aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 024 2006 Revista Internacional de Psicoanálisis en Internet

Daño o desafío: posicionamiento subjetivo ante el trauma

Autor: Dryzun, Jeanette

Palabras clave

Daño, Desafio, Factores de resiliencia, Factores de proteccion, Factores de riesgo, trauma, Vulnerabilidad psiquica..

 

La problemática clínica que presentaban algunos pacientes me motivó a investigar y a diferenciar los conceptos de daño y desafío. En este trabajo desarrollaré el tema, tanto desde una consideración intrapsíquica como intersubjetiva, abordando el estudio de las modalidades y recursos defensivos, de las identificaciones asumidas por el sujeto ante la adversidad, sus posibilidades y potencialidades para la elaboración y organización de instancias psíquicas de superación. Los conceptos de fortaleza, vulnerabilidad y resiliencia serán comprendidos dentro del marco del funcionamiento psíquico y sus transformaciones así como de la multiplicidad de relaciones sujeto-entorno. Asimismo, aportaré algunas viñetas clínicas ilustrativas.

Defino el concepto de daño como la estimación subjetiva de una posible amenaza y pérdida de la potencia personal para enfrentar una adversidad. El daño siempre remite a una condición del pasado y es memoria de un sufrimiento que marcó al sujeto. Presenta una atribución estática de significación que implica un sentimiento de fragilidad, inferioridad o vulnerabilidad que afecta las representaciones del yo y del narcisismo. Por el contrario, el desafío presupone una posición subjetiva de afirmación y autoconfianza del sujeto, que ubica las acciones en el futuro. Muestra al sujeto identificado con la posibilidad, con la estimación anticipada de que transitando esa experiencia podrá obtener alguna ganancia en beneficio del crecimiento personal. En tanto tal, presupone una actitud subjetiva de aquel, que habiendo sufrido un daño se representa enfrentando al mismo, intenta superarlo y moviliza recursos psíquicos para lograrlo.

Definir el valor clínico y metapsicológico del concepto de daño (Lazarus y Folkman, 1984), nos remite a la noción de trauma en tanto supone una injuria ocurrida sobre aspectos físicos y/o psíquicos de la persona. Por otro lado, mientras el trauma no es condición necesaria para la aparición de una posición y actitud de daño o desafío personal, permite explorar las alternativas y recursos que el sujeto puede disponer, o crear, para superar una injuria, un daño del pasado, obstáculos presentes, y posicionarse frente al cambio.

 

Situación traumática y daño

Desde Freud, el concepto de trauma tiene varios puntos de inflexión que lo complejizan, por los cuales se diferencia: el trauma a secas como concepto médico, el trauma de seducción, el trauma sexual infantil, la neurosis traumática y la situación traumática (Baranger M., Baranger W. Mom, 1987) entre otros. El trauma a secas (Freud, 1916, 1917) se acerca más al concepto médico de injuria o efracción y se define como la invasión disruptiva del psiquismo, con ruptura de las barreras defensivas que tanto pueden ser externas al sujeto -objeto protector auxiliar que funciona como defensa antiestímulo- o internas del propio sujeto. Representa un estado psíquico de desamparo con parálisis de la capacidad de respuesta del sujeto y un tipo específico de angustia que Freud (1920, 1926) denominó “automática”. Desde este modelo económico, entre estímulo y respuesta psíquica, lo disruptivo supone un daño al aparato psíquico que obstruye su capacidad de ligadura representacional.

Viñar (2004) lo define como violencia que impide la función permanente de autoconstrucción de sentido, la producción simbólica, un desgarro en la existencia psíquica. Furst (1967) plantea que la necesidad de precisar y restringir el concepto de trauma se basa en su consecuencia: la abrumación del yo considerando la parálisis de sus funciones y la regresión del psiquismo a un funcionamiento más primitivo, de menor integración, cohesión y discriminación yo-no.

Volviendo a Freud (1920), la situación traumática se extiende de su noción inicial de trauma puntual, a las múltiples experiencias de pérdidas que suceden al individuo a lo largo de su vida y que lo sumergen en estados de desvalimiento y de impotencia psíquica y motriz, por lo cual reacciona con angustia. Desde esta angustia puesta a trabajar psíquicamente, emerge la señal de angustia como recurso yoico que anticipa el peligro promoviendo actitudes y acciones preventivas a fin de evitar la angustia automática. De la pasividad experimentada en la angustia automática a la repetición con recursos activos de la señal de angustia se ha producido una transformación progresiva y siempre más protectora del sujeto.

La diferencia sustancial entre ambos conceptos- trauma puntual y situación traumática- la encontramos en que la dimensión devastadora del primero comprende el desborde económico del aparato psíquico, mientras que la situación traumática aporta la dimensión dinámica y cualidades de afectos y efectos dentro de una complejidad intrasubjetiva e intersubjetiva (Baranger M., Baranger W. Mom, 1987). Desde esta última acepción es que comprendemos la problemática de nuestros pacientes y cómo estas vivencias se nos presentan y son vivenciadas por el sujeto en tanto memorias y/o consecuencias sintomatológicas y/o caracteriales. Su aspecto intrasubjetivo apunta a considerar los movimientos activos de un psiquismo que produce representaciones, fantasías y defensas que se interponen entre acontecimiento y sujeto. Algunos de estos movimientos ya han sido experimentados y tienen memoria de uso para el sujeto mientras que otros no están disponibles, ni han sido previamente experimentados, sino que la propia situación extraordinaria los activa o los gesta bajo estas condiciones inestables que representa al acontecimiento como inédito.

El aspecto intersubjetivo considera en forma específica al objeto, tanto primario, como sustituto y en forma extendida al medio ambiente y entorno social. Su importancia radica en considerar la calidad, oportunidad y adecuación (Ferenczi, 1932; Berquez, 1993) de sus intervenciones entre el acontecimiento y el sujeto. Entre lo intrasubjetivo y lo intersubjetivo, exigimos al acontecimiento traumático ir “más allá de lo económico”, sobrepasar lo disruptivo por el esfuerzo representacional. Así la capacidad fantasmática, que para algunos autores construye lo interno del trauma sexual infantil, es también elemento que se engarza en el proceso defensivo, al construir un dique de salvaguarda psíquica, frente a lo económico.

En esta pendularidad de los movimientos e influencias intersubjetivas e intrasubjetivas, Anna Freud (1979) plantea que lo displacentero de la realidad despierta automáticamente la acción de negarlo y transformarlo, y considera la negación como disposición natural en el niño, independientemente de la formación de síntomas neuróticos. Considera que en estos casos puede operar como una reacción de libertad y autoprotección del yo infantil, no afectando el juicio de realidad, y permitiendo oportunamente el despliegue de la fantasía y de las acciones. El niño se las arregla para consolarse de las angustias de saberse débil e impotente. Su entorno tolerará o mostrará intransigencia con estas transformaciones, que pueden manifestarse a través de una identificación con el agresor, con el fin de convertir al agredido en agresor, o identificarse con un personaje heroico, poderoso y/o protector salvador. Así, esta autora nos permite pensar sobre la multiplicidad de formas traumáticas, proponiendo para algunos traumas su conceptualización más allá de la devastación psíquica y disrupción económica, ya que opera una función de protección a través de la fantasía y la transformación representacional.

Freud nunca desestimó al acontecimiento “real” traumático como factor en sí mismo, pero bien sabemos, como se desviaron estos acentos en su teorización. Algunos textos freudianos y kleinianos (Bleichmar, H., 1997) prescindieron de los efectos patogénicos de lo externo, diluyendo el papel de la violencia ambiental a favor del componente interno fantasmático pulsional. Tal como señala Laplanche (1989), la tendencia endogeneicista de lo pulsional por el abandono de la teoría de la seducción, desalojó de su estudio el papel estructurante del entorno y su rol, tanto como objetos traumatogénicos o como objetos de protección contra el trauma.

Es mérito de M. Khan (1980) haber introducido la noción acumulativa del trauma y diluir el concepto de puntual. Khan introduce la cronicidad de las sucesiones prospectivas y retrospectivas de confirmación y rectificación de la vivencia sobre los acontecimientos y sobre sus efectos. Esta noción de repetición permite comprender que no es suficiente con una única situación traumática, así como no siempre son éstas evidentes sino silenciosas e imperceptibles, sucediéndose en formas diversas y en un espiral que las une. Este aspecto acumulativo de la experiencia es válido también para la experiencia de satisfacción, y por ello no se da por cierto el hecho de un acontecer por única vez, sino la sucesión de hechos que aportan cualidades perceptivo-sensorialidades, propioceptivas y de movimiento y exploración que acumulan estímulos placenteros que terminan de dar forma al placer, como experiencia originaria que se inscribe como huella mnémica (Freud, 1915).

