aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 013 2003 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

El self como una estructura relacional. Un diálogo con la teoría del self múltiple

Autor: Stern, Steven

Palabras clave

Estructura relacional, Experiencia subjetiva primaria, Experiencia intersubjetiva, Identificacion, self, Self multiple..


 "The self as a relational structure. A dialogue with Multiple-Self Theory" fue publicado originalmente en Psychoanalytic Dialogues, 12 (5): 693-714, 2002. Copyright 2002 The Analytic Press, Inc. Traducido y publicado con autorización de The Analytic Press, Inc..

Traducción: Marta González Baz
Revisión: María Elena Boda

Este artículo (*) encara la crítica postmoderna a las teorías del self unificado, crítica que sostiene que el self no es algo unificado sino múltiple, no es una entidad estática sino que fluctúa constantemente, no es un centro de iniciativa aislado sino constituido intersubjetivamente. El autor propone que existen dos tipos de división en la experiencia del self: las divisiones disociativas de la teoría del self múltiple y otra división, similar a las divisiones entre las agencias estructurales de Freud, entre lo que se denomina aquí el “self intersubjetivo” y la “experiencia subjetiva primaria”. En contraste con los estados del self disociados, que tienen lugar en diferentes momentos a lo largo del tiempo, estas dos dimensiones de la experiencia del self se producen de forma simultánea; en realidad, lo más importante es la relación entre ellas. El autor sugiere que es esta relación intrapsíquica, tal como ocurre en un momento psicológico determinado, la que determina las cualidades de la experiencia del self que se enfatizan en las teorías del self unificado: cualidades tales como cohesión versus fragmentación; autenticidad vs. falsedad; vitalidad versus agotamiento; regulación del self óptima versus regulación no óptima; e iniciativa versus sentir que uno está a merced de los otros. Más aún, uno de los organizadores más importantes del self intersubjetivo son las identificaciones tempranas, especialmente las “identificaciones con la respuesta del otro al self”. Se discuten las implicaciones de estos conceptos para la acción terapéutica y se ilustran con una extensa exposición de un caso analítico.

En el clima postmoderno de hoy en día, el concepto de self como una estructura psicológica coherente y perdurable es un concepto cuestionado (Teicholz, 1999). El self no es unitario sino múltiple, no es estático sino que fluctúa, no es un centro de iniciativa aislado sino constituido intersubjetivamente, sostiene un coro cada vez mayor de teóricos relacionales, intersubjetivistas, y otros teóricos postmodernos (Stolorow y Atwood, 1992; Mitchell, 1993; Symposium, 1996). Como psicoanalista fuertemente influenciado por los puntos de vista relacionales y de la psicología del self, he seguido estos desarrollos intelectuales con un agudo interés y he intentado evaluar en qué medida cuestionan las premisas básicas de uno de los modelos que es central para mi “self” clínico. Soy consciente de que la más sofisticada de estas críticas mantiene la equilibrada posición de que, mientras que la estructura real de la experiencia del self puede ser múltiple, discontinua y, en caso de patología, rígidamente disociada, existe una necesidad adaptativa de la ilusión de unidad y continuidad en el sentimiento que una persona tiene del self o la identidad (Mitchell, 1993; Bromberg, 1998). También conozco el argumento de al menos uno de los defensores de la teoría del self unificado (Lachmann, 1996), en el sentido de que, aunque puede haber disyunturas dramáticas en la propia experiencia del self, existe un esfuerzo evolutivo hacia el self integrado que presta un sentimiento de unidad a la experiencia del self global. Si bien ambas perspectivas me parecen en cierto modo tranquilizadoras, no creo que encaren la amenaza fundamental que supone la teoría del self múltiple para la teoría del self unificado. Propongo aquí un tercer modo de conceptualizar el problema que creo que sí encara las cuestiones fundamentales implicadas y deja así intactas las ideas clínicas esenciales de la psicología del self.

Para presentar inicialmente mi posición de un modo esquemático: los teóricos psicoanalíticos postmodernos  consideran que están abandonando los modelos de la mente lineales, jerárquicos y esencialistas, representados por la teoría estructural de Freud y la psicología del self de Kohut, en favor de un modelo más descentralizado, abierto y “horizontal” en el que se entiende que la experiencia subjetiva está en constante fluctuación entre los estados del self discontinuos basados en la historia relacional de una persona (Mitchell, 1993; Bromberg, 1996; Davies, 1996; Flax, 1996). Bromberg (1996) considera que el conflicto estructural entra en juego sólo después de que las escisiones disociativas estén suficientemente resueltas, lo que en cierto modo es una posición distinta a la mía. Mi argumento, en esencia, es que adoptar un modelo de organización psicológica horizontal, de sistemas dinámicos, no supone abandonar un modelo estructural más “vertical”; que, de hecho, uno alcanza una complejidad de pensamiento más plena reteniendo e integrando las dimensiones horizontal y vertical de la estructura psíquica; y que es la dimensión vertical la que, en mayor medida, transmite las cualidades de unidad, cohesión, autenticidad, regulación del self y bienestar que constituyen el núcleo de la perspectiva del self por parte de la psicología del self.

En una formulación menos esquemática, diría que los teóricos del self múltiple focalizan principalmente en la experiencia de self como modelada por contextos relacionales concretos. La dimensión que quiero resaltar es la de la relación del self consigo mismo como relación intrapsíquica modelada por la experiencia relacional. Para tomar un breve ejemplo clínico de la literatura sobre el self múltiple, Mitchell (1993) describió el caso de “Robert”, un joven cuyo padre era un alcohólico tarambana que abandonó a la familia cuando Robert tenía ocho años y cuya madre había socavado en varios sentidos el sentimiento de potencia masculina de Robert durante su infancia y adolescencia. Como resultado, uno de los “selfs” de Robert ya adulto tenía un “sentimiento vacilante de potencia sexual y masculinidad [asociado con] un sentimiento crónico de debilidad y deficiencia” (p. 99). Este estado del self de Robert podría caracterizarse en dos sentidos: en primer lugar, existe la experiencia del self derivada de la experiencia intersubjetiva con la madre (y el padre ausente). Este es el estado del self débil, impotente y deficiente ya descrito.

