aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 070 2022

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La fenomenología y dinámica de la vergüenza de la riqueza: entre la responsabilidad moral y el masoquismo moral

The phenomenology and dynamics of wealth shame: Between moral responsibility and moral masochism

Autor: Sadek, Noha

Para citar este artículo

Sadek, N. (2022). La fenomenología y dinámica de la vergüenza de la riqueza: entre la responsabilidad moral y el masoquismo moral. Aperturas Psicoanalíticas (70), artículo e6. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001188

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Resumen

En una época de chocante desigualdad en cuanto a la riqueza, se ha desarrollado un fenómeno relacionado: la vergüenza de la riqueza. Una exploración multidisciplinaria de esa vergüenza examina sus raíces intrapsíquicas, intersubjetivas, transgeneracionales y sociopolíticas en los EE.UU., así como sus múltiples funciones: como respuesta ética a la disparidad económica (responsabilidad moral), como manifestación de un patrón de vergüenza generalizado (masoquismo moral), y como defensa contra el placer, los sentimientos de superioridad y el temor a ser envidiado. Varias viñetas clínicas ilustran estos temas, seguidas por reflexiones sobre sus implicaciones clínicas. También se examina la relación conflictiva de la comunidad psicoanalítica con la clase social, el dinero y la riqueza. Esta conflictividad puede influir en la contratransferencia del analista a la vergüenza de la riqueza y en su capacidad para apreciar los paisajes psíquicos de clase cuando aparecen en el consultorio.

Abstract

In an age of striking inequality in wealth, a related phenomenon, wealth shame, has developed. A multidisciplinary exploration of such shame examines its intrapsychic, intersubjective, transgenerational, and socio- political roots in the U.S., as well as its multiple functions: as an ethical response to economic disparity (moral responsibility), as a manifestation of a pervasive shame pattern (moral masochism), and as a defense against pleasure, feelings of superiority, and the fear of being envied. Several clinical vignettes illustrate these themes and are followed by reflections on their clinical implications. The psychoanalytic community’s conflicted relationship to social class, money, and wealth is also examined. This conflictedness may inform the analyst’s countertransference to wealth shame and his or her ability to appreciate the psychic landscapes of class as they present in the consulting room


Palabras clave

ascenso social, clase, desigualdad financiera, dinero, ética, prosperidad, responsabilidad moral, vergüenza de riqueza.

Keywords

wealth shame, moral responsibility, wealth inequality, financial inequity, money, affluence, ethics, class, upward mobility.


Artículo traducido y publicado con autorización: Sadek, N. (2021) The phenomenology and dynamics of wealth shame: Between moral responsibility and moral masochism. Journal of the American Psychoanalytic Association, 68(4), 615-648. https://doi.org/10.1177/0003065120949972

Descargo de responsabilidad: el artículo utiliza un estilo de citación y referencias distinto al que utiliza Aperturas Psicoanalíticas, puesto que es una traducción y se conserva el formato original.

Traducción: Marta González Baz
Revisión: Lola J. Díaz-Benjumea

 

La creciente desigualdad de riqueza en Estados Unidos ha sido abordada por disciplinas como la sociología, la economía y la ciencia política. El psicoanálisis, sin embargo, con pocas excepciones, ha dejado de lado el tema. El reciente despertar de nuestra disciplina a las desigualdades de género, sexuales y raciales no se ha extendido a una mayor conciencia de la desigualdad financiera, aunque el privilegio blanco y el privilegio de la riqueza a menudo se cruzan. Por ejemplo, existe una importante brecha de riqueza entre las familias estadounidenses blancas y negras, incluso con niveles de educación (Dettling et al., 2017), credenciales o ingresos comparables1[1] (Oliver y Shapiro, 2006). Lo que es aún más inquietante es que las familias negras en las que el cabeza de familia se graduó en la universidad tienen menos riqueza que las familias blancas cuyos cabezas de familia no tienen un título universitario (Dettling et al., 2017). Del mismo modo, existe una brecha de riqueza entre las familias blancas y las de origen latinoamericano (Dettling et al., 2017). Esta intersección entre las desigualdades raciales y financieras merece una consideración seria que excede mi alcance aquí.

Las disparidades económicas en Estados Unidos han aumentado exponencialmente desde la década de 1970. Entre 1979 y 2007, los ingresos aumentaron un 275% para el 1% de los hogares estadounidenses más ricos y solo un 18% para el 20% de los hogares más pobres ( Congressional Budget Office, 2011). Las leyes reguladoras establecidas durante la Era Progresista y el New Deal para abordar las desigualdades fueron modificadas o derogadas en las décadas de 1980 y 1990 por republicanos y demócratas por igual. Más recientemente, la administración Trump ha revocado muchas leyes de protección al trabajador del New Deal y de la era Obama. Este artículo se escribió antes de la aparición de la COVID-19; la pandemia ha subrayado y aumentado la creciente brecha entre los que tienen y los que no tienen.

Es en este contexto socioeconómico particular donde he encontrado, durante años de práctica psicoanalítica, un tema recurrente en las comunicaciones de muchos de mis pacientes adinerados. A este tema lo llamo "vergüenza de la riqueza". Mi interés por escribir e investigar sobre este tema se desarrolló originalmente a partir de mi asombro inicial por el hecho de que dicha vergüenza pudiera existir. Crecí en los años setenta y ochenta en un Líbano devastado por la guerra, en una familia cuyos modestos medios económicos se vieron desafiados por la guerra y nuestros numerosos desplazamientos. Periódicamente estábamos al borde de la pobreza, una condición que creó en mí, durante algún tiempo, un sentimiento de vergüenza. No me avergonzaba de las limitaciones materiales de mi familia. Más bien, era la posición de clase social de mi familia lo que me avergonzaba. Nuestra condición de desplazados del campo a Beirut, y más tarde dentro de Beirut, y el acento rural del sur de mi familia olían a provincianismo. Además, antes de la universidad, mi educación era mediocre. Mi madre solo había terminado el segundo grado, y mi padre había terminado el quinto grado. No parecían sentir vergüenza por nada de esto. Habían crecido en el campo en una comunidad relativamente homogénea en la que sus identidades de clase y cultural se vivían como normales. Pero yo sí sentía vergüenza. Mi experiencia coincidía con las descritas en muchos trabajos "sobre las demandas psíquicas de la movilidad social y las sensaciones resultantes de desplazamiento, identidades mixtas y falta de confianza" de los individuos de clase baja cuando se encuentran en "entornos de clase media" (Ryan, 2006, p. 60). Las costumbres y valores de la clase media se consideran la norma en la mayoría de las sociedades, lo que provoca sentimientos de inferioridad en quienes no han nacido en esa clase (Corpt, 2013; Ryan, 2006; Whitson, 1996). Mi formación médica y mi carrera profesional como psiquiatra de niños y adultos y, más tarde, como psicoanalista, me llevaron a la movilidad ascendente. Por lo tanto, he habitado mundos socioeconómicos muy diferentes. También llegué a la edad adulta en un entorno en el que el marxismo y otros movimientos de justicia social representaban una alternativa bienvenida a la oligarquía libanesa existente, atrayendo a muchos jóvenes, incluida yo misma. Soy sumamente consciente de la clase y de las heridas de clase.

Debido a mi origen, nunca se me había ocurrido que la vergüenza pudiera acompañar a la experiencia de la abundancia, el privilegio o el poder. Los libaneses acomodados a menudo presumían de su riqueza. Incluso hoy, con el país sumido en el abismo del colapso económico total, la mayoría de los libaneses ricos parecen despreocupados por los pobres. Por lo demás, lo que yo entendía del "sueño americano" no se correspondía con la vergüenza que he encontrado en mis pacientes adinerados. Aquí tenemos a James Davis, entonces Secretario de Trabajo de la Administración Coolidge, hablando en 1926:

¿Qué vergüenza hay en la riqueza, y en la riqueza siempre creciente de Estados Unidos? No hay vergüenza en ello. América se ha enriquecido porque se ha mantenido fiel a las leyes económicas... establecidas por los padres de la república. . . . Los comunistas nos dirán... que debemos nivelar todas las distinciones, que debemos hacer a todos los hombres, ricos o pobres, iguales. Nuestra respuesta es que. . . . ya [hemos] nivelado todas las distinciones excepto las que están hechas por la naturaleza, y si la naturaleza... le da a un hombre una mayor capacidad de crear riqueza que a otro... entonces deberíamos respetar la naturaleza [Washington Post, 6 de julio].

La "vergüenza de la riqueza", por tanto, me planteaba una paradoja. Fue en la intimidad de mi consulta donde llegué a comprender mejor esta paradoja. Hay que tener en cuenta que las viñetas clínicas de este artículo no son individuos específicos, sino casos compuestos que captan los patrones psicodinámicos generales y las experiencias emocionales de la vergüenza de la riqueza.

Elizabeth, el campo de juego desigual y la vergüenza de la riqueza

Elizabeth, una mujer brillante y reflexiva de veintitantos años, procedía de generaciones con fortuna. Sus dos padres eran abogados que trabajaban en su bufete privado, pero también habían empezado con dinero. Elizabeth había asistido a un colegio privado de élite en el Medio Oeste, donde todos los alumnos eran, en palabras de Elizabeth, "ricos" o "superricos". Tuvo muy buenos resultados académicos. Su excelencia en la escuela era importante para su autoestima porque creía que sus padres, que eran muy exitosos, así lo esperaban, aunque parece que había otros incentivos emocionales para que sobresaliera académicamente que no voy a mencionar. Después del instituto, Elizabeth asistió a una prestigiosa universidad de artes liberales. Fue entonces cuando empezó a sentir vergüenza por su riqueza. En sus sesiones conmigo, Elizabeth hablaba mucho del campo de juego. Se sentía atormentada al descubrir repentinamente en la universidad que el terreno de juego no estaba nivelado para ella y algunos de sus compañeros que procedían de familias de clase media-baja o pobres. Estos compañeros eran brillantes y trabajadores, pero, a diferencia de ella, tenían que superar muchos obstáculos socioeconómicos. Ella a menudo me preguntaba cómo podía evaluar su propia capacidad intelectual real y sentirse orgullosa de esta cuando el terreno de juego no estaba nivelado. A Elizabeth le preocupaba que la gente se sumara a ella en la desestimación de sus logros académicos cuando se dieran cuenta de su afluencia. Se imaginaba que decían: "Oh, le va bien en la universidad porque ha tenido la ventaja de haberse educado en las mejores escuelas del país y no tiene que preocuparse de pagar la matrícula universitaria ni de hacer un presupuesto para las comidas". Actualmente, en el trabajo, se sentía indigna de una beca remunerada que estaba considerando porque una compañera de trabajo también la había solicitado. La compañera de trabajo era una becaria y, por lo tanto, Elizabeth pensaba que lo merecía más.

