión de su libro “Influencia y Autonomía en psicoanálisis” afirma:

“Una buena técnica analítica no se refiere a acciones correctas sino a un exigente trabajo de pensamiento, a un proceso continuo de reflexión y reconsideración. No hay una única acción clínica correcta (aunque seguramente hay algunas que son únicamente incorrectas). En este libro he tratado de demostrar que pensar sobre la interacción es una de las áreas más importantes y, en muchos aspectos, una de las más ampliamente descuidadas por el psicoanálisis contemporáneo” (1997).

Es el concepto de interacción el que desde sus primeros trabajos organiza gran parte de su pensamiento y, sobre todo, lo hace en este campo que hoy estamos debatiendo y que denominamos, a veces con cierto reparo, “teoría de la técnica”, o, como nos gusta más llamarlo, teoría de los procesos del curar. Tomar la interacción como “un hecho”, como algo que está inevitablemente presente en la situación analítica, así como en toda situación humana, ha llevado a muchos analistas, entre ellos a Mitchell, a volver a pensar y a reconsiderar los conceptos claves de este ámbito de teorización del psicoanálisis. En ningún momento está en el espíritu del psicoanálisis relacional, y menos aún en el de Mitchell, una especie de borrón y cuenta nueva que tire el agua con el bebé adentro –como se suele decir. Muchos de los conceptos que la tradición analítica ha desarrollado -asociación libre, neurosis de transferencia, resistencia, interpretación, etc- siguen teniendo un papel central aunque reformulados. Al jerarquizar la influencia mutua que opera en la situación analítica, y tomarla como un “hecho”, se tenderá a considerar desde esta perspectiva el conjunto de fenómenos que forman parte de ella. En analista influencia y colabora en la creación del proceso, influencia y colaboración que van más allá de lo que el analista cree que está haciendo o tiene la intención de hacer. Este hiato entre las intenciones conscientes del analista y los efectos de su acción está en el centro de una reflexión consistente sobre la participación del analista en el proceso terapéutico. El rigor clínico, pues, ya no está en la adherencia a una serie de reglas técnicas que, en sí mismas, garantizarían el buen desarrollo de un proceso analítico. Sino que “[…] el rigor se mantiene mediante la continua reflexión sobre la interacción que se supone inevitable y conduciéndose a maximizar la riqueza del proceso analítico” (1997). Esta nueva visión de la situación analítica lleva también a una nueva comprensión del cambio analítico. Así afirma, recogiendo lo que viene trabajando desde sus primeros textos y en la tradición del psicoanálisis interpersonal, que el cambio  “ya no se entiende simplemente como un acontecimiento intrapsíquico […] Se entiende que el cambio analítico comienza por cambios en el campo interpersonal entre el paciente y el analista, en la creación conjunta y de forma interactiva de nuevas pautas relacionales que se internalizan a continuación generando nuevas experiencias tanto en soledad como con los otros” (las cursivas son nuestras, 2000, p. 70).

He citado extensamente a Mitchell porque pienso que en estas citas condensa su actitud general hacia la clínica y los procesos de cambio que podríamos situar, de forma general y esquemática, en los siguientes puntos:

  1. “No hay solución genérica o técnica[4]” a los problemas que la clínica despierta. El analista no puede más que estar presente, involucrado y evaluar siempre singularmente.
  2. La rigurosidad se encuentra en el pensamiento, en la continua reflexión y reconsideración de lo que está ocurriendo en el proceso, tanto en el paciente, en el vínculo como en el terapeuta.
  3. El concepto de interacción es clave para la reconsideración de la clínica contemporánea.
  4. El psicoanálisis relacional contemporáneo no descarta los modos tradicionales en que el psicoanálisis ha pensado y trabajado clínicamente pero, con la introducción de la interacción como concepto y, por lo tanto, de la presencia de la subjetividad del analista, hemos pasado de un psicoanálisis cuyo rigor se mantenía en un esfuerzo de evitar la interacción –elemento desmentido durante décadas- a un psicoanálisis que toma la interacción como “un hecho” con el que es inevitable contar a la hora de pensar nuestro trabajo.
  5. La interpretación o el insight es muchas veces un producto segundo de las transformaciones en el campo relacional, lo que modifica claramente el modelo clásico. Aquí es de interés recordar que Mitchell definió en 1988 la interpretación como un “acontecimiento relacional complejo” y que en el texto que comentamos sostiene, -este es uno de los ejes centrales de su posición al respecto, volveremos sobre ello más adelante-: “Es cuando la nueva presencia emocional aparece que las interpretaciones devienen realmente nuevas, verdaderos eventos analíticos y no repeticiones encubiertas” (1997, p. 61). Esta idea, que atraviesa el pensamiento de Mitchell, tiene sus orígenes en el Psicoanálisis Interpersonal, como hemos sugerido, psicoanálisis de una tradición enormemente rica y ampliamente desconocida fuera de los Estados Unidos (o, peor aún, caricaturizada).
  6. Como clínicos estamos sujetos permanentemente a realizar continuas y complejas elecciones, en cada proceso terapéutico, que son absolutamente únicas e inevitables y que dependen en última instancia del “juicio clínico” del analista (véase Bromberg).
  7. El analista se descubre dentro de mundo del paciente, formando parte de él, de sus dinámicas. Este descubrirse dentro –tematizado muchas veces hoy bajo el término enactment[5]- está a su vez facilitado por las propias dinámicas del analista, caja de resonancia y de colaboración que hoy consideramos imprescindible.
  8. El trabajo en la contratransferencia será resaltado por Mitchell como un elemento central para abrir una brecha en las puestas en escenas (enactments) y alcanzar un estado emocional –conexión- diferente que permita, justamente, que las interpretaciones tengan otro destino.

Vayamos a la primera parte del artículo dónde plantea el problema central con el que trata de lidiar. ¿Qué es lo que ocurre cuando la interpretación no produce la recepción esperada ni el cambio esperado, cuando en lugar de una comprensión desprovista de impacto relacional el analizado la escucha como una propuesta relacional que tiende a insertarse en las categorías  emocionales con las que éste tiende a relacionarse con el mundo? En la tradición psicoanalítica se solía y se suele hablar de “escuchar una interpretación como interpretación”, es decir, como una transmisión de información sobre el funcionamiento psicológico del paciente expresada en términos convencionales y desprovista de carga subjetiva (Véase Etchegoyen; Balint). Hace ya tiempo Balint (1979) insistió en que no siempre esto ocurría y, junto con otros autores, se inclinó por ubicar esta alteración de la acción interpretativa como siendo el resultado de las coordenadas psicopatológicas de quién las escuchaba –o sea, del paciente. No escuchaban las interpretaciones como interpretaciones sino que en la escucha dominaba el impacto relacional –su significado relacional. Los kleinianos trataron de resolver el problema desplazando el foco de la interpretación e interpretando cómo el paciente procesa y se apropia de dicha interpretación, cómo la experimenta. Esto ha sido denominado, al menos desde Racker, la interpretación de la relación del paciente con la interpretación. Esta forma de proceder, al igual que muchas de las soluciones clásicas, seguía teniendo como supuesto que la interpretación posee, como afirma Mitchell, un “canal directo” (1997) que atraviesa las tramas transferenciales-contratranferenciales sin quedar afectada por éstas. Es decir, más simplemente, la interpretación operaba más allá del tipo de vínculo que se establecía y, como tal o en sí misma, no tenía estrictamente significado relacional. El nuevo punto de observación era: qué hace el paciente con la interpretación. Alguna vez en mi formación lo llamé, “caseramente” o coloquialmente “interpretar en cascada”, ya que era la propuesta de mi supervisor de entonces quién, a pesar de no ser kleiniano, había quedado marcado por su propia época de formación. Tengamos en cuenta que la segunda interpretación, a diferencia de la primera, es siempre una interpretación transferencial ya que apunta a qué hace el paciente con lo que el analista le dice. En su momento este modo de trabajar me despertó interés y aún hoy pienso que muchas veces lo tiene pero sigue sin resolver el problema que a Mitchell le interesa plantear. Este problema quedó grabado en mi cuando leí hace ya tiempo el siguiente comentario de Lacan sobre las interpretaciones transferenciales[6]: “[…] es como proveniente del Otro de la transferencia como la palabra del analista será aún escuchada, y la salida del sujeto fuera de la transferencia es pospuesta así ad infinitum” (1958). Pienso que Lacan muy tempranamente captó bien el problema más allá de su modo de resolverlo.