Pero esto no es todo. Robert entró en la relación con su madre con unos incipientes intentos de masculinidad. ¿Qué ocurrió con esos intentos? No desaparecieron. Tal como lo explicaba Mitchell, a causa de la necesidad de Robert de mantener el lazo con su madre (y, yo añadiría, a causa de su identificación definitiva con la forma en que ella le trataba), llegó a renunciar a sus esforzados intentos de masculinidad. Luego “retornaron” en las fantasías a lo largo de su vida de encontrar una figura masculina fuerte que, en palabras de Mitchell, “le concediera su lugar legítimo en la comunidad de hombres” (p. 99). Esta es la dimensión de la compleja experiencia del self de Robert sobre la que yo quiero centrarme: como resultado de las malignas transformaciones que sufrió en la relación con la madre castradora, evolucionó hacia una relación con su propia masculinidad que constituye una división en la psique diferente de las divisiones disociativas de la teoría del self múltiple. Creo que esta es la división que la psicología del self y otras teorías del self unificado han intentado superar desde siempre . Y queda claro a partir de la descripción de Mitchell que una faceta del análisis de Robert se refería a su forma de entablar con Mitchell una auténtica transferencia idealizante del objeto del self masculino que, según la psicología del self, sería necesaria para que Robert resolviera su escisión y se volviera más “cohesivo” en la esfera psicosexual.

La estructura relacional de la experiencia momentánea

Para consolidar mi hipótesis, sugiero que la duda entre un self múltiple versus un self unificado se resuelva al menos parcialmente pensando en la estructura del self en un momento dado como una estructura relacional: desarrollamos relaciones con nosotros mismos que reflejan nuestras historias intersubjetivas. Enfatizo la naturaleza momentánea de estas relaciones porque sólo mediante el empleo del momento psicológico presente como unidad de análisis para caracterizar al self se focalizan las dimensiones de la experiencia de self resaltadas en las teorías de self unificado. Sólo en el momento presente uno se siente cohesivo o fragmentado, auténtico o no auténtico, vitalizado o agotado,  con suficiente o insuficientemente regulación del self, con iniciativa propia o a merced de los otros. Mi opinión es que la cualidad global de la experiencia del self en un momento dado es una función de la relación momentánea entre dos aspectos o categorías de la experiencia del self. Más aún, creo que a menudo son las disyunturas en esta relación intrapsíquica las que establecen las condiciones para los “selfs” patológicamente disociados.

Freud (1933) entendía la cualidad de la mente que estoy resaltando:

El yo puede tomarse a sí mismo como un objeto, puede tratarse como otros objetos, puede observarse a sí mismo, criticarse a sí mismo, y el cielo sabe qué más. Así, una parte del yo se está estableciendo por encima y contra el resto. Así que el yo puede estar escindido; se escinde durante ciertas funciones, temporalmente al menos [p. 58].

En cierto sentido, poco de lo que tengo que decir aquí va a ir más allá de esta original observación de Freud. Pero de todas las direcciones posibles que podría haber tomado, Freud eligió focalizar en una: la escisión y depositación en el superyó de las funciones morales reguladoras del yo. Como muestra el caso Robert de Mitchell (1993), la división que tengo en mente abarca más que las órdenes del superyó a un yo impulsado por el ello. No está restringida a las internalizaciones de la autoridad moral de los padres en relación con los impulsos edípico-sexuales; más bien está estructurada por internalizaciones de todas las interacciones significativas con los objetos tempranos; puede implicar a cualquiera de los sistemas motivacionales primarios identificados por Lichtenberg (1989) y, como sabemos ahora, comienza en el nacimiento, no durante el periodo edípico.

La idea de relaciones internas entre diferentes suborganizaciones del yo o del self tiene una larga historia en el psicoanálisis desde que Freud introdujo el modelo estructural, fundamentalmente bajo la rúbrica de relaciones de objeto internas (Ogden, 1983). La versión de esta idea que me parece que habla más convincentemente al discurso contemporáneo sobre la estructura del self es la de Christopher Bollas (1987, cap. 3; 1989, cap. 1; 1995, cap. 6). Basándose en la la distinción de Winnicott entre el yo y el self verdadero, Bollas sugería que existe un aspecto del funcionamiento psíquico, correspondiente al yo de Freud, responsable de sentir el self verdadero, de responderle y de relacionarlo con el mundo externo. Bollas caracterizó la relación entre el yo y el self verdadero como una relación de objeto interna en la que el yo llega a tratar al self de modo muy similar a como los cuidadores tempranos trataron al niño. Aunque tengo cierta dificultad con los dejes reificantes del lenguaje metapsicológico de Bollas, creo que su percepción básica es profunda y puede traducirse de forma útil en términos intersubjetivos.

Si pensamos en la infancia, tal como lo hacen los investigadores dedicados a los infantes, como una serie de momentos intersubjetivos o secuencias de interacción, en cada una de estas interacciones el niño trae una experiencia subjetiva primaria que se encuentra con una respuesta o iniciativa por parte del cuidador. En el transcurso de cada secuencia interactiva, el estado interno del que el niño partía es transformado por la interacción; y, mediante numerosas repeticiones de momentos similares, el infante conforma e internaliza las representaciones de esa secuencia de interacción transformacional. Se considera que estas representaciones presimbólicas internalizadas forman la base de la estructura psicológica (p. ej. Stern, 1985; Beebe, Lachmann y Jaffe, 1997; Beebe y Lachmann, 1998). Los teóricos relaciones consideran que en realidad es este tipo de estructura la que provee la base para la multiplicidad de la experiencia del self. Hacia lo que el modelo de Bollas debería focalizarnos, no obstante, es a la relación entre lo que el niño aprende e internaliza de estas secuencias de interacción y los estados subjetivos originales que el niño traía a las interacciones en primer término. Tal como yo conceptualizo el self, esta relación intrapsíquica es la que determina la cualidad momentánea de la experiencia de self .

En el resto de este artículo me refiero a los dos elementos que constituyen esta relación intrasubjetiva como la experiencia subjetiva primaria de una persona o realidad interna y a su experiencia organizada intersubjetivamente. A la totalidad de la experiencia intersubjetivamente constituida de una persona, ahora internalizada y presimbólicamente representada, me refiero como el self intersubjetivo. El término experiencia subjetiva primaria corresponde al self verdadero de Winnicott y Bollas, sin la implicación de ser un núcleo fijo, “presocial”, que no resulta afectado por la experiencia relacional.  Nuestra experiencia subjetiva primaria en un momento determinado es modelada por toda nuestra historia vital hasta ese momento y es producto tanto de nuestras cualidades innatas como de nuestra experiencia dado que estos dos factores se han fusionado en nuestras personalidades y subjetividades.

