aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 065 2020

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Y entonces hubo intersubjetividad: enfocar el self infantil y la desregulación mutua durante el juego traumático. En memoria de Louis Sandler

And then there was subjectivity: Addressing child self and mutual dysregulation during traumatic play. In memory of Louis Sandler

Autor: Schechter, Daniel

Para citar este artículo

Schechter, D. (2020). Y entonces hubo intersubjetividad: enfocar el self infantil y la desregulación mutua durante el juego traumático. En memoria de Louis Sandler. Aperturas Psicoanaliticas (65). http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001130

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Resumen

Este artículo muestra que una madre traumatizada, para mantener su homeostasis psicobiológica, debe evitar la conexión intersubjetiva con un niño que la esté buscando para regular su propia angustia. En ese caso, no puede darse lo que Lou Sander denominaba como “Momento de encuentro”. Podemos ilustrar con casos concretos cómo, cuando están todos en la consulta, un terapeuta reflexivo, que promueve la regulación mutua, puede facilitar momentos de encuentro entre el terapeuta, la madre que ha sido sometida a violencia interpersonal y el hijo, que igualmente ha sido víctima de violencia. Además, muestra cómo el terapeuta, ante la recreación traumática en el juego que puede desencadenar y desregular aún más al progenitor traumatizado, puede intervenir para coconstruir significado, tanto para la madre como para el niño traumatizados, obviando la necesidad de la madre de evitar la angustia del niño y la reexperimentación postraumática. Esto permite que ocurra el encuentro, modificando el saber relacional implícito, tanto de la madre como del niño.

Abstract

This article asserts that a traumatized mother, to maintain her psychobiological homeostasis, must avoid intersubjective connection with a child who is seeking it to regulate his own distress. In this case, what Lou Sander described as a “moment of meeting” cannot take place. Case examples are used to illustrate how, when all are together in the consulting room, the reflective, mutually regulating therapist can facilitate moments of meeting between therapist, a mother who has been subjected to interpersonal violence, and her child, who has similarly been traumatized. Furthermore, I show how the therapist, in the face of the child’s traumatic reenactment in play that can further trigger and dysregulate the traumatized parent, can intervene to coconstruct meaning, for both the traumatized child and mother, obviating mother’s need to avoid the child’s distress and post-traumatic re-experiencing. This allows meeting to occur, reordering the implicit relational knowing of both mother and child.


Artículo traducido y publicado con autorización: Schechter, D. S. (2019). And then there was intersubjectivity: Addressing child self and mutual dysregulation during traumatic play. Psychoanalytic Inquiry, 39(1), 52-65. https://doi.org/10.1080/07351690.2019.1549911

Traducción: Pilar Milán Fernández
Revisión: Lola J. Díaz-Benjumea

 

En su artículo fundamental, “Paradoja y resolución” (Paradox and resolution) (1997), Lou Sander presentaba lo que él denominó como dos “dotaciones biológicas” (p. 153): 1) autorregulación y 2) la capacidad de sincronización y entonamiento entre padres e hijos. Esto último es parecido al concepto de “regulación mutua” acuñado por Tronick y Gianino (1986, p. 5) en su intento de ampliar las ideas originales de Sander (Condon y Sander, 1974), un término que ha jugado un papel central en mi propia investigación (Schechter et al, 2010). Sander argumentaba que estos dos procesos biológicamente dados, además, conformaban la base de la capacidad individual para autorregularse, para experimentar el sentimiento de agencia, para tolerar la soledad y para amar y ser amados. Él señalaba además que la psicopatología en el curso del desarrollo de la infancia temprana podría originarse con las dificultades en uno o ambos de estos factores biológicos.

Tanto la tendencia innata a la autorregulación como a la regulación mutua en interacción con otros son procesos continuos, paralelos y simultáneos, que pueden dar lugar a tensiones, que pueden experimentarse tanto de forma estresante como placentera. El individuo está siempre buscando alcanzar un equilibrio entre la autorregulación y la regulación mutua y, como el propio Sander decía, “A través de la regulación mutua, se puede [el sistema del self, de forma transitoria] alcanzar coordinación armoniosa” (Sander, 1977, p. 138). Él hablaba, en analogía con la física, de dos cuerpos vibrantes como diapasones, cada uno con su tono individual, que cuando se colocan cerca, puedes interactuar y resonar uno con otro o chocar (Sander, 2002).

Sander afirmaba que, como la autorregulación y la regulación mutua no son procesos cognitivos, la fluctuación del grado de resonancia, de la armonía entre la autorregulación y la regulación mutua y sus interacciones, dejan huellas en lo procedimental (implícito), más que en la memoria declarativa. Los momentos pasados, fuera del saber consciente, explican, pero no determinan de modo fiable la interacción presente. Este margen de incertidumbre es congruente con la teoría de los sistemas dinámicos no lineales en la cual Sander se adscribe.

Karlen Lyons-Ruth y el Grupo de Boston para el Estudio de los Procesos de Cambio (Lyons-Ruth et al., 1998) definieron más tarde el término Saber relacional implícito como una forma de huellas de la memoria procedimental en relación con la capacidad de anticipar los patrones de interacción en vínculos íntimos, basada en la experiencia previa con ese individuo- o como Daniel Stern refiere “El esquema de estar con un otro de una determinada manera” (Stern, 1995, p.93). Como Lyons Ruth et al. (1998) escribió, “Un momento de encuentro es un momento transaccional que reorganiza el saber relacional implícito del paciente a través de reorganizar el campo intersubjetivo entre el paciente y el terapeuta” (pp. 285-286). Sander describe el reconocimiento de la realidad subjetiva del otro como un prerrequisito para que tenga lugar el momento de encuentro.

Yo sostengo que si la madre traumatizada debe evitar el estado subjetivo del niño y el esfuerzo hacia estados intersubjetivos con él para mantener su homeostasis psicobiológica a raíz del trauma, el momento de encuentro no puede tener lugar. De hecho, en nuestra investigación empírica hemos mostrado que el estado de indefensión de la mente del infante y del niño pequeño, tal como durante una separación entre madre e hijo en el laboratorio, es suficiente para provocar una desregulación psicobiológica significativa en las madres que han estado expuestas a violencia interpersonal durante la niñez o en otros momentos posteriores y que han desarrollado un trastorno por estrés postraumático (TEPT) en relación a sus experiencias de violencia. En comparación con madres sin TEPT, estas madres traumatizadas muestran significativamente menor actividad cortical prefrontal medial y mayor actividad límbica en respuesta al hecho de ver videos de sus niños durante la separación cuando se compara con durante el juego libre (Schechter et al, 2012). Es como si estas madres fueran decorticadas y cambian a un modo de supervivencia que favorece la autorregulación sobre la regulación mutua o la interacción social (Porges, 2007). Las madres con TEPT relacionado con violencia muestran también patrones característicamente diferentes de respuesta del sistema nervioso autónomo al estrés de la separación-encuentro madre-hijo.

