aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 040 2012

La señora que hacía Hara-Kiri y otros ensayos [Borgogno, F.. 2011]

Autor: Hurtado, María

Reseña: Borgogno, F. La Signora che Faceva Hara-Kiri e Altri Saggi, Ed. Bollati Boringhieri, Turín, 2011, pp.332.    

Autora de la reseña: María Hurtado Mirón

El significativo título del primer capítulo del libro de Franco Borgogno nos resume en pocas palabras el alcance ético de la relación transferencial: Llegar a ser una persona. Con esta perífrasis verbal quiere subrayarnos la importancia de un proceso, a saber, el del nacimiento de un sujeto que ya no se siente fragmentado y dividido. Dicho proceso no es sólo la historia de la reconstrucción de un individuo, sino también el relato de la importancia que toma dentro de un análisis la respuesta afectiva del analista hacia el paciente y más en concreto en el caso de una paciente esquizoide deprivada emocionalmente: el caso de M. Como para muchos autores psicoanalíticos, siempre hay un caso que cobra mayor trascendencia y sobre el que se erigen los fundamentos de sus reflexiones. Para Franco Borgogno es el caso de M que representa la piedra de toque de su desarrollo como hombre y analista. A través de la narración del caso, el autor pone de manifiesto la importancia de la respuesta emocional del analista para recuperar niveles de desarrollo psíquico que no habían sido nunca antes alcanzados. La carta de presentación de M es un sueño que va a marcar a lo largo de todo el análisis las dinámicas de transferencia y contratransferencia. Veamos de qué se trata:

Una persona japonesa de identidad incierta se hacía harakiri ante mí y quería que la viera. Me escapaba pero esta persona corriendo me alcanzaba continuamente, ‘arcada tras arcada’, desplomándose con todos los intestinos afuera, ante mi horror y disgusto” (p. 23)[1].

El autor narra cómo en el proceso de transferencia-contratransferencia M. asumirá el rol de una madre enferma “carente de entusiasmo por la vida”, mientras que él ocupará  el rol de M. niña pequeña que asiste a su madre. La hipótesis de que M no había sido una hija deseada es aparentemente confirmada durante el curso del análisis por el testimonio de la propia paciente, la cual hace referencia a “una santa que hace nacer a aquellos que no deben nacer” (p. 25) refiriéndose a un parto difícil que ponía en juego la vida de la madre. Dicha hipótesis con su consiguiente testimonio coloca al analista en una situación de temor, dado el rol asumido en la trasferencia. No es casual que el autor coloque al comienzo del capítulo una frase de Ferenczi que refleja a la perfección dicho miedo:

En realidad a menudo temo que todo el tratamiento fracase y que ella termine loca o se suicide. No le oculté el hecho de que el tener que decirle esto era de lo más doloroso y angustioso para mí, cuanto más porque yo mismo sabía muy bien lo que significa enfrentarse a semejantes posibilidades [...].” (p. 21).

 El temor del analista, como bien señala el autor, remitía al haberse embarcado en una empresa semejante, en la cual “para no morir” habría debido tomar el papel de “santa”, o cuanto menos habría debido apelar a la ayuda celestial. La hipótesis de que M no fue una hija deseada se confirma durante el trabajo de la transferencia y contratransferencia a través de silencios, quejas sobre dolores corporales, miedos, angustias y reactualizaciones de su pasado de niña descuidada, que ponían de manifiesto el intento de su madre de abortarla varias veces debido a que se sentía vieja y no poseía una buena situación económica. Pero aún existía un secreto mucho más profundo del que nadie hablaba: los dos padres de M eran huérfanos y a ambos se le había muerto el padre en el momento de su nacimiento por lo que temían que volviese a ocurrir lo mismo cuando M nació, es decir, temían por su propia vida.