Elizabeth era experta en sentir vergüenza. Ir a una fiesta con sus amigos significaba que era superficial; comer postre significaba que era codiciosa; tomarse un pequeño descanso en un proyecto de trabajo significaba que era perezosa. Y la lista seguía. Después de unos años de trabajar en terapia para desafiar su vergüenza sobre las necesidades emocionales y reclamar su derecho a los placeres ordinarios, Elizabeth describió lo mucho que había disfrutado de una conferencia en la que conoció a nuevos amigos y se sintió cómoda siendo ella misma a pesar de su ansiedad habitual en los entornos sociales. Inmediatamente después de contarme lo mucho que había disfrutado del taller, se echó a llorar mientras me contaba que desde que había vuelto de la conferencia se había sentido torturada por la vergüenza que le producían sus privilegios. Resultó que Elizabeth había conocido recientemente al portero del bufete de sus padres. Este encuentro la hizo reflexionar sobre la dura vida del portero y sus dificultades económicas en contraste con el lujoso estilo de vida de su familia. Valoré su empatía hacia el portero y su angustia por la injusticia socioeconómica y le pregunté si pensaba utilizar su empatía para interesarse por el activismo social, un interés del que había hablado. Me preocupaba la posibilidad de parecer un adulto más que le decía lo que tenía que hacer. También me sentía cautelosa en cuanto a reducir la causa de su angustia a la desigualdad económica, porque Elizabeth tenía tendencia a deshacer cualquier sentimiento positivo que experimentara. ¿Estaba utilizando la vergüenza de la riqueza para deshacerse su orgullo y alegría por la nueva experiencia de sentirse socialmente a gusto? Le señalé el cambio inmediato de su afecto, que pasó del placer a la vergüenza, y la invité a explorarlo conmigo. Empezamos a comprender cómo la vergüenza de la riqueza era a veces para ella una opción por defecto para sentirse mal consigo misma, cuando sentirse mal era una protección necesaria, una defensa, frente a sentir deseo o placer. Para Elizabeth, el placer amenazaba el vínculo con sus padres, quienes le enseñaron que cada minuto de la vida debía ser productivo y que la relajación solo estaba permitida después de haberse esforzado en una tarea dura.

Me conmovió la sensibilidad de Elizabeth hacia la desigualdad económica y su empatía hacia los estudiantes y colegas menos afortunados. Yo también podía imaginar sus dificultades. También comprendía la preocupación de Elizabeth por lo que estos compañeros de clase/colegas podrían sentir en su presencia: envidia, ira, resentimiento. Lo que Elizabeth no parecía imaginar era la posibilidad de que ellos tuvieran su propia vergüenza de clase o que pudieran idealizarla. Al igual que Elizabeth, yo había asistido a una prestigiosa universidad, tanto en la licenciatura como en la carrera de medicina. Tuve la suerte de que una organización libanesa hiciera posible esta oportunidad para los estudiantes de bajos ingresos. Imaginé que si fuera su compañera de clase la habría admirado y envidiado no por su riqueza material, sino por su capital social y educativo. Mi imaginación me ayudó a acceder a su miedo a la envidia, del que no le resultaba fácil hablar. (Más adelante abordaré el miedo a la envidia en relación con la vergüenza de la riqueza).

Mientras estaba sentada con Elizabeth, el mundo de la privación material, por duro que sea, me parecía a veces más misericordioso que el de la riqueza. A menudo sentía el impulso de asegurarle que realmente se lo merecía, aunque las cuestiones que planteaba eran complejas y requerían algo más que una simple confirmación. Me dolía verla tan torturada por su vergüenza. Su confianza al compartir su insoportable vergüenza conmigo también me conmovió. En las ocasiones en que podía disfrutar de actividades a las que temía, me sentía feliz por ella, como una madre encantada de ver a su hija enfrentarse al mundo.

Elizabeth solía ignorar cualquier atención a la transferencia, incluso cuando parecían mostrarse indicios de ella, como cuando consideraba que su compañera de trabajo inmigrante era más merecedora de una beca que ella. Me dijo que su compañera de trabajo procedía de una familia pobre. Sin embargo, mi condición de inmigrante, con un acento evidente, le recordaba, según me dijo cuando le pregunté por ello, a sus compañeros árabes ricos de la universidad, los únicos árabes que había conocido. También creo que el que yo fuera una mujer profesional de piel blanca y pelo liso podía dar la impresión de estar bien integrada y ser menos "otra". En las pocas ocasiones en las que Elizabeth permitió la exploración directa de la transferencia, hizo hincapié en que no podía imaginar que pudiera gustarme a mí, ni a nadie, porque no se sentía agradable. Entendí esta suposición como un reflejo de su creencia en ser inherentemente defectuosa y de un apego inseguro, más que como el resultado de una dinámica de clase entre nosotras. Para Elizabeth, el hecho de que yo fuera psiquiatra de niños y adultos en mi propia consulta privada, en un barrio predominantemente acomodado, significaba que compartíamos un estatus de clase similar, parecido al de sus padres en su bufete privado. Su suposición de que yo procedía de un entorno árabe rico también parecía ser, al menos en parte, una idealización. En ocasiones había expresado su deseo de mantenerme idealizada, lo que entendí como una función de su dificultad para aceptar sentimientos negativos hacia mí como figura de apego.

¿Cómo entender la vergüenza de la riqueza de Elizabeth? Antes de ahondar en mi comprensión de la misma, haré un rodeo para explorar la relación de la comunidad psicoanalítica con la clase, la gama de sentimientos contratransferenciales que podemos experimentar, incluyendo los míos propios, y la forma en que estos pueden moldear el proceso terapéutico.

Relaciones conflictivas de los psicoanalistas con la clase

En las sesiones de psicoterapia y en los círculos psicoanalíticos se suelen evitar las reflexiones sinceras sobre el dinero y la clase social. En " On beginning the treatment", Freud (1913) observa cómo "los temas de dinero son tratados por la gente civilizada de la misma manera que los temas sexuales - con la misma inconsistencia, mojigatería e hipocresía" (p. 131). Sin embargo, parece que los psicoanalistas hemos podido hablar de los temas sexuales mucho más abiertamente y con más profundidad de lo que hemos podido hablar de temas de dinero y de clase. Glen Gabbard (comunicación personal, junio de 2016) considera que el dinero es "el tema más sucio del psicoanálisis, más sucio incluso que el sexo." La clase, por supuesto, tiene que ver no solo con el dinero sino -principalmente- con el privilegio y el poder. El capital también incluye el acceso social, educativo, cultural y político. Aunque uno encuentra varios trabajos y libros psicoanalíticos sobre el dinero, el contexto social de estas cuestiones, como las experiencias de los pacientes y analistas con la clase socioeconómica, cómo la clase moldea nuestros paisajes psíquicos, ha recibido mucha menos atención. (Además de los trabajos citados en lo que sigue, también son destacables Bandini, 2011; Krueger, 1986; y Whitman-Raymond, 2009).

La negación de la clase por parte de nuestra comunidad parece multideterminada por la posición de clase privilegiada de nuestra profesión, la naturaleza de nuestra profesión de ayuda, la narrativa cultural estadounidense y el papel que la conciencia de clase, o la falta de ella, desempeña en esa narrativa. Lynne Layton (2006) nos recuerda que para ser capaz de ser consciente de la jerarquía de clase y de los afectos que conlleva, el analista tiene que estar en contacto con "una gran cantidad de ansiedad por contaminarse de la pobreza, de acercarse demasiado a la necesidad" (p. 62). El analista también tiene que afrontar sentimientos difíciles inherentes a una cultura estratificada en clases: vergüenza (por ejemplo, de estar necesitado), culpa (por ejemplo, de tener más que otros, de superar a los pares, hermanos o padres en riqueza), desprecio (de "la otra" clase), envidia, codicia y dudas sobre la autovalía (Dimen, 1994; Layton, 2006). A la dificultad de los analistas para reconocer la necesidad contribuye el hecho de que muchos de nosotros nos sentimos atraídos hacia nuestra profesión por psicologías personales marcadas por un elevado sentido del cuidado precoz y la negación de la necesidad. Además, aunque podamos amar nuestro trabajo, también necesitamos ganarnos la vida haciéndolo. El dinero "como medio universal de intercambio" (Dimen, 1994, p. 89) tiende a mercantilizar nuestro trabajo, eliminando las diferencias entre, digamos, un fregadero de cocina y una relación terapéutica construida sobre la confianza y el amor. El dinero se vuelve degradante y un significante del odio: "en el contacto psicoanalítico, la contradicción entre el dinero y el amor solo puede resolverse si la transformamos en la paradoja entre el amor y el odio" (Dimen, 1994, p. 94).

Hasta hace poco, la contratransferencia, que incluye las vulnerabilidades del analista, se consideraba un impedimento para el tratamiento. Esto también contribuía a la falta de voluntad de reconocer la necesidad en el analista. Como parte de esta postura, el psicoanálisis estadounidense fue resueltamente apolítico y acultural hasta mediados de los 90.  Cabe destacar aquí un cambio en la demografía de los psicoanalistas en las últimas tres décadas, marcado por la entrada en el campo de grupos más marginados socioeconómicamente: mujeres, no psiquiatras, personas de color, individuos de género no normativo e inmigrantes no europeos. No es de extrañar que en las últimas tres décadas la mayoría de los artículos psicoanalíticos sobre la clase social y los fundamentos socioeconómicos y políticos de la psique hayan sido escritos por mujeres, no psiquiatras o analistas de entornos socioeconómicos bajos. Además, las crecientes desigualdades económicas afectan a los analistas, que pueden sentirse presionados a cobrar honorarios más altos para poder ganarse la vida; esto puede haber contribuido al creciente interés psicoanalítico por escribir sobre la clase. En paralelo, y quizás no independientemente de este cambio demográfico, la teoría psicoanalítica ha evolucionado de la psicología unipersonal a la intersubjetividad, trayendo consigo una creciente apreciación del contexto social.

