aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 035 2010

Neurociencia de los trastornos borderline y sus correlaciones con la psicoterapia. Parte I

Autor: Garnés-Camarena Estruch, Oscar

Palabras clave

Borderline, psicoterapia, Neurociencia, Neuropsicoanalisis, Trastorno borderline de personalidad, Tlp, Trastorno limite de personalidad.


El objetivo de este trabajo es sugerir algunas posibles reglas de correspondencia entre los descubrimientos recientes de la neurociencia del trastorno de personalidad borderline y algunos modelos psicoterapéuticos de orientación dinámica. Con ello, espero contribuir al estudio de la validez interna de la psicoterapia de orientación dinámica.

Para tal fin, expongo en un primer capítulo un resumen de los conocimientos más destacados de la neurociencia de este trastorno, partiendo de modelos bioquímicos, e integrándolos en los sistemas dinámicos más complejos que constituyen las redes neuronales de asociación.

En el segundo capítulo, que se publicará en el próximo número de Aperturas, expondré un resumen de los principios de acción terapéutica de algunas corrientes de pensamiento de orientación dinámica, estableciendo paralelismos con lo expuesto en el anterior capítulo. El énfasis está puesto en los aspectos técnicos propuestos por la ‘terapia centrada en la transferencia’ (Kernberg), ‘terapia basada en la mentalización’ (Fonagy), ‘atención al proceso cercano’ (Gray), y su aplicación al ‘sistema modular-transformacional’ (Bleichmar).

El trastorno límite de personalidad o borderline comienza a esbozarse como entidad diagnóstica en la década de los 40, ante la necesidad de  categorizar a un grupo de pacientes que presentaban tanto rasgos esquizofreniformes como neuróticos, pero no lo suficientemente definidos como para ser catalogados en una u otra entidad. Como punto de partida se estableció el diagnóstico de ‘esquizofrenia pseudoneurótica’ (Hoch y Polatin, 1949), que fue posteriormente revisado por Robert Knight (1954), quien acuñó el término ‘trastorno borderline’ con algunas limitaciones referentes a la capacidad de organización, control de los impulsos y funcionamiento racional. En la década de los 60, Grinker y col. (1968) aportaron un nuevo modelo descriptivo basado en un continuo de síntomas que permitiría clasificar en cuatro grupos a estos pacientes, desde el espectro neurótico hasta el psicótico (border psicótico, síndrome borderline central, grupo ‘como si’ –definido anteriormente por  H. Deutsch- y border neurótico).

Kernberg, en la década de los 70, encuadró a este grupo de pacientes bajo una perspectiva psicoanalítica, aplicando una combinación de la psicología del yo y de las relaciones objetales. A diferencia de la epistemología descriptiva predominante de la época (fundamentalmente de autores como Grinker), la definición por parte de Kernberg de ‘organización borderline de la personalidad’ permitía un acercamiento no sólo a la fenomenología descriptiva, sino también a la estructura de este trastorno, la cual sería, además, la base de otras caracteropatías (como la personalidad narcisista, antisocial, esquizoide, paranoide y ciclotímica). Las diferencias entre estas entidades diagnósticas quedarían definidas por la diferente combinación de cuatro criterios estructurales básicos: debilidad yoica, predominio del proceso primario, operaciones defensivas específicas y relaciones de objeto patológicas.

Autores como Akiskal (1985) y Stone (1980) consideraron que, debido a la alta prevalencia de depresión entre los pacientes borderline, este trastorno podría ser entendido como una presentación atípica de la depresión. Fyer y col. (1988) sostuvieron que el diagnóstico de trastorno borderline se aplicaba con mucha frecuencia a un grupo heterogéneo de pacientes que presentaban síntomas compatibles con otros diagnósticos. Concretamente, hallaron que el 91% de los pacientes presentaban síntomas compatibles con un segundo diagnóstico, y en un 42% de los casos, hasta tres diagnósticos.  Paralelamente, Zanarini y Gunderson (1990) aplicaron una sistemática descriptiva con la que identificaron rasgos singulares de la enfermedad que ya comenzaba a denominarse ‘síndrome borderline’.

De este modo, anteriormente a la inclusión del ‘trastorno de personalidad borderline’ en el DSM-III, había –predominantemente- dos posicionamientos teóricos claramente diferenciados: de una parte el modelo de organización estructural de Kernberg centrado en la psicodinámica del trastorno, y por otra, una aproximación a un síndrome complejo basada en la fenomenología descriptiva.