Resulta de gran importancia recalcar el trabajo de la respuesta del analista que ofreció a la paciente palabras y significados de carácter afectivo que le permitieron ir forjando un cuerpo nuevo, menos dolorido y afligido a la par que un lenguaje para poder simbolizarlo y con él relatar sus vivencias de manera más subjetiva. De este modo comenzaron aflorar lo que Freud denominó las formaciones del inconsciente y de manera más concreta, los sueños, en los que se plasmaba la lucha entre la vida o el deseo de ser “alguien”, en definitiva un reconocimiento y, la muerte, representada por una madre que no quería ni dejaba vivir por el sufrimiento que conlleva la vida. Vemos cómo la respuesta del analista se convierte en una de los motores del análisis, incluso en el caso de que ésta se muestre de manera insólita. En efecto, el autor narra cómo en una fase posterior del análisis lo que él denomina una “respuesta insólita” quebró el círculo vicioso en el que paciente y analista se veían inmersos: el del analista encarnado en la pequeña M que mostraba de manera amenazadora sus deseos, demandas y necesidades, y el de M en el rol de madre depresiva. Dicha respuesta fue propiciada por el relato, por parte de la paciente, de un episodio en el que había hecho frente a una dificultad revelándose ante lo que el otro decía (un compañero del trabajo), algo que M denominó con el término “fare quadrato[2] (hacer frente a). En dicho momento pasó un camión por la calle haciendo un estrepitoso ruido, y el analista señaló espontáneamente: “Un rombo como respuesta a un cuadrado”[3], a lo que la paciente reaccionó riéndose. Seguidamente el analista acoge ese sentimiento positivo para realizar una interpretación de carácter constructivo, dirigida a incidir en el trabajo de crecimiento como sujeto que estaba realizando la paciente en análisis y el esfuerzo por separarse de la figura de la madre, pudiendo crear una alteridad:

Propuse, con dudas, que el rombo y el cuadrado eran figuras diferentes y que ella parecía apreciar esto: que cada uno de nosotros tuviese un lenguaje e ideas propias, como le había pasado en su trabajo donde se había hecho escuchar” (p. 28); interpretación dirigida a señalar el avance de la paciente en el crear nuevos vínculos. Otro de los ejemplos que siguen esta misma línea en la que el analista subraya a la paciente sus progresos en el poner un límite a esa forma de vínculo con la madre que representaba el vacío de la depresión primaria, fue un sueño. En palabras del autor:

“se encontraba cerca de una caverna mientras alguien que estaba con ella la buscaba adentro, sin darse cuenta que ella ya estaba afuera observando algunos senderos. Dijo que el hombre era robusto y parecía un carbonero porque tenía la cara ennegrecida, con una lámpara en la cabeza (…) en el sueño estaba mirando algunos senderos como si avanzar por ellos se hubiese transformado en algo interesante más allá de lo difícil que pudiera resultarle. “Carbonero” –concluí– no nos llevaba solamente a pensar en uno que trabaja con el carbón-negro de la depresión sino también, por como ella lo había pronunciado, nos llevaba a pensar en “carbonaro”[4] (…)carbonaro”, una suerte de papá-rombo con ella niña-círculo que se había transformado a su vez, había crecido y que por haber adquirido la capacidad de resolver sus propias dificultades en el modo más conveniente, de oponerse al otro sin problemas (‘fare quadrato’), podía sentirse más plena, satisfecha y al mismo tiempo probar interés en la experiencia de vivir” (p. 28).

La figura del carbonero resulta muy significativa para el analista siendo interpretada en la misma línea que los señalamientos anteriores, pero de manera mucho más clara. Las connotaciones de este término, a saber, “masculino”, “calor” pero también “separación” y “hacer frente” a unos ideales, llevaron al analista a realizar la siguiente interpretación:

“Consideré también que yo en ese período estaba adoptando realmente funciones más masculinas y penetrantes en mi modo de interpretar, ya que me sentía con más capacidad para otorgar mayor responsabilidad y al mismo tiempo capaz de marcar una mayor diferenciación entre ella y yo, hecho por el cual el rombo podía haber dado lugar a percibirme de una manera menos persecutoria, y a sentirme como un padre que rompía la simbiosis estimulándola al crecimiento y a ponerse en contacto con él”.

A pesar de los grandes avances, una pregunta se cernía sobre el análisis, a saber, ¿cómo llegar a ser una persona, una mujer, una madre, si la vida y ella misma habían sido siempre rechazadas por su propia madre? En efecto, esta pregunta se plasmaba más de una vez en los silencios, reticencias y retrocesos de M, una resignación fatal. Fue entonces, cuando volvió a surgir el “rombo” y la relación que éste ponía en funcionamiento. El vivido deseo del analista de “hacerle cuadrado” a ese estancamiento, a ese impasse; el empeño por que surgiera y evocar ese lenguaje que despertara a la vida: “el rombo”, a través de sus respuestas afectivas que prestaban atención a su mutismo, a su enfermedad, en definitiva a sus problemas, haciéndola sentir como una persona deseada, cuyas conductas tenían efectos sobre los otros y que era capaz de despertar en los otros sentimientos de contrariedad pero también de resistencia y por tanto de potencialidad, hicieron que M reaccionase y se hiciera consciente de todo ello. En definitiva la hicieron vivir el vínculo con el otro como “diferenciado y separado de ella misma”. La respuesta del analista correspondía, pues, a crear dicha diferenciación en el sentido tanto de una madre que permite la separación, “no simbólica ni deprimida”, como de un padre “capaz de promover la vida y de establecer los límites sin chocar con sus instancias omnipotentes, no vitales y anestesiantes”. El rombo no sólo sirvió como un buen canalizador de la respuesta emocional elaborada del analista para que la paciente pudiese utilizarla como un nuevo instrumento hacia el mundo, sino también se encarnó en la relación entre el analista y la paciente, creando un nuevo vínculo y léxico de “con-vivencia”. Un vínculo y un lenguaje propios que no pasaban por interpretaciones regladas y políticamente correctas, tal y como señala Bion: “No creo que tales pacientes acepten ninguna interpretación, aunque sea correcta, a menos que sientan que el analista ha pasado por dicha crisis emocional como parte esencial del acto de interpretar”. Se abre así un nuevo camino para la paciente fuera del que le había sido otorgado por la filiación, un camino cargado de deseo y de entusiasmo por la vida.

