aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 043 2013

La fantasía de la individualidad. Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. [Hernando, A. (2012)].

Autor: Díaz-Benjumea, Lola J.

Palabras clave

Identidad individualizada, Identidad relacional, Individualidad dependiente, Individualidad independiente, Relaciones de genero, Hernando a..


Reseña: Hernando, A. (2012). La fantasía de la individualidad. Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. Madrid: Katz. Conocimiento.
 

Almudena Hernando, arqueóloga, empieza su libro afirmando un principio general que va a dirigir todo su trabajo y que conecta directamente con como nosotros, los psicoanalistas, concebimos el nuestro: lo que la gente dice de sí misma no coincide con lo que se observa que hace. Señala que hay toda una parte de nuestro comportamiento que no es reconocido, sino negado (inconscientemente) porque no es valorado socialmente o porque preferimos no reconocerlo como partes de nosotros mismos. Es pues una perspectiva que se identifica con nuestro abordaje de lo humano, y en efecto todo lo que dice después interesará a nuestro gremio.

Sobre esa base, en este trabajo de especulación teórica a raíz de datos históricos y prehistóricos, la autora se propone analizar el orden patriarcal, definido como el orden en que hay una dominación de los hombres y subordinación de las mujeres, producto de toda una trayectoria histórica.

Dice Hernando que cada sociedad produce su propia verdad, y esta verdad es la que sostienen lo sistemas de poder de dicha sociedad. En la nuestra, el discurso científico es uno de esos sistemas por los que nos guiamos, y en este discurso es todavía prevalente el del positivismo, que se caracteriza por priorizar la razón y desdeñar lo emocional, por representaciones de la sociedad mecanicistas y computables. Y aunque también existe un discurso de la complejidad que se opone a esa visión (el que prioriza la interacción compleja de los elementos entre sí, la cual produce un desorden no fácilmente medible, relaciones mutuamente determinadas, imposibilidad de separar las partes), este discurso no es todavía hegemónico; sigue siendo dominante y más valorado el modelo de las máquinas para analizar hechos humanos. Dentro del pensamiento de la complejidad en el que Hernando enmarca su trabajo, ella parte del concepto de relación fractal: aquella en que es imposible diferenciar dos elementos en relación (como la sociedad y los sujetos que la componen), porque ambos son expresión de un mismo proceso.

En nuestra sociedad, sostiene, el discurso oficial de la verdad considera que somos superiores a cualquier otro grupo humano porque damos un valor predominante a la razón en detrimento de la emoción, este es el discurso que representa la “verdad” desde que con la Ilustración se hizo dominante. La ciencia positiva es la que se considera que representa la cúspide de la producción humana, una ciencia en la que las emociones no participan. Las emociones, dice Hernando, contribuyen al “desorden” que se busca evitar. Un discurso reduccionista en el que la emoción queda negada como componente del comportamiento humano ideal, pero que la autora relaciona con un creciente malestar y cosificación del mundo que ha resultado destructivo, llevando a formas tan aberrantes como el holocausto nazi. Frente a ello, la neurología de nuestra época (Damasio) nos enseña que la razón no se puede desligar de la emoción. La Ilustración estaba basada en una falsa premisa, que razón y emoción pueden separarse, que la primera puede existir sin la segunda y que el individuo humano puede existir al margen de la comunidad con que se vincula. A esto lo llama fantasía de la individualidad.

Hernando no coincide con las posiciones postmodernas que ya cuestionaron las premisas ilustradas, porque dieron un giro excesivo y también reduccionista hacia la subjetividad. En este sentido, ella por un lado considera que el pensamiento puede validarse, pero se aleja del positivismo que ve las ciencias humanas portadoras del mismo nivel control y previsión de las máquinas.

La tesis que la autora defiende es que el orden patriarcal imperante en nuestra sociedad se erige sobre una “verdad”, la convicción de que puede existir un individuo autónomo de la comunidad y una razón separada de la emoción. Esta convención, dictada desde los sistemas de poder y asumida como verdad, al negar la importancia de los vínculos emocionales, vuelve necesaria la subordinación de las mujeres, que son las que representan a esos vínculos.

Esta negación a que se refiere no es voluntaria ni consciente, sino implícita (con el mismo sentido que damos en psicoanálisis a la negación psicológica defensiva). Es la que explica que haya tantos hombres que son igualitarios a nivel teórico pero que en su relación personal reproducen la desigualdad. Por tanto, para cambiar el orden establecido no sólo hay que cambiar las leyes sino también cuestionar ese discurso oficial.

La razón está idealizada, la emoción negada, y para que se mantenga así es necesaria la existencia de sujetos sobre los que se actúe dicha negación. (Queda claro ya en este comienzo que la autora describe lo que en nuestro campo llamamos proyección e identificación proyectiva).

A lo largo de la obra Hernando va a equiparar dos dicotomías: razón y autonomía individual por un lado, frente a emoción y sentido de pertenencia al grupo por otro. Sostiene que para vivir con un cierto sentido de seguridad en nuestra capacidad de supervivencia podemos prescindir de la razón, como muestran nuestros antepasados de la prehistoria, pero no podemos prescindir de la emoción. Los hombres, en el proceso histórico, necesitaron dominar a las mujeres no por el hecho de que eran mujeres, sino porque ellas se especializaron en el mantenimiento de los vínculos del grupo, y para mantener una visión del mundo que no reconoce la dependencia de estos vínculos es necesaria una parte de la población sobre la que tal dependencia sea delegada.

Hernando define la identidad como la idea que cada persona tiene de quién es y cómo es el mundo que la rodea. Idea no necesariamente reflexiva, sino que puede ser actuada, como de hecho ocurre en una mayoría de personas. La identidad tiene la función psicológica de mantener una imagen de uno mismo como capaz de sobrevivir en el mundo, pero el mundo es inabordable, y para ello se hace necesario psicológicamente reducir las variables para mantener un sentimiento de poder controlarlo, eliminando los fenómenos que no se pueden entender.