El encuentro entre el sujeto y el acontecimiento devela una potencialidad abierta que Aulagnier (1986) explica como la acción de interpenetración y ratificación entre un fantasma inconsciente y un enunciado identificante proveniente del discurso familiar. Lo que aparentemente dice el discurso materno como metáfora puede ser oído por el niño como una acusación definida, como una amenaza. El exceso de afecto presente en el encuentro entre el vivenciar del niño y la formulación del enunciado que llega del entorno no siempre permite modificación ni relativización del mismo. Punto de confirmación o de desconfirmación por el cual no se trataría tanto de la amenaza que el niño oye sino de que “la cree realizable”. Esta certidumbre no provendría sólo del acontecimiento, ni de lo oído explícitamente –siendo que esto descentraría el foco sobre el acontecimiento per se como injuria meramente económica y sin sentido, que requeriría de un proceso de integración y elaboración dentro de una cadena representacional simbólica– sino también de lo implícito del discurso, de lo no dicho, del lugar al cual está confinado el sujeto como objeto para sus padres y por lo cual el niño asume operar renuncias propias, a fin de preservar el amor de ellos, situación que ubica al trauma dentro de una categoría de lo representable y del significado.

En puente con estas ideas, Ferenczi (1934) refiere un comportamiento adulto respecto del niño que sufre un trauma. Lo considera parte intrínseca de su propia acción psíquica, por la responsabilidad que compete al objeto ya sea por omisión o acción directa. Ferenczi (1932) “vuelve a creer en las histéricas” y en sus denuncias de seducción por el otro, otorgándole valor traumatogénico y patogénico. Considera al niño un indefenso moral y físico con imposibilidad de protestar y defenderse, quien buscará a cualquier precio mantener un estado anterior de ternura donde no cabe imaginar tal violencia y al agente de la misma. El sometimiento y la obediencia se instalan rápidamente, renunciándose a derechos personales y necesidades pulsionales, negándose el origen externo de la agresión. Consideramos, entonces, que estamos frente a un auto y hetero atentado a las percepciones del niño, que se ejecuta para preservar cierto estado idílico anterior, que pone a salvo a los responsables asumiendo una culpa que no es suya, pero que hace suya, por identificación e introyección (Ferenczi, 1932, 1934; Freud, A., 1979). Si el amor del niño lo conduce a la confianza sobre el objeto proveedor de cuidados y ésta es traicionada, debe deformar la realidad para sobrevivir. Este “atentado a las percepciones” determina una herida profunda en su “sentimiento de confianza” con el otro y con sus propias percepciones, como lugar de testimonio que diferencia lo falso de lo verdadero. El objeto significativo tiene entonces no sólo una función de amortiguación y de sostén, de objeto libidinizante, sino también de “objeto-garante” de la función fantasmática y de la ilusión. Pero también opera como un objeto–trauma (Green, 1986) por omisión o acción. Como agente de violencias innecesarias y desorganizantes en el niño, pierde su lugar ilusorio de garantía y a veces debe transformárselo en bueno a costa de la percepción que lo identifica como realmente malo (Berquez, 1993). Más adelante insistiré sobre la importancia de la restauración de confianza como elemento para superar una vivencia de daño, pero creo importante resaltar que Balint (1969, 1982) y Laplanche (1989) consideran que no hay trauma sin objeto e involucran a las personas más cercanas en el acontecimiento, aún cuando el daño no provenga de un objeto significativo. Laplanche hablará de la imposición de energía sexual no ligada del objeto en el sujeto, entendiéndose por esto que en la elaboración y superación del daño producido, el objeto no es ni prescindible ni contingente. La “madre suficientemente buena” de Winnicott es también un alegato a cierta parentalidad imperfecta que necesariamente incurrirá en excesos de amor, dolor o silencio, o sea en acciones inductoras de cuidados pero también de daños. Berquez (1993), apoyándose en conceptos winnicottianos, refiere la necesidad de la existencia de una estructura solidaria entre ambiente y persona, como dos sistemas que se abren hacia el otro y en el otro. Sólo el observador externo a ambos sistemas diferencia lo externo de lo interno, pero como posiciones relativas y no absolutas, siendo que desde el bebé se construye la experiencia de creatividad primaria y de omnipotencia de poder satisfacer una necesidad en el preciso momento en que esta se hace presente como sensación.

La línea teórica de Winnicott, Kohut, Bleichmar, concuerda con estos desarrollos, que marcan la impronta del objeto en la estructuración psíquica, sin desmerecer los aportes de fuerte inclinación causalista en la fantasía, pero enfatizando la combinatoria de los elementos intrapsíquicos e intersubjetivos que intervienen en la patogénesis para determinar la incidencia de la realidad externa o de las producciones psíquicas. Así, los trastornos por défícit -fallas en la provisión y facilitación ambiental- y sus efectos más allá de su combinatoria con las conflictivas edípicas permiten una delimitación clínica que enriquece el trabajo terapéutico y las intervenciones psicoterapéuticas, delineando encuadres y aspectos técnicos más específicos a la heterogeneidad psicopatológica (Bleichmar, H. 1997).

En tanto así, las delimitaciones francas entre lo externo o interno, lo que se define como primario o secundario, no darían adecuadamente cuenta de los procesamientos del psiquismo. Si superamos esta mirada dicotómica (Berquez, 1993), podemos reflexionar en forma dimensional, evitando el carácter radical de las oposiciones. Desde esta posición se considera la tendencia a la inestabilidad entre lo objetivo y lo subjetivo, la ambigüedad y su inconmensurabilidad, y se comprende la génesis del fenómeno de apropiación, como aquel que tiende en lo posible a tomar lo externo y metabolizarlo para los parámetros singulares de las regulaciones de ese psiquismo que sufre el impacto de lo externo. Es un acto creativo de lo psíquico sobre el acontecimiento pero dentro del estado emocional y cognitivo en que se encuentra el psiquismo en ese particular momento.

El infans es por definición un desamparado sin daño, como lo puede llegar a ser un traumatizado ciertamente con daño. Ambos, por diferentes razones, precisan de una estructura particular sincrónica ser-ambiente para crear o recrear la provisión real de objetos necesarios, que a la vez de dar soporte objetivo, en el bebe y en el adulto, también crean la ilusión y vivencia de posibilidad, potencia y confianza restaurada” de poder superar la condición de injuria y/o impedimento. Ambos surgen gracias a una “experiencia de consensualidad, sincronía y reciprocidad”. Las discordancias y desencuentros excesivos o repetidos entre ser y ambiente producen la sensación, en el bebé y en el adulto, de que pierde el sentimiento de dominio y control que atribuye a la esfera de su mundo interno, pasando a dominar la sensación de descontrol e impotencia como independiente del sí mismo, y entonces la vivencia determina que ni la causa del daño está dentro suyo ni tampoco su solución. Cuando esto sucede, el trauma es siempre externo, en tanto su exceso queda fuera del control omnipotente del ser y de la posibilidad de sensación subjetiva de creatividad e ilusión imponiéndose la vivencia de un self dañado y defectuoso.

Si el acontecimiento es condición necesaria pero no suficiente para producir un trauma psíquico, la potencialidad creativa del ser humano es vicariante de las condiciones del ambiente, el cual facilita y provee elementos específicos para transformar los efectos dañinos en formas atenuadas, posibilitando vías de superación. Esto representa para el bebé o el traumatizado un desafío al actualizar, activar o reactivar recursos de posibilidad frente a la adversidad. Zukerfeld y Zonis Zukerfeld (2005) trabajan psicoanalíticamente el concepto de resiliencia. Ubican la capacidad resiliente como potencialidad de transformación subjetiva de los procesos psíquicos dentro de la malla de sostén imprescindible de vínculos intersubjetivos.

Rangell (1967), respecto de esta complejidad del psiquismo en interacción constante entre lo externo y lo interno, formuló para la situación traumática el estado de “vulnerabilidad psíquica”, dando cuenta que su superación determinará en diferentes sujetos diferentes respuestas y en el mismo sujeto diferentes respuestas de acuerdo al momento vital de ese mismo individuo. El acontecimiento es necesario pero no suficiente para comprender esta complejidad.

Las situaciones traumáticas existen en la infancia y pueden determinar factores de vulnerabilidad del niño y del adulto por venir, pero también existen en la vida adulta y las condiciones de reparación y superación pueden actualizarse creando nuevas estructuras defensivas que antes no existían (Bleichmar, S. 1986). La enfermedad puede entonces ser vista desde una dimensión del sin sentido del trauma puro (Baranger M., Baranger W. Mom, 1987)- por dolor, hambre, pánico, terror - sin representación que deben sufrir una vía de “desgaste” por procesos de representabilidad simbólica, o de la secuela (Viñar, 2004 ), del estigma (Lazare, 1995), del daño imborrable (Lararus y Folkman, 1984) –por humillaciones, violaciones, amenazas de castración o muerte- ya sean en niños o adultos que resultarían traumáticas por el significado mismo que adquiere la experiencia para el sujeto, pero que ya se hallan en el orden de la representación y del simbolismo –McDougall considera al sujeto como creador de psicopatología, como su propio agente “en intento de curación” y creador de una estrategia de superación de la vulnerabilidad, para sobreponerse aun pobremente a una situación que de lo contrario sería devastadora.