A través de este y otros casos clínicos Borgogno nos ofrece un análisis muy valioso de las tendencias y el funcionamiento de los pacientes que han tenido una respuesta emocional deprivada, destacando la tendencia de la identificación masiva con el objeto que depriva: unos padres que han perdido el entusiasmo por la vida. La deprivación se convierte en una verdadera expropiación de las necesidades-cuidados más básicos para el crecimiento y también  de su propia singularidad como sujetos. El vínculo de la deprivación se manifiesta en el paciente a través de diversos índices como puede ser: el descuido por su cuerpo a pesar de que éste suponga el centro de atención en forma de quejas,  sus mensajes aparentemente adaptativos pero poco elaborados, un negativismo extremo que alterna con docilidad y pasividad. Ahora bien, el rasgo que se hace más patente es aquel que se manifiesta durante la transferencia-contratransferencia: una falta de respuesta en el vínculo y su convencimiento inconsciente de que tanto la figura de la madre como el analista aman la muerte y desean la del paciente. Para sobrevivir ante tan magno dolor el paciente desarrolla múltiples defensas, a saber: fragmentación, disociación, escisión, proyección y rechazo hacia la vida.

El autor incide en prestar gran atención al narcisismo primitivo de los objetos para ayudar a que los pacientes rompan la identificación con el objeto de la deprivación. Así pues, no sólo es importante marcar una separación entre lo que los padres han depositado en ellos sino también en las posibles carencias o faltas que el analista puede tener durante el proceso de la cura y a las cuales los pacientes se ven enseguida identificados. Cuidar esto último, significa estimular al paciente para que emita sus opiniones sobre el analista y el proceso analítico, sobre todo aquellas que ponen en el centro las carencias para romper las identificaciones y que a su vez el analista pueda aprender y elaborar sus posibles faltas. Es de suma importancia que el analista no eluda sus sentimientos, mostrando así su cara subjetiva, ya que tal y como señala el autor: “este tipo de paciente tiene además una particular e intensa necesidad de constatar que tiene un efecto sobre el ambiente que lo rodea, para poder él mismo llegar a descubrir el ambiente afuera y dentro de sí mismo”. Vemos por tanto que el paciente necesita ser reconocido como objeto de valor, ser significativo para alguien, para que a su vez él mismo pueda llegar a acceder al mundo de los significados, por lo que más allá de las palabras mismas lo que cobra gran importancia dentro del proceso analítico es el mensaje implícito en las palabras, esto es, la comunicación de carácter afectivo, respetando los tiempos de crecimiento del paciente.

Otro de los puntos a destacar son los sueños, que en el caso de M jugaron un papel esencial para la elaboración y desarrollo personal de la paciente. Borgogno plantea una cuestión interesante a este respecto: los sueños no sólo se presentan como conflictos inconscientes, sino también como pedazos de experiencia que no han sido asimilados y que en ausencia de una estructura simbólica para expresarlos no han sido elaborados. Estos se revelan como una información de gran importancia sobre las  relaciones objetales del pasado, poniendo de manifiesto los esquemas de repetición de las relaciones vinculares patógenas, el hecho traumático acumulativo que no puede ser emocionalmente expresado ni reflexionado. El análisis debe ir poco a poco promoviendo la reflexión sobre dichos materiales sin caer en la farsa de que éstos son ya el producto de un Yo adulto y evolucionado capaz de trasformar, gracias a sus operaciones mentales, situaciones de carácter traumático en recuerdos. Es lo que Borgogno denomina progresión falsamente madura de los sueños, que debe ser resucitada durante la transferencia para ser comprendidos y procesados. El trauma revivido durante el proceso analítico y rememorado en los sueños, la encarnación de los diversos personajes del drama por parte del analista, permitirá que el trauma sea compartido en un diálogo y que el paciente se haga capaz de sostenerlo, en palabras del autor “señalar los eventos describiéndolos, como una sana defensa de sí mismo, ya sea en su versión histórica, ya sea en su versión interiorizada e intrapsíquica”.