Mitchell ilustra el sin salida de la regresión ad infinitum de este modo de trabajar con el primer caso que plantea en este trabajo, el caso George. En este material, que hoy dejaremos de lado, se ve con claridad cómo George entiende las interpretaciones del analista como nuevas formas de repetición, como interpretaciones enunciadas desde los lugares transferenciales que generan el sin salida del que antes hablábamos. George es de esos pacientes a los que agradecemos que nos hagan tan evidente el problema. La dificultad es, como sostiene Mitchell, que “somos más conscientes de las limitaciones del impacto de las interpretaciones cuando fallan estruendosamente, como con George, pero el mismo proceso puede estar operando incluso cuando las cosas parecen ir bien” (p.44). Es en este contexto, y con esta preocupación de fondo, que cobra sentido lo que cuentan que Sullivan comentó una vez de forma provocativa: “Dios, protégeme de las terapias que andan bien” (Citado por Levenson, 1983, p. 84). El supuesto de la afirmación provocadora de Sullivan, que también está como veremos en la obra de Mitchell, es que los tropezones y desencuentros del proceso analítico forman parte constitutiva e insoslayable del camino mismo; que lo nuevo que el proceso aporta no surge, inmaculado, al lado de lo viejo sino que lo hace desde dentro de él, expandiendo la viejas relaciones de objeto “from inside out”, de adentro hacia afuera –para retomar la expresión que Mitchell toma de Bromberg. Por ello, para gran parte del psicoanálisis relacional, y sin duda para Mitchell, la puesta en escena no es algo que se hubiese podido y debido evitar gracias a una mayor pericia del analista. Como se preguntó en una ocasión: “¿pensamos mejor el impasse como el resultado de un análisis que va mal o de un análisis que va bien?” (1991).

Caso Carla

Veamos el caso Carla. Presentar un caso clínico que ya ha sido pensado y expuesto por otro y que para tal fin ha seleccionado, inevitablemente, lo más acorde a lo que quería ilustrar es siempre difícil. Pero nos simplifica la tarea el que fundamentalmente nos interesa mostrar y ver cómo Mitchell pensó y recortó el material que comparte con nosotros.

Carla, cuya edad ignoramos pero imaginamos que está alrededor de los 30 años, consulta después de realizar un tratamiento infructuoso y que termina en una situación de impasse. O sea que se trata de lo que habitualmente llamamos un “reanálisis”.  Mitchell sostiene que una de las ventajas del reanálisis es que muchas veces se puede observar, en cierta medida, lo que se puso en juego y no se pudo ver –y por lo tanto trabajar- en el análisis anterior. Carla parece haber quedado muy mal y desconcertada con dicho tratamiento, siente que no comprendió lo que había ocurrido, y esto la lleva a consultar a Mitchell, en primer lugar, en calidad de “asesor”, es decir, para saber qué debe hacer, si continuar un tratamiento o no.  Después de entrevistarla Mitchell le aconseja que continúe y Carla le pregunta si él la tomaría como paciente. Mitchell está de acuerdo en hacerlo pero por sus limitaciones económicas para financiar una terapia de alta frecuencia arreglan verse una vez por semana con un honorario inferior del que era habitual en él.

Los primeros 6 meses de trabajo se desarrollan sin grandes dificultades y Mitchell tiene la sensación que el tratamiento va muy bien. La impresión clínica que tiene, y sobre la que girará fundamentalmente el material que expone, es que Carla se encontraba, “bastante enredada” en su identificación narcisista y masoquista con su padre. Qué entiende Mitchell por identificación narcisista y masoquista se verá con claridad a continuación. Mitchell se centrará en una situación clínica que ocurrió con posterioridad a estos primeros meses. En este tiempo la composición que se va haciendo de la historia y de la vida de Carla así como de su anterior tratamiento en relación a lo que le interesa plantear es la siguiente:

Carla es hija de un hombre excéntrico y brillante que tiene la ambición de descubrir algo absolutamente extraordinario –no sabemos en qué ámbito- aunque vivía, según sus palabras, en un “aislamiento paranoide”, con lo que esta expresión sugiere de grandiosidad, desconfianza, poco contacto con los otros, tal vez actitud de despreció etc. De la madre no sabemos nada. Sí sabemos que los padres de Carla se han separado y que las dinámicas familiares, incluso antes de la separación, forzaban constantemente en Carla elecciones entre los padres. En estas elecciones forzadas Carla siempre se sentía más cerca de su padre. Aún así la actitud hacia él se encontraba dividida: por un lado se sentía como él en muchas cosas, entre las que se encontraba cierto aislamiento de sus semejantes, lo que Mitchell lee como un posible signo de su sentimiento de superioridad y de “fusión con su padre”.  Siente que está con el padre en la grandiosidad que él propone como modo de integrar las relaciones y de existir para él;  pero también, por otro lado, Carla sentía que la autoestima de su padre y la importancia que se atribuía era algo totalmente inflado. Mitchell, por su lado, tenía la sensación de que pocas cosas pasaban, en términos emocionales, entre Carla y su padre, pero pensaba que su identificación y lealtad hacia él le permitían sentir que poseía una preciosa aunque frágil fantasía o creencia: “de que ella estaba siguiendo los pasos de su padre y que su padre cuidaba de ella”. Fíjense en este curioso pacto o fantasía que compensa, según Mitchell, un medio probablemente poco disponible.

Las referencias al análisis anterior son las siguientes: Carla se sentía muy dolida y resentida con su primer analista. Tenía la sensación que casi desde el comienzo del tratamiento la habían dejado sin opciones, sin posibilidad de decidir. Ella no sabía qué tipo de terapia era preferible para ella y el analista, luego de unas entrevistas, le propuso verla 5 veces por semana. Carla llegó a sospechar, piensa Mitchell que con buen criterio, que el analista era un candidato de algún Instituto y ella un caso de análisis de formación. Podemos decir aquí que desde el comienzo Carla sintió a este analista como alguien más preocupado por su institución y sus teorías que pensando en lo que ella necesitaba. Mitchell afirma que este análisis “nació muerto” ya que, “un rasgo central de la transferencia se organizó en torno a la idea de que el analista la había llevado a ese acuerdo analítico por sus propias necesidades”. (Trasfondo de interés para pensar la situación que Mitchell tendrá que enfrentar con posterioridad y que flota, pensamos, en la estructura misma de los tratamientos: ¿qué necesidades son las que dominan la escena? –la respuesta “correcta” la conocemos, pero nos referimos a lo que ocurre en los tratamientos reales). Mitchell interpreta la situación para sí mismo de la siguiente manera: el analista estaba entregado al psicoanálisis “casi como una religión”  -aquí recordemos el aislamiento paranoide-grandioso del padre- y Carla estaba entregada a “un esfuerzo de adoración en el altar del analista/padre, aunque ella tenía profundas dudas tanto del analista como del psicoanálisis”. Aquí podemos ver un paralelo con la división que sentía frente al padre, combinado con la necesidad de ser ayudada. El analista sería descrito como alguien de “estilo lacónico” y silencioso. Si bien no podemos inferir un significado universal de esta presencia, sí podemos pensar que en este caso puede ser una expresión más –cosa que pensamos que Mitchell sugiere- de la repetición en juego, lo que nuevamente nos lleva a pensar sobre la adjudicación de significados a priori de cualquier comportamiento, aunque este sea realizado con la “intención” de generar un espacio de escucha o sea justificado como sea, es decir, realizado con las mejores intenciones.

Paso a contar la situación clínica que será el centro de atención de Mitchell y que articula su modo de pensar el cambio analítico. Después de 6 meses aproximadamente Carla le comenta a Mitchell que acaba de descubrir que su seguro médico privado le cubre una suma importante de dinero en concepto de tratamiento psicológico. El monto total que puede gastar a lo largo de su vida en este concepto es de 20.000 dólares. Cuando Mitchell escucha esta noticia, nos cuenta, comenzó inmediatamente a pensar que podían ampliar el número de sesiones por semana, ya que venían realizando un buen trabajo y que resultaba frustrante verla sólo una vez por semana. Comenta que dándose cuenta de su entusiasmo trató de contenerlo y siente que pudo hacerlo. Carla se pregunta que tal vez esto que ha descubierto le permitiría aumentar la frecuencia del tratamiento y le pregunta, sencillamente, “¿Qué piensa Ud?”. Mitchell se atiene gracias a su buena formación, como él mismo ironiza, a la regla de la contrapregunta y le pregunta a ella qué es lo que piensa. Nos cuenta que en este intercambio evitativo pierde un poco el hilo de cómo se van barajando las cosas. Comenta la diferencia que él percibe entre ellos en cuanto a su relación con el dinero; él se describe como alguien caracterológicamente orientado a la acción y se imagina gastando esa suma de dinero en hacer algo que hace tiempo anhela. Pero sabe que Carla es mucho más cuidadosa que él y que pensaría muy bien cómo usarlo. Ella necesita estar segura de que el tratamiento es “el tratamiento” que ella necesita ya que tal vez sólo puede pagarse uno en la vida. Carla tenía muchas dudas y en los seis meses que venían trabajando no sentía que su vida hubiese mejorado notablemente. Entonces, después de un rato, vuelve a preguntarle a su analista: “¿Qué le parece a Ud?”.