 

Del daño al desafío

En la terapia analítica pretendemos deshacer las formas defensivas inadecuadas a las que da lugar la situación traumática y permitir cuestionar las historias forjadas falsamente para encontrar otro sentido al sufrimiento (Baranger M., Baranger W. Mom, 1987; Freud, 1916-1917; McDougall, 1982; Marty, 1992). Esas formas defensivas forman parte del proceso intrapsíquico del trauma (Rangell, 1967) en tanto lo consideremos como vicisitudes abiertas que pueden consolidar una vivencia de daño (Lazare, 1995; Lazarus y Folkman, 1984) insuperable o diseñar rutas de salida superadoras. Desde estas ideas, interesa reflexionar sobre cuánto del trauma deja una marca de daño que impide un futuro y cuánto un recuerdo penoso y pasado que abre porvenir. Los conceptos clínicos de daño y de desafío son alternativas que marcan perspectivas futuras tanto en los funcionamientos psíquicos que construyen, como en las identificaciones sobre las que se apoyan y nutren.

El daño (Lazarus y Folkman, 1984) supone que un sufrimiento dejó una marca que involucra factores de vulnerabilidad psíquica del sujeto en relación con su medio ambiente y contexto y fijan una posición del sujeto frente a la adversidad. El daño es tanto una vivencia como una estimación subjetiva de la amenaza y de la potencia personal, las cuales muchas veces se afirman por el discurso del entorno. Retiene una memoria particularizada sobre los hechos causales con atribución estática de significación. No es una vicisitud única, pero posible de la situación traumática. Como posición identificatoria asumida puede arrastrar la identidad global del sujeto o corresponderse proporcionalmente con el daño en sí mismo y particularizarse.

 El daño remite siempre a una situación pasada ocurrida y algunas veces “fechada” que denota que el sujeto ha sido víctima de una violencia que acaba comprometiendo una porción importante de su capital libidinal y de sus valores narcisísticos en tanto la marca que inferioriza, limita o fragiliza.

El sentimiento de omnipotencia constituye una fase normal que debe caer, una vivencia de límite que como herida narcisística necesaria se debe aprender a convivir con ella. Cuando esta herida deviene daño se entrelaza o compromete su profundización en estructuras básicas de la personalidad, afectando representaciones narcisísticas del yo (Bleichmar, H. 1997) y el sentimiento de potencia. Por su fijación, se produce un efecto de repetición, que aunque no reproduzca el mismo hecho -por ejemplo, una violación- reitera la vivencia de desamparo y sin salida que retorna tras futuros acontecimientos a la memoria de daño como posición subjetiva.

En algunos pacientes no existe un recuerdo puntual sino una convicción de que su personalidad, atributos y/o capacidades lo muestran deficitario y vulnerable, significándose esto como daño. Los relatos clínicos denotan que el sujeto se percibe crónicamente atrapado en una situación sin salida y hasta parece organizar una relación secreta con este estado, a pesar de conllevar sentimientos de pérdida de libertad, confianza y esperanza. La vida se vive como detenida, como detrás de un vidrio, donde se ven pasar las cosas sin poder integrarse a ellas, en tanto la memoria del daño coagula lo fluido de la existencia y la adherencia al pasado, pudiendo esto reforzar la vulnerabilidad a través de nuevas formas de re-traumatización. Un paciente describía con desesperación esta situación como la de “…ser una máquina de impedimentos que a su vez lo atropellaba cada vez que volvía a re-encontrarse con un obstáculo que le rememoraba los hechos de un pasado de los que no podía desprenderse…”.

Frente a esta vivencia, el sujeto suele considerar que no tiene recursos para superar la afrenta y que este déficit se origina en su sí mismo. Este mismo paciente solía responder a mis intervenciones planteando que entendía su detenimiento y temor a explorar situaciones nuevas pero que no sabía cómo hacer para cambiar, reiterándose una y otra vez “…no sé …” como percepción interna de un vacío de recursos esenciales que denotaban “un estar fallado”.

Frente a este estado de situación, si un paciente se percibe a sí mismo como dañado, sea en su inteligencia o capacidades instrumentales –área del narcisismo-, o en su vulnerabilidad corporal –área de la autoconservación-, o en su capacidad de experimentar placer –sensualidad/sexualidad- entonces podremos tratar de rastrear qué experiencias dieron lugar a esas vivencias de sí mismo. Experiencias en las que pudo haber alteraciones del narcisismo (Bleichmar, H., 1997), alteraciones del las representaciones del self, autodescalificación de sus potencialidad que podrían impedir operar sobre la adversidad. Observamos esto en pacientes que han atravesado por severos sucesos vitales que les han mostrado su impotencia y/o por fallas de la parentalización que generaron déficit en la estructuración psíquica. El daño como deficiencia, adquiere una connotación de permanente y la verdadera esencia del self es considerada defectuosa.

 Las vivencias de humillación y vergüenza son frecuentes y se manifiestan a través de conductas diversas de compensación: evitaciones, aislamiento, auto o heterovictimización, impulsividades, reparaciones maníacas, alteración de la imagen corporal, etc. Si el foco principal que gobierna el sufrimiento del paciente se centra en estas vivencias que se autorrepresentan como de un self dañado, resulta importante considerar las intervenciones psicoterapéuticas en función de su especificidad y de las posibles retraumatizaciones que pudieran desplegarse dentro del propio proceso analítico, tema extensamente trabajado por Ferenczi, Balint, Bleichmar, Kohut. Estos autores advierten sobre los fracasos terapéuticos producto de la repetición “demasiado cercana” de lo ya vivido traumáticamente en la relación analizando-analista, y el sometimiento del paciente (Ferenczi, 1932) al analista reproduciendo condiciones iniciales de la enfermedad.

En la superación de situaciones traumáticas, donde la pérdida de confianza en las figuras significativas ha sido clave, la ganancia de confianza en sí mismo y en la persona del analista durante el tratamiento son una primera e importante ruta de acceso para transformar las repeticiones en una sucesión amortiguada de exposiciones mediatizadas de diversa forma, que permitirían posteriormente instancias de elaboración y superación.

 

El desafío como estado interior del sujeto y posicionamiento subjetivo

Desde esta consideración, planteo el término “desafío” (Lazarus y Folkman, 1984) como una posición subjetiva de afirmación y autoconfianza del sujeto. Destaco en el concepto de desafío una posición subjetiva, un estado interior del sujeto, una actitud. Lo diferencio del concepto de afrontamiento descrito por la psicología cognitivo-conductual que enfatiza las remodelación de conductas para enfrentar (“coping”) un obstáculo desde una perspectiva de cambio sobre formas concretas de actuación ante lo externo. Sin excluir esta perspectiva, pero en aras de comprender e integrar modelos comprensivos más abarcativos de la complejidad psico-social que enfrentamos, mi planteo sobre una actitud de desafío define un estado interior del sujeto, una modificación subjetiva interna, una incitación a la acción, una sensación interior de que ésta es posible, un reto a llevar adelante una empresa desconocida, inhabitual y límite para el individuo. Cuando la actitud de desafío se transforma en acción, en conductas concretas, es importante discriminar las acciones concretas sobre el afuera, del estado subjetivo posibilitador de las mismas que las habilita, a partir de la afirmación de ese estado subjetivo. Como estado de crecimiento subjetivo, el desafío conduce paulatinamente a experiencias de exploración y exposición que comprenden una puesta a prueba de actitudes y aptitudes que no forman parte del acervo conocido y habitual de respuestas afectivo-cognitivo-conductuales frente a la adversidad. Estimo, en consecuencia, que al conceptualizar el desafío como posición subjetiva aludimos desde el psicoanálisis, y desde su propuesta de cambio, a modificaciones en el mundo interno y representacional, en el posicionamiento identificatorio, en el sentimiento de identidad, a partir de lo cual las conductas serán de uno u otro tipo.

El desafío implica el riesgo de confrontar la propia existencia con un deseo de vivir de otra manera tras la superación de un problema, sin conocer a ciencia cierta con qué recursos se cuenta para dicho reto.