Estos datos biológicos concuerdan con nuestros hallazgos conductuales, ya que hemos mostrado que es precisamente a raíz de la tarea de separación madre- infante en el laboratorio que las madres que desarrollan TEPT tras experiencias directas de abuso físico, sexual o agresiones de la niñez en adelante o que fueron testigos de violencia doméstica durante la niñez -y aquellas que tienen lo que nosotros llamamos trastorno por estrés postraumático en relación a violencia interpersonal (TEPT-VIP), cuando se las compara con controles sin TEPT están menos disponibles para la atención conjunta con sus infantes, cuando el niño hace una demanda social a la madre (Schechter et al, 2010). Las madres que desarrollan TEPT en relación a violencia interpersonal (TEPT-VIP) tienen síntomas de reexperimentación, evitación/anestesia emocional e hiperactivación, que desarrollan a raíz de la exposición al abuso sexual y/o físico o agresiones desde la niñez hasta la edad adulta. Hemos demostrado también que las madres con TEPT-VIP tienden particularmente a estar más replegadas y evitativas durante el encuentro con sus niños, así como generalmente en sus conductas de cuidado (Schechter et al, 2007). Y así, el reconocimiento específico de la realidad subjetiva del niño no tiene lugar. Esto lleva a mayor desregulación en el niño, como hemos mostrado en un estudio de seguimiento de niños y madres con TEPT usando la Batería MacArthur Story-Stern (Schechter et al, 2007).

La tarea de los niños

El infante y el niño pequeño, frente a un entorno de cuidado impredecible, desregulado y desregulador, provisto por una madre expuesta a la violencia con TEPT, tienen ante él la tarea de adaptarse a este entorno para mantener la relación con la madre, de modo que asegure la supervivencia y sienta la presencia emocional de ella. Así, el niño debe entrar en el mundo intersubjetivo de la figura parental traumatizada para intentar armonizar con su estado de hiperactivación, o en una inversión de roles o intento de modularlo para sostener la atención de esa figura (Schechter, 2017). Incluso si el niño no experimenta eventos violentos, puede resultar expuesto vicariamente a aspectos del trauma de su madre, a través de la conducta de ella en respuesta a las huellas de memoria traumática a las que él no tiene acceso. La conducta no verbal de ella -como en el juego de Charadas- comunica uno o más aspectos de su experiencia traumática. En respuesta, el niño interpretará la comunicación de la madre, incluso sin el marco de referencia de su madre o su capacidad adulta para dar un sentido narrativo coherente a su conducta. A su vez, la interpretación evolutivamente limitada y desinformada del niño y su respuesta conductual resultante, bien pueden tener efecto en su madre y en su regulación emocional, llevando a una modificación perpetuamente cambiante de la huella de memoria original materna, que solo es plenamente conocida por ella. El coste resultante para el sentido del self del niño, para su desarrollo social y emocional, puede ser considerable si, a través de otras relaciones, permitiéndolo su figura de apego primaria, él no encuentra formas alternativas de estar con el otro en pro del desarrollo de su intersubjetividad, flexibilidad potencial y complejidad en sus relaciones futuras.

Así, ¿qué ocurre cuando, como vemos con demasiada frecuencia en nuestro trabajo clínico, un niño -además de tener un padre o madre que ha sido expuesto a violencia y ha desarrollado un TEPT, es expuesto a violencia interpersonal y desarrolla su propio TEPT? Incluso si el padre del niño no ha sido traumatizado él mismo, ocuparse de las necesidades del propio hijo que ha experimentado trauma, afrontar la ruptura del sentido de seguridad y la necesidad de restaurarlo, el dolor emocional que acompaña, la posible vergüenza y las huellas de memoria terroríficas -sin olvidar la perturbación en la autorregulación del self y la homeostasis psicobiológica, todo pueden ser muy desafiante. Típicamente, el progenitor y el niño deben afrontar el sentimiento del niño de que hubo un fallo en la protección con la culpa, tristeza y rabia acompañantes por parte del padre no ofensivo. Ahora, si el padre también tiene una historia de víctima o testigo de trauma violento y sufre TEPT relacionado, podría ser, por un lado, una oportunidad de mayor empatía, reflexión y esfuerzos para darle un sentido al trauma, dada su posible comprensión de lo que es haber vivido una experiencia amenazadora similar. Esto último es especialmente verdad si el padre ha tenido el beneficio de un apego seguro, positivo y así, un modelo de autorregulación y regulación mutua. Sin embargo, con demasiada frecuencia encontramos que no es el caso, al menos no sin una intervención enfocada (Schechter et al, 2010). El TEPT de la figura parental y la desregulación emocional acompañante, lo que con demasiada frecuencia es parte de un proceso intergeneracional, son más bien activados por estados mentales de indefensión o gestos agresivos a modo de recuerdos de los sucesos traumáticos, incluso en el juego del niño. La reexperimentación postraumática, la evitación, hiperactivación y/o disociación, la desregulacion emocional acompañante bien pueden bloquear la posibilidad del padre de recibir la comunicación emocional por parte del niño, los ofrecimientos de atención conjunta y los esfuerzos para la unión intersubjetiva y la creación de significado (Schechter et al, 2015).

A su vez, la reexperimentación postraumática del niño, a menudo manifestada como una reactuación traumática en el juego, su evitación ansiosa e hiperactivación y/o disociación y paralización, así como un posible aumento de la agresividad hacia sí mismo a través de conductas autolesivas u otras, son todos posibles adaptaciones del niño desregulado (traumatizado) para estar con la figura parental desregulada (traumatizada) o desreguladora (traumatizante). Lo más frecuente es que sea el padre traumatizado quien identifica un problema, el cual se percibe más a menudo como residiendo en el niño y que ocasiona angustia y/o disfunción en el padre (Schechter et al, 2011). Por otro lado, un profesional sanitario o educativo podría derivar al niño para evaluación de TEPT y otra psicopatología postraumática.

La consulta terapéutica implica a ambos miembros de la diada, cada uno con sus propios procesos de autorregulación y sus procesos de regulación mutua entrando en contacto con el terapeuta, que tiene su propio proceso de regulación y potencial para afectar a cada parte del sistema complejo en el cual se ha permitido entrar a ese terapeuta. Como el terapeuta sólo puede entrar en ese sistema y catalizar el cambio en su organización durante un breve periodo de tiempo, es importante que el clínico consiga el mayor efecto terapéutico en la menor cantidad de tiempo. Afortunadamente, nosotros podemos, como terapeutas, observar momentos críticos en los que ocurren los esfuerzos del niño para autorregularse y comunicar su experiencia subjetiva en relación a su trauma de no ser visto o reconocido por el cuidador.

Estos momentos críticos, afirmo, deben ser aprovechados por el terapeuta, con la presencia del cuidador para ayudar a la diada a salir de un estado mutuamente desregulado, de mutua indefensión y/o hostilidad. Para el niño, el terapeuta cataliza  un momento de conexión con la figura parental que ha sido hasta ahora bloqueado,  y así valida la experiencia del niño y forja un camino  para su experiencia de ser visto por el terapeuta y el cuidado en un esfuerzo de  atención conjunta para la comunicación emocional del niño. Para la figura parental, la curiosidad del terapeuta y su apertura a recibir la comunicación del niño proporciona un apoyo y modelo para mejorar esta función dañada y un recurso para la regulación mutua entre el terapeuta y la figura parental en un momento de aumento del estrés en la díada padre/hijo.  Este apoyo, modelado y mutua oportunidad para la regulación mutua terapeuta-padre, puede contribuir a un mayor sentido de competencia parental frene a una sensación paralizante de impotencia.