A partir de aquí  nos cuenta Mitchell lo que fue sintiendo y cómo fue central para él realizar un cierto trabajo en la contratransferencia para darle salida a la situación que se plantea. Es este trabajo el que pasa a continuación a mostrarnos. Nos cuenta que cuando Carla le planteo la pregunta se sintió incómodo y que internamente fue oscilando entre los siguientes pensamientos: en primer lugar, como no, y como ya había hecho, surgieron en él los automatismos de lo que se ha considerado una buena formación analítica, o sea, devolver la pregunta, explorar lo que ella pensaba y transmitirle que la decisión la debía tomar ella, que era “su” decisión. Esta primera reacción le resultó insatisfactoria. Empezó a sentir que mientras exploraba por qué ella necesitaba escuchar una opinión de él su convicción de años de formación de que no tenía que expresar una opinión le comenzó a parecer una actitud fácil e irresponsable. Carla, además, insistía en que su opinión era importante ya que era un experto al que había recurrido en búsqueda de  ayuda profesional. Ella pensaba que él debía tener alguna opinión y que esta sería una opinión más informada que la suya ya que era una opinión experta. Mitchell nos refiere que Carla vivía su “no opinar”, el contener sus pensamientos, como una actitud deliberadamente sádica, acaparadora y retentiva y lo comparaba con su primer analista. (Y por qué no, también, con su padre: podemos pensar que si el padre era un hombre que creía tener grandes ideas, ¿no será también esto lo que para ella retendrán los analistas? Sin perder de vista, por supuesto, la cara de fragilidad que también percibía en este último).

Cuanto más exploraba Mitchell su abstención, más inviable le parecía. Tal vez un analista algo más clásico le podría decir a Mitchell que se quede tranquilo, que está surgiendo material transferencial enormemente rico, y que tal vez habría que seguir interpretando, interpretando en este caso el procesamiento que hace Carla de su abstención. Pero esta camino, que Mitchell tomó en cierta medida, no hace más que enquistar el problema y enviar lo que puede ser una escena productiva de un tratamiento, a convertirse en un “diálogo subterráneo” (1997) –disociado- por efecto de la censura implícita del preguntar.

La incomodidad contratransferencial cobra tal intensidad que Mitchell, por decirlo así, se toma en serio a sí mismo y se pregunta: “¿Qué es lo que realmente pienso?”. Frente a esta pregunta le surgen dos líneas de pensamientos contrapuestas y ambas insatisfactorias.

1.    Por un lado sabía que mucha gente se había beneficiado trabajando con él pero que otra no. No sabía realmente si esto funcionaría para Carla, pero tampoco lo dejaba contento y satisfecho su primera respuesta, “Tu pagas, tu eliges”, ya que le parecía excesivamente simple y descomprometida. Abstenerse de responder no dejaba de ser una manera de hacerlo.

2.    Por otro lado pensaba: “adelante, usa tu dinero para el tratamiento”, opción que en parte le resultaba convincente porque pensaba que su vida corría el riesgo de malograrse. El trabajo analítico podía mejorar su calidad de vida y sin duda era mejor opción que tener el dinero guardado. Pero esta convicción también perdía fuerza ya que pensaba que tal vez le estaba imponiendo a Carla su propio estilo de relacionarse con el dinero  y que la cautela de Carla tenía sentido ya que, ¿estaba seguro que su trabajo le ayudaría? ¿no tendría esta convicción en él una fuente importante en su propio narcisismo? ¿No sería para ella peligrosa su pasión por el trabajo? ¿No se repetiría así, al anteponer su pasión-estilo, el fracaso del primer tratamiento? Otra idea rondaba su mente: cuanto más confiado estuviera de que esto era bueno para ella más necesidad tendría ella de hacer fracasar el análisis.