Nuestra ceguera psicoanalítica a la clase también es requerida por el "sueño americano". La jerarquía de clases y la desigualdad financiera desmienten el mito de que cualquiera puede trepar por la escalera de la riqueza en América. Reconocer y discutir la vergüenza y la culpa que pueden acompañar a la riqueza y a la movilidad ascendente supone el riesgo de hacer añicos otro aspecto del sueño: que la movilidad ascendente es un viaje libre de conflictos, aunque duro, con un final invariablemente feliz. Las observaciones clínicas que presentaré sugieren lo contrario y parecen hacerse eco de los informes clínicos de otros (Corpt, 2013; Holmes, 2006; Josephs, 2004; Layton, 2014; Ryan, 2006). Layton (2006) ha planteado que "el coste psíquico de la movilidad de clase podría ser una depresión crónica de bajo grado o una negación maníaca de la necesidad" (p. 63).

Contratransferencia y vergüenza de la riqueza

La incomodidad no reconocida con la clase puede interferir con nuestra capacidad como analistas para apreciar, y no digamos abordar, las experiencias de nuestros pacientes relacionadas con la clase, o los sentimientos, fantasías, inhibiciones y acciones que las acompañan. Esta incomodidad puede manifestarse en una gama de permutaciones contratransferenciales que van desde la ceguera total a la relación de nuestros pacientes con la clase social -con caminos en la mente del paciente que nunca se recorren- hasta actuaciones (enactments) destructivas de envidia, desprecio o idealización de la afiliación de clase de nuestros pacientes.

Los analistas que experimentan vergüenza de la riqueza pero no se han enfrentado a ella, o que desestiman como defensiva cualquier conversación sobre la desigualdad financiera, pueden abstenerse de reconocer la vergüenza de la riqueza en sus pacientes. Los que hemos crecido en familias de clase trabajadora o pobres podemos luchar contra la vergüenza de la pobreza y creer erróneamente que solo los pobres (o los ricos que han sido pobres) sienten vergüenza y, por lo tanto, podríamos desestimar la vergüenza de nuestros pacientes por ser ricos. Los analistas que trabajan con pacientes más ricos pueden idealizar, o sentir envidia o desprecio por el privilegio que acompaña a la riqueza (Wahl, 1974). Los analistas también pueden tener un sentimiento de orgullo vicario por tener pacientes más ricos, como si la riqueza de sus pacientes hiciera de alguna manera al paciente -y al analista- más importante. En su artículo sobre cómo la riqueza del paciente o del analista influye en la relación terapeuta-paciente, Josephs (2004) reúne el valor para compartir el hecho de sentirse "más parte de la élite al ser el analista de una persona con semejante pedigrí social" (p. 403).

Las contratransferencias de los analistas (a veces inconscientes) hacia el estatus de clase de sus pacientes pueden llevarlos a un comportamiento poco ético. Wahl (1974) describe sus encuentros con algunos colegas que violaron la confidencialidad de sus pacientes famosos presumiendo de ellos, evidentemente para experimentar la fama vicaria. Un antiguo colega buscó en Google a un paciente rico que estaba viendo en terapia por la curiosidad de estimar la riqueza de su paciente. Procedió a contarme con gran regocijo que la casa de su paciente, situada en un barrio caro, valía millones.

Aunque mi conciencia de clase fue anterior a mi formación psicoanalítica y a mi trabajo clínico, se profundizó cada vez que la clase surgía en el diálogo terapéutico. Sentía que cada vez que ayudaba a mis pacientes a ser más conscientes de su relación con la clase, y a afrontar su vergüenza por la riqueza y las defensas que la rodeaban, se desvelaba capa tras capa mi propia relación con la clase, y mis daños de clase. Esta revelación, a su vez, me ayudó a profundizar en mi trabajo con mis pacientes en torno a las cuestiones de clase. Para ilustrar mi punto de vista, compartiré un encuentro clínico con mi paciente Christopher, un próspero artista de casi 30 años. Christopher llevaba un estilo de vida de clase media-alta, gracias a un trabajo bien pagado y a una herencia. Durante su tratamiento tomé la decisión de dejar de trabajar con aseguradoras en mi consulta privada[2]. Cuando compartí con Christopher mi decisión de dejar de aceptar aseguradoras, que tendría efecto nueve meses después, me contestó: "Me enfada que no aceptes el seguro. Entiendo la razón y siento que ya tengo un buen acuerdo, pero aún así me siento enfadado y triste por el cambio. Tener que pensar en el dinero, en cómo y por qué lo uso, me produce sentimientos cargados". Sus sentimientos cargados estaban multideterminados; sentía un comprensible enfado por el hecho de que yo cambiara el "marco" y pusiera en primer plano la paradoja amor/dinero. ¿Lo quiero por su dinero? ¿Me estoy aprovechando de su riqueza? Mientras crecía, había escuchado a menudo advertencias sobre cosas así.

Un día Christopher vino a su sesión y me preguntó si me parecería bien que viniera una vez a la semana, en lugar de tres o cuatro veces, después de que yo dejara de aceptar su seguro; le preocupaba, dijo, no poder pagar. (Su aseguradora aun así le reembolsaría la mayor parte de mis honorarios). Le dije que trabajaría con él una vez a la semana si eso era lo que quería. Añadí que sería bueno que exploráramos cómo le iba este proceso. Esa noche tuve un sueño. En él, Christopher me relataba un intercambio de mensajes con su madre, en el que se mostraba sarcástico con ella. En el sueño me planteé el dilema de si debía sacar a relucir el sarcasmo de Christopher y explorarlo con él. Intenté llamarle la atención sobre su sarcasmo, pero se mostró despectivo y me sentí culpable por haber sacado el tema. Cuando se iba de mi consultorio, vi una sombra de algo que acechaba en el pasillo oscuro, pero no podía mencionárselo a Christopher porque me preocupaba que pensara que estaba diciendo algo loco . Después de que Christopher abandonara el pasillo, un desconocido entró en mi despacho e intentó matarme. Pude controlar al intruso mientras intentaba gritar pidiendo ayuda, pero me di cuenta de que Christopher estaba demasiado lejos y no podía oírme. Fin del sueño.

Tras reflexionar sobre mi sueño y mi última sesión con Christopher, me sentí sorprendida y frustrada conmigo misma por haber tratado su petición de forma tan concreta. ¿Qué estaba evitando al no explorar su decisión? Creo que el intruso de mi sueño representaba el resultado fatal de mi colusión con la evitación de Christopher, que amenazaba con "matar" mi función analítica y su tratamiento. Me di cuenta de que, al igual que Christopher, no quería afrontar mis conflictos sobre el dinero y la clase social en relación con su tratamiento. No quería ser percibida como avariciosa, despreocupada o explotadora de su riqueza[3]. Tampoco quería enfrentarme a la ira y el ataque de Christopher -su sarcasmo en el sueño- por mi decisión de no aceptar el seguro; me sentía ansiosa por mi deseo de aumentar mis ingresos y por tener que afrontar mi propia vergüenza/culpa por la movilidad ascendente. Aunque sentí alivio y alegría por la comodidad y las nuevas posibilidades que ofrecía la prosperidad económica, también me sentía culpable por dejar atrás a los pobres: parientes, amigos y vecinos que no tuvieron la suerte de hacer la transición ascendente. En el proceso de trabajar mi contratransferencia con Christopher y otros pacientes durante ese período en mi práctica privada, me di cuenta de que mi sorpresa inicial sobre la existencia de la vergüenza por la riqueza era en parte una defensa para no sentirla yo misma.

Cabe destacar aquí una fuerza cultural que contribuyó a mi ambivalencia respecto al dinero y al aumento de mis ingresos: la forma en que la cultura libanesa aborda los asuntos de dinero. He aquí un ejemplo. Digamos que consulto a un electricista para que haga un trabajo en mi casa. Cuando el trabajo está terminado, le pregunto al trabajador cuánto quiere que le pague. Puede que me diga "baddi salem- tek!", que significa "¡Quiero que tengas buena salud!". "No, en serio", le digo. Puede responder: "metel ma bitreedi", que significa "págame lo que quieras". "Bueno, eso está bien", digo yo, "pero deberías decirme tus honorarios". Él puede responder "mish baynetna", que significa "no voy a dejar que este asunto se interponga entre nosotros". Seguimos discutiendo hasta que él propone una cifra y partimos de ahí. Este ejemplo muestra, por un lado, un aspecto maravilloso de la cultura libanesa, que representa la prioridad de las relaciones, la generosidad y el arte de dar y recibir. Pero también revela un lado sombrío de la forma en que los libaneses manejan el dinero: las transacciones monetarias tienden a ser vagas y ambiguas. Esta falta de transparencia puede crear un espacio para la manipulación, la intimidación y la vergüenza respecto al dinero.

Después de seguir trabajando en mi sueño sobre Christopher y mi contratransferencia, decidí explorar con él por qué sentía que no podía permitirse venir con más frecuencia, a pesar de sus abundantes medios económicos. Le dije que seguir viéndonos tres o cuatro veces por semana sería crucial para explorar y gestionar su desesperación y tendencias suicidas recurrentes. Lo que surgió, cuando exploramos con más profundidad sus conflictos sobre el dinero y la riqueza fue, no solo la vergüenza por la riqueza, sino también la privación y las dificultades de apego que había experimentado en su familia de origen, ambas, paradójicamente, exacerbadas por su riqueza. Estos temas habían surgido en mis conversaciones con muchos de mis pacientes ricos, lo cual expongo a continuación.

La fenomenología de la vergüenza de la riqueza

Algunos de los adultos acomodados con los que he trabajado a lo largo de los años en psicoterapia y psicoanálisis procedían de familias con riqueza intergeneracional. Otros tenían padres procedentes de la clase media que habían creado (o aumentado) su riqueza gracias a sus carreras en medicina, derecho o el mundo empresarial. Unos pocos pacientes tenían padres que pasaron de la pobreza extrema a las listas del "uno por ciento". Otros pacientes habían pasado ellos mismos de la clase trabajadora a la clase media alta. A pesar de las similitudes en la experiencia de vergüenza de la riqueza de mis pacientes, las diferencias en sus antecedentes familiares de clase parecen haber particularizado su experiencia de vergüenza. Resaltaré estas diferencias cuando corresponda, aunque la vergüenza por la riqueza que describo aquí se refiere principalmente a los pacientes nacidos en la riqueza. La magnitud de su riqueza -las cifras exactas de los ingresos y activos anuales- a menudo no era revelada o era desconocida incluso por mis pacientes. Algunos estimaban que los bienes de sus familias eran millones; sin embargo, las cifras exactas seguían siendo esquivas. Este secretismo en torno a las cifras financieras, incluso entre los propios miembros de las familias ricas, es bastante común (O'Neill, 1997; Sherman, 2017).