Todo discurso social mantiene que el grupo propio es el único que conoce las claves de supervivencia y es el elegido entre los demás para sobrevivir. Los discursos sociales utilizan dos estrategias de reafirmación, de modo que se puedan olvidar los temores y negar las necesidades. Éstas son 1) la creación de un discurso de legitimación, que puede ser el mito (para los pueblos con escaso control sobre los recursos), o la historia, (cuando el cambio es lo que representa la condición para sobrevivir). 2) La vinculación al grupo de pertenencia. Todos necesitamos sentir que somos parte de un grupo, pero esta necesidad es más reconocida cuanto menor control se tiene sobre las condiciones materiales.

Históricamente, a medida que fue aumentando el control tecnológico se fue negando la necesidad de vinculación y esto llegó a su punto máximo cuando, con la Ilustración, se idealizó la razón como la clave de la fuerza del ser humano, considerándola dentro de un individuo aislado y separado del grupo. Pero esto, dice la autora, es simplemente una fantasía.

Sexo y género

Hernando concibe el género como la organización social de las relaciones entre sexos. Desde Money en los años cincuenta, el término género se refiere a la identidad psicosocial de una persona, lo cual él consideró que se desarrolla a consecuencia de la interacción social. Money mostró en su estudio con hermafroditas que la identidad asignada socialmente en el momento de nacer llegaba a ser más fuerte que la que biológicamente prevalecía en el desarrollo posterior. Después, el psicoanalista Stoller desarrolló el concepto de identidad de género en los sesenta, refiriéndose a la masculinidad y feminidad relacionada con comportamientos y actitudes, no con el cuerpo. Desde estos dos autores se diferencia entonces el sexo (anatómico) del género (psicosocial). El concepto implica siempre una relación, y ésta se ha definido como relación de poder constitutiva del propio género. Sin embargo, la autora cuestionará esta última afirmación, es decir cuestionará que la relación de género implique universalmente, en todas las sociedades y épocas, relación de poder; aunque siempre implica una relación complementaria de funciones sociales entre los dos sexos.

Hernando aboga por prudencia en el uso del concepto de género como conjunto cerrado de rasgos, porque rigidifica lo que debería verse como juego dinámico, flexible y por tanto transformable de identidad. Y porque además, asociar determinadas actitudes y comportamientos con hombres y mujeres implica naturalizarlos, y por tanto reforzar el orden patriarcal. Siguiendo este planteo, ella cuestiona teorías sobre el género del feminismo de la diferencia, del psicoanálisis lacaniano, de la antropología estructuralista de Levy Strauss y de la actual, porque las argumentaciones de todas estas posturas parten de asumir que la dominación del varón es natural, que no tiene comienzo y no requiere una explicación en sí misma, sino que es inherente a la constitución de la sociedad. Por el contrario, para la ella el concepto de género se refiere exclusivamente a la diferencia en el grado de individualización de hombres y mujeres, diferencia que a partir de cierto momento histórico, y no antes, implicó una relación de poder en todos los casos.  Por tanto la autora no considera universal la subordinación de las mujeres, sino un resultado histórico producto de causas culturales, que no están indisolublemente ligadas a la anatomía y la función reproductiva, aunque éstas sean uno de los factores iniciales.

El origen

Hernando acude al estudio del origen del ser humano. Sostiene que si bien el homo sapiens se desarrolló a partir del bipedismo y el desarrollo de la inteligencia, ambas características no surgieron simultáneamente. Primero surgió el bipedismo, y llevó a una organización social de machos dominantes, como la de los beduinos y los chimpancés. Posteriormente surge la fabricación de instrumentos, que requirió aumento de la inteligencia, y esto supone otro curso del desarrollo a nivel de especie que no lo han presentado las líneas de los simios anteriores. Fue necesario un cambio genético que requirió que las crías nacieron más frágiles y más dependientes, unido a un cambio climático que hacía más difícil la supervivencia, y todo ello hizo necesario un cambio en la estructuración del grupo que implicó mayor cooperación entre machos y hembras. La aparición del Homo está asociada con la desaparición de la diferencia de tamaño entre machos y hembras (algo que sin embargo permanece en los chimpancés y en los australopitecus), y se relaciona con un tipo de relación complementaria entre ellos.

La cuestión es que desde 1980 se conoce otra especie de simio, que comparte con nosotros, además de las anteriores, otra característica, la desaparición del periodo de celo. Esta especie son los bonobo. Según Hernando, “la evidencia que ofrecen los bonobo resulta tan controvertida para legitimar el orden patriarcal que tiende a minimizarse, o incluso a invisibilizarse, como prueba de las dinámicas de poder que siempre atraviesa la verdad reconocida por la ciencia.” (pp. 54-55). En estos simios las relaciones entre los sexos no son jerárquicas, las hembras establecen vínculos estrechos con otras hembras que se cimentan en relaciones sexuales, porque las hembras bonobos, como las de los sapiens, son activas y receptivas todo el año. El sexo es un mecanismo de socialización generalizado, tiene múltiples finalidades y se practica tanto hetero como homosexualmente. Su tipo de sociedad es cooperativa y no hay jerarquía entre los sexos.

Para la autora, aunque todos estos datos están disponibles se sigue utilizando el chimpancé común como modelo de nuestra especie por la función que tiene esta perspectiva de legitimar la primacía masculina y naturalizar por un lado la subordinación de la mujer y por otro la heterosexualidad como norma. El orden patriarcal, sostiene, no está inscrito en la naturaleza.

Lo que diferenció posteriormente a los humanos de los bonobo fue un modo de vida en que fue necesaria la distribución de funciones, ocupándose los machos de la caza, y con ello de tareas de mayor movilidad y riesgo. Después, el desarrollo de la capacidad simbólica y el lenguaje dio lugar a que esa diferencia de funciones pudiera pasar a tener un distinto valor social. Sin embargo, en los grupos actuales de cazadores recolectores no se muestra diferencia de poder entre los sexos, porque esta diferencia de funciones no necesariamente se ve como signo de superioridad o inferioridad.