Por lo tanto, existe desde el nacimiento (y, quién sabe, quizá antes) un aspecto intersubjetivo para la propia experiencia subjetiva primaria y para la experiencia intersubjetivamente constituida. Esta es una de las complejidades que hacen desaconsejable pensar en estas dimensiones como estructuras psicológicas de la mente estables y nítidas; más bien describen la estructura de la experiencia subjetiva momentánea. Pienso que la experiencia subjetiva primaria de una persona contiene sus motivaciones y afectos centrales en ese momento; por el contrario, la experiencia intersubjetivamente constituida va más allá (is meta) de estos aspectos centrales de la experiencia y puede estar o no en armonía con ellos.  En la patología, esta última niega, anula o aparta a la persona de la primera. Al igual que los teóricos postmodernos, considero que la experiencia subjetiva primaria de una persona y la experiencia intersubjetivamente constituida que la acompaña están en constante fluctuación, respondiendo tanto a cambios en las circunstancias externas como a fantasías y procesos asociativos internos. La cuestión es que en un momento psicológico determinado es la relación entre estas dos dimensiones de la subjetividad la que determina la cualidad global de la experiencia del self de una persona en dicho momento.

Un breve ejemplo clínico propio ilustra la división psicológica que estoy describiendo.

Lisa, una mujer en la treintena, de carácter llamativamente fuerte, profesionalmente exitosa, sufrió abusos sexuales por parte de su padre cuando era niña. Más adelante, en la adolescencia y al comienzo de su vida adulta, asumió el rol de hija responsable y desinteresada, centrándose en el bienestar de cualquiera menos en el de sí misma –un rol con el que todos los miembros de su familia parecían encantados. En realidad, en cuanto ella protestaba o demandaba algo para sí misma, su madre le decía que era egoísta e irresponsable. Ahora, de adulta, organizaba cenas de fin de semana, mediaba en las disputas familiares, rescataba a dos hermanos conflictivos de sus apuros financieros y legales y generalmente estaba de guardia, especialmente para su madre, cuya relación con Lisa todavía consistía en pedirle que hiciera cosas por ella y hacer que se sintiera culpable cuando se negaba.

Durante el primer año de tratamiento, Lisa entró cada vez más en contacto con su resentimiento por esta situación y tomó la determinación de realizar un cambio en sus respuestas. El problema era que en cuanto ella contemplaba la posibilidad de actuar de forma consecuente con su resentimiento, rechazando hacer algo que considerase inapropiado o poco razonable, inmediatamente se sentía intensamente culpable, se acusaba de ser egoísta, irresponsable y negativa, exactamente al estilo de su madre. Al comienzo del tratamiento esta voz era, con mucho, la más alta e imperiosa: Lisa era la cuidadora más complaciente, con ocasionales erupciones disociadas de ira en arenas más seguras, como el trabajo.

En el lenguaje del modelo “estructural” que propongo, considero el resentimiento de Lisa y su aserción desafiante en los momentos en que se sentía explotada como expresiones de su experiencia subjetiva primaria; las autorrecriminaciones culposas que estos impulsos primarios provocaban eran una expresión de su self intersubjetivo. Este caso también nos ayuda a diferenciar la división psicológica sobre la que estoy focalizando de la denominada escisión vertical (Kohut, 1971; Goldberg, 1999) y de los múltiples estados del self patológicamente disociados. La escisión vertical se refiere a dos estados del self defensivamente disociados que tienen lugar en diferentes momentos. Los dos aspectos de la experiencia del self que estoy describiendo, más parecidos al yo y superyó de Freud, son estados del self virtualmente simultáneos en los que lo más importante, evolutiva y clínicamente, es su relación.  Uno podría contemplar el self complaciente y cuidador de Lisa y sus estallidos disociados, furiosos y sádicos como una forma de escisión vertical y, en realidad, tenían la cualidad de dos personalidades totalmente diferentes. Como apuntaba antes, considero probable que las escisiones verticales, o selfs múltiples, representen a menudo reacciones disociativas secundarias a desplazamientos patológicos entre la experiencia subjetiva primaria de una persona y su self intersubjetivo.

Retomando la discusión teórica, como demuestra el caso de Lisa, la transposición completa de la idea de Bollas a términos intersubjetivos requiere la introducción de un concepto adicional: lo que yo denomino identificación con la respuesta del otro al self. Muchas secuencias o estructuras de interacción internalizadas contienen información relativa a la respuesta del cuidador hacia el niño, incluyendo la percepción de aquél y sus respuestas afectivas, evaluadoras y procedimentales a la experiencia subjetiva primaria que el niño llevaba a los encuentros en los que se basaron las representaciones internalizadas. Siguiendo a Bollas creo que, como parte del proceso de internalización, el infante o el niño se identifica automáticamente con las respuestas inferidas del cuidador a su experiencia subjetiva primaria. Tanto Robert como Lisa se identificaron con las respuestas de sus madres hacia ellos (más concretamente, con las construcciones que hicieron de las respuestas de sus madres) y estas identificaciones se convirtieron en organizadores centrales de su experiencia del self intersubjetivamente constituida.

El papel central de la identificación

La identificación era central para la interpretación de Freud (1917, 1920, 1923) de la formación estructural: se entendía que tanto el yo como el superyó se formaban en gran medida a partir de las identificaciones que surgían en varios estadios del desarrollo. Sin embargo, con el cambio gradual del self estructural al contemporáneo y los modelos relacionales, la identificación perdió su anclaje teórico, convirtiéndose en uno de los conceptos a los que más se ha recurrido pero de los menos teorizados del discurso psicoanalítico contemporáneo. Yo sugiero que este fenómeno estrechamente relacionado con el concepto de Freud (1920, 1923) de “identificación primaria” sigue siendo implícitamente central en muchas teorías postestructurales del self y necesita ser incorporado más explícitamente en las teorías relacionales e intersubjetivas contemporáneas.