Casi todos mis pacientes ricos, a pesar de sus antecedentes, tenían una relación incómoda con su riqueza. Esta incomodidad no siempre implicaba vergüenza respecto a la riqueza. Un paciente de unos cincuenta años disfrutaba conduciendo coches de lujo y vistiendo ropa cara. Me dijo que sin esta fachada de lujo, él "no valía nada". Aunque mi paciente no se sentía avergonzado respecto a su riqueza, sí se avergonzaba de la forma en que utilizaba la riqueza para encubrir sus intensos sentimientos de desvalorización.

Sin embargo, la mayoría de mis pacientes prósperos, en particular los estudiantes universitarios y los adultos jóvenes, luchaban contra una intensa vergüenza de su riqueza. Algunos de mis pacientes ocultaban su riqueza a sus compañeros y amigos. Evitaban cualquier mención de detalles de su historia personal que pudieran delatar la riqueza de su familia, como vivir en barrios caros, haber asistido a un colegio privado caro o tener padres con trabajos bien pagados (o padres con trabajos mal pagados que gracias a su herencia mantenían un estilo de vida de clase alta). Otros compraban su ropa en tiendas de segunda mano para pasar desapercibidos. Todos mis pacientes universitarios y adultos jóvenes ricos se sentían no merecedores de la riqueza de su familia porque no se la habían ganado ellos mismos, independientemente de si sus padres habían heredado su riqueza o la habían ganado ellos mismos mediante el trabajo duro.

Contextos socioeconómicos y culturales de la vergüenza de la riqueza

Como señalé al principio, la vergüenza de la riqueza contemporánea se ha desarrollado en el contexto del crecimiento exponencial de las disparidades económicas, a partir de los años 70 cuando los Estados Unidos adoptaron políticas neoliberales tales como la liberalización de los mercados[4]. El neoliberalismo[5] es una ideología que promueve el libre mercado y la libertad individual sin trabas. Su filosofía, basada en el darwinismo social, es dejar que los mercados sigan su curso sin regulación y que las personas utilicen estos mercados libremente. Esto garantiza que los individuos obtengan lo que "merecen" (Monbiot, 2016). Dicha ideología desestima la importancia del hecho de que el campo de juego no está nivelado. El éxito y el fracaso se consideran responsabilidad exclusiva del individuo. También se supone que el individuo se esfuerza en todo momento hacia la productividad, que se ve como la principal medida de valía. La expectativa de mi paciente Elizabeth de que cada minuto sea productivo es una ilustración de los principios neoliberales comunes en las familias contemporáneas de clases media y alta, aunque no exclusivo de ellas. En el neoliberalismo, los conceptos de interdependencia y comunidad no se tienen en cuenta o se consideran irrelevantes o como signos de debilidad, aunque la creación de redes es un elemento esencial en el emprendimiento neoliberal.

Fue durante la recesión de 2008 cuando los términos "vergüenza de la riqueza" y "vergüenza del lujo" empezaron a surgir en los medios de comunicación estadounidenses (y británicos), en medio de la creciente conciencia de la enorme disparidad entre ricos y pobres (Kirwan-Taylor, 2011; Llewellyn-Smith, 2013; Roberts, 2008)[6]. Un ejemplo lo encontramos en la sección de negocios de Newsweek a finales de noviembre de 2008. "En todos los estratos superiores de Estados Unidos, los ricos como [el multimillonario Michael] Hirtenstein están experimentando una emoción desconocida: la vergüenza del lujo. . . [Hirtenstein] dice. . . Podría bajar las escaleras ahora mismo y comprar un Ferrari. . . . Pero todos mis amigos están sufriendo. No tengo ganas de comprar juguetes al azar" (Roberts, 2008). Lo que Hirtenstein entendía por juguetes al azar era la compra de casas multimillonarias, que le gustaba coleccionar.

Los medios atribuyeron esta nueva tendencia de vergüenza de la riqueza a la recesión de 2008.  Sospecho que también hubo otros factores adicionales que activaron la vergüenza de la riqueza, especialmente entre los estudiantes universitarios ricos y los adultos jóvenes. Los dos factores que abordaré son el aislamiento de los estudiantes ricos en los campus universitarios y el activismo social.

En el pasado, los estudiantes adinerados estaban más aislados, rodeados principalmente de personas de origen similar; sin embargo, gracias a los préstamos y becas estudiantiles, los estudiantes adinerados comparten cada vez más la vida del campus en universidades prestigiosas con compañeros de clase media-baja y de clase trabajadora. Por ejemplo, varias universidades de la Ivy League empezaron a aplicar una política de "contribución familiar cero". Si un estudiante de una familia de bajos ingresos podía ingresar, la escuela pagaría la totalidad de la matrícula. Princeton adoptó esta política en 1998, Harvard en 2004 y Yale en 2005 (Foster, 2015). En su sitio web en febrero de 2018, Harvard afirmaba que el 20% de sus estudiantes procedían de hogares cuyos ingresos anuales totales eran inferiores a 65,000$. Las familias con este nivel de ingresos no tenían que pagar la matrícula, el alojamiento ni la comida. En la Brown University (2018) esta cifra era del 35% en el curso 2015-2016.

Dada la proximidad física de los estudiantes en el campus y en las aulas, los estudiantes acomodados están expuestos directamente a las enormes disparidades económicas entre ellos y sus compañeros menos afortunados. Esta es la realidad que descubrió mi paciente Elizabeth al entrar en la universidad.

Otro factor que conduce a la vergüenza de la riqueza podría ser el aumento del activismo social en los campus universitarios. En los años 60 y 70, el activismo universitario se centró en los derechos civiles y en la guerra de Vietnam. En gran parte del activismo de la época se incluyó una crítica al capitalismo. Sin embargo, la disparidad de la riqueza ha aumentado tanto en las últimas cuatro décadas que el activismo se ha centrado más en la estrecha relación entre Washington y Wall Street. El movimiento Occupy Wall Street de 2011 ejemplificó este cambio en el activismo. Algunos profesores universitarios han incorporado incluso el movimiento de activismo social centrado en la disparidad de la riqueza en sus planes de estudio, participando, por ejemplo, en seminarios del campus (Buckley, 2012). Si bien algunos de mis pacientes estudiantes ricos hablaron de las conversaciones en el campus y en los medios sociales como importantes para su despertar a la realidad socioeconómica, experimentaron algunas de las declaraciones hechas en estas conversaciones como vergonzantes y hostiles hacia ellos. Leían y escuchaban declaraciones que vilipendiaban a los estudiantes ricos como "mocosos ricos que siempre lo tuvieron fácil y nunca trabajaron en nada". Mis pacientes experimentaban este estereotipo como algo que los deshumanizaba y deslegitimaba su sufrimiento emocional. Una de mis pacientes ricas, Amanda, me dijo en una ocasión: "Pertenezco al uno por ciento, pero odio Wall Street. Los estudiantes activistas no entienden que no todos los niños ricos lo han tenido fácil", refiriéndose a su historia de privación emocional y a una larga lucha contra la ansiedad y la depresión severas. Amanda, como algunos de mis otros pacientes estudiantes ricos, se sentía atrapada. No quería ser una niña rica ciega a la difícil situación de los pobres, pero se sentía demasiado asustada para convertirse en activista y correr el riesgo, si hablaba honestamente de su origen, de ser percibida como una mocosa rica mimada. Su miedo y su vergüenza la aislaban de la política universitaria, a pesar de su interés por el activismo social.

La vergüenza de la riqueza como éticamente responsable

Muchos de los pacientes jóvenes adultos ricos que he visto a lo largo de los años eran como Elizabeth y Amanda. Hablaban de su conciencia de la injusticia social. Se negaron a seguir carreras lucrativas en las finanzas y el sector empresarial a pesar de las tentaciones financieras y, para algunos, a pesar de la presión familiar. Les dolía el hecho de que algunos niños, sin tener la culpa, nacieran en la pobreza y se vieran privados de oportunidades básicas para llevar una vida exitosa y cómoda. John Sedgwick (2008) lo conceptualizó acertadamente en Rich Kids, donde escribió: "Los niños ricos pronto reconocen la miserable verdad: para que ellos sean tan extraordinariamente ricos, otros deben ser pobres" (p. 106).

Silvan Tomkins y otros han conceptualizado la vergüenza como un afecto pro-social (Sedgwick y Frank, 1995). Por ejemplo, si por un momento en una relación tratamos al otro con crueldad o indiferencia, la vergüenza (como la culpa) surge como un afecto para inhibir el maltrato posterior para proteger la relación y ayudarnos a reparar el mal que hemos hecho. Conceptualizo algunos aspectos de la vergüenza de la riqueza como pro-sociaesl en este mismo sentido. Puede ser una respuesta ética a un sistema económico a menudo injusto que favorece a los ricos.

A diferencia de algunos psicoanalistas, pero de acuerdo con otros (por ejemplo, Aron y Starr, 2013), discuto la idea de que la vergüenza es una experiencia afectiva menos madura que la culpa. La investigación del desarrollo sugiere que tanto la vergüenza como la culpa tienen "su propia trayectoria evolutiva"; cada una tiene "formas evolutivas inferiores y superiores" (Aron y Starr, 2013, p. 61). La vergüenza no tiene que "madurar" hacia la culpa para ser reparadora. Michael Lewis, un investigador del desarrollo, describió elocuentemente el importante papel que asume la vergüenza en la responsabilidad moral: "No quiero vivir en una sociedad en la que la gente no se avergüence de las cosas que hace, porque la vergüenza asegura que la persona deje de hacer lo que se avergüenza de hacer -hay un colapso-, mientras que la culpa no [hace que la persona pare]" (Carveth et al., 2007). Mary Watkins (2018) distingue entre lo que ella denomina vergüenza "merecida" e "inmerecida":

experimentamos vergüenza inmerecida cuando otros nos tratan de forma vergonzosa e interiorizamos la vergüenza, como en las situaciones de violación y disminución racista [yo añadiría aquí la vergüenza que resulta de la intrusión parental, la humillación, el abandono emocional u otras formas de maltrato]. La vergüenza merecida... surge cuando tratamos a los demás con desprecio, violando nuestros propios estándares. La vergüenza merecida puede acumularse en un individuo y también en un grupo al que pertenezcamos. En este último caso, puede ser el inicio de un camino hacia el remordimiento y la reparación colectivos. (p. 26)

En el caso de mis pacientes ricos, la culpa suele ir unida a la vergüenza. Por ejemplo, una de mis pacientes, hija de padres inmigrantes de clase trabajadora, eligió utilizar sus ingresos disponibles para viajar por placer en lugar de ayudar a un hermano que tenía problemas económicos. Se sentía culpable por esta decisión, pero también avergonzada por su deseo de más comodidad y lujo en su vida, por ser "codiciosa" en lugar de "generosa". La generosidad con la familia y los amigos necesitados era muy valorada en su comunidad de inmigrantes. El mandato interiorizado de ser generosa era conflictivo para mi paciente, ya que la llevaba a desafiarlo y a sentir culpa y vergüenza por haberlo hecho. Además, los que nacen en la riqueza tienden a experimentar la riqueza como una marca de nacimiento estigmatizante. En The Golden Ghetto, Jessie O'Neill (1997), nieta de Charles Wilson, antiguo presidente de General Motors y Secretario de Defensa en la administración Eisenhower, describe sus propias experiencias con la vergüenza de la riqueza y la confluencia de culpa y vergüenza: "El heredero no ha 'hecho' nada, y por tanto no hay absolución. Su único delito es el de existir" (p. 143).