Sostiene Hernando que el orden del mundo se construye a través de los parámetros de tiempo y espacio. El espacio se rige por referencias fijas, mientras el tiempo exige referencias móviles. En las sociedades donde no existe la escritura, la representación del mundo se hace directamente con los referentes a que el sujeto quiere referirse (“sucedió más allá del río”, “a la vuelta del camino”). Al no existir escritura, sólo puede ordenarse mentalmente la parte de la naturaleza que se conoce personalmente, a la que se accede. De ahí que la movilidad diera sí misma una posición de mayor prestigio, porque para una persona el mundo era más grande cuanto más se moviera por él. Esto ya empezó a constituir una diferencia en la individualización de los hombres sobre las mujeres, lo que constituyó la base de lo que hoy día se entiende por género. “No es la maternidad, sino la menor movilidad de las hembras respecto de los machos en las primeras etapas del Sapiens lo que habría establecido esa mínima diferencia cognitiva entre ambos” (p. 64). Diferencia cognitiva en tanto suponía mayor conciencia de sí mismos y una posición de mayor control del mundo, que le reportó una cuota ligeramente mayor de prestigio, que después se convirtió en poder sobre las mujeres, hasta que esto empezó a cambiar hace muy poco tiempo histórico.

La heterosexualidad por otro lado es también algo normalizado desde que se estableció la complementariedad de funciones, pero tampoco tiene un origen “natural”, porque como se ve en los bonobos, las relaciones tanto heterosexuales como homosexuales eran, en lo que parece ser nuestro origen, un medio muy eficaz de comunicación entre los miembros del grupo.

La identidad relacional. Cuando no se tiene poder sobre el mundo.

Hernando ha realizado estudios de campo con grupos de cazadores recolectores del Amazonas. En estas sociedades existe una división social por diferenciación de funciones entre hombres y mujeres, pero ésta no implica diferencia de poder. No han desarrollado pensamiento científico y explican los fenómenos naturales proyectando su propio funcionamiento, por ejemplo explicando el trueno como el enfado de dos animales o como castigo por infracción de alguien del grupo (lo que Piaget llamó animismo). Al no sentir que se tiene poder sobre la naturaleza, se considera a ésta sagrada, atribuyéndole el poder de dirigir el propio destino. Esta forma de funcionar es por un lado gratificante porque establece una fuerte relación emocional con los elementos que se ven como poderosos, pero por otro lado tiene la contrapartida de producir un sentimiento propio de impotencia, y el colocarse uno mismo como objeto de la fuerza mayor de la que se depende. A este modo de relacionarse con el mundo lo llama Hernando identidad relacional. Se da mucha importancia a las relaciones, y al mismo tiempo no es posible representarse a uno mismo fuera de esas relaciones.

En el tipo de sociedad de los cazadores recolectores del Amazonas, ambos sexos tienen es tipo de identidad, caracterizado por un enorme sentimiento de angustia y desorientación si se pierde la relación con el grupo. La tesis de Hernando es que este tipo de identidad es el que caracteriza en el principio histórico de todas las sociedades a todos sus miembros, pero a medida que se desarrollaron distintas funciones entre los sexos, los hombres fueron desarrollando posiciones de poder, mientras que las mujeres continuaron con la identidad relacional hasta llegar a lo que hoy se conoce como identidad de género femenina, en la que una mujer se define como esposa y madre, antes que como sujeto. Y esto para la autora no se debe al cuerpo (no hay por tanto un determinismo genético), sino a la función que cada uno de los sexos desempeña en la sociedad.

El único modo de adquirir un sentimiento de seguridad dentro de una identidad subordinada como la relacional es atribuir a la figura de la que se depende rasgos del propio funcionamiento (o sea, proyectarlos en ella), y después considerar que si consigue comportarse como debe, será elegido y por tanto será protegido. De este modo, la persona adquiere la sensación de ser especial para aquél de quien depende, siempre que se subordine a él, y así siente garantizada su supervivencia. La identidad relacional compensa así su sentimiento de impotencia con el sentimiento de pertenencia al grupo, lo que le reporta gratificación emocional, y con la subordinación a una instancia idealizada que lo protege a cambio de mostrar subordinación.

El mito, un modo de conocimiento basado en la emoción frente al conocimiento científico basado en la razón, se constituye en base a la identidad relacional; es un discurso sobre los orígenes que legitima la idea de que para sobrevivir, todo tiene que permanecer y el cambio es peligroso. Cuando en el siglo XIX se sustituyó mito por Historia como discurso del origen, esto se invirtió, el cambio se empezó a ver necesario para sobrevivir. La sociedad que cambia pasa a sentirse entonces el “pueblo elegido”, pero esto no deja de ser una visión igualmente mítica creada para mantener el propio sentimiento de seguridad. Frente al mito, que da prioridad al espacio y a una identidad relacional, la explicación histórica la da al tiempo y a una identidad individualizada en la que el cambio es la base de su superioridad.

Resumiendo, la identidad relacional compensa la sensación de impotencia con la gratificación emocional de sentirse parte de un grupo, y creer en una instancia sagrada que protege, que lo ha elegido a uno, y a cambio de ello necesita mostrar subordinación. Opuestamente, la identidad individualizada reconoce que el universo funciona con reglas que no tienen que ver con uno mismo (descentramiento en términos de Piaget), pero dejar de creerse el centro del mundo requiere un nivel de control material sobre el mundo externo, sólo presente en sociedades con desarrollo tecnológico.

Llegado a este punto, Hernando se pregunta si es adecuado hablar del género para referirse a la identidad diferenciada de cada sexo. ¿Se puede hablar de género cuando las diferencias no conllevan diferencias de poder? La respuesta de Hernando es que el concepto feminista de género, en tanto implica relaciones de poder, no es operativo cuando se estudian sociedades igualitarias como son las bandas de cazadores recolectores, ya que en esos grupos hay complementariedad de funciones en hombres y mujeres pero no necesariamente dominación masculina. La autora ilustra con el ejemplo de los indígenas de Amazonia que ella investigó, que en esos grupos las relaciones entre sexos son igualitarias; aunque los hombres disfruten de mayor prestigio o estatus, las mujeres pueden disfrutar de incluso mayor poder, en el sentido de igual o mayor capacidad de decisión, también en decisiones que afectan a las dinámicas grupales; aunque por otro lado, una mirada más sutil hacia la dimensión simbólica y el lenguaje muestra que lo masculino tiene prioridad.