Existe un sentimiento de identificación que emerge en los modelos evolutivos de Loewald (1960, 1978), Winnicott (p. ej. 1967), Kohut (1971, 1977), Bollas, (1987), Benjamin (1995), Sander (1977, 1985, 1995), Stolorow y Atwood (1992) y Ogden (1994). Es la identificación como base para la realización del self. Para expresar la idea firmemente, la experiencia que el niño tiene de su realidad interna no se le hace psicológicamente real, y por tanto plenamente utilizable, excepto mediante la identificación con las respuestas de los otros significativos para su realidad interna.

Loewald (1960) aun trabajando en el modelo estructural, podía utilizar cómodamente el término identificación para describir este proceso:

El niño, al internalizar aspectos parentales, también internaliza la imagen que los padres tienen de él –una imagen transmitida al niño de las mil maneras diferentes de ser manejado corporal y emocionalmente. La identificación temprana como parte del desarrollo del yo, construida mediante la introyección de aspectos maternales, incluye la introyección de la imagen que la madre tiene del niño. Parte de lo introyectado es la imagen del niño tal como es visto, sentido, olido, escuchado, tocado por la madre [p. 229]

Si bien en ningún momento lo llama identificación, Ogden (1994) utiliza un lenguaje muy similar para describir el mismo fenómeno:

Cuando la madre tiene capacidad de ensoñación (reverie), nombra (da forma) a la experiencia del infante mediante su interpretación los estados internos de éste. Por ejemplo, el infante, al principio no experimenta hambre; experimenta una forma de tensión psicológica que todavía no es un acontecimiento psicológico que pueda estar contenido en la mente del infante por sí misma. El acto de la madre de percibir la tensión del infante, de abrazarlo, mirarle, alimentarle, hablarle y cantarle, representa facetas de una “interpretación” de la experiencia del infante. De esta manera es creada el hambre y es creado el infante como individuo (es decir, los datos sensoriales brutos del infante se transforman en acontecimientos psicológicamente significativos) mediante el reconocimiento del hambre por parte de la madre [pp. 46-47].

El niño pequeño tiene una experiencia primaria embrionaria de su existencia, incluidas sus necesidades, sus estados de tensión, sensaciones, afectos e intereses. La madre y, en definitiva, ambos padres, responden a estas expresiones con un reconocimiento más o menos empático de la experiencia subjetiva del niño, y el sentimiento del self del niño se forma en consecuencia. Como Winnicott (1967) caracteriza con su famoso aforismo este proceso desde la perspectiva del niño: “cuando miro me ven, de modo que existo” (p. 114).

Nótese que el tipo de identificación implicada en este proceso temprano de realización del self no es la identificación simplemente como imitación, sino más bien una apropiación de la experiencia intersubjetiva total, tal como es percibida por el niño. (Seligman, 1999, ha elaborado un debate similar). Supongo que este tipo de identificación comienza en el nacimiento, inicialmente como una forma de aprendizaje presimbólico, y se convierte en parte de lo que se ha denominado como self nuclear (Stern, 1985), conocimiento irreflexivo (Bollas, 1987), inconsciente prerreflexivo (Stolorow y Atwood, 1992), conocimiento relacional implícito (Stern y cols., 1998) y lo que yo estoy denominando self intersubjetivo. Esta interpretación recuerda y apoya la perspectiva de Freud (1920) de que la “identificación primaria” representa “la más temprana expresión de un vínculo emocional con otra persona” (p. 105), una perspectiva posteriormente elaborada por Fairbairn (1952) y Loewald (1978).

Con el tiempo y la repetición, estas identificaciones procedimentales primarias con las respuestas de los otros al self se vuelven organizadores cada vez más consolidados del self intersubjetivo. Esto es esencialmente a lo que Kohut (p. ej. 1984) se refería con la internalización transmutadora, excepto que él carecía de un concepto homólogo para explicar la formación estructural bajo condiciones patológicas. Curiosamente, Fairbairn (1952) tenía la base opuesta: creía que la internalización de relaciones de objeto tenía lugar sólo bajo condiciones patogénicas, no bajo condiciones saludables. Yo creo, como sugiere el modelo de Bollas (1987), que existe más simetría aquí de lo que Kohut o Fairbairn admitían; que para el niño pequeño, la identificación con la respuesta del otro al self es una constante, como la respiración; que cualquiera que sea la experiencia intersubjetiva del niño con los cuidadores, se identificará con esa experiencia. Cuando las respuestas parentales son acordes con los estados de self primarios del niño, o ayudan a regularlo, las identificaciones tempranas llevan a un sentimiento progresivo de eficacia y realización del self. Cuando, como en los casos de Robert y Lisa, los padres fallan en reconocer la realidad psíquica de sus niños, las identificaciones que se forman alienan al niño de esa realidad y anulan sus capacidades para relacionarse con el mundo externo sobre la base de una experiencia de self auténtica.

Una característica importante de estas identificaciones tempranas es que, en la medida en que son el modo primario en que el niño empieza a conocerse, son experimentadas por éste como indiferenciadas de los aspectos de su experiencia subjetiva primaria, a los cuales se asocian (Loewald, 1978).  Cuando las identificaciones son con respuestas facilitadoras o de sintonía, esta cualidad indiferenciada aporta el sentimiento de consolidación o cohesión descrito en la teoría de la psicología del self. Cuando las identificaciones son con respuestas faltas de sintonía o traumatizantes, su cualidad indiferenciada crea la paradoja patogénica de que son simultáneamente del self y ajenas al self –una cualidad descrita por primera vez por Ferenczi (1933) como la confusión de lenguas. De acuerdo con Fonagy y Target (1996, 1998), creo que son precisamente estas identificaciones alienantes las que se proyectan en las relaciones interpersonales por medio de la identificación proyectiva. De acuerdo con esto, es una parte primordial de la tarea del analista ayudar a que los pacientes comiencen a diferenciar las identificaciones tóxicas de la experiencia subjetiva primaria que les dio lugar .