En 1980 el diagnóstico ‘trastorno de personalidad borderline’ fue incluido en el DSM-III como “un modelo establecido de inestabilidad en el estado de ánimo, relaciones interpersonales y la propia imagen personal, manifestándose al principio de la etapa adulta en el individuo y estando presente en una variedad de contextos…”; para el diagnóstico se requería la presencia de al menos cinco de un total de ocho síntomas (tabla 1). Esta nueva clasificación resultaba de gran importancia con vistas a poder elaborar un diagnóstico con el que predecir una serie de situaciones o desenlaces, que sucedían con cierta probabilidad al tratar con estos pacientes (fluctuaciones dramáticas de su estado de ánimo, llamadas de atención con expectativas de exclusividad, contratransferencia que inducen en su trato con otros individuos, arrebatos de impulsividad ante el abandono, falta de respuesta terapéutica…).

TABLA 1. Criterios DSM-III

1.            Historia de relaciones interpersonales inestables e intensas, caracterizadas por la alternancia extrema entre idealización y devaluación.

2.            Impulsividad en al menos dos áreas potencialmente perjudiciales, como el gasto sin control, promiscuidad, abuso de sustancias, robo, y atracones alimenticios.

3.            Inestabilidad afectiva con cambios de estado que alcanzan la depresión, irritabilidad o ansiedad, prolongándose generalmente unas horas y raramente unos días.

4.            Estallidos de ira o falta de control de agresividad.

5.            Amenazas de suicidio. Automutilación.

6.            Identidad confusa de manera marcada y persistente reflejada en su incertidumbre sobre al menos dos de los siguientes: imagen de sí mismos, orientación sexual, objetivos a largo plazo, opciones profesionales, tipo de amigos deseados o valores morales.

7.            Sentimientos crónicos de vacío o aburrimiento.

8.            Esfuerzos frenéticos por evitar un abandono real o imaginario.

Coincidiendo con la aparición del DSM-III, la psiquiatría de orientación biologicista comenzó a proliferar, y con ella numerosos estudios sobre las bases neurológicas del trastorno bordeline. Entre los hallazgos de esta década destacan además la clara diferenciación del trastorno borderline de otras entidades como la esquizofrenia o la depresión, el hallazgo de una llamativa falta de respuesta a diversos fármacos y una sugerente analogía con el trastorno de estrés postraumático. Herman (1992) consideró que el síndrome borderline en realidad se trataba de una presentación disfrazada de un trastorno de estrés postraumático. Fue años después cuando se logró delimitar las fronteras entre ambas, de tal modo que el haber experimentado una historia de trauma no constituía per se una condición suficiente (¡y tampoco necesaria!) para desarrollar un trastorno borderline.

Paralelamente, autores como Gunderson (1984; 1989) o Waldinger (1984; 1987), plantearon que el hasta entonces hegemónico psicoanálisis sólo ofrecía escasa eficacia terapéutica. Esto, unido al auge que experimentó la psicología relacional, condicionó una sustitución progresiva de la técnica analítica por otros nuevos modelos con objetivos terapéuticos más modestos (Gunderson 2009).

En la década de los 90, la psiquiatría biológica cobró más auge, empleando la terapia cognitivo-conductual como método coadyuvante a la farmacoterapia. En 1994 se publicó el DSM-IV, con apenas variaciones en cuanto al trastorno borderline (se incluyó como requisito fundamental la presencia de una ‘notable impulsividad’, y como manifestación posible, ‘episodios psicóticos breves en relación con situaciones de estrés’). Durante una reunión del grupo a cargo de la confección del DSM-IV, Cloninger y col. (1993) formularon una duda que cuestionaba al trastorno de personalidad borderline como entidad diagnóstica propiamente: ‘¿seguiría un paciente siendo borderline si remitieran sus síntomas con medicación?’.

La controversia que generaba esta cuestión residía por una parte en el desconocimiento que por entonces se tenía de la neurobiología subyacente a este trastorno, y también por la dificultad conceptual que aparecía al considerar que un trastorno de personalidad pudiera ser reversible con una medicación de la que se desconocía su mecanismo de acción. En este contexto, Siever y Davies (1991) propusieron un modelo explicativo que consideraba la existencia de dos vías biológicas fundamentales para explicar la fenomenología borderline: ‘disregulación afectiva’ (mediada por hiperreactividad del sistema noradrenérgico), y ‘conductas descontroladas’ (mediada por un balance de serotonina reducido). De este modo, el debate sobre la etiología del trastorno borderline quedó delimitado a dos condiciones: disregulación afectiva o disregulación de agresividad.