En su explicación, las causas que originaron el patriarcado no pueden atribuirse, al menos exclusivamente, a la necesidad de las hembras de amamantar a las crías muy dependientes. No hay una determinación social a la subordinación, como demuestra su ausencia en las tribus de cazadores recolectores. Entonces, si se sostiene que el concepto de género implica relación de poder, en esas sociedades es cuestionable que éste sea utilizable. La única alternativa para ella es plantear, siguiendo los datos empíricos, que la diferencia de género no implica diferencia de poder, aunque sí de prestigio.

Pero las diferencias de prestigio sin embargo sí son para la autora importantes para entender cómo se llega posteriormente a la desigualdad de manera universal. Hernando entonces se plantea porqué lo masculino llegó a tener mayor prestigio. Como antes se señaló, la diferencia de movilidad que caracteriza las tareas de los hombres respecto a las de las mujeres acaba teniendo consecuencias trascendentales. En las sociedades que no tienen escritura la transmisión de conocimientos es oral, y la representación del mundo basada en la vivencia directa. El conocimiento sólo puede adquirirse por lo directamente conocido, y las personas que por sus funciones se desplazan y se arriesgan pueden acceder a un tipo de vivencias y realidades muy diferentes a las que viven en un espacio reducido y con tareas mucho más predecibles. Aunque todavía no haya individualización en los hombres, su mundo de acción más amplio les puede haber dotado de ciertos rasgos que sean origen de una futura individualización, no en un sentido exclusivamente genético, sino desarrollado por la experiencia vivida de mayor curiosidad, asertividad y decisión. Y así, de manera gradual y en una evolución en que lo biológico y lo aprendido se retroalimentan, los hombres pudieron ir teniendo mayor sentido de control, seguridad y poder. El ser un proceso gradual explica para Hernando que las mujeres incluso participaran en la emergencia de su propia subordinación, ya que durante mucho tiempo era imperceptible lo que las diferencias de funciones acarrearían. De manera que su conclusión final es que las universales diferencias posteriores de poder entre hombre y mujeres no se deben directamente a las diferencias anatómicas, sino a las diferencias cognitivas acarreadas por la movilidad, que fueron sellando una diferente identidad.

La individualidad, o la identidad cuando se posee poder sobre el mundo

Hernando define el poder como la posibilidad de influir en el destino de otras personas, y deduce que el ejercicio del poder implica tomar una posición de sujeto (por tanto cierto grado de individuación) y cosificar en cierta medida aquello sobre lo que se tiene poder, poniéndolo como objeto de los propios deseos. Al objetivar el mundo, se establece una distancia emocional con él, de modo que la individualización, el poder y la distancia emocional van juntas.

Siguiendo a Norbert Elias, la autora plantea que, conforme las personas han ido adquiriendo mayor individualización y una identidad como seres separados del resto, aumenta el ocultamiento de las emociones propias en presencia de los demás y se establecen muy diversos grados de cercanía con las personas que se trata. Cuando la complejidad económica de una sociedad progresa, los miedos a la naturaleza van disminuyendo a la vez que los miedos a los congéneres van aumentando. Se va creando un núcleo del yo del que se tiene mucha conciencia pero que nunca se expresa en su totalidad, uno es un individuo.

Ahora bien, solo a partir del siglo XVII este tipo de desarrollo llegó a caracterizar a una mayoría de hombres, a medida que la religión tenía menos peso y los hombres se empoderaban. Y ya en el siglo XIX, la ciencia y la historia ocuparon el lugar del mito en la sociedad, y la razón el lugar de lo sagrado. La individualidad y la razón, que ahora nos parece tan propia del ser humano en sí misma, son de reciente adquisición históricamente, surgieron como producto de la distribución del trabajo y el desarrollo tecnológico.

Pero en todo este proceso, a medida que las personas obtenían la vivencia de mayor control del mundo que le rodeaba, aumentaba su sensación interna de soledad, de distancia emocional de ese mundo. Es una dinámica en la que los propios sujetos se sintieron atrapados porque la sociedad ha valorado cada vez más la razón sobre la emoción, con lo que se convertía en un imperativo narcisista ese logro. Individualidad, razón, poder, implican a su vez reflexividad o alta conciencia de uno mismo, y en este tipo de personalidad la seguridad se alcanza por la capacidad de saber lo que uno mismo desea, para satisfacerlo (frente a satisfacer los deseos del otro de quien se depende, propio de las identidades relacionales de las sociedades anteriores).

Sostiene Hernando que todos estos rasgos, que alcanzaron el grado sumo con la modernidad, han sido encarnados progresivamente por los hombres occidentales. Pero que se omite, como si no existiera, que para el desarrollo de la individualidad a partir de la Ilustración, con la idealización de la razón y la vivencia de control y poder sobre el mundo que conlleva, ha sido necesario que se produjera un proceso de negación de las propias emociones y de la propia dependencia, provocando un sentimiento de soledad existencial “a medida que se controlan los fenómenos de la naturaleza, dejan de sostenerse relaciones personales o humanas con ellos, por lo que entender el mundo a través de la razón va dejando al ser humano progresivamente solo, sin dioses que lo protejan… empodera, pero emocionalmente aísla.” (p. 97). Para Hernando, ese precio emocional sería imposible de pagar, porque es psíquicamente insostenible, ya que la seguridad psicológica que se gana es mucho menor que la inseguridad que provoca.

Pero como a continuación expondrá, los hombres desarrollaron mecanismos para no sentirse solos, esto es lo que la historia no cuenta. La individualidad y la razón autónoma es una fantasía, y esto sale a la luz si se analiza la historia no sólo enfocando lo que los hombres dicen de sí mismos, sino lo que actúan.

Identidad relacional/Identidad individualizada. La apariencia de las cosas

Sostiene la autora que el discurso patriarcal invisibiliza las contradicciones en que los hombres están inmersos hoy día, plantea una visión del mundo en que un ser humano puede sentir poder sobre él sin necesidad de sentirse parte de una comunidad, y esto forma la base de la identidad masculina de nuestro tiempo. Hay un nivel consciente visible y un nivel inconsciente negado.

