aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 027 2007

El legado de Silvia Bleichmar.

Autor: Schenquerman, Carlos

Palabras clave

Bleichmar s..


Una vez más, tenía razón…
Carlos Schenquerman

…porque tú siempre existes dondequiera
pero existes mejor donde te quiero
porque tu boca es sangre
y tienes frío
tengo que amarte amor
tengo que amarte
aunque esta herida duela como dos
aunque te busque y no te encuentre
y aunque
la noche pase y yo te tenga
y no.
Corazón Coraza, Mario Benedetti


Ella sabía que eso iba a ocurrir, yo siempre trataba de disuadirla. Y me creía… porque quería creerme, pero en el fondo sé que dudaba de mis palabras. Desde muchos años antes lo supo y lo decía, “Yo voy a morir joven”. Discutíamos sobre eso. Yo le daba razones de toda índole, apelaba al orden racional para apartarla de ese designio. Dolorosamente supe, en los últimos años, que ella, una vez más, tenía razón. Y aunque seguí intentando quitarle esa idea de su cabeza, los dos sabíamos que eran sólo dulces mentiras piadosas.

Cuando muere un ser amado, alguien como Silvia Bleichmar, con quien recorrimos juntos 36 años del camino de nuestras vidas, cuando se han compartido tantas cosas, cuando ya todo es sólo recuerdo, tanto de los momentos trascendentes como de los insignificantes, de las risas despreocupadas como de los momentos intensos de dolor, de las alegrías y de las tristezas, siempre hay algo de culpa, de autoreproche, reacción egoísta sin duda, narcisista al fin, pero inevitable, una forma de condolerse de sí mismo formulando, como lo hago ahora, esta frase que no por convencional menos cierta: -“Con su pérdida una parte de mi vida se interrumpe, se acaba y muere con ella, se va con ella para acompañarla, se va y no volverá jamás, quedará con ella sin posibilidad de retorno, será cenizas”-. Lo que se acaba, lo que Silvia se lleva de mí, es mucho más que tal o cual cosa que podríamos haber seguido compartiendo, es la vida misma, la suya, por supuesto, pero también la mía; la mía de la forma en que hasta ahora la he vivido, esa historia única, imposible de repetir; ese mundo único que compartíamos, prematuramente concluye, se diluye en el océano del ocaso, del que ninguna memoria podrá restituirlo.


El cuerpo de Silvia Bleichmar fue reducido a cenizas -no en la hoguera, como las Brujas de Salem, aunque muchos en vida lo hubieran deseado como forma semejante de estrangulamiento social de una otra mujer que los inquietaba  con su forma de ser- lo que nunca podrá ser reducido a cenizas serán sus ideas,  su pensamiento, todo lo que ella sembró y dejó como huellas en tantas vidas, la mía para empezar, en tantas historias  personales, políticas, psicoanalíticas y su influencia en tantos discursos, actividades, existencias, con la fuerza lúcida, brillante y provocativa de su manera de ser, de pensar, de hablar, de transmitir.


Se fue con más dolor por la muerte que miedo a morir, y no hablo de dolor físico, sino del dolor de saber que nunca más volvería a ver a los que ella más amaba. Cuando ya era certeza, cuando sabía que era inminente que lo que  había anticipado, iba a acontecer, ese saber la atormentaba, dejarnos y dejarnos con esta enorme tristeza.


Pero más allá de todo lo que una interpretación precipitada nos haría creer, más allá de lo que su constante consideración por la muerte nos puede hacer pensar, Silvia Bleichmar sólo amó, y sólo aseveró, la vida y el vivir. Tenemos pruebas de ello tanto en sus textos como en la manera en que ha aceptado la vida, en que ha honrado la vida, hasta el final. “Quiero que la muerte me encuentre vivo”, solíamos compartir esa frase que alguna vez leímos juntos, "Prefiero morir como una persona sana, a vivir como una persona enferma", solía repetir. Por eso le impresionó y se identificó tanto con un trozo del discurso que Saramago pronunció en Estocolmo al recibir el Nobel de literatura, que ahora reproduzco: “Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.


Le sigo hablando y, a veces en voz alta, pensando que si alguien me escucha dirá que estoy loco;  sé perfectamente que Silvia no me puede oír, que sólo me escucha dentro de mí, y me doy cuenta de que en mí su voz insiste para pedirme que no finja que le estoy hablando, que no mienta otra vez, que asuma esta verdad terrible.