Pero una definición tan escueta como abarcativa para una fenomenología tan compleja solucionó sólo en parte el problema de definir al trastorno borderline como una entidad patológica diferenciada; de hecho, la falta de correlaciones biológicas para el trastorno borderline, unido al creciente conocimiento que en años posteriores se tuvo sobre la enfermedad bipolar, condicionó a muchos autores a considerar la condición borderline como una variante de ésta (Akiskal, 1999).

En materia de investigación clínica es de destacar el optimismo despertado por los buenos resultados que comenzaron a mostrar los estudios a largo plazo iniciados en la década de los 80 y 90 (Gabbard, 2000), aplicando diversos tipos de psicoterapia.   Stevenson y Meares (1992) reportaron buenos resultados después de tratar durante un año a pacientes límite a los que aplicaron una terapia psicoanalítica basada en la teoría del self.

En otro ámbito teórico de trabajo, Linehan (1991) propuso su ‘terapia  conductual dialéctica’, mediante la cual, el cambio terapéutico estaría facilitado por la hasta entonces revolucionaria habilidad del terapeuta de actuar como un entrenador, mostrando frecuentemente validación empática, tratando de fomentar las habilidades del paciente y dirigiendo la atención de éste hacia focos de tratamiento específicos. Usando una combinación de terapia individual y grupal, y centrando el foco terapéutico en las actitudes autolesivas y suicidas, obtuvo resultados significativos y un menor uso de medicación. 

En sus estudios sobre el desarrollo infantil, Fonagy (1995) sugirió que las alteraciones de éste contribuían a la ontogénesis del trastorno borderline. Basándose en los trabajos previos de Winnicott y en la teoría del apego de Bowlby, Fonagy (1999) definió el concepto de ‘mentalización’ como pieza fundamental para el desarrollo de la condición borderline, y aportó la ‘terapia basada en la mentalización’ como un modo válido de corregir el trastorno. Bajo tal denominación se englobaba la tarea de fomentar que el paciente desarrollase la capacidad de distinguir sus estados mentales propios de los ajenos, mediante una técnica no invasiva, no interpretativa.

La primera década de este siglo se ha caracterizado por un cambio en la tendencia de la psiquiatría biológica en cuanto a su modo de conceptuar la etiología de los trastornos mentales. Gracias al exponencial avance de nuevos medios técnicos para determinar la actividad cerebral, los nuevos paradigmas explicativos han pasado de contemplar la acción de los neurotransmisores a fijar la atención en niveles superiores de complejidad, como las redes neuronales.

Resultan revolucionarios para esta época los hallazgos de Torgersen y col. (2000) en cuanto a la heredabilidad del trastorno Borderline, que situaron en un 68%, equilibrando con esto la tendencia predominante a considerar esta enfermedad como el subproducto exclusivo de un desarrollo infantil alterado.

Gunderson (2009) considera que estos dos nuevos aspectos (heredabilidad y buenos resultados terapéuticos) han sido la clave para que la condición diagnóstica ‘Borderline’ haya pasado a primer plano en las instituciones públicas y privadas -americanas-.

En 2001 la Asociación Psiquiátrica Americana publicó una guía clínica para el abordaje del trastorno de personalidad borderline. Curiosamente, desde entonces no se ha editado ninguna actualización de esta guía, a pesar de haber un marcado predominio del número de publicaciones sobre este trastorno de personalidad borderline en comparación con otros (Oldham, 2001). Esta guía sugería como procedimiento terapéutico fundamental la aplicación de la psicoterapia, y como método accesorio centrado en el síntoma, la farmacoterapia. Dentro de la primera, destacaba la terapia conductual dialéctica, terapia cognitiva, psicoterapia centrada en la transferencia, y terapia cognitivo-analítica.

El hecho de que se incluyera una modalidad puramente psicodinámica (el modelo de psicoterapia centrada en la transferencia propuesto por Kernberg, 1976) supuso un resurgimiento de la validez del psicoanálisis dentro de la Asociación Psiquiátrica Americana, que había mostrado escaso reconocimiento al psicoanálisis desde las aportaciones de Kernberg en los años 70; y esto a pesar de las contribuciones que hicieron Rinsley (1988), Adler (1985), Hoke (1989), Stevenson-Meares (1995), Gabbard (1997), Meares (1999) y Bateman-Fonagy (1999). Estudiando diversos aspectos vinculados con la patología borderline, estos autores aportaron evidencia sobre la eficacia de la psicoterapia de orientación psicoanalítica para el tratamiento de estos pacientes. Pocos años después, Clarkin, Yeomans y Kernberg (2007) publicaron un estudio que mostraba suficiente evidencia empírica como para reafirmar la ‘terapia centrada en la transferencia’ como un método eficaz en el tratamiento de la enfermedad borderline.