Quiero dejar claro, para concluir esta sección, que no estoy sugiriendo que la identificación con la respuesta del otro al self sea la única base sobre la que construimos la relación con nosotros mismos. Para mí, se implican otros tipos de identificación. Un niño puede identificarse con el modo en que uno de los padres se trata a sí mismo, con el modo en que uno de los padres trata a otra persona (por ejemplo a un pariente o al otro progenitor). Además de la identificación, otro determinante decisivo es la acomodación –adaptativa/defensiva y compensatoria- del niño a las contingencias intersubjetivas prevalentes. Un niño puede reprimir o negar sus afectos, necesidades o esfuerzos a causa de cómo sean respondidos. La relación resultante que el niño conforma con estos aspectos de la experiencia subjetiva primaria no es una identificación (aunque los elementos identificatorios pueden estar implicados) sino una adaptación defensiva a la percepción de los requerimientos  provenientes del otro necesario (recordemos el caso Robert de Mitchell). Alternativamente, tal como nos ha mostrado la literatura de investigación evolutiva, cuando la regulación mutua de los estados internos de un niño es inadecuada, el niño tiende a volverse excesivamente autorregulador (Tronick, 1989; Beebe y Lachmann, 1998) –un hallazgo que apoya el concepto de Winnicott (1962) de un “self cuidador”. Este tipo de relación intrapsíquica no es tanto una identificación como una estrategia compensatoria de gestión del self. Incluso en estos casos, no obstante, la cuestión general sigue siendo la misma: la relación de una persona con aspectos de la experiencia subjetiva primaria supone una división psíquica que es diferente de las divisiones disociativas de la teoría del self múltiple.

Implicaciones para la terapia

En general, el modelo  presente sugiere que la identificación desempeña un papel principal en la acción terapéutica. Esta idea básica, introducida hace mucho tiempo por Strachey (1934) y Loewald (1960) en el marco del modelo estructural, fue reintroducido después por Kohut (1984) como internalización transmutadora. El modelo actual reubica esta idea central dentro de un paradigma contemporáneo intersubjetivo. El paciente trae su compleja realidad psicológica, siempre cambiante aunque altamente redundante, a la relación analítica. El analista, a su vez, responde sobre la base de un momento a momento, creando relaciones momentáneas con aspectos de la experiencia subjetiva primaria del paciente (o, como podrían decir los teóricos relacionales, con los variados selfs del paciente). Incluyo aquí las respuestas afectivas interpretativas y no verbales del analista, puesto que ambas forman parte de la respuesta total relacional con la que se identifica el paciente. Cuando la relación percibida parece recapitular traumas tempranos (transferencia negativa repetitiva), las identificaciones momentáneas activan antiguas identificaciones tóxicas, engendrando sentimientos de fragmentación y agotamiento y provocando las operaciones defensivas y restauradoras del self habituales del paciente. Por el contrario, cuando el paciente se siente nuevamente reconocido por el analista, las identificaciones momentáneas que establece fortalecen la relación del paciente consigo mismo y generan sentimientos de cohesión, vitalidad y substancialidad. Mediante este proceso regulador mutuo, el paciente y el analista trabajan juntos con el fin de incrementar el reconocimiento y la respuesta del analista a la realidad siempre cambiante (o diferentes estados del self) del paciente. Las identificaciones acumulativas del paciente con esta nueva experiencia intersubjetiva constituyen una nueva “estructura” psicológica.

Creo que esta interpretación general de la acción  terapéutica capta un componente importante de dicha acción en el modelo de self múltiple. Para incorporar los estados disociados del self en la organización del self más amplia, el paciente requiere que sean reconocidos, aceptados y, en el caso de conductas y afectos escasamente regulados, elaborados con el analista; es decir, las partes disociadas del self entran en una nueva relación con el analista, como lo describiría la psicología del self. La prioridad de esta nueva experiencia intersubjetiva es que el paciente, mediante la identificación con la experiencia, forme su propia nueva relación con estos estados disociados del self, alterando así las condiciones intrapsíquicas que mantenían dicha disociación. Teniendo en cuenta este modelo, se vería que el proceso terapéutico en muchos de los ejemplos de la literatura sobre self múltiple coincide con estas líneas. A este respecto, yo veo la teoría del self múltiple como una extensión, no como una contradicción, de la teoría del self unificado.

El caso que he elegido como ilustración, no obstante, no es un caso que yo caracterizaría como de selfs múltiples. Más bien, es un caso en que la relación entre el self intersubjetivo del paciente y su experiencia subjetiva primaria es tan opresiva y dominante que las experiencias múltiples del self (en el buen sentido) están prácticamente eliminadas. La razón por la que elegí este caso es precisamente para demostrar que las divisiones en la dimensión “vertical” de la experiencia de self pueden ser organizadores tan efectivos del funcionamiento mental como lo son las divisiones disociativas de la teoría del self múltiple.

Este caso también dramatiza los procesos reguladores mutuos mediante los cuales el analista alcanza cada vez más “especificidad de reconocimiento” (Sander, 1995) de los estados psicológicos del paciente. De acuerdo con los kleinianos contemporáneos, creo que gran parte de este proceso regulador tiene lugar mediante diversos tipos de identificaciones proyectivas del paciente (Stern, 1994). El modelo de funcionamiento psíquico esbozado aquí otorga nuevo significado al término identificación proyectiva: a menudo lo que un paciente proyecta en la relación analítica son antiguas identificaciones con las respuestas de los otros a su experiencia subjetiva primaria. Es decir, lo que se proyecta no es sólo un impulso o un estado de afecto, sino la relación que uno mantiene con el impulso o el afecto derivada de las identificaciones tempranas. En este sentido, lo que inconscientemente se le “pide” al analista que haga por medio de las identificaciones proyectivas es ayudar al paciente a separar las identificaciones tóxicas de los estados subjetivos primarios que les dan lugar.

Jonathan

Jonathan era un hombre de 30 años deprimido cuando comenzó la terapia. Trabajaba como periodista de información general para uno de los periódicos locales. Alto y apuesto, vestía de un modo más bien desaliñado, y tenía el porte ligeramente endurecido y cínico del estereotipo de reportero. Generalmente estaba disconforme con su vida y era consciente de tener una gran cantidad de ira incontrolada que emergía en el impulso (a menudo llevado a cabo) de “menospreciar a otras personas”. Estos impulsos destructivos se hacían especialmente evidentes en sus relaciones con las mujeres. Tendía a relacionarse con mujeres a las que rápidamente despreciaba como inferiores intelectualmente. Entonces ponía en marcha un escenario sadomasoquista de denigración verbal a la mujer, a veces durante años, hasta que finalmente ella se sentía agotada hasta el punto de abandonarle. Se describía a sí mismo como carente de autoconfianza, como si “tuviera una persona tras de mí, juzgándome”. A menudo se sentía paralizado por la ansiedad en situaciones en las que sentía que se le requería un alto nivel, por ejemplo cuando tenía que entrevistar a un personaje famoso. A pesar de sentir que no era un reportero demasiado bueno, Jonathan tenía la aspiración de llegar a ser algún día un novelista reconocido.