Neil Altman en su comentario sobre el historial elaborado por Borgogno sobre el caso M destaca un aspecto que resulta de su suma importancia para entender el entramado de relaciones inconscientes de los pacientes, a saber: la importancia del contexto histórico, dominado por los avatares de la segunda guerra mundial. Así pues, M nació en 1960 y sus padres eran unos niños en el contexto de la guerra, por lo que el hecho de que fueran huérfanos se encuentra en estrecha relación con los sucesos de la guerra. El señalamiento que realiza Altman supone una crítica que trasciende este caso en concreto, aludiendo a la poca consideración, dentro del psicoanálisis, del contexto social en contraste con la relevancia y centralidad que toma el estudio lo intrapsíquico e interpersonal. Según este autor, tomando en cuenta el contexto social se puede operar una transformación en el modo en el que se elaboran y se entienden los aspectos intrapsíquicos e interpersonales. Así, en el caso de M es importante el contexto social de la vida de los padres y en consecuencia de la de la paciente. Ahondemos pues en esta crítica: si ponemos el acento en lo interpersonal, el elemento de carácter destructivo se erige en los padres de M, esto es, sobre aquellos mensajes y afectos que los padres depositaron en la paciente, como si estos en verdad amaran la muerte y desearan la muerte de su propia hija, dejando de lado el aspecto social de estos padres como individuos traumatizados por la guerra. Esto eludiría aquello de lo que la propia paciente, la negatividad destructora de la misma, es portadora en el vínculo que establece con otras personas. A más abundamiento, existe una gran diferencia  entre el hecho de entender el mundo interno del sujeto como dominado por unas figuras malignas y que personifican la muerte, y comprenderlo como un mundo interno caracterizado por unas relaciones con progenitores traumatizados por la guerra. En el primer caso, la única vía posible es que el analista se encarne como un objeto nuevo durante el proceso transferencial orientado al objeto primitivo negativo de muerte, teniendo cuidado de no quedar encallado en este último. Si, por el contrario, el terapeuta concibe a los padres como personas traumatizadas el mal, viene trasladado a la guerra misma y su consiguiente violencia: ¿cómo es posible seguir manteniendo el amor por la vida después de haber sufrido tan magnas atrocidades? Quizás haya que suponer que la respuesta a esta pregunta es la de un odio hacia la vida o un amor hacia la muerte. No hay que soslayar que en numerosas ocasiones las personas que han sufrido una guerra no sólo se convierten en víctimas, sino que encarnan el rol de agresores como defensa al trauma: verdugos que de ahora en más destruyen cualquier signo incipiente de vida: sus propios hijos. De este modo los padres de M pueden vislumbrarse como individuos que han sufrido por el hecho de haber amado a la vida y que podrían volver hacerlo, o que se han posicionado en contra de la vida, siendo asimismo M una persona portadora de un amor o un deseo de muerte. El terapeuta debe alinearse con la parte de la paciente y de sus figuras parentales internas que ama a la vida.

Este planteamiento nos permite ver a los pacientes no sólo como víctimas sino también como agresores, personas sobre las que el trauma de la guerra ha tenido un impacto de carácter constitutivo. Así pues, el inconsciente está hecho de un entramado socio-político, tal y como expresan muchos de los sueños narrados por M, por lo que se hace necesario dotar de importancia a dicho contexto como parte del problema relacional e intentar interceptar el mundo interno en el externo y viceversa, y sobre todo la manera en que los elementos de dicho trauma socio-político son trasmitidos a través de las generaciones. La comprensión por parte del paciente de los estados mentales de los padres (atravesados por las circunstancias socio-políticas) puede influir en la imagen interna de los padres, transformando el mundo de los objetos internos de la paciente. Borgogno, por su parte, no niega que el contexto socio-político influyera en la vida psíquica de la paciente, señalando que lo tuvo muy en cuenta para entender el ambiente psíquico en el que había crecido la paciente, pero incide en que lo importante del trauma interpsíquico de la paciente deriva de unos padres que nunca tuvieron infancia y de un luto no elaborado y trasmitido generacionalmente. Teniendo en cuenta el contexto político-histórico-económico-cultural, lo más relevante del análisis es que el analista esté abierto a experimentar, en el lugar de la paciente, las  emociones, ansiedades y sentimientos infantiles que han sido disociados hasta que la paciente pueda hacerse cargo de ellos.