En el año 2006, la ‘alianza de organizaciones psicoanalíticas’ publicó el primer manual para el diagnóstico de la patología mental, PDM, bajo un enfoque psicoanalítico. Este extenso volumen aporta una versión complementaria a los criterios de clasificación del  DSM-IV. Dividido en tres secciones, aborda de manera secuencial la patología mental, describiendo en primer lugar los rasgos caracteriales del paciente (eje P); posteriormente trata de una manera más detallada (eje M) diversos aspectos del funcionamiento mental (tabla 2), y finalmente se centra en los síntomas que el propio paciente refiere (eje S). La estructura del DSM-IV se asemeja a este último apartado. Resulta destacable que el trastorno borderline es considerado por el PDM como una ‘organización de la personalidad borderline’, no como una estructura de personalidad propiamente dicha. Es decir, la tipificación ‘borderline’ respondería al encuadre dentro del espectro neurótico-psicótico de cualquier estructura de personalidad, con independencia de su particular configuración del funcionamiento mental (eje M). 

TABLA 2. Eje M del Psychodynamic Diagnostic Manual: funcionamiento mental.

1.    Atención, regulación, aprendizaje.

2.    Capacidad de mantener relaciones sociales y de intimación.

3.    Nivel de experiencia interna. Autoestima.

4.    Capacidad para la comunicación afectiva.

5.    Habilidades defensivas.

6.    Capacidad de formar representaciones internas.

7.    Capacidad de diferenciación e integración.

8.    Nivel de auto-observación y autocrítica.

9.    Estructuración y presencia de ideales.

Volviendo al trabajo de Torgersen (y a su descubrimiento de un importante componente hereditario, y una buena respuesta terapéutica para el trastorno borderline), cabe mencionar la repercusión que tanto este como otros trabajos de temática similar han podido tener en la confección del borrador del DSM-V; este manual preliminar contempla una drástica reducción de número de trastornos de personalidad (de 10 a 5), basando este recorte en la abundante comorbilidad y solapamiento de diagnósticos que presentaba el DSM-IV, en la limitada validez de algunos subtipos, en la clasificación arbitraria de síntomas en compartimentos estancos aparentemente poco relacionados entre sí, así como en la falta de correlación neurobiológica en cuanto a etiología y fisiopatología. Otros cambios que incluye este borrador van encaminados hacia la determinación de la patología mental como un espectro continuo de síntomas.

De este modo, el modelo propuesto de categorización diagnóstica ya no exigiría la presencia de un número determinado de síntomas, encajables en categorías específicas, sino una descripción narrativa del tipo de personalidad predominante, complementado con unos rasgos de carácter (estandarizados en seis tipos), que a su vez se presentan con una intensidad determinada (clasificada en 5 niveles). El trastorno de personalidad borderline queda reafirmado dentro de este nuevo modelo de funcionamiento.

Resulta interesante contrastar algunas analogías del borrador del DSM-V con el modelo propuesto por el PDM, fundamentalmente en lo referente a la concepción cualitativa de la enfermedad mental que ambos promueven, así como por la descripción de cualquier patología como un espectro continuo; sin embargo, las diferentes hipótesis etiológicas diferencian claramente ambas proposiciones. En el caso que nos ocupa, la principal diferencia se sitúa en la concepción del trastorno borderline como ‘estructura de personalidad’ (DSM V) o como ‘organización de personalidad’ (PDM), entendida ésta como el conjunto de condicionantes y manifestaciones que podrían afectar a cualquier estructura de personalidad. De esta diferencia se desprende el carácter dinámico y modular que ofrece la teoría psicoanalítica.