El desafío, a diferencia del daño, ubica las acciones en el porvenir y muestra al sujeto identificado con la certidumbre sobre la posibilidad, con la estimación anticipada de que transitando la experiencia que lo implica, pueda obtener alguna ganancia o beneficio de crecimiento personal. Pero el desafío no supone reposo ni tranquilidad, sino trabajo intenso sobre la adversidad en un marco de falta de garantías y trabajando simultáneamente con el obstáculo interno como externo pero con el deseo de atravesarlo. Existe una convicción interna de confianza a formar parte de un porvenir.

Como posiciones internas subjetivas, el daño y el desafío resultan expresiones de la relación sujeto-medio ambiente y de la constelación de las identificaciones logradas y las defensas interpuestas y de cómo estas gobiernan periférica o centralmente el comportamiento cotidiano y la expresión de motivaciones.

Asistimos muchos pacientes con los que con suerte podemos trabajar para la transformación del daño en desafío. Esta transformación implica elaborar posiciones subjetivas imposibles frente a las pérdidas y la posibilidad de aceptar sustituciones, así como sobrepasar el dolor insoportable de reconocer que alguien significativo pudo habernos dañado y que “sólo” uno mismo debe hacer algo con lo que nos hicieron.

La condición afectiva del resentimiento (Kancyperl, 1991) frente a la decepción es frecuente y plantea un trabajo de desidentificación importante para pasar a asumir la posibilidad de una nueva oportunidad en un objeto sustituto y sostener el riesgo real de pérdida, pero ya como doloroso y no como catastrófico. Como posición subjetiva interna, el desafío no niega la marca del daño, tampoco consigue olvidarla, sino tornarla inefectiva, indolora, una mera cicatriz.

La clínica muestra que en esta transformación cambia la posición del sujeto frente al objeto y la calidad de los objetos encontrados. A mayor tolerancia de la incertidumbre, se vislumbran más los beneficios de cambio y prevalece una actitud más vital y confiada sobre las acciones, lográndose sustituciones de objetos más adecuados para el sujeto. A menor tolerancia y más encierro dentro de una identidad cristalizada, predomina la adherencia a la misma, y esto muchas veces coincide con actitudes y condiciones disfuncionantes de los objetos.

Como señalé anteriormente, la función del medio ambiente tiene un rol relevante en las acciones de transformar la vivencia de daño. Serán más dificultosas, si el sujeto se re-encuentra sucesivamente en cada acontecimiento futuro con obstáculos externos, o si se repite la vivencia de las condiciones de imposibilidad de hallar objetos facilitadores alternativos. En esta situación se despliegan procesos defensivos contra los afectos emergentes, que refuerzan rasgos de carácter o sus formas baluartizadas y estimaciones cognitivas que le ratifican que nada puede hacerse para poner fin a una situación dolorosa o límite.

 En una actitud de desafío se espera lo contrario, una apertura a medidas tendentes al control de la tensión interna, acciones más específicas para el cambio o modificaciones de las condiciones del contexto. Éstas reflejarían mayor porosidad y movilidad en las identificaciones, que a su vez habilitan nuevas identificaciones y acciones efectivas sobre el problema en si mismo. Podríamos concluir que se operaron desidentificaciones y desinvestiduras así como re- investiduras alternativas, re-identificaciones, que conducen a facilitar la “autoobservación de la propia eficacia” para operar sobre situaciones adversas. Esto sólo es posible si se actualizó en alguna medida el sentimiento de confianza personal y en el objeto así como, y no menos importante, la sustitución del sentimiento de impotencia por el de potencia.

Esta autoobservación de eficacia y sentimiento de confianza personal permiten reflexionar sobre la diferencia entre acción y pensamiento. La acción muestra un sujeto en posición activa frente al obstáculo, que contempla sus actitudes y aptitudes con cierta objetividad y acerca la diferencia de potencial entre la potencia personal interna y la fuerza externa estimada como amenaza o peligro. En este sentido, la acción no es sin pensamiento, pero el pensamiento sin acción funciona como inhibición. La acción aporta una función autoespecularizante por la confianza experimentada en la ejecución de dicha acción y sus resultados y en la autoobservación de la propia potencia lograda. A su vez estas acciones desplegadas y sus logros, aumentan y restauran la autoestima, afectada por el daño o por sus consecuencias.

 

Dos viñetas clínicas ilustrativas

1- Carlos era un profesional exitoso de mediana edad, divorciado, sin hijos, quien se encontró sorpresivamente sometido a una situación traumática a raíz de una afección cardiovascular. Presentaba un cuadro de angustia y fuerte sensación de desvalimiento y muerte, que no admitía abrir públicamente, ni era su costumbre hacerlo, y que, a su vez, no podía reducir por sus propios recursos habituales. No manifestaba al momento de la consulta trastornos de personalidad patológicos, más allá de ciertos rasgos de carácter estructurados a lo largo de su vida, que lo definían como emprendedor, pragmático, resuelto ante las adversidades para enfrentar la realidad, autoexigente y en cierta medida sobreadaptado. Por su historia familiar, desde chico debió asumir posiciones adultas y de responsabilidad, que él estimaba hasta ese entonces como naturales. Padeció varias enfermedades médicas que le dejaron memorias de sufrimiento e incapacidad temporaria, pero no breve, y con resonancias afectivas importantes que siempre superó y/o compensó eficazmente, al menos en el plano externo y resolutivo de aceptación. Su criterio de realidad y de tolerancia a la frustración se mostraba a la mirada psicoterapéutica como excesivo en detrimento del componente afectivo probablemente sofocado tras esas acciones. Su entorno de sostén familiar fue precario desde su infancia. La resolución de la nueva situación traumática actual, demoró más tiempo de lo previsto para él y acompañó su primera experiencia analítica. Esta superación como respuesta cognitiva-emocional, estuvo en parte, determinada por sus acciones concretas y positivas. Estas fueron conducentes a aportarle mejorías y la construcción de un entorno de contención a la par que revisando sus modos de operar con los obstáculos y las defensas que interponía. Le era tan angustioso verse angustiado, como no poder vencer la angustia, de acuerdo a su lógica propia: “lo que no puede resolverse no es problema”. Nunca interpreté esto como una negación, sino como su propia lógica ganada en la experiencia en situaciones difíciles pasadas y que al haberle resultado eficaces para enfrentar lo insolucionable (secuelas permanentes de una enfermedad), poco cabía de mi parte ni oponerle ni proponerle una alternativa mejor. De esta forma le afirmaba y validaba un recurso personal, a la vez que me transformaba en un objeto confiable, para explorar las diferentes dimensiones de este recurso desde otras perspectivas. Así pudimos comprender que su estilo lo salvaba de muchos daños mayores pero también lo conducía a descartar rápidamente situaciones, vínculos, pensamientos, sensaciones, y su propia relación consigo mismo en tanto estados emocionales. Con Carlos resultaba difícil incursionar en la historia de sus vínculos y traumas más allá de ciertas menciones breves, categóricas y puntuales. A su precariedad infantil podía referirse en términos de “algo que ya fue… ¿y ahora de qué me sirve volver sobre eso…?”. Decidí no insistir en estos abordajes más allá de lo que Carlos permitía. Fue luego de un tiempo que él pudo reconocer su ansiedad ante la aparición de su actual enfermedad y reaparición de la conocida sensación de desvalimiento. La necesidad de seguridad, sostén y la vivencia inédita de confianza en una relación, desde la cual él podía explorar su desvalimiento, guiaron la dirección del proceso psicoterapéutico. Reconquistada la sensación de potencia personal, pudo verbalizar que su angustia se despertaba en el terror de quedarse como un discapacitado e inhabilitado para continuar desarrollando sus actividades más gratificantes y el miedo a morirse en un estado de indignidad. Este escenario tan dramático para Carlos pudo adquirir una nueva configuración gracias a la aceptación de su estilo personal, a la tranquilidad y comprensión que sentía frente a una relación terapéutica no intrusiva ni avasallante de sus motivaciones y necesidades. En este sentido y respecto de sus miedos, la estrategia terapéutica adoptada consistió en, sin negarlos, lograr ponerlos a suficiente distancia para no abrumarlo excesivamente, permitiendo espacio para la vivencia real de continuidad que se manifestaba en la consolidación de su plan terapéutico y en el resto de sus actividades diarias. Se lograba de esta forma una cotidianeidad preservada. Esta oscilación entre el miedo que ensombrecía la vivencia de continuidad existencial y la vida diaria que le aportaba acciones gratificantes le reflejaban en un espejo su potencia residual, le permitían recobrar sentido y coherencia en el marco de la consecuencias traumáticas que soportaba. Las limitaciones psicofísicas volvieron a existir como cuando era chico, pero al reconfigurarse más adptativamente un balance entre vulnerabilidad y fortaleza reconociendo sus emociones involucradas, se pudo recomponer el escenario mientras pudo explorar relaciones más plásticas con su si mismo sin sentirse apremiado.