Allina Schellekes, analista kleinaina, por su parte ahonda en algunos aspectos que nos resultan interesantes a la hora de entender en qué consiste el entramado de relaciones que configura la patología de la paciente. Esta autora se centra en la “caída” como término que aglutina el estado psíquico de M, y que como en cualquier caída intervienen una serie de vértigos. En primer lugar, destaca el vértigo de la fusión con el objeto, en la que la angustia que prevalece es la de la pérdida del sí mismo. En esta situación mental domina la indiferenciación entre el objeto y el sí mismo por lo que la caída de uno provocaría automáticamente la caída del otro. La ilusión de que el objeto es parte del sí mismo comparece como el terror a la diferenciación y separación que equivaldría a experimentar una muerte psíquica. Esta relación de objeto está caracterizada por la falta de una tercera dimensión, esto es, la carencia de un espacio interno que es necesario para elaborar las experiencias psíquicas. Se ha producido un fallo en la interiorización del objeto interno, por lo que no es posible hablar de identificación en el sentido pleno de este término, sino más bien de imitación de las características, más superficiales del objeto que permiten que no se produzca una total caída. El miedo a caer, a ser abortada, aparece constantemente en los sueños de la paciente y, a medida que el análisis avanza, dicho vértigo va también transformándose pasando de ser un verdadero aniquilamiento (fusión entre el objeto y el sí mismo) a ser una caída en la que, a pesar de caer de los brazos de alguien (analista) el sí mismo no se desintegra. Una forma ambivalente de caída, pero a su vez de no desintegración que se plasma  en la consecución de roles que toma el analista: madre-niña (sobrevivir y morir). El vértigo relacionado con el “ser dejado caer”, por un objeto que en cualquier momento puede abandonarnos es el resultado de que lo psíquico no ha encontrado su función contenedora, pudiendo desaparecer o fragmentarse si el objeto se aleja. La autora nos señala cómo a lo largo del análisis, la caída se va convirtiendo cada vez más en un juego, reflejo de que ya no existe ningún tipo de peligro de desintegración, esto es,  que se ha forjado la intervención de una presencia parental que se ocupa de aquella parte que está en peligro de caer: interiorización de la función de contención y de vitalidad.

Allina termina su reflexión con una interesante reflexión sobre dicha función de contención, señalándonos que en algunos casos, como el de escritores que han sufrido una infancia tortuosa, dicha función es restaurada a través de la escritura. Es el caso de S. Beckett el cual consiguió a través de su escritura un modo de contención hacia su inminente caída. Borgogno por su parte está de acuerdo con la interpretación propuesta por Schellekes, sobre todo con la lúcida apreciación de los distintos vértigos que experimenta la paciente a lo largo del proceso analítico, aunque señala que para él el acento de aquello que suscita la enfermedad y las experiencias dolorosas se halla más bien situado en la interacción o en el ambiente que constituye la causa del bienestar o malestar psíquico y no tanto o únicamente en la realidad interna de éste.

El comentario que realiza Theodore Jacobs sobre el caso del psicoanalista italiano explica a la perfección el señalamiento anterior de Borgogno a Schellekes. La división dentro de la disciplina analítica entre aquellos profesionales que explican los problemas de estos pacientes como derivados fundamentalmente por los vínculos patológicos de carácter interpersonal y aquellos que los achacan a conflictos intrapsíquicos, fantasías y estructuras de defensa, que se han configurado como formaciones de compromiso no adaptativas. Los primeros entienden la patología como el fruto de un ambiente fallido, así las experiencias de deprivación desembocan en la identificación del niño con los padres deprivados. Dicha identificación determina a su vez la estructura intrapsíquica que influye en las relaciones que el niño establece con los objetos externos. Los segundos ponen en el centro la respuesta interna del niño, en donde la manifestación por antonomasia es la fantasía, las respuestas agresivas y sexuales a los estímulos externos e internos como partes de las estructura intrapsíquica.

Jacobs considera que Borgogno es uno de aquellos autores que rompen dicha división adoptando una visión mucha más amplia e integradora, atendiendo tanto a la teoría interpersonal como a la intrapsíquica. Borgogno durante el análisis se sitúa como objeto de soporte de la paciente, trasmitiéndole la esperanza y el deseo hacia la vida que M había abandonado desde hace tiempo. Además, se hace cargo del pesimismo y la desesperación de la paciente y, tal y como hemos visto en el caso, ocupa, sin avivar una contratransferencia negativa, los papeles de los objetos internos de la paciente, el del objeto odiado que depriva y el sí mismo de M. Destaca también el genuino interés en las respuestas del analista que permitieron que M reviviera un trato distinto al que sus padres le habían dado y su trabajo en torno a sus fantasías más primitivas. Para terminar subraya algo que nos es de gran interés y que sin duda se encuentra ligado a la espontaneidad y a la experiencia de Borgogno no sólo como analista sino también como hombre: la capacidad, por su larga experiencia, de abrir sus pensamientos (su subjetividad) hacia la paciente para que M conozca cómo piensa y entienda cómo funciona la mente de los demás; para que pueda adquirir la capacidad de mentalización, llevando a cabo, tal y como hemos señalado,  todo el proceso con gran lucidez y maestría sin crear una contratransferencia negativa.