Mitchell se siente, pues, atrapado entre dos alternativas insatisfactorias: o bien esquiva el problema que Carla plantea o bien vende algo con más certeza de la que realmente tiene. Comenzaba a sentir una cierta inquietud, lo que en su idioma contratransferencial significa: “algo importante está ocurriendo”. Lo único que le quedaba claro era el encierro en el que se encontraba: si se abstenía ella lo experimentaría como un abandono; si lo alentaba como una seducción, ambas, según Mitchell, alternativas de repetición.

Estas situaciones dilemáticas en la contratransferencia, a veces llamados “impasses” o estancamientos son, para Mitchell -como hemos señalado en la primera parte- crisis en el proceso que entiende como medulares al proceso mismo.

Esta situación se armó, como hemos visto, gracias a la insistencia de Carla en preguntar, en querer saber qué pensaba su analista. Irwin Hoffman (1998) sugiere cuánto nos perdemos en los tratamientos porque los pacientes, por diversas razones -entre las que se encuentran nuestras propias actitudes- no dicen todo lo que piensan generando lo que Mitchell llama, como hemos dicho recién, “diálogos subterráneos” (1997).

A partir de aquí Mitchell nos mostrará cómo salió de esta situación aunque, insisto, lo que más le interesa es resaltar el problema que este tipo de situaciones clínicas presentan y su relación con el cambio en una terapia. La salida que Mitchell suele encontrar a estas situaciones es compartir con el paciente el callejón sin salida en el que se siente, compartir una “reacción” suya que transmita al paciente su sensación de estar atrapado y su deseo de salir de las opciones presentes ya que ambas le parecen insatisfactorias.

La intervención que realiza va en la siguiente línea: le comenta a Carla su sentimiento de estar bloqueado, manifiesta que está de acuerdo con ella en que no le parece justo que no le diga lo que está pensando pero que se le ocurren dos formas de responder y que no siente que ninguna de las dos sea totalmente correcta. Cito a Mitchell refiriendo lo que más o menos le dijo: “Decirle de que no sé realmente si nuestro trabajo sería bueno para ella deja de lado mis sentimientos positivos sobre lo que hemos estado haciendo o sobre sus posibilidades. Pero decir que ella debe simplemente continuar conlleva una certeza y una promesa que no puedo realizar, una promesa de la que estoy bastante seguro que ella tendrá la necesidad de hacer fracasar y se sentirá traicionada. Cuando le estoy hablando de estas diferentes opciones le dije lo que yo me preguntaría si fuese ella: ¿siente que las cosas de las que hablamos están en el centro de lo que es valioso en su vida? ¿Piensa que nos estamos esforzando por resolverlas de un modo que le parece significativo? ¿Cuál le parece a ella que sería un período de prueba razonable para recoger los frutos?”. Ella iba retomando algunas de las cuestiones que Mitchell plateaba y éste siente que salen del forcejeo -interno y externo. Tiene la impresión que mientras hablaban de todo esto “el tono emocional global” entre ellos había cambiado. Este es un ejemplo, según él, de cómo encontrar un modo de trabajar juntos. Este modo de trabajar evita, para ella, tanto el que se sintiese abandonada, como el que pudiera sentir que le imponen una agenda que no es la suya; al mismo tiempo abre la posibilidad de sentir que puede tomar algo importante de él que no suponga, como contrapartida, una entrega o devoción que la llevase a traicionarse a sí-misma, modelo que hemos visto forma parte de la relación con su padre y que se puso en juego en el fracaso del primer análisis. Tengamos en cuenta que Mitchell entiende esta capacidad de poder tomar algo importante de alguien importante como un dilema central de la condición humana (y que los kleinianos han trabajado bajo las temáticas de la ansiedad depresiva y de la gratitud). Mitchell puede, pues, como analista, reconsiderar su modo de participación y salir tanto de la adherencia rígida a una regla de comportamiento que no podía sentir como satisfactoria, ni para la paciente ni para él, como también evitar la incontinencia de su primera reacción que no le hubiese permitido ahondar en lo que estaba en juego en ese momento. Encontraron un modo de estar juntos que no estaba determinado únicamente por lo que estaban diciendo en términos de contenido sino también por la posibilidad de abrir nuevas vías allí dónde parecía que no quedaba más remedio que la repetición de las viejas relaciones de objeto que habían marcado, según parece, la historia de Carla. En el material que hemos presentado vemos como analista y analizado luchan juntos para encontrar “un tipo diferente de conexión emocional”, como dice Mitchell en el texto que comentamos (1996). Es necesario que cada analista encuentre su propio modo de participar ya que hay numerosos modos auténticos y personales de hacerlo. Tal vez el aporte más característico y central del psicoanálisis relacional, tal y como yo lo veo –junto con otros, por supuesto-  es el compromiso del analista en tomar muy en serio los límites de lo que piensa o cree que está haciendo, es decir, los límites en el conocimiento de lo que vehiculiza e implica su intervención. Esto supone una enorme apertura a recibir del otro no sólo lo que ha hecho con lo que nosotros le hemos ofrecido –versión post-kleiniana de la meta-interpretación-, sino también a ver allí qué es lo que nosotros le hemos ofrecido-impuesto sin saber que lo estábamos haciendo. En lo que hemos contado vemos que Mitchell dedica mucho tiempo a pensar qué es lo que a él le está ocurriendo, su contratransferencia, instrumento clínico delicado y controvertido pero que en este caso, tal y como lo entiendo, no es usado como una llave mágica para acceder a lo intrapsíquico del paciente sino como un camino para lograr, junto con el analizado, encontrar un modo de estar en la situación analítica que rompa o quiebre las viejas alternativas que se ponen en juego. Sin embargo, y esta es una de las características más constantes en su pensamiento, esta nueva conexión emocional no puede surgir más que de la puesta en escena de lo viejo. Sostiene Mitchell: “Lo que estoy sugiriendo es que el rasgo central de la acción terapéutica del psicoanálisis es la emergencia de algo nuevo de (from) algo viejo. No puede estar allí desde el comienzo, porque uno tiene que encontrarse a sí mismo en lo viejo para crear el contexto propio para la emergencia de algo nuevo. Esto no puede ser la aplicación de una técnica estándar o artificial (postured), porque entonces no habría de verdad (realmente) algo nuevo y nunca podría afectar al analizando de ese modo” (1996).