Vergüenza de la riqueza como masoquismo moral

Sin embargo, sería simplista e inexacto pensar en la vergüenza de la riqueza solo como una respuesta ética a la injusticia social de la desigualdad económica. A veces, la vergüenza de la riqueza de mis pacientes era una consecuencia de un patrón de vergüenza generalizado y de un superyó extremadamente duro. Mis pacientes se avergonzaban de su riqueza porque creían que no se merecían nada, y punto.

Creían que no merecían amor, atención o dinero, y mucho menos riqueza. Uno de mis pacientes ricos se describía a menudo como "basura". Curiosamente, esto recuerda al término peyorativo "basura blanca", aplicado a los blancos pobres. En este patrón de vergüenza generalizada, la riqueza puede convertirse en la percha en la que descansa la vergüenza, como ocurría a menudo con Elizabeth.

Algunos de los determinantes de la vergüenza generalizada en mis pacientes ricos eran similares a los que conducían a la vergüenza en mis pacientes con menos riqueza. Algunos de mis pacientes, por ejemplo, tenían padres emocionalmente inaccesibles que a su vez habían sufrido privaciones y traumas emocionales. Pero la vergüenza generalizada estaba con frecuencia directamente asociada a la riqueza.

La paradoja del privilegio: el self dual

Lo que se ha llamado la "paradoja del privilegio" se refiere a un aspecto de la vergüenza que se experimenta en el contexto de la riqueza: cómo los individuos adinerados sienten que sería inapropiado tener necesidades relacionales o sentir emociones negativas cuando se les ha proporcionado tanto privilegio (Duffell, 2000). En mi experiencia clínica, los ricos a menudo concluyen que algo debe estar realmente mal en ellos si sienten necesidades emocionales. Deben ser desagradecidos y malos. Algunos de mis pacientes adinerados se sentían avergonzados por estar en terapia porque creían que no tenían derecho a sufrir dados todos los recursos materiales que poseían sus familias.

Pertenecer a una clase privilegiada y no sentirse significativo uno mismo puede crear una dolorosa dicotomía self verdadero / self falso (Neil Altman, comunicación personal, febrero de 2018). Algunos de mis pacientes sentían que las clases particulares que habían recibido mientras estaban en la escuela -no por problemas de aprendizaje, sino para mejorar sus calificaciones y los resultados del examen SAT con el fin de entrar en las universidades de élite- y las prácticas y los trabajos que perseguían, gracias a los contactos de sus padres, hacían que sus logros parecieran fraudulentos y creaban una sensación de sí mismos como fraudulentos. John Sedgwick (1985), un escritor nacido en la riqueza, se pregunta: "Aun así, la pregunta persiste: ¿cuánto de mí es mi dinero y cuánto de mí soy yo?" (p. 18).

La capacidad de acción de un niño también puede verse afectada cuando unos padres bienintencionados utilizan sus contactos o sus recursos económicos para sacar a su hijo de los problemas o para solucionar rápidamente un conflicto del niño sin darle la oportunidad de descubrir y resolver la situación de forma independiente. Amanda, una estudiante universitaria rica de veintidós años, había luchado con sentimientos persistentes de vacío y fraude.  A medida que explorábamos estos sentimientos, surgía un recuerdo en particular. A los veinte años, Amanda había llegado tarde a una entrevista de prácticas porque se había quedado dormida. La entrevista se canceló y se le pidió a Amanda que la dejara para otro día. Mientras esperaba a que la secretaria reprogramara la entrevista, Amanda envió un mensaje de texto a sus padres para comunicarles lo sucedido. Sin decirle nada, sus padres utilizaron inmediatamente sus contactos y le consiguieron una entrevista ese mismo día con el mismo miembro del personal que había cancelado la entrevista. Aunque se sintió aliviada por no tener que reprogramar la entrevista, Amanda se sintió enfadada con sus padres por haber secuestrado su sentido de la responsabilidad. Amanda me contó esta historia varias veces. Durante la segunda repetición, me sorprendió darme cuenta de que había olvidado muchos de los detalles de la primera narración. Este tipo de olvido no es habitual en mí. Entonces me di cuenta de que había sentido desprecio por su preocupación, pensando: "¿Acaso no sabe lo agobiante que puede ser la vida sin recursos ni contactos?". Empecé a preguntarme si mi envidia de los recursos de su familia había interferido en mi capacidad para recordar esta historia. Mi envidia, hasta ahora inconsciente, me impedía empatizar con su deseo de reivindicar su autonomía y su enfado cuando ese deseo era negado inadvertidamente por unos padres sobreprotectores. Solo después de que Amanda repitiera la historia, y después de que me diera cuenta de mi envidia, pudimos reflexionar profundamente no solo sobre su enfado sino también sobre su creencia de que era incompetente. La rápida intervención de sus padres significaba para ella que no creían que pudiera arreglárselas sola y que ella también debía dudar de su capacidad para hacerlo.

Vergüenza de clase en la movilidad ascendente

Los sentimientos de fraude de los nacidos en la riqueza parecen recordar, aunque de forma diferente, a los sentimientos expresados por mis pacientes de movilidad ascendente procedentes de entornos pobres o de clase trabajadora. Mientras que mis pacientes nacidos en la riqueza sentían que sus logros culturales -el éxito en el trabajo o en el mundo académico- ocultaban un vacío interior, algunos de mis pacientes profesionales con movilidad ascendente procedentes de entornos pobres o de clase trabajadora describían que se sentían fraudulentos por carecer de la base cultural -o de los gustos culturales- de una educación de clase media o alta. Su recién adquirido estatus de clase alta les parecía ilegítimo. Los pacientes ricos de origen pobre pueden luchar contra la doble vergüenza de la pobreza y la riqueza. Una de mis pacientes, Dorothy, una abogada de éxito que nació pobre, tenía sueños recurrentes en los que intentaba inscribirse en la escuela primaria como adulta, como si tratara de construir una base educativa que sentía que le faltaba.

Esta sensación de "carencia", fuente de considerable vergüenza en Dorothy, me resultaba, por supuesto, familiar. Durante algunos años, tuve un sueño recurrente en el que visitaba uno de los antiguos barrios de mi infancia en busca de una chica llamada Rita. En realidad, Rita era una de mis mejores amigas de la infancia y vivía al otro lado de la calle. Aunque era inteligente y vibrante, a Rita no le había ido bien académicamente. Ante la falta de recursos en su mediocre escuela y su familia de clase trabajadora, abandonó los estudios. Cuando me aceptaron en la facultad de medicina, a los veinte años, Rita trabajaba en una pequeña tienda de ropa y estaba prometida con un hombre que trabajaba en una fábrica local. La Rita que buscaba en mis sueños era la amiga que había dejado atrás en la pobreza y que no podía utilizar el billete de la educación para salir. También creo que Rita era mi yo más joven, el self empobrecido y "deseducado" que había dejado atrás, disociado y vergonzante hasta que estuve dispuesta a ir a buscarla, afrontar mi vergüenza por ella y reclamarla. De forma similar, sentía que mi paciente Dorothy tenía que enfrentarse a su vergüenza por su propia "Rita no educada". Su intento desesperado de matricularse en una escuela primaria era un intento de deshacer su vergüenza: si tan solo pudiera recibir una "buena educación" no se sentiría tan avergonzada. Tras años de trabajar juntas en su vergüenza, nombrándola y desafiándola, Dorothy tuvo un sueño en el que volvía a intentar apuntarse a una buena escuela primaria; pero tenía una epifanía (en el sueño) de que ella no necesitaba ir a la escuela primaria: ya era abogada y ya había aprobado el examen de abogacía. Esto marcó el fin de los sueños de Dorothy sobre la escuela primaria.

Vergüenza, “dinero viejo” y deprivación emocional

Los pacientes adinerados -en particular los que provienen de "dinero viejo" con una tradición de asignar el cuidado de los niños principalmente a las niñeras- pueden asociar la riqueza con la privación emocional. "El dinero permitió a mi madre y a mi padre 'comprar' la crianza de los hijos", escribe O'Neill (1997), "dejándome... abandonado al 'cuidado' de una serie de sirvientes con poco más allá de un cheque invertido en nuestra relación" (p. 9). Otra fuente de privación emocional que experimentaron algunos de mis pacientes, en el contexto de su riqueza, fue el hecho de ser enviados a un internado en contra de sus deseos -para mantener una larga tradición familiar-, lo que les hizo creer que sus anhelos de intimidad estaban prohibidos y, por tanto, eran vergonzantes. La riqueza se convertía así, según mis pacientes, en el símbolo de una realidad familiar vergonzante, una realidad vacía de emociones y de amor. Uno de mis pacientes adultos fue dejado de pequeño al cuidado de una niñera mientras sus padres se iban de safari a África durante tres meses. El paciente de una colega habló de la tradición familiar de que los niños se quedaran con sus niñeras en un piso diferente de la casa cuando los padres necesitaban relajarse después del trabajo. Una amiga habló de sus padres, que viajaban en primera clase en los aviones mientras los niños se quedaban con la niñera en clase económica. Era como si las disparidades económicas del mundo exterior se reprodujeran en el hogar. Los niños eran tratados como si pertenecieran a una clase inferior.

Vergüenza generalizada en herederos de primera generación

La primera generación de herederos parecería tener una dinámica diferente. Son los hijos del progenitor fundador, generalmente el padre, que había dado el salto de la pobreza a la riqueza. Estos padres parecían muy inteligentes, extremadamente ambiciosos, bien disciplinados y trabajadores. Mis pacientes cuyos padres habían dado ese salto se sentían inmensamente inadecuados en su búsqueda de una carrera y una vida que pudieran reclamar como propia. La sombra de su figura paterna, enorme, era demasiado obsesionante como para permitir que cualquier éxito fuera importante.