Esos momentos de encuentro son con frecuencia más claros durante el juego traumático, durante el cual el niño parece obligado a reexperimentar y reactuar una o más secuencias de la experiencia que le abrumó (Gaensbauer, 1995; Coates, 2017). Si la atención conjunta del terapeuta, el niño y el cuidador puede dirigirse simultáneamente hacia esta comunicación iniciada por el niño, yendo contra la tendencia del cuidador a evitarla al servicio de mantener su homeostasis psicobiológica –y si todos los miembros pueden soportarla juntos, reflexionar sobre ella y reajustar su regulación mutua– se producirá un movimiento positivo hacia adelante. Este será el caso solo si el terapeuta está preparado para recibir la comunicación a través del niño y de la díada y si puede, al mismo tiempo, ayudar a contener la ansiedad de la figura parental traumatizada de modo que permita que la comunicación del niño permanezca claramente como foco de la comunicación conjunta triádica. La negociación de la atención conjunta dentro de la familia biparental con el niño ha sido bien descrita por Fivaz-Depeursinge y sus colaboradores durante el primer año de vida, con precursores en el periodo prenatal (Favez et al, 2013). La dificultad de un padre traumatizado con su niño y el terapeuta de ambos puede ser considerada análoga a una situación triádica. Como tal, Depeursinge y su equipo han descrito la dificultad de crear intercambio triádico cuando las necesidades de regulación de uno de los miembros son tan grandes, que ella debe crear una conexión diádica a expensas del tercero, o debe ceder su lugar en la triada, de modo que proteja su propia autorregulación, dejando a los otros dos miembros solos. En este caso es necesario para el terapeuta, como tercero observador o reflexivo, restaurar el intercambio triádico.

Ejemplo clínico 1

Durante mi periodo como director del servicio de salud mental infantil de un hospital en Nueva York, el psiquiatra de urgencias del servicio de adultos me llamó para que me preparara para el peor caso de violencia doméstica, en el que la víctima había sobrevivido, que jamás había sido visto por el personal de urgencias. Me llamaron porque Jahaira, madre de una niña de tres, casi cuatro, años de edad, Jessie, había sido apuñalada y cortada de forma repetida y violenta 26 veces, con cuchillos y cristales rotos en la cara, cuello, torso y brazos. Jahaira quedaría probablemente desfigurada de por vida.  Jessy había sido testigo del ataque de su padre a su madre, quien cubierta de sangre e imaginando que sería asesinada, rogaba al padre que salvara la vida de Jessie. Él agarró a Jahaira por el pelo, la arrastró lejos de Jessie escaleras arriba hacia el tejado donde intentó empujarla desde el filo, cuando la policía llegó y lo detuvo después de que los vecinos hubieran llamado a emergencias. Jahaira fue trasladada inconsciente (había perdido gran cantidad de sangre) al hospital y Jessie, que vio al personal de la ambulancia llevarse a Jahaira, no sabía si su madre estaba viva o muerta. Jessie fue recogida por su abuela materna, Jacinda, que vivía en el mismo edificio, pero no estaba en casa en el momento del incidente.

Yo me dispuse a ver a Jahaira en su habitación del hospital después de que se hubiera recuperado de muchas horas de intervención quirúrgica para reparar una sección arterial y nerviosa en su antebrazo derecho, así como los profundos cortes en el cuello y pecho. Tenía el lado izquierdo de la cara vendado, llevaba una minerva, tenía refuerzos bilaterales en ambos brazos, cubriendo las vendas de gasa. Su largo pelo ondulado estaba estratégicamente colocado sobre los cortes y cicatrices visibles en el lado derecho de su cara. Según Jahaira, ella había provocado a su marido y era su culpa que él la hubiera atacado. Se culpaba de haberlo sacado de su país natal y haberlo traído a Nueva York, donde él no conocía a nadie ni hablaba inglés. “Yo quería que mi hija conociera a su padre…, yo lo dejé allí para venir a Nueva York y poder ser modelo. Yo había desfilado en la República Dominicana y un amigo me dijo que podría conseguir trabajo, así que me vine con mi bebé… y conseguí trabajo en una tienda y cuando tuve suficiente dinero, casi seis meses después, pagué para que viniera mi marido. Ese fue mi error”. Yo incidí en que incluso si fuera cierto que su marido estaba enfadado por traerlo a un lugar donde se sentía indefenso e inadecuado, eso no justificaba su intento de desfigurarla y asesinarla. Ella dijo, “No sé”.

Aunque no pudimos ponernos de acuerdo en torno a la injusticia que se había cometido contra ella, sí pudimos conectar en cuanto a las preocupaciones sobre su hija Jessie. “Ella vio mucho de lo que pasó… ¿estará dañada por eso? Ella quiere a su padre”. Yo repliqué diciendo: “Ambas experimentasteis algo aterrador; ¿qué te parecería que os viera cuando ella te visite?”. Jahaira estuvo de acuerdo.

Acordamos reunirnos de nuevo cuando su hija y su madre, Jessie y Jacinda, la visitaran. Yo llegué al hospital después de que Jessie hubiera llegado. Cuando me vio, caminó silenciosa alejándose de mí, para ponerse al lado de la cama de su madre como si la protegiera de mí. Su madre le dijo que a este agradable doctor le gustaría ayudarlas a ellas, como experto en hablar de cosas malas que le pasan a la gente. Yo incidí en que sabía que Jessie y su madre habían atravesado juntas algo muy aterrador y que llevaría tiempo que ambas se sintieran mejor y a salvo de nuevo, pero que trabajaríamos juntos para hacer que eso ocurriera tan pronto como fuera posible. La niñita me miró y luego miró al suelo. No habló. Su madre movió delicadamente su brazo vendado hacia la niña. Pero ella permaneció inmóvil y susurró a su madre, quien me dijo que ella no quería hablar ahora. Sugerí que era suficiente habernos conocido, que la próxima vez pasaríamos más tiempo juntos, cuando su madre estuviera fuera del hospital. En ese punto, la abuela materna, Jacinda, entró, una mujer alta, rubia, atractiva, que llamaba la atención del personal masculino.  Me di cuenta de que abuela, madre e hija compartían un mismo peinado elaborado y eran muy conscientes de su apariencia.

La cita fue fijada para la semana siguiente y coordinada con la primera revisión de cirugía de la madre para reducir los desplazamientos. La familia no apareció. No respondieron cuando las llamé. Enviamos una carta. Una semana después, recibí una llamada de la abuela materna, que me explicó que algo muy malo había ocurrido. ¿Qué podía haber peor que su hija fuera casi asesinada y desfigurada, precisando transfusiones y múltiples y prolongadas cirugías? Apenas escuchó que su marido había sido acusado de intento de asesinato y declarado culpable con una sentencia de 20 años de prisión, Jahaira tomó una sobredosis de pastillas junto con ron, y fue encontrada inconsciente por Jessie, quien incapaz de despertar a su madre, pidió a Jacinda que fuera a ayudarla.

Se me pidió que hablara con Jahaira en la unidad de psiquiatría para adultos, donde permaneció durante un mes, con el diagnóstico de TEPT y depresión mayor. Ella lloró cuando le sugerí que era la persona más importante del mundo para Jessie y que el empuje de Jahaira para vivir, cuidar de sí misma, para trabajar hacia la recuperación de sus heridas físicas y mentales, era muy importante para la salud mental de su hija. Jahaira se puso a llorar y se reprochó por haber intentado quitarse la vida y porque Jessie hubiera tenido que encontrar a su madre inconsciente de nuevo.