2-En forma sintética y a fin de ilustrar una posición contraria a la anterior, Tomás, refirió en una sesión que él vivía retorcido en sus pensamientos, haciendo una historia en su cabeza antes de que ésta sucediera, no permitiéndole este funcionamiento salir del mismo lugar donde se encontraba. Advierte que en vez de pensar debería vivir los acontecimientos y hacer de su relación con ellos algo que le permitiera modificar su sentimiento y confianza en sí mismo. Se siente fallado, con escasos recursos personales para superar obstáculos, una autoestima injuriada a lo largo de los años desde la infancia y colonizado por un discurso parental que siempre descalificaba lo que poseía o lograba su familia en comparación a los otros, los de afuera, quienes siempre podían más y mejor en cuanto a mayor felicidad, logros, oportunidades, riqueza material, posicionamiento personal. En Tomás se construyó la convicción subjetiva, a su vez doble y comparativa, de que siempre el otro puede más y él puede poco. Y así hace referencia a sus logros como pobres, a sus incipientes posibilidades como futuras imposibilidades, posicionándose estigmatizadamente en una identidad defectuosa e inhibida en sus acciones.

 

Fortaleza

Las dos viñetas descriptas anteriormente abren el interrogante sobre ¿qué determina que un sujeto pueda caer infinitamente, sin poder levantarse tras los golpes sufridos, y qué determina que otros puedan, tras sus propias caídas, superar situaciones límites, no sin daño, pero desafiando esa condición y fortaleciéndose en su intento?

Esta superación implica “una hazaña privada”, de la que muchos de sus protagonistas pueden ser conscientes ni de su realización, ni de la lógica de salvación que gobernó sus acciones.

Si el psicoanálisis nace por la curiosidad y espíritu investigador de Freud sobre la histeria, ¿no estaremos nosotros ahora, frente a un nuevo desafío teórico-clínico: definir los recursos que espontáneamente rehacen al sujeto frente a lo disruptivo? Y ¿no será esto una deuda que tenemos para comprender mejor y afirmar el bienestar individual como producto de la positividad natural y tan esforzadamente creada por el sujeto?

La fortaleza frente al daño o al trauma puede definirse como resistencia, o capacidad de enfrentar situaciones adversas, pero nunca como invulnerabilidad. Determina el punto justo personal, que lleva a la persona a encontrar una salida individual a través de una dinámica intrasubjetiva e intersubjetiva. No puede limitarse al concepto de resistencia, sin reforzar esta perspectiva dinámica, que implica que es posible que el individuo traumatizado se sobreponga tras un impasse (Manciaux, 2003) y se reconstruya. Supone acciones de desafío en el marco de una memoria del daño sufrido, pero a su vez un proyecto personal de existencia y dominio no omnipotente de las acciones eficaces que contemplan un porvenir.

Muchos relatos de vida contienen circunstancias devastadoras, pero así también muestran la transformación de la miseria del daño en superación. El desafío puede ser subjetivante y sus acciones protegerían al psiquismo de la desorganización (Marty, 1992). La amenaza permanente de estar al borde del desamparo o la vivencia de haberlo sufrido, determina la estimación de un daño que pudiera haberse evitado y heridas narcisísticas sobreagregadas. La fortaleza para no sucumbir, resalta algo fundacional” del encuentro entre el sujeto y su afrenta. Es esfuerzo de trabajo psíquico, que supone que ciertos momentos dramáticos del sujeto pueden anclar como fundación de una potencia inédita, desde la cual a pesar del peligro y el daño ha podido no sólo sobrevivir, sino establecer una lógica de salvación, que lo posiciona y habilita en una identidad con recursos (12-20). Estos no son innatos, sino aprendidos, así como no son definitivos y pueden perderse posteriormente.

Pensar en términos de vulnerabilidad o fortaleza (Lebovici, 1995), daño o desafío, interroga las categorías nosográficas interpretadas como terminales y únicas fuentes de un saber completo sobre el funcionamiento psíquico y la historia de la enfermedad. La nosografía nos informa sobre la sintomatología y las defensas interpuestas contra la situación traumática, pero poco aporta acerca del entretejido pre-representacional, representacional o fantasmático singular, que hacen resistir en el sujeto su desorganización, y le permiten afirmarse en “zonas de libertad” (OPS, 1998; Sanda, 1982).

Así, propongo diferenciar “sufrimiento como huella transformadora” del “sufrimiento como daño estigmatizado”, tal como las viñetas anteriormente descritas, ilustran estos estados, respectivamente en ambos pacientes presentados.

Tanto las grandes obras de la literatura como los relatos de nuestros pacientes ofrecen la posibilidad de profundizar en tragedias y dramas cotidianos y es frecuente encontrar factores etiopatogénicos en el accionar parental, en la privación de amor, o en condiciones de miseria o desamparo social. Lo que sabemos sobre la vida Kafka y sus sufrimientos, nos alienta a tender un puente causal entre esta y su obra literaria, si por ejemplo, pensamos en La Metamorfosis. Samuel Becket (Dryzun, 2003) en “Final de Partida”, muestra las condiciones irreversibles de una dramática sin salida, sin horizonte, y desobjetalizante del medio ambiente. La miseria y crueldad de las novelas de Charles Dickens comprueban que, a la par de la figura traumatogénica, existe una figura protectora y un recurso de salida.

La construcción de recursos protectores depende en gran parte del vínculo madre-bebé, pero con ello no alcanza e incluyo el valor de la resignificación de lo pasado y de la re-estimación de la representación de si y del otro en la multiciplicidad de relaciones ser- entorno, que pueden mediatizar vínculos más tróficos y facilitadores que los originales. Esto supone una mirada diferente frente a la clínica, al considerar si lo infantil donde se juegan las series complementarias es un cajón cerrado y rígido o una cubetamultidimensional expansible(Freud, S., 1916-1917).

El sufrimiento moviliza y construye recursos, desde donde es posible “salvarse”, querer vivir aún consciente de la forma incompleta de lo humano, en busca de sentido, identidad e individuación. Estos recursos de supervivencia (Manciaux, 2003; Manciaux y col, 2003; OPS, 1998; Solnit, 2000) son valiosos para el sujeto. Su desconsideración por el propio sujeto, pero también y de igual importancia por el otro significativo, que también puede ser su analista, agrava la situación personal, trae mayor soledad y una fuente agregada de nuevos ultrajes o re-traumatizaciones. Para muchos sujetos, estos recursos aun de carácter precario, representan objetos estructuradores transitorios, son objetalizantes al decir de Green, aportan a un sentimiento de coherencia y cohesión subjetiva y a una cierta ilusión de permanencia y pertenencia. Reconocerlos como núcleos básicos tróficos de la personalidad y no devaluarlos anteponiendo a ellos ideales de “salud-enfermedad” ajenos, resguardaría al sujeto de nuevos desengaños.

Este valor estructurante del sufrimiento lo es en tanto el pasado no impida el futuro, y sólo cuando el proyecto se apoye en destinar “la vivencia de daño a algo distinto de la vivencia del daño mismo”, y a un cambio en las representaciones subjetivas consigo mismo (Soule, Noel y Frichet, 1995). Esta condición no es posible, si en algún lugar no existe la idea de que vivir con los demás, alberga esperanza de ser alguien importante para otro. Existe una reciprocidad en el sistema ser-ambiente, en tanto nadie se salva si no salva al semejante.

 

Vulnerabilidad

La “vulnerabilidad” (Fonagy, Steele, Higgit y Target, 1994; Lebovici, 1995) evoca sensibilidades y debilidades reales y subjetivas, actuales o potenciales tanto de la infancia como de sus remanentes en la vida adulta. Sabemos que los niños responden de diferente forma ante igual riesgo y que no corresponde considerarla separada del entorno, que defino como el momento histórico-individual-social que le toca vivir al sujeto. El entorno provee de recursos, afectos, contención, seguridad, permanencia, y confianza en su real existencia y continuidad.

Los estudios de la vulnerabilidad (G. I. E. P., 1996; Sanda, 1982; Solnit, 2000), diferencian entre factores de riesgo y factores de protección. Estos factores no tienen carácter de absolutos y de permanencia siendo que cada uno de ellos puede en otro contexto transformarse en lo opuesto.

Se citan como factores de riesgo (Manciaux y col., 2003): maltrato, violencia, indigencia, aislamiento social, enfermedad crónica, patología mental, alcoholismo parental, toxicomanías, ausencia de una red social disponible, que podrían develar o exacerbar la vulnerabilidad.