Identidad relacional e identidad individualizada, reconocidas por la antropología y la historia como sucesivas o alternativas a lo largo de la historia, son para Hernando conjuntos cerrados de rasgos situados dentro de una misma persona, aunque en distintos porcentajes, a un nivel consciente. Cuando la persona no controla un fenómeno se relaciona con él como un sujeto con identidad relacional, cuando lo controla, se relaciona con él como sujeto invidualizado. No existen para ella sujetos puramente relacionales ni puramente individualizados, ni en un momento dado ni a lo largo de la historia, sino más bien la capacidad para estar en distintas posiciones, aunque el porcentaje en que se vive cada una de ellas puede ser muy diferente y marca así el tipo de identidad. Hasta el más racional de los científicos puede necesitar la religión o la superstición, frente a su angustia ante muerte.

Pero conforme aumenta la complejidad económica y con ella el grado de poder sobre el mundo, el porcentaje de funcionamiento individualizado es mayor, lo que alcanzó su mayor manifestación con la Ilustración y la modernidad. Y dentro de la sociedad moderna, cuanto más posición de poder tenga un sujeto, mayor será aquel. El grado de individualidad es, sostiene Hernando, la contraparte cognitiva del grado de poder, y varía dependiendo de las circunstancias que rodean al sujeto.

Para la autora, el desarrollo a lo largo de la historia no implica una evolución, no es mejor una identidad individualizada que otra relacional, pero en nuestra sociedad se idealiza la primera y se desprecia la segunda, y para que eso ocurra ha sido necesario que, mientras los sujetos que detectan poder sean conscientes de su dimensión individualizada, necesariamente han de actuar su identidad relacional inconsciente, negada, no reconocida. Actuación que es posible, según Hernando, solo gracias por un lado a las desigualdades de género, y por otro a la adscripción a grupos de pares. De este modo se ha ido compensando la pérdida del sentido de pertenencia, negado pero indispensable para una vida plena.

Mujeres e identidad de género

La autora lanza su hipótesis sobre cómo fue surgiendo el patriarcado. Como hemos visto, se partió de una diferenciación complementaria entre los sexos que no conllevaba en principio desigualdad, pero sí cierta ventaja de los hombres en cuanto a que su mayor movilidad les aportara una perspectiva más amplia del mundo, que conllevó una leve diferencia en tanto mayor prestigio y por consiguiente mejor disposición para la asertividad y toma de decisiones.

A partir de ahí, paulatinamente pudo desarrollarse cada vez más desigualdad a nivel de los hombres como grupo (como los consejos de ancianos). Con la creciente intensificación de distribución de funciones y desarrollo tecnológico, los hombres fueron adquiriendo cada vez más individualización, y con ella poder sobre el mundo; pero para que este proceso siguiera su curso, los hombres debieron tener una forma de compensar la igualmente progresiva soledad y angustia existencial que caracteriza la manera distante y racional de ver el mundo, de otro modo no les hubiera compensado psicológicamente ese cambio, ya que la seguridad de supervivencia adquirida no supera la angustia por la pérdida del sentimiento de pertenencia e implicación emocional. La única manera en que pudo seguir el proceso adelante es que, de un modo no dirigido ni planificado, se fue generando cada vez más diferencias de poder entre hombres y mujeres de manera que ellas compensaran la pérdida de ellos, porque la identidad de ellas se fue haciendo cada vez más relacional y sobre las mujeres fue recayendo la especialización en el cuidado y mantenimiento de los vínculos afectivos. O sea, a medida que los hombres se especializaron en lo primero, las mujeres se especiaron en lo segundo, los hombres fueron tomando la posición de sujetos, las mujeres la de objeto, y los hombres pudieron ir negando su pérdida y su contradicción interna gracias a la subordinación de las mujeres.

El hecho es que para que los hombres tuvieran garantizada su gratificación emocional, era necesario que las mujeres siguieran un proceso opuesto a la individualización, con la impotencia e inseguridad básica y el refugio en la dependencia como base de la identidad. Y este proceso llevó además a convertir la heterosexualidad en norma, para que la especialidad de funciones y de roles fuera garantizada.

Pues bien, Hernando llama a esta identidad masculina individualidad dependiente. En efecto, individualidad, pero dependiente de la falta de individualidad de un otro para llegar a ser, porque si no, sería insostenible. Esto contrasta con la aparente individualidad idealizada que se nos presenta desde el discurso oficial como logro civilizatorio representado por la masculinidad, de preeminencia de la razón sobre la emoción y la autonomía sobre la vinculación; pues lo que sostiene la autora es que esta preeminencia es solo la apariencia de las cosas, que es un discurso idealizado que legitima un engaño de la conciencia, que en realidad lo que hay es una proyección sobre la mujer de todo lo rechazado por los hombres, para que ella represente aquello que, sin embargo, ellos necesitan. Es una distribución de roles sólo posible por la subordinación de unos sobre otras, y a costa de que las mujeres proyecten en los hombres su capacidad de autonomía y agencia, la función de sujeto. Para la autora, lo que hoy identificamos con identidad de género femenina es la identidad relacional que era propia de los hombres y mujeres de grupos cazadores-recolectores.

Las mujeres, por otro lado, llegan a sentir su cuota de poder, que puede llevarlas a negar su posición subordinada, a través de su reconocimiento de la subjetividad, del mundo afectivo, de la intimidad, y por la falta de recursos que tienen los hombres en esos ámbitos en los que ellas son las especialistas. Pero es siempre un poder muy distinto al inherente a la individualidad, el poder basado en influir sobre una persona concreta con quien se tiene la relación de dependencia, que no es comparable al de influir en todo un grupo social.

Sostiene la autora que las relaciones de poder no siempre son visibles, como ocurre cuando la relación de una pareja se basa en el afecto y el respeto personal. Esto es así porque se trata de un poder simbólico basado en la complementariedad de funciones que hace a cada miembro dependiente del otro. Hernando no se alinea con las posturas que identifican la desigualad de género con la violencia de género, pues en una pareja concreta, el hombre puede reconocer lo que su mujer le aporta, o por el contrario ser agresivo e incluso maltratador, pero ninguna de estas dos posiciones son inherentes en sí mismas a la relación complementaria y desigual de los géneros. En otras palabras, aunque siempre hay un poder simbólico que suele manifestarse en el modo como se relacionan los dos sexos, éste no necesariamente significa maltrato o violencia a nivel concreto. Y esta complementariedad entre los sexos va unida a la heterosexualidad como norma.