En la semana después del alta de Jahaira de psiquiatría, ella y Jessie vinieron a la consulta en el Servicio Infantofamiliar. Jessie se sentó rígida en el regazo de su madre, mirándome fijamente y sin susurrar más a su madre. Jahaira ahora llevaba todavía la minerva, y vendajes en sus brazos, uno con una muñequera. Las cicatrices habían desarrollado queloides en la cara, cuello y manos. Me fijé en que Jahaira llevaba una blusa corta, que dejaba al descubierto las múltiples cicatrices de la parte superior del pecho y los senos.

Yo había traído a la sala de juegos una familia de muñecas, un juego de cocina que incluía un cuchillo de plástico, un juego de médicos, papel y una caja de lápices de colores. Jahaira sugirió en español a Jessie que bajara de su regazo y mirara mis juguetes para elegir. Jessie se resistía. No cogió ninguna muñeca ni el juego de médicos. Así que coloqué el papel en blanco en la mesa de niños y dejé la caja de colores abierta cerca de aquel. Su madre animó a Jessie a dibujar. La niña permanecía inmóvil, con la cara inexpresiva. Entonces decidí ofrecer los lápices de colores a Jahaira, que cogió un trozo de papel y empezó a dibujar una flor.

Con eso, Jessie cogió el lápiz rojo de su madre, Jahaira; ella miró a su madre, que sonrió y le dijo en español, “¡Adelante!” y luego me miró a mí. Yo asentí con aprobación. Dibujó una línea tentivamente. Y su madre y yo dijimos, “Muy bonito”. Luego dibujó otra línea, luego otra, y luego empezó a quedarse más fijada su atención en el papel y a ser más enérgica en sus gestos, como si estuviera apuñalando el papel con el lápiz y dejando unas líneas con formas que asemejaban a las cicatrices de su madre. La madre dijo, algo contrariada: “¡Jessie, tranquila nena! Vas a romper el lápiz; ¿por qué no dibujas también algo con un color diferente?” y yo miré a Jahaira. Dije, “Pero Jessie, tú querías el rojo. ¿Qué nos estás diciendo con tu dibujo?” Y miré a Jahaira.

“¿Por qué?”, preguntó ella, “¿sólo está haciendo eso con el color rojo?” Yo apoyé su curiosidad y le hice saber que estaba pensando lo mismo. “¿Qué te hace pensar esto?”, pregunté a Jahaira. Con esto, las lágrimas se deslizaron por su rostro. “¿No piensas que está dibujando lo que ocurrió?” “Veo que es algo que te entristece… preferirías no pensar sobre eso, imagino”. “Sí, no quiero pensar sobre eso; está apuñalando el papel tan enfadada, como su padre lo estaba, tan violento.”

Yo sugerí, “Jessie, pienso que estás mostrándonos lo que tú viste, oíste y sentiste cuando papá estaba hiriendo a mamá”. Me giré hacia Jahaira y añadí, “Y surgen muchas emociones diferentes: miedo, tristeza, excitación, enfado de que esto ocurriera, que mamá fuera herida, que estuviera en el hospital dos veces, que papá se tuviera que ir y no vaya a venir pronto. ¿Tal vez Jessie se siente culpable también de no haber podido hacer más para ayudarte?” Jahaira asintió con lágrimas en el rostro y dijo, “Sí, eso creo”. Yo continué señalando el hecho de que Jessie se hubiera vuelto selectivamente muda: “Tantos sentimientos diferentes que ambas tuvisteis cuando tantas cosas a vuestro alrededor estaban fuera de control y tú y Jessie os sentisteis tan indefensas. Así, pienso que al menos Jessie podría controlar si hablar o no y cuándo. Y ahora, ella puede controlar el trazo de su dibujo, para expresar lo que quiere sin hablar; y así se siente bien”.

En aquel punto, Jahaira dijo a Jessie: “Dale ese dibujo al doctor y ven a mi regazo y estemos juntas un rato”. Por primera vez, con dificultad por su collarín y férula del brazo, Jahaira tomó a Jessie en sus brazos y la sentó en su regazo y la besó en la frente. Y por primera vez desde que yo las había estado viendo Jessie y su mamá sonrieron juntas.

Si la historia terminara ahí, perderíamos una parte significativa de la complejidad de la relación entre Jessie y Jahaira antes de los intentos de asesinato y suicidio. No era una relación que aportara una regulación mutua confiable y predecible y aceptación del estado subjetivo del otro, incluso antes de los intentos de asesinato y suicidio. Después de un periodo de trabajo con el trauma intensivo, durante el cual los dibujos de Jessie se volvieron más elaborados y empezaron a mostrar una figura masculina y una femenina con las mismas líneas rojas de sangre y heridas, Jessie empezó a dibujar otras cosas, como un retrato de su madre y ella juntas, un campo con flores y mariposas. Y dos meses después, Jahaira aceptó cuando un asistente de investigación le propuso en la sala de espera de la clínica, participar con Jessie en nuestro estudio de investigación que enfocaba cómo el TEPT-VIP materno, afectaba a la relación madre-hijo.

Durante la primera visita para la investigación, llevamos a cabo el modelo de trabajo de la entrevista para niños, que explora las representaciones mentales maternas del niño y la relación con el niño. Lo que aprendí de aquella entrevista creó un contexto nuevo para el dibujo de Jessie y añadió una nueva capa de significado hacia una posible identificación con su padre violento. Jahaira repetidamente usaba los descriptores engreída y egocéntrica para describir la personalidad de su hija. Ella refería que Jessie se miraba en el espejo en cada oportunidad y ponía caras, como si estuviera probando cosméticos. A menudo parecía “distante” y como si “no le importara nada excepto ella misma”. Aunque no dije esto, me preguntaba si, trágicamente, Jahaira estaba interpretando la conducta inhibida, disociativa y autorreguladora de Jessie de una forma negativa, para crear una mayor distancia con su hija cuando su hija necesitaba que ella estuviera más cerca y más empática. Esto contribuía a lo que yo percibía como una mayor desregulación mutua dentro de la diada.

El calificativo de distante rechinaba en mis oídos, porque me parecía tan fuera de sincronía evolutiva con la personalidad de una niña tímida e insegura de 3 años. Como Lieberman (1999) estableció, las atribuciones parentales pueden ser una llave que abra la puerta hacia una representación más amplia basada y fijada traumáticamente. De hecho, aunque fuera en parte una proyección de sus propios rasgos de personalidad narcisistas, Jahaira subrayó que pare ella, Jessie era “el clon de mi madre”, y como tal Jahaira era incapaz de ver a su hija como una niña sino más bien como una adulta y una madre. Cuando seguí la conexión, Jahaira contó la historia de cómo su madre, habiendo sido una mujer extremadamente guapa y presumida, siguió el consejo de una amiga de ir a Nueva York y convertirse en modelo o actriz y al hacerlo, abandonó a Jahaira con una abuela materna deprimida, que tendía a ser negligente, e incluso castigaba a Jahaira con demasiada severidad. Aquella abuela materna también etiquetaba a Jahaira como “malcriada y egoísta”.  Esta atribución había atravesado cuatro generaciones.

