aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 034 2010 Revista de Psicoanálisis en Internet

Una lectura psicoanalítica desde el Enfoque Modular-Transformacional de las Meditaciones sobre los Cantares de Teresa de Jesús

Autor: Padvalskis, Cecilia

Palabras clave

Meditaciones sobre los cantares, Santa teresa de jesus.


[El contenido del presente artículo forma parte de la investigación presentada para obtener el DEA en la universidad complutense de Madrid en julio del 2007 y, como tal, constituye un antecedente inmediato de la tesis doctoral “Una lectura psicoanalítica de las Meditaciones sobre los Cantares de Teresa de Jesús” defendida en la UCM el 30 de octubre de 2009b (en proceso de publicación)]

Introducción

El objetivo de nuestro trabajo consiste en realizar, desde la complejidad del interjuego de los deseos inconscientes, una lectura del texto de las Meditaciones sobre los Cantares de Teresa de Jesús, cuyo manuscrito fue quemado puesto que “no era justo que mujer escribiese sobre la Escritura” (BMC, t. 18, p. 320).

El Enfoque Modular-Transformacional[1] se nos presenta como una perspectiva particularmente pertinente para el análisis de una experiencia tan compleja como lo es la experiencia mística, en este caso para la experiencia mística hecha texto. El EMT, además, se nos ofrece como un modelo capaz de dar cuenta de la revolución copernicana que, en el seno mismo de la teoría psicoanalítica, ha producido la articulación de esta última con las teorías de género.

A fin de poder avanzar en el trabajo de análisis, luego de realizar, en primer lugar, una somera presentación del texto de las Meditaciones sobre los Cantares de Teresa de Jesús en su contexto histórico discursivo, ofreceremos, en segundo lugar,  como fruto de las sucesivas lecturas, nuestra propia reordenación del mismo en siete unidades temáticas. Luego, en tercer lugar, presentaremos los personajes que Teresa introduce en su relato.

En cuarto lugar, nos centraremos en el análisis de la primera de éstas (formada por el “Prólogo” y los nueve primeros apartados de lo que los editores han señalado como el “Capítulo Primero” del libro de Teresa), realizando, en quinto lugar, algunas consideraciones sobre la función del prólogo en los textos místicos. En sexto lugar, desarrollaremos las seis construcciones analíticas referidas a la dinámica psíquica inconsciente de Teresa, surgidas al hilo del análisis del contenido representacional de esta primera unidad temática. A partir de ellas podremos focalizar y avanzar en el análisis del resto de las siguientes unidades temáticas que lo conforman y a las que nos aproximaremos desde los distintos sistemas motivacionales, para luego interpretar en conjunto cada unidad temática. Sin embargo, dada la necesaria limitación en función de la extensión del artículo, no presentaremos aquí el análisis de estas otras seis unidades temáticas a partir de las construcciones analíticas y los diversos sistemas motivacionales, esperando poder hacerlo en próximos artículos. Por último, cerraremos el trabajo ofreciendo en nuestras conclusiones una interpretación de la totalidad del discurso.

El texto y su contexto histórico-discursivo

La experiencia mística es narrada por Teresa de Jesús como un proceso que ocupa, en definitiva, la vida entera de la persona. Este proceso se halla explicado por Teresa desde distintas perspectivas en sus obras: en el libro la Vida al hilo de la narración de su propia autobiografía, en Camino de Perfección al trazar las distintas etapas del camino de la oración y, sobre todo, de una forma sistemática, en lo que es la obra de su madurez, Las Moradas o el Castillo interior. El texto que hemos elegido para nuestro trabajo, las Meditaciones sobre los Cantares,  se refiere a un momento concreto de este camino.

A lo largo del tiempo la obra[2] ha recibido diversos nombres: Mis meditaciones, Conceptos del amor de Dios, Meditaciones sobre los Cantares. Nosotros elegimos Meditaciones sobre los Cantares, que además de ser título de la edición que nos parece más apropiada para nuestro trabajo,[3] resulta, desde el punto de vista del contenido que encierra, altamente expresivo y doblemente polémico: en la expresión Meditaciones sobre los Cantares se condensan, por un lado, el nombre con el que Teresa se refería al escrito mis meditaciones y, por otro, el objeto de tales meditaciones: “los Cantares”, es decir, el texto bíblico del Cantar de los Cantares.

El ejercicio de la meditación y el recurso a la Biblia, son elementos clave en la experiencia y enseñanza de Teresa. Si bien cada uno de estos dos elementos es digno de analizar en sí mismo, ambos se reclaman mutuamente y juntos constituyen una mezcla explosiva: una mujer que se atreve a meditar y escribir sus propias meditaciones, no sólo sobre la Biblia -cuya lectura en lengua romance estaba prohibida-, sino en particular sobre uno de los libros más controvertidos de la Biblia, el Cantar de los Cantares.

Estamos ante un texto escrito por una mujer que en el siglo XVI tuvo conciencia de serlo, que deploró tantas situaciones de marginación en la Iglesia y en la sociedad y que se empeñó en reclamar los derechos que entonces eran los más sensibles: los espirituales. Concretamente los de orar (Egido en Ros García, 1997, p.53).

Defendió el derecho a orar, en primer lugar, ejercitándose ella misma en la oración, buscando consejo y orientación en este camino; pero, sobre todo, escribiendo sobre su propio proceso de oración, animando y enseñando ella misma a orar a otros, y a orar no simplemente repitiendo frases de memoria, sino de una manera determinada. Con ello entramos en uno de los ejes que atraviesa la totalidad de la obra escrita y fundacional de Teresa: la posibilidad –el derecho negado por la sociedad y la iglesia de su tiempo– de que las mujeres “mediten”. Más aún, no sólo que ejerciten la meditación en privado sino que además escriban y den a conocer a otros lo que ellas meditan, hecho considerado sumamente peligroso, censurado socialmente y puesto bajo la mira del Santo Oficio.

Frente a la polémica clásica existente en su época entre “oración vocal” (única permitida a las mujeres) y “oración mental”, Teresa reivindica el derecho de las mujeres a la oración mental, es decir, a la meditación, presentándola como una exigencia ineludible para todo aquél que quiera vivir una existencia cristiana auténtica. Testigo excepcional de esta reivindicación es su libro Camino de Perfección, en el que muestra cómo dicha dicotomía, que tan ocupados tenía a los letrados de su tiempo, no se sostiene por sí misma, porque es imposible dirigirse a alguien (oración vocal) sin considerar quién es uno mismo y a quién se dirige (oración mental), así como también lo es de un modo singular la vida misma de los conventos nacidos de la Reforma.

En realidad, las Meditaciones sobre los Cantares no son meditaciones sistemáticas, ordenadas –como, por otra parte, no lo es ningún otro de los libros de Teresa– sino que se sirve de unas cuantas frases que le dan pie para entender y explicar “lo que pasa entre Dios y el alma”, es decir, para contar su experiencia, para expresar lo que ella siente al escuchar esa palabra, para mostrar un camino de oración, que es en definitiva lo que ella les quiere enseñar a la monjas para quienes escribe. Sobre todo, aquí, y en todos sus escritos, Teresa utiliza algo que le viene bien, por diferentes motivos, para gritar aquello que acontece en su interior y que cree que es para toda la humanidad, por eso lo escribe y desafía sutilmente a las autoridades que le niegan a ella y a otros esta posibilidad de vivir y expresar lo más íntimo y propio de su vida. Teresa dice lo que quiere decir, medita y da a conocer sus meditaciones sobre el texto bíblico que expresa lo que ella vive, pero lo hace –como lo hacemos todos– sujeta a sus propias contradicciones internas, sujeta a múltiples presiones externas, por eso es posible volver a aproximarnos al texto y buscar en él los deseos que se expresan al hilo de las trampas que los esconden y de los símbolos que los nombran.

Reordenamiento del texto en siete unidades temáticas

El texto original de Teresa no presenta divisiones en capítulos sino que tales han sido puestos por los copistas y/o editores, así como también sucede con los epígrafes y las referencias en las que se indica la numeración de las citas bíblicas. Sin embargo, a los fines de nuestra lectura, debemos realizar cortes secuenciales del texto o discurso de Teresa, sabiendo que el mismo funciona como un todo.

Unidad temática I: la osadía de que una mujer escriba sobre el Cantar de los Cantares.

Hemos elegido como texto de nuestra unidad temática I todo el “Prólogo” y los nueve primeros apartados de lo que los editores han señalado como el “Capítulo Primero” del libro de Teresa. Dos partes contiguas que mantienen la misma temática –temática que por otro lado atraviesa, más o menos explícitamente, la totalidad del discurso–: justificar la osadía de que una mujer escriba su parecer sobre el texto bíblico del Cantar de los Cantares.

A continuación reproducimos el Prólogo y algunos párrafos del capítulo 1 del texto de Teresa que constituye la unidad temática I (MC P - 1, 9).[4] Conviene hacer constar que si bien este Prólogo aparece como tal en todas las ediciones del libro, sólo lo trae una de las cuatro copias que se conservan en la Biblioteca Nacional de Madrid, la copia de Alba.[5]

Prólogo

1. “Viendo yo las misericordias que nuestro Señor hace con las almas que traía a estos monasterios que Su Majestad ha sido servido que se funden de la primera Regla de n. S. del M. C. que a algunas en particular son tantas las mercedes que nuestro Señor les hace, que solas a las almas que entendieren las necesidades que tienen de quien les declare algunas cosas de lo que pasa entre el alma y nuestro Señor, podrá ver el travajo que se padece en no tener claridad. Habiéndome a mí el Señor de algunos años acá dado un regalo grande cada vez que oyo u leo algunas palabras de los Cantares de Salomón, en tanto extremo, que sin entender la claridad del latín en romance me recogía más y movía mi alma que los libros muy devotos que entiendo –y esto es casi ordinario-, y aunque me declaravan el romance, tampoco le entendía más… que sin entenderlo mi… apartar mi alma de sí.

2. Ha como dos años –poco más o menos- que me parece me da el Señor para mi propósito a entender algo del sentido de algunas palabras; y paréceme me serán para consolación de las hermanas que nuestro Señor lleva por este camino, y aun para la mía, que algunas veces da el Señor tanto a entender, que yo deseava no se me olvidase, mas no osaba poner cosa por escrito.

3. Ahora, con parecer de personas a quien yo estoy obligada obedecer escriviré alguna cosa de lo que el Señor me da a entender, que se encierran en palabras de que mi alma gusta para este camino de la oración, por donde –como he dicho- el Señor lleva a estas hermanas de estos monasterios y las mías. Si fuera para que lo veáis, tomaréis de este pobre donecito de quien os desea todos los del Espíritu Santo como a sí mesma, en cuyo nombre yo lo comienzo. Si algo acertase, no será de mí. Plega a la divina Majestad acierte (...)

Capítulo 1

Pues tornando a lo que comencé a decir, grandes cosas deve haver y misterios en estas palabras, pues cosas de tanto valor que (me han dicho letrados, rogándoles yo que me declaren lo que quiere decir el Espíritu Santo y el verdadero sentido de ellos) dicen que los doctores escrivieron muchas exposiciones y que aun no acaban de darle, parecerá demasiada soberbia la mía –siendo esto ansí- quereos yo declarar algo. Y no es mi intento por poco humilde que soy, pensar que atinaré a la verdad. Lo que pretendo es que ansí como yo me regalo en lo que el Señor me da a entender, cuando algo dellos oyo, me decíroslo por ventura os consolara como a mí; y si no fuere a propósito de lo que quiere decir, tómolo yo a mi propósito, que no saliendo de lo que tiene la Iglesia  y los santos (que para esto primero lo examinarán bien letrados que lo entiendan que lo veáis vosotras), licencia nos da el Señor –a lo que pienso-, como nos la da, para que pensando en la Sagrada Pasión, pensemos muchas más cosas de fatigas y tormentos que allí debía de padecer el Señor de que los evangelistas escriven. (MC 1, 8)

Y no yendo por curiosidad –como dije al principio-, sino tomando lo que Su Majestad nos diere a entender, tengo por cierto no le pesa que nos consolemos y deleitemos en sus palabras y obras: como se holgaría y gustaría el Rey, si a un pastorcillo amase y le cayese en gracia, y le viese embovado mirando el brocado y pensando qué es aquello y cómo se hizo. Que tampoco nos hemos de quedar las mujeres tan fuera de gozar las riquezas del Señor; de disputarlas y enseñarlas, pareciéndoles aciertan, sin que lo muestren a letrados, esto sí.

Ansí que ni yo pienso acertar en lo que escribo –bien lo sabe el Señor- sino como este pastorcillo que he dicho. Consuélame, como a hijas mías, deciros mis meditaciones, y serán con hartas boverías. Y ansí comienzo con el favor de este divino Rey mío y con licencia del que me confiesa. Plega a El que, como ha querido atine en otras cosas que os he dicho –u Su Majestad por mí, quizá por ser para vosotras-, atine en éstas. Y si no, doy por bien empleado el tiempo que ocupare en escrivir y tratar con mi pensamiento tan divina materia, que no la merecía yo oír. (MC 1, 9)

Los personajes que Teresa introduce en su relato

Ante todo, entonces, siguiendo la propuesta de H. Bleichmar (cf. 1997, pp. 367-371), nos detenemos en la presentación de los distintos personajes que aparecen que poblarán la totalidad del relato, los cuales son todos introducidos ya en esta primera unidad temática (cf. Padvalskis, 2009b, pp. 127-261, donde estos aparecen explicitados en su contexto histórico y dimensión simbólica). Veamos cada uno de ellos.

En primer lugar, y a lo que ya nos hemos referido, aparece el yo. Así comienza el texto, “Viendo yo”. Es un discurso en primera persona, donde Teresa se expone. Sin embargo, cabe destacar, que en este fragmento del discurso aparece una referencia a sí misma en tercera persona, “Y sé de alguna que estuvo hartos años…” (MC 1,6). Claramente, se está refiriendo a ella misma. Se trata de un recurso muy frecuente en su obra escrita, donde, a la vez que se expone continuamente –todos sus textos son testimonios experienciales–, en algunas ocasiones se refiere a vivencias propias como si fueran de una tercera persona. En el aparato crítico de las distintas ediciones de sus obras suele aparecer la referencia a otro texto donde Teresa da cuenta de esa experiencia como propia. Se trata de uno de los tantos recursos que Teresa utiliza conscientemente, a veces para protegerse de la posible censura le atribuye la experiencia a otro indefinido; otras veces, las menos, se trata de un pudor natural o incluso de un intento de humildad. Evidentemente, referirse a sí mismo en tercera persona puede ser un dato sumamente relevante para un análisis psicoanalítico. Sin embargo, creemos que el uso que Teresa hace de esta táctica nos habla más de sus recursos yoicos puestos en juego para enfrentar la censura o para mostrarse según un ideal, que de un mecanismo inconsciente.

El segundo personaje que aparece es Dios, con diversos nombres, el primero, nuestro Señor. Tal como hemos visto en la Primera Parte, Dios aparece nombrado a lo largo de todo el texto con diez términos diferentes, según la frecuencia: Señor (150), Dios (87), Majestad (41), Rey (14), Esposo (12), Espíritu Santo (5), Cristo (4), manzano (4), Criador (2), Juez (1). En esta primera unidad aparecen ya los seis primeros términos y en su lectura parece quedar claro lo que también ya hemos indicado respecto a la relación que parece establecerse entre el yo y Dios. Teresa se refiere a Dios como nuestro Señor, y se lo representa como Rey y constantemente le atribuye la majestad. Sin embargo, la relación que el alma establece con Dios es una relación matrimonial. A lo largo de todo el texto de las Meditaciones sobre los Cantares, este Señor y Rey tan majestuoso es el Esposo del alma, la esposa. Aun cuando la frecuencia del uso explícito del término Esposo no sea muy alta, su uso en el texto es claro. Entre otros motivos porque el alma es claramente la esposa.

En tercer lugar, aparece justamente el alma referida a sus hijas, las almas que traía a estos monasterios, “las hermanas que nuestro Señor lleva por este camino”, a quienes y para quienes escribe. Como ya hemos visto, el término alma con el que Teresa se refiere al sujeto de la experiencia religiosa se presenta ciento seis veces a lo largo de nuestro texto, donde sólo aparecen otros dos términos utilizados como sinónimos de alma: gusano y esposa. Uno de ellos, gusano, es utilizado sólo dos veces en el texto (MC 1, 11 y 3, 7) y no aparece en el fragmento que estamos estudiando. El otro, en cambio, es el término esposa, el cual se presenta treinta y cinco veces a lo largo del texto, y una sola en la unidad temática primera. Claramente podemos ver que en este texto, donde Teresa quiere declarar algunas cosas de lo que pasa entre el alma y nuestro Señor, el alma es considerada como la esposa.

También aparece el que la confiesa –que probablemente sea el P. Domingo Báñez y seguramente la misma persona a la que se dice obligada a obedecer. Asimismo, están presentes los letrados, la Iglesia y los santos; circunstancialmente aparece también un predicador que hablaba sobre “los regalos que la Esposa tratava con Dios” y el público que se ríe de la prédica sobre el Cantar de los Cantares. Por último, Teresa introduce a otro personaje, que no se sabe si existe o no. Dice Teresa, parece que el alma está hablando con una persona, y pide la paz de otro. Sin embargo, luego de plantear la introducción de esta otra persona con la que está hablando el alma, el  discurso de Teresa sigue por otros avatares y hasta la próxima unidad no retomará esta frase bíblica.

Consideraciones sobre la función del Prólogo

Las Meditaciones sobre los Cantares van precedidas por un “prólogo”. La función de todo prólogo –y particularmente en los discursos místicos– es indicar el lugar del autor y las circunstancias de la producción especificando asimismo lo que hace posible al libro, tal como ha mostrado Michel de Certeau en La fábula mística. Siglos XVI - XVII (1993, pp. 211-235).[6] Cuando la destrucción de las certezas medievales abre paso a la incertidumbre, los místicos viven un “cristianismo estallado”. Se ha quebrado la unidad y se ha perdido un saber, ya no hay un a priori común desde donde hablar (M. de Certeau, 1993, p. 197). En este contexto, la historia de la mística consiste –según propone la interpretación de De Certeau– en la búsqueda de un hablar común después de la fractura operada en los inicios de la modernidad. Se trata de la invención de una lengua que palie la diseminación de las lenguas humanas. Toda una teoría y una pragmática de la comunicación son puestas en tela de juicio. Los textos místicos tratan de recomponer los lugares de comunicación, se trata de una verdadera política de la enunciación.

El prólogo, en efecto, “nos especifica asimismo lo que hace posible al libro. Pero, mientras que en el primer capítulo, [las palabras de los Cantares que recuerda Teresa (La Palabra)] (….) hace[n] posible el texto, en el prólogo le autoriza una orden recibida.” (De Certeau, 1993, p. 225).

Una orden recibida que es, en este caso, doblemente necesaria, puesto que por debajo de la orden se halla, haciendo posible y dando sentido al discurso, el hondo deseo de dar consuelo que nace de la experiencia misma que autoriza y reclama el hablar. Deseo, también, de escribir. Deseos, ambos, el de consolar y el de escribir, prohibidos.

Deseo de dar consuelo, “tampoco no hemos de quedar las mujeres tan fuera de gozar las riquezas del Señor” (MC 1, 9); pero, también, es deseo prohibido, en cuanto está prohibido para la mujer comentar las Escrituras: “y quemase, no por malo, sino por no le parecer decente que una mujer, aunque tal, declarase los Cantares.”[7]

Deseo, también, de escribir para seguir experimentando la vivencia compleja de placer y displacer, pero con una nueva dimensión: la de compartirla con sus hermanas, pues Teresa estima que ellas también experimentan “el travajo que se padece en no tener claridad” (MC P, 1).

Se trata, pues, de la experiencia de gustar estas palabras y, también, paradójicamente, la angustia por no entenderlas. Vivir el consuelo de entender lo que se gusta en la oración y el desconsuelo por no entender, pero que mueve el alma. Nos encontramos, pues, con la fuerza de un querer -dar consolación, dar a otros la consolación recibida- y la claridad, pero también la incertidumbre de un saber.

Mandato –más necesario por la prohibición subyacente– que se constituye en punto de partida del libro, como dice de una forma más sutil en el Prólogo:

Ahora, con parecer de personas a quien yo estoy obligada obedecer escriviré alguna cosa de lo que el Señor me da a entender, que se encierran en palabras de que mi alma gusta para este camino de la oración, por donde –como he dicho– el Señor lleva a estas hermanas de estos monasterios y las mías (MC P, 3).

Y con la que cierra, a modo de justificación, sus Meditaciones:

pues mi intento fue, cuando lo comencé, daros a entender cómo podéis regalaros cuando oyerdes algunas palabras de los Cánticos y pensar-aunque son a entender vuestro oscuras- los grandes misterios que hay en ellas; y alargarme más sería atrevimiento. Plega a el Señor no lo haya sido lo que he dicho, aunque ha sido por obedecer a quien me lo ha mandado (MC 7, 11).

Así pues, al igual que los otros místicos, Teresa de Jesús necesita legitimar sus meditaciones, fundando, ante todo, el lugar desde donde hablar. Su discurso, que no consiste en ser glosa de enunciaciones tenidas por verdaderas, ni es dicho desde un lugar de autoridad, sólo se autoriza porque es una enunciación “inspirada”.

Teresa se halla habilitada a escribir porque el Señor le ha dado “a entender algo del sentido de algunas palabras”. Es decir, la habilitación le viene, no desde garantías institucionales, sino del saber por la propia experiencia. Hablando desde un lugar diferente al de la enseñanza magisterial, Teresa tiene que mostrar que depende de la misma inspiración que ella. Su texto manifiesta el mismo Espíritu que anima la tradición eclesial. En el devenir del texto, Teresa oscilará entre acentuar sus propias diferencias con la tradición eclesial, y subrayar su fidelidad. Por eso, en el prólogo, ha de dejar fijada la posición del conjunto del texto, revelando las operaciones textuales que introducen el lugar desde el cual la enunciación mística queda habilitada para dar testimonio del mismo Dios.

Ahora bien, tanta aclaración -si no conociéramos el contexto en el que se inscribe- nos suscitaría inmediatamente la sospecha. Sospecha que nos remitiría a la búsqueda de sentimientos de culpa inconscientes que la expliquen.

Se trata, parece, de una justificación que encierra un temor atribuible en parte a la dinámica intrapsíquica de Teresa y en parte a la presencia de un peligro real,[8] el poder simbólico y real que la Inquisición española tenía sobre la circulación de la palabra escrita, poder también sobre la vida y la muerte de los súbditos del Reino de Castilla.

Poder simbólico, pues ser condenado equivalía a quedar fuera del cuerpo místico, el cual fue originado por los creyentes ante la ausencia de aquel otro cuerpo -faltante y buscado-, el de Jesús.[9] Privación inicial del cuerpo que no deja de suscitar instituciones y discursos que son los efectos y los sustitutos de esta ausencia. La búsqueda de este cuerpo faltante constituye la fuerza que moviliza a los místicos, quienes buscan desesperadamente, en un duelo imposible, reconstruirlo a través de diferentes caminos. Esta búsqueda fue la que llevó a Teresa a iniciar y consumar la reforma de la Orden Carmelitana.

Pero, también, poder real. Tan real como el encierro en prisión de Fray Luis de León. O, como la verdadera muerte en vida que es la condena al silencio o a desmentir la verdad descubierta, sufrida por tantos teólogos y científicos y, sobre todo, por tantas mujeres “ilusas e iludentes”[10] a las que se les negó la palabra. Tan real, también, como el fuego de la hoguera que quema -como quemó casi todos los libros que alimentaron a Teresa y el mismo manuscrito de nuestro texto- aquella carne que es la palabra hecha escritura; pero que también quema -puede quemar y de hecho quemó- la carne humana de cuerpos vivos. Claro está, quema sólo el cuerpo de aquellos pocos que por “soberbia” se resisten a la condena y no quieren retractarse.[11] Además, no lo olvidemos, quemando el cuerpo se “salva el alma”.

Seis construcciones analíticas referidas a la dinámica psíquica inconsciente de Teresa de Jesús

Primera construcción analítica: la creencia matriz pasional desde la que Teresa actúa, un fuerte sentimiento de potencia

Tenemos entonces, en primer lugar, la presencia tanto de un peligro externo real, como también la vivencia de un temor frente a este peligro. Ante esta situación, nos preguntamos, ¿cómo vive Teresa este peligro?; ¿desde qué código es captado este peligro real?, es decir, ¿cuál parece ser la matriz pasional desde la cual Teresa codifica este peligro?; ¿desde qué fantasías expresa este temor?; ¿desde qué identidades se enfrenta al peligro?; ¿qué características de la vivencia del miedo aparecen reflejadas en el contenido del texto?; ¿cómo reacciona Teresa ante el miedo que siente?, ¿puede reconocerlo o lo niega?, ¿le da vergüenza sentirlo o lo ve como algo natural?, ¿se asusta por el miedo que siente?

Ciertamente, también tenemos que preguntarnos si a partir de este texto podemos descubrir sentimientos de culpa inconscientes que refuercen la amenaza que supone la presencia del peligro externo real. Lo cual bien puede ser entendido desde la perspectiva que nos abre H. Bleichmar cuando, a propósito de su análisis de los trastornos depresivos, se detiene en la consideración sobre la realidad externa traumática y la depresión (cf.1997, pp. 60-61).

Indudablemente, señala H. Bleichmar, la significación que adquiere cada acontecimiento vivido depende siempre de la fantasía desde la cual se capta. A su vez, “la fantasía no surge exclusivamente por pura generación intrapsíquica sino que hacen su contribución a ella los discursos parentales conscientes e inconscientes, más específicamente, las fantasías inconscientes de los padres” (Bleichmar, H.,  1997, p. 60). Se trata de un proceso de ida y vuelta, de asimilación de lo externo por lo interno y de acomodación de lo interno a lo externo. La realidad externa, en efecto, siempre es mediatizada por la interna. Sin embargo, existen situaciones en la realidad externa “resulta apabullante, jugando un papel central para la creación del sentimiento de desesperanza e impotencia” (Bleichmar, H., 1997, p. 61).

Por lo cual, concluye Bleichmar, en cualquier esquema generativo que trate de dar cuenta de la depresión es esencial incluir la consideración del papel que desempeña la historia real del sujeto, “entendiéndose por historia real tanto los sucesos que le ha tocado vivir como los aportes externos a la construcción de las fantasías inconscientes, como por ejemplo la historia de las identificaciones con las fantasías inconscientes de los padres” (Bleichmar, H., 1997, p. 61). Debemos tener en cuenta, asimismo, que las situaciones de sometimiento prolongado, sobre todo en las etapas tempranas de la vida –aunque para nada restringidas a éstas–, a personas patológicas, sádicas y tiranas,[13] a enfermedades serias e invalidantes, a condiciones de abandono o desarraigo, etc., se incorporan al psiquismo como sentimiento de fondo que hace sentir a la persona que nada puede hacer frente a la realidad. [12]

De este modo, parece importante destacar también algunos otros aspectos de la historia real de Teresa altamente significativos al respecto, tales como su origen judeo-converso (su abuelo, Juan Sánchez de Toledo, judío converso, fue penitenciado “por herejía y apostasía contra nuestra sancta fee católica”[14] y luego reconciliado junto con sus hijos, cuando Alonso –el padre de Teresa– tenía cinco años); la muerte de su madre cuando tenía catorce años;[16] el haber sido criada entre doce hermanos por un padre dos veces viudo, siendo ella la mayor de los diez hijos de su madre, la segunda esposa de su padre, quien tenía otros dos hijos de su primer matrimonio; respecto a lo cual otro dato muy significativo es el hecho de que ella misma se considerara la más querida de su padre (Cf. V, 1, 3); así como las largas y penosas enfermedades padecidas durante largos años por Teresa, casi desde los inicios de su vida como religiosa. Largamente se ha discutido sobre el origen y la naturaleza de tales enfermedades;[17] sin embargo, sea por causas de origen orgánico o por causas de origen psíquico, lo cierto es que Teresa las padeció. Tanto las padeció que casi la entierran viva por llevar más de tres días en total inconsciencia. Después de lo cual mucho tuvo que luchar para volver a moverse, tardando más de tres años para poder volver a caminar. [15]

Circunstancias todas estas traumáticas y cuya vivencia, sin duda, a la vez que ha ido siendo metabolizada desde las propias fantasías inconscientes, también la ha ido construyendo. Ahora bien, no parece que en el caso de Teresa tales circunstancias hayan colaborado en la gestación del sentimiento de impotencia como creencia matriz pasional. Por el contrario, conociendo la historia de Teresa, su obra escrita y su acción reformadora, habría elementos suficientes como para pensar que estas situaciones, de hecho traumáticas, se fueron inscribiendo en su psiquismo de modo tal que contribuyeron a generar la creencia matriz pasional “yo sí puedo realizar mis deseos”. Nos inclinamos, entonces, a pensar que, como resultado del interjuego entre los múltiples orígenes de las creencias matrices pasionales,[18] la identidad imaginaria nuclear bajo la cual se representa Teresa, y se manifiesta claramente tanto en el hecho de escribir sus Meditaciones como en el contenido manifiesto de esta primera unidad temática, es “yo sí puedo…X”.

Así, por ejemplo, tanto la traumática experiencia –experiencia, sin duda, vergonzosa, denigrante, que no puede no haber dejado las marcas de la exclusión sufrida– vivida por su familia paterna, condensada en el episodio de la condena sufrida por Don Juan Sánchez de Cepeda y la posterior reconciliación –pero, también humillación– pública; como, también, la tan efectiva forma en que se resolvió dicha situación, a través del traslado de la familia a Ávila, la recuperación económica y la plena asunción e identificación con la cristiandad en la que educó a sus hijos, incorporándolos, a su vez, plenamente a la hidalguía avulense a través de los matrimonios; seguramente han sido experiencias silenciadas en los relatos familiares. Quizás Teresa nunca oyó un relato explícito al respecto, sin embargo, ambas realidades, la condena humillante y la salida airosa de la misma, en cuanto que necesariamente, por más que se haya intentado ocultar y borrar, tienen que haber quedado inscriptas, de una u otra forma, en el inconsciente del padre, formando parte de sus fantasías inconscientes. Seguramente también, aunque de forma diversa, en el de la madre de Teresa.

Por tanto, podemos pensar que el discurso parental en su dimensión fundamentalmente inconsciente tuvo que estar marcado por el reconocimiento de la amenaza real que implicaba la Inquisición, pero también un fuerte sentimiento de potencia frente a ella. Su abuelo, y su propio padre siendo niño, vivieron la humillación de la condena, pero la astucia fue mayor y la familia logró saltar las barreras de la exclusión. Y logró saltarlas de tal manera que, quizás, Teresa nunca llegó a conocer esta parte de la historia que, por otro lado, ella vuelve a repetir, esta vez con tanto éxito que ni siquiera llega a sufrir la condena.

Lo que a nosotros nos interesa destacar a través de estas consideraciones, es cuál puede haber sido uno de los múltiples orígenes de este sentimiento de potencia desde el cual Teresa parece relacionarse con la posible condena de institución inquisitorial. Con temor y respeto, sabiendo que no se trata de cualquier cosa, pues además del peligro real que representa se trata de una institución eclesial donde, ciertamente para las creencias de Teresa, lo que está en juego es la manifestación de la voluntad de Dios; la enfrenta con audacia, sin acallar su deseo frente a la prohibición.

En esta misma línea, podríamos seguir pensando cada una de las otras circunstancias traumáticas de la vida de Teresa que hemos mencionado. En todas ellas, ninguna otra relacionada con la condena inquisitorial, se presentan elementos que permiten acercarnos a una posible reconstrucción de cómo se puede haber ido reinscribiendo en el psiquismo de Teresa a lo largo de su vida, este fuerte sentimiento de potencia respecto a su capacidad transformadora de la realidad. Así, frente a la amenaza de peligros externos reales y situaciones traumáticas como la muerte de la madre o el padecimiento de enfermedades que nunca se terminaron de diagnosticar, la respuesta no es la depresión, no es el silencio y la inactividad, sino el sutil y valiente, aunque no temerario, enfrentamiento de la amenaza.

Enfrentamiento que supone hacerse cargo, poniendo en juego los más diversos recursos yoicos, tanto del peligro real como de su doble deseo, el deseo de permanecer dentro de la institución que le prohíbe la escritura, que le niega su otro gran deseo, entender y transmitir a otros lo que entiende. Y lo enfrenta exponiéndose a través de la escritura prohibida. A través de esta escritura Teresa se apropia del objeto prohibido, las palabras de los Cantares de Salomón, de aquello que pasa entre el alma y nuestro Señor y que no siempre se entiende pero sí se gusta. En efecto, el texto escrito es el producto visible, la prueba del poder ligado al placer del vencimiento del objeto (cf. Cantú en Schlemenson, 1998). Es decir, Teresa responde al peligro apropiándose del objeto, decidida a hacerlo propio y transformarlo. El sentimiento de impotencia no parece estar actuando como creencia matriz pasional, por el contrario más bien pareciera que, y esta sería una primera hipótesis, en Teresa prevalece a nivel de creencia matriz el sentimiento de potencia. La Teresa escritora, la reformadora, nos está hablando de una serie de recursos yoicos puestos en juego en estas arduas tareas, pero también nos remite a un fuerte sentimiento de potencia.

Segunda construcción analítica: La experiencia de consolación que se da en el entender lo que se gusta en la oración, justifica la osadía de que Teresa escriba sus Meditaciones

Por otro lado, lo que inmediatamente salta a la vista en la lectura de esta primera unidad, es el contenido de la justificación. El argumento fundamental lo constituye el recurso a la autoridad que le autoriza escribir, con el parecer de personas a quien yo estoy obligada a obedecer (MC P, 3). Pero, tal como ya hemos visto, aunque Teresa dice obedecer a quienes le autorizan la escritura, sin embargo, ella sabe bien que maneja a esos letrados y no está segura de ellos. Su juicio no es sino una opinión, lo que les parece justo. El recurso a la autoridad sería, por tanto, la justificación oficial. Pero –y ésta constituye nuestra segunda hipótesis– lo que realmente parece justificar y hacer que se atreva a realizar aquello que ella vive como una osadía –la osadía de que una mujer escriba sobre el Cantar de los Cantares-, es la experiencia compleja de consolación y desconsuelo que se da en el entender y no entender lo que se gusta en la oración y se comunica a los demás: “Lo que pretendo es que ansí como yo me regalo en lo que el Señor me da a entender, cuando algo dellos oyo, que decíroslo por ventura os consolará como a mí.” (MC 1, 8)

Tercera construcción analítica: El análisis desde el EMT de la experiencia de consolación vivida por Teresa, puede poner al descubierto algunos de los elementos relacionados con el vínculo materno preedípico que al mismo Freud se le escaparon en su comprensión psicoanalítica de la función consoladora de la experiencia religiosa

Experiencia que ella vivió, “lo que el Señor me da a entender, que se encierran en palabras de que mi alma gusta para este camino de la oración” (MC P, 3) y la quiere transmitir pues, “paréceme me serán para consolación de las hermanas que nuestro Señor lleva por este camino” (MC P, 2). Lo cual será también para ella misma un consuelo, “consuélame, como a hijas mías, deciros mis meditaciones” (MC 1, 9).

En efecto, muchas de las hermanas también han vivido una experiencia de consolación,

Viendo yo las misericordias que nuestro Señor hace con las almas que traía a estos monasterios que Su Majestad ha sido servido que se funden de la primera Regla de n. S. del M. C. que a algunas en particular son tantas las mercedes que nuestro Señor les hace (MC P, 1),

es decir, experimentan el consuelo en la oración, encuentran el consuelo en el gustar. Pero este gustar, si no se entiende, puede también causar mucha angustia. Teresa lo sabe por experiencia, “solas a las almas que entendieren las necesidades que tienen de quien les declare algunas cosas de lo que pasa entre el alma y nuestro Señor, podrá ver el trabajo que se padece en no tener claridad” (MC P, 1). Por eso se anima a escribir, para dar ayuda a que aquéllas que ya experimentan y disfrutan de “lo que pasa entre el alma y nuestro Señor” (MC P, 1) también puedan entenderlo y, así, ser consoladas.

Deseo de dar consuelo, deseo de unión, deseo de entender, goce por ser consolada, goce por entender, goce por dar consuelo a otras. Deseos que generan placer y despiertan angustias específicas, frente a las cuales actúan los diversos sistemas de defensas ocultando los deseos. Placer y angustia que analizados desde las ideas matrices que los organizan nos permitirán reencontrarnos con los deseos inconscientes puestos en juego en ellos y comprender de una forma nueva la dinámica psíquica que supone tal experiencia de consolación.

La experiencia de consolación, expresada en la primera parte del texto analizada desde los diversos sistemas motivacionales, puede ser comprendida en su complejidad desde la interacción del sistema narcisista y el sistema de apego, en la cual cobran relieve el deseo de intimidad y las angustias del desencuentro. El análisis del discurso de Teresa desde esta perspectiva puede aportarnos importantes elementos que permitan avanzar en la comprensión de la función del vínculo materno preedípico en la conformación de la experiencia religiosa.

En efecto, la consideración de esta experiencia de consolación vivida por Teresa en el seno de una experiencia religiosa,[19] nos instala en la discusión acerca de la función consoladora de la religión. Sabemos que para Freud la religión cumple, entre otras, una función cultural de consuelo, que la sitúa en el plano de la ilusión, la ilusión infantil frente a la dureza de la realidad, como sintetiza Domínguez Morano (1991, p. 380).

Para Freud, entonces, la instauración de un padre –con la consiguiente instauración de sí mismo como hijo– que constituye la esencia de la religión, “es una ilusión del deseo”. Ahora bien, tal como señala Pohier (cf. 1976, p. 23), la estrategia del deseo tiene allí entablados dos combates: el de la culpabilidad y el de la consolación. Quizás estas funciones no las cumpla la fe tal como Freud pretendía; pero, sin duda, afirma Pohier, tales son las funciones que cumple la religión. Lo cual no basta indudablemente para descalificarla, “pero sí que basta para colocarla en el campo de la crítica freudiana. Las funciones que se discuten son perfectamente homogéneas con lo mejor que hay en la fe” (Pohier, 1976, p. 27).

Ante la constatación de la experiencia de consolación a la que se refiere Teresa y ante la crítica freudiana, nos preguntamos, entonces: esta función cultural de consuelo que ejerce la religión, ¿es sólo infantil?; la necesidad de ser consolado, ¿responde siempre necesaria y únicamente a una dinámica infantil inconsciente?; la experiencia de ser consolado, la consolación, ¿está ligada única, y exclusivamente a la nostalgia del padre, al aspecto regresivo del simbolismo religioso?

En su análisis del valor y límite de un psicoanálisis de la religión (cf. Ricoeur, 1978),[20] Ricoeur se pregunta si hay en el dinamismo afectivo de la creencia religiosa algo con qué superar su propio arcaísmo. Para Ricoeur este interrogante sólo puede recibir una respuesta parcial dentro del marco de una investigación del fondo pulsional de la religión que nos remite al problema de la fantasía del asesinato del padre, al problema del sentido del complejo paternal, como afirma Freud en un texto de Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (1910, p. 115).

Para Freud la religión consiste en la monótona repetición de sus propios orígenes. Sin embargo, Ricoeur constata en su análisis que este fijarse exclusivamente en la repetición lleva a Freud a rechazar toda consideración acerca de lo que puede constituir una epigénesis del sentimiento religioso, es decir, de una transformación del deseo y del temor, y nos muestra cómo en Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci Freud llega a vislumbrar un fondo preedípico en el sentimiento religioso. Fondo preedípico que, aunque Freud no lo desarrolla, permite vislumbrar la existencia de otras raíces afectivas del sentimiento religioso además del complejo paternal. Como afirma Domínguez Morano a raíz del análisis de este mismo texto, “la madre constituye la gran ausente en el conjunto teórico freudiano sobre la religión. En muy pocos textos aparece desempeñando alguna función dentro de la compleja problemática de la experiencia religiosa” (1991, p. 81).

A partir, entonces, del análisis desde el EMT de la experiencia de consolación que vive Teresa, podemos preguntarnos, siguiendo las líneas planteadas por Ricoeur y Domínguez Morano, si el análisis de este vínculo materno preedípico no revelaría aspectos sumamente importantes a la hora de comprender psicoanalíticamente la experiencia religiosa que al mismo Freud se le escaparon; en particular, aquellos elementos que hacen a la experiencia de consolación, lo cual constituye nuestra tercera hipótesis que iremos verificando a lo largo del recorrido de la totalidad del texto.

Cuarta construcción analítica: Invistiendo su propia capacidad de pensar, Teresa pudo resistir creativamente a la fuerza alienante del poder instituido, la Inquisición española

Por otro lado, la escucha de este texto en sus diversos matices nos remite a la consideración de los tres destinos, alienación, amor y pasión, que la búsqueda del placer puede imponer a nuestro pensamiento y a nuestras catectizaciones, tal como propone  Aulagnier en Los destinos del placer (1998).

En efecto, si nos detenemos en el examen de lo que puede significar la relación entre la presencia del peligro real de la Inquisición, el temor experimentado por Teresa y su forma de enfrentar este temor, de donde surge este texto como justificación en el cual se revindica tanto el gustar como el entender, tenemos que remitirnos a los análisis realizados por Aulagnier, por un lado, sobre el estado de alienación en aquellas circunstancias en que el sujeto se halla “preso en un sistema social y en un sistema de poder que le impiden pensar libremente (simplemente pensar) ese sistema, la relación con el poder que el sistema le impone, la posición y las referencias identificatorias a las cuales lo sujeta” (Aulagnier, 1998, p. 48). Y, por otro lado, sobre la relación que establece entre el placer de pensar, asumir el riesgo de escribir, la presencia de la alteridad y el proceso identificatorio. Leer el texto de Teresa, desde la perspectiva que nos abre el texto de Aulagnier, nos permite, sin duda, un nuevo y mayor acercamiento a la comprensión de la dinámica psíquica de Teresa como autora del mismo.

Aulagnier define el estado de alienación como “un destino del yo de la actividad de pensar cuya meta es tender hacia un estado aconflictivo, abolir todas las causas del conflicto entre el identificante y el identificado, pero también entre el yo y sus ideales” (1998, p. 45). Estado que representa el límite extremo que puede alcanzar el yo en la realización del deseo de abolir toda situación conflictiva, y con ella toda causa de sufrimiento. En este sentido, la alienación concreta la gran tentación en la actividad del pensamiento de todo yo: volver a hallar la garantía de la certeza,[21] excluir tanto la duda como el conflicto. Ahora bien, un paso más en esta línea “desembocaría en la muerte efectiva del pensamiento, y por esta razón, de sí mismo” (Aulagnier, 1998, p. 45).

Sucumbir en tal estado de alienación puede, a juicio de Aulagnier, estar motivado por dos situaciones diferentes. Por un lado, tenemos los casos en que no estando en juego un peligro de muerte real, el sujeto tiende a la alienación por razones subjetivas alienando su pensamiento ya sea a una ideología dominante, ya sea en la ideología de una secta, de un grupo o de un microgrupo.