Esto supone que la vulnerabilidad se instala o se profundiza en todas las situaciones donde existe excesiva incertidumbre en un sujeto expuesto a un ambiente deficientemente construido. Otros autores resaltaron la insuficiencia del concepto de vulnerabilidad / fortaleza y acuñaron la noción de “resiliencia” (Manciaux, M., 2003; Zukerfeld y Zonis Zukerfeld, 2005). La resiliencia pretende estudiar desde parámetros más objetivables, las competencias de los individuos, sus capacidades para el afrontamiento y sus estrategias de ajuste. Implica una experiencia real con un suceso disruptivo, que sobrepasa la capacidad de reacción del sujeto (Manciaux, 2003). Desde una conceptualización psicoanalítica, el concepto de resiliencia y adversidad es descripta por Zukerfeld y Zonis Zukerfeld (2005) resaltando la diferenciación entre trauma y prueba, a su vez que plantea diferentes subtipos para estas nociones y diversidad en sus fuentes: trauma infantil, corporal, del mundo externo y vinculares tanto personales como sociales. El aspecto transformador de la capacidad resiliente es, para estos autores, dependiente de la capacidad personal de transformación subjetiva en términos de: funcionamiento mental, recursos yoicos, y vínculos intersubjetivos. En consonancia con las ideas de este trabajo, los autores mencionados resaltan la imprescindibilidad en ciertos procesos traumático-adversos del lugar–función del otro. Resaltan la importancia de los recursos forjados por apegos seguros o la reorganización de apegos inseguros o ambivalentes a través de una “vincularidad reestructurante”.

Desde otra conceptualización, pero en este mismo sentido, Solnit (2000), Levobici (1995) y Solué (1995), otorgan relevancia al estudio de los “factores de protección” en igual proporción que a los “factores de riesgo”. Los primeros, quedan asociados a buena autoestima, sociabilidad, simpatía, humor, capacidad de tener un proyecto personal, capacidad de contener emociones, apego asegurador, recursos humanos y sociales de contención y solidaridad. Se jerarquizan como recursos al servicio de la subjetividad que organizan y afirman el sentimiento interno de dominio frente a la incertidumbre y la adversidad, el despliegue de capacidades y habilidades para vencer activamente un obstáculo fruto de exigencias internas, ambientales y/o de conflictos entre presiones internas y ambientales. Los “factores de protección” nunca soslayan el lugar del otro y del acompañamiento parental o sustitutivo, que funciona como una envoltura somatopsíquica o pantalla de experimentación, mediante la cual se construyen. Cuando los autores citados se refieren a recursos de protección, enfatizan su “reconocimiento por parte del analista”, durante el proceso psicoterapéutico. Advierten sobre la necesidad de “desacentuar en el trabajo asistencial”, las debilidades, carencias y formas compensatorias como defectos, dando cuenta de la importancia de un balance más armónico, que acentúe y revise las fuerzas personales espontáneamente surgidas y su instrumentación. El énfasis en lo negativo identifica vulnerabilidades y propone su modificación, mientras que el énfasis en lo positivo identifica las fortalezas personales y las reafirma.

Sobre el trauma no podemos dar marcha atrás, sino trabajar sobre las derivas inconscientes a las que dio lugar, no sólo como “formas viciadas de la psicopatología” sino como “recursos de superación y transformación”. Si como analistas nos convertimos en un objeto que repite sistemáticamente lo que le falta alcanzar al sujeto para mejorar, podemos repetir las mismas condiciones enfermantes que seguramente existieron en su pasado. Si no reconocemos los recursos forjados de creación personal, desestimando su función como intermediarios transitorios entre el daño y su superación, nos ofrecemos como los únicos dueños de un saber, que el otro es incapaz de producir por si mismo.

 

Fortaleza y vulnerabilidad en relación con el otro

La fortaleza no es un ente abstracto ni un producto solitario del empecinamiento, precisa de cierta encarnadura soporte. Freud trae el amor de transferencia como condición esencial para iniciar un proceso de cambio y para sostener esa motivación a lo largo del tiempo y de sus avatares. Las figuras protectoras antes señaladas son múltiples y esencialmente se caracterizan por sostener su disponibilidad, su afectuosidad, y confianza. Autores que han trabajado la relación entre vulnerabilidad y red social (Manciaux, 2003; Zukerfeld y Zonis Zukerfeld, 2005) presentan indicadores que mostrarían la instrumentalidad singular de recursos de la fortaleza frente al daño:

  • El vínculo con otro genera confianza.
  • La posibilidad de hablar del pasado traumático con cierta luminosidad y libertad.
  • El valor de los vínculos en la historia del sujeto.
  • Las figuras de apego sustitutivas en el marco de nuevas adquisiciones de vínculos con valor de sostén.

Un vínculo afectuoso con otro/s ratifica y rectifica la vivencia de certeza de que uno es querido y aceptado y posibilita empatía, seguridad, confianza, identificación con el sufrimiento y con la necesidad o el deseo ajeno y propio. Esto permite considerar los modelos de identificación sustitutivos como recursos, que facilitan la disponibilidad para una “zona de experimentación sensible”, otorgando sentidos y permitiendo acciones para enfrentar lo adverso. Aportar un significado construido en uno mismo con el otro, a su vez que también colectivo, a los acontecimientos, da sostén al individuo, sentido de coherencia así como un esquema perceptual-emotivo-cognitivo de representación del mundo externo y del interno. Este sentido podrá ser transitorio y podrá revisarse a posteriori, pero el mismo tendrá influencia en la génesis y evolución de las reacciones postraumáticas (Perren-Klinger, 2003), a la manera de representar un punto de anclaje desde el cual afirmarse y dar una significación a lo sucedido.

Los niños expuestos a bombardeos pudieron sentirse protegidos identificándose como “héroes”, pues su experiencia les procuraba reconocimiento y valoración colectiva. Así, la ideología, adquiere un valor de protección, aun cuando transitorio, moderando los riesgos de una perspectiva devastadora.

Hablar del pasado es un recurso importante, pero también lo es hablar tomando distancia de la memoria traumática (Lecomte, 2003). Hablar con otro/s representa una construcción en una red social a la que el sujeto traumatizado puede sentirse perteneciente. La memoria colectiva sobre los traumas comprende el rememorar sucesos según un relato encarnado colectivamente y mantener la pertenencia a una colectividad para apuntalarse en el apoyo afectivo e instrumental de sus miembros.

La relación entre red social, factores de protección y acciones y transformaciones del sujeto sobre el obstáculo, señala que lo eficaz de una acción subjetivante para el self dependería del reconocimiento de recursos y logros por el propio sujeto y por su entorno. Estos recursos personales y acciones transformadoras se manifiestan en el acondicionamiento rápido respecto de un peligro, el reconocimiento de valores personales de madurez precoz, cierta disociación operativa de emociones, cierta capacidad de conseguir información, buena capacidad de establecer lazos con otras personas y usarlos en la superviviencia, mínima anticipación sobre lo que está por ocurrir, la capacidad de asumir riesgos, la convicción de ser amado, cierto optimismo y/o capacidad de espera.

En muchos momentos del proceso de recuperación del trauma, la disociación y la negación son operaciones defensivas protectoras, tanto para armar una escenificación donde poder negativizar transitoriamente lo ocurrido rescatando algún tiempo sin dolor como para desasirse temporalmente del significado afectivo de una realidad insoportable. Se abre un “tiempo de pausa” (Lecomte, 2003; Solnit, 2000), en tanto no es posible seguir viviendo con una memoria siempre presente del daño y el dolor. Las interacciones lúdicas, que suponen un grado de imaginación, fantaseo y proyección en otros escenarios, guardan una distancia con el acontecimiento amenazante y con sus consecuencias, sin apelar a la negación radical (Freud, A., 1979).

Debemos aceptar, que no siempre es posible recordar precozmente, si bien desde Freud acuñamos la frase, “repetir, recordar, elaborar”. La pregunta que clínicamente nos hacemos, es en qué estadio recibimos al paciente para cada una de esas estaciones y cómo guiarlo sin forzarlo a avanzar más allá de sus posibilidades emocionales. Hablamos de una dialéctica entre memoria y olvido asociada a los fenómenos de una “pausa al dolor”, como buen uso del olvido, al servicio de rehacerse y recuperarse (Lecomte, 2003). No se interrumpe el trabajo inconsciente, pero se hace invisible. Esto crea una dramática por fuera y a distancia del sujeto mismo a la manera de una tregua que permite aplazar acciones inconducentes y producir acciones eficaces para preservar una cotidianeidad no invadida. Una cotidianeidad preservada permite el desarrollo o la puesta en actos de otras funciones del yo que al efectivizarse, alejadas de la vivencia de daño, permiten confirmar las áreas no afectadas por el daño y, desde esta posición, redimensionar los acontecimientos y su devastación, sentir que existe potencia de enfrentar la revisión del recuerdo y re-crear confianza. La pausa hace a la restauración del yo y evita que la persona se hunda en una desestructuración por ceder a la desesperación, postergando la indispensable adaptación a la realidad. Muchas veces este olvido aparece en términos de disociaciones: alguien puede contar y conmocionarse con la experiencia traumática de otro sin poder hablar de la suya propia ni entrar en contacto consciente con ésta.