Cuando Jahaira había llegado a los 19, habiendo ido y vuelto de la República Dominicana a Nueva York y de vuelta de nuevo, en Santo Domingo, se casó con un hombre mayor, que le decía repetidamente que era la mujer más bonita del mundo. Él era un empleado irregular que hacía reparaciones y sufría brotes de depresión y una diabetes mal controlada. Concibieron un niño y consiguientemente se casaron. Jahaira vivió su embarazo de forma ambivalente, había sido su sueño regresar a Nueva York y, como su madre, convertirse en modelo. Su marido aceptó que después del nacimiento de su bebé Jessie, ella se llevara al bebé y viviera con su madre en Nueva York para conseguir su sueño y que él la seguiría después cuando ella pudiera enviarle dinero para viajar. Aunque ser modelo no funcionó como ella había esperado, Jahaira encontró un trabajo estable como vendedora y después encargada de una tienda de moda en Nueva York. La madre de Jahaira encontró un apartamento en el mismo edifico que ella y le dijo a su hija que ella necesitaba vivir por su cuenta ahora que le estaba yendo mejor y que Jahaira necesitaba encontrar alguien que cuidara a Jessie. En aquel punto, Jahaira envió dinero a su marido, que se mudó (no habían estado juntos en 2 años, no hablaba inglés, estaba deprimido y físicamente mal). Más que encargarse del apartamento y de Jessie, a Jahaira le parecía que Eduardo esperaba que ella cuidara de él. No tenía amigos ni familia en Nueva York y empezó a pasar los días sentado enfrente del televisor. Las peleas eran cada vez más frecuentes en la pareja. Durante ese tiempo, Jahaira negó que Eduardo hubiera tenido más agresividad que ella misma en esas discusiones. Eduardo desarrolló una relación de cuidado con su hija y lavaba su ropa y preparaba sus almuerzos y cenas mientras que Jahaira trabajaba. Cada vez más deprimido, Eduardo, en la semana previa a la agresión, sólo se sentaba frente al televisor y dormía, descuidando las tareas domésticas. Incluso antes de esto, había empezado a tener insomnio, disfunción sexual y había descuidado su cuidado e higiene personal. Jahaira interpretó el hecho de que su marido estuviera cada vez más alejado como una señal de que ya no la encontraba atractiva. Y fue esta inseguridad y la impotencia de él la noche antes del ataque, lo que llevó a que ella lo acusara en una discusión al día siguiente de que él era “un fracaso inútil y tenía que marcharse”. Esto, junto con una insinuación para conseguir que reaccionara, burlándose de su disfunción eréctil e insinuando que quizás ella estaba teniendo aventuras sexuales, lo condujeron a la rabia que lo llevaría a intentar asesinar a Jahaira delante de su hija.

Jessie ya había sido condicionada para conseguir la presencia afectiva de su madre idolatrándola, cuidando de ella en un rol parentalizado, pero no demandando cuidado de ella. De ahí su creciente preocupación por mirarse en el espejo y replegarse sobre sí misma en unos estados disociativos sostenidos, reafirmando aún más la interpretación negativa y distorsionada que Jahaira había denominado como arrogante. Incluso antes del horrible trauma doble, Jessie no tenía a nadie con quien pudiera vincularse confiablemente en regulación mutua de emoción y activación.

Discusión

Sander señaló que las oportunidades para la mutualidad y la intersubjetividad compartida son ampliamente dependientes del modo en que la atención de la figura primaria de apego es organizada y disponible. De hecho, las representaciones mentales que tenía Jahaira de Jessie como arrogante en el contexto de su transferencia materna negativa hacia su propia hija, no permitieron que entendiera que Jessie, incluso antes del terrible trauma al que ambas sobrevivieron, tenía profundas dificultades con la autorregulación. Parte por identificación materna, parte ironía quizás, Jessie desarrolló el hábito de usar los espejos, no por vanidad, pero sí por la necesidad de ser vista e identificar y poseer sus propias expresiones emocionales -en resumen, para autorregularse. La resultante malinterpretación de ella como vanidosa y egocéntrica promovió una profecía autocumplida, alimentando la representación mental negativa y distorsionada que su madre tenía de Jessie, creó solo más más distancia entre madre e hija, en lugar de la deseada proximidad y especularización dentro del apego que Jessie anhelaba.

Dadas las representaciones mentales negativas e inapropiadas para su edad (distorsionadas) que tenía la madre sobre Jessie, y las proyecciones resultantes, podemos imaginar que la rabia de Jessie se acumuló con el tiempo sin atreverse a ser expresada. En mis artículos previos, he enfatizado cómo los infantes y niños pequeños pueden hacer recordar a un padre un perpetrador de violencia, en virtud de su incapacidad evolutiva para regular sus emociones y su activación y a través del parecido físico o en gesto y expresión imitados al perpetrador. Pero en este caso, me pregunto si, por el contrario, Jessie vio su propia agresividad desregulada hacia su madre, como reflejada en su padre, con quien ella tenía una estrecha relación. Ya enfrentada con tal representación ambivalente en la mente de su madre y el apego inseguro que esta indica –y dado el temperamento conductualmente inhibido de Jessie– haber visto a su padre actuar la rabia que ella misma podría también haber sentido hacia su madre sería incluso más horripilante. Esto pudo haber contribuido también a que Jessie se hubiera vuelto selectivamente muda. Esta hipotética reacción es la más probable dado que Jessie, en el momento del ataque a su madre, estaba en una edad en la que podría todavía creer mágicamente que, por estar enfadada con su madre, por la forma en que Jahaira la trataba, ella, Jessie, podría ser responsable de cómo el padre hiciera daño a su madre. La oportunidad de Jessie durante la sesión de dibujar y apuñalar a su madre simbólicamente con el lápiz rojo sobre el papel fue tolerada –e incluso apoyada y corregulada– por un terapeuta curioso y mentalizante quien enfocó conjuntamente con Jahaira la comunicación emocional y los actos simbólicos de Jessie. Este apoyo a la agencia y la iniciativa de Jessie, este abrir los ojos a la subjetividad de Jessie, permitió al tratamiento avanzar sin que la madre se sintiera peor por sus capacidades y sin que el terapeuta tuviera que hacer una amplia interpretación verbal. La visión que tenía el terapeuta del estado subjetivo de Jessie abrió los ojos de la madre de modo que Jessie pudo ser vista y oída.

El segundo ejemplo clínico muestra de nuevo cómo los miembros de una diada madre-hijo que sobrevivieron a una violencia con amenaza vital, ambos a la vez quieren saber y no quieren saber qué ocurrió, para dejar descansar el recuerdo ambivalentemente sostenido de un padre difunto.  La madre, que repetidamente tenía que abandonar las sesiones, no podía ver y no veía el sufrimiento de su propio hijo por miedo, como yo llegué a comprender, de activar su propia sensación de indefensión, miedo y culpa. Un momento decisivo del juego traumático dio la clave al terapeuta de lo que impulsaba la evitación de la madre y este momento fue suficiente para catalizar el cambio en la relación madre-hijo a partir de entonces.

Ejemplo clínico 2

La Sra. García trajo a su hijo de 6 años, Jason, después de que el terapeuta anterior de su hija de 7 años llamara para decir que la madre había empezado a estar preocupada por cómo el suicidio de su padre les había afectado, cuando se recomendó a Jason una valoración por falta de atención y conductas disruptivas en el colegio. Durante la primera sesión con la Sra. García, el terapeuta quedó impresionado por el modo distante, más bien un relato de hechos, con que ella contó cómo su marido, carpintero, se había vuelto cada vez más deprimido y aislado previamente a su suicidio justo antes de que Jason cumpliera 5 años. Contó cómo, a pesar de estar viendo a un psiquiatra y de ser hospitalizado voluntariamente durante 3 días, medicado y con mejoría, él dejó a sus niños en el colegio, llamó a su mujer para preguntarle si ella podría recogerlos del colegio porque él estaría ocupado, fue a casa, cogió su revolver, fue al bosque local y se disparó en la cabeza.  Cuando su mujer intentó contestar al mensaje, después, no hubo respuesta.