Recientemente, Steven Hyman y Bruce Cuthbert han propuesto un revolucionario método de clasificar la patología mental (Miller G, 2010). Lo novedoso de este método reside en que ya no se trataría de clasificar a los pacientes en base a sus manifestaciones fenomenológicas, sino que se establecería el diagnóstico partiendo de “circuitos neuronales identificables”. Concretamente han esbozado hasta cinco ‘dominios’ o ámbitos de funcionamiento mental que estarían presentes en sujetos sanos (emocionalidad positiva, negativa, procesamiento cognitivo, social y sistemas de regulación). Dentro de cada dominio, establecen subapartados que se corresponderían bien con determinadas áreas anatómicas, funcionales, o bien con redes neuronales más complejas (resultado de la asociación entre distintas áreas anatómico-funcionales). Según estos autores, las manifestaciones extremas de alguno de estos dominios (o sus combinaciones) se corresponderían con los diversos síntomas de las enfermedades mentales.

Este cambio de enfoque presupone que los diversos síntomas que observamos tendrían su origen en alteraciones a nivel cerebral (ya sea a nivel genético, molecular, bioquímico o tisular) y, por tanto, nos podrían conducir a una comprensión fisiopatológica más “real”. Consecuentemente, estos autores consideran que las intervenciones terapéuticas que consigan estar basadas en este modelo serán más específicas (pues atenderían a las causas últimas de la patología) y por tanto de mayor efectividad.

Dentro del ámbito de la psiquiatría biológica, cabe destacar los diferentes modelos explicativos de la psicopatología que están basados en el estudio de neuropéptidos. Este clásico método de estudio que se inició hace más de dos décadas, consiste en evaluar un único agente -neuropéptido- de diversos modos (midiendo niveles en LCR, su respuesta a tests de provocación, mediante estudios genéticos y/o estudios de neuroimagen), y determinando los efectos que va produciendo en diferente áreas cerebrales. Contrastando estos resultados con los hallazgos clínicos, se establece una correlación clínico-patológica con la que se intenta explicar en términos bioquímicos el amplio espectro fenomenológico de la patología mental.

Respecto al trastorno de personalidad bordeline, encontramos referencias indirectas en los estudios pioneros de Asberg (Asberg y col. 1976), Brown (Brown y col. 1989), Linnoila (Linnoila y col. 1983) y Coccaro (Coccaro y col. 1989, 1990), quienes estudiaron la relación inversa entre niveles alterados de serotonina en el LCR y la presencia de agresividad impulsiva. Estos resultados son paralelos a los hallados posteriormente por Arango y Soloff. Estudiando las autopsias de un reducido grupo de pacientes fallecidos por suicidio, ambos grupos de trabajo concluyeron que la densidad de receptores de serotonina en la corteza prefrontal era llamativamente superior a la hallada en las autopsias de sujetos sanos, sugiriendo que este hallazgo podría ser la consecuencia de un déficit crónico de serotonina en la población con conductas suicidas (Arango y col. 1990, Soloff P.H. y col. 2007).

En años recientes, el papel de la serotonina en las conductas agresivas ha sido estudiado mediante la aplicación de tests de provocación con fármacos, evaluando una determinada respuesta hormonal (Ng Yin Kin y col. 2005), y por medio de estudios genéticos, sugiriendo la posible implicación sinérgica de multitud de genes de pequeño efecto, que afectarían tanto a la serotonina como a sus receptores (New A. y col. 2008).  

Aunque la serotonina ha sido el péptido más estudiado, hay otras moléculas que se cree están implicadas en la génesis de algunas características de los pacientes borderline. Los opiodes han sido relacionados con los episodios disociativos y con las conductas autolesivas, pues se cree que son mediadores del umbral sensitivo que se encuentra alterado en estos pacientes (Stanley B, 2010). De hecho, se ha hallado un aumento de receptores m en la corteza orbitofrontal y amigdala izquierda, en respuesta a un déficit de opiodes en el LCR (Prossin, 2008), así como un polimorfismo de uno de los  receptores opioides (OPRM1) que podría sugerir una vulnerabilidad genética para alteraciones en el umbral del dolor y para los estados disociativos. 

La oxitocina ha sido relacionada con algunos aspectos relacionales del trastorno bordeline, concretamente con la capacidad de detectar estados emocionales en otros individuos (Domes G y col. 2007), y con la capacidad de codificar en la memoria implícita aquellas interacciones sociales positivas (Guastella y col. 2008), mientras que se cree que la vasopresina está implicada en los estallidos de  agresividad (estudios preliminares en mamíferos). Debido a algunas interacciones observadas entre los sistemas opioide, oxitocina y vasopresina, parece que los tres podrían formar la tríada fisiológica del apego en los mamíferos (Hart S. 2008). 