Hernando afirma que los dos fenómenos importantes relacionados con el desarrollo de la individualidad, la escritura y la movilidad, han sido empleados históricamente para frenar este desarrollo en las mujeres, y refuerza este argumento con datos históricos. Pero es característico de todos estos procesos que no son planificados conscientemente, no hay finalismo en el curso de la historia, sino que son procesos inconscientes que se van retroalimentando. Y cuanto más inconsciente es una fundamentación, más capacidad de penetración tiene, porque hay menos posibilidad de oponer resistencia.

La actuación (inconsciente) de la identidad relacional por parte de los hombres

Las identidades con individualidad dependiente no sólo actúan su parte inconsciente (diríamos la parte relacional disociada) de la personalidad a través de las relaciones de género, sino también de otros comportamientos. Hernando muestra que los hombres, desde la modernidad, han usado muchas estrategias para establecer conexiones con su grupo social, sean equipo de futbol, ejército, partidos políticos o nacionalistas. Y hay fenómenos que tienen un papel importante en ese reforzamiento inconsciente de la conexión emocional, como uniformizar la vestimenta para sentirse miembros del grupo, por ejemplo en los ejecutivos, que por otro lado son extremadamente individualizados. Para la autora, cuanto menos se asume la conexión emocional como importante para la seguridad personal, más necesidad hay de actuar esa necesidad en las relaciones de poder entre géneros o en estos tipos de vínculo emocional  no reconocido con grupos de pertenencia. Todo esto son compensaciones del déficit de conexión emocional de la individualidad dependiente, por eso son conductas típicamente masculinas. La autora muestra que en la historia, a medida que aparecen las primeras muestras de individualización masculina, la apariencia de los hombres que detentaban el poder se uniformizaba. Esto implica que se iba produciendo una disociación, por un lado un nivel consciente de la identidad en que los sujetos se sentían muy independientes, así se los veía socialmente y ese era el discurso con el que se presentaban y con que la sociedad los presentaba, y por otro lado un nivel inconsciente en el que existía  necesidad de conexión emocional, que no era reconocido en ningún discurso explícito pero sí manifiesto en los dos fenómenos descritos, las relación de poder entre géneros y la vinculación a nuevos grupos de pertenencia. En la actualidad, el grupo donde quizá más cuota de individualización ha existido nunca es el de las personas que ejercen máximo poder financiero, los banqueros y políticos de primera línea, en ellos su unificación por medio de la vestimenta es extrema, y el dios al que adorar y por el que sentirse protegidos ha sido sustituido por el dinero y el propio poder.

El ámbito de la comunidad científica y académica, conocido de cerca por la autora, es considerado por ella el máximo representante de la fantasía de individualidad. Ahí es la razón lo idealizado, de manera que la relación que tienen los sujetos con ésta es del nivel de la creencia, no de la verdadera razón, por eso es muy difícil ser crítico en ese mundo, lo cual es contradictorio con los postulados en que éste se basa. La mayoría de los científicos, aunque actúen en su vida privada otra cosa, conscientemente se identifican a sí mismos como sustentados sobre la razón. Pero también en este ámbito se ven símbolos y ceremonias en que la vestimenta sirve para uniformizar a sus representantes. “El mundo académico es la institución por excelencia de la creencia mítica en el dios razón cuando no actúa como tal razón, sino como mera reproducción de fórmulas aprendidas y estrategias de poder, lo que impide poner en juego la distancia emocional que permitiría la crítica” (p. 144). Y para Hernando, el ámbito científico donde más se refuerza la fantasía de la individualidad es en la aplicación de la ciencia positiva al estudio de las sociedades humanas. Sostiene que existe una correlación positiva entre individualidad dependiente y positivismo, porque los propios sujetos que en su subjetividad niegan la importancia de sus emociones, no pueden verla en los fenómenos humanos que estudian. Ocurre entonces que identifican los hechos humanos con el funcionamiento de las máquinas.

Individualidad dependiente e individualidad independiente

Como se ha explicado medida que fueron diferenciándose las funciones en los miembros del grupo humano, la representación de sí mismo como alguien separado e independiente del grupo fue emergiendo, pero la desidentificación con el grupo a su vez implicaba ansiedades porque acarrea el sentimiento de impotencia frente al universo en que vive. Un proceso histórico que recuerda el individual, descrito por Malher, de separación-individuación en los infantes de sus madres durante los dos primeros años, solo que Malher sostiene una ambivalencia dependencia-independencia que se manifiesta en la etapa de reacercamiento. En la tesis de Hernando, la ambivalencia no es sufrida o vivenciada, sino que la tensión es evitada, y el proceso no es personal sino una tendencia a lo largo de la historia en la formación de identidades de género que sucede gradualmente. En este caso se fue produciendo una disociación interna entre un sentimiento consciente de individualidad y poder por un lado, y un sentimiento inconsciente de inseguridad y dependencia por otro. Esta inseguridad y necesidad de vinculación no era reconocida, pero sí actuada a través de la vinculación con las mujeres, que mantenían su identidad relacional y se encargaban de cuidar y garantizar los vínculos, además de en vínculos diversos con grupos de pares.

Hay en Hernando una vindicación de la identidad relacional como básica e insustituible, sostiene que está presente en todas las personas, porque es imprescindible para un sentimiento de seguridad frente al mundo y a ella se puede añadir un grado variable de individualidad según la posición de especialización y de poder que la persona tiene en la sociedad.

La individualidad independiente se corresponde con la masculinidad hegemónica, no puede sostenerse más que manteniendo relaciones de desigualdad en las que el otro, dependiente e inferior, sustenta la propia imagen de poder y seguridad. No se alimenta exclusivamente de vínculos de género, sino de otros como empleado-jefe, alumno-docente. Inevitable aquí la referencia a Benjamín, que la propia autora cita.