Jason y su hermana habían preguntado repetidamente cuándo volvería su padre a casa, incluso después de que asistieran al funeral. La señora García dijo que se había ido al cielo, que estaba demasiado lejos como para volver. Los niños preguntaron si era un lugar al que se podía llegar en avión. La señora García respondió, “no” sin más elaboración. Confesó que las preguntas de los niños le resultaban dolorosas. Contó que procuraba nunca describir los hechos ante los niños ni que ellos estuvieran cerca en discusiones sobre cómo había muerto su padre. Después de varias semanas de noches de apenas dormir por despertarse con el llanto de los niños suplicando dormir en su cama –lo que gradualmente disminuyó, así como sus preguntas– la señora García pensó que “habían superado la pérdida y habían seguido adelante, como ella había hecho”.

Y entonces ella vio un día que Jason, asegurándose de llamar su atención antes de hacer un gesto con su mano figurando una pistola, apuntó a su cabeza con el dedo índice y apretó el gatillo, y se tiró al suelo. La señora García, atemorizada, rompió en cólera y fue entonces cuando sus hijos comenzaron a culparla de que su padre “no estuviera allí nunca más”. La señora García sospechaba que algún niño en el colegio le había dicho a Jason cómo había muerto su padre. Ella quería seguir adelante, pero repetidamente se sorprendía cuando, por ejemplo, presentaba a Jason a algún conocido en la calle y él decía, “Yo soy Jason y esta es mi mamá. Mi papá está muerto”.

Cuanto más hablaba ella de Jason, más claro estaba que lo identificaba con su padre, tanto en términos de apariencia como de su personalidad. Decía: “Es muy divertido, pero luego tiene mal humor… tiene sus rabietas. Es un donjuan, seductor, pero se puede volver provocador y agresivo”. Estas atribuciones eran negativas y no acordes a su edad, tal y como a menudo hemos registrado en madres con TEPT-VIP, pero la señora García había negado estar sometida a violencia (Schechter et al., 2006; Schechter et al., 2015). Cuando intenté obtener más información sobre su propia vida, ella cambió el tema para decirme que Jason estaba agotado. Dijo: “Él está siempre intentando saltarse los límites... Se pega a mí y no me deja sola. Insiste en dormir en mi cama”

La Señora García trajo a Jason a la siguiente sesión. Al principio, era un niño tímido, muy serio, incluso con ansiedad de separación. Cuando le dije a Jason que parecía un niño muy serio para su edad y le pregunté si se sentía triste, él respondió, “Mi padre está muerto y nunca volverá”. “Eso es muy triste”, le dije. Cuando le pregunté qué solía hacer con su padre, Jason recordó, con una intensa mirada, sonriendo, “toda clase de deportes, montar en bicicleta, fútbol, esquí…”. En aquel punto, su atención se desvió a los juguetes de mi despacho y pidió jugar conmigo a un juego que consistía en martillear cubos de hielo de plástico en una pista de hielo hasta que un oso polar patinando se caía sobre el hielo. Tan pronto como pidió jugar, martilleando fuerte los bloques de plástico, su madre, algo cansada, secando sus ojos, refirió que sin más remedio tenía que salir a mover el coche porque no había sacado ticket de aparcamiento. Al principio, él protestó y después su madre lo redirigió al juego y le dijo que estaría de vuelta enseguida. Él miró fijamente el juego hasta que ella cerró la puerta y, poco después, martilleó todos los cubos de hielo de un solo golpe y comenzó a lanzar los cubos por todo mi despacho. Cuando le pedí que parara y me ayudara a colocarlos de nuevo para que pudiéramos jugar, él se levantó y corrió al otro extremo de la habitación y empezó a arrojarme los cubos, riéndose. Entonces descubrió una pistola de juguete en mi estantería.

Primero, apuntó a su cabeza y luego a mí, y disparó. Yo fingí caerme y después levantarme. Él me disparó una y otra vez y reía cuando yo me levantaba de nuevo. Claramente estábamos en un juego traumático. Yo dije: “Tengo el sentimiento de que estamos pensando en tu padre y lo que hizo contigo y sin ti”. Jason me miró atentamente y continuó jugando. Me di cuenta que la madre no había regresado a tiempo y que la sesión estaba a punto de terminar. Yo insistí de una forma lúdica en que recogiéramos. Para mi sorpresa, Jason volvió a su semblante serio y obediente empezó a recoger. Su madre llegó 10 minutos tarde, con un pastel para él y se fueron.

Una semana después, durante su segunda sesión, la señora García entró sola primero, Jason se sentó en la sala de espera con un iPad, y habló de cómo, desde la última sesión, él había estado aún más pegado a ella y asustado cuando lo dejaba solo en su habitación para dormir. Él había preguntado a su madre: “Si papá está en el cielo, ¿puede verme?”. La señora García había dicho que no lo sabía pero que él podía siempre ver a su padre en fotografías. En este momento, volvió a decir que se tenía que ir a hacer un recado, pero no llegó tarde esta vez a recogerlo. Yo lo invité a entrar en la consulta. Él entró y corrió rápidamente a por la pistola de juguete de la estantería y, esta vez, apuntó a su madre. Ella le pidió que la bajara, con severidad, y luego me miró ansiosa y dijo: “Yo no le dejo jugar con armas”. Yo sugerí que era un juguete y que él estaba simultáneamente jugando e intentando comunicarse con nosotros, pero reconocí en un lenguaje que Jason pudiera entender que, “A alguna gente como mamá no le gustan ni las armas de juguete porque les recuerdan demasiado a las armas reales que pueden herir a las personas. Y un arma hirió a papá”.  Él echó el arma en una caja de juguetes y fue a coger una pelota. Después de decir: “Esa es una buena elección”, ella dijo a Jason que estaría de vuelta en unos minutos y que siguiera jugando conmigo como la última vez. Él la siguió al ascensor botando fuerte la pelota contra el suelo, a pesar de mi petición de que esperara a que estuviéramos de vuelta en la consulta. Yo lo seguí. Luego volvió conmigo a la consulta. Arrojó fuertemente la pelota hacia la pared, donde yo tenía un cuadro cubierto de cristal en un marco. Yo lo animé, sin embargo, a que la lanzara más suavemente hacia mí para que pudiéramos jugar. En lugar de eso, la lanzó al techo hacia la lámpara y después a mi cara. Yo la cogí y le dije: “No te dejaré hacer eso aquí. Cuando lanzas la pelota tan fuerte a las cosas que se pueden romper y luego a mi cara, ¡me hace pensar que estás enfadado! El enfado está bien. Tirar la pelota tan fuerte a las cosas y poder romperlas, no”. Entonces él dijo: “Ya no quiero jugar más. ¡Quiero irme a casa!”.  Yo dije: “Ahora está claro. Tú estás enfadado conmigo por coger el balón. Y creo que estás también enfadado con tu madre por traerte aquí y dejarte. Pero enfadarte con tu madre no te hace sentir seguro. Quieres protegerla y asegurarte de que está a salvo. ¡Ella es muy importante para ti!”. Con eso, él abrió la puerta para ver si ella había vuelto. Parecía muy decepcionado al ver que no había vuelto todavía. Le mostré cómo funcionaba la caja de sorpresas. Él se interesó e hizo que el payaso saliera y se ocultara de nuevo repitiéndolo una y otra vez, mientras yo decía, “Ahí está. Ahora se ha ido. ¡Ah, ahí está de nuevo!”. Él estuvo muy contento y tranquilo solo haciendo este juego repetitivo hasta que su madre regresó. Y yo comenté: “Ojalá fuera tan fácil hacer que tu padre se fuera y volviera. En realidad no podemos hacer que la gente desaparezca y regrese”.