Me gustaría terminar citando una frase de Bill Evans, pianista de jazz, que refleja muy bien la situación que hemos intentado describir y que algunos analistas (véase Symmington 1983) han comprendido como un acto de libertad del analista. Dice así:

“Para mí la libertad es encontrar un lugar allí dónde no había al comienzo. Uds. toman una partitura: parece que allí dentro no hay libertad, pero si Uds. se toman tiempo y comprenden lo que hay en esa página, Uds encontrarán toda la libertad que quieran […] La libertad que más valor tiene para mi es aquella que ha ganado su fuerza luchando contra algo que se le resiste” (Citado por Alain Gerber, 2001).

Bibliografía

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Symington, N. (1983), The analyst's act of freedom as agent of therapeutic change. Int. R. Psycho-Anal., 10: 783-792.

 

 

 

 



[1] Me gustaría aprovechar esta ocasión para agradecer a la Sociedad Forum dicha invitación y, en especial, agradecer a Emilce y Hugo Bleichmar no sólo por esta ocasión sino por todo lo que a lo largo de los años he podido aprender de ellos y con ellos.
[2] En nuestro medio Edgar Levenson es un psicoanalista poco conocido. Fue un referente indiscutible de la generación de analistas norteamericanos que se formó en la WAWI en los años 70 –Mitchell entre ellos- ya que es en esa época cuando comienza a desarrollar su versión particular del psicoanálisis interpersonal en su primer libro “The fallacy of understanding” (1972) y porque era quién coordinaba en dicho instituto las sesiones clínicas.

[3] Recuerdo haber escuchado a un especialista en la obra de Descartes, y también de la filosofía de la edad media, defenderse de los reproches que le hacían de reducir la obra de Descartes a la de sus antecesores. Y su argumento fue: mi intención no es en absoluto reducirlo sino circunscribir mejor su novedad.

[4] El término “técnica” es usado aquí en su sentido más restringido y negativo, como procedimiento preestablecido opuesto a reflexión.

[5] Término que introduce Jacobs en 1988 y que probablemente tiene un antecedente claro en la obra de Sandler (1976).

[6] Pequeño homenaje a otras épocas.