Juliette, una inteligente licenciada en Yale de unos cuarenta años, había vagado la mayor parte de su vida adulta entre diferentes carreras, como profesora de música, escritora y artista. A pesar de su éxito en estas carreras, Juliette se consideraba un fracaso. Para ella solo había un modelo de éxito: el duro viaje de su padre desde la pobreza extrema hasta las filas del 1%, dirigiendo una de las empresas tecnológicas más exitosas de la época. El padre de Juliette le había hecho saber que esperaba que se convirtiera en un premio Nobel o en una astronauta famosa. Esto le había dejado la sensación de que lo que más importaba en la vida era el rendimiento perfecto y que su esencia no era importante y, por tanto, era algo vergonzoso. Esta expectativa de que el hijo debe igualar o superar los logros del padre fundador puede no ser comunicada tan explícitamente como en el caso de Juliette; sin embargo, el hijo puede seguir sintiendo el gran peso de unas expectativas comparables.

La vergüenza de la riqueza como una herencia emocional

Merece la pena mencionar aquí que casi todos los padres de mis pacientes ricos parecían haber experimentado ellos mismos vergüenza por su riqueza, tanto si la habían heredado como si la habían amasado ellos mismos. Podría decirse que mis pacientes no solo heredaron la riqueza de sus padres, sino también su vergüenza por ella. Una viñeta clínica ilustra mi observación.

Oliver, un hombre de veinticinco años con riqueza intergeneracional, había luchado con una intensa vergüenza por su riqueza, especialmente por gastar su fondo fiduciario, incluso para las necesidades básicas de autocuidado. Mientras explorábamos su vergüenza de la riqueza, Oliver recordó que hablar de dinero, fondos fiduciarios o herencia era un tabú en su familia. Tenía muchos recuerdos del enfado o la evitación de sus padres cada vez que surgía el tema. La madre de Oliver había crecido en medio de un lujo extremo y una privación emocional igualmente extrema. Perdió a ambos padres en un accidente de coche cuando tenía poco más de treinta años, lo que le dejó una gran herencia. Oliver era entonces un niño pequeño. Fue entonces cuando su madre estableció un fondo fiduciario para él. Durante nuestras sesiones, cuando exploramos la dinámica familiar en torno a la riqueza y la herencia, Oliver pudo sentir de repente la ambivalencia de su madre respecto a su herencia; su vergüenza por beneficiarse de la trágica muerte de sus padres y su vergüenza por utilizar su dinero después de haber sufrido emocionalmente a manos de ellos. Más tarde, su madre le dijo que también sentía tristeza y rabia por la herencia: tristeza por haber perdido a sus padres y rabia por cómo la riqueza material había sustituido al amor mientras ella crecía.

La vergüenza de la riqueza como defensa

Hasta ahora he descrito la fenomenología y la dinámica de la vergüenza de la riqueza como un afecto primario, que refleja la responsabilidad moral o el masoquismo moral. En mi experiencia clínica, la vergüenza de la riqueza también parece funcionar a veces como una defensa contra otros sentimientos considerados más peligrosos por el individuo.

Anteriormente describí mi encuentro con Elizabeth, en el que surgió que su vergüenza de la riqueza servía como defensa contra el sentimiento de placer y orgullo. Esta necesidad de defenderse del placer está a menudo sobredeterminada: por ejemplo, uno puede sentirse indigno e identificarse con las normas culturales y familiares que enfatizan lo que yo llamo "placer ganado" -disfrute permitido solo después de un día productivo, una actividad con propósito, o un rendimiento perfecto- en lugar de los placeres ordinarios de descansar, pasear, comer una comida rica, reunirse con amigos, etc.

El miedo a ser envidiado surgió a veces durante mis exploraciones de la vergüenza de la riqueza. Por ejemplo, Oliver se sentía avergonzado por pagar la terapia a pesar de sus abundantes recursos financieros. Cuando exploramos su vergüenza, resultó que temía que sus amigos descubrieran que estaba pagando la terapia de su bolsillo. Le aterrorizaba su potencial envidia. Para Oliver, la envidia implicaba la amenaza de ser atacado por el otro envidioso. Por lo tanto, consideraba más seguro sentirse avergonzado por la riqueza que reconocer la posible envidia y el juicio negativo de los demás. ¿Qué hay que envidiar si es vergonzoso, y no divertido, ser rico?

Otra función defensiva de la vergüenza de la riqueza, que puede llevar años identificar, es ocultar los sentimientos de superioridad. Consideramos que la vergüenza es el reverso del narcisismo, pero la grandiosidad, o el miedo a la grandiosidad, también puede presentarse como el reverso de la vergüenza, perpetuando un círculo vicioso de superioridad y vergüenza. Algunos de mis pacientes ricos se sentían al mismo tiempo avergonzados de su riqueza y especiales por ella. Disfrutaban de un trato especial en los clubes de campo y en los centros turísticos más caros. Comprendían y apreciaban el poder del dinero.

Janet, una profesora universitaria de treinta y pocos años, con una riqueza transgeneracional, se quejó en una de sus sesiones de los "limitados conocimientos" de su marido. Janet procedió a explicar por qué se sentía mejor que su marido, cómo siempre había considerado que las personas de clase alta como ella eran superiores por su alta educación, su etiqueta social y sus buenos modales en la mesa. Esto recordaba la afirmación de Coco Chanel de que el lujo no es lo contrario de la pobreza; es "lo contrario de la vulgaridad" (citado en Roberts, 2008).

La declaración de Janet me sorprendió. También la sorprendió a ella. Pronto confesó sentirse avergonzada por ello. Janet era una mujer compasiva que a menudo había expresado su malestar, incluso su vergüenza, por pertenecer a la clase alta, que ella consideraba esnob y ajena a las disparidades económicas. Además, el marido de Janet era inteligente y estaba bien educado, según ella, y sus padres eran abogados de éxito. Mientras Janet hablaba de su sentido de superioridad, noté que me encogía, sintiendo repulsión. Pensé que mi reacción tenía que ver con mi vergüenza, recordando cómo solía sentirme, tal vez todavía en ese momento, avergonzada por mi "falta de educación". Tampoco estaba segura de si cumpliría las expectativas de Janet en cuanto a la etiqueta en la mesa. Me daba pena su marido. Solo cuando terminó la sesión se me ocurrió que mi sensación de repulsión también podía deberse a que me veía a mí misma en Janet: en ocasiones yo también me sentía (vergonzosamente) juzgando a las personas de clase baja que no seguían lo que yo consideraba la etiqueta social adecuada y cómo mi juicio sobre ellos era una defensa contra mi propia vergüenza de la pobreza.

Sentada con Janet en ese momento, lo único que pude hacer en medio de mi sentimiento de vergüenza y repulsión fue invocar mi curiosidad, invitando a Janet a explorar conmigo su sentimiento de superioridad. Empezó a escuchar ecos del frecuente desprecio de sus padres hacia los inmigrantes y los de clase baja. Un recuerdo en particular se destacó para ella. Recordó cómo sus padres daban largos rodeos para evitar conducir por los barrios obreros de la ciudad en la que creció. También le habían enseñado que incluso la gente como su marido, que tenía una buena posición económica pero no procedía de familias ricas, no eran sus iguales. Janet desestimó mi intento de explorar las posibles implicaciones de la transferencia (por ejemplo, mi condición de inmigrante y el desprecio de sus padres hacia los inmigrantes). Un momento después en la sesión, Janet se dio cuenta de cómo la riqueza también le proporcionaba seguridad emocional, algo a lo que podía recurrir cuando se sentía inadecuada con respecto a sí misma, cosa que sentía a menudo (aquí radicaba su vergüenza subyacente, que me hizo sentir antes en la sesión). Me dijo que al menos podía sentirse superior a otras personas por su riqueza. Joanna Ryan (2006) señala de forma similar cómo los individuos de clase media y alta "utilizan... la clase como defensa, para crear una ilusión de superioridad y falsa confianza, ahuyentando los miedos al fracaso y a la inadecuación" (p. 60) y creando un campo de inferioridad/superioridad y desprecio en la transferencia-contratransferencia. Mi dificultad con la condescendencia de Janet parece recordar las luchas contratransferenciales que Janice Lieberman (2012) describe en sus encuentros con pacientes ricos en los que predominan la envidia y la codicia mientras que la vergüenza y la culpa son inexistentes o quizás inconscientes (Blum, 2012).

Vergüenza de la riqueza, autoestima y desigualdad económica

Sin embargo, la confianza de Janet en su riqueza para sentirse bien consigo misma, a pesar de sus recelos sobre la desigualdad económica, se convirtió en otra fuente de vergüenza. Esto refleja la observación de Neil Altman de que los liberales adinerados se sienten culpables no solo por "tener demasiado", sino más bien porque "no quieren" renunciar a lo que tienen (Altman et al., 2006, p. 175). Del mismo modo, Andrew Samuels (2001) organizó talleres en los que exploró los sentimientos de los participantes sobre el dinero y la desigualdad de la riqueza. Observa cómo los participantes expresaban su preocupación por la desigualdad y, al mismo tiempo, no querían renunciar a su riqueza, señalando que "es muy difícil para las personas bienintencionadas admitir abiertamente cuánto aman la desigualdad de la riqueza" (p. 153). Añade que este amor por la desigualdad puede rozar en ocasiones el sadismo. Por ejemplo, en una de las actividades del taller, Samuels pidió a los participantes que hablaran de la cosa más vergonzosa que harían si tuvieran mucho dinero. "Un profesor de filosofía de un taller de Estados Unidos dijo lo siguiente: 'Bueno, si tuviera fondos ilimitados, compraría miles de acres de terreno para esquiar en Aspen y lo vallaría para que nadie pudiera utilizarlo. . . . Y contrataría al Cuerpo de Marines de EE.UU. para que ametrallara a cualquiera que se acercara". Rompió a llorar y nos habló de su padre magnate y de la relación que había tenido con él, etc." (pp. 155-156).