Jonathan fue el segundo de los cuatro niños de un artista catedrático en una importante universidad de la Costa Este. La figura dominante era su padre, un hombre narcisísticamente frágil, intensamente ambicioso y competitivo, dedicado casi exclusivamente a dejar su marca en el mundo. Tenía una vitalidad considerable, que Jonathan admiraba  y apreciaba, pero también era impulsivo, emocionalmente voluble, se frustraba y enfadaba con facilidad, y era propenso a estallidos violentos en los que se volvía verbalmente, y a veces físicamente, grosero. Nunca fue capaz de salirse de  su marco de referencia y empatizar con la experiencia de un chico joven, lo que quizá más daño hizo a Jonathan. Respondía a todos los logros de éste de un modo sutilmente crítico y desde la posición de un criterio de éxito adulto. De esta forma, se le arrebataba a Jonathan cualquier sentimiento de éxito. Si hacía algo bien, eso era sólo un paso hacia un logro más alto. Este escenario repetido dio lugar a una falla completa en la función de especularización y produjo un constante sentimiento de deficiencia, fallo y vergüenza. También significó que Jonathan no tuviera la experiencia de recibir una guía y ayuda adecuadas a su edad para llegar de su nivel actual de logros al que su padre parecía esperar de él. Estos tratos por parte del padre resultaron más destructivos a causa de la depresión de la madre, su pasividad y su ausencia emocional –lo que Joanathan refería como su “cojera”. No podía defenderse a sí misma ni a los niños y no era tomada en serio por el padre ni, en definitiva, por Jonathan. Como resultado de esto, Jonathan vivía en un estado de aislamiento y miedo prácticamente continuo, tanto que, incluso de adulto, sus sueños más frecuentes eran pesadillas terroríficas que tenían que ver con la intimidación física y el ataque por parte de una figura masculina mayor que él.

Esta breve historia proporciona el telón de fondo para comprender el mundo interno de Jonathan y el mundo intersubjetivo creado en el análisis. La cualidad que espero transmitir del tratamiento es la implacable operación del sistema de ansiedades e identificaciones que constituía su self intersubjetivo, siempre atacando y deshaciendo cualquier trabajo constructivo que hubiera tenido lugar entre nosotros o en su interior. Para Jonathan, la “asociación libre” significaba una especie de huida, un monólogo medio en broma acerca de la tristeza y lo ridículo de su vida. Así podía hablar de la última discusión con una novia, un encuentro humillante con su padre, un sueño atemorizante, o la prueba diaria de su incompetencia en el trabajo, todo con el mismo tono medio disgustado / medio indiferente, irónico, autodespreciativo que parecía ser impermeable a cualquier intento por mi parte de focalizar o profundizar en la indagación de su experiencia afectiva. Este comentario continuo a menudo era intercalado con sondeos y pullas, en broma pero provocadores, dirigidos hacia mí, que resultaban a la vez distanciadores y comprometedores: “¿Esta Vd. felizmente casado?”, ”¿Mira también a otras mujeres?”, “Si yo dejase de venir ¿lo tendría difícil para pagar sus próximas vacaciones?”, “Hoy no está diciendo casi nada, no debo de estar hablando de las cosas adecuadas”.

Si yo decía poco como respuesta a este monólogo, él me sentía distante, poco implicado e ineficaz, como su madre. Por otra parte, si le interrumpía e interpretaba algún aspecto del contenido o del proceso, aunque al principio se animaba, se conmovía o al menos se interesaba, rápidamente me sentía como peligrosamente perceptivo, crítico y capaz de herirle y humillarle como lo había hecho su padre. Podía reconocer que anhelaba una relación íntima, de consejero, con un hombre mayor que pudiera darle la guía que él necesitaba, y yo sentía que había una transferencia positiva no reconocida acorde con esto. Pero admitir conscientemente el desear tener esta relación conmigo le hacía sentir demasiado vulnerable a la explotación y estimulaba fantasías de violación homosexual que le angustiaban demasiado como para explorar durante mucho tiempo. Siempre encontraba el modo de deshacer lo que quiera que hubiera comenzado a establecerse entre nosotros y retornaba a línea de autodevaluación cínica y desesperanzada.

Poco a poco llegué a comprender que lo que Jonathan había creado entre nosotros era un reflejo directo (una proyección) de la relación entre su self intersubjetivo y su realidad interna. Cualquier impulso hacia la conexión, cualquier movimiento en la dirección de sus ambiciones, cualquier sentimiento bueno sobre sí mismo era, por alguna razón, inmediatamente destruido por su narrativa interna de autonegación, por la sospecha paranoide sobre los motivos del otro, y por unos sentimientos de vulnerabilidad a la humillación tan intensos que vivía sobre el principio de una evitación del riesgo casi completa. En identificación con lo que había sentido como la castración emocional por parte del padre hacia sus esfuerzos por ser un  hombre y un ser humano deseante, su propia relación con estos esfuerzos y deseos se había vuelto similarmente castradora. Por tanto, no podía asumir los riesgos  necesarios para aumentar su competencia y confianza en áreas como el trabajo o el amor y de modo más o menos realista sentía que estaba mucho más atrasado que su grupo de pares, lo que, por supuesto, reforzaba su autodevaluación. Es más, a causa de la impenetrabilidad e inmovilidad de su imagen autonegadora y autoprotectora, el análisis producía pocos cambios demostrables en las áreas externas de su vida, llevándole a sentir que ésta era simplemente otra falla y una prueba más de lo desesperado de su situación.