En contraposición a esto, un vivo recordar compulsivo fija negativamente una memoria de un sufrimiento interminable, no estabiliza el daño y lo transforma en una herida insalvable, o en un recordar resentido o vindicativo.

Si relacionamos resentimiento (Kancyperl, 1991) y perdón (Lecomte, 2003), observamos que perdonar no es siempre olvidar, sino transformar el odio y aceptar un seguir viviendo a pesar del daño que el otro causó. Como acto simbólico, construye un futuro individual sin borrar el pasado. En la oposición resentimiento-perdón, el perdón opera reparatoriamente en la persona que perdona, mucho más que en la perdonada. El resentimiento que nunca perdona ni olvida, denota adherencia a figuras o escenarios detenidos, donde retorna solo el daño como acontecimiento insuperable. En este movimiento dialéctico participan el individuo, su entorno real y el imaginario colectivo. A su vez, el mandato familiar -o social- a olvidar entorpece la memoria individual y el proceso de duelo. Esta conminación al olvido queda al servicio de preservar una unidad narcisística familiar en peligro. Por ello, el recordar no se dirige específicamente al acontecimiento sino a la dramática que desplegó, a su experimentación sensible y a sus consecuencias.

 

Fortaleza y confianza

Las consecuencias de muchas situaciones traumáticas denotan tanto en niños como en adultos conductas ingratas y comportamientos marginales o distónicos con el medio. Un ejemplo de ello (Droeven, Grinschpun y Lewkowicz,) lo muestra la construcción de los lazos de hermandad por elección de los “chicos de la calle”. Se observa que estos vínculos autogestados por los niños son desestimados en el trato institucional que reciben por su orfandad. Por lo cual se anteponen e idealizan los parámetros de valor para un sistema familiar estándar por encima de los vínculos de fraternidad construidos espontáneamente entre ellos, obligándolos a una vincularidad forzada que ya no es funcional para su realidad. La consecuencia de ello es un comportamiento marginal de huida o distónico, que se categoriza como marginalidad irrecuperable cuando, en realidad, podría también interpretarse como una retraumatización impuesta institucionalmente.

Esto sugeriría cómo la repetición no proviene sólo del sujeto, sino también del “entorno”. El mismo puede funcionar reproduciendo y re-exponiendo a factores patógenos y violentos a igual título que los componentes traumatogénicos de la situación original. Una salida a esta situación es la provisión y facilitación de un medio ambiente que ampare al tiempo que no impida y reconozca la búsqueda de relaciones con modelos menos disfuncionales. Esto no se produce en un solo acto (Dryzun, 2004)), sino como un procesamiento en etapas intermedias, hasta lograr una pista de despegue que permita visualizar formas más definidas de recuperación. Los trabajos sobre resiliencia (Farquhar, Maccoby y Solomon, 1984; Fonay y col., 1994; Manciaux, 2003; Sanda, 1982) en poblaciones generales sometidas a disrupciones sociales importantes -guerra, inseguridad social, desempleo, terrorismo, totalitarismos- hacen pensar que se construye una ética particular de supervivencia que desconcierta y que se opone a ciertas costumbres sociales concertadas y consensuadas formalmente. El propio trauma y el propio proceso de superación muchas veces dejan afuera al sujeto de los contactos con redes sociales ya sea por desacoples ser-ambiente o por desacuerdos sobre lo consensuado como conductas esperadas de vinculación. El despliegue de capacidades de superación precisa de nuevos vínculos como interfase de experimentación, que no siempre son posibles dentro de los valores y leyes del entorno, que a su vez, muchas veces los condena a vivir en la apariencia e impone sobreadaptaciones (Dryzun, 2004).

 

Viñeta clínica

A fin de ilustrar los conceptos de fortaleza y vulnerabilidad en el marco asistencial presento el caso de Adriana, quien vino a la consulta con ansiedades hipocondríacas, paranoides y episodios de angustia desorganizantes. Aparecían tras situaciones de fuerte conmoción por incertidumbres frente a enfermedades o hechos que disparaban en ella escenarios de desvalimiento y catástrofe. Sin embargo, las situaciones puntuales relatadas carecían a los ojos del observador de la severidad que tenían para ella.

Asumía haber padecido un daño importante a su integridad, localizándolo en una intervención quirúrgica importante, que luego confirmó podría haberse evitado de haber sido suficientemente informada. Era costumbre en ella pedir pocas aclaraciones.

Iniciado el análisis y explorado más profundamente estos hechos, le afirmé que esto debía haber quedado como una marca muy fuerte y que parecía vivirlo como un secreto y un estigma con cierto carácter de humillante. Como efecto de esta intervención, empezamos a trabajar sobre escenas de su vida actual y pasada donde reaparecía un proceder habitual en la interacción: su entrega “confiada” a los otros, repetición desfavorable que incrementaba su desconcierto, inseguridad y desconfianza.

Comprendí que ella era muy sensible a las resonancias o disonancias que recibía de estas experiencias entre su cuerpo, ella y el entorno. Su consecuencia inmediata era una ansiedad de base muy desorganizante que activaba una creencia de gravedad o catástrofe inminente.

Sobre la actitud de entrega confiada se trabajó a través de múltiples experiencias de exposición, en las que ella pudo animarse a explorar la situación de expectativa-frustración-estilo de comunicación-interacción con la situación en sí misma y con el entorno. En este aspecto se avanzó, tanto dentro de la relación terapéutica como por fuera de ella, confirmando, entre otras cosas, sus sensaciones de que algo grave efectivamente podía sucederle, si ella no estaba siempre en alerta. Mi sensación contratransferencial era que debía existir alguna raíz de verdad material en ese estado de alerta y que no sólo era producto de su productividad en la fantasía. Ella estaba convencida que nadie podía cuidarla adecuadamente, contribuyendo esto a la consolidación de sentimientos de desamparo y consecuentes medidas de carácter persecutorio.

Entendí esto como una respuesta de defensa y a su vez un recurso de supervivencia que merecía alguna confirmación y que podría haber surgido en su pasado frente a hechos igualmente peligrosos, que no aparecían aún.

Desde estas exploraciones–experiencias, e instalada una plataforma de mayor confianza y seguridad, se activaron acciones que tendían a posicionarla como protagonista en estos escenarios vivenciados por ella como “catastróficos”. Así, también, creció una satisfacción de tipo narcisística sustentada en un incremento de su potencia y un sentimiento de superioridad personal limitado a ciertas situaciones puntuales.

Transferencialmente ella me atribuía un poder de acompañarla, asegurarla y afirmarla en estas exploraciones. La transferencia era positiva e idealizada. Se evitaban las mociones negativas y muchas veces costaba reconocer si avanzaba el proceso. No intenté desarmar la idealización sobre mi persona sino sostenerla, aunque introduciendo ciertos elementos de realidad, no ocultando rasgos propios de mi persona real si aparecían, evitando señalamientos enfáticos que pudieran aumentarla más, a fin de no apropiarme narcisísticamente de esta gratificación e incrementar la idealización más allá de un punto crítico necesario para Adriana.

Empezó paulatinamente a poder contradecirme, oponerse, disentir, o advertirme sobre temas surgidos en las sesiones, así como a direccionar o enfatizar sus intereses y posibilidades en correspondencia con lo que ella valoraba como sus objetivos prioritarios para la terapia. Se mantenía un lazo fuerte y positivo con el tratamiento.

A pesar de las intervenciones estándar y prototípicas que interpretaban conflictos, defensas, rasgos de personalidad, síntomas, estilos de reacción, Adriana no avanzaba en explorar situaciones de su pasado y, si las mencionaba, eran como títulos que me tiraba en la sesión y ahí quedaban a la espera de en un futuro “hacer algo con ellos”.

Tomé al principio esto como una resistencia, si bien me cuidé de formularla categóricamente. Advertí que en esta dinámica, ella se servía de las sesiones y sin fusionarse con la real percepción que ella tenía de mi como diferente y de la idealización sobre mi persona, se producían cambios notorios en su desarrollo vital cotidiano. Explorar escenas temidas en la realidad, afirmarla en dudas, mostró, entre otras funciones, una acción auxiliadora transferida en mi persona como Yo y Superyó auxiliar de acompañamiento, confianza y seguridad que le permitía crecer en su esfera intrapsíquica de transformación sin que interfiriera este aspecto, en que sea ella, cada vez más, la que decidiera sobre sus acciones, desde un estado más integrado del sí mismo.