Por otra parte, Nemoda ha estudiado la posible relación de la dopamina en el trastorno de personalidad borderline (Nemoda Z. 2010), sugiriendo que la alteración de los receptores D2 y D4 de la dopamina (que predominan en la corteza prefrontal) pueden condicionar una mayor vulnerabilidad para el desarrollo de la enfermedad borderline. Se cree que niveles elevados de receptores de dopamina promueve comportamientos de riesgo, y que un aumento excesivo de la dopamina condiciona un descenso en los niveles de serotonina (Hart S. 2008). En línea con estos planteamientos se encuentra el estudio de Fiedel, quien a través de una revisión de artículos sobre el efecto de la dopamina en modelos humanos y animales, sugiere que ésta estaría implicada en el procesamiento de la emoción, cognición e impulsividad (Friedel R.O. 2004).

Gurvits, en una revisión bibliográfica sobre la implicación de los neurotransmisores en el desarrollo del trastorno de personalidad bordeline, añade la posible implicación de otros péptidos como la acetilcolina, noradrenalina y GABA (Gurvits, 2000), en cuanto que éstos se consideran implicados en procesos que intervienen en esta patología, como son el sueño REM, los estados de hipervigilancia y los sistemas de retroalimentación negativa, respectivamente.

La principal consecuencia práctica de los modelos de neuropéptidos se traduce en los beneficios aportados por la farmacoterapia, pues aquellas moléculas que se han  mostrado relacionadas con los diferentes cuadros clínicos han sido y siguen siendo objeto de intensa investigación farmacéutica. No obstante, desde que se iniciaron estudios con fármacos en los pacientes borderline (1967), hasta el último meta-análisis publicado al respecto (2009), resulta llamativo lo contradictorio de algunos estudios en cuanto a su efectividad (Mercer y col. 2009).

Además, este modelo deja sin resolver varias cuestiones, entre ellas la de si las alteraciones bioquímicas halladas son la causa del trastorno o bien una consecuencia de éste (Gurvits 2000, Rutter 2008).

La respuesta a esta cuestión trasciende tanto a la epistemología como a la terapéutica. Suponiendo que las alteraciones bioquímicas sean por sí mismas causa de una enfermedad mental como el trastorno borderline, quedaría pendiente la evaluación de los procesos por los que, en un determinado momento, un individuo desarrolla tales alteraciones bioquímicas que le dirigen hacia una patología con unas características tan específicas que nos permiten clasificarla como una entidad. Es decir, debido a que se observa un predominio de determinados síntomas en una población estudiada, cabría esperar también un predominio de unas alteraciones bioquímicas concretas, así como una alta especificidad de dichas alteraciones para la sintomatología en cuestión.

Si bien el primer aspecto muestra una tendencia estadísticamente significativa (según lo colegido por los autores anteriormente expuestos), el segundo resulta más controvertido, ya que la gran cantidad de neurotransmisores funcionantes en el sistema nervioso central que están implicados en procesos de  índole muy diversa, entretejen sus acciones a un nivel de procesamiento de información que se sitúa alejado del producto final que observamos. Son, por tanto, mediadores implicados en la percepción, procesamiento y ejecución de tareas, y como tales, precisan de un sustrato anatómico sobre el que operar para obtener unos resultados más específicos (Schore 2003, Peled 2008). Este sustrato comienza con el nivel más básico de funcionamiento, las conexiones sinápticas de las neuronas, por medio de las cuales se establecen redes de asociación que operan a un nivel muy básico. Es la integración posterior de diversas redes neuronales lo que permite el procesamiento de unidades de información cada vez más complejas, siendo ‘el comportamiento’ el producto final de la actividad sinérgica de todos estos estadios intermedios.

Por tanto, entender la fisiopatología mental en base a alguno de sus elementos (como son los neuropéptidos) en vez de contemplar la acción conjunta y estratificada propia de un órgano tan complejo como el cerebro, no hace sino reducir nuestro entendimiento del funcionamiento cerebral a procesos de temática mecanicista, cuantificando el resultado en función de la suma de sus partes implicadas.

En las últimas dos décadas la neurociencia ha experimentado un gran avance gracias a la aparición de nuevos y revolucionarios métodos para evaluar la actividad cerebral, hecho que ha condicionado un cambio en el modo de entender la enfermedad mental. En lineas generales, se pueden clasificar estos métodos entre aquellos que estudian la funcionalidad de partes del cerebro frente a los que evalúan su morfología.