La problemática psíquica que induce y torna necesario este deseo de autoalienación se refiere al compromiso gracias al cual el yo acepta una desidealización que le concierne, mientras se niega a desidealizar a otro, que debe permanecer como soporte y garante de la catectización entre el identificante y el identificado. Es decir, aunque el yo infantil llegue a renunciar a su imagen idealizada, conservará “en suspenso” la idealización de la imago parental; estará siempre en busca del encuentro de otro presente en la escena de la realidad y sobre el cual pueda proyectarla, “encarnarla”. Se trata de una narcisización, incluso a menudo de una sobrenarcisización, del yo pensado por el yo pensante. Narcisización que sigue dependiendo de la prótesis que constituye la valoración de sí y de su pensamiento por otro, cuyo saber y poder se idealizan masivamente.

Asimismo, la otra situación es aquélla a la que ya nos hemos referido en relación a la situación vivida en tiempos de la Inquisición, se trata de la alienación o la muerte. En su forma objetiva este dilema se halla en aquellas sociedades donde el poder desempeña el papel de una fuerza alienante, que amenaza efectivamente de muerte a todo opositor, o no con menores consecuencias, con la exclusión de todo transgresor. De modo tal que para tener derecho de ciudadanía en ese espacio social, el sujeto se ve obligado a adjudicarle una puesta en pensamientos y una puesta en palabras que niegan tanto la realidad como la interpretación y la fantasmatización que lo han inducido y que a su vez él induce.

La interdicción establecida por el poder impidiendo que el sujeto pueda pensar el sistema, será interiorizada por el sujeto no solamente por un reflejo de defensa vital, sino también porque “pensarse” a sí mismo como objeto carente de todo derecho de palabra y de pensamiento, sería una fuente de sufrimiento insoportable para el yo. Lo cual sólo podría desembocar en la decatectización de ese “yo pensante” por decatectización de la actividad del pensamiento (cf. H. Bleichmar, 1997, p. 40).[22] Es decir, si el poder instituido impide pensar, el yo sólo podrá subsistir como “no pensante” en la medida que se active en él un mecanismo que le permita desinvestir el hecho de ser pensante. Pero poder descatectizar la propia actividad de pensar, sólo es posible catectizando el discurso de otro. Un discurso que, en definitiva, decidirá quien es “yo” a través de la imposición de sus ideales, pero que “le procura, como prima de esa desposesión, la ilusión no solamente de su realización futura sino de su realización actual” (Aulagnier, 1998, p. 48). En otros términos, el estado de alienación se invisibiliza, se naturaliza como identidad del yo. Como destaca Aulagnier, “la alienación supone una vivencia no nombrable y no perceptible por el que la vive” (1998, p. 47).

En su forma más radical y más trágica, la alienación desemboca en la desrealización de lo percibido. Se trata de una desrealización total, tan total como en la psicosis, pero que llama a una “representación discursiva” que se presenta en forma de un discurso lógico y efectivamente idealizable. Lo cual puede dar al sujeto la ilusión de poseer una verdad compartida y compartible por el resto de los sujetos. Sobre todo, la ilusión de que al repetirla, y al retornarla por su cuenta, lo coloca a él no solamente fuera del registro del delirio sino que además lo sitúa entre los “elegidos” que detentan una verdad, que habrá que imponer a los demás “por su bien”.[23]

Ahora bien, nada parece indicar que Teresa haya sucumbido en un estado de alienación. Por el contrario, todo lo visto hasta aquí nos autoriza a excluir de nuestro análisis la consideración de este tipo de motivaciones subjetivas en Teresa. Pero, sobre todo, lo que nos llama la atención es cómo, estando dadas todas las condiciones para que fuese una víctima más del proceso de alienación producto de la Inquisición, la respuesta de Teresa parece ser justamente la contraria. Frente a un sistema que amenaza efectivamente de muerte, no sólo al opositor, sino también al mero transgresor, Teresa de Jesús –y, sin duda, tantos otros, pero quizás no tantas otras– asume el riesgo y reivindica el derecho al placer de entender lo que se gusta en la oración.

Teresa no sólo se ha atrevido, en abierta contradicción a los mandatos de género, a pensar por sí misma, sino que justamente lo que nosotros estamos analizando es lo que escribió. Ahora bien, reconocerse un derecho a escribir implica renunciar a encontrar en la escena de lo real una garantía de lo verdadero y de lo falso. Lo cual, tal como señala Aulagnier refiriéndose a su propia producción escrita, nos enfrenta a exigencias y riesgos diferentes y mayores que el mero trabajo de pensamiento.

En efecto, el trabajo de pensamiento convierte al yo[24] en el agente y destinatario de lo que resulta de él. Lo producido por el pensamiento puede mantener oculta su contradicción. En cambio, cuando exponemos nuestros pensamientos esperamos una prima del placer del oyente o del lector que nos “obliga” a un trabajo que tiene que ver, sin duda, con el narcisismo, con la imagen que él nos remite de nuestro “poder pensar”, pero que también tiene que ver con el sentimiento de una conformidad entre el pensamiento y la “cosa” de la que el pensamiento habla. Coincidencia que nos permite creer en una posible verdad presente en nuestra palabra (cf. Aulagnier, 1998:11-12).

 “La verdad exige –señala Aulagnier– que sea compartida, o que se la crea ya compartida o compatible y, por consiguiente, que se crea que será compartida en un tiempo futuro” (1998, p. 11). Esta propiedad y esta exigencia de una prueba de verdad explican por qué hablamos, escribimos, creemos. Sólo en la medida en que se cree en algunas verdades (las propias) que se proponen a los demás, con la convicción de que las reconocerán como tales, se puede pensar, hablar, escribir (cf. Aulagnier, 1998, p. 11).

Nuestra cuarta hipótesis consiste, por tanto, en postular que el análisis del texto de Las Meditaciones sobre los Cantares de Teresa y la consideración de éste en el conjunto de su obra escrita y su acción reformadora nos permite ubicar a Teresa entre aquellos pocos sujetos que “pueden soportar la opresión del poder oponiendo una resistencia oculta, a pesar del peligro de muerte que ello implica” (Aulagnier, 1998, p. 48). En la mayoría de los casos, nos dice Aulagnier, el sujeto no podrá sostener durante mucho tiempo este combate desigual y no podrá preservar referentes identificatorios en esa sociedad más que inclinándose hacia la alienación. Parece que Teresa sí pudo sostener esta resistencia, justamente invistiendo su propia capacidad de pensar.

Quinta construcción analítica: La experiencia de consolación que vive y quiere transmitir Teresa consiste en un plus de placer otorgado por el placer de pensar el propio placer vivido en la experiencia de oración

Lo cual nos conduce a nuestra quinta hipótesis y nos vuelve, desde una nueva perspectiva, a la consideración de la segunda de nuestras hipótesis. Allí proponíamos que, lo que realmente parece justificar la osadía de que Teresa escriba sus meditaciones, es la experiencia de consolación que se da en el entender lo que se gusta en la oración. Consolación, es decir, se trata de un plus de placer otorgado en el entender algo de lo que se gusta. Por tanto, deseo de entender, goce por ser consolada, goce por entender, goce por dar consuelo a otros. Experiencia que es goce y que es deseo de unión, que tiene que ver con la fusión afectiva, pero que se da, en el caso que nos ocupa, desde la experiencia del entender; entender que es un proceso cognitivo que implica la aceptación de la diferencia, la acogida en uno mismo de la alteridad y, por eso mismo, posibilidad también de fusión amorosa. Fusión amorosa que en la medida que lleva en sí la diferencia, y con ella la posibilidad de pensar, no es fusión psicótica.

Para comprender lo dicho, proponemos, entonces, ahora una nueva hipótesis a través de la cual pretendemos explorar y explicitar de qué modo la experiencia de consolación que vive Teresa puede ser entendida desde otra de las perspectivas que nos abre la consideración del deseo de saber. Deseo de saber, pulsión epistemofílica, “trabajo de investigación”, sublimación, conjunto de términos que, tal como aclara Aulagnier (cf. 1998, p. 36),[25] nos dicen en qué se convierte esa parte de la energía pulsional que el yo obliga al trabajo y a la meta exigidos por la actividad de pensar que le incumbe.

Ahora bien, la pulsión, nos dice Freud, tiene como única meta la satisfacción, es decir, reencontrar, preservar el estado de placer. Lo cual nos conduce a la necesidad de examinar el placer del pensar. Nuestra aproximación al placer de pensar la haremos desde los aportes realizados en esta línea principalmente por  Aulagnier (cf. 1994; 1998),[26] pero también por S. Bleichmar[27] y Castoriadis.[28] Autores que se han detenido plácidamente a pensar, tanto desde la perspectiva metapsicológica como de la clínica, sobre el placer de pensar y han escrito sobre ello, ofreciéndonos a sus lectores la posibilidad de experimentar tal placer al trabajar sobre sus textos. Así pues, ante la imposibilidad de presentar aquí el pensamiento de estos autores en toda su riqueza y complejidad, remitimos a sus obras.

Partamos, ante todo, de una aclaración. Nos estamos refiriendo al placer que otorga el entender lo que se gusta; pero, este entender es una experiencia posterior, après-coup,[29] del gustar que acontece en la oración. La misma Teresa, como hemos visto en la primera parte de nuestro trabajo, lo ha señalado con claridad cuando distingue tres gracias diferentes. Una cosa es lo que se vive en la oración, pueden suceder muchas cosas, “las misericordias que nuestro Señor hace con las almas (…) que a algunas en particular son tantas las mercedes que nuestro Señor les hace” (MC P, 1). Vivir esta experiencia es la primera gracia, pero pueden no entenderse estas mercedes que se reciben, tanto que solas a las almas que entendieren las necesidades que tienen de quien les declare algunas cosas de lo que pasa entre el alma y nuestro Señor, podrá ver el trabajo que se padece en no tener claridad.

Entender lo que pasa entre el alma y nuestro Señor es otra gracia diferente, que no siempre se da. Precisamente por haberla vivido ella, Teresa quiere transmitirla a sus hermanas. Pero, ésta es otra tercera gracia diferente y posterior, el saber expresar con palabras articuladas la inefabilidad de la experiencia vivida y entendida. Ya lo había dicho en Vida: “Y era el travajo que yo no sabía poco no mucho decir lo que era mi oración; porque esta merced de saber entender qué es, y saberlo decir, ha poco me lo dio Dios” (V 23, 11). Justamente, a propósito de otro de los textos en los que Teresa expresa con gran frescura y libertad la experiencia de gozo vivida en la oración, exclamando:

suspendese el alma de suerte, que toda parecía estar fuera de sí. Ama la voluntad; la memoria me parece está casi perdida, el entendimiento no discurre, a mí me parece, mas no se pierde (…) Acá no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza. Entiéndese que se goza un bien, a donde junto se encierran todos los bienes; mas no se comprende este bien (V 10, 1).

Vergote nos señala que Teresa

discierne con acuidad una intensa experiencia de amor, un estado de conciencia sin conciencia de sí y un goce, que abandonándose, se experimenta gozando del otro sin volver reflexivamente sobre sí. La articulación de la experiencia no se entrega más que al pasado reflexionado (1998, p. 196).

Se trata, entonces, de un placer reduplicado, el placer de pensar sobre el propio placer, lo cual desde el punto de vista del funcionamiento del psiquismo no es poca cosa, pues como ha mostrado Aulagnier:

descubrirse capaz de pensar con placer y de pensar su placer es la prelación necesaria a toda actividad de pensar (…) El placer que debe poder aportar la actividad de pensar es para el yo [je] una necesidad, y no una prima a la cual podría renunciar (Aulagnier, 1994, pp. 252-253).

También será útil para nosotros, como propone Castoriadis, el hecho de detenernos aquí dilucidar sobre

la ‘pulsión de saber’ de Freud. Esta ‘pulsión’ extrañamente nombrada (al menos a la luz de la denominación ulterior por Freud de la pulsión como ‘frontera entre lo somático y lo psíquico’) es en verdad la forma de la búsqueda de sentido por el ser humano singular desde la ruptura de su estado originario ‘autístico’ o gonádico (Castoriadis, 1993c).

Bien puede ayudarnos nuestro propósito, remitirnos a la síntesis que S. Bleichmar presenta al comienzo de uno de sus libros (cf. S. Bleichmar, 2001, p. 17), al comentar los beneficios que acarrea la curiosidad. Allí, dicha autora nos ofrece una breve síntesis del proceso que lleva a la instauración de la pulsión de saber. En primer lugar, la curiosidad es producida por el enigma. Enigma que implica una ruptura con las certezas previas; en virtud de ello deviene traumatismo, generando un proceso de desarticulaciones y rearticulaciones que da lugar a un movimiento de recomposición teórica. De este modo, el enigma a partir del carácter excitante y traumático que le es inherente, pone entonces en funcionamiento la pulsión epistemofílica.

Freud, según muestra S. Bleichmar:

sostuvo los prerrequisitos de la curiosidad intelectual en dos enigmas fundamentales que se plantean en la infancia: 1) de dónde vienen los niños, y 2) por qué el mundo se reparte en conjuntos de índices que diferencian a la humanidad en dos sectores claramente delimitados –al menos en su época–, los hombres y las mujeres (S. Bleichmar, 2001, p. 344).

Ahora bien, ambas preguntas están determinadas por el posicionamiento deseante del niño en su correlación con las figuras edípicas. Se trata de un interrogante que en principio tiene “un interés práctico, pero este interés práctico remite no a lo autoconservativo sino a lo libidinal, a lo deseante” (S. Bleichmar, 2001, p. 344). Tal es el punto central en el que -a nuestro entender- coinciden las teorizaciones acerca del deseo de saber desde el punto de vista psicoanalítico que nos ofrecen Aulagnier y S. Bleichmar.

En efecto, tal como señala Aulagnier (cf. 1994, p. 170), en el esquema que propone Freud el punto de partida para la demanda de conocer se halla constituido por la respuesta casi irrisoria –la fábula de la cigüeña u otra versión de la misma– que recibe el niño cuando, amenazado por la llegada de un futuro rival, interroga a la madre sobre el enigma del nacimiento. Se trata, francamente de una respuesta irrisoria y a todas luces insuficiente para colmar la angustia producida por una amenaza que pone en peligro las referencias identificatorias del niño. Se trata, pues, de una respuesta que excluyéndolo del campo de la realidad del deseo parental, lo obliga de este modo a avanzar solo en su búsqueda del saber.

Recordemos, entonces, lo que ya hemos planteado: para Aulagnier, el descubrimiento de que el discurso puede ser portador de verdad o de mentira es tan fundamental como el descubrimiento de la diferencia de sexos (cf. 1998:65-88; 1994:212-280). Despojado ya de la garantía de la certeza, el yo se halla

condenado de y por vida a una puesta en pensamiento y a una puesta en sentido de tu propio espacio corporal, de los objetos meta de tus deseos, de esa realidad con la cual deberás cohabitar, que les aseguren que conservarán, pase lo que pase, los soportes privilegiados de tus investiduras (Aulagnier, 1994, p. 254).

Tal veredicto responde a la tendencia y deseo más profundo del yo, “lograr que su actividad de pensamiento sólo desemboque en pensamientos que son fuentes de placer, que sólo dé forma y lugar a representantes psíquicos de ese conjunto de objetos externos cuyo encuentro está ya acompañado de placer” (Aulagnier, 1994, p. 254). Pero, continúa Aulagnier, el problema está en que el yo también descubre que esta búsqueda de placer, que se halla de golpe y para siempre en el principio de todo acto psíquico, y por lo tanto también de sus actos de pensamiento, sólo puede desembocar de tal manera, en cuanto se trata de sus placeres y de sus objetos, si él acepta tomar en consideración las condiciones y las exigencias a las cuales deberá plegarse para que la realidad, comenzando por la suya corporal, no venga a hacer imposible para siempre toda experiencia de placer (cf. Aulagnier, 1994, p. 254).

En efecto, el yo descubre que la misma búsqueda de placer, origen y meta de su pensar, le impone, para poder realizarse efectivamente, plegarse a los límites de la realidad; se ve, así, enfrentado con otras dos sentencias que le develarán las exigencias de aquella primera condena. Así, el yo condenado a pensar, para preservarse viviente se halla, también, condenado a investir, a preservar una relación de investidura con su propio cuerpo, con el yo [je] de esos otros cuyo deseo se revela siempre autónomo y a veces antinómico al suyo propio, con esta realidad que jamás será totalmente conforme a la representación que él anhelaría darse (cf. Aulagnier, 1994, p. 255).

Pero, además se halla condenado a sufrir, pues “ese cuerpo, ese otro investido por él, esa realidad, serán periódica e inevitablemente fuente de sufrimiento, provocando, por este hecho, un movimiento de desinvestidura, un deseo de huida” (Aulagnier, 1994, p. 255).

De este modo, el yo se halla condenado a tres movimientos indisolublemente unidos: pensar, investir, sufrir. Pensar e investir constituyen las dos funciones sin las cuales el yo no podría ni advenir ni preservar su lugar en la escena psíquica; sufrir es el precio que deberá pagar para lograrlo (cf. Aulagnier, 1994, p. 257). Así, el principio de realidad que tiene como tarea la adquisición de un conocimiento, tiene como objetivo la salvaguarda del placer, de modo que un placer actual incierto, en cuanto a sus resultados, es abandonado a fin de obtener por otra vía un placer seguro y diferido. Luego de un recorrido por los distintos significados del principio de realidad en Freud, Aulagnier concluye, en lo que respecta al tema sobre el que nosotros estamos tratando pensar, “todo acto de conocimiento tiene como condición previa un acto de investimiento libidinal” (Aulagnier, 1994, p. 221).

A causa del investimiento libidinal del cual él es soporte, el objeto exige que la psique le otorgue un estatuto en su campo: la realidad coincide con lo cognoscible, pero esto último, a su vez, recubre el campo de los investimientos del sujeto. Y debido a que lo propio de la libido es su tendencia a apropiarse de todo objeto susceptible de atraerla, el conocimiento obedece a un mismo movimiento centrífugo (cf. Aulagnier, 1994, pp. 221-222). Ahora bien, colocar el investimiento libidinal, con la búsqueda de placer que le es propia, como el origen y meta de todo acto de conocimiento, no significa, de ninguna manera

subestimar lo que la actividad de pensar tiene de radicalmente heterogéneo, en relación con una forma de funcionamiento que le precede y luego lo acompaña, y lo que implica ese cambio de ‘material psíquico’ que sustituye a la única imagen de la cosa corporal por una representación en la cual es un ‘cuerpo hablado’, que dará un sentido a lo que el yo representa en ella (Aulagnier, 1998, p. 27).

Que la libido, sea cual fuere el agente que catectiza, intente obtener siempre de entrada un estado de placer, no niega la diferencia radical que existe entre el estado de placer en cuanto finalidad de lo originario (cf. Aulagnier, 1998, p. 27), y el estado de placer en cuanto finalidad perseguida por la actividad de pensar. Importa destacar al respecto, que esta apreciación de Aulagnier nos instala en la problemática de la sublimación. Siendo la sublimación “un irrenunciable y problemático concepto” de la teoría psicoanalítica, resulta difícil prescindir de ella, mucho más tratándose del análisis de una experiencia religiosa. Sin embargo, optamos –en razón de los necesarios límites impuestos a nuestra investigación– por no entrar en el amplio e interminable debate que en torno a ella existe tanto en la misma obra de Freud como en toda la historia del psicoanálisis y siendo incluso un tema particularmente candente en la literatura psicoanalítica contemporánea.[31] [30]

Nuestra postura, un debate que nos excede desde todo punto de vista, apoyada en lo que entrevemos a partir de las teorizaciones en las que hemos ido profundizando en el despliegue de nuestra investigación, podría sintetizarse –no casualmente– en la sugerencia de Domínguez Morano “esos complejos procesos psíquicos que Freud denominó sublimación y que, quizás podríamos denominar más atinadamente con otros términos, como por ejemplo, el de simbolización” (Domínguez Morano, 2001ª, p. 241).

Por otro lado, pensamos y proponemos como posible hipótesis –ciertamente no como hipótesis del presente trabajo, sino como una tarea abierta para futuras investigaciones de quienes capacitados para tal fin acepten el desafío– que la reformulación de la teoría psicoanalítica desde el carácter “transformacional” del EMT nos ofrece nuevas categorías que permiten explicar estos complejos procesos psíquicos que han sido englobados por el mismo Freud bajo la categoría genérica de sublimación. En efecto, como hemos visto en nuestra presentación del EMT, tal propuesta intenta ir haciendo una discriminación conceptual que sea coherente con la descripción fenoménica, descriptiva, de las conductas y procesos psíquicos, aunque pudieran entrelazarse en su origen evolutivo.

Como afirma H. Bleichmar, este es un criterio que está más de acuerdo con la ciencia en general que, independiente del origen común, separa por las formas más evolucionadas que toma una estructura. Si no, todo sería óvulo y espermatozoide y no habría la riqueza de componentes de un organismo. Recordemos aquí la crítica que nuestro autor hace al principio de homogeneidad, el cual rige desde su mismo inicio gran parte de las teorizaciones psicoanalíticas, en las que se puede observar una marcada tendencia a usar categorías muy abarcativas, con lo cual se pierde especificidad. Frente a esta tendencia, su propuesta constituye un intento de continuar con el desarrollo y particularización de la aplicación al psicoanálisis de la actual revolución epistemológica, llevando “las propuestas hasta el nivel del detalle, aquel al que se llega por un esfuerzo de descender del lenguaje trascendente de las grandes afirmaciones genéricas” (H. Bleichmar, 1997, p. 17).

De hecho, a pesar de que la noción de sublimación “responde a una exigencia doctrinal y resultaría difícil prescindir de ella. La ausencia de una teoría coherente de la sublimación sigue siendo una de las lagunas del pensamiento psicoanalítico” (Laplanche & Pontalis, 1996, pp. 415-416). Por eso, aún reconociendo tanto la centralidad como la problematicidad de esta noción, creemos que en este sentido algo importante tiene que decirnos el hecho de que entre los llamados paradigmas de constitución (Paz, 1992, p. 1) o paradigmas de base del psicoanálisis (S. Bleichmar, 2005, p. 108;f. Padvalskis, 2009a), la sublimación no aparezca como uno de ellos.

Después de esta breve aclaración que juzgamos necesaria aunque, sin duda, constituya un nuevo excursus, pues nos consideramos totalmente eximidos –en primer lugar, por exceder los objetivos de nuestro trabajo, pero, sobre todo, por considerar que excede desde todo punto de vista nuestras posibilidades– de entrar en este debate acerca de la sublimación, continuamos con el planteo de Aulagnier sobre la diferencia radical entre el placer meta del proceso originario y en cuanto finalidad del pensar. Esta diferencia está dada porque

el pensamiento sólo puede catectizar sus propias construcciones ideicas y, más especialmente, los pensamientos de los cuales es el referente (o sea él mismo como imagen de la cosa que el pensamiento nombre), porque cuando surgen se presentan con los caracteres de la certeza, lo que en el dominio del pensamiento se llama “la verdad” (Aulagnier, 1998, p. 31).

Pero, ahora, no se trata ya de la certeza propia del estado originario. Así pues, es necesario distinguir certezas en cuanto atributo propio de las representaciones-interpretaciones de la realidad forjadas por el proceso primario, de las certezas referentes a las representaciones-interpretaciones forjadas por el proceso secundario. La certeza que en el registro del pensamiento se llama “la verdad”, exige haber pasado por la prueba de la duda. Cuestión sobre la que ya nos hemos detenido. Aquí el yo “comienza por dudar no de la definición de la realidad, ya sea mítica o científica, sino de la ‘verdadera’ intención presente en el discurso que le dirige la madre, por medio del cual ella le hace conocer esas definiciones” (Aulagnier, 1998, pp. 78-79).

Se trata, en efecto, de una prueba que forma parte de los elementos universales del funcionamiento psíquico. Es el momento en el cual se separará la catectización de la voz que enuncia de la catectización del enunciado y de la información que se recibe o que se descubre, “momento en que se opera ese ‘paso formidable’, que representa para Freud la catectización de una idea que ya no es función del placer o del displacer que acompaña su toma en consideración, sino de la verdad o de la falsedad de lo que enuncia” (Aulagnier, 1998, p. 78).[32]

Al yo se le presentan, por tanto, nuevas exigencias, “tener que pensar, tener que dudar de lo pensado, tener que verificarlo”, exigencias que el yo no puede esquivar, pues se trata del precio con el cual paga su derecho de ciudadanía en el campo social y su participación en la aventura cultural.[33]

Por eso, para poder participar de la aventura cultural sin ser saturado, –y alienado– por las significaciones otorgadas por el imaginario social, es necesario que el yo encuentre

momentos en los cuales pueda gozar de un puro placer ligado a la presencia de un pensamiento que no tiene otro fin que reflexionar sobre sí mismo, que no necesita la duda y la verificación porque no se dirige a ningún destinatario exterior, de un pensamiento que no tiene otro objetivo que garantizarle al sujeto la existencia de una prima de placer ligada a la actividad de pensar sobre sí”. (Aulagnier, 1994, pp. 245-246)

Pensar sobre sí es un trabajo necesario, pero un trabajo que entraña muchas pruebas que son fuente de displacer. Se trata de un trabajo que deja muy poco respiro y cuyas consecuencias raramente el yo puede predecir. Ahora bien, para el investimiento de esta actividad es necesario que el yo pueda conservar el derecho de gozar momentos de placer “solitarios” que no caigan bajo la égida de lo prohibido, de la falta, de la culpabilidad. En efecto, señala Aulagnier, el yo debe poder oponer como en su tiempo se opuso al poder materno, a la dura ananké que lo obliga a aceptar la ley del discurso que le permite tener sentido a un sistema cultural y a un sistema de parentesco, que le revela que el mundo no es modificable sino a muy largo plazo y muy parcialmente. Y, justamente, la inalienabilidad de su derecho de goce sobre algunos de sus pensamientos, su derecho a pensar secretamente y a sentir placer con ello, es lo que le demuestra que su mundo psíquico es también resistente y oscuro (cf. Aulagnier, 1994, p. 246).

A partir de estas consideraciones de Aulagnier, es desde donde debemos comprender la quinta de nuestras construcción analíticas, en la que proponíamos que la experiencia de consolación que vive y quiere transmitir Teresa consiste en un plus de placer otorgado por el placer de pensar el propio placer vivido en la experiencia de oración (cf. Vergote, 1998, pp. 35-37).[34]

El avance en la lectura de texto de Teresa nos permitirá profundizar algunas cuestiones problemáticas que, por ahora, dejamos simplemente planteadas. En primer lugar, esta ambigua vinculación entre lo pulsional y el conocimiento, supone postular un placer erotizado que acompañaría al encuentro entre la pulsión y su objeto. Ahora bien, este placer erotizado propio del conocer no se halla vinculado a ninguna zona erógena en particular. En segundo lugar, podemos afirmar que todo acto de conocimiento está precedido por un acto de catectización (Aulagnier, 1994, pp. 212-232).

En efecto, los primeros objetos que queremos conocer son objetos que previamente han sido amados. Vivir exige, de hecho, que ciertos objetos sean catectizables y catectizados, pero hay dos “objetos” cuya catectización es una condición igualmente vital: el sujeto y su cuerpo. Por eso Aulagnier considera que libido narcisista y libido identificatoria son sinónimos. La existencia psíquica del “objeto-sujeto” que hay que catectizar no puede darse más que en función de una representación que es, al mismo tiempo, un acto identificante y un acto que lo identifica (cf. Aulagnier, 1998, pp. 75-76).

Por ahora simplemente adelantamos que el proceso que descubrimos en el texto de Teresa, nos llevará desde esta consideración del placer de pensar a la problemática de la identificación, es decir, al proyecto identificatorio en términos de Aulagnier. Lo cual, desde la perspectiva del EMT, nos permitirá adentrarnos en el interjuego que se da en la experiencia narrada por Teresa, entre los diversos sistemas motivacionales.

Antes de pasar a la última de nuestras construcciones analíticas, nos parece oportuno señalar otras grandes cuestiones derivadas de esta quinta hipótesis. El análisis de tales cuestiones nos llevaría por nuevos derroteros, imposibles de asumir a esta altura de nuestra investigación. Sin embargo, su consideración nos resulta altamente significativa en relación con todo lo que hemos ido planteando hasta el momento. La primera de estas cuestiones se refiere a las conflictivas, y a todas luces no resueltas, relaciones establecidas a lo largo de la historia entre las prácticas y los discursos de la institución eclesial y la experiencia de placer inherente, según creemos haber fundamentado ya suficientemente, al núcleo central de la experiencia religiosa. Relaciones que, lamentable y contradictoriamente, pueden sintetizarse en la disyunción exclusiva, “Dios o el placer” (cf. Domínguez Morano, 1992ª, pp.173-207; 2005, pp. 159-180, 243-256, 275-287; 2002; Padvalskis, 2009b, 102-108).

Otra de las cuestiones, que también atraviesa la historia del pensamiento cristiano, tiene que ver con la pregunta sobre las categorías filosóficas, antropológicas, espirituales y teológicas que confluyen en la concepción desde la cual Teresa puede entender la estructura del alma e interpretar el mundo, la realidad eclesial, su propia experiencia y la relación con Dios (Padvalskis 2009b, pp. 128-260; 272-294; pp. ii-xlvi). Nuestra pregunta no se dirige en este momento a cómo estas categorías conforman los contenidos representacionales desde los cuales Teresa narra su experiencia, los cuales ciertamente a la vez que posibilitan la expresión, corren el riesgo de traicionarla en la medida que la obliga a ajustarse a un molde que a todas luces es rebalsado por la experiencia.[35] Pensamos, sin embargo, que tales significaciones imaginarias sociales no llegan a saturarla de forma tal que hayan limitado su capacidad de seguir interrogándose por lo que vive. Nuestra pregunta se dirige más bien a interrogarnos sobre hasta qué punto tales categorías han sido internalizadas como, por ejemplo, fuertes mandatos de género.

Por ejemplo, respecto a la experiencia de Teresa que estamos analizando, cabría preguntarse si el conjunto de prohibiciones referidas particularmente a las mujeres –prohibición de la lectura de la Biblia, prohibición de escribir sobre las Escrituras, prohibición de practicar la oración mental (Padvalskis, 2009b, pp. xix-xxxv)– no se hallan motivadas fundamentalmente por un profundo miedo al placer. Miedo, en particular, a las imprevisibles consecuencias liberadoras respecto de las significaciones imaginarias sociales instituidas, que tendría para la mujer, esta reapropiación gozosa del propio placer. Prohibiciones que, con la poderosa fuerza invisibilizadora de lo instituido, amenazan, a través de dispositivos socio-políticos-culturales, con la alienación de las mujeres. Alienación que, por cierto, en no pocas ocasiones, se ha logrado eficientemente. Frente a la cual Teresa reivindica su propio derecho –pero no sólo el suyo, por eso escribe para sus hermanas, porque ellas, y también las otras mujeres, poseen, aunque no lo sepan ni lo reclamen, este inalienable derecho– al placer y al doble placer de la apropiación de tal placer.

Y no yendo por curiosidad –como dije al principio–, sino tomando lo que Su Majestad nos diere a entender, tengo por cierto no le pesa que nos consolemos y deleitemos en sus palabras y obras: como se holgaría y gustaría el Rey, si a un pastorcillo amase y le cayese en gracia, y le viese embovado mirando el brocado y pensando qué es aquello y cómo se hizo. Que tampoco nos hemos de quedar las mujeres tan fuera de gozar las riquezas del Señor; de disputarlas y enseñarlas, pareciéndoles aciertan, sin que lo muestren a letrados, esto sí (MC 1, 9).

Notemos la sutileza de Teresa. Reivindica el derecho de las mujeres a gozar de las riquezas del Señor, derecho que supone tanto la experiencia vivida en la oración como la posibilidad de entender esta experiencia. Ahora bien, el tercer momento, el poder expresar lo vivido y enseñar a partir de esta experiencia, es el derecho que ella está ejerciendo. No parece dudar de él. Pero se trata de un derecho reivindicado en los hechos, pero limitado en su proclamación: “Que tampoco nos hemos de quedar las mujeres tan fuera de gozar las riquezas del Señor; de disputarlas y enseñarlas.” Una sutileza que, en su dimensión conciente nos habla tanto de su aceptación del orden eclesial instituido, como de su astucia para “manejar a los letrados”; pero que, también, en su dimensión inconsciente, lleva, sin duda, la marca de un derecho para sí misma invisibilizado. Pensamos que Teresa no sólo acata la norma eclesial por ser parte de sus ideales del yo, y que a la vez sus recursos yoicos le permiten jugar con los límites de la prohibición; sino que también se trata de una prohibición inscripta a nivel inconciente, lo cual nos conduce a nuestra sexta hipótesis.

Sexta construcción analítica: Los sentimientos de culpa que prevalecen en el relato de Teresa tienen que ver fundamentalmente con la transgresión de los mandatos de género que, sin embargo, actúan como “metaideales”

En relación con todo lo planteado hasta aquí, surge, entonces, otra gran pregunta que ha de atravesar nuestra escucha y que tiene que ver con cómo se sitúa Teresa frente a los mandatos de género. Claramente, en estos párrafos Teresa se hace cargo, a la vez que desafía, los mandatos de género de su sociedad. Mandatos de género explícitos pero que, como bien sabemos, forman parte también del superyó a nivel inconsciente. Lo cual nos remite a la primera de la problemáticas que planteamos al inicio de esta unidad temática, la presencia de un peligro real no nos exime de la consideración de los sentimientos de culpa inconscientes que a modo de ideas matrices se hallan presentes a lo largo del texto y, particularmente, en la justificación que constituye la primera unidad.

Por eso, nuestra sexta hipótesis se refiere a los sentimientos de culpa inconscientes que, más allá de la necesidad real de la misma, podrían estar operantes en la necesidad intrapsíquica que mueve a Teresa a justificarse. De tal modo, tendrían que ver con la constitución del superyó femenino a partir de los mandatos de género tal como ha sido estudiado por Nora Levinton en su trabajo sobre El superyó femenino (1999).[36] Según se ha mostrado allí, lo que confiere especificidad a la feminidad es la prevalencia de la motivación de apego en compleja articulación con el sistema narcisista, proceso de articulación que se inicia en la infancia temprana y se reinviste a todo lo largo del ciclo vital, con dos importantes consecuencias. En primer lugar, el reaseguramiento de los vínculos afectivos se constituye en el eje organizador de la feminidad. En segundo lugar, al hallarse tan sobreinvestido el mundo emocional y las relaciones afectivas en particular, habitualmente se da una enorme dificultad para la regulación psicobiológica.

Asimismo, en cuanto a los contenidos temáticos del superyó, el cuidado de la vida y las relaciones, la entrega, la capacidad para la empatía, se constituyen como mandato de género privilegiado. Por lo cual la sanción más temida será la amenaza de la pérdida de amor. Desde el punto de vista de la estructura del superyó, se detecta como conflicto básico que el incumplimiento del sistema normativo produce culpabilidad cuando se transgrede, y sufrimiento narcisista cuando no se alcanzan los ideales. De esta manera, la modalidad de funcionamiento del superyó femenino está dada por las reglas de cumplimiento de “metaideales” (cf. H. Bleichmar, 1981, p. 64, 73), es decir, creencias inconscientes, no formuladas, que determinan el grado en que al sujeto le es admisible el apartamiento respecto de los ideales. La severidad del superyó se basa en esta condición funcional –ideales sobre el cumplimiento de ideales, y no en las temáticas de los contenidos de los ideales particulares.

En definitiva, las restricciones que se van formalizando en el proceso que configura la subjetividad de las niñas, y el hecho de que dejar aflorar la hostilidad promueve el sentimiento de “ser mala”, codificado como un rasgo incompatible con “ser femenina”, constituyen el proceso por el cual la expresión de la agresividad se reprime en las mujeres.Al mismo tiempo se estimula la narcisización de la frustración, bajo la forma de la renuncia y la disponibilidad, puesto que lo que se debe evitar a cualquier precio es la pérdida de amor, es decir, garantizar el apego. Todo este entramado, concluye N. Levinton, produce fuertes impactos en la construcción de la subjetividad femenina y muestra la cara más inclemente del superyó y sus poderosos efectos sobre el psiquismo de la mujer, con la culpa como el sentimiento que tiñe su universo subjetivo.

Culpa que tiñe el universo subjetivo femenino y que tendremos que examinar a lo largo de nuestro análisis atendiendo a la crítica freudiana de la religión y la indisoluble relación que, tal como ya hemos visto, establece entre culpabilidad y la función consoladora de la religión.

Síntesis de siguientes unidades temáticas desde las seis construcciones analíticas propuestas

En la primera de nuestras construcciones analíticas, proponíamos que la creencia matriz pasional desde la que Teresa actúa, es un fuerte sentimiento de potencia. Creemos, en efecto, que a lo largo de todo el recorrido por el texto de Teresa, esta hipótesis se fue verificando cada vez con más fuerza. Sin embargo, las unidades temáticas I y II son las que más elementos nos han aportado para sostener ahora esta hipótesis como una interpretación. En particular, destacamos cómo, a lo largo de toda la unidad temática II, Teresa es capaz de enfrentar el conflicto de la vida diaria desde un fuerte sentimiento de potencia. Teresa interpreta lo que pasa y lo que le pasa y se sitúa frente a lo que vive como amenaza con un fuerte sentimiento de potencia, que actúa como verdadera creencia matriz generadora de nuevos sentimientos y nuevas realidades. En verdad, los problemas parecen convertirse, para Teresa, en posibilidades.

Ahora bien, este fuerte sentimiento de potencia aparece, claramente, vinculado a la experiencia vivida por la familia de Teresa. Pareciera que Teresa creció en un medio familiar que confiaba en su capacidad transformadora de la realidad. Creemos que esta experiencia fue también reforzada, a lo largo de la vida de Teresa, por el tipo de experiencia de Dios que ella vive Teresa, una experiencia que ella llama “consolación”, que se gusta. Y que, como creemos haber mostrado con suficiencia, a lo largo del análisis del texto, parece ser una experiencia sustentada en el tipo de vínculos preedípicos vividos por Teresa, vínculos que Teresa vive en su relación con Dios en cuanto objeto de apego protector.

Ello nos conduce a la tercera de nuestras construcciones analíticas, el análisis desde el EMT de la experiencia de consolación vivida por Teresa puede poner al descubierto algunos de los elementos relacionados con el vínculo materno preedípico que al mismo Freud se le escaparon en su comprensión psicoanalítica de la función consoladora de la experiencia religiosa. La lectura que hemos hecho del texto de Teresa y las representaciones de Dios que de allí emergen, nos parece, constituyen una excelente ilustración de lo que A. M. Rizzuto tan claramente argumenta y concluye, cuando afirma que

las representaciones inconscientes y preconscientes de Dios que sirven como referentes psíquicos a la palabra “Dios” no están organizadas alrededor de las características de género sino en referencia a las experiencia afectivas del niño con la madre como ser femenino, el padre como ser masculino, o la pareja como seres sexuados. El lenguaje consciente logra conectar estas representaciones tan variadas al término que las vincula con el Dios de la religión y de la cultura. (Rizzuto, 2004, p. 71)

En efecto, a lo largo de todo el texto de Teresa vemos que las representaciones conscientes de Dios son representaciones masculinas y de carácter omnipotente (Rey, Su Majestad, Esposo); sin embargo, las representaciones inconscientes y preconscientes que hemos descubierto a través del análisis de los deseos activados, desde los diversos sistemas representacionales, están relacionados, en general, con las funciones llamadas maternas. Lo cual es posible de observar, con claridad, en el desplazamiento que implican las metáforas utilizadas en la Unidad temática III. Nos encontramos con un “Esposo” de cuyos pechos mana “leche”, una leche que cumple las funciones maternas de otorgar placer y sustento, y que a la vez emborracha como el vino.

Es aquí donde nos parece hallar uno de los núcleos más interesantes y originales de la representación de Dios que nos ofrece Teresa en este texto, sobre todo en el capítulo 4 del mismo, donde al relacionarse con Dios como Esposo, pero también como Padre –Dios, Padre del Hijo que es el Esposo– parece, en definitiva, estarse relacionando con un Dios que no cumple sólo las funciones paternas y masculinas, sino que también cumple funciones maternas. Habría, de este modo, elementos suficientes como para pensar que la imagen de Dios con la que se está relacionando Teresa lleva a nivel inconsciente una indicación de parentalidad y no exclusivamente de paternidad o maternidad.

Todo ello lo podemos observar en el desenlace del relato a partir de la unidad temática III. En un primer momento, los pechos del Esposo que manan leche, son mejores que el vino; luego, llega el tiempo en que se hace necesario el alimento sólido, la fruta dulce para el paladar, el alimento que nutre y da placer en los diversos registros. El alma ya crecida, ya nutrida, descansa plácidamente bajo la sombra protectora del árbol, cuando de pronto es introducida por el Rey en la bodega del amor. Allí, el Esposo no le ofrece ya leche, sino vino; el vino que embriaga y saca el alma de sí permitiéndole la experiencia de unión: ahora es mejor que la leche. El mismo que la alimentó con leche, luego con papilla y le dio su sombra y aquietó sus ardientes deseos, es el Rey que la introduce en la bodega y ordena en ella la caridad.

Este desenlace termina en la unidad temática VII con la metáfora esponsal  y el deseo maternal expresado en que la esposa pide flores, que son los frutos del amor, las obras, los hijos, que hacen referencia a procesos que se dan en una relación de pareja adulta heterosexual, en la que la esposa goza de tal manera que “preguntadas lo que sienten, en ninguna manera lo saben decir, ni siquiera ni pudieron entender cosa de cómo obra allí el amor” (MC 6,5) y el deseo maternal puede leerse como una opción y no un puro destino de la mujer. Como culminación, llega aquella sugerente expresión “cuando un alma desea salir a aprovechar a otros y el peligro que es salir antes de tiempo” (MC 7,11). Pareciera que para Teresa el alma se va gestando en un lento proceso dentro del útero de Dios, el Esposo amante.

La cuarta de nuestras hipótesis, en la que proponemos que invistiendo su propia capacidad de pensar, Teresa pudo resistir creativamente la fuerza alienante del poder instituido, la Inquisición española, surge, con claridad, del análisis de la primera unidad temática. El resto del texto continúa confirmando cómo Teresa inviste su capacidad de pensar, volviendo siempre a reapropiarse del propio placer. Reapropiación del propio placer vivido que, según proponíamos en la quinta construcción analítica, es lo que constituye la experiencia de consolación que vive y quiere transmitir Teresa. Consolación que consiste en un plus de placer otorgado por el placer de pensar el propio placer vivido en la experiencia de oración.

Todo el texto confirma este movimiento de reapropiación de Teresa de su propio placer. Lo cual, a la vez que muestra que no sucumbió al estado de alienación, explica por qué pudo hacerlo. Y explica, también, la segunda construcción analítica: que la experiencia de consolación que se da en el entender lo que se gusta en la oración justifica la osadía de que Teresa escriba sus Meditaciones. Nos parece que esta afirmación ha sido ampliamente confirmada a lo largo de la lectura.

En cuanto a la sexta de nuestras construcciones analíticas, en que proponíamos que los sentimientos de culpa que prevalecen en el relato de Teresa tienen que ver fundamentalmente con la transgresión de los mandatos de género que, sin embargo, actúan como “metaideales”, también creemos haberla confirmado. Sobre todo, al constatar el desplazamiento que hace cuando en la unidad temática IV está describiendo la experiencia de fusión con el Esposo y el gozo por la experiencia de ser penetrada, y, de golpe, se remite a la experiencia de ser amamantada, introduciendo una comparación que no se halla en el Cantar, “no se sabe a qué lo comparar, sino a el regalo de la madre que ama mucho al hijo y le cría y regala” (MC 4,4). Decíamos que este llamativo desplazamiento nos motivaba a pensar en la activación de miedos inconscientes, puesto que a una mujer se le permitía hablar y gozar con la maternidad. Reapropiarse incluso del placer maternal, pero no así del propio placer erótico.

Conclusiones

A través de nuestra lectura podremos ver cómo desde el imaginario social instituido de la España del siglo XVI, caracterizado por una alto grado de represión y violencia institucional (tiempo histórico marcado por la fuerza de la Inquisición), se hace presente la “imaginación radical” de Teresa creando, en la medida que las vive y las enseña, muchas veces sin saberlo, nuevas significaciones. Lo cual, por ejemplo, puede verse con el mito de la madre-virgen que, por cierto, funciona como uno –no el único, desde luego– de los organizadores de sentido del escrito de Teresa.

Este mito, radicalmente ambivalente en su doble función simbólica, opera tanto en su función positiva, en la medida que abriendo sentidos en su intento de responder a los grandes enigmas de la vida otorga significados comunes a la sociedad organizada en torno a él, como en su función negativa, tanto en un movimiento de regresión hacia formas indiferenciadas del psiquismo, como en un movimiento encubridor de la violencia para la justificación de algún sistema social (cf. Dio Bleichmar, 2002b). En efecto, en su discurso, Teresa da cuenta de las significaciones imaginarias del sistema social en el que se inscribe; pero, a través del análisis que proponemos, podemos ver cómo en él emergen nuevas significaciones.

Comprendiendo, entonces, nuestro texto en el marco del movimiento reformador de la vida religiosa que inicia y consuma Teresa como precursora de la llamada Mística del s. XVI, podemos ver como al crear nuevas significaciones, pone en tela de juicio buena parte del imaginario de la sociedad instituida. En efecto, Teresa, al igual que los otros místicos, respetando globalmente el lenguaje religioso recibido y permaneciendo en el interior mismo del sistema social, a través de las nuevas significaciones que crea, ataca radicalmente los postulados del mismo sistema histórico en que se halla integrada.

En definitiva, a lo largo de nuestra investigación (Padvalskis, 2009b) hemos podido constatar cómo, a nivel representacional, Teresa utiliza los significados propios del imaginario social instituido del momento histórico en que le ha tocado vivir. El amante del Cantar de los Cantares no es el amante, sino el Esposo, esposo que es Rey y tiene señorío sobre la mujer. Sin embargo, a nivel afectivo, del tipo de relación que Teresa establece con este Esposo, su imaginación y fantasías no parece haber quedado saturada por las significaciones sociales del matrimonio. De modo tal que, aún utilizando las representaciones matrimoniales propias de su época, y manteniendo, por otro lado, la asimetría propia de una relación planteada en términos de Dios-creatura, sin embargo, se refiere con ellas a la experiencia de una relación personal vivida a nivel erótico entre un hombre y una mujer que mutuamente se eligen como objeto de amor.

Es decir, Teresa comenta el Cantar desde las categorías propias de la sociedad de su tiempo, pero en su comentario transmite justamente aquello que constituye lo inédito del Cantar de los Cantares en la historia de la literatura universal, el tipo de relación que plantea entre el hombre y la mujer, un amor entre pares no institucionalizado. Se trata de una relación erótico sexual, que tiene de fondo la relación materno filial, típicas del matrimonio y de la familia; sin embargo, llamativamente, a lo largo de todo el Cantar el que se halla ausente es el padre; el cual, no menos llamativamente, también parece hallarse ausente en las representaciones afectivas de Dios que emergen de este texto de Teresa.

Por otro lado, también, aparece claramente expresado en este texto, el deseo maternal, el cual desde la perspectiva de género, no puede entenderse como una cuestión de un puro destino de la mujer. Bien sabemos que el llamado “instinto maternal” no es más que una parte de un dispositivo mayor a través del cual se intentó naturalizar el papel de madre y esposa al que la cultura patriarcal redujo el ser de la mujer. De ahí, la importancia que tiene constatar cómo en el desenlace del proceso hacia la plena unión entre el alma y Dios, Teresa -una monja que vive y escribe en el Reino de Castilla en pleno siglo XVI- sea capaz de reivindicar tanto el placer del goce vivido en la experiencia, reapropiándoselo a través de la resignificación que hace après-coup de la misma; como el deseo maternal como una opción de una experiencia de amor que se transforma en nuevos frutos, que genera vida.

Asimismo, a lo largo de todo el texto, Teresa se relaciona con el Esposo utilizando todos los títulos que remarcan la asimetría de la relación y destacando el momento pasivo de la experiencia unitiva. Sin embargo, no por ello parece quedar presa de la pasividad femenina resultado del proceso socio-político de pasivización de la mujer. Al contrario, la experiencia de amor vivida por Teresa es una experiencia que la saca de sí, no sólo la saca de razón, sino que la saca de sí abriéndola a la alteridad:

Entiendo yo aquí que pide hacer grandes obras en servicio de nuestro Señor y del prójimo, y por esto huelga de perder aquel deleite y contento; que aunque es vida más activa que contemplativa, y parece perderá si le concede esta petición, cuando el alma está en este estado, nunca dejan de obrar casi juntas Marta y María; porque en lo activo, y que parece esterior, obra la interior, y cuando las obras activas salen de esta raíz, son admirables y olorosísimas flores; porque proceden de este árbol de amor de Dios y por solo El, sin ningún interese propio, y estiéndese el olor de estas flores para aprovechar a muchos; y es olor que dura, no pasa presto, sino que hace gran operación. (MC 7, 3)

Así, pues, a través del recorrido que realizamos por el texto, podemos concluir que el EMT nos ha permitido acceder a una nueva comprensión de la complejidad de la dinámica psíquica de una mujer, Teresa de Jesús, que en pleno siglo XVI, amenazada por la condena de la Inquisición, fue capaz de romper con la lógica binaria de la episteme de lo mismo que subyace en el mito de la madre-virgen como expresión en la que lo femenino es atemporalizado y desexualizado y puesto en la posición de objeto, al que se le niega tanto todo posible saber sobre sí y sobre el otro como la posibilidad del goce erótico. [37]

Teresa, una mujer que opta por la virginidad y por la maternidad, se nos muestra aquí como sujeto que busca y defiende su derecho a entender y vive una relación de amor, a pesar de tener como objeto a un Otro totalmente asimétrico, en términos de reciprocidad y goce; goce místico que poco parece tener que ver con aquel otro precipitado histórico del exilio de las mujeres de su cuerpo erótico. Quizás por eso Teresa, inconscientemente, claro, haya elegido, para contar su experiencia, uno de los pocos poemas de amor en los que es la mujer la que tiene la iniciativa, y donde se subvierten los supuestos socioculturales, éticos y religiosos sobre la sexualidad, resignificando de esta forma el símbolo nupcial.

Siglas de las obras de santa teresa utilizadas en el texto:[38]

C                     Camino de Perfección

M                     Moradas del castillo interior

MC                   Meditaciones sobre los Cantares

V                     Vida

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[1] En adelante, EMT.

[2] El libro fue redactado al menos dos veces, entre 1566 y 1574 (Cf. D. De Pablo Maroto, 1997 y  T. Álvarez, 2001, pp. 252-253) por consejo y bajo obediencia de algún confesor, probablemente del P. Domingo Báñez que es quien lo aprueba en el año 1575. El manuscrito fue quemado por Isabel de Santo Domingo (Isabel de Santo Domingo. En M. Más Arrondo en S. Ros García, 1997, p. 98), por orden de la misma autora obedeciendo al P. Diego de Yanguas, quien consideraba, siguiendo el criterio más corriente de su época, que no era justo que una mujer escribiese sobre la Escritura y, menos aún, sobre los Cantares (Cf. Teresa de Jesús, Santa. Copia Manuscrita de los Conceptos del Amor de Dios, ms 1400). Sin embargo, cuando se quemaron el o los manuscritos, ya existían algunas copias del original. Copias que fueron conservadas celosamente por algunas personas, desobedeciendo las órdenes de la misma Teresa. Gracias a ello hoy se conservan en la Biblioteca Nacional de Madrid (ms 1.400) cuatro copias de este escrito teresiano hechas por el P. Manuel de Santa María: la copia de las Carmelitas Descalzas de Alba de Tormes que fue la aprobada por el P. Báñez el 10 de junio de 1575  y es la que se conserva más completa, la de los Carmelitas Descalzos de Baeza, la de los Carmelitas Descalzos del Desierto de las Nieves y la de las Carmelitas Descalzas de Consuegra.

[3] A falta del manuscrito original, utilizaremos como fuente –podríamos decir como “material de análisis”– para nuestra lectura, la edición de las Obras Completas de Santa Teresa de Jesús de la BAC, reconocida en el mundo académico como la más completa. En ella, se recoge el texto de Alba de Tormes completado con fragmentos de la copia de Baeza. Nos hemos visto obligados también a consultar las otras ediciones existentes del libro que nos ocupa así como a recurrir a las cuatro copias del original que se encuentran en la Biblioteca Nacional de Madrid, sobre la base de las cuales se han preparado las sucesivas ediciones. Sin embargo, al no poseer el texto escrito directamente por Teresa de Jesús, perdemos importantes elementos proyectivos que podrían aportarnos la grafía original.

[4] Reproduciremos los fragmentos del texto de las Meditaciones sobre los Cantares según vayamos viendo su conveniencia. Aunque ciertamente esta transcripción alargue el texto de nuestro trabajo, creemos que su presentación es necesaria a fin de permitir al lector del mismo hacer su propio proceso de análisis. Sin duda, enfrentarnos con el texto, escucharlo y leerlo es el primer paso metodológico, básico e imprescindible, de toda lectura psicoanalítica.

[5] En el original de esta copia se pueden apreciar tres elementos significativos en cuanto a la forma que repercuten en el contenido: 1) Aparece escrito como título “Prólogo no impreso”; 2) Al margen de los primeros renglones se halla la autorización del escrito firmada por el P. Báñez; 3) Aparecen puntos suspensivos y anotaciones del copista al margen indicando en el medio y al final del prólogo: “Aquí faltan cinco renglones y medio”.

[6] Dicho libro recoge el estudio del autor sobre la escritura de los místicos de los siglos XVI y XVII como manifestación privilegiada de la experiencia cristiana en los inicios de la sociedad moderna.

[7] María Enrique de Toledo, Duquesa de Alba, en BMC 20 (Silverio de Santa Teresa, Biblioteca Mística Carmelitana, Burgos, 1919, p. 349), citado en Santa Teresa de Jesús, Obras Completas (1997b) a cargo de M. Herráiz, Meditaciones sobre los Cantares,  Introducción, p.  985. Como atestigua la Duquesa de Alba, y también María de San José: “le dijo a esta testigo…, que pareciéndole que no era justo que mujer escribiese sobre la Escritura, se lo dijo, y ella  [Teresa] fue tan pronta en la obediencia y parecer de su confesor que lo quemó al punto” (BMC, t. 18, p. 320), refiriéndose ambas a lo que dijo el dominico Diego Yanguas al mandar quemar el manuscrito de nuestro texto.

[8] Es decir, se trata de un miedo tal como lo define Freud en Más allá del principio del placer, (1920, pp. 12-13). Hay que tener en cuenta, como se señala en el Diccionario de Psicoanálisis, que la distinción entre el miedo que produce un objeto determinado, y la angustia, que se define por la ausencia de objeto, no concuerda totalmente con las distinciones freudianas. (Cf. Angustia, en J. Laplanche, J.B. Pontalis, 1996, pp. 27-28)

[9] Consideramos la dimensión eclesial en relación con la noción de cuerpo místico desde la perspectiva que nos ofrece Michel de Certeau (1993, pp. 97-113).

[10] Los alumbrados constituían un movimiento religioso del siglo XVI, conformado en general por judíos conversos quienes al margen de la institución religiosa impulsaban una espiritualidad caracterizada por un misticismo radical, la lectura e interpretación personal de la Biblia y la práctica de la oración mental, que fue condenado por la Inquisición. Ahora bien, supuesta su debilidad mental, a las mujeres que realizaban estas prácticas no se las podía llamar “alumbradas” Por tal motivo, la condena de la Inquisición se realizaba bajo la sentencia de “Ilusas”, en cuanto víctimas de una ilusión, o  “iludentes”, en cuanto ilusionaban a las otras. (Márquez, 1972).

[11] Estudios especializados, como los de Contreras y Henningsen, sobre la Inquisición española muestran que aproximadamente el 1,9% del total de encausados durante 1540 y 1700 fueron condenados a la hoguera. B. Escandell Bonet afirma que entre 1478 y 1834 (refundación y abolición del Santo Oficio), se condenó a muerte al 1,2% de los juzgados. Cf. B. Comella, s.f., La inquisición española.

[12] Véase al respecto M. Baranger, W. Baranger &. J. M. Mom, 1988.

[13] Cf. E. S. & K. H. Person, 1994.

[14] Condena de la Inquisición de Toledo que fue dictada el 22 de junio de 1485.

[15] Los reconciliados tenían que ir en procesión durante siete viernes, por las iglesias de la ciudad, tocando “un sabenitilllo con cruces”.

[16] Según el recuerdo de Teresa, la muerte de su madre fue unos años antes, tal como dice en el libro de la Vida: “Acuérdome que cuando murió mi madre, quedé yo de edad de doce años, poco menos.” (V 1, 7) Pero, en realidad, el testamento de su madre tiene fecha del 24 de noviembre de 1528, muriendo muy poco tiempo después, es decir, cuando Teresa ya había cumplido los catorce años. Incongruencia entre dato y recuerdo ciertamente significativa, pero cuya consideración no entramos, pues escapa a nuestros objetivos.

[17] Obviamos las múltiples referencias que deberían hacerse a tal discusión, por no considerarla relevante a los fines de nuestro trabajo. Mucho más considerando que cualquier diagnóstico que al respecto se pretenda definitivo, sería en todo caso para nosotros definitivamente sospechoso.

[18] La expresión “creencias matrices” es usada por H. Bleichmar en el sentido más literal del término, como aquello que genera, produce múltiples variantes. Sentido análogo al que posee en álgebra, una estructura que, mediante operaciones de sus elementos, genera otros. Cf. H. Bleichmar, 1997, p. 135.

[19] La experiencia de consuelo aparece, sin lugar a duda, como una de las experiencias y promesas bíblicas más fuertes. Asimismo, la “consolación” y el consolar constituyen términos muy usados en toda la literatura mística a la que accedió Teresa, particularmente por San Bernardo, la escuela franciscana y los jesuitas. Recordemos que “consolación” es la expresión acuñada por Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales como uno de los criterios de discernimiento, es decir, como signo para buscar la voluntad de Dios a través del “examen de los movimientos que se dan en el ánima” (consolaciones, desolaciones). Si bien Ignacio de Loyola y Teresa de Jesús fueron contemporáneos, no llegaron a conocerse personalmente. Sin embargo, Teresa sí tuvo varios maestros y directores espirituales jesuitas, a quienes admiraba profundamente y quienes la ayudaron significativamente en su camino de oración, a pesar de lo cual Teresa no parece haber realizado nunca la experiencia de los Ejercicios ignacianos.

[20] La respuesta que Ricoeur ofrece a esta cuestión, como él mismo lo ha dicho, no es una elaboración psicoanalítica sino una interpretación filosófica que parte de la consideración de la problemática del conflicto interno entre fe (don de Dios, instaurada por Dios en el hombre, testimonio del deseo de Dios hacia el hombre) y religión (producto humano, animada por el deseo del hombre hacia Dios, en la que se forma un Dios que en realidad es un ídolo). Problemática que caracteriza la línea teológica de las iglesias de la reforma, en la cual se inscribe Ricoeur. Pero, lo más valioso de la respuesta de Ricoeur no radica en la solución que ofrece, sino en el esfuerzo que realiza en ella, intentando evitar tanto la actitud del apologista que rechaza en bloque la iconoclasia freudiana, como la del ecléctico que intenta yuxtaponer la iconoclasia de la religión y la simbólica de la fe, aplicando de este modo en última y decisiva instancia la dialéctica del sí y el no al principio de realidad, donde se encuentran y cuestionan mutuamente la “epigénesis del consuelo” según la fe y la “resignación a la Ananké” según el freudismo.

[21] Recordemos que para Aulagnier el descubrimiento de que el discurso puede ser portador de verdad o de mentira es tan fundamental como el descubrimiento de la diferencia de sexos. El trabajo de interpretación como una exigencia del Yo, que se halla implicada en el reconocimiento del derecho a pensar. Derecho a pensar que presupone la prueba de la duda.

[22] Donde a partir del estudio de los trastornos depresivos, H. Bleichmar presenta la decatectización libidinal del pensamiento como la última línea defensiva del psiquismo frente al sufrimiento excesivamente prolongado. Se trata de una modalidad defensiva en la que las defensas se dirigen contra el funcionamiento mental mismo; no contra un deseo en particular, sino en contra de la función deseante en sí misma y de la catectización de cada pensamiento.

[23] Desde otras claves de interpretación, pero de forma muy cercana a los análisis de Aulagnier, C. Domínguez Morano se refiere a este mismo fenómeno al examinar la patología religiosa del fanatismo, como una configuración particularmente importante del campo religioso en relación con los cuadros clínicos paranoides. Cf. C. Domínguez Morano, 1999ª, pp. 192-195.

[24] Al Je, según la diferencia establecida por Aulagnier entre Je y moi. En la teoría de esta autora tienen un valor central el Yo (Je) y el pensamiento. Lo propio del Yo es advenir a un espacio y a un mundo cuya preexistencia se le impone, mediante una relación directa con el discurso materno, sin ser por eso una instancia pasivamente hablada. Por el contrario, el yo no puede advenir más que siendo su propio biógrafo. Es el Yo el único que puede expresar los conceptos de placer y sufrimiento cuyas causas él ignora y sólo mediante esas experiencias objetivas, puede conocer y nombrar las consecuencias afectivas de su realidad. El moi se entiende como un saber sobre el Je.

[25] Como se puede constatar fácilmente, a lo largo del nuestro texto usamos indistintamente los términos pulsión / deseo, placer / goce, sublimación / simbolización. Como así también usamos indistintamente catexis o investimiento, las dos traducciones españolas más usuales del término alemán Besetzung, utilizado por Freud. Detrás del uso de uno u otro término hay, ciertamente implícitas cuestiones semánticas, sobre todo en lo que respecta a la traducción. Pero, fundamentalmente por detrás de la opción entre distinguir o no entre placer / goce, pulsión / deseo, sublimación / simbolización, hay grandes debates y posicionamientos teóricos. Introducirnos en tales cuestiones excede ampliamente, desde todo punto de vista, los objetivos y límites de nuestro trabajo. Normalmente la elección que hacemos al usar uno u otro término de estos pares, depende del autor –o traducción- que más directamente esté inspirándonos en el tema que estamos desarrollando. Cabe aclarar que en las obras de dichos autores si bien pueden aparecer alusiones, ya sea críticas o por acuerdo, a tales distinciones, éstas no parecen ser especialmente relevantes –quizás por estar superadas tales discusiones desde las propuestas metapsicológicas ofrecidas por algunos de ellos- en el conjunto de las teorizaciones de autores como H. Bleichmar, C. Domínguez Morano, S. Bleichmar, Aulagnier, C. Castoriadis. Por el contrario A. Vergote sí afirma que desde la perspectiva analítica, goce y placer no coinciden (Cf. A. Vergote, 1998, p. 201), sin embargo dado el debate que existe en torno a esta distinción, optamos por no tenerla en cuenta en nuestros desarrollos. En cambio, a pesar de que habitualmente y por una cuestión pragmática -el hecho de ser la versión que se halla digitalizada- extraemos las citas de Freud que transcribimos de la traducción al español de Luis López Ballesteros y de Torre donde no se establece la distinción entre instinto y pulsión, nosotros sí respetamos tal diferencia por tratarse de una cuestión claramente resuelta desde el punto de vista lingüístico y sobre la cual, a nivel teórico, ya nos hemos posicionado claramente en la segunda parte de nuestro trabajo.

[26] Así como los numerosos trabajos sobre la autora particularmente de M. C. Rother de Hornstein, L. Hornstein y S. Sternbach; así como los aporte de S. Schlemenson, 1996; 2006.

[27] S. Bleichmar, 1984; 1991; en S. Schlemenson, 1995; 1999.

[28] Cf. C. Castoriadis, 1986; 1993a; 1993c; 1998; 1999.

[29] El siguiente párrafo de Aulagnier justifica, a nuestro entender, la relación que estamos estableciendo entre los textos de Teresa y el deseo de saber, la wiss-trieb del psicoanálisis: “según Freud, esta pulsión (la wiss-trieb) se manifiesta a posteriori ante nuestra mirada, gracias al fin que persigue y alcanza: la creación de la teoría sexual infantil. Pero lo característico de esta teoría…. Es el hecho de que pasa al estado de conciencia en el momento mismo en que se construye. Cuando Freud habla de pulsión epistemofílica, se refiere a una pulsión que hay que conocer y que concierne a un ‘tornar cognoscible’ en el registro del yo consciente.” (Aulagnier, 1998, p. 76).

[30] Al respecto, véase P. Castoriadis-Aulagnier, 1977. Capítulo I. En donde la autora propone diferenciar tres modos de funcionamiento de la actividad psíquica: el proceso originario con sus representaciones pictográficas; el proceso primario con sus representaciones fantaseadas; y el proceso secundario con sus representaciones ideicas.

[31] Es probable, tal como sostiene A. Vergote, que repensar el concepto de sublimación nos enfrente con una serie de aporías de difícil resolución en el conjunto del edificio teórico del psicoanálisis. Concientes, entonces, de que estamos dejando de lado una discusión altamente pertinente para nuestro trabajo, simplemente damos cuenta aquí de la importancia de tal debate y remitimos fundamentalmente a la amplia bibliografía existente en torno al debate. En particular en relación a nuestro trabajo Cf. A. Vergote, 1997; 1998; P. F. Villamarzo, 1982; C. Domínguez Morano, 2000, 2001a, 2002; L. Hornstein, 1993; 2000; A. Cueto, 2004.

[32] Entendiendo como verdadero a aquello que se enuncia conforme a la realidad, es decir, que toma en consideración las circunstancias reales, Aulagnier distingue tres tiempos del juicio de verdad. En un primer tiempo, lo verdadero es aquello que es fuente de placer. Pero este juicio chocará con la realidad que las necesidades físicas y psíquicas imponen al sujeto como desmentida (existen causas de sufrimiento). En un segundo tiempo, verdadero será lo que afirma como tal la voz del amado o idealizada. Esta verdad es la que se pone en juego en la prueba de la duda. La posibilidad de entrar en conflicto con el pensamiento del otro, sin que por ello haya que temer la muerte de uno de los dos pensamientos, es una condición necesaria para la actividad psíquica. Esta potencialidad conflictiva deber estar limitada, aunque no anulada, por el posible recurso al juicio de verdad del registro del pensamiento, propio del tercer tiempo. Aquí lo que es investido es el paso seguido para alcanzar una verdad. De esta forma en el discurso religioso será verdadero aquello que ha sido revelado por el héroe mítico o por los textos sagrados; y en el discurso científico, aquello que ha sido demostrado por el planteo teórico, racional o científico, se trata por tanto de una adhesión al proceso seguido, no al enunciado. Sin duda, este tercer juicio de verdad es más neutro desde el punto de vista libidinal, y demuestra la adquisición de cierta autonomía, pero a su vez tropezará –tautología solamente aparente- con los límites de lo demostrable en lo referente a la causa. (Cf. Aulagnier, 1998, pp. 65-89).

[33] Ahora bien, lo llamativo –como señala Castoriadis (1993b, pp. 8-9)- es que este deseo de saber, esta exigencia de pensar, de dudar de lo pensado abriéndose a un nuevo saber, se sature casi siempre por la absorción de la teoría sexual social (y de la teoría cósmica social). Esta “búsqueda de sentido generalmente es colmada por el sentido /ofrecido impuesto por la sociedad -las significaciones imaginarias sociales-. Esta saturación va acompañada del cese de la interrogación; para toda pregunta existen respuestas canónicas o de los ‘funcionarios’ sociales (magos, sacerdotes, mandarines, teóricos, secretarios generales, científicos) que las poseen.” (Castoriadis, 1993b, pp. 8-9). Es necesario, pues, recurrir a múltiples factores, cuya consideración excede la perspectiva psicoanalítica, para “dar cuenta del hecho de que exista un Wesstrieb que se detiene y un Wesstrieb que no se detiene.” (Castoriadis, 1993b, p. 9).

[34] Donde justamente el autor remite a los aportes de Aulagnier sobre “placer de pensar”; 195-207 donde analiza el goce místico en Teresa de Ávila.

[35] Un ejemplo claro de esto sería, la clásica psicología de las facultades que constituyen parte esencial de todas las explicaciones que Teresa habrá recibido de los letrados y leído en la literatura de su época. Ciertamente, así como esta formación es justamente lo que le permite pensar y entender lo que le sucede, también más de una vez nos encontramos a Teresa intentando amoldar forzosamente la experiencia que entiende vivir, a los movimientos que pueden darse en el alma, según la dinámica que permite la división tripartita de las potencias de la parte racional (memoria, entendimiento, voluntad) y de la parte sensorial (sentidos externos e internos).

[36] Tal propuesta, basada en el camino abierto por E. Dio Bleichmar en su reformulación de la sexualidad femenina, supone la articulación de tres líneas teóricas que subrayan el fundamento intersubjetivo de la sexualidad en la época preedípica (la noción de género como un preexistente; la intersubjetividad como fundamento de la constitución de lo intrapsíquico; el EMT). La investigación tiene por objetivo revisar algunos temas que abordan la cuestión de la construcción de la subjetividad femenina, privilegiando como eslabones principales la modalidad de internalización de las normas, su articulación con el sentimiento de culpa y aquellas problemáticas que atañen a lo que define en psicoanálisis al superyó como instancia.

[37] Noción que la misma autora aplica y sintetiza del siguiente modo: “La episteme de lo Mismo constituye todo un ‘a priori histórico’ (Foucault, 1968), por el cual la diferencia sólo puede ser pensada como negativo de lo idéntico. He desarrollado extensamente esta cuestión en La Mujer de la Ilusión (Fernández, 1993). Muy brevemente, esta episteme implica categorías lógicas y soportes narrativos. No es, estrictamente, una producción del psicoanálisis, sino que constituye toda una tradición de la cultura occidental y ha operado como naturalización a la hora en que este campo de saberes y prácticas ha tenido que pensar ‘la diferencia sexual’. Si bien el psicoanálisis pudo operar ruptura con el sujeto de la consciencia, en el mismo acto inaugural del campo operó continuidad con respecto a la lógica desde donde pensar la diferencia. Hasta tal punto esto es así, que si bien pueden observarse transformaciones sustantivas en los continuadores de Freud, tanto en la teoría como en la clínica (Klein, Lacan, etc.) la episteme de lo mismo permanece inalterada en todos estos autores. Se reiteran lógicas y narrativas por las cuales las mujeres son ‘diferencia’, pensada como complemento o suplemento de un sujeto de deseo, que ya no sólo es a-histórico sino que opera como referente de esta otra posición que, en defecto, queda colocada más del lado de la naturaleza que de la cultura. / Quedan así como impensados los dispositivos sociopolíticos de los cuales las posiciones femeninas y masculinas en la construcción de las subjetividades son efecto.” (Fernández, 2000, p. 20). Nuestra autora fundamenta en su tesis doctoral -ampliada y publicada en Las lógicas colectivas (2007)- su pensamiento, dando cuenta de las fuentes filosóficas del mismo: Foucault, Castoriadis, Deleuze, Guattari. Cf., también, C. Bernabé Ubieta (2006); A. M. Estrada Mesa (2004, pp. 55-56); C. Pina (1997). A. Ortiz-Osés & Patxi Lanceros (2006, pp. 397-401). Desde otro lugar y con otras fuentes, pero en este mismo sentido, E. Schüssler Fiorenza (1996) habla y crítica la lógica de la identidad.

[38]Tomadas de Teresa de Jesús, Santa (1977).