aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 031 2009 Aperturas Psicoanalíticas. Revista de Psicoanálisis en Internet

Testigos de la realidad: trabajar psicodinámicamente con supervivientes del terror

Autor: Boulanger, Ghislaine

Palabras clave

Testigos de la realidad: trabajar psicodinamicamente con supervivientes del terror.


Witnesses to reality: Working intersubjectively with survivors of terror" fue publicado originariamente en Psychoanalytic Dialoges, 18

Traducción: Marta González Baz

Revisión: Raquel Morató

Mientras generaciones de hombres y mujeres jóvenes vuelven del combate marcados no sólo física sino también psicológicamente por sus experiencias, mientras las guerras civiles y el genocidio proliferan y los refugiados buscan en América asilo por la persecución en sus países nativos, incluso mientras otros padecen la violación de sus derechos humanos internacionales por parte del gobierno de Estados Unidos, este artículo se pregunta qué papel pueden desempeñar los psicoanalistas al trabajar con aquellos que han sobrevivido de adultos a la violencia y el terror. Ofreciendo una formulación relacional del surgimiento del trauma en el adulto, la autora revisa algunas de las dificultades inherentes al ser llamada a presenciar las fuerzas sociales destructivas. El artículo concluye con el caso de un hombre que ha sido prisionero en Guantánamo durante los últimos 6 años.

Testigos de la realidad: trabajar psicodinámicamente con supervivientes del terror[1]

Una de las tareas profesionales más gratificantes que he llevado a cabo es la evaluación psicológica de refugiados que buscan asilo político en América.  A veces, cuando no hay señales físicas de tortura, el asilo depende de la opinión de un profesional de la salud mental. No todos los que buscan asilo político han sido torturados, pero la mayoría de ellos sí; no toda tortura deja marcas físicas, pero las marcas psicológicas son legión.

Los abogados que representan a estos solicitantes de asilo ofrecen a quienes los evalúan una explicación de las razones que su cliente tenía para abandonar su país nativo y lo que ella teme que pudiera sucederle si la devolvieran a la fuerza al mismo. El trabajo del psicólogo es decidir si la historia es plausible; resumir los hallazgos y, si fuera necesario, testificar ante el juez de Servicios de Inmigración y Naturalización.

Como evaluadora, tengo que saber exactamente qué le ha pasado a la persona que se sienta en mi consulta o que está sentado desesperadamente en la cárcel del INS [N de T: Inmigration and Naturalization Service, Servicio de Inmigración y Naturalización] de Queens o Newark y al que tengo que ver en una visita de dos horas, o como mucho dos visitas. Eso no es todo. A veces el solicitante de asilo no puede creer que realmente quiera saber qué pasó. Nadie más lo ha escuchado; la historia es demasiado horrible como para contarla. Celeste era una de estos. Mientras repasaba un amplio esbozo su vida en Ruanda, estaba calmada y presentaba los hechos de un modo organizado y claro. Incluso mientras describía las muertes de sus padres y hermanos pequeños y la desaparición de un hermano mayor con quien había estado viviendo, parecía bastante entera; sus observaciones sonaban ensayadas. Repetía casi palabra por palabra la explicación que había dado a su abogado unos meses antes. Para escribir un resumen efectivo, tenía que saber algo más. “Sí –le dije- tu abogado me dio un informe. Me pregunto si podrías contarme más acerca de lo que te sucedió”. Me miró como valorando si yo tenía idea de lo que había preguntado. “¿Quieres decir paso a paso?” Continuó mirándome fijamente a la cara mientras me llevaba a través de esos terribles acontecimientos.

Mientras hablábamos, lloraba cada vez más, se sentía cada vez más asustada y desesperada. A veces, durante esta parte de la entrevista, había mucho ruido en el interfono y detrás de la puerta de la habitación en la que estábamos hablando, pero Celeste parecía no darse cuenta. Era como si los detalles de lo que estaba recordando tuvieran una carga de realidad mucho mayor que el momento presente.

Había veces en que cogía mi mano buscando reasegurarse, o me preguntaba “¿De verdad está bien que te cuente esto? ¿Me atrevo a decir esto?” Y yo tenía que decir “Sí, estoy contigo en esto”, pasaremos por ello y si Dios quiere no te mandarán de vuelta allí”. Meses después consiguió el asilo.

La historia de Celeste me atrapó durante varias semanas tras la entrevista, a veces me veía a mí misma separada, recordando cómo fue atrapada por hombres salvajes llenos de odio y sed de sangre, decididos a violarla, no porque la desearan, le dijeron –porque era asquerosa- sino porque sabían que ese era un modo de deshonrar a su hermano.

Sin embargo, en cierto sentido, trabajar con Celeste fue fácil porque recordaba lo que había pasado y había estado esperando que alguien fuera testigo de las atroces pérdidas que había soportado. Encontró palabras para aquellas pérdidas. Muchas personas no pueden hacerlo. A veces la vergüenza de lo que se ha soportado, el recuerdo del terror y la humillación, son tan grandes que bloquea la capacidad de hablar de ello. Otros temen que al hablar de sus experiencias se reviva el horror, y consideran que no merece la pena, ni siquiera para obtener asilo.

A veces no se puede acceder al recuerdo. Se aloja en impresiones fugaces más que en palabras, en estados de fuga, en dolores corporales. Los evaluadores deben deducir de lagunas en la experiencia, de narrativas rotas, de quejas físicas crónicas que no tienen base en la realidad, lo que puede haberle sucedido a este hombre o mujer que busca refugio en América.

Elaboración de la teoría psicoanalítica y surgimiento del trauma adulto

Durante la mayor parte del siglo XX, la teoría psicoanalítica prestó escasa atención a aquellos que habían sido heridos por la realidad (Boulanger, 2007b). Hubo notables excepciones, como el rompedor estudio de Kardiner (1947/1969) Las neurosis traumáticas de la guerra, con su énfasis en los aspectos fenomenológicos y clínicos de la neurosis de guerra, y el volumen igualmente significativo de Henry Krystal (1968) Trauma Psíquico Masivo, pero en conjunto ha habido pocos intentos por parte de los psicoanalistas de explicar los estragos de la violencia en la psique adulta.

Con el giro relacional, los psicoanalistas se han hecho más políticos y cada vez más conscientes del fracaso de un siglo para mantener a los muchos supervivientes de esas terribles realidades. Mientras generaciones de hombres y mujeres jóvenes vuelven del combate marcados no sólo físicamente sino psicológicamente por sus experiencias, mientras las guerras civiles y los genocidios proliferan y los refugiados, como Celeste, buscan asilo en América por la persecución en sus países nativos, los psicoanalistas buscan modos de abordar este sufrimiento.

Es sabio reconocer que en la era post 9/11, Estados Unidos esté aportando a los números de los oprimidos, operando centros de d  atención en los cuales los extranjeros son mantenidos en condiciones abyectas y sádicas violando la ley de los derechos humanos internacionales. Los debates sobre la tortura se han convertido en gran parte del discurso diario de los medios de comunicación en América al igual que las fluctuaciones en el mercado de stocks y el precio cada vez más alto del combustible.  Los profesionales de la salud mental, y particularmente los psicólogos, asesoran al ejército y a la CIA sobre el uso efectivo de “torturas sigilosas”, como Rejali (2005) se refirió a ellas, torturas psicológicas que no dejan marcas físicas, y los psicólogos, en parte, son responsables de implementar estas estrategias. La Asociación Psicológica Americana defiende estas prácticas argumentando que la presencia de psicólogos asegura que los interrogatorios pueden hacerse de forma segura y ética (ver el artículo de Soldz sobre este tema).

Rejali señaló que la tortura psicológica es más característica de las democracias puesto que cuando existe la posibilidad de que los medios presten atención, aumenta la violencia encubierta. Añade que muchos profesionales decentes dejan sus puestos cuando el estado comienza a torturar, mientras que aquellos profesionales que continúan trabajando para el estado crean una cultura de impunidad. Nos incumbe a aquellos de nosotros que queremos separarnos de las prácticas corrientes de la Asociación Psicológica Americana el señalar la hipocresía que hay tras esta cultura de impunidad e informarnos de las consecuencias psicológicas de largo alcance de la tortura.

En su gran ensayo pacifista La Ilíada o el Poema de la Fuerza, Simone Weil (1940/2005) escribió que la violencia convierte a todo el que esté sujeto a ella en una “cosa”. Ser objeto de la malevolencia de otro, de su determinación para “romperte completamente” (Lagouranis, 2007) por usar la jerga de los interrogatorios, deja una marca indeleble en la psique, incluso si esa malevolencia no implica un daño físico duradero. No sólo aquellos directamente sujetos a la violencia se convierten en “cosas”, sino también muchos de aquellos que la ejercen y muchos de nosotros que nos quedamos mirando.

Mi foco en la primera mitad de este artículo es la experiencia de ser violentamente reducido a una “cosa, las consecuencias a largo plazo de convertirse en un objeto al que se le niega la subjetividad, la historia y un contexto significativo en el cual vivir y relacionarse con otros.

La violencia física y psicológica puede dar lugar, casi literalmente, a un círculo vicioso –una inversión de sujeto y objeto- donde, con el tiempo, el objeto de la violencia hace a otra persona objeto de su propio odio y agresión (Davies y Frawley, 1994; Grand, 2000; Stein, 2006; entre otros). Sin embargo, la persecución y el terror no siempre engendran violencia; pueden, y con frecuencia es así, dar lugar al colapso del self, a una desautorización psíquica que hace que el superviviente se pregunte si, de hecho, sobrevivió. La muerte del espíritu ha precedido a la muerte del cuerpo.

La devaluación constante de los otros y el  desapego emocional crónico permiten al psicópata cometer la violencia psicológica o física con impunidad. Pero no todo el que comente una atrocidad es un psicópata. Ejercer la violencia puede ser tan destructivo psicológicamente como ser víctima de ella. Al recoger datos para el estudio epidemiológico con el que comencé mi carrera (Kadushin, Boulanger & Martin, 1981), realicé informes de muchos veteranos de combate en Vietnam. Resumiendo cómo sentía que había cambiado desde que estuvo en Vietnam, un veterano dijo: “No muestro emociones tristes… no tengo sentimientos. Es como si no hubiera nada ahí. Es como si la mitad de tu personalidad se fuera cuando cometes tantos asesinatos y cosas así… cuando ves tanta muerte, pierdes tus sentimientos y tu personalidad”.

Cada noche, este hombre revivía uno de los violentos encuentros que había tenido en Vietnam. Los sueños postraumáticos son como un altibajo psíquico que reflejan el esfuerzo de la mente por captar el significante traumático y falla una y otra vez. La realidad ha aplastado al funcionamiento psíquico. El inconsciente ha llegado a un punto muerto antes de este golpe aplastante y el trabajo de condensación y desplazamiento durante el sueño no está disponible (para explicaciones contemporáneas de los esfuerzos de los interrogadores iraquíes para llegar a un acuerdo con su propia violencia, ver Fair, 2007 y Lagouranis, 2007).

Una perspectiva relacional sobre el trauma de surgimiento en la etapa adulta

Durante muchos años, las opciones metapsicológicas disponibles  para los psicoanalistas que manejan los extremos de la experiencia humana a los que han sobrevivido personas adultas han culpado, en esencia, a la víctima por no recuperarse. Típicamente, nuestras teorías han señalado causas psicodinámicas tales como el conflicto psíquico, la detención evolutiva, fracasos tempranos de reconocimiento, y más obviamente un trauma de infancia y han situado la fuente del problema no el acontecimiento terrorífico reciente sino en la infancia. Es una creencia reconfortante que los efectos del trauma psíquico masivo pueden reducirse a un conflicto interno o las decepciones o, incluso, los horrores de la infancia. Verse confrontado al inimaginable terror de la aniquilación cuando se es adulto (no una muerte simbólica sino la extinción real y repentina) es un orden distinto de experiencia psíquica y demanda un nivel diferente de comprensión psicodinámica. Subjetiva y metapsicológicamente, el surgimiento del trauma en la etapa adulta requiere una cuidadosa consideración por derecho propio. Si esta posición no se entiende claramente, los adultos que hayan sobrevivido a catástrofes corren el peligro de situarse fuera del alcance de una práctica psicoanalítica efectiva.

El redescubrimiento de la disociación y el uso de este concepto para comprender el trauma de infancia han revolucionado el tratamiento psicoanalítico y la comprensión de adultos que sufrieron abusos cuando eran niños. Los analistas relacionales sostienen que cuando la ansiedad impide que un niño integre una experiencia concreta, defensivamente disocia frente a su confusión y la estimulación no manejable que está sintiendo, formando estados del self disociados para encapsular el self traumático y las representaciones de objeto; dejando los otros estados del self libres para dedicarse a un mundo menos amenazante

Sin embargo, esta visión particular de la disociación puede ser confusa cuando se aplica a pacientes que han sobrevivido a catástrofes siendo adultos.  Existe una distinción entre la disociación cuando sucede en la infancia y la disociación catastrófica. Howell (2005) señaló que la capacidad de disociar decrece con la edad. En la etapa adulta, la disociación catastrófica no crea escisiones en una personalidad desarrollada, ofrece provisionalmente protección frente al terror, pero, en último lugar, deja al superviviente en un estado de confusión y anomia.

Los supervivientes adultos del trauma psíquico masivo encuentran cada aspecto de sus vidas de vigilia y de sueño, cada estado del self, impregnado por el sentimiento de un self colapsado. Otros autores psicoanalíticos han descrito este fenómeno, Shatan (1973), Kohut (1984), Laub y Auerhahn (1989), Herman (1992), y Lifton (2005), entre otros. Sin embargo, se han hecho pocos intentos de deconstruir el proceso real por el cual el self adulto se colapsa durante esta desastrosa confrontación. A continuación ofrezco una comprensión relacional de las dinámicas del surgimiento del trauma en la etapa adulta.

Damasio (1994, 1999) describió un self nuclear de base biológica en continuo cambio; “no es tanto que cambie como que es transicional, efímero, se rehace y renace continuamente” (Damasio, 1999, p. 216). A la hora de comprender los efectos del surgimiento adulto del trauma, este self nuclear biológico es una necesidad fundamental. El self nuclear se emplea constantemente en monitorizar señales del entorno, monitorizando sus propias respuestas a estas señales, e integrando los resultados como un modo de mantener un estado estable.

Añado a esto la descripción de Bucci (2001) de las fuentes subsimbólicas del self, en tanto modelan y son modeladas por el self nuclear biológico. Bucci, cuyo trabajo integra los conceptos del psicoanálisis, el conductismo cognitivo, y la neurociencia, señaló que estos sistemas subsimbólicos tienen un alcance mayor que lo que los psicoanalistas han tenido en cuenta. Existiendo en el límite de la conciencia, comprenden: los sentidos táctil, motor, visual, sensorial afectivo y son cruciales para el conocimiento del propio cuerpo y experiencia emocional. Comprender cómo funcionan estos sistemas ofrece a los clínicos que trabajan con los fundamentos de la experiencia emocional un modo de visionar el nexo entre cuerpo y mente, afecto y neurofisiología. Aunque los sistemas subsimbólicos subyacen a la experiencia simbólica, no son arcaicos como Freud los caracterizó, y su importancia no disminuye con la llegada de la verbalización; existen al lado del sistema simbólico y lo informan.

Incorporando estos datos neurológicos y sensoriales en la comprensión de la subjetividad humana, es posible concebir un self nuclear subyacente que establezca amplios parámetros fisiológicos y psicológicos, al tiempo que los estados mentales cambiantes incrustados en el núcleo son informados por la relativa durabilidad del self nuclear o –en el caso del surgimiento adulto del trauma-  por el self nuclear dramáticamente minado.

A pesar de las exigencias de la vida diaria, los momentos de vergüenza, humillación, angustia y a veces pánico que tienen lugar en toda vida, casi no hay motivo para cuestionar que el self nuclear reside en patrones establecidos de regulación fisiológica, afectiva y conductual. Estos patrones establecidos  garantizan la continuidad de la experiencia puesto que se adaptan a los cambios evolutivos y se acomodan a los contextuales. Bajo circunstancias normales, este self está continuamente evolucionando a través de la experiencia. Pero cuando el cerebro detecta peligro, existe, por citar a Damasio, un profundo apartamiento de los asuntos comunes. Los neuropsicólogos describen la “cascada de cambios bioconductuales” (Van del Kolk, McFarlane & Weisaeth, 1996, p. 218) que se produce en individuos expuestos al trauma. Múltiples niveles de funcionamiento biológico, desde la regulación de la homeostasis interna hasta las funciones perceptivas, cognitivas más elevadas y analíticas, se ven crónicamente afectadas. El aplastante efecto disruptivo de largo alcance sobre el sistema cerebral homeostático provocado por el terror tiene consecuencias neurológicas perdurables.

Estoy, por tanto, defendiendo un modo diferente de imaginar los efectos del desarrollo temprano y el consiguiente golpe del surgimiento del trauma en la etapa adulta. Las experiencias evolutivas y las vías neurales que las plasman no son una huella indeleble, como ha planteado la teoría clásica, sino una base para la experiencia de self continuada. En los primeros años, las experiencias traumáticas pueden incorporarse en estados del self disociados. En la vida adulta, sin embargo, el trauma psíquico fisiológica y psicológicamente masivo afecta al sentimiento básico del self que, bajo circunstancias normales, nunca sería puesto en duda.

Los psicoanalistas que han incorporado la teoría de sistemas dinámicos no lineales a su trabajo también enfatizan la calidad transitoria de la estructura psíquica: “Existe un punto en los sistemas no lineales en los que el cambio en un input particular cambiará la dinámica básica del sistema” (Seligman, 2005, p. 281). Y, más aún, “una vez que los nuevos procesos adaptativos se ponen en movimiento, puede reforzarse según las diferentes partes del sistema responden las unas a las otras y/o al entorno cambiante” (p. 281). Dentro de este sistema, puede sostenerse que los efectos duraderos biológicos, neurológicos, conductuales y, consecuentemente, psíquicos del surgimiento del trauma en la etapa adulta, puestos en movimiento por un acontecimiento externo catastrófico, se refuerzan a sí mismos según el individuo traumatizado se retira más y más del peligro que el mundo ha llegado a representar.

Los neuropsicólogos y biólogos han acumulado un impresionante cuerpo de evidencia del trastorno crónico del funcionamiento neurológico que tiene lugar tras un trauma masivo. Aunque existe una excitante unidad de conocimiento entre lo que los supervivientes del trauma psíquico masivo cuentan sobre su sentimiento de colapso y los hallazgos neurobiológicos recientes, no se han hecho suficientes intentos de comprender la fenomenología del self colapsado.

Al describir esa fenomenología, me acuerdo de cómo Daniel Stern (1985) ha analizado los sentimientos de agencia, cohesión física, continuidad y afectividad como componentes preverbales del self nuclear. Estas “invariantes” o “islas de consistencia”, como Stern las ha llamado,  hacen posible y, a su vez, son elaboradas por la experiencia intersubjetiva. Stern enfatiza que su self nuclear no es simplemente un constructo cognitivo, ni una hipotética estructura simple, sino una integración experiencial real.

Según la psique madura y la regulación del self se consolida, el self nuclear se convierte en el terreno no articulado contra el que se proyecta la figura de la experiencia. Normalmente dado completamente por hecho y operando fuera de la conciencia, es el equivalente psíquico a un latido del corazón o una respiracIón regular. Cuando interviene un terror sostenido, este self nuclear se desregula catastróficamente de forma crónica, no sólo neurológicamente, sino también psicológicamente. En este nivel autonómico, las experiencias fisiológicas y psicológicas se informan las unas a las otras. El terror deja una impresión biológica duradera con profundas reverberaciones psicológicas.

En el lenguaje de la teoría de sistemas dinámicos no lineales, la disociación catastrófica, es un proceso emergente, complejo y en evolución que surge como respuesta a un acontecimiento del entorno e implica la interacción de los sistemas neurológico, cognitivo, psicológico y afectivo. Consistente con este argumento, no hay una única causa, sino más bien respuestas complejas neurológicas, cognitivas y afectivas al acontecimiento del entorno. Es importante reconocer que el proceso de disociación catastrófica sigue un curso distinto con cada superviviente dependiendo de la historia individual pero, en cierto punto crítico de inflexión, la experiencia subjetiva de haber perdido contacto con un self familiar es similar para muchos supervivientes, equivaliendo a una discontinuidad radical y duradera con su sentimiento previo de self.

A continuación deconstruiré brevemente el proceso de disociación catastrófica con dos objetivos en mente: en primer lugar, transmitir un sentimiento de lo que le sucede al self nuclear cuando el terror da lugar a la disociación catastrófica de modo de ilustrar cómo, bajo estas presiones, el self se colapsa; y, en segundo lugar, mostrar cómo los efectos de la disociación catastrófica continúan reverberando a través del self nuclear traumatizado tiempo después de que el peligro real haya cesado. Puesto que, en el mero acto de sobrevivir, en el estado de disociación catastrófica, el self experiencia sus fundamentos  psíquicos de modos que no suceden en la vida normal esperable. El superviviente pierde la familiaridad reconfortante de un self del que ha llegado a depender. Se encuentra desnudo con los pocos familiares huesos psíquicos al descubierto. Y, en las secuelas de esa pérdida, es frecuentemente difícil recuperar el equilibrio psíquico.

Me centraré primero en el sentimiento de agencia. Paradójicamente, no cuestionamos que somos autores de nuestras acciones hasta que hemos perdido esa convicción. Damos por hecho que podemos controlar nuestras vidas y que lo hacemos. Esta invariante más temprana y más fundamental de la experiencia de self nuclear y del sentimiento de ser el autor de las acciones propias se adquiere inicialmente a través de la conducta motora. El control sobre la conducta motora a menudo se pierde durante el momento del trauma. La gente dice cosas como “me quedé congelado en el lugar”, o “fue como en una pesadilla donde quieres moverte pero no puedes”. Algunos supervivientes te dirán, cuando han llegado a conocerte y a confiar en ti lo suficiente, que, en un estado de terror, perdieron el control de sus funciones corporales.

Perder el control sobre los agentes externos, estar a merced de otro, cambia la lente a través de la cual la psique focaliza la posición esquizoparanoide. En este mundo, el self existe sólo como un objeto; el sujeto que hace elecciones y las sigue se pierde. Así es cómo Bettelheim describía sus reacciones a estar en un campo de concentración: “me convencí de que aquellas experiencias terribles y degradantes en cierto modo no me estaban pasando a mí como sujeto, sino sólo a mí como objeto” (Des Pres, 1976, p. 81).

Los supervivientes de esas experiencias buscan revertir la pérdida involuntaria de control motor tan pronto como sea posible. Torturado por el régimen de derechas en Argentina durante la década de los setenta, Timerman (2002) describió que hacía movimientos casi imperceptibles con su brazo después de cada sesión de tortura como para restaurar algo del sentimiento de agencia.

Una vez que ya no existe la necesidad inmediata de escape psicológico mediante la disociación, el superviviente encuentra que no puede escapar a los recuerdos y pensamientos intrusivos comunes a los estados postraumáticos.  Una vez más siente que no tiene sentimiento de agencia. El self esquizoparanoide como objeto se ve plagado crónicamente de convicciones persecutorias. En este estado, se conciben los pensamientos, sentimientos y percepciones como constituyendo cosas en sí mismos. No hay sujeto, no hay self, no hay “yo” que cree y dé significado a la experiencia; en cambio, la experiencia está impulsada por la sensación. Los recuerdos traumáticos dependientes del estado, provocados por un sonido, un olor, un afecto, una señal visual, un cambio repentino en el tiempo, incluso una palabra concreta, se sienten como intrusivos, persecutorios, espontáneos e incontrolables. El superviviente que tiene estos recuerdos, pensamientos o sentimientos intrusivos imagina que está a merced de terrores horrendos sobre los que no tiene control alguno.

El cuerpo, como ubicación literal del self, “sin el cual el sentimiento de agencia no tendría lugar de residencia” (D. N. Stern, 1985, p. 82), es  primordial para llegar a un sentimiento de self nuclear. Sería tautológico sugerir que en ningún lugar es más difícil de oír el diálogo entre psique y soma como compuesto por dos voces diferentes que en el sentimiento de cohesión física. En este campo más fundamental, psique y soma son uno hasta que comienzan a articular sus posiciones separadas.

Psicológicamente, este es el mundo de la posición autista contigua de Ogden (1989), “el trasfondo apenas perceptible de base física de todos los estados subjetivos subsiguientes” (p. 80). Aquí, la experiencia está generada por el tacto, y por señales del cuerpo. Y es aquí donde se registra el primer efecto del trauma, generando cambios en el sistema musculoesquelético provocados por señales neurológicas y químicas, y concretamente de forma más fundamental en las vísceras, registrando el peligro mucho antes de que lo haga la razón (Damasio, 1994). Los ritmos familiares del cuerpo se interrumpen por el terror sostenido. La ansiedad autista contigua implica la desintegración inminente de la superficie sensorial, el ritmo de la seguridad.

En último lugar, el cuerpo material es menos vulnerable que el cuerpo psíquico, el cuerpo dentro de la mente, alojamiento del sentimiento de agencia, y contenedor de los afectos. Este cuerpo dentro de la mente está sujeto a la fragmentación y despersonalización cuando la piel psíquica pierde su abrazo reasegurador y consolidador. Y la piel es la división literal entre el self y el otro, entre lo interno y lo externo. La piel cumple una función doble tanto como psyque y como soma. Anzieu (1985) describió el papel crucial de la piel en la estructuración de todos los demás sentidos, al ofrecer los vínculos primeros y más fundamentales con el mundo externo. La piel psíquica es un contenedor, capaz de establecer un mundo objetal interior habitado por un objeto benigno y capaz de reconocer la cualidad separada de los otros.

Un asalto traumático al cuerpo dentro de la mente da lugar a la pérdida de cohesión física, las propiedades físicas de la piel se erosionan; el cuerpo ya no contiene sentimiento de agencia, afecto ni objetos; lo interno y lo externo pierden su diferenciación; y se pierden los vínculos fundamentales con un otro benigno.

Al igual que la cohesión física representa el sobre psíquico que contiene los demás sentidos del self nuclear y aloja al objeto integral benigno, la continuidad, el sentido del tiempo, lo que Winnicott (1965) llamó “continuar siendo” ofrece un sentimiento interno de coherencia. El sentimiento de continuidad se ve doblemente afectado por el trauma. Durante el terror inmediato impensable, es frecuente la disociación temporal, un posible estado de fuga. La gente dice cosas como “el tiempo se detuvo” y “sentí como si las cosas pasaran a cámara lenta”. Más tarde, con el cortocircuito traumático de las funciones de la memoria integradora normal, el tiempo continúa detenido hasta mucho después del acontecimiento. Ya no hay pasado, presente y futuro, el acontecimiento traumático como tal no forma parte de la historia, es un presente eterno y recurrente. De nuevo, esta experiencia es paralela a la posición esquizoparanoide donde no hay sentido de historia porque, como afirma Ogden (1989): “el presente se proyecta hacia atrás y hacia delante, creando un presente estático, eterno, no reflexivo” (p. 62).

En este estado sin tiempo, el superviviente está constantemente sujeto a una descarga de fragmentos de recuerdo visuales y somáticos no integrados, pensamientos intrusivos y, ocasionalmente, sucesos auditivos. Reaccionar a estos recuerdos intrusivos interrumpe inevitablemente el continuar siendo, lo que, como puntualiza Reis (1995) aniquila la experiencia continua de subjetividad consolidada y excluye la capacidad del superviviente para seguir siendo consciente de su consciencia.

La disociación catastrófica se asocia más frecuentemente al aturdimiento. Una y otra vez los supervivientes dirán que tras dejar de sentir terror, simplemente pusieron el piloto automático. Pero el aturdimiento puede perdurar mucho después de que el terror haya pasado; aliena al superviviente de todo lo que le es familiar. Sin sentimientos familiares que lo guíen, con patrones de reacción traumáticamente perturbados, y sin conseguir registrar afectivamente estados subjetivos del self, el superviviente ha perdido su sentido de continuidad, volviéndose poco familiar para sí mismo.

El “yo” que experimentaba una gama de sentimientos se ha ido, y con él el sentimiento de propiedad de la experiencia. Sin estar ya puntuada por el afecto, la vida se ha vuelto rutina. No sólo la experiencia actual, sino que también los recuerdos son desprovistos de impacto emocional. Perder la capacidad de experimentar sentimientos de un modo consistente da lugar no sólo a una pérdida de familiaridad con el self sino que, también, esta pérdida catastrófica tiene consecuencias interpersonales generalizadas. Con el fracaso en registrar los sentimientos propios viene también el fracaso en compartir con otra persona el estado afectivo propio, y en apreciar la afectividad del otro, lo cual es la base de la experiencia intersubjetiva, el núcleo de la capacidad de sentir relacionada con los otros.

Muchos analistas relacionales creen que el fallo de los lazos relacionales causa la reacción postraumática (Bromberg, 1998; Coates, Rosenthan Y Schechter, 2003; Ferenczi, 1933/1980, entre otros). “La soledad traumática es lo que realmente hace traumático al ataque, lo que causa que la mente se agriete”, concluía Ferenczi (1933/1980). Grand (2000) escribió: “En su núcleo, el superviviente permanece solitario en el momento de su propia extinción” (p. 4). Este profundo aislamiento tiene tres fuentes interdependientes: la pérdida de lazos estructurantes que representen el mundo objetal interno. La pérdida de lazos sociales externos puesto que los demás rehúyen o se cansan de la personalidad modificada del superviviente. Finalmente, cuando los supervivientes se preguntan si, de hecho, han sobrevivido, sienten como si hubieran perdido su pertenencia a la comunidad humana (ver, también, Rosenbaum & Varvin, 2007).

Puesto que se desarrollan juntos y están codeterminados, una amenaza a un aspecto del self nuclear tiene profundas reverberaciones para la totalidad. Van der Kolk y col. (1996), refiriéndose a la cascada de cambios bioconductuales que tienen lugar como resultado del trauma, pero también psíquica y biológicamente hay un efecto dominó cuando se traumatizan aspectos del self. Al darse cuenta de que no puede alterar el curso de los acontecimientos, que la contigencia y no la agencia es la norma, el superviviente ya no se siente un sujeto sino un objeto, sujeto sólo a los caprichos de un mundo peligroso del que no puede fiarse. Amenazado tanto desde el exterior como desde el interior, cuando la distinción entre interno y externo ha desaparecido, el cuerpo dentro de la mente que aloja este sujeto privado de voto ya no cumple la tarea de contener agencia, afectos u objetos. La pérdida de interioridad acarrea la pérdida de un mundo objetal interno y dificulta el mantener en mente los pensamientos. La perturbación traumática de la memoria y de los patrones de reacción internos da lugar a estados anímicos no familiares que amenazan el sentimiento de continuidad. El sentido roto del tiempo interrumpe el continuar siendo, comprometiendo la subjetividad y, por tanto, la posibilidad de intersubjetividad. Con la pérdida del self como sujeto viene la pérdida del self como intérprete y transmisor de significado.

Esta breve explicación del colapso del self nuclear frente al trauma psíquico masivo intenta captar el vórtice en el cual queda atrapado el self traumatizado y ofrece a los clínicos que estén tratando a adultos masivamente traumatizados un modo de escuchar la experiencia de sus pacientes (para una descripción más detallada, ver Boulanger, 2007b).

El papel del clínico

Los supervivientes que han perdido traumáticamente los lazos estructurantes con el otro, para quienes la distinción entre dentro y fuera ya no está clara, que ya no creen en la posibilidad de lazos benignos, que no tienen sentido de su propia subjetividad, se encuentran con profesionales de la salud mental, sea con el propósito de ser evaluados o para un tratamiento, con poca esperanza de que ese encuentro tenga impacto alguno en su condición.  Como profesionales de la salud mental, nuestra primera y más importante tarea es prestar una estrecha atención a lo que el superviviente nos está contando –y, a veces, sólo pueden contárnoslo implícitamente- sobre su experiencia porque nuestro trabajo es testificar, sea formalmente en un juicio o clínicamente en el tratamiento que emprendemos, la realidad del daño psicológico que han soportado.

Cuando no hay marcas físicas a las que señalar, el público y la prensa tienen muchos modos de defenderse contra nuestra incomodidad colectiva como recordatorios de la fragilidad del espíritu humano frente al horror. Los supervivientes adultos a menudo encuentran, o esperan encontrar, que han agotado la simpatía del otro si no tienen una rápida recuperación después de una experiencia terrorífica. Nuestra disciplina psicológica particular nos ha enseñado el peligro de evitar lo que yace bajo la superficie, sabiendo que hallar una base cognitiva para la reacción al horror no ayuda a curar esa reacción, sino que incrementa la disociación tanto a nivel individual como a nivel social. Al mismo tiempo, nuestra disciplina psicológica particular ha ofrecido una gama muy limitada de comprensión en lo que respecta al surgimiento adulto del trauma. Existe verdaderamente una confusión de lenguas entre analista y paciente cuando el paciente ha sobrevivido a un trauma psíquico masivo y el analista no está preparado para presenciar esta experiencia.

Thomas (2008) apuntaba que atestiguar en sentido terapéutico implica un compromiso activo por parte del analista. Ese compromiso activo comienza con la necesidad del superviviente de haber validado su experiencia. La disociación catastrófica a menudo se registra como un sentimiento de despersonalización. El self despersonalizado no recuerda con precisión; lo que puede haber parecido claro en el momento de terror comienza a desintegrarse bajo condiciones más benignas. Uno de los peores destinos para los supervivientes de tortura y otras violencias reside en las dificultades que encuentran para creer su propia experiencia. Primo Levi (1958) paso varios años luchando con su necesidad de hablarle al mundo sobre su experiencia en Auschwitz. Pero esta necesidad estaba continuamente yuxtapuesta con las palabras de un oficial de las SS que se había burlado de él diciendo que si sobrevivía al campo de concentración nadie creería su historia. Para Levi, lo peor de todo era su propia duda: “En este momento, mientras estoy sentado a la mesa escribiendo, yo mismo no estoy convencido de que estas cosas pasaran realmente” (p. 161).

Yo observé este fenómeno en un nativo de Guinea, a quien evalué en relación con su solicitud de asilo político. El Sr Abdoul era pausado en su narrativa, matizando continuamente sus descripciones. Cuando el intérprete empezó a sentirse confuso por estas repeticiones, le pregunté al Sr Abdoul si unas palabras le parecían más exactas que otras. No, dijo él, pero tenía miedo de estar exagerando lo que le pasó en prisión, de estar agrandándolo en cierto modo. De hecho, los síntomas físicos corroboraban su historia. Era como si su cuerpo tuviera que atestiguar su pasado porque psicológicamente él no podía hacerlo.

Cuando la experiencia ha aplastado la capacidad de recordar o, para ser más exactos, de creer la experiencia, es primordial la necesidad de un testigo. Cuando el self se ha colapsado, cuando no hay un sujeto que registre lo que pasó, el pasado traumático es una colección de impresiones demasiado terroríficas como para creerlas. El fracaso del superviviente en contener la historia por sí mismo obliga al oyente empático a actuar como contenedor del acontecimiento aterrorizante, dando forma y credibilidad a las distintas impresiones según empieza a emerger la narrativa. Esto supone un interrogante particular para los analistas relacionales que creen que la experiencia se formula y el recuerdo se construye mediante el diálogo.  “El trauma representa la prueba más severa para el psicoanálisis constructivista” (Moore, 1999, p. 166). En realidad, si el analista adopta una posición de relativismo extremo, la construcción social puede resultar tan destructiva como la búsqueda de verdades sobre los conflictos psíquicos subyacentes. “En tales momentos –escribía Grand (2000)- el psicoanálisis parece rayar en un relativismo que es la bancarrota con respecto al mal real” (p. 43).

Un acontecimiento traumático en la vida adulta a menudo es indiscutible; sea un accidente con riesgo para la vida, la tortura, un ataque terrorista, o una agresión más privada, los duros “hechos”, una palabra que utilizo intencionadamente en este contexto, sobrepasan el alcance de la construcción social. Sin embargo, como en Primo Levi o Mr. Abdoul, la experiencia disociada del superviviente puede llevarlo a cuestionarse su respuesta al acontecimiento e, incluso, la gravedad del acontecimiento en sí, temiendo haber reaccionado de forma excesiva, o que lo haya imaginado o, en cierto modo, fabricado. Es peligroso y humillante, y además destructor, si el clínico no reconoce que esta incertidumbre es una defensa frente a revivir el terror aniquilador.

Comencé este artículo describiendo mi papel como testigo del trauma de Celeste, preparándome literalmente para testificar en el tribunal del INS sobre el daño psicológico que ésta había sufrido. Explorar la función terapéutica del atestiguamiento como un proceso social, Ullman (2006) sostenía que el testificar debe implicar la existencia real de un mal o un daño. Si bien estoy de acuerdo con el espíritu del argumento de Ullman, sugiero sustituir la palabra horror por mal. Mal es un significante impreciso, y, como sugiere la lista creciente de desastres naturales en Estados Unidos, Indonesia, China y Birmania, la catástrofe puede golpear sin intención de maldad.

Se ha convertido en una especie de cliché para los psicoanalistas describirse como testigos de las experiencias de sus pacientes (ver, también, Thomas, 2008). Antes de que este poderoso concepto haya llegado a carecer de sentido, sugiero una definición más precisa yuxtaponiendo los conceptos de reconocimiento y atestiguamiento. En un contexto clínico puede parecer artificial establecer una distinción clara entre supervivientes de un trauma de surgimiento adulto y otros pacientes que describen los terrores pequeños, y no tan pequeños, de la infancia y sus dificultades continuadas para creer éstos y experiencias posteriores, sin embargo, yo sostengo que es importante mantener una distinción entre atestiguar y reconocer cuando ello sea posible.

Tanto el atestiguamiento como el reconocimiento son conceptos valiosos, pero se refunden con demasiada facilidad. Pizer (1998) enfatizó la necesidad urgente de reconocimiento por parte de los pacientes. Describió la cualidad fundamental del reconocimiento terapéutico: “sea en forma verbal, gestual o tonal, es que el terapeuta esté registrando la huella del estado del paciente aun cuando esté luchando por preservar su integridad y equilibrio personales” (p. 130). A menudo los clínicos resuenan con situaciones de las vidas de sus pacientes con las que pueden identificarse demasiado bien; ubicando experiencias y estados emocionales paralelos en ellos mismos. Estos estados no son idénticos a los de los pacientes, pero le resultan familiares al clínico. Esta resonancia, a menudo no reconocida, entre la experiencia del paciente y la del analista señala un nivel de aceptación y comprensión que puede ser transformador y, como mínimo, promueve una reflexión analítica más profunda (Boulanger, 2008; Pizer, 1998).

Sin embargo, al trabajar con supervivientes del terror y la violencia, la mayoría de los clínicos no pueden confiar en esta resonancia, puesto que no pueden afirmar haber tenido experiencias de trauma de surgimiento adulto. Ullman (2006) reconoció la separación necesaria por parte del clínico en tales casos: “Atestiguar es una función definida y curativa en la cual la otredad implicada del analista [cursivas mías] permite el reconocimiento de una realidad negada o disociada”. Cuando no es posible resonar con un estado afectivo familiar, los clínicos deben estar preparados para servir como contenedores de experiencias terroríficas y alienantes sin perder su conexión con el superviviente. Inevitablemente, esa conexión a veces se pierde cuando el clínico lucha contra su tendencia de disociar frente al horror.

Yo fui particularmente consciente de esta dinámica durante mi breve encuentro con Celeste. Mientras ella describía su encarcelamiento y su violación, la tensión entre unirme y observar –la cuerda floja en la que los clínicos caminan en cada sesión- se disolvía, me hice una con Celeste. Mis propios límites se suspendieron temporalmente mientras absorbía el horror, asco, humillación, dolor y sufrimiento que me iban a atrapar durante varias semanas. En mis conversaciones posteriores con Celeste, aprendí que saber que yo era una persona separada que había entrado voluntariamente en su experiencia, que estaba preparada para soportar el ser testigo de su experiencia y sobrellevarla comenzó el proceso de reanimar su mundo objetal y se redujo su sentimiento de que sus violadores la habían vuelto intocable.[2]

Enfermar hasta la muerte: disociación catastrófica en la Bahía de Guantánamo

Celeste me dijo que la idea de venir a América se le había ocurrido cuando recordó las palabras de una canción que le habían enseñado en la guardería acerca de América, la tierra de los libres. Desde que entrevisté a Celeste, América ha dejado de ser la tierra de los libres. En verano de 2007, se me invitó a presentar un artículo en la mini-convención de la Asociación Psicológica Americana sobre Ética e Interrogatorios (Boulanger, 2007a). Esta mini-convención era un intento de la Asociación Psicológica Americana de contrarrestar las crecientes protestas contra su apoyo continuado a la presencia de psicólogos en la Bahía de Guantánamo y en otros lugares en los que los nativos extranjeros ven violados sus derechos humanos fundamentales. El caso que describo a continuación llegó a serme familiar mientras investigaba ese artículo.

Un erudito profesor árabe, Mohamad, abandonó su Argelia natal para cuidar a los niños musulmanes huérfanos por el conflicto bosnio. Cuando terminó la guerra, se casó y se estableció en Bosnia. Un mes después de 11/9, oficiales de la embajada de Estados Unidos en Sarajevo insistieron en que el gobierno bosnio arrestara a Mohamad y a otros emigrantes argelinos como sospechosos de un complot para hacer estallar la embajada. Nueve días más tarde, cuando el gobierno bosnio concluyó que no había base para esos cargos, fueron hechos prisioneros por los operativos americanos; llevados encapuchados en un avión, con orejeras para que no pudieran comunicarse entre sí; encadenados al suelo, esposados; y mantenidos en vuelo –con varias paradas en las que se recogían más detenidos- hasta que 30 horas después, sin comida ni facilidades sanitarias, 500 prisioneros desembarcaron en Cuba en enero de 2002.

Cuando su abogado lo vio por primera vez en diciembre de 2004, nadie, excepto los interrogadores, había hablado con Mohamad desde su llegada. Las notas de estos primeros encuentros con sus abogados reflejan que Mohamad era un erudito y un estratega reflexivo, que contribuía activamente a las preguntas sobre la disposición de su caso, demostrando su conocimiento del derecho internacional y los acontecimientos actuales. Tenía un agudo sentido del humor y la capacidad de captar en palabras el impacto de su detención y de ser mantenido en un confinamiento solitario. Durante el primer periodo de su detención, estas cualidades lo llevaron a ser señalado como líder por las autoridades de la prisión y por los detenidos. De hecho, cuando el comandante de Guantánamo estaba preparándose para abandonar su puesto en junio de 2006, le preguntó a Mohamad si podía hacer algo por él. Mohamad pidió ser enviado al Bloque Eco en lugar de seguir en el bloque en el que estaba detenido. Pero en lugar de eso fue enviado al Campo Eco y puesto en confinamiento solitario.

En esa época, además de haber sido pateado en la cabeza y sufrido la violación de sus prácticas religiosas, casi ser ahogado, y la amenaza de los perros de ataque, Mohamad había pasado más de sus últimos 5 años en varios grados de aislamiento forzado. El aislamiento es uno de los métodos que Rejali (2005) denominó como tortura sigilosa. No deja marcas físicas, sin embargo los efectos insidiosos de la deprivación sensorial y el aislamiento han sido bien documentados.  Incluso aquellos que no tienen predisposición a los trastornos psicológicos pueden desarrollar delirios paranoides y síntomas esquizofrénicos en el confinamiento solitario. Basoglu, Livanou y Crnobaric (2007) concluyeron que el aislamiento causa “al menos tanto distrés, si no más, como algunos estresores físicos” (p. 279). Las pautas del Manual de Campo del Ejército (Departamento del Ejército, 2006) sobre la cantidad de deprivación sensorial y aislamiento que puede sufrir un prisionero son claras: “La separación física de un individuo sólo puede durar un período inicial de 30 días. Cualquier ampliación de ese período inicial debe ser revisada por el personal de la Fiscalía Militar y aprobada por el Oficial General que aprobó inicialmente el uso de la separación” (párr. M-29). Sin embargo, las ampliaciones son una rutina en Guantánamo.

El 17 de agosto de 2006, 6 semanas después de ser nuevamente aislado, Mohamad expresó en declaración jurada: “He padecido el estar totalmente solo, no ver el sol y no tener nadie con quien hablar en un idioma que yo conociese. Me desespera estar aquí en aislamiento, sin motivo”.

Mohamad estaba en una celda de 8x6 pies [N. de T.: aproximadamente 4,5 m2]. Había un fluorescente encendido las 24 horas del día, y la única ventana había sido pintada, limitando la luz natural; no había distinción entre el día y la noche. No recibió correo de su familia, no se le permitía conservar el correo legal que recibía y se le negó un bolígrafo para escribir a su abogado. Cinco meses después de grabar su declaración jurada, en noviembre de 2006, cuando sus abogados volvieron a visitarlo, Mohamad había perdido aproximadamente 17 kilos. En ese momento, sus abogados observaron que hablaba consigo mismo y estallaba repentinamente en carcajadas y gritos, aparentemente como respuesta a sus alucinaciones. En los momentos en que podía comunicarse claramente, Mohamad le dijo a sus abogados que todos los días pensaba en suicidarse.

En la siguiente visita de sus abogados, en marzo de 2007, Mohamad no respondió a la invitación de hablar con ellos y la solicitud de éstos para entrevistarlo en su celda les fue denegada. “Cuando se le informó de que estábamos allí, se nos dijo que estaba tumbado lánguidamente en la litera mirando fijamente a la pared. No ha respondido durante algún tiempo”, me dijo su abogado.

Los síntomas de Mohamad llevaron el concepto de disociación catastrófica a un nuevo nivel. La agencia, la afectividad, el sentido del tiempo, el sentido de un self que habita en un cuerpo, la relación con los otros, ya no se aprecian. Krystal (1978) describió esto como un patrón de rendición letal. “La inmovilización física observable en este estado se acompaña de un bloqueo masivo de prácticamente toda actividad mental, no sólo los afectos sino también toda iniciativa” (p. 94). Los estallidos repentinos de actividad, tales como los intentos suicidas de automutilación, o los gritos de los que se informó en noviembre, representan un intento de salvar la vida por medio del dominio, una tentativa de interrumpir el estado de indefensión y evitar el proceso de rendición.  Estas conductas surgen de la necesidad de crear algún tipo de estimulación para distinguir el interior del exterior. Pero estas protestas de último minuto parecen haber terminado en el momento en que volvieron los abogados de Mohamad, marzo de 2007. La rendición psicológica se había vuelto letal. Un año después, Mohamad ya no está incomunicado, pero sigue rechazando interactuar con sus abogados, que antes habían sido para él fuente de confort y esperanza. No sale de su celda. No está claro si puede relacionarse con alguien.

Tenemos que ser cuidadosos a la hora de hacer comparaciones entre el Holocausto y la situación actual en los campos en los que el gobierno de Estados Unidos retiene a los detenidos sin el debido proceso. Pero la muerte psicogénica es la muerte psicogénica, ocurra ésta en Auschwitz, donde Henry Krystal la observó, o en la Bahía de Guantánamo, donde es observada por los abogados que buscan llevar la justicia a sus clientes detenidos ilegalmente, a veces durante más de 6 años.

La necesidad de ser testigo de las fuerzas sociales destructivas a menudo nos saca de nuestro consultorio y nos lleva a la arena política donde se nos llama para ofrecer testimonio, como hice yo en el caso de Celeste, o para manifestarnos contra la injusticia, como creo que es necesario en el caso de Mohamad. Estos son ejemplos extremos. Cada vez más, los supervivientes de la violencia y el terror llegan a las clínicas o consultas privadas, donde haremos bien en recordar cómo nuestra posición clínica y nuestra comprensión teórica deben ser modificadas para acomodar las necesidades singulares de aquellos que han sido heridos por la realidad.

Bibliografía

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Fragmentos de este artículo están tomados de Heridos por la realidad: comprender y tratar el trauma de surgimiento adulto, de Ghislaine Boulanger, © The Analytic Press, 2007. Reimpreso con permiso. [1]

Trasciende el alcance de este artículo discutir las diferencias concretas que surgen cuando los terapeutas que han padecido en sí mismos un trauma psíquico masivo se ven requeridos a trabajar con pacientes supervivientes. [2]