Sin duda, Jacobs plantea a través del ejemplo de Borgogno la importancia en el interior de la cura con este tipo de pacientes de un modelo intrapsíquico e interpersonal, dejando de lado la rigidez de los modelos clínicos, privilegiando la flexibilidad y la espontaneidad. Para Borgogno, aquello que se fue forjando durante el análisis en M fue la respuesta a dos preguntas esenciales, a saber, ¿quién era ella?, y ¿quiénes eran los demás? La falta de respuesta la sumía en un mundo de carácter incierto que expresaba a través del silencio, en apariencia agresivo, pero que el analista supo entender precisamente como la carencia de la solución a dichos enigmas. M no poseía un lenguaje y un cuerpo propios. La agresividad de M se dirigía a que el otro se ocupase de ella, algo que identificaba su estar en el mundo y que era el claro resultado de que sólo el miedo a estar muerto te convierte paradójicamente en una persona viva ante los ojos del otro. Una maniobra defensiva  dirigida únicamente a la supervivencia (sistema de autoconservación). El analista, mostrando interés no sólo por su “estar viva” sino también por sus sentimientos, angustias y necesidades pudo restablecer el vínculo. Para el psicoanalista italiano ambos aspectos -intrapsíquico e interpersonal- son imprescindibles, si bien matiza que lo intrapsíquico deriva siempre de lo interpersonal y que los pacientes como M tienen la absoluta necesidad de mantener una relación con un “otro real” y no solamente con un representante del universo psíquico objetal, es decir, de poder tener la posibilidad de una nueva relación interpersonal.

La intervención de Carlos Nemirovsky, por su parte, pone en tela de juicio una de las bases en las que se fundamenta la teoría freudiana clásica, a saber, que sólo el deseo es capaz de poner a funcionar el aparato psíquico. Para rebatirla nos ofrece una de Joyce McDougall (1978):

“Narciso desempeña un papel más importante que el Edipo, en cuanto a la dilucidación de las perturbaciones más profundas de la psiquis humana; la supervivencia ocupa un lugar más fundamental en el inconsciente que el conflicto edípico, hasta el punto que para algunos la problemática del deseo incluso puede aparecer como un lujo”.

Esta frase pone en el centro los defectos de la acción específica con el que el ambiente responde a las necesidades del niño, mostrándonos cómo las necesidades del niño (que no derivan de la pulsión sexual) son equiparables a las pulsiones de autoconservación[5]. Así pues, si en el ambiente del niño han existido defectos  que han generado situaciones traumáticas, dichas lagunas se verán plasmadas en el análisis bajo la forma de una “transferencia de necesidad”. Recalca la importancia de la respuesta afectiva del analista, es decir, de la atmósfera propicia para que el paciente sea capaz de crear nuevos significados, dejando de lado la interpretación masiva. En relación a esto es importante tener en cuenta que los aspectos deficitarios de este tipo de pacientes se mueven en el terreno de los signos y no de las metáforas, tal y como ocurre en la neurosis. El analista por tanto tiene que mantenerse en el terreno de los afectos y tolerar en algunas ocasiones la no-comunicación; en otras palabras tiene que estar preparado para contener al paciente.

Jonathan Slavin centra su exégesis sobre el concepto de "agency", capacidad de acción personal e interpersonal que tiene el analista para hacer emerger el verdadero sí mismo del paciente. Dicha capacidad depende de la influencia personal del analista como individuo único y singular. La plena participación del analista en tanto individuo es una parte fundamental del proceso analítico, tal y como lo reconoce la perspectiva relacional. Independientemente de su enfoque, el analista está profundamente implicado, en primera persona, dentro del proceso analítico: sus modos de ser con el paciente son la expresión de la subjetividad, la cual hunde sus raíces en su inconsciente. La participación personal del analista junto con sus procesos inconscientes es del todo inevitable y encierra en sí misma toda la potencialidad del trabajo analítico. Borgogno en el análisis de su caso nos muestra el profundo impacto que la paciente ejerció sobre él y sobre su psiquismo. La paciente sintió y percibió, dentro de la cura, de qué manera el analista sostenía todos sus sentimientos y angustias, algo que por otro lado la permitió sentir que ella estaba “viva”. Es de suma importancia  que el paciente experimente la manera en la que el analista gestiona, elabora e interacciona con la experiencia del paciente, convirtiéndose en su propio testigo.