Después él fue a mi caja de figuras de animales que yo había abierta en el suelo y escogió un pequeño tiburón de plástico. Hizo como que me mordía con él. Yo le pregunté si el tiburón quería comerme. Jason respondió, sonriendo: “El tiburón tiene mucha hambre”. Yo contesté: “Todos podemos tener dentro un tiburón hambriento cuando nos enfadamos y queremos algo que no podemos tener y cuando perdemos algo o alguien que queríamos”.

Habiendo pasado tiempo con Jason, me di cuenta de que era el momento de volver al propio pasado de la señora García. Le di una cita para verla sola. Durante esa visita, ella describió una relación muy estrecha con su madre. Y cuando le pregunté por su padre, dijo que no pensaba mucho en él porque murió cuando ella tenía 15 años. Le pregunté cómo había sido, qué recordaba. “Era muy estricto”, describió solemnemente. Recordó que cuando él estaba enfadado, era intimidante y podía poner castigos muy severos, como era “común en todas las familias en Ecuador”, de acuerdo con la señora García. Le pregunté si temía a su padre y ella contestó, “Yo prefiero pensar en las cosas bonitas que hizo por mí, como llevarme al parque”.

Durante la siguiente sesión con Jason, él entró y se fue directo a la caja de sorpresas. Me arriesgué a pedirle a la señora García que entrara en la sesión y que esta vez no se fuera, ya que tenía la sensación de que Jason necesitaba que ella estuviera presente. Pareció un poco nerviosa, pero tomó asiento. Ella y yo observamos cómo Jason abría una y otra vez la caja de sorpresas y decía, “Aquí está. Ahora se ha ido…”. La señora García recordó que había querido decirme que Jason se había despertado aquella mañana llorando y preguntando por su padre. Y entonces dijo, “¡Ah! ¡Olvidé también decirte que Jason tuvo una pesadilla!”. Entonces describió lo que Jason le había contado, “Él estaba en la playa. Vio un tiburón en el agua. Estaba tan asustado”. Yo dije en voz alta como para que Jason pudiera oírme, “¿Y qué relación habría entre el tiburón, el papá y Jason?”. La señora García dijo que ella no pensaba que hubiera ninguna. Le hablé sobre la sesión anterior en la que hablamos sobre “el tiburón enfadado dentro de cada uno de nosotros”. En aquel punto, Jason miró a su madre y sonrió y se fue hacia una figura de arcilla de una chica con pelo largo que una paciente anterior había hecho y dejado en mi mesa. Jason la destrozó y la aplanó con sus manos. La señora García se sintió incomoda y se disculpó; le regañó en español. Yo le dije que cosas peores habían ocurrido y pregunté a Jason si quería su propia arcilla para modelar. Ella dijo entonces que tenía que ir al baño y se levantó. Jason se tumbó en el suelo y se agarró a sus tobillos para detenerla. “¿Quieres que me caiga y me haga daño?”, gritó ella. Entonces él se levantó y dijo “Si intentas irte te pisaré el pie”. Ella se enfadó bastante, “¡Para!”. Yo dije, “Creo que él está diciéndote que quiere que te quedes”. Ella respondió, rendida, “Bien, entonces sólo iré al baño y después volveré”. Ella salió. Jason empezó a llorar silenciosamente, “¡Quiero irme a casa!” Y lanzó la arcilla a la pared. Yo dije: “Creo que ahora hay un tiburón enfadado en la habitación”.

Saqué la casa de juguetes y dejé el conjunto de muñecos que representaban una familia colocado en ella, incluyendo madre, padre, hermano y hermana. Pregunté a Jason, “Mira, ¿dónde está el tiburón enfadado en esta familia?”

En respuesta, Jason cogió el papá muñeco y empezó a gritarle a la mamá muñeca, “Tú caca… ¡No te dejaré marchar!” Él hizo a la mamá muñeca aproximarse a la puerta para marcharse y al papá muñeco volver y tirarle del pelo y golpearla. En este punto, yo le pregunté si el hermano y la hermana que observaban estaban asustados de su padre y la respuesta fue en forma de asentimiento con la cabeza. Yo le dije a Jason que estaba diciéndonos algo muy importante en este juego de muñecas y que yo pensaba que sería una buena idea que su madre lo viera, ¿estaba de acuerdo? Me levanté a abrir la puerta y le hice señas para que entrara.

Jason observó, con ojos asombrados y empezó a lanzar el papá muñeco al aire y atraparlo. Yo resumí lo que había pasado en el juego hasta entonces. La señora García palideció y se mostró incómoda mientras nerviosamente cambiaba de posición en el sofá. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Jason en aquel punto estaba haciendo sonidos de gritos y lanzando los muñecos al aire, a veces frotándose el pelo. Jason miró a la señora García y luego miró al papá muñeco, que lanzó al aire. Ambos conjuntamente miraron al muñeco. La señora García se puso visiblemente tensa y desvió la mirada. Yo entonces pregunté a la señora García qué pensaba que estaba pasando. Ella dijo, “El padre de Jason y yo tuvimos una discusión muy mala una o dos semanas antes del ‘accidente’ y Jason estaba allí”. La señora García dijo: “Yo no podía con sus (el padre de Jason) continuas preguntas sobre dónde había estado, sus amenazas, así que le dije que lo dejaría”.

La señora García se giró hacia Jason mientras sostenía, nerviosa, un pañuelo en sus manos. Por primera vez, se dirigió a Jason, “¡Has debido estar tan asustado!”. Se levantó y se agachó junto a él en el suelo donde estaba jugando y lo abrazó. Acurrucó su cabeza bajo su brazo. Yo dije: “Los dos estabais asustados. Demasiado asustados como para pensar cuán asustados estabais cada uno”.

Esto resultó un punto de inflexión en el tratamiento, “un momento de encuentro”. Tronick (2007) ha escrito:

Los momentos de encuentro catalizan los cambios en la interacción padres-hijos al igual que en psicoterapia. En el proceso de desarrollo del niño, el conocimiento relacional implícito de los bebés abarca patrones recurrentes de movimientos de regulación mutua entre el niño y el cuidador. (p. 414)

Yo creo que mi presencia como un tercero observador, activo, permitió a la señora García revisar el pasado cuando Jason le pidió que atendiera al papá muñeco y su “violento” lanzamiento al aire. Fue entonces cuando ella pudo validar la experiencia de la pelea de Jason con este, enfrentar y etiquetar el temor e indefensión de Jason, conforme yo pude dirigirme a los de la señora García.