El narcisismo de estas personas les hace necesitar ser el centro y obtener reconocimiento constante, pues si bien la naturaleza no humana es explicada por la razón y no mediante el animismo, a nivel emocional “el sol tiene que seguir girando alrededor de la Tierra” (149), para compensar la inseguridad que su desconexión produce. Esta es la carencia de la individualidad dependiente, porque conocer las propias inseguridades y angustias es necesario para procesarlas y sostenerlas por sí mismo, sin usar a los demás, de otro modo no se puede conceder al otro autonomía ni relacionarse igualitariamente con él.

De ahí que en las ciencias sociales los investigadores con individualidad dependiente identifican el conocimiento científico verdadero con la ciencia positiva, equiparando el funcionamiento de la naturaleza humana con el de la no humana, ignorando lo emocional. Señala agudamente la autora que el proceso es el mismo que los cazadores recolectores: se proyecta el funcionamiento que aporta seguridad para explicar las áreas en que se siente inseguridad, y así se crea la fantasía de control sobre los dos ámbitos. Si los cazadores recolectores proyectaban su funcionamiento humano sobre la naturaleza no humana, estos científicos proyectan su funcionamiento no humanizado sobre la naturaleza humana que estudian.

Todo esto implica que, en tanto se mantiene la masculinidad hegemónica, la definida por la individualidad dependiente, los hombres no podrán permitir que las mujeres se relacionen con el mundo a través de la razón. Aunque puedan entender los derechos de las mujeres, sin las mujeres especializadas en el cuidado de las relaciones y los afectos, ellos no podrían desarrollar su invidualidad hasta el extremo que lo han hecho.

A partir de la modernidad, por primera vez en la historia las mujeres pasan a ocupar trabajos especializados, empiezan a reclamar igualdad. Pero al chocar con la resistencia de los hombres, las mujeres se encuentran sometidas a una doble y contradictoria exigencia: por un lado hacia la individualización para insertarse en una sociedad altamente tecnológica y especializada, por otra hacia el mantenimiento de la no individualización para seguir sosteniendo la identidad de los hombres. Esta es la situación actual. Élites de mujeres desarrollan identidades individualizadas, pensamiento racional, pero a diferencia de los hombres no tienen a otro que se haga cargo de sus necesidades emocionales, han de hacerlo solas. Es entonces cuando se ve claro que no es posible individualizarse sin la conexión con el grupo, ellas tienen que reconocer “Que sólo sintiéndola, la vida puede ser pensada, porque son los vínculos y no la razón los que la dotan de sentido. De otra manera, la sensación de soledad y de esfuerzo no compensado se apodera de uno/a mismo/a, y no existe ningún motor que permita arrastrar la pesada carga en que se convierte el vivir” (p. 153). La individualidad es una carga demasiado pesada para vivir, “Hace demasiado frío en ella, pone al ser humano desnudo frente a todo el universo” (p. 154).

Pero Hernando define otro tipo de personalidad individualizada a la que llama individualidad independiente, es la individualidad que no renuncia a asumir la necesidad de los vínculos, que no se engaña, y que contiene altos porcentajes tanto de individualidad como de relacionalidad, dando a ambos la misma importancia. Supone sostener una tensión continua inevitable, una contradicción interna entre dos posiciones sin apoyarse en el otro para la propia tranquilidad, (en términos psicoanalíticos nosotros diríamos que supone sostener el conflicto interno sin recurrir a la disociación y la identificación proyectiva.) Es la identidad que poseen un grupo de mujeres de nuestra época y algunos pocos hombres, que asumen por un lado un papel de sujeto libre, que lleva las riendas de su vida, con agencia y potencia sobre el mundo, y por otro lado dan igualmente importancia a los vínculos afectivos, se sumergen en las relaciones de interdependencia.  En esta identidad se es sujeto y a la vez objeto para el otro.

Para la autora es el tipo de individualidad más potente que existe, porque con ella se pueden desarrollar todas las potencialidades humanas y se tiene fuerza suficiente para asumir la verdad de uno mismo como sujeto que necesita de los demás, ya que si estamos solos la individualidad es solo una fantasía. Para llegar a tener esta individualidad independiente es preciso ser crítico con el discurso social que predica un ideal de autonomía y poder, a la vez que por otro lado no reconoce que los sujetos que se sienten así están apoyados siempre en otra persona. Sostiene que la mayor parte de las mujeres de nuestra actualidad quedan presas del discurso hegemónico y quieren satisfacer ambos imperativos: el de ser autónomas, racionales y poderosas, y por otro dedicarse al desarrollo y cuidado de vínculos afectivos, lo que crea una esquizofrenia y tensión insoportable que no es la propia de la individualidad independiente. Su manifestación sería las mujeres socialmente fuertes, con alto nivel académico y profesional, pero a nivel afectivo sometidas a un ideal de amor romántico y sintiéndose en profunda falta vital porque no tienen pareja. Para las personas, mujeres en su mayoría, con individualidad independiente, tanto los vínculos emocionales como intelectuales son indispensables, y la realidad las lleva a renunciar a puestos de poder cuando estos implican sacrificar vínculos emocionales importantes, o bien a sacrificar vínculos cuando éstos suponen pérdidas importantes de su libertad y agencia personal. Y estos sacrificios vividos y sentidos, son reconocidos y no negados. Por eso, cuando desde el discurso oficial se dice que tantos los hombres como las mujeres tienen las mismas posibilidades de alcanzar altos objetivos políticos, económicos o profesionales, se está negando que los hombres actúan con individualidad dependiente-tienen a sus mujeres para que trabajen y cuiden sus lazos emocionales-pero las mujeres tienen individualidades independientes, no pueden apoyarse en sus parejas para ello y por tanto tienen menos recursos que dedicar a aquellos objetivos.