Desde comienzos de la década de los ochenta, se ha usado el electroencefalograma para la evaluación de los cuadros clínicos de disfunción cerebral (Lis E. 2007), pero fueron Cowdry y col. quienes aplicaron esta técnica por primera vez al estudio del paciente borderline, sugiriendo  una posible disfunción neurofisiológica (Cowdry y col. 1985). Posteriormente, otros autores han sugerido que los episodios traumáticos en la infancia podrían ser un factor determinante para el funcionamiento cerebral anormal en la edad adulta, hecho que a su vez conduciría al trastorno borderline (Zanarini 1985, en Lis E 2007). Recientemente, Meares ha observado que los pacientes borderline manifiestan un patrón electroencefalográfico similar a grupos poblacionales de edad inferior. Concretamente halló un aumento de amplitud en la región prefrontal, así como una falta de habituación a estímulos repetidos. Con estos resultados, sugirió la presencia de un déficit de maduración en algunos aspectos, como el control de la respuesta emocional o el aprendizaje a través del condicionamiento, ambos relacionados con el desarrollo de un self cohesionado.

La implementación de la resonancia magnética permitió medir la morfología de las estructuras cerebrales. Aplicado a la patología borderline, autores como Lyoo y Driessen llevaron a cabo a finales de los 90 los primeros estudios descriptivos de áreas prefontales y límibicas, respectivamente (Lis E. 2007). Desde entonces son muchos los autores que se han dedicado al estudio por RM de la patología borderline, evaluando numerosas áreas anatómicas como la amígdala, hipocampo, lóbulos frontales, parietales, sustancia gris frente a sustancia blanca, asimetría entre los hemisferios derecho e izquierdo, etc.

Mediante el empleo del PET y el SPECT, se ha podido medir  aspectos funcionales del cerebro, cuantificando el grado de vascularización y metabolismo en determinadas áreas cerebrales, abriendo con ello un nuevo campo de estudio dentro de la neurociencia: la psiconeuroendocrinología. Aplicando esta técnica al estudio de los pacientes borderline, se ha podido evaluar la actividad metabólica cerebral ante diversos estímulos estandarizados, como la exposición a imágenes de abandono o de diversas expresiones faciales (Mauchnik J. 2010).

Los resultados de estos estudios, en ocasiones contradictorios, han permitido la formulación de hipótesis sobre la fisiopatología cerebral. Además de por posibles fallos en el diseño de los estudios, especialmente en lo referente al escaso tamaño muestral, la principal explicación que estos autores proponen para aclarar tal contradicción reside en la frecuente coexistencia de síntomas que son compatibles con otras entidades diagnósticas y que podrían actuar como factores de confusión. Así, para poder establecer criterios de causalidad entre la fenomenología clínica y los hallazgos de la neurociencia, Lis y col. proponen diseñar los estudios atendiendo a posibles factores de confusión, como por ejemplo la coexistencia de depresión o de estrés postraumático en pacientes borderline (Lis E. y col. 2007).

Además, no hay que olvidar el hecho de que los estudios mencionados han evaluado el cerebro mediante técnicas que describen bien la funcionalidad o bien la morfología y, por tanto, no pueden ofrecen en sus resultados criterios fidedignos de causalidad. Puede que por medio de la integración de estudios ‘estructuralistas’ y ‘funcionalistas’, aplicados a una misma cohorte de pacientes, se llegue a obtener resultados más reproducibles en el ámbito de la neurociencia y, a su vez, lleguen a estar más próximos a ofrecer un complemento a las teorías psicodinámicas de la mente.

Otra cuestión implicada en la génesis de la patología mental nos remite al origen genético de las citadas alteraciones (tanto estructurales como funcionales). En este punto, los hallazgos científicos de que disponemos orientan hacia una predisposición genética que actuaría como un medio facilitador de enfermedad, y dependiendo de la especificidad del gen en cuestión,  también podrían actuar como un medio proveedor (Schore, 2003). El medio facilitador, en cuanto que es condición necesaria pero no suficiente, precisa de un catalizador para que se produzca la enfermedad. Este catalizador bien pudiera ser una alteración acontecida en cualquier estadio del desarrollo cerebral que comienza intraútero y se prolonga de una manera intensiva durante los primeros años formativos, disminuyendo marcadamente su intensidad hacia el final de la pubertad, y alcanzando una fase de meseta hacia la mediana edad. A su vez, las alteraciones del desarrollo cerebral estarían directamente influenciadas por las experiencias propias del individuo en cada periodo de su ciclo vital.  Por tanto, la probabilidad de desarrollar una enfermedad mental –como el trastorno borderline- quedaría marcada por la articulación de las vicisitudes propias de cada individuo (en su interacción con el medio), y su particular dotación genética. 