Este conflicto entre el interés propio y el sentido de la responsabilidad ética hacia el bien común está bien descrito por Josephs (2004). Describe a sus pacientes de entornos adinerados que defendieron ideales progresistas e igualitarios en su juventud y siguieron carreras exitosas en las profesiones de ayuda, lo que les aseguró una vida modesta de clase media, significativamente menos acomodada que el entorno en el que crecieron. En la madurez, a menudo se autocritican por no haber seguido carreras más lucrativas como las finanzas o el derecho corporativo, como hicieron sus compañeros. "Así, su autoestima era rehén de un estándar normativo de riqueza que los avergonzaba por sus estilos de vida materialmente modestos y su autocondena por su anhelo frustrado pero prohibido de 'venderse' para obtener una mayor riqueza material" (p. 397). No está claro si los pacientes de Josephs deseaban más dinero o solo sentían que debían desearlo y hacerlo para satisfacer las expectativas de sus padres y de la sociedad sobre ellos, o anhelaban la riqueza material como compensación por la baja autoestima subyacente, como hacía Janet.

El conflicto de Janet, y el de los pacientes de Josephs, sobre renunciar a los privilegios podría representar un comprensible deseo humano de belleza y comodidad: ¿quién no desea una casa bonita y unas vacaciones relajantes? Sin embargo, estos conflictos también subrayan un importante sello cultural en las sociedades capitalistas, especialmente neoliberales, en las que la autoestima tiende a estar regulada de forma significativa por la riqueza. Layton (2014) describe bien la experiencia de algunos de mis pacientes adinerados cuyas "demandas de trato especial . . enmascaran anhelos de sentirse valorados como algo más que una inversión de rentabilidad futura [basada en su conciencia de haber sido amados no solo por lo que son sino por el rendimiento que pueden aportar a la inversión de sus padres en ellos], algo más que un homo emprendedor" (p. 471). Hay psicoanalistas que justifican el elevado gasto del tratamiento psicoanalítico presentándolo como una inversión financiera: al atenuar sus neurosis, los pacientes tienen más éxito y ganarán más dinero. De hecho, Freud (1913) sostiene que los pacientes de la clase media "han hecho un buen negocio" cuando siguen el tratamiento psicoanalítico debido al "aumento de la eficiencia y la capacidad de ganar dinero que resulta de un análisis completado con éxito"; por lo tanto, argumenta además, el gasto de su tratamiento sería "excesivo solo en apariencia" (p. 133). Aunque esto puede resultar cierto, mi objetivo aquí es destacar esta tendencia de la sociedad capitalista a medir el valor de las personas por su "capacidad de ganar dinero".

Implicaciones clínicas

Cuando nos sentamos con nuestros pacientes, ¿cómo escuchamos las referencias a la injusticia social o a la desigualdad de la riqueza cuyas reverberaciones se experimentan a través de la división socioeconómica? No escuchamos declaraciones que, consciente o inconscientemente, no queremos escuchar. Como espero haber demostrado, la clase social y la desigualdad financiera plantean cuestiones incómodas que todos, analistas y pacientes por igual, preferiríamos mantener ocultas. Creo que no hay atajos para intentar abrirnos a las ansiedades, la tristeza y tal vez la desesperación inherentes a la desagradable realidad de la desigualdad. Sin embargo, estos sentimientos podrían ser más soportables si no se sufrieran en solitario, sino que se compartieran con los colegas de la comunidad psicoanalítica más amplia, especialmente si esa comunidad se tomara en serio el papel de la clase social en el desarrollo y el tratamiento psicoanalítico.

Las historias de mis pacientes acomodados a menudo no son tan diferentes de las de mis pacientes pobres o que pertenecen a la clase trabajadora. Al mismo tiempo, al final del día, los ricos se van a casa con comodidad material, mientras que los pobres a menudo se van a casa con importantes privaciones materiales. Por otra parte, las personas acomodadas tienen los recursos necesarios para buscar psicoterapia y trabajar en su vergüenza. Las probabilidades en contra de que los individuos pobres y de clase trabajadora puedan hacerlo son tremendas. El psicoanálisis, un tratamiento caro, es un claro ejemplo de esta cuestión.

Se puede considerar que el reconocimiento psicoanalítico, y más aún la discusión, de la desigualdad económica, más allá de su simbolismo intrapsíquico e interpersonal, invita a lo político a la consulta. Esta invitación ha generado debates en los círculos psicoanalíticos. Algunos han expresado una legítima preocupación sobre cómo esto puede impactar en la neutralidad o inmiscuirse en el paciente o convertir la psicoterapia en un encuentro didáctico, vergonzante o impulsado por el superyó (para una revisión exhaustiva de estos debates, véase Aibel, 2018). Layton hace una fuerte declaración a favor de incluir cuestiones sociopolíticas en el tratamiento psicoanalítico: "Si parte de mi trabajo es atender al desarrollo [de mi paciente] como ciudadana que reconoce su implicación en el sufrimiento de los demás, ... entonces necesito escuchar cuidadosamente los momentos en los que el conflicto [es decir, del self como autónomamente suficiente frente al self como interdependientemente incrustado en la sociedad] emerge y podría explorarse más" (citado en Aibel, 2018, p. 77). En una línea similar, Hanna Segal (1995) refuta las acusaciones de evitar la neutralidad cuando abordamos las injusticias sociopolíticas. Nos previene de no confundir la neutralidad con "estar castrado": los psicoanalistas, argumenta, "tenemos derecho, y de hecho estamos éticamente comprometidos, a dar a conocer nuestras opiniones sobre los peligros [sociopolíticos] que prevemos" (p. 204). No me queda claro si Segal dio a conocer sus puntos de vista dentro de la consulta o solo en sus escritos y presentaciones con colegas.

Propongo que es ética y clínicamente importante que al encontrarnos con la vergüenza de la riqueza en nuestras consultas despatologicemos y honremos los aspectos de esa vergüenza que mantienen la responsabilidad moral. Debido a la conceptualización general que nuestro campo hace de la vergüenza como algo "patológico" (Carveth et al., 2007), los terapeutas pueden abordar la vergüenza de la riqueza como algo que hay que superar o desafiar, en lugar de apropiarse de ella, afrontarla y utilizarla como brújula moral. Por ejemplo, una nueva oleada de "terapeutas del dinero" o "terapeutas de la riqueza" acompañó el auge de los jóvenes profesionales que hicieron un movimiento repentino hacia la riqueza extrema a partir del boom tecnológico de Silicon Valley o del sector financiero. El documental de la BBC Affluenza (2000) de Riete Oord presentaba a estos "terapeutas del dinero" ayudando a sus pacientes a "superar el sentimiento de culpa" por su repentina riqueza. Superar la culpa y la vergüenza puede implicar volverse insensible a ellas, como al desafiar las suposiciones "defectuosas" preexistentes sobre la riqueza. Algunos de estos terapeutas advierten a los individuos adinerados que no utilicen la culpa y la vergüenza para guiar sus decisiones sobre la filantropía (O'Neill, 1997, p. 144).

Al pensar en los aspectos éticos versus los "patológicos" de la vergüenza, puede resultar útil aplicar la distinción de Watkins entre vergüenza "merecida" e "inmerecida". Lo que en realidad es necesario desafiar son aquellos aspectos de la vergüenza de la riqueza relacionados con la vergüenza inmerecida por las necesidades emocionales y relacionales: la necesidad de ser escuchado, visto y amado y el derecho a una vida buena y disfrutable vivida con dignidad no supeditada a los logros o la productividad. Lo que también necesita ser desafiado son las defensas maníacas que nuestros pacientes pueden utilizar para protegerse de sentir sus necesidades -la negación de la dependencia, la omnipotencia de la autosuficiencia- y la crueldad con la que pueden tratarse a sí mismos si sus necesidades se filtran a través de estas defensas (Peltz 2006). Reconocer u honrar el aspecto merecido, o ético, de la vergüenza de la riqueza implica enfrentarse a ella, lo que significa reclamarla, hablar de ella y desafiar su tendencia a arrastrarnos a nuestras crisálidas. También implica explorar con nuestros pacientes lo que podrían querer hacer con sus preocupaciones éticas sobre la disparidad económica, cómo podrían haber imaginado utilizarla como señal o brújula para acciones socialmente responsables, como señalé brevemente en mi discusión sobre Elizabeth (ver también ilustraciones detalladas de tales discusiones en Hollander y Gutwill, 2006).

Es importante señalar que la vergüenza, merecida o inmerecida, puede resultar demasiado dolorosa para admitirla incluso ante nosotros mismos. Colectiva o individualmente, a menudo erigimos muros protectores para no sentirla. Mientras que mis pacientes fueron capaces de hablar de su vergüenza de la riqueza, muchos de los participantes acomodados que Sherman (2017) entrevistó para su estudio sociológico sobre la riqueza se sintieron incómodos admitiendo, o hablando, de su vergüenza y culpa. Algunos de ellos incluso se identificaron como de "clase media" o simplemente "en el medio" (pp. 30, 34) para negar por completo su riqueza y su culpa por ella. Una entrevistada, por ejemplo, con unos ingresos anuales de 2,5 millones de dólares, una casa en los Hamptons y un hijo en un colegio privado de Manhattan, no se consideraba rica porque, a diferencia de lo que ella consideraba, sus amigos verdaderamente ricos no viajaba en jets privados (Sherman, 2017). En sus esfuerzos por evitar su vergüenza, las personas ricas pueden aislarse en comunidades cerradas y asociarse solo con otras de estatus socioeconómico similar. Segal (1995) habla de otra defensa colectiva que los ricos pueden utilizar contra su "culpa por [su] codicia o ambición destructiva" (p. 195): cómo podrían proyectar su culpa y destructividad en los pobres, "creando un monstruo rojo del comunismo o el monstruo negro y rojo entre las poblaciones de color deprimidas" (p. 195). Esta proyección de la culpa también podría explicar la tendencia a culpar a los pobres de su pobreza. La naturaleza de la vergüenza y las defensas sociales que construimos contra ella -represión, negación y proyección- hacen difícil mantener debates comunitarios honestos sobre la desigualdad económica.

Por último, subrayaría que honrar el aspecto merecido de la vergüenza de la riqueza no es equivalente al avergonzamiento intencional, una herramienta sociopolítica tan común hoy en día. El avergonzamiento intencional, aunque comprensible, tiende a excluir la curiosidad, el aprendizaje y la creación de un espacio para el crecimiento. Watkins (2018) nos invita a preguntarnos: "¿Cuándo [el avergonzamiento] traerá consigo los objetivos deseados, y cuándo será destructivamente contraproducente?" (p. 33). He estado en servidores de listas psicoanalíticas y grupos de discusión (en línea y en persona) en los que algunos miembros se encargan de controlar a los participantes a través de insultos y cosas por el estilo cuando los participantes podrían haber presentado una perspectiva novedosa en un debate, cometido un simple error o revelado un punto ciego, y ¿quién de nosotros está libre de puntos ciegos racistas, sexistas, clasistas u otros prejuicios? Es importante invitar a los participantes cuyas palabras revelan un punto ciego a reflexionar sobre su falta de conciencia de los prejuicios o privilegios. Sin embargo, avergonzar o moralizar intencionadamente al participante casi siempre impide el diálogo. Pero incluso cuando desafiamos esas tácticas de avergonzamiento, necesitamos admitir y afrontar la vergüenza que evocan, para que continúen las conversaciones sobre la desigualdad y la injusticia social.

Escribir sobre la clase

Me gustaría compartir aquí mi experiencia al escribir este artículo, ya que la ambivalencia y los sentimientos cargados que rodean las discusiones de clase estaban en cierta medida presentes en mí mientras escribía. Pensé mucho en si iba a revelar mi historia de clase y en qué medida. Las particularidades de mi posición y experiencia de clase -que he esbozado más arriba- son importantes. Decir simplemente que procedo de una familia de bajos ingresos, de clase trabajadora o de clase media baja con medios económicos fluctuantes habría sido insuficiente para situar mi experiencia. Al mismo tiempo, ¿cuánto debo revelar sin convertir este artículo en un ensayo autobiográfico? Mi sensación de libertad en cuanto a revelar mis orígenes de clase no se ha visto ampliada por el enfoque de la comunidad psicoanalítica sobre la clase y el dinero. Hace años, por ejemplo, participé en una discusión de grupo sobre un artículo psicoanalítico en el que la autora, una psicoanalista de clase trabajadora, exploraba el papel que la clase socioeconómica desempeñaba en la formación de su identidad psicoanalítica.  Escribió que dentro de la comunidad psicoanalítica había experimentado una minimización de la importancia de la clase y la desigualdad económica y una actitud condescendiente hacia la clase trabajadora y los pobres. Me gustó su artículo y admiré la valentía y la atención de la autora al explorar estas cuestiones. Sin embargo, durante el debate en grupo, un participante comentó que las observaciones de la autora no debían considerarse "objetivas" porque podrían haberse originado en su vergüenza por sus orígenes de clase trabajadora y su envidia de los más privilegiados. Al escribir este artículo, me pregunté si, al revelar que yo había lidiado con la pobreza, los lectores también desestimarían mis observaciones sobre la vergüenza de la riqueza. ¿Es necesario que estas observaciones provengan de un analista con un entorno privilegiado para que se tomen en serio? De hecho, las presentaciones que he hecho utilizando parte del material que se incluye aquí han suscitado comentarios vergonzantes que desestiman su validez "objetiva". Recientemente, una analista veterana me contó que sus colegas de su generación, procedentes de familias de clase trabajadora, a menudo no se sentían cómodos hablando de sus orígenes de clase hasta después de haberse jubilado. Elizabeth Corpt (2013) afirma de forma similar que conoce a analistas que tienen dificultades para revelar su historia de clase trabajadora.

En el proceso de escribir, me he preguntado cómo se sentirían mis pacientes si leyeran mi artículo. Algunos de ellos, como es habitual hoy en día, me han investigado en Internet (antes o durante su terapia) y han dado con una determinada publicación mía. ¿Su lectura colapsaría o ampliaría el espacio terapéutico? Por ejemplo, ¿haría que un paciente adinerado se sintiera más o menos cómodo hablando conmigo sobre su relación con la riqueza? ¿Un paciente de clase trabajadora se sentiría amenazado al saber que "lo he conseguido" contra todo pronóstico o se sentiría animado por mi afinidad con los esfuerzos de la gente de clase trabajadora, o quizás sentiría ambas cosas? ¿Disuadiría a los futuros pacientes de hacer su primera llamada si supieran que la clase social sería una invitada bienvenida en nuestras sesiones? ¿Qué sienten ustedes, mis lectores, después de haber leído hasta aquí? Cuando mis pacientes que leyeron la publicación en cuestión compartieron conmigo sus experiencias, nuestras conversaciones resultaron útiles. Espero que si mis pacientes deciden compartir conmigo que han leído este artículo, nuestras conversaciones también hagan más profundo nuestro trabajo.

Mis conflictos con respecto a la revelación me llevaron a escribir una versión anterior de este artículo que resultó truncada, con una breve mención de mi culpabilidad con respecto a la movilidad ascendente, pero sin mucho más sobre mis antecedentes. Esta versión actuaba la misma dinámica que pretendía abordar en el artículo: aquí residía mi propio conflicto en cuanto a hablar de mi experiencia con la clase. Aparte de mis conflictos sobre la revelación, también me debatí sobre cómo enfatizar la gravedad y la urgencia de la desigualdad de la riqueza -y nuestra responsabilidad ética- manteniendo al mismo tiempo una postura psicoanalítica que invitara a la curiosidad del lector y a su voluntad de profundizar en este tema tan cargado. No quería moralizar ni vigilar al lector.

A pesar de estos desafíos y riesgos, escribir y exponer sobre la vergüenza de la riqueza me ha ofrecido el espacio para reflexionar y sentir a través de los aspectos difíciles de mi relación con la clase dentro de la consulta y fuera de ella de maneras que han enriquecido mi sensibilidad clínica. Habiendo encontrado útiles los escritos clínicos de otros analistas cuando me enfrentaba a mi propio trabajo -a través de un impasse o una actuación- espero, igualmente, que mis reflexiones sobre la vergüenza de clase y de riqueza sean útiles para los colegas que se enfrentan a las cuestiones que discuto aquí, y que esto haga que valga la pena haber tomado el riesgo de escribir.

Conclusión

He descrito la complejidad de la vergüenza de la riqueza, sus raíces sociopolíticas, intergeneracionales, familiares e intrapsíquicas. También he discutido las múltiples funciones de la vergüenza de la riqueza como una señal de afecto clave en la responsabilidad moral frente a la disparidad económica, como una manifestación de un patrón de vergüenza generalizado, y como una defensa contra el placer, el orgullo, los sentimientos de superioridad, y el miedo a ser envidiado. He propuesto que nuestro enfoque y nuestras intervenciones en el consultorio deberían reflejar esta complejidad. Necesitamos desafiar los aspectos de la vergüenza de la riqueza relacionados con la expresión de necesidades emocionales y relacionales y con el deseo de que esas necesidades sean satisfechas. También necesitamos reconocer el aspecto ético de la vergüenza y la importancia de afrontarla -en lugar de desafiarla- y utilizarla como brújula moral.

He argumentado que nuestra capacidad como psicoanalistas para identificar y examinar la vergüenza de la riqueza depende de nuestra propia conciencia de la jerarquía de clase, las formas en que esta jerarquía moldea nuestras psiques y las de nuestros pacientes, y las desigualdades que crea. Ampliamos nuestra conciencia cuando examinamos nuestras relaciones individuales con la clase y cuando situamos colectivamente nuestras teorías psicoanalíticas en el contexto de la clase social, quizás en línea con los recientes esfuerzos por "descolonizar" las teorías y prácticas psicoanalíticas y llevar la raza y el género al primer plano cultural.

Creo que es importante que los analistas reconozcamos nuestro estatus privilegiado y el hecho de que, en general, aquellos a los que servimos son también privilegiados. En 1918 Freud vio el valor de la psicoterapia para todos, incluso para aquellos que no podían pagar los honorarios: "es posible prever que en algún momento la conciencia de la sociedad se despertará y recordará que el hombre pobre debería tener tanto derecho a la asistencia para su mente como el que tiene ahora a la ayuda para salvar la vida que ofrece la cirugía. . . . Estos tratamientos serán gratuitos. Puede que pase mucho tiempo antes de que el Estado llegue a considerar estos deberes como urgentes. . . . Probablemente estas instituciones [que proporcionarán tratamiento psicoanalítico a los pobres] se iniciarán primero por la caridad privada. . . . Pero, sea cual sea la forma que adopte esta psicoterapia para el pueblo... sus ingredientes más eficaces y más importantes seguirán siendo, sin duda, los procedentes del psicoanálisis estricto y no tendencioso" (pp. 167-168; el subrayado es nuestro). Es sorprendente que cien años después de que Freud hiciera esta afirmación, la atención sanitaria siga estando lejos de ser equitativa, incluso para las necesidades médicas básicas. Esta desigualdad requiere un activismo político colectivo más allá de los límites de nuestras consultas. Mientras tanto, vivimos en una economía americana neoliberal que carece de las provisiones sociales adecuadas -sanidad, educación universitaria, pensiones-, muchas de las cuales debemos asegurar por nuestra cuenta. Los psicoanalistas podríamos querer considerar colectivamente cómo podemos ganarnos la vida decentemente y también atender a pacientes con ingresos modestos o sin ningún ingreso. Esta cuestión debe ser considerada individualmente, pero es una cuestión que nos confronta a todos.

 

[1] Se considera que la discrepancia de riqueza entre blancos y negros es el resultado acumulado de la esclavitud, Jim Crow y las políticas y prácticas públicas racistas (por ejemplo, las cláusulas abusivas) que han obstaculizado la capacidad de los negros para acumular activos a lo largo de las generaciones (Oliver y Shapiro, 2006). Esta historia explica la persistente brecha de riqueza entre los estadounidenses blancos y negros con logros e ingresos comparables.

[2] Aunque no es el foco de este artículo, mi decisión produjo una amplia gama de experiencias de transferencia-contratransferencia.

[3] Susan Bodnar (2004), una psicoanalista de clase trabajadora, describió un conflicto similar en el tratamiento de un paciente de clase alta. A pesar de su deseo de aumentar sus honorarios tras años de tratamiento, y aunque su paciente tenía los medios económicos para pagar unos honorarios más elevados, Bodnar evitó hablar de este tema con su paciente, y se aferró al "miedo a la explotación o a la falta de medios" de su paciente (p. 589).

[4] Siguiendo a Max Weber, algunos sostienen que el protestantismo considera el éxito mundano -incluido el financiero- de una persona como prueba de su salvación, y como tal legitima el capitalismo (Altman, 2009). Sin embargo, este punto de vista se ha rebatido (Altman, 2009; Sparhawk, 1976). Históricamente, por supuesto, el cristianismo ha despreciado durante mucho tiempo la acumulación de riqueza: "Os repito que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios" (Mateo 19:24).

5] Para una historia completa del neoliberalismo véase Daniel Stedman Jones (2012); para sus implicaciones psicológicas véase Nancy Caro Hollander (2017).

[6] Esto ciertamente no significa que la experiencia de la vergüenza de la riqueza no se produjera antes de la recesión de 2008 o de la aplicación de las políticas neoliberales.

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