aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 015 2003 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

El diálogo colaborativo y el cambio psíquico

Autor: Ortiz, Esteban

Palabras clave

Autorrevelaciones, Comunicacion abierta, Enactment, Experiencia emocional correctiva, Herramientas no interpretativas, Modificacion de la memoria implicita, Neutralidad, Paradigma relacional, Saber relacional implicito.


Introducción

Actualmente entendemos la terapia de un modo más complejo que hace un par de décadas. Seguimos interesados en comprender las narrativas de nuestros pacientes pero, además, nos preocupan los mecanismos relacionales y no interpretativos del cambio. Comprendemos de un modo más preciso que antes cómo la mayor parte de la experiencia relacional está inscrita de forma procedimental (Bleichmar, 2001; Clyman, 1991; Fonagy, 1999; Lyons-Ruth, 1999; Stern y otros, 1998) por lo que nunca aparecerá en el relato del paciente sino en su vinculación. Vinculación que, por otra parte, no es en absoluto independiente de las características personales del terapeuta con quien comparte experiencia (Gill, 1982; Hoffman, 1983; Mitchell, 1997; Stolorow, 1997; Westen y Gabbard, 2002).
Desde esta perspectiva, el objetivo más ambicioso del análisis se define actualmente como la modificación de la memoria implícita y la adquisición de nuevos procedimientos de “estar con”. En palabras de Fonagy (1999): “El cambio ocurre en la memoria implícita que lleva a un cambio en los procedimientos que la persona usa para vivir consigo mismo y con los demás” (citado en Bleichmar, 2001).
El saber relacional, las habilidades para relacionarse con los demás, es mayoritariamente inconsciente y, en su mayor parte, no puede ser traducido a representaciones conscientes. Se hace evidente en la acción, en la interacción con otros, y está inscrito en la memoria procedimental. En Bleichmar (2001) y Westen, (1999) hay un amplio desarrollo de este tema.
Según Lyons-Ruth (1999), el saber relacional implícito aumenta en complejidad y cambia a lo largo de la vida fundamentalmente por aprendizaje observacional y por la participación en interacciones significativas. Es un saber que se adquiere antes de la aparición de la palabra y se desarrolla a lo largo de toda la vida como un sistema representacional paralelo al sistema simbólico. En este sentido, la psicoterapia es un método altamente específico de aprendizaje observacional y participativo.
La investigación sobre la infancia y las posiciones relacionales en psicoanálisis coinciden en afirmar que los procedimientos de “estar con” se desarrollan mejor cuando se participa en formas coherentes y colaborativas de interacción. En palabras de Lyons-Ruth (1999): “el medio es el mensaje”; es decir, la organización del saber relacional implícito depende en gran medida de cómo se ha organizado el diálogo intersubjetivo. La tesis que defiende esta autora es que “el saber actuado evoluciona y cambia por procesos que son intrínsecos a este sistema de representación. Lo verbal no es imprescindible aunque pueda ser una herramienta importante”. En otras palabras, el saber relacional, en su mayor parte, se crea en la interacción y se modifica en la interacción. La palabra puede acompañar o no a este proceso pero no es imprescindible.
 “La literatura más reciente del desarrollo y de las neurociencias sugiere que, además de la elaboración simbólica consciente, el paciente y el analista deben estar trabajando simultáneamente a un nivel implícito relacional que apunte a crear modalidades de diálogo cada vez más coherentes” (Lyons-Ruth. 1999).
Para los propósitos de este trabajo es esencial tratar de definir las características generales de la interacción coherente, abierta y colaborativa para aplicar esta plantilla a la relación analítica y observar qué resulta de esa aplicación. Una sugestiva sugerencia nos viene del campo de la infancia. Hay una enorme masa de datos que indican que los mejores resultados educativos, la adquisición de un apego seguro y una alta mentalización, se asocian al empleo parental de una comunicación abierta (Lyons-Ruth, 1999), definida por:
  • Estructuración activa del diálogo con la finalidad de poner de relieve las carencias, necesidades, puntos de vista y preferencias del niño. Se admite de manera explícita la dificultad y la importancia de conocer la mente del otro.
  • Búsqueda activa de reparación de los malentendidos, lo que implica una mutua regulación.
  • Dirección activa del diálogo hacia nuevas formas de conciencia por parte del interlocutor más evolucionado.
  • Atenta reevaluación del peso de las iniciativas y de la capacidad de dirigir la relación por parte del niño.
De un modo muy breve y esquemático, pues no es este el objetivo de este trabajo, quiero señalar los puntos paralelos que hay entre la investigación sobre la infancia y la actitud terapéutica que defienden influyentes pensadores contemporáneos del psicoanálisis.
(1) Estructuración activa del diálogo.
Asociación libre balanceada con preguntas, sugerencias, aclaraciones, etc. con el fin de conocer muy en detalle el mundo interno y externo del paciente. La sesión es llevada como una conversación (Bleichmar, 2001).
(2) Búsqueda activa de reparación de los malentendidos.
La empatía no es un punto de partida, la captación inmediata de la mente de otro. Es un proceso que se construye activamente y que requiere un arduo trabajo de interlocución: preguntar, sugerir, rectificar, consensuar significados, construir un lenguaje común, etc.
(3) Dirección activa del diálogo hacia nuevas formas de comunicación.
El analista ejerce un proceso de influencia activo y empuja al paciente hacia la consecución de un conjunto de submetas específicas para una sesión o un segmento del proceso terapéutico. El logro de esas submetas traerá un aumento de la función reflexiva del paciente (Fonagy, 1999): “La psicoterapia, cualquiera que sea su forma, trata de la reactivación de la mentalización”.
Para Mitchell (1997), el punto central del cambio está en la lucha del analista para encontrar un nuevo modo de participación con el paciente. Hay una dialéctica entre autonomía e influencia en el análisis. Mitchell (1997) plantea que la autonomía es una propiedad emergente que no puede ser protegida de la influencia del analista sino que crece a través de esta influencia.
(4) Atenta evaluación de las iniciativas del niño.
El paciente no puede ser un sujeto pasivo en manos de un terapeuta que siempre tiene la última palabra o que se arroga para sí en exclusiva la facultad de proponer explicaciones. Para el filosofo Gadamer (1975), el diálogo es un intercambio en el que se asume que el otro puede tener razón. Ve el desacuerdo no necesariamente como un obstáculo sino como una oportunidad para construir una alternativa a los prejuicios de uno y otro interlocutor. Desde esta perspectiva, muy influyente en el paradigma relacional, el analista es alguien que se deja enseñar por el paciente, reconsidera sus opiniones y busca un consenso negociado para establecer el significado de la interacción.
A partir del artículo de Clyman (1991, citado en Díaz-Benjumea, 2002), ha ganador terreno la idea de que hay dos tipos de cambio en la terapia analítica: uno, mediado por el insight y, otro, mediado por las características específicas de la relación paciente-terapeuta. En la medida en que el analista puede aportar una experiencia relacional nueva al paciente da a éste la oportunidad de modificar lo grabado en su memoria procedimental e inscribir nuevas representaciones con menos sesgos, restricciones, represiones y escisiones.
De acuerdo con Lyons-Ruth (1999), el cambio terapéutico de los procedimientos relacionales se produce por una mezcla compleja de:
  • Interpretaciones.
  • Transacciones continuas (experiencia emocional correctiva).
  • Análisis de las transacciones poderosas en las que el analista se ve obligado a salirse de su papel (“enactment”).
El trabajo que sigue a continuación se ocupa de mostrar y analizar algunas intervenciones/interacciones que tienen que ver con el cambio mediado –fundamentalmente- por el segundo nivel (la experiencia emocional correctiva) y el tercero (el análisis del “enactment”) y que buscan crear esas modalidades de diálogo cada vez más colaborativas que destacábamos antes. En un trabajo anterior decía esto: “El enfoque intersubjetivo [ahora sustituiría este término por el de “relacional”] responsabiliza mucho más al terapeuta de la marcha del   tratamiento pues le exige no solo comprender al paciente sino relacionarse con él de un modo terapéuticamente útil. La sola comprensión no basta, se necesita algo más para esperar un final razonablemente feliz de la terapia”. Actualmente hay un amplio consenso en que la interpretación por sí sola no es suficiente para producir el cambio (Bleichmar, 2001; Mitchell, 1988; Stern y otros, 1998).
Cada opción técnica, si es coherente y no únicamente intuitiva y disociada de la teoría, deriva directamente de una forma de entender el funcionamiento del psiquismo y el cambio terapéutico. Durante mucho tiempo se ha privilegiado la palabra en su contenido informativo y se la ha subestimado en su dimensión relacional. Por esto, porque estamos en un tiempo de corrección de ese desequilibrio, conviene enfatizar esta segunda dimensión para usarla lo más consciente y reflexivamente posible al servicio del cambio. Lo que sigue a continuación representa –tanto como puedo capturar conscientemente- el catálogo de herramientas no interpretativas y el manual de instrucciones de uso que poseo en este momento. No me cabe la menor duda de que debe ser un catálogo incompleto, aburridamente obvio –incluso- en alguna sección y problemático y discutible en otras, pero espero que tenga al menos un valor para el lector: el de recopilación, el de reunir en un espacio limitado materiales que he ido encontrando a lo largo de los años en textos dispersos.
De impersonal y neutro a presente y subjetivo
Como tantos, yo creía que lo correcto era aparecer lo más reservado, silencioso y desconocido para el paciente como fuese posible. Creía que esa actitud facilitaba las cosas y no contaminaba la relación con el “chapapote” (1) de mi subjetividad. El paciente tenía que poder expresarse plenamente y yo tenía que estar retirado, básicamente inexpresivo y parco, para no interferir. No estaba prohibido reír o sentir una emoción intensa, pero resultaba sospechoso. Debía analizar esa risa muchas veces abortada, tratar de dilucidar a qué tipo de identificación proyectiva había sido sensible y, cuanto antes, reconducirme a un estado afectivo basal del que, pensaba, había sido arrancado por el paciente. Era un tipo de trabajo presidido por la desconfianza: desconfianza hacia el paciente, por supuesto, pero también desconfianza hacia mí mismo.
¿Cuáles son los cambios básicos que he realizado a lo largo de los últimos años? Globalmente puedo responder diciendo que he ido ensayando una progresiva subjetivización de mi práctica profesional siguiendo los siguientes lineamientos (adaptado de Mitchell, 1988, 1997):
  • De una escucha “objetiva” a otra en la que el terapeuta percibe y organiza subjetivamente los hechos.
  • De un participante distante a otro activo que influye en lo observado.
  • De observador de la transferencia a alguien que codetermina las formas particulares de transferencias.
  • De alguien anónimo a una presencia palpable y percibida.
  • De alguien que pugna por ser abstinente a alguien que intenta ser facilitador, involucrado y responsivo.
  • De intérprete de procesos inconscientes a intérprete sensible de procesos mentales.
  • De neutral a alguien involucrado activamente que intenta ayudar.
Apoyándome en autores como Bleichmar, 1997, 2001; Bollas, 1987 y 1989; Casement, 1985; Killingmo, 1989; Thoma y Kachele, 1990; Wachtel, 1993, ensayé para volverme más expresivo, introduje comentarios de un tipo que antes nunca había hecho y me esforcé en crear un ambiente menos intelectualizado y mucho más afectivo.
  • “¡Qué situación tan complicada!”
  • “Entiendo que estés indeciso”.
  • “Me parece muy duro eso que cuentas”.
  • “Te debes de haber sentido enfadado, sorprendido, atemorizado, etc.”
Fonagy y Target (1996, citado en Gunderson y Gabbard, 2000) insisten en la capacidad correctiva de este tipo de intervenciones para aquellos pacientes que, siendo niños, fueron ignorados, mal interpretados o rechazados. Es un lenguaje que, al mismo tiempo que muestra al terapeuta vibrando con las emociones del paciente (y, por lo tanto, conectado e interesado) permite que los pacientes descubran sus estados mentales en las descripciones e inflexiones emocionales que comunica el analista. La subjetividad expresada del analista, no su silencio o su desapegado distanciamiento, es lo que permite este grado de conexión y reconocimiento. Expresados de forma muy discreta, estos comentarios no ocultan lo que son: opiniones del terapeuta que nacen de su interior y que sugieren un modo concreto de vivir la experiencia que relata el paciente. Con ellos, el terapeuta propone un sentido emocional y espera que el paciente se identifique con él.
Otra razón por la que este tipo de comentarios me parecen útiles y pertinentes es porque igualan un poco más la relación entre paciente y terapeuta pues transmiten una idea subyacente: tú y yo somos más parecidos que diferentes; quizás yo haya vivido algo como lo que tu cuentas, o quizás no, pero es entendible, podría haberme ocurrido a mí y mi reacción podría haber sido más o menos como la que propone lo que te digo.  Las reacciones del paciente son entendidas –y así se le transmite- como variantes específicas de lo humano. Bleichmar (2001) advierte sobre el riesgo de mantener al paciente con la creencia de que nadie más experimenta lo que a él le pasa.
En la medida en que me esforzaba por introducir comentarios de este tipo también buscaba convertir la sesión en un coloquio en lugar del proverbial monólogo del paciente punteado por ocasionales intervenciones del terapeuta. De hacer hincapié en la escucha (mitificada seña de identidad de nuestra profesión) pasé al no fácil objetivo de convertir nuestros encuentros en un diálogo colaborativo (Bleichmar, 2001; Lyons-Ruth, 1999; Safran, 2003).
Convertí el arrogante (y falso) tono de seguridad con el que suponía que tenía que decir las cosas por un tono dubitativo, abierto, hipotético. Pasé a proponer ideas y a valorarlas por su utilidad y no porque se ajustaran a alguna teoría. Dejé de “saber” qué les pasaba a mis pacientes y, en coherencia, me limité a opinar qué creía yo que podía ocurrirles. Aprendí a valorar la importancia de que mis pacientes pudieran rechazar mis ideas o acoplarlas en variantes personales a sus necesidades o puntos de vista. Bollas (1987) me enseñó la importancia del disenso y las virtudes creativas del juego placentero con las ideas.
Como es lógico, mis intervenciones se amoldaron a un orden arquitectónico diferente en el que las frases perdieron su contundencia anterior y se volvieron más ligeras y subjetivas:
  • “Tengo la impresión de que…”
  • “Siento que…”
  • “Se me ocurre tal cosa”.
  • “Me parece que…”
Al sentirme menos obligado a estar en lo cierto me permití ser más juguetón y libre con mis afirmaciones y descubrí que era mucho más fácil rectificar, contradecirme, sugerir, preguntar y utilizar todas las modalidades de interpelación que se me ocurren.
  • “Te he dicho eso pero ahora, pensándolo mejor, creo que no es cierto.”
  • “En la última sesión te dije tal cosa pero ahora me doy cuenta de lo parcial e incompleto que es todo eso.”
  • “Se me ocurre esto ¿qué te parece, qué opinas?”
Una de las ideas que tomé prestada de Bollas (1989) es la de que el terapeuta se muestre ante el paciente disintiendo de sí mismo al tiempo que no oculta el, en ocasiones, trabajoso proceso de formular una idea.
  • “No es eso, no es eso, no acierto con lo que quiero decir”.
  • “No estoy muy contento con lo que se me ha ocurrido pero no encuentro otra manera de transmitirte lo que quiero decir”.
  • “Te iba a decir tal cosa pero a medio camino he tenido la impresión de que voy desencaminado. ¿Qué piensas tú? ¿te sugiere algo?”
  • “Es una idea incompleta y confusa pero te la quiero decir para ver si le podemos encontrar algo útil”
Bollas (1989) habla de “la dialéctica del disenso”. Dice: “Quiero tener libertad para disentir con mi analizando. Quiero que él la tenga para disentir conmigo”. Me parece un principio programático excelente. Bollas propone dos maneras complementarias de llevarlo a cabo:
  1. El analista se muestra disintiendo de sí mismo: “No, no, estoy equivocado”. En voz alta, se pelea consigo mismo en la búsqueda trabajosa de una idea que casi nunca está ahí, presente y esplendorosa, de entrada. Más allá de lo que se acabe diciendo, lo importante es que el terapeuta se muestra como un modelo en el uso que hace de su pensamiento: pensar no es fácil, rara vez se nos ocurren ideas redondas y acabadas desde el principio; por lo general, corregimos, rectificamos, nos dejamos guiar por hilos tenues, apelamos al otro para que nos ayude a completarla, etc.
  2. El analista disiente del paciente:
  • "Dices que no te importa, pero yo creo que sí”.
  • “Veo de un modo distinto lo que me has dicho”.
  • “En este momento vemos las cosas de diferente manera. Tu piensas X y yo pienso Y. Tendremos que ver si somos capaces de encontrar una forma común de verlo”.
Bollas propone introducir esta “dialéctica del disenso” desde el comienzo de la terapia y con todo tipo de pacientes. Mi experiencia confirma que esta estrategia es adecuada.
Esta forma de hablar con mis pacientes no es un artificio ni una pose. Refleja realmente mis luchas por encontrar “las palabras para decirlo” (Ortiz, 2002) y mi voluntad de hallar en el paciente un colaborador para completar un proceso de pensamiento que, en justicia, nos pertenece a los dos.
Años más tarde, cuando empecé a leer sobre teoría del apego, encontré una pequeña idea, casi obvia, que me impresionó profundamente: algo que puede marcar decisivamente la psique de un niño es la convicción honda de sus progenitores de que realmente es difícil conocer la mente de otro. Estos padres tienen más probabilidades de propiciar un crecimiento saludable (Lyons-Rhuth, 1999; Fonagy, 1999).
Los analistas también podemos transmitir esta convicción pragmática: conocerte/conocerme, saber cómo me afectas y cómo te afecto, reconocer cómo danzan nuestros estados de ánimo; todo ello es interesante, difícil y productivo. Es lo opuesto del analista que, aparentemente, sabe todo y todo lo tiene bajo control.
LAS AUTO-REVELACIONES
“No creo que la mayoría de las interpretaciones deba consistir en enunciaciones de sentimientos o sensaciones del analista, ni en revelaciones directas de las posiciones en que este se encuentra. Tanto es el miedo casi fóbico que este sector del técnica siembra en el psicoanálisis que me veo obligado a declarar que el analista tiene que ser avaro en el uso de estas intervenciones, y producirlas sólo con miras a facilitar el proceso analítico” (Bollas, 1987).
Los terapeutas nos mostramos todo el tiempo en distintos grados. Los pacientes, necesitados de información, atienden a los signos más insignificantes buscando dar respuesta a una pregunta absolutamente natural: ¿con quién estoy, quién eres? Interpretar esta necesidad relacional como desconfianza (o únicamente como desconfianza), o curiosidad impropia, creo que va contra todo lo que el psicoanálisis actual nos enseña. No podemos escapar a ese escrutinio y, en general, me parece contraproducente querer hacerlo.
Cuanto más penetrante y sutil sea la interpretación más obvio será para el paciente que el terapeuta está hablando desde el fondo de sí mismo. Con nuestras intervenciones transmitimos el grado en que, como personas, sabemos de la vida. Los pacientes notan si hablamos de oídas de ciertos temas o si estamos plenamente sumergidos en ellos. El paciente que me habla de su experiencia con prostitutas debe notar que yo no sé mucho de ese mundo por el tipo de aclaraciones que le pido y por el tono de curiosidad o extrañeza con que acompaño el relato de sus peripecias. En el pasado, cuando me esforzaba mucho más que ahora por ser anónimo, mis pacientes con convicciones religiosas notaban siempre mi agnosticismo. Hace poco, una paciente adivinó mi talante de izquierdas porque observó que no me resultaban desconocidos los dilemas morales con los que andaba peleando. El simple hecho de utilizar un vocabulario (o no hacerlo) puede ser suficientemente revelador para el paciente perspicaz. No hay forma de ocultar este tipo de cosas y cada vez le encuentro menos sentido a la obligación de hacerlo.
Aprendí de Wachtel (1993) que “mantener una regla que prohíba de forma inflexible toda auto-revelación y retirarse a una postura de “neutralidad” o “anonimato” puede originar un dolor innecesario en el paciente, e incluso ocasionar un fracaso terapéutico”. Hay distintos grados de auto-revelación, desde la más sutil a la más directa. Creo que es útil examinarlas por separado para no rechazarlas o aceptarlas en bloque y para ver cuál de ellas puede calzar con nuestra manera particular de entender este trabajo nuestro.
Respuestas mesuradas a preguntas frecuentes
Sigo creyendo en la necesidad de un cierto anonimato y una cierta neutralidad para realizar esta tarea pero, desde luego, no definida de una forma tan severa como la que aprendí o como me aplicaron cuando fui yo el paciente. Por ejemplo, a veces nos preguntan nuestros pacientes que si hemos leído tal libro o visto cual película y yo, ciertamente, también lo he preguntado cuando ocupaba la horizontal del diván. Nos hemos visto reflejados en algo de lo visto o leído y queremos hablar de ello pero, si es posible, ciñéndonos a lo esencial, sin necesidad de contar todo el texto o toda la película. ¿Hay algo más enojoso, ridículo y absurdo que explicar una película a un terapeuta “neutral y anónimo” cuando intuyes que sí la ha visto pero no considera correcto admitirlo? ¡Qué pérdida de tiempo y qué modo de jugar al “yo sé que tú sabes pero tenemos que jugar a la impostura de actuar haciendo como que no sé que sí sabes”!
Una situación similar se da con las vacaciones. Los pacientes saben que nos vamos, ya nos cuidamos de decírselo con bastante antelación, pero se supone que no deben saber a dónde, que es una información inconveniente que revela no sé qué secretos de nuestra intimidad. ¿Es tan espectacularmente impactante admitir que, como miles de conciudadanos de clase media, vamos a la playa, a Londres o a Lisboa? Lo único que dice de nosotros es que, aproximadamente, somos como todo el mundo y hacemos las mismas cosas. ¿Ésta es una información realmente personal? Con algunos pacientes puede que sí, pero no necesariamente con todos, probablemente con la mayoría no.
Por propia iniciativa no cuento a qué lugar voy a descansar pero sí lo hago cuando me lo preguntan y, hasta ahora, no he observado que esto traiga mayores inconvenientes ni esa temida curiosidad rampante que pide más y más datos sobre la vida del terapeuta. Por el contrario, observo que, especialmente con pacientes graves, responder a estas minucias sin crear ningún misterio en torno al tema nos lleva un minuto. Después, el paciente pasa a ocuparse de lo que más le preocupa: sus problemas.
En este tema, y en otros muchos que expongo a continuación, me dejo guiar por la opinión de Thoma y Kachele (1990): “Surge una respuesta bastante simple a la pregunta de lo que el paciente puede conocer y saber en el consultorio sobre el analista como persona: todo lo que sirva al conocimiento de sí mismo y que no sea un obstáculo para éste”.
Aceptar que ciertas percepciones o sensaciones son plausibles.
Para muchos pacientes, que el terapeuta se apreste a admitir que lo que vio o sintió puede ser correcto es más que suficiente. El paciente se tranquiliza, recupera la confianza en su mente, tiene la experiencia de que sus observaciones son atendidas y no es despachado como alguien que ve visiones o se fija en cosas impropias.
Un paciente me dice que en la última sesión me percibió impaciente y levemente irritado. Le respondo que puede que tenga razón y pasamos a hablar de cómo lo vivió. Aunque soy consciente de que el paciente está en lo cierto estimo que esta respuesta va a ser suficiente para que no se sienta ni desatendido ni rechazado (nos conocemos desde hace algunos años y hay entre nosotros una confianza mutua que nos lleva pedir más explicaciones cuando alguno de los dos no se siente satisfecho).
Como muchos analistas, he sido testigo del alivio y la relajación que los pacientes experimentan cuando el terapeuta está dispuesto a admitir que es probable que estén en lo cierto. En la mayoría de casos no hace falta más. Muchos pacientes aceptan de buen grado esta admisión circunspecta porque reconocen sin demasiado conflicto que es natural que el terapeuta no diga todo sobre sí con el fin de protegerse a sí mismo y al tratamiento.
En otras ocasiones un paciente me sorprende con una afirmación sobre mí que me suena irreconocible e infundada. Incluso en estos casos he tomado por costumbre (y me siento cómodo haciéndolo así) darle algún crédito a lo que me dice.
  • “No me reconozco en eso que me cuentas. Me parece que no concuerda con mi estilo o con mi forma habitual de pensar, pero puede ser que tengas razón, que algo de lo que te dije o hice suene así”.
  • “No tengo ni el más mínimo recuerdo de que te haya dicho tal cosa. Me suena raro, ajeno, pero puede ser que tengas razón. Uno no siempre sabe lo que dice o cómo lo dice por lo que es posible que sea como tú indicas”.
No asumo de entrada que el paciente deforma y yo estoy en lo cierto. Él tiene su perspectiva y yo la mía y ambas son notoriamente falibles y subjetivas. No le veo sentido a discutir sobre quién tiene razón y quién está equivocado. No veo cómo puede decidirse tal cosa si no es por un acto autoritario de cualquiera de nosotros. Me parece más productivo dialogar sobre nuestras diferentes puntos de vista y buscar un consenso negociado sobre lo que está ocurriendo en el aquí y ahora de la sesión.
Admitir la realidad de sus impresiones sobre mí
Un paciente diagnosticado como trastorno límite de la personalidad me sorprende con un comentario: “Debes verme muy mal ya que me hablas con mucho cuidado”. Caí en la cuenta de que era así y se lo dije: “Es cierto, tienes razón, me doy cuenta ahora de que te hablo con muchas precauciones. ¿Tienes alguna idea acerca de por qué lo hago?” El paciente ensayó varias hipótesis que giraban en torno a la idea de que debía dar una poderosa impresión de loco a punto de romperse en mil pedazos. Decidí darle una respuesta directa para no dejarle anegado en sus conjeturas erróneas: “No, no es por eso que dices. Te hablo con cuidado no porque te vea muy grave sino porque tengo la sensación de que si te digo las cosas como me salen me vas a vivir como alguien duro y despiadado que te trata sin consideración”. Mi auto-revelación aclara un malentendido que se estaba instalando en la mente de mi paciente y sitúa su observación en el plano de la relación: yo le afecto a él con mi forma de hablar más allá de lo que yo pretendo y él me afecta a mí y me “obliga” a elegir un modo locucional restrictivo y escrupuloso.
Con los pacientes para los cuales la religión es un tema importante siempre ha acabado por surgir la pregunta sobre mi estatus como creyente, acompañada de la sospecha de que no debo serlo. En ningún caso he tenido la impresión de que la terapia se resintiera porque yo confirmara lo que ellos ya intuían. Al preguntarles si se sentían afectados por mi agnosticismo o en qué imaginaban que sería diferente nuestro trabajo si compartiésemos la misma fe, podíamos crear un diálogo enriquecido con la apreciación de cómo nos afectan nuestras idiosincrasias personales.
Algo semejante ocurre cuando algún paciente es un fervoroso creyente en las artes del curanderismo, la imposición de manos, las energías cósmicas y la influencia de los astros. Al principio de mi carrera, todo esto lo vivía como una complicación engorrosa. Me alarmaba que siguieran una terapia paralela con un curandero o astrólogo y me sentía avergonzado por estar asociado a través de mi paciente a estos extraños compañeros de viaje. En algún momento podía hacerse evidente una enojosa competencia cuando el paciente se apoyaba en su otro terapeuta más que a mí.
Con el tiempo aprendí a moderar mis impulsos de racionalista ilustrado y a adoptar una posición menos beligerante. Esto me ayudó a no temer algunas preguntas del paciente. Por ejemplo, ¿creo yo en estas cosas? o ¿me molesta que él consulte simultáneamente a un curandero? Puedo contestar con comodidad a sus preguntas y no encuentro que esta franqueza mía perjudique al tratamiento. Puedo responder algo como esto: “Francamente, no creo en estas cosas y me inspiran una notable desconfianza, pero puedo entender que tu lo veas de otro modo y que trates de tocar todas las teclas que tengas a mano”.  La segunda pregunta puedo abordarla más o menos así: “No es una idea que me entusiasme pero, en realidad, no tengo ninguna evidencia de que sea algo que vaya a perjudicarte o a perjudicar nuestro tratamiento. Lo que sí espero es que si en algún momento surge algún problema o incompatibilidad entre una experiencia y otra lo podamos hablar”.
Hay otro tipo de reconocimientos más difíciles y con ellos todavía estoy ensayando una respuesta que concilie lo que creo que hay que hacer con la incomodidad y las dudas ante lo no familiar. Aunque hay un creciente número de testimonios orientadores en la literatura psicoanalítica reciente, compruebo que no es fácil hacerse cargo de lo que se ha heredado.
A lo largo de una serie de semanas una paciente, de treinta y tantos y guapetona, fue animándose a desplegar sus sentimientos amorosos y eróticos hacia mí. Yo la acompañé durante un buen trecho en la exposición y análisis de sus sentimientos hasta que, poco a poco, y sin ser plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo, me fui sintiéndome incómodo, excitado y amenazado. A partir de un determinado momento, empecé a esperar las sesiones con ella con expectación y con una creciente aprensión. Aunque yo seguí comentando lo que ocurría y tratando de encontrar una salida, retrospectivamente comprobé cómo, milímetro a milímetro, me retiré de ella. Mis intervenciones perdieron intensidad y brillo y se fueron volviendo librescas, formales y artificialmente calmadas. La paciente no fue consciente de esta huida vergonzante mía y, progresivamente, se fue apagando y deprimiendo. Además, para mayor consternación mía, empezó a echarse la culpa por lo que estaba pasando. Intenté maniobrar en varios ángulos pero aquello no solucionó nada. Mientras, yo era testigo de cómo ella se hundía en un cenagal depresivo sin encontrar una razón suficiente que le explicara por qué. Decidí desafiar mi incomodidad y plantarle cara a mi viejo superyó analítico que me acusaba de que lo que iba a hacer no estaba bien. Tuve que reunir fuerzas para enfrentar mi miedo a la paciente, a las hipotéticas consecuencias incontrolables que podrían sobrevenir y al desdoro y la humillación de aparecer como un terapeuta (y un hombre) acobardado por la esplendorosa sexualidad emergente de aquella mujer.
Le dije algo parecido a esto: “Tengo una idea acerca de por qué estás así y quiero discutirla contigo. Creo que lo que ha sucedido es que la intensidad de tus sentimientos me ha asustado y me ha llevado a replegarme en una postura formal y distante. Creo que tú has advertido esta retirada mía y eso te ha hecho sentir cada vez más sola y perdida. Al final has acabado por echarte la culpa a ti misma y eso no te permite ver el papel que he jugado yo en este desencuentro”.
La paciente me miró estupefacta en un primer momento y luego con alivio y  gratitud. Me dijo que intuía que algo pasaba conmigo pero no sabía qué era. Me había visto cambiado pero no podía adivinar las razones de mi cambio salvo suponiendo, como suele hacer, que algo inapropiado había hecho ella. Me veía tan aparentemente tranquilo que nunca se le había pasado por la cabeza que yo pudiera tenerle miedo.
Sus primeras reacciones a mi intervención fueron básicamente de alivio, sorpresa y gratitud por no haberla dejado a solas con los círculos viciosos de su mente. Posteriormente, como es lógico, sus emociones adquirieron matices más complejos. Me odió brevemente por mi cobardía, se dolió por el sufrimiento inútil y el tiempo perdido, me despreció por mi arrugamiento ante su pujanza erótica y conectó en una larga cadena reacciones similares de su padre, sus novios adolescentes, su marido y su titubeante terapeuta. A partir de aquí seguimos varios cursos asociativos que nos llevaron a explorar, con una vivacidad reanimada, viejos y nuevos territorios.
Desde mi punto de vista, este es un ejemplo que desmiente el alarmismo y la fobia de la posición que aboga por la “neutralidad y el anonimato” como condiciones indispensables del tratamiento. El proceso transferencial no se ha detenido (como pronostica la visión convencional) y sí se ha visto influida por mi intervención (como siempre ocurre) y se ha expandido en las múltiples líneas que el mundo representacional del paciente permite.
Se me puede reprochar que este procedimiento extemporáneo sobrevino como consecuencia de una cadena de errores. Por supuesto que sí. Actué como el aprendiz de mago: invoqué al demonio y me asusté cuando apareció. Fue una grieta mía en la que se coló la posibilidad de actuar como figura continente. Es cierto esto pero quiero hacer alguna puntualización. No reacciono con miedo (sí con incomodidad) en situaciones similares, por lo que algo de la paciente y algo mío se tuvieron que anudar de un modo especial para que se diera este resultado. Lo cierto es que, una vez producido el error, no me pude desenganchar de él hasta que no encontré una salida liberadora (en este caso la auto-revelación). Después, el glorioso después que nos permite la revisión y la rectificación, comprendí que mi error estuvo en que no fui capaz de darme cuenta de que reaccioné tanto a una solicitud erótica como a un vínculo coercitivo. Con esta persona ha habido otros momentos de bloqueo (por suerte, más breves) porque es típico de su talante un comportamiento ávido e intrusivo. Puede ocurrir que me paralice y me quede con la mente en blanco durante unos segundos cuando, por ejemplo, me pregunta algo, me exige una respuesta y no me da ni un segundo para pensarla. En una de estas ocasiones  me sorprendí a mí mismo diciéndole “Espera, espera, no me agobies” y mostrándole las palmas de las manos para mantenerla a distancia. Fue una acción totalmente espontánea que, para mi disgusto,  pasó por encima de mis esfuerzos de control consciente y arrolló momentáneamente mi posición de escucha.
También me planteo si lo ocurrido, desde una perspectiva psicoanalítica actual, fue un error. Me resulta más útil verlo como un nudo inevitable que nos atrapó a ambos dadas nuestras respectivas psicologías. Si alguna utilidad tiene el concepto de “enactment” es porque describe algo diferente a lo que podríamos ver convencionalmente como un error. Sospecho que “enactment” y error, en un caso como éste, están en planos epistemológicos diferentes. El error parece corresponder más a una perspectiva técnica lineal: si haces A, le seguirá inevitablemente B; mientras que el “enactment” encuentra mejor acomodo en una epistemología no lineal: una acción produce unos efectos que van más allá de lo esperado; las consecuencias se adueñan de la situación y escapan momentáneamente al control consciente de ambos participantes.
La auto-revelación de otros sentimientos
 Algunos autores del paradigma relacional proponen un uso ampliado de la contratransferencia (Renik, 2001; Safran, 2003). La contratransferencia no es sólo una fuente de datos de uso privado para el terapeuta sino que, eventualmente, se puede poner a disposición del paciente para ensanchar la base de datos compartidos por ambos. Un tipo de auto-revelación, potencialmente fecunda, que he incorporado a mi repertorio habitual, es la descripción del efecto que me producen determinadas acciones del paciente, especialmente aquellos más graves.
  • “Me siento sorprendido, o desconcertado, o alarmado con lo que me dices”.
  • “Me siento horrorizado al oír cómo corrías con el coche ayer. Me imagino lo que hubiera pasado si se te hubiera cruzado un niño y se me ponen los pelos de punta”.
  • “Se me encoge el corazón cuando me cuentas cómo ayer pasaste la tarde cortándote con la cuchilla y quemándote con cigarrillos”.
  • “Me siento agobiado cuando exiges de mí una respuesta y no me das tiempo para pensar”.
  • “Cuando tuvimos la reunión familiar yo también experimenté a tu padre exigente y severo, pero no estoy seguro de que sea porque es un hijo de puta como tú dices. Me inclino a pensar que se pone así porque te quiere y está preocupado pero, al mismo tiempo, no tiene ni idea de cómo mostrarte su preocupación sin resultar agobiante e, incluso, abusivo”.
Otro tipo de auto-revelación por el que tengo un especial aprecio consiste en declarar abiertamente que no entiendo nada o sólo muy por encima. Un paciente con diagnóstico de psicosis atípica tiene un habla muy embarullada. En ocasiones, sus ideas se enredan de un modo incompresible y me encuentro ignorando total o parcialmente lo que me está diciendo. Una de las intervenciones más eficaces que encontré, durante una larga primera parte del tratamiento, fue la de ensayar con él distintas variantes del “no te entiendo”.
  • “Creo que tengo una idea general de lo que estás diciendo pero no estoy seguro de estar entendiéndote del todo”.
  • “Me he perdido. Has dicho esto y después esto otro. No entiendo qué conexión estableces entre una cosa y otra”.
  • “Lo siento, no te sigo, no sé qué me estás diciendo”.
  • “Entiendo lo que me dices pero no sé a dónde quieres ir a parar con todo esto”.
  • “Me siento muy confundido. Tengo la sensación de que me estás hablando de tres o cuatro temas a la vez”.
  • “Hoy te veo más confuso que la semana pasada. ¿Coincides conmigo o lo ves de otra manera?”
  • “Entiendo más o menos lo que me dices pero no entiendo por qué me lo estás diciendo”.
He apreciado en los últimos años lo eficaz que puede ser la auto-revelación para describir a los pacientes aspectos desconcertantes de su estilo de comunicación. Por ejemplo, una paciente suele recibir mis preguntas de un modo curioso: se queda inmóvil y en silencio, con la mirada fija, durante unos minutos que a mí se me hacen largos. Su expresión no indica cómo le ha caído mi pregunta y eso me inquieta. Se queda curiosamente reconcentrada e inexpresiva y yo noto que he perdido contacto con ella y aguardo, preocupado e impaciente, a que vuelva a conectar conmigo. Cuando por fin lo hace, no hay ninguna referencia a su silencio.
Hace algunos años hubiera afrontado esta situación con una descripción de su conducta; algo así como esto: “Me doy cuenta de que cuando te pregunto, te sueles quedar callada e inexpresiva durante un rato y tu cara no permite adivinar qué estas pensando y sintiendo”. También hay una auto-revelación implícita, pero de tono muy menor. Yo quedo bastante escondido. Esta intervención contrasta con otra en la que mis vivencias están más a la vista y propicia una mayor intensidad emocional a la vez que despliega un abanico de matices interpersonales que posibilita una reflexión enriquecida.
  • “Estoy desconcertado. Cuando te hago una pregunta y te quedas en silencio, como ahora, no sé que pensar. No sé si estás pensando intensamente sobre lo que te he preguntado o si estás desconectada y lejos de aquí”.
Esta intervención contiene un grado de auto-revelación mayor que la primera e incorpora una información adicional que muestra a la paciente no sólo su conducta sino también algo del efecto que su conducta provoca en mí. Hay una tercera alternativa que tengo presente y que debo decidir si la uso en ese momento o no. En ella, el intercambio emocional aumenta y la paciente recibe más información contextual al reforzar yo el grado de auto-revelación.
  • “Estoy desconcertado. Cuando te hago una pregunta y te quedas en silencio no sé qué pensar. No sé si estás pensando intensamente o si estás desconectada y lejos de aquí. En todo caso, algo que me pasa cuando el silencio se prolonga mucho es que experimento una fuerte sensación de soledad e incertidumbre”.
Hace algunos años hubiéramos podido llegar a un lugar parecido utilizando otro procedimiento, generalmente más moroso:
  • Le describiría su comportamiento.
  • Si la paciente lo reconoce como propio le preguntaría por qué cree que lo hace.
  • Acabaríamos entendiendo sus razones y eso sería un gran paso.
  • A partir de ahí le podría plantear que qué efecto imagina que puede producir en un oyente no familiarizado con su estilo.
  • La paciente produciría sus propias respuestas y, si no los citase, yo sugeriría que también soledad e incertidumbre (sin decirle que eso es lo que he sentido yo). La paciente podría sospechar que esas sugerencias mías no vienen del aire pero, probablemente, no se sentiría invitada a preguntarme si es lo que experimento yo. Se crearía un área de exclusión que produciría silenciosamente sus efectos (quizás benignos, quizás no, o no tanto) y ambos nos dedicaríamos a otra cosa y el asunto quedaría olvidado.
Este procedimiento sigo usándolo todavía aunque cada vez es más frecuente que esta secuencia acabe con la confirmación de que mis sugerencias provienen de mis vivencias.  Sin embargo, es la auto-revelación, en la línea apuntada en los ejemplos de más arriba, la que se va configurando como la opción que usaré con más probabilidad en una situación similar. La veo como un recurso emocional que deja menos áreas en sombra entre los pacientes y yo, que favorece el mutuo examen y la reflexión compartida sobre las filigranas relacionales que construimos y, algo bastante importante, compruebo que ganamos tiempo. El proceso más sosegado descrito arriba es más lento, requiere una porción mayor de tiempo, mientras que el análisis de la serie interactiva que acompaña a una auto-revelación es más intenso y temporalmente breve (por lo general). Esta es una ventaja no despreciable teniendo en cuenta que cada vez trabajo más con pacientes que sólo pueden tener una sesión semanal.
Admitir la irritación y la antipatía que produce el paciente
A veces, el paciente toma la iniciativa y me interpela. Me ha visto frío, irritado o impaciente y quiere corroborarlo. Antaño, esta era una situación muy amenazante. Ser visto por el paciente equivalía a haber cometido una grave falta técnica: no había sido suficientemente anónimo y el paciente me había “pillado”. A la mala conciencia se sumaba la incomodidad de una prescripción técnica que, vagamente, me sonaba a impostura: la contra-pregunta. Devolvíamos la pregunta y nos hacíamos los inocentes: ¿qué te hace creer que estoy enfadado? Es lógico, entonces, que quedara deslumbrado con los seminarios de Bleichmar o con los libros que empecé a leer gracias a su influencia. Thoma y Kachele (1989 y 1990), autores de cabecera a comienzos de los noventa, me proporcionaron un enfoque diferente del problema y dinamitaron con sus argumentos la estéril estereotipia de la contra-pregunta.  En la mayor parte de los casos me limito a admitir que su percepción de mí es plausible o totalmente correcta. Una breve explicación, no siempre necesaria, da paso a una exploración de cómo le ha afectado y de las razones por las cuales he estado frío o irritado. En determinadas ocasiones estimo que es obligado pedir perdón.
En otras ocasiones, cuantitativamente menores, soy yo, sin que el paciente me lo pida, el que opta por confesar mis sentimientos. Una de mis pacientes, una mujer diagnosticada como trastorno límite de personalidad, me ha inquietado durante años con sus sospechas, silencios sombríos, deseos de matarse, intensas etapas de desesperación y, sobre todo, con su dificultad para verbalizar qué le pasa. Le ha costado años creer que yo estoy realmente interesado en ella y, para desesperación mía, todavía dudo de cuán fuerte es esta convicción. Irónicamente, es una paciente que yo aprecio mucho. He intentado cuidarla con la máxima exquisitez, me gusta como persona, la valoro por su sensibilidad artística y musical y la compadezco por las difíciles circunstancias de su vida.
En un momento dado llegamos a un punto en el que no aguantaba más. Me enfurecía su tendencia a dudar de mí después de tantos años y tantas demostraciones, desde mi punto de vista, de interés y afecto. Que me dijera, como era su costumbre, que me quería contar algo pero que temía enfadarme me llegó a resultar odioso. Como es natural, le habíamos dado mil vueltas a este asunto y todo había sido ineficaz. Ella seguía con su estilo indeciso y cauteloso. En interés del tratamiento, pero también en interés mío, le dije que la odiaba porque no creía haberme hecho acreedor de su miedo. La odiaba cuando me temía sin motivo.
El impacto fue profundo para ambos. Para mí porque me quedé descansado, con la sensación liberadora de que era un momento relacional auténtico. No había, dados mis sentimientos y la repetición alienante de sus temores, más remedio que realizar un acto de afirmación rotundo: yo era yo, y la odiaba porque desesperaba de poder comunicarme con ella. Cualquier otra cosa hubiera sido artificial y falsa. Creo que esta declaración tiene que ver con  “el algo más” que plantean Stern y otros (1998) como un ingrediente a veces indispensable para promover el cambio psíquico.
Hablando de la auto-revelación, Bromberg (1994) dice: “Su utilidad en el proceso analítico está relacionada con la condición de que sea un acto humano genuino y, particularmente, con el grado en el que el analista se encuentra libre de presión interna (consciente e inconsciente) para probar su honestidad o confiabilidad como operador técnico para lidiar con el dolor del paciente”.
La paciente quedó anonadada en un primer momento. Le parecía inconcebible que yo hubiera utilizado la palabra “odio”. No le cuadraba conmigo, con su experiencia de mí como alguien habitualmente calmado y comedido. A pesar de eso, pudo apreciar mi talante apasionado pero no destructivo y como, incluso en esos momentos intensos,  yo seguía cuidando del proceso terapéutico, de ella y de mí.  Arendar (comunicación personal, 2003) me llamó la atención sobre la distinción de Lichtenberg (2000) entre el “odio rencoroso y vengativo” y el “odio autoafirmativo y funcional”. Es una diferencia importante pues separa experiencias afectivas con un significado intrapsíquico e interpersonal radicalmente distinto. Yo creo que mi paciente también captó algo de de esta distinción entre odios.
Compartir los callejones sin salida
Es otro modo de auto-revelación que persigue, al menos, un par de objetivos: (a) desatascar una situación bloqueada, y (b) compartir con el paciente la responsabilidad del problema y la responsabilidad de la solución, al tiempo que se renueva con él el pacto de colaboración.
Una de mis pacientes me tuvo colocado durante varios meses en un doble vínculo paralizante: deseaba que yo diera muestras expresas de que me interesaba por ella pero cuando yo lo intentaba se quejaba de que no era una actitud auténtica sino un producto de mi responsabilidad profesional. Según ella, ante su queja, yo aumentaba mi celo profesional (lo que era absolutamente cierto) pero seguía indiferente como ser humano. Se daban otras variantes similares: me pedía que hablara más pero cuando lo hacía se decepcionaba porque mis intervenciones se debían a su reclamo y no a un deseo espontáneo mío. Si me callaba o intervenía menos sentía que no me importaba o que estaba en mis cosas, lejos de ella. Si la recibía serio, mi cara probaba que su presencia no me afectaba en nada; si sonreía era porque me sentía presionado y quería congraciarme con ella. Le resultaba imposible creer que yo la pudiera apreciar.
Mi problema era el inverso: cómo acercarme a ella, cómo ser creíble si no te dan credibilidad, cómo demostrar lo que no se puede demostrar si el otro no está en condiciones de percibirlo. Un chiste sutil que circula por los pasillos de nuestra profesión muestra una situación parecida: una pareja de enamorados está conversando bajo una romántica luna. Uno de ellos pregunta:
  • ¿Me quieres?
  • Si, te quiero.
  • Pero, ¿realmente?
  • Sí, realmente.
  • Pero ¿realmente realmente?
  • Sí, realmente realmente.
  • Pero ¿realmente realmente realmente?
Yo estaba preso de una particular forma de desesperación: ¿cómo demostrar mis buenas intenciones? Es el tipo de dominio que se basa en descalificar la veracidad del otro y en interpretar sus esfuerzos para volverse creíble como maniobras artificiales que, si fuera auténticamente sincero, no tendría por qué emprender. Omito las mil vueltas que le dimos a este problema para no aburrir. Al final, fruto más del atrapamiento y la desesperación que de una acción reflexiva, llegué a una formulación como ésta:
  • “Tengo presente que, debido a las condiciones de abuso y negligencia con las que has vivido, es natural que no acabes de fiarte de nadie y tampoco de mí. Pero, ¿sabes una cosa? me siento agotado, desesperado y a ratos furioso porque no sé qué hacer para conectar contigo. Si me callo lo vives como indiferencia y si hablo te parece falso y artificial. Me siento entre la espada y la pared, con la sensación de que, haga lo que haga, no me vas a creer”.
La sensación de alivio fue importante: “ya no es únicamente mi problema, yo he hecho todo lo que se me ha ocurrido. Ahora es nuestro problema y tendremos que ver cómo lidiamos, mano a mano, con él. Tú experiencia es válida pero la mía también. Tendremos que ver si somos capaces de construir en colaboración una nueva experiencia que nos permita vivir juntos con más comodidad y libertad”. Todo esto último, pensado pero no necesariamente dicho, me permitió desmarcarme de la matriz relacional anterior en la que yo asumía, sin ser consciente de ello, la responsabilidad de solucionar un nudo relacional imposible.
Me gustaría aclarar, llegado a este punto, que este tipo de intervención violenta un tanto mi forma de ser. Soy más reservado, tímido y silencioso que extrovertido y hablador. Mi proceso de familiarización con estos recursos ha sido cauteloso, reflexivo y ansiógeno. No ha sido la despreocupada incorporación a una nueva moda intelectual para estar a la última sino el excitante y doloroso ensayo y error de quien está convencido de que la pelea por la verdad y la autenticidad beneficia a los pacientes y a mí mismo. Por suerte, hay una evidencia pragmática muy reconfortante: funciona, es útil, no trae las consecuencias negativas que auguraban en el pasado, amplía el número de sutilezas relacionales que podemos someter a examen, deja menos cosas en la sombra e instaura una relación más igualitaria  que concuerda más plenamente con mis ideales democráticos y humanísticos.
A un paciente le dije algo como esto: “Estoy preocupado. Tengo la impresión de que poco a poco te estás alejando y me inquieta la posibilidad de que la terapia no te sirva para nada”.
Es una auto-revelación parcial. Me incluyo en la intervención pero el acento está puesto en el resultado probable y en el alejamiento del paciente. El acento recae en otra cosa que no soy yo. Con algunos pacientes puede ser más que suficiente para promover un diálogo fructífero sobre sus ausencias, su motivación y su forma de vivir la terapia. ¡Pero si siempre fuera tan fácil! Hay pacientes que acaban sacándonos de quicio, nos irritan haciéndonos esperar, nos desaniman con sus inverosímiles excusas y nos llevan  a pensar que nuestros esfuerzos desembocan directamente en la nada. A uno así le dije algo como esto:
  • “He estado pensando en nuestras sesiones y el hecho de que faltes con frecuencia. Lo hemos hablado muchas veces y nunca te he dicho cómo me siento yo con todo esto. Me molestan tus ausencias pero, sobre todo, lo más importante para mí es que me desaniman, me hacen pensar que es imposible hablar en serio contigo y, finalmente,  me llevan a dudar de que nuestros encuentros valgan la pena”.
No es una maniobra envolvente para persuadirlo induciéndole culpa (aunque algo de esto pueda reverberar en ecos adyacentes). Es, más sencillamente, mostrar un límite mío. Yo no soy inconmensurablemente paciente, empático y tolerante y quiero hacérselo saber al paciente. Él, mejor informado, podrá decidir si puede conducirse a sí mismo hasta unos niveles compatibles con mis limitaciones o buscar otro terapeuta con una tolerancia mayor. Si quiere seguir conmigo tendremos que plantearnos qué podemos hacer para que nuestras subjetividades encuentren un ensamblaje y acomodo productivo.
Hace años yo creía que un buen terapeuta debía aguantar carros y carretas sin pestañear. La fórmula mágica era: si un paciente se te atraganta es porque necesitas más análisis. La idea de que un terapeuta tuviera derecho a buscar en su trabajo un cierto grado de confort compatible con el respeto al paciente no estaba demasiado enfatizada. Era lógico con los parámetros teóricos de la época. Sólo cuando se empieza a pensar el encuentro analítico como una situación bipersonal es posible plantear que determinadas coyunturas no requieren del terapeuta más análisis sino atender a su respuesta genuina y natural (para él) que ninguna psicoterapia podría cambiar.
En el artículo de Frankel (2002) sobre la identificación con el agresor trae de nuevo a discusión un viejo tema: la terapia como una situación masoquista para el terapeuta. Puede que tenga razón, que inevitablemente haya algo de masoquismo en el ejercicio de nuestro trabajo. Pero creo que este plausible masoquismo tiene que estar en función, entre otras variables, de cómo se entiende la psicoterapia y qué recursos terapéuticos se manejan. Pienso que la posibilidad de la auto-revelación permite poner un límite al zarandeo desconsiderado del paciente con un grado menor de mala conciencia: hasta aquí llego, si quieres seguir conmigo algo diferente tiene que darse entre nosotros.
Los riesgos (posibles) de la espontaneidad y la autorrevelación del terapeuta
Supongo que, como con todo, hay un riesgo de hacer un uso extremado, irreflexivo o narcisista de estas herramientas terapéuticas. El hecho de que cualquier técnica está mediada por la personalidad del terapeuta coloca una potente carga de subjetividad en cualquier prescripción. El qué se hace ha de completarse con la pregunta de quién lo hace, en qué momento de su carrera profesional, por qué conjunto de razones, etc. No hay manera de salvar el hiato entre la práctica y el practicante.
El terapeuta debe llevar a la terapia ciertas cualidades mínimas: paciencia, ecuanimidad, tolerancia, capacidad reflexiva, etc. Si estas cualidades no preexisten al encuentro analítico en un grado suficiente, no se pueden prescribir y ninguna técnica las aportará. Es necesario un cierto grado de salud mental para ejercer esta profesión y una decidida vocación de poner al servicio de otros una serie de actitudes cuidadoras que implican una parcial negación de las necesidades propias. Si esto falla sistemáticamente, ninguna metodología técnica lo va a remediar.
Esto no quiere decir que no haya que tener ciertas cautelas. En algún momento nos puede zancadillear la tentación de mostrarnos como objeto de admiración para el paciente, nuestros colegas o, más secretamente, para uno mismo, por la modernidad (o postmodernidad), el vanguardismo, la hiper-honestidad de nuestros planteamientos o cualquier otra añagaza narcisista. También pueden ponerse en juego otras necesidades, en algún punto legítimas, del terapeuta. Quizás un terapeuta desvitalizado necesite recrear con su paciente un escenario excitante para compensar su propia hipoestimulación interior. Quizás un analista tenga problemas con la paciencia y el aburrimiento y la auto-revelación, entonces, sea una coartada para la cólera. También sabemos desde hace mucho cómo el activismo puede ser una defensa frente a los sentimientos de impotencia.
Lo que me parece más interesante no es la posibilidad del mal uso sino las ventajas y desventajas del buen uso o, parafraseando a Winnicott, del uso “suficientemente bueno”. Me resulta difícil verle desventajas a este modo de proceder teniendo en cuenta que un terapeuta razonablemente bueno modifica su acercamiento, su actividad, la emocionalidad expresada ante diferentes tipos de pacientes o ante estados mentales distintos de un mismo paciente. ¿Puedo pensar en algún tipo de paciente para el que no sea útil –en líneas generales y no tomado a la letra- lo expuesto más arriba? Quizás, en aquellos que parecen requerirnos –en un primer momento que puede ser largo- una escucha básicamente silenciosa para acompañarlos en una descarga afectiva que parece serles vital. Quizás también, en aquellos con rasgos hipomaniacos y narcisistas que parecen necesitar la recreación de un escenario de admiración pasiva y silenciosa del terapeuta. Puede que también en aquellos que viven la presencia del terapeuta como una intrusión desorganizante y ante los que nos volvemos vaporosos, suaves y casi invisibles a la espera de que el paciente pueda tolerarnos. Puede que algún tipo más pero, a pesar de todo, si logramos ayudarles a superar esas etapas iniciales, habrá un momento en que les propondremos algo más, en línea con la demanda de transformarlos en pacientes activos y crecientemente colaborativos.
Una preocupación que se puede tener, y que yo he tenido también, es un cierta sensación de vértigo, mareante, de que nos acercamos peligrosamente “al todo vale”, al espontaneismo total, a la fluidificación de las reglas de procedimiento que nos han dado seguridad durante una larga etapa. No creo que todo valga y no creo que los aportes recientes en psicología evolutiva y cognitiva, neurociencias  y psicoanálisis sugieran esa dirección. Creo que la cuestión está en que se ha enriquecido la dialéctica entre reflexión y espontaneidad y esto nos pone las cosas un poco más difíciles pero también vuelve nuestra tarea mucho más interesante.
NOTAS
(1) Chapapote: alquitrán, producto líquido, viscoso, de color oscuro y fuerte olor. Utilizado aquí en relación con la mancha de chapapote que contaminó las costas del Norte de España en 2002 tras el naufragio del petrolero “Prestige”.
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