Sé que cada uno de todos nosotros tuvo con Silvia Bleichmar una relación diversa (y no digo sólo en psicoanálisis o en política, sino en la vida), todos sabemos que en ese prisma tan particular, cada uno de nosotros ha amado a una Silvia Bleichmar diferente, multifacética, en un determinado momento histórico, durante tal o cual época, o incluso, como fue en mi caso, hasta los instantes finales, y esta generosa multiplicidad, esta superabundancia misma que tuvo, nos obliga a no detener el camino que inició, a no dar por concluida una trayectoria, a no apropiarse de aquello que fue inapropiable y que debe seguir siéndolo. Nos obliga a continuar dándole aliento de vida, a trabajarla -como ella gustaba decir- para hacerse dueño de ella y hacer carne la frase del Fausto, de Goethe: “Eso que has heredado, trabájalo para que sea tuyo". Aquellos que han leído a Silvia Bleichmar saben que esta ley encuentra en ella un ejemplo patente. Freud, Melanie Klein, Laplanche, Lacan y muchos otros autores fueron trabajados en ella y devinieron Silvia Bleichmar. Su obra es importante, en primer lugar por aquello que testimonia y por aquello que ha enfrentado comprometidamente, el anquilosamiento del discurso oficial. Esta tarea merece ser realizada, entre muchas otras razones, porque hay allí una intuición que no puede ser abandonada, intuición que guió su pensamiento y que hace a su persistencia larvada y constante en el psicoanálisis argentino: la intención de quebrar el solipsismo endogenista al cual el biologismo de arrastre en psicoanálisis parecería condenar al ser humano. Allí se define también la persistencia de una implicación, de un compromiso, que determina en el sujeto una voluntad de apropiación de sus propios enunciados -similar, de uno u otro modo, a aquello que, de modo mas sofisticado, se ha conocido posteriormente como "palabra plena", y que hace a  un cambio en la posición del sujeto respecto a su propia implicación subjetiva. Por ello suscribimos sus propias palabras, las de Silvia Bleichmar en La hora de un balance: “Si existió Lacan en un siglo que valió la pena ser vivido, falta aún al psicoanálisis redefinir los términos con los cuales se insertará en la historia que comienza. Tanto su capacidad de hacer frente a nuevos problemas como la confianza decisiva en su fecundidad, son motivo de los párrafos que anteceden. No hay en ellos, indudablemente, la menor propuesta de una agenda de debate para la realización de un balance, pero sí la convicción de que la herencia teórica debe ser resguardada de sus mayores riesgos: su dilución en el interior de un campo empobrecido material y teóricamente, así como su enquistamiento empobrecedor a partir del desgaste de un pensamiento crítico que la remoce. La restauración histórica no viene hoy de la mano de la polémica sino de la dilución de los enunciados que produjeron lo mejor del pensamiento que hemos recibido: soslayar a Lacan, como soslayar a Marx, son las formas larvadas del autoaniquilamiento de los intelectuales. Someter a discusión la vigencia de la herencia teórica recibida es el primer paso para comenzar nuestra propia recomposición ante las difíciles condiciones imperantes.”1


Siempre luchó por despojar al conocimiento científico de los aspectos de fe -no de convicción, no de pasión-, concebida esta fe como la creencia absoluta en el dogma, como una creencia que no puede poner a prueba sus propios postulados de base y que se caracteriza por el "recurso a la autoridad" y, por el contrario, proponía embarcarnos en un  "retorno al texto", o, más aún sobre el texto -es decir en el desentrañamiento de sus contradicciones internas-, lo que traería consecuencias tanto para el procesamiento teórico psicoanalítico como para el modo de concebir toda práctica. “No se puede enajenar el derecho a pensar en el poder supremo"2, proponía Spinoza; frase que siempre tuvo como horizonte y compartíamos, para plantear que no sólo no se podía enajenar en el poder supremo el derecho a pensar sino que no se podía delegar en él la responsabilidad de hacerlo, ya que no es sólo desde el poder supremo que emana la autoridad despótica, sino desde los sujetos que depositan en él esa responsabilidad. La libertad que otorga la inteligencia, decíamos en nuestras charlas, sólo se sostiene, a su vez, en el valor de las reglas de conducta prescriptas; reglas prescriptas, en nuestro caso particular, por el compromiso que impone una reevaluación conceptualizante marcada tanto por una ética que rige a la comunidad científica como a los modos de producción, apropiación y circulación de los conocimientos, reglas internas al sistema científico en cuestión, que acostumbramos a llamar método, pero reglas también que hacen a la práctica social en la cual los conocimientos se insertan.


Pero Silvia Bleichmar ya no está con nosotros, ya sólo queda su palabra escrita y este silencio que da cuenta de su ausencia. También queda este dolor que corta la respiración y se transforma en gemido, sensación de fracaso ante lo  absurdo que vuelve a ganar la batalla. Pero, ¿cómo pelear contra ese absurdo?, ¿cómo volver a sonreír sin sentir que puede estar allí agazapado recordándonos que la muerte, eso imposible, está allí implacable? Estábamos los dos, ella y yo, preparados para esta muerte, creo que más preparados sería imposible. No obstante, el desgarro, esta herida lacerante en los tegumentos, esta sensación de abatimiento y desamparo que nos deja. Es que ha muerto Silvia Bleichmar y esa no es cualquier muerte. Es una muerte que parecía inimaginable aunque haya acontecido. Por eso, aunque preparados, sorprendidos. Por eso devastados aunque enteros, enteros pero devastados. De esto se desprende que esta enorme tristeza, este punzante dolor, tendrá que alejarse del duelo que conduce a la nada o sólo a la búsqueda de consuelo, por el contrario, deberá ir a la busca de eso que ella, Silvia Bleichmar, nos ha legado, su compromiso con la transformación, su empuje, su esperanza siempre renovada, su fe en la lucha por un futuro mejor.


Por eso quiero terminar cediéndole la palabra: "...la herencia del pensamiento racionalista de Freud, sigue siendo no sólo una propuesta filosófica sino un modo de concebir la esperanza: limitar la irreversibilidad bajo el modo de operancia sobre la legalidad, no para tornar reversible lo acaecido (irreversible) sino para dominar sus efectos cuando estos se inclinan del lado de la destrucción y de la muerte."3

 


 

1- Bleichmar, Silvia: La hora de un balance, en Revista Zona Erógena, Nº 49, Buenos Aires, Primavera 2001.

2- Spinoza, Baruch: Tratado teológico Político, Juan Pablos Editor, México, D. F., 1975.

3- : Bleichmar, S.:Coloquio Temporalidad-Determinación-Azar: “Repetición y temporalidad”, Paidos, Bs. As., 1994

 

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