La neuropsicología del desarrollo que estudia estos aspectos sugiere que el fenómeno de la ‘plasticidad cerebral’ estaría implicado en la expresión de determinados genes que condicionarían a su vez un sustrato anatómico particularmente ‘diferente’ que procesaría la información  proveniente del entorno de la manera más adaptativa posible a su condición. Por tanto, la naturaleza del estímulo externo pasaría a ser un  elemento  determinante en la configuración de aquellas redes neuronales relacionadas con dicho estímulo (Bleichmar 2000). La expresión clínica sería, consecuentemente, el resultado final de la concatenación de estos estadios intermedios (Cozolino, 2010). Pero además -acorde con el modelo fisicalista de los sistemas dinámicos complejos vigente en nuestra época-  los procesos implicados en estos estadios intermedios pueden interaccionar entre sí, produciendo efectos no predecibles a partir de un análisis aislado de sus elementos constitutivos (cualidades emergentes), y que por tanto no responden a la ecuación propia de la mecánica clásica donde el todo es la suma de las partes. De ser cierta esta hipótesis, plantear el estudio de las enfermedades –y más en concreto las enfermedades mentales- desde una perspectiva descriptiva sólo podrá dar cuenta de la epifenomenología de lo estudiado, eludiendo la intrincada dinámica inherente a estos sistemas dinámicos complejos.

Consecuentemente, la farmacoterapia alopática, desarrollada a partir de este modelo, sólo logrará paliar una parte de los síntomas, pues trata de corregir un trastorno de etiología multifactorial mediante la modulación de algunos de sus subproductos (como sucede con el paradigmático caso de la serotonina como exponente de la depresión).

Por su parte, la psicoterapia ha experimentado una particular evolución escalonada, cada vez con más modelos explicativos, diferentes entre sí, pero todos ellos con un denominador común: la inadecuación de medios externos para validar sus hipótesis. Desde la década de los 90, numerosos autores han llevado a cabo estudios longitudinales –a corto y largo plazo- para medir mediante métodos estadísticos la efectividad de las diversas modalidades de tratamiento psicoterapéutico. Este intento por evaluar la validez externa (entendida como la aplicabilidad de un modelo a la población) ha demostrado que teorías de la mente muy divergentes pueden resultar de gran utilidad terapéutica. Una interesante explicación a este fenómeno contradictorio es que cada paciente borderline tiene durante sus años formativos toda una constelación de variables únicas, que en su conjunto, han delimitado una vía de desarrollo patológico diferente de las demás (Gabbard 2000). Siguiendo la línea de este razonamiento, podríamos considerar que las diversas escuelas de pensamiento han seleccionado para su estudio áreas muy concretas de la fenomenología clínica.

De ser así, los modelos propuestos sólo pueden presentarse de la manera más acorde posible con aquellos aspectos fragmentarios que se observan en la clínica: aplicando inferencias inductivas y deductivas se establecen modelos teóricos que posteriormente son ‘ratificados’ por la observación –de unos fenómenos concretos-. Sin embargo, a pesar de la demostrada validez externa de numerosas teorías de la mente, sigue quedando pendiente la evaluación de su validez interna (entendiendo por ésta la capacidad de una teoría de explicar un fenómeno, excluyendo otras explicaciones alternativas).

En este sentido, la variabilidad entre las diferentes teorías, sus diferentes técnicas terapéuticas y sus divergentes modos de conceptuar la curación, no hace sino recalcar la falta de integración de nuestro fragmentario conocimiento de la mente.

Si tenemos presente que el comportamiento es el resultado de final de una serie de complejas interacciones que tienen lugar a diversos niveles, cabría preguntarse sobre cómo operan esos niveles para producir un  resultado que consideramos patológico. Análogamente, si la psicoterapia es, a su vez, un producto elaborado de nuestro entramado cerebral, podríamos preguntarnos acerca de los mecanismos por los que  ésta consigue promover un cambio terapéutico. De este modo, estaremos en mejor disposición para desarrollar nuevos modelos que unifiquen criterios y nos permita aportar esquemas terapéuticos más ajustados a la condición única que presenta cada paciente.

Bibliografía

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