A partir de ahí, en el tratamiento, la distraibilidad y las conductas oposicionistas de Jason en el colegio disminuyeron. Y su madre y él de forma lenta pero segura empezaron a tener momentos cada vez más frecuentes durante los que ella podía abrirse intersubjetivamente sin sentirse tan avergonzada y amenazada. Cuando su madre hacia eso, Jason estaba mejor regulado. Como Lyons-Ruth et al. (1998) han escrito, “En el curso de […] el desarrollo de una regulación mutuamente construida, el campo interactivo entre el niño y el cuidador se vuelve más complejo y mejor articulado, dando lugar a que emerjan posibilidades de nuevas formas de interacción” (p. 286).

Discusión

Como Gaensbauerg (1995) ha señalado, el terapeuta, llevado por su experiencia de estar con el paciente y sostener en su mente la historia de trauma cuando es relatada por él o por los padres, puede ofrecer una señal al niño para hacerle saber que está seguro y animarlo a que juegue y hable sobre su experiencia traumática. Perdida en sentimientos de indefensión y culpa, dada la depresión y suicidio de su marido y traumatizada por su violencia, la señora García no podía hacer esto por Jason. Ella no podía permitirse ver el temor e indefensión de su hijo. Así, la intersubjetividad entre la señora García y Jason, estaba bloqueada. Como en el ejemplo anterior de Jahaira y Jessie, en el que Jahaira veía a Jessie como un clon de su madre y parecida a su padre, la señora García veía a Jason como un clon de su padre y era incapaz de ver en él aspectos de sí misma. Abandonó su forma de evitar enfrentar y poner límites a la agresión de su hijo, o ayudar a calmar su ansiedad, siendo esto otra consecuencia de su necesidad de autoprotección y su autorregulación (a expensas de la regulación mutua) de la emoción y la activación. Lyons-Ruth et al. (2013), en su estudio longitudinal de trayectorias familiares, ha descrito las consecuencias adversas de la retirada materna temprana y la inversión de roles que observamos en ambas viñetas clínicas. Se ha visto que la retirada materna temprana resulta más nociva que la intrusividad materna temprana, y está asociada con síntomas disociativos, conducta antisocial y, con el tiempo, actos autolesivos y otros síntomas y conductas que son intrínsecos al trastorno límite de personalidad. En el caso de Jason y la señora García, pudimos notar que Jason, en respuesta a la conducta de retirada de su madre, se volvía más desregulado en sus días de colegio y durante las noches de insomnio. Ser llamada al colegio por los profesores y a la habitación de Jason durante la noche, desregulaba más a la señora García. Y ella y Jason se veían envueltos sin esperanza en una frecuente cacofonía de mutua desregulación.

Traer a su madre a la habitación y centrarnos conjuntamente con ella en la comunicación de Jason de su experiencia de violencia, le permitió a ella llenar un agujero en la narrativa familiar. Este completar narrativa del trauma familiar, en sí mismo, resultó sanador y permitió a la señora García volverse cada vez más disponible para Jason y superar su complicado duelo a lo largo de las siguientes sesiones. Tanto Jason como la Señora García habían sido actores en una escena que estaba fuera de su control. La habilidad para co-construir una narrativa bajo su control que reintegraba fragmentos de huellas de memoria traumática, pensamientos y afectos, junto con el terapeuta observador y reflexivo crea una versión actualizada, reconsolidada de la escena traumática que ellos han construido y compartido. Estuvieron entonces juntos el uno con el otro capaces de compartir recuerdos buenos, malos y ambivalentes de la relación de cada uno con el padre de Jason. Incorporar un tercero observador regulado y regulador, en forma de terapeuta reflexivo, ayudó a restaurar la autorregulación tanto en la madre como en el niño, y la regulación mutua entre ellos. Esto que fue consolidado en una breve escena de juego, que fue aprovechado por el terapeuta y condujo al cambio sistémico dentro de la familia, apunta a una ventana de oportunidad que se abrió para permitir que entrara luz donde solo había un estado mental oscuro y atemorizante.

Sander había descrito a bebés durante los diez primeros días de vida que estuvieron sujetos a un ambiente no contingente, que tuvieron dificultades de regulación sostenidas durante algunos meses y una baja tolerancia a la estimulación sensorial. Incluso la señora García, como adulta que había soportado una relación desreguladora, propensa a la violencia con su marido deprimido, no contingente con sus necesidades emocionales, similarmente tenía poca tolerancia para las expresiones de agresión y la demostración de huellas de memoria traumática de Jason. La presencia del tercero observador y reflexivo, el clínico, permitió a la señora García desarrollar mayor tolerancia a los estados mentales y expresión emocional de Jason. Yo sostengo que es la regulación mutua que se estimula en la relación padre-clínico lo que permite mayor entonamiento entre la señora García y Jason.

Conclusión

Este artículo ha sido tomado como el punto de partida de la interferencia creada por el trauma violento y asociada a la psicopatología padres-hijo asociada a la autorregulación y la heterorregulación de las emociones y la activación. Lou Sander describió un paralelismo entre la capacidad de implicarse en regulación mutua y la formación de estados intersubjetivos durante los cuales ocurren momentos de encuentro. Nuestra experiencia clínica e investigadora ha mostrado cómo la traumatización violenta puede hacer a una figura parental incapaz de recibir los esfuerzos del niño hacia la intersubjetividad. El TEPT puede convertir al padre/madre traumatizado en ciego, sordo e insensible a la comunicación emocional del hijo, particularmente cuando esta dispara estados de indefensión de la mente que activan recuerdos traumáticos. El niño no puede depender de esa figura para que le ayude a dar sentido al momento presente, cuando esta permanece rehén de su pasado traumático.

Los ejemplos clínicos en este artículo ilustran cómo el niño, en tal contexto, cuando además él mismo ha sido expuesto a violencia, en ausencia de un cuidador intersubjetivamente receptivo, mutuamente regulador, intentará autorregularse a través del juego traumático repetitivo. Este juego traumático puede alarmar y distanciar aún más al cuidador estresado postraumáticamente, de modo que el niño y el progenitor desregulen cada vez más y entonces entren en un círculo vicioso de desregulación mutua. Además del juego traumático, hemos mostrado cómo la transmisión de las huellas de memoria traumática ocurre en las interacciones padre-hijo rutinarias y diarias (p. ej. separaciones y encuentros) vía “intersubjetividad sesgada por el trauma” (Sander, 1977). Como Sander estableció hace tiempo,

Las situaciones simples repetitivas que son parte de la vida diaria de la madre y el hijo en esta época temprana deberían prestarse ellas mismas admirablemente como una serie de anticipaciones fiables sólidas sobre muchas dimensiones de la conducta de la madre. (Sander, 1977, p. 144)

El juego traumático es una forma de esa manifestación conductual repetitiva, simple, de huellas de memoria relacionada con el trauma dentro de un espacio intersubjetivo compartido por cuidador y terapeuta. El añadido del terapeuta como un tercero observador especularizante deja abiertas las huellas de memoria traumática a actualización y reconsolidación dentro de ese espacio (Stein, Rohde y Henke, 2015). Actualización y reconsolidación de las huellas de memoria traumática que incorpora la postura mentalizante del terapeuta, la reasociación con emociones previamente evitadas (p. ej. miedo e indefensión), y el proceso de regulación mutua entre el terapeuta y la figura parental traumatizada y, a continuación, entre la figura parental y el niño traumatizado, en una constelación triádica que ayuda a extinguir el miedo y la indefensión y ofrece significado compartido a lo que ha estado desconectado y sin sentido.

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