A propósito de la teoría del self múltiple, yo diría que Jonathan experimentaba distintas “versiones del self” (Mitchell, 1993). Estas versiones eran islas aisladas de experiencia positiva del self que habían escapado de ser incluidas en su implacable sistema identificatorio. Una de estas versiones se daba en torno a las actividades deportivas. Jonathan era un atleta excelente, había competido en el instituto, y aún era un competidor aceptable en varios equipos y en deportes individuales. Los deportes también tenían la asociación positiva de ser una de las pocas actividades de las que había disfrutado con su padre, quien era menos crítico de lo habitual con esta actividad no intelectual en la que Jonathan sobresalía. Otro “self” exento era el amor y el aprecio de Jonathan hacia la música. Asistía con frecuencia a conciertos y sentía placer al describir y criticar las diferentes piezas y representaciones. Este self podía, no obstante, desdibujarse hacia su self más opresivo cuando se trataba del disfrute de la música por parte de sus novias o de las capacidades de éstas para discutir sobre música. Si no alcanzaban los estándares de Jonathan, se volvía enormemente contrariado y crítico, como si fuera un defecto fatal.

Una actuación (enactment) importante, que tardé años en comprender plenamente, es que me vi atrapado en la urgencia de los sentimientos de falla de Jonathan y en su deseo ostensible de mejorar y cambiar. Jonathan evaluaba constantemente el análisis, lo que conllevaba juicios sobre el valor del mismo puesto que parecía estar haciendo pequeños progresos. En un momento dado, expresó medio en broma el deseo de que yo fuera más parecido al Dr. Ernesto Morales, el psicoanalista cubano confrontador, omnisciente, de la novela de Daniel Menaker (1988), El Tratamiento. Jonathan imaginaba que un analista como el Dr. Morales de la ficción podía ofrecer justo la combinación adecuada de empatía y dominación que le haría ponerse en marcha, no estar tan asustado de su propia sombra y de la de los demás, y a hacer las cosas que sabía que necesitaba hacer para ser quien quería ser.

Lo llamemos identificación proyectiva, cambio de lo pasivo en activo (Weiss y Sampson, 1986), o impasse colusivo intersubjetivo (Stolorow y Atwood, 1992), como analista de Jonathan empecé a sentirme muy parecido a como él se sentía en general: deficiente, ansioso ante su juicio, e incluso ansioso de que pudiese marcharse. A causa de mi ansiedad intenté a mi modo ser más directivo; pero mis esfuerzos fracasaban invariablemente. El podía intentar una nueva disciplina durante uno o dos días, pero rápidamente llegaba a la conclusión de que mantenerla lo sobrepasaba. También insinuaba que si obedecía mis sugerencias, eso me resultaría demasiado gratificante, un placer que él no podía permitirme. Aquí mis sentimientos sobre mi incompetencia sobrepasaron la ansiedad y alcanzaron el enfado y la desesperación. No sólo me sentía puesto en pie para ser sádicamente derribado, no importa lo que intentara, no parecía haber modo de que encontrara un punto de apoyo con Jonathan. Aparentemente estábamos atascados, y me encontré pensando que, o bien estaba demasiado herido físicamente como para hacer uso del análisis con fines de crecimiento,  o bien necesitaba un terapeuta diferente que no estuviera tan frustrado por su particular complejidad caracterológica y sus dobles vínculos.

En cierto momento empecé a caer en la cuenta de que había sido atrapado por su sistema. Me di cuenta de que el análisis se había convertido simplemente en una nueva arena para el fracaso con sus propios estándares implícitamente inalcanzables de cambio de conducta y mejoría de vida. Por supuesto, esperamos que el análisis produzca tales cambios. Pero para Jonathan mantener esta expectativa parecía ser una repetición tóxica. Observando mis sentimientos de contratransferencia de incompetencia y frustración, me di cuenta de que necesitaba deshacerme de mi tendencia a evaluar lo que estaba sucediendo en el presente en contra de una meta futura nunca alcanzada e intentar centrarme en estar más plenamente presente con Jonathan en el aquí y ahora. Llegué a la conclusión de que la mejor manera que tenía de enfocar nuestro trabajo era no tener expectativas de cambio, aceptar que cualquier cosa que él estuviera haciendo en ese momento era lo mejor que podía hacer y era suficientemente bueno. Compartí directamente esta conclusión con Jonathan. Como yo esperaba, se mostró dudoso, sintiendo que el único modo en el que había cambiado siempre era en respuesta a una presión evaluadora. Yo mantuve mi postura y aunque el sentimiento de fracaso de Jonathan y su desesperación pudieron hacerme ocasionalmente volver a juzgar nuestro tratamiento (y a mí mismo) sobre la base de su manifiesta falta de progreso, mantuve más o menos tenazmente desde entonces que estaba menos preocupado por su cambio que por ayudarle a aceptarse a sí mismo tal como era. En los términos del modelo que propongo, mi foco cambió a intentar contraactuar las identificaciones inmovilizadoras que eran centrales en su self intersubjetivo.

Los siguientes ejemplos dan una idea de cómo esta posición se puso en juego  clínicamente. Con relación a sus relaciones amorosas, Jonathan se lamentaba a menudo del hecho de que seguía eligiendo mujeres “cojas” en lugar de las que parecían más dignas de admiración, a las que realmente deseaba pero por las que se sentía intimidado. Yo le respondí que pensaba que probablemente estaba haciéndolo lo mejor que podía con las mujeres; que, al menos en este punto, las únicas mujeres de las que podía permitirse depender y sentirse próximo era de aquellas a las que sentía como no demasiado amenazantes. De este modo no tenía que afrontar el problema de estar con mujeres a las que devaluaba. Hizo como si no oyera esto, pero claramente le alivió verse sacado del atolladero. Al mismo tiempo, le dije que su grosería era equivocada e innecesaria: sólo estaba proyectando sobre sus novias sus sentimientos acerca de sí mismo, transfiriéndoles los sentimientos que tenía hacia su madre, y repitiendo lo que su padre le había hecho a ésta, y que no era justo someterlas a este sufrimiento por el crimen de mantener una relación con él. Esta combinación de mensajes pareció pulsar la tecla acertada. Comenzó a reprocharse menos sobre la relación en la que estaba y, al mismo tiempo, hizo cada vez más esfuerzos exitosos por contener su ataques abusivos y furiosos.

De forma parecida, con respecto a su trabajo y a sus ambiciones de escribir, le transmití que estaba seguro de que lo estaba haciendo lo suficientemente bien en su trabajo como para no ser despedido (una de sus angustias persistentes) y le sugerí que si no estaba escribiendo novelas de ficción quizá ésta no era una ambición que le motivara tanto como él había pensado. En este contexto de más aceptación, él empezó a preguntarme si yo leería alguna de sus historias y le ayudaría con la escritura. Acepté con cautela, temiendo otra situación en la que se sintiera juzgado y humillado, pero la situación se desarrolló de otra manera. Sus escritos me parecieron atractivos pero necesitados de cierta disciplina organizadora; él tomó bien mis sugerencias y pareció genuinamente agradecido y contento por nuestras interacciones sobre el tema.

Respecto a nuestra relación como tal, me di cuenta de que yo debía dejar de intentar con tanto ahínco de desarrollar una conexión continua, y contentarme con comentar el proceso tal como yo lo experimentaba. Con esta nueva orientación, simplemente señalaba siempre que él hacía o decía algo durante la sesión para romper nuestra conexión, bien fuera un sutil menosprecio, un cambio de tema, o comentarios del tipo de “Así que entonces, ¿cómo me va ayudar eso?”. Era un tipo de bio-retroalimentación psicológica que simplemente reflejaba lo que él hacía sin demandarle un cambio. (La única excepción era que si me sentía verdaderamente insultado por algo que decía, entonces se lo hacía saber, a veces con enojo). También interpreté que, a causa de las contingencias destructivas de su infancia, parecía que él experimentaba la comunicación, independientemente de lo íntima o personal que fuera, principalmente como una actuación por la que ser evaluado más que como un vehículo para establecer una conexión placentera, compartir conocimientos y aumentar la confianza. Con esta construcción, queda claro que necesitara desequilibrar a la otra persona. Con el tiempo, este enfoque le ayudó a mantener el contacto conmigo, y las sesiones adquirieron un tono más colaborador y comprometido.

Mi interpretación de todo esto es que, mediante los procesos reguladores mutuos de ensayo y error, identificación proyectiva y reconocimiento y, finalmente, sus peticiones directas de ayuda, yo estaba estableciendo una compleja relación con la realidad psíquica de Jonathan y, mediante su progresiva identificación con la misma, esta relación estaba comenzando a afectar su relación consigo mismo.

Desarrollo y conclusión

Ahora, después de 10 años juntos, tenemos tras nosotros el intenso trabajo analítico. Jonathan ya no está deprimido, su voz crítica interna ha amainado considerablemente. Sigue en el mismo trabajo pero se siente más confiado en él. Todavía sueña con escribir novela de ficción, pero con menos autorrecriminación por no alcanzar el éxito creativo de su padre. Sus relaciones con las mujeres se han vuelto mucho menos atacantes y ha elegido mujeres cada vez más fuertes que se niegan a  soportar el abuso. Nuestra relación es muy cómoda, nunca insultante y, de un modo tácito, masculinamente afectiva.

Cuando le pedí a Jonathan que leyera esta descripción de su tratamiento, estuvo de acuerdo con la mayor parte, pero le pareció que faltaba un componente importante. Durante la primera parte del análisis, mucho antes de que yo hubiera captado su sistema, yo solía hacer a menudo comentarios empáticos sobre la destructividad de su padre, a veces hasta el punto de expresar mi propio enojo por el daño que había causado al self emergente de Jonathan. Aunque en el momento él defendía a su padre como parte de la idealización que todavía estaba operante, retrospectivamente siente que mi firmeza le ayudó a empezar a separarse de la presencia furiosa, crítica y dominante del padre en su psique. Este añadido de Jonathan subraya lo que yo considero un aspecto pragmático de la tarea del analista. Para que un paciente altere sus relaciones tóxicas consigo mismo, necesita diferenciar las antiguas identificaciones de la experiencia subjetiva primaria y formar nuevas identificaciones como fundamento para una relación diferente consigo mismo. Me parece que cualquier cosa que el analista haga para facilitar cualquiera de estas dos alteraciones no sólo es analíticamente válida, sino que está en el corazón del empeño analítico, ya sea que consideremos que ese empeño es tratar a un self o a varios.

Notas

(*) Steven Stern, Psy. D. es miembro del cuerpo docente del Instituto de Chicago para Psicoanálisis y Profesor Ayudante de Psiquiatría Clínica, División de Psicología, en la Escuela Médica de la Univrsidad de Northestern.
Agradezco a James Anderson, Mary Connors, Robert Galatzer-Levy, Salee Jenkins, Laura Kavesh, y los desaparecidos Stephen Mitchell, Kenneth Newman y Martha Stark sus comentarios y sugerencias acerca de las primeras versiones de este artículo.

(1) No es, sin embargo, la misma división que la “escisión vertical” de Kohut (1971), la cual se parece más al concepto de múltiples selfs. La diferencia se clarificará más adelante.

(2) El investigador sobre la infancia que, a mi parecer, tiene una apreciación más plena de esta dualidad de la experiencia del self es Sander (1977, 1985, 1995). Basándose en el trabajo del biólogo evolutivo Paul Weiss, Sander (1995) escribe que, comenzando con la diada madre-infante, los seres humanos desarrollan un sentimiento de unidad organizativa o coherencia a partir de la experiencia suficientemente frecuente de que sus estados internos son reconocidos y respondidos empáticamente por los otros significativos. Los términos generales que utiliza para esta experiencia son “especificidad de reconocimiento” y “momentos de encuentro”, que él considera que se alcanzan interactivamente mediante procesos de influencia y regulación mutuas. Cuando estos procesos tienen lugar, el niño tiene experiencias de iniciativa y de “conocerse a uno mismo como uno es conocido”, lo que Sander considera las bases de la salud psicológica. A la inversa, cuando existe una falla para alcanzar una especificidad de reconocimiento adecuada, se deja al niño con “una difusión en los anclajes de confirmación  de los que depende el conocimiento de sí mismo” (pp. 590-591).

(3)Aquí estoy recordando el concepto de Winnicott (1969) de “relacionarse mediante identificaciones”. Yo diría, siguiendo a Winnicott, que nuestros pacientes comienzan su tratamiento relacionándose con nosotros (y con ellos mismos) mediante “viejas” identificaciones. Sólo según vamos siendo capaces de separarnos del sistema identificatorio de nuestros pacientes –y, por tanto, ayudarles a comenzar a separar su experiencia subjetiva primaria de las viejas identificaciones tóxicas- nuestros pacientes pueden empezar a “utilizar” a sus analistas como nuevos objetos.

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