A vueltas con el sexo y con el género

La autora resume las tres etapas históricas descritas hasta ahora: 1) sociedades cazadoras recolectoras en que los dos sexos tienen identidad relacional, 2) sociedades premodernas, con jerarquización social y mayoría de parejas con hombres de individualidad dependiente y mujeres de identidad relacional, y 3) a partir de la modernidad, algunas mujeres y excepcionalmente algunos hombres adquieren una individualidad independiente. Para ella, el concepto hoy día usado de género se ajusta a las diferencias de identidad de hombres y mujeres de la segunda etapa, la identidad femenina es la identidad relacional, y la identidad masculina es la individualidad dependiente. En esta segunda etapa además la relación de hombres y mujeres implica relación de poder, predominio de relaciones de pareja y  heterosexualidad normativa. La tercera etapa, en que aparece la individualidad independiente, la relación entre las personas no implica la obligatoriedad de la heterosexualidad, ni necesariamente relación de pareja, ni relación de poder.

Por eso ella piensa que el concepto de género puede naturalizar identidades que son propias de una etapa histórica, de orden patriarcal, y aboga por usarlo con precaución, haciendo referencia a las identidades complementarias y desiguales de la segunda etapa, pero no pretender su uso universal para todos los hombres y mujeres. La categoría de género, sostiene, es indisociable del orden patriarcal y una sociedad imaginaria no patriarcal, sin jerarquía ni desigualdad, es una sociedad sin géneros.

En cuanto a la sexualidad, tanto la heterosexualidad como la relación de pareja se fue imponiendo como norma social a partir de que la complementariedad de funciones entre los sexos se fue haciendo necesaria para la subsistencia, hasta acabar por considerarse el estado “natural”. Sin embargo, la sexualidad humana se caracteriza precisamente por no estar sujeta a la reproducción y por servir a otras funciones como la comunicación para potenciar la unión del grupo, como de hecho se da entre los simios bonobo, que no son exclusivamente heterosexuales y cuya sexualidad es un medio principal de vinculación social.

Nos recuerda la autora que hoy día, a pesar de que son frecuentes las parejas en que aparentemente hay igualdad, una mirada más de cerca muestra que sigue habiendo mayor especialización de las mujeres en la identidad relacional y de los hombres en la individualidad dependiente. Porque ya no es un tema de complementariedad económica, sino de complementariedad emocional. En el presente, la única posibilidad de una sociedad con relaciones igualitarias entre los sexos es aquella que promueva identidades con individualidad independiente, que permiten vivir con pareja o sin ella, pero siempre atendiendo a la necesidad de mantener sólidos vínculos afectivos de algún tipo. Sólo una sociedad basada en esta clase de identidad y que considere igualmente legítimo que cualquiera de los dos sexos desarrolle dentro de sí algo más de individualidad o algo más de relacionalidad, será realmente no patriarcal.

Finalmente, Hernando concluye que el empoderamiento de las mujeres solo se producirá si se garantiza la vinculación a un grupo de pertenencia, no si se lo niega.

Comentario

Siempre me pareció que el trabajo de la antropología-aquí arqueología-es muy cercano al del psicoanálisis. No precisamente en el sentido que lo pensó Freud, sino en el de que estamos expuestos a una enorme diversidad de manifestaciones de lo humano, lo que nos da gran oportunidad de descentramiento de nuestros propios esquemas, sociales en el caso de la antropología, individuales en el caso del psicoanálisis.

Almudena Hernando aporta en esta obra una teoría abarcadora y tremendamente clarificadora de cómo hombres y mujeres hemos llegado a ser como somos y relacionarnos como lo hacemos en la actualidad, y plantea procesos prehistóricos e históricos sustentándose en datos empíricos. Relaciona el desarrollo de la identidad individualizada con la progresiva diferenciación de identidades de género y relaciones de poder entre ellos.

Desde el principio del libro, los procesos de constitución de la identidad de hombres y mujeres que la autora describe podemos referirlos a nuestra concepción de los procesos de identificación proyectiva, la defensa intersubjetiva por la cual una persona, para mantener una identidad particular y disociarse de partes no deseadas de sí mismo, se vincula a otra que representa esas partes disociadas, provocando en ella lo que rechaza de sí, alimentándose de ese vínculo, controlando externamente lo que no es vivenciado como propio pero que sin embargo existe y está activo en el propio psiquismo.

Podríamos traducir la descripción que hace, en términos psicoanalíticos, a un proceso en el que la proyección y la identificación proyectiva fue tomando cada vez más peso en el modo de relación entre los sexos, de manera que ellos proyectaran en las mujeres su necesidad de vinculación (impregnadas de emocionalidad), y ellas en los hombres su agencia (para la que se requiere una posición de distancia afectiva). Los procesos que describe Hernando coinciden plenamente con lo que en nuestra disciplina plantean las autoras del psicoanálisis feminista, algunas de las cuales son citadas por ella misma (Benjamín, Dio Bleichmar, Levinton), además de otras que no cita (Davies, Dimen, Goldner, Harris).

La lectura de este libro nos abre los ojos a un tema directamente relacionado con la clínica. Tiene que ver con el plus de responsabilidad que a veces, desde el la psicología y el psicoanálisis, atribuimos a los pacientes cuando intentamos buscar explicación para sus problemas y obstáculos para las relaciones amorosas. Sin dejar de ver que hay una parte subjetiva ineludible en la manera de llevar la propia vida, las propias ansiedades y conflictos, también hay otra parte que depende del contexto social y, si no se tiene  en cuenta, se favorece una atribución causal interna excesiva, que puede llegar a la culpabilización. La perspectiva de Hernando hace que problemas relacionales de muchas mujeres, así como ansiedades inherentes a la soledad, no se reduzcan a causas como apego inseguro, relaciones de objeto conflictivas, expectativas no realistas… en parte, estos problemas se deben a que vivimos una época en que para las mujeres con una individualidad independiente, encontrar relaciones amorosas satisfactorias, “sostenibles” desde la propia identidad, es difícil. Asumirlo, puede promover empatía, resolver puntos muertos en los tratamientos, explorar otros diversos modos de vida para que ésta sea lo más plena y satisfactoria posible, y también reformular el problema desde una perspectiva que conlleva un justo reconocimiento narcisista, no sólo un  cuestionamiento del self.

En definitiva, es un trabajo de lectura imprescindible, nos aporta un entendimiento claro sobre procesos históricos que produjeron la desigualdad entre sexos, y una visión iluminadora de los pasos a seguir para dirigirnos hacia un futuro más igualitario.