Los episodios de angustia desorganizante y de ansiedades paranoides e hipocondríacas se espaciaron. Sus acciones y reacciones se tornaron moderadas y reflexivas, con mayor dominio sobre lo adverso y respuestas más operativas. Comprendió y aceptó la oscilación entre momentos de concordancia y entusiasmo de afirmación narcisística y momentos de frustración y discordancia que la sumían en angustia, pero que iban tejiendo otra relación con el entorno menos indiferenciada y dependiente hacia otra más dispuesta a las exploraciones independientes. La vivencia de potencia y eficiencia le mostraban su fortaleza. Entre estos episodios se abrían otros escenarios de sus potencialidades en el área profesional y social que habían sucumbido a inhibición o se habían desactivado totalmente.

Su psicoterapia se desenvolvió con muchas interrupciones que ella misma provocaba. Cuando podía avanzar más allá de una situación de urgencia para adentrarnos en otra dimensión del trabajo, daba por cerrada la exploración conmigo. Planteaba que no podía continuar pero cuidando mucho mi persona y el valor de la psicoterapia, en especial respecto de mi aceptación sobre su persona real y de cómo ella quería conducir su tratamiento y sobre que yo le admitiera que podía irse y podía volver cuando lo necesitara.

Cuando confirmó que contaba conmigo como un objeto diferente a sus objetos primarios y que era confiable y disponible a comprenderla en sus aspectos esenciales y motivaciones, la dinámica de las interrupciones se suspendió, dando lugar a un marco de mayor continuidad y profundizando de aspectos históricos que ella no aceptaba explorar inicialmente. Fue entonces que pudo alcanzar el insight de relacionar las angustias mencionadas, con el desamparo producido por acontecimientos infantiles, y que permitieron rebelar lo sabido no pensado: persecuciones políticas sufridas por ella y su familia, miedo y vergüenza por lo sucedido, discordancias entre madre y padre frente al peligro, persecución y riesgo de vida real sufrido por toda la familia, necesidad de ocultarse, inminencia cierta de alguna catástrofe, y el mandato materno pasado como actual de ocultar el pasado. Pudo comprender que el entorno familiar fue poco proveedor de sostén y seguridad y revisar cómo los acontecimientos vividos la expusieron a superar situaciones por encima de sus posibilidades y a solas, dándoles el mejor marco de salvación que ella pudo como niña. Así, también, recordó el intenso miedo e inseguridad sufridos por todos, la soledad sentida ante el reconocimiento de que su entorno estaba tan asediado y no podía ampararla así como ella tampoco podía amparar al entorno para que, a su vez, éste la protegiera más adecuadamente. Pudimos comprender cómo se hacía la chiquita para hacerlos sentir grandes encubriendo de esta forma su pequeñez real y la real pequeñez de los grandes. Al reconocer las fallas primarias del medio ambiente para comprender sus vivencias de precariedad y desamparo y las persecuciones reales a las cuales se vio sometida toda la familia, se posibilitó la revisión y modificación de su posición asumida como empobrecida y carente de recursos. Pasó de considerarse “la tonta que confiaba en todos”, a ponderar las condiciones adversas que pudo superar y advertir sus puntos de fortaleza, recursos personales y su propia lógica de superación en el recuerdo de los desafíos enfrentados.

Para concluir, muchas de las líneas teóricas presentadas (Bleichmar, H., 1997,Droeven, Grinschpun y Lewkowicz, 2002 5-7-20-25-27-43), plantean que la elaboración de una situación traumática depende de un potencial narcisístico primario mínimo, fuerte y flexible, para soportar futuros abandonos o afrentas, que debe conservarse a salvo, pero que depende de posteriores confirmaciones suficientemente repetidas de reaseguramiento del entorno. Este potencial (Fonagy y col., 1994; Lebovici, 1995; Viñar, 2004), permite pensar en las competencias parentales del sistema niño-padres / ser–ambiente, que señalan:

·       Los padres no son el único modelo posible para el niño. Son posibles otros modelos identificatorios alternativos y positivos que respondan sensiblemente a las necesidades de cada niño. Aunque las identificaciones disfuncionales no puedan ser eliminadas, las nuevas podrían ejercer un balance compensatorio entre factores de vulnerabilidad y de fortaleza. No todo depende de los vínculos primarios sino también de la reorganización vincular posterior.

·       Estudios epidemiológicos sobre poblaciones sometidas a situaciones traumáticas mostraron que el reconocimiento de los factores de vulnerabilidad y fortaleza y el trabajo sobre éstos en la red comunitaria representa, a veces, el único elemento de salvaguarda de la integridad psíquica del niño.

·        Si los puntos 1 y 2 abren una ruta de esperanza, no definen predictibilidad ni garantías prospectivas: siempre hay un umbral más allá de las capacidades defensivas y adaptativas que desbordan.

La simultaneidad en el plano de los procesos de maternización individuales y los procesos sociales que sostienen al sujeto en las comunidades crean la necesidad de asistencia por igual a quienes no tengan medios para reaccionar. Esto marca una intersección crítica compleja entre individuo y colectividad, porque abre una brecha en relación a la desigualdad del destino personal en términos de las diferencias individuales y restricciones sociales.

La maternización y los sistemas sociales de contención y seguridad, comparten una interfase: la importancia estructurante de la “confianza”. La confianza es un sentimiento ganado y aprendido en la experiencia. Sus raíces en la personalidad son profundas y su solidez se logra a través de confirmaciones y re-confirmaciones cotidianas, acumulativas e invisibles (Foucault, 1998). La “confianza” es memoria de una necesidad satisfecha, de una promesa cumplida, o de una incumplida pero compensada oportunamente por un consuelo realmente recibido. La confianza en uno mismo nace de la confianza del otro en uno mismo y de uno en el otro. Sólo se puede sentir “ser uno mismo” si antes otro nos ha confirmado como persona. Confirmación que resguarda una sensación única y necesaria sobre la certeza incuestionable del sentimiento de existencia. Como tal, se opone a la indiferencia del objeto y su efecto devastador. Trabajar para la provisión y recuperación del sentimiento de seguridad, potencia y confianza, son tareas conjuntas del sujeto y su núcleo familiar, del sujeto y su red social, así como, constituyen objetivos activos del paciente y del analista en su proceso terapéutico.

 

 

 
 
 
DAÑO
Estimación subjetiva de posible amenaza y de pérdida de la potencia personal para enfrentarla.
 
Remite siempre al pasado y es memoria de un sufrimiento que marcó al sujeto. Presenta una atribución estática de significación, que implica un sentimiento de fragilidad, inferioridad o vulnerabilidad. Afecta las representaciones del yo y del narcisismo .



DESAFÍO
Posición subjetiva de afirmación y autoconfianza del sujeto, que ubica las acciones en el futuro .
 
Muestra al sujeto identificado  con la certidumbre sobre la posibilidad  , con la estimación anticipada, de que transitando esa experiencia  podrá obtener alguna ganancia  en beneficio del crecimiento personal. 
 
No es invulnerabilidad y supone enfrentar una adversidad .



 
 
ØINTERVENCIONES EN PSICOTERAPIA
Reconocer el sufrimiento y el acontecimiento
ØEvitar reproducir transferencialmente las condiciones iniciales del enfermar.
ØPromover la ganancia de confianza en los objetos y en el analista.
ØExplorar el acontecimiento y las experiencias emocionales del contorno y entorno.
ØIdentificar los objetos traumatogénicos y  los protectores.
ØReconocer los recursos de sobrevivencia.


 
 
ØINTERVENCIONES EN PSICOTERAPIA
Explorarlos en experiencias pasadas o actuales para fortalecerlos . Representan objetos estructuradores , con status transitorio o rudimentario .Permiten sentimientos de coherencia y cohesión subjetiva.
ØDesacentuar en el trabajo asistencial las debilidades, carencias o formas compensatorias como defectos.
ØDesacentuar las formas viciadas de la psicopatología y acentuar las formas naturales y propias de superación como recursos y logros.


 
 
ØINTERVENCIONES EN PSICOTERAPIA
Explorar zonas de experiementación sensible.
ØHablar del pasado doloroso sin abrumar.
ØReconocer al tercero auxiliador por fuera de la psicoterapia
Ø Respetar un tiempo de pausa. Impasse  “al dolor” .
ØUso operativo de la memoria y el olvido .
ØRecordar compulsivo / olvidar radical.


 
 
ØINTERVENCIONES EN PSICOTERAPIA
Permitir explorar una escenario distanciado del trauma  que lo negativiza transitoriamente.
ØPermitir distancias alejadas de lo amenazante  y el dolor. Ayuda a rehacer el yo.
ØAyudar a construir o avalar las zonas de cotidianeidad preservada  del daño y la devastación .
ØAllegarse a la lógica propia de sobrevivencia que implica una ética particular que construyó el sujeto.



CONFIANZA
La confianza es memoria de una necesidad  satisfecha, de una promesa cumplida o de una promesa incumplida  pero sustituida por un consuelo oportunamente recibido




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