El concepto de "agency" antes citado, impacto que provoca una persona sobre los demás, esto es, el reconocimiento de nuestro impacto sobre otra persona, constatando de qué manera éste se repite en nuestras relaciones,  es algo que nos permite sentir, como en el caso de M, que estamos vivos. Puede ocurrir, como bien nos señala Winnicott con su concepto de "falso sí mismo" que el "agency" quede interrumpido debido a que el niño se sienta reconocido únicamente si se adecúa  a las prioridades y fantasías de los padres, algo que por otra parte se hacía patente en M. Durante su análisis, M es testigo de que tiene impacto sobre su analista y que sus demandas y necesidades tienen un efecto tangible. Es precisamente este proceso el que Borgogno subraya en la narración de su caso: el reconocimiento por parte del paciente de aquello que le sucede al analista en su encuentro interpersonal. El autor del libro incide sobre el concepto de "agency" o impacto que se tiene sobre los otros como configurador de la subjetividad, señalándonos que en primer lugar dicho sentimiento viene dado por el reconocimiento de los propios cuidadores y se centra no tanto en los significados verbales como en los sentimientos y en la disponibilidad que dotan de valor la interacción. El sentimiento que acompaña la disponibilidad es el que va a dotar de significación la interacción, por lo que si por ejemplo se diera poca disponibilidad causada porque los cuidadores están demasiado ocupados con sus propios asuntos la significación quedará mermada: el infante sentirá un vacío o sentimiento de no-existencia. Este es el caso de M que al no sentirse reconocida e incomprensible para sus padres ha ido borrando muchos aspectos de sí misma y adquiriendo una gran inseguridad sobre su identidad, así como forjándose una investidura de su cuerpo como refugio del dolor psíquico y de sus necesidades no atendidas. Lo primero que Borgogno intenta trabajar en este caso es precisamente el "agency" o impacto que M causa en los otros, para hacérselo consciente. Para facilitarlo, el analista, intentaba trasmitir a través del lenguaje funciones metacomunicativas  del tipo: "Aquello que dices y haces tiene un significado y es significativo para mí",  "Aunque no lo sepas tú estás buscando, a tu manera, una forma de relacionarte y te diriges a mí, mediante tus silencios y  quejas, de manera relacional", "Yo estoy esforzándome por comprenderte, no sé si lo consigo, pero para mí es importante estar en relación y comunicarme", "Yo espero que tu participes, como tu esperas que yo responda, ya que esta es una necesidad connatural de las personas". Funciones éstas que trasmiten un reclamo a la reciprocidad, funciones que señalan la importancia que tiene para el analista el tener un intercambio con la paciente y los intentos que éste realiza para reconocerla con su singularidad. El seguirla paso a paso con paciencia y perseverancia dotando de sentido a sus efímeros estados de ánimo y a su agonía física, el mantener una idea de ella  como persona dotada de pensamientos y sentimientos sobre los que reflexionar, el dar mente a su cuerpo y cuerpo a su mente la han legitimado como persona y la han hecho existir. Todas estas experiencias culminaron en la sesión en la que el “rombo” hizo su aparición como prueba de que si el analista la comprendía no era únicamente  debido a sus cualidades, sino que ella misma era la fuente original de sus intuiciones e interpretaciones, esto es, que ella misma había ejercido una influencia sobre el analista.

Dina Vallino nos descubre  el centro de la teoría expuesta por Borgogno en su caso clínico. El origen del sufrimiento de M se halla en una identificación mortificante con el objeto deprivado, objeto que ha determinado y determina una completa imposibilidad de aprehender y manejar sus sentimientos y sus relaciones con los otros, algo que por otra parte la coloca en el lugar de la no-existencia. Así pues, tanto la “muerte psíquica” como la identificación con el objeto deprivante y la no-existencia serían los tres ejes que soportan la enfermedad de pacientes como M. Vallino subraya una diferencia fundamental, ya destacada por Borgogno, a saber, la distinción entre una deprivación como la de M provocada por la falta de entusiasmo de los padres por la existencia y el cuidado de sus propios hijos, con la deprivación que encuentra como origen la psicosis de los padres, caracterizada por una dinámica caótica e imprevisible.

Otro aspecto esencial al que Borgogno alude en relación a M es el de su entrada en análisis que viene precedida por una caída mientras montaba a caballo. El autor concede importancia a este hecho ya que para la paciente esta actividad no era un simple hobby sino más bien aquello que de alguna forma constituía una piedra de toque, un clivaje que la permitía diferenciarse y en consecuencia sostenerse respecto a sus padres. La caída es por tanto una metáfora de su derrumbamiento como persona; la había colocado en una posición pasiva, débil y frágil. El montar a caballo había reparado de alguna forma la insuficiencia de la madre y su propensión a la melancolía, mientras que la caída y la consiguiente rotura de la cadera la había devuelto a un estado de indefensión similar a la que había sufrido de niña. Probablemente el sumergirse en un análisis haya sido otra apuesta por parte de M por comenzar un “nuevo montar a caballo” que la  sostuviera y la separase, que la dotase de ese “fare quadrato” al que más arriba hemos hecho alusión. Y es precisamente esto lo que ocurre durante el análisis, plasmado en lo que Stern denominó moments now o momentos especiales en los que se produce una auténtica conexión con el terapeuta que consigue modificar la relación con él y devuelve el sentido del sí mismo al paciente. Ahora bien, hay que tener en cuenta que dichos momentos aparecen en el análisis  cuando se está desarrollando en acto un viraje en las dinámicas de transferencia y contratransferencia, a pesar de que este viraje no haya sido elaborado por el analista, y por tanto derivan del proceso relacional que pone en marcha la pareja analítica. El rombo representa el preludio de lo que ocurrirá en el octavo año de análisis y que Borgogno denomina con Roussillon subjetive appropiation, a saber, la reapropiación por parte de M de su propia historia convirtiéndose en sujeto de ésta y no sujeta a ella: es capaz de expresar a través de sus propias palabras el recorrido hecho en análisis conectándolo a su vida, a la relación con el analista. Un índice de que se ha producido un cambio de carácter estructural (cognitivo y afectivo).

Entre las dificultades que están latentes en el interior del análisis con estos pacientes esquizoides deprivados, están las resistencias y defensas del analista con respecto a los sentimientos que padece hacia el paciente; como por ejemplo indiferencia afectiva, disminución del deseo, aplanamiento de la imaginación, etc. Dicho impasse podría llegar a ser productivo si se alcanza una reelaboración de aquello que se está moviendo en el análisis: el impasse podría ser precisamente el límite que el analista debe atravesar para conectarse a las ansias y el dolor del paciente privado de medios para reconocerlo y afrontarlo. El impasse se plasma también en la pregunta o más bien en la búsqueda de un modo eficaz y conveniente para entrar en contacto con la paciente y con su sufrimiento. La ausencia de feedback venía expresada por los silencios de la paciente ante los comentarios del analista sobre sus estados de ánimo, silencios que poco a poco fueron trasmitiendo al autor un sentimiento de vacío que le hacían sentir inexistente e inútil. El “estar juntos”, la comunicación no tenía ningún sentido para ella. Borgogno advierte que en el caso de estos pacientes, el analista no debe dar por sentado que el paciente  es capaz de concebir la relación (el propio sí mismo y las personas con las que entra en relación). En aquellos momentos críticos resultó de gran ayuda no culpabilizar a la paciente y no mantener una rigidez  en el esquema relaciona en cuanto a las intervenciones, como imágenes  o metáforas surgidas del proceso primario del analista que intentaban conectar con las “visiones” (sueños y relatos) de la paciente: algo que ponía en juego la interacción entre la emoción y la palabra para ir poco a poco acercando  la palabra a su significado. Sobre esta primera base pudieron desarrollarse en un segundo tiempo las interpretaciones basadas en el intercambio de roles: dinámicas intrapsíquicas que se plasmaban el proceso de transferencia y contratransferencia.

El concepto de spoilt children que Borgogno introduce en 1994 incide sobre la gran influencia que desempeña el lugar psíquico en el que uno nace y crece, sobre el desarrollo afectivo e individual de los niños. Suelen ser niños tiránicos y aparentemente desvitalizados, ya que lo que hagas o digas con ellos parece no servir de nada, parece que nada les satisface y no valoran nada, de ahí to spoil: "destruir el valor de algo bueno" El autor incide en que estos niños nunca han obtenido nada de bueno en sus vidas por lo que no pueden valorar las cosas que les ofreces, no siendo además indicado dárselas de golpe sino más bien progresivamente, ya que deshabituarte a un clima psíquico requiere de cierto tiempo. El trauma que sufren estos niños no les permite poder realizar experiencias adecuadas con otras personas aunque el ambiente terapéutico sea el más idóneo.  Otro de los conceptos clave a la hora de estudiar estos niños es el de wise babies, niños que, como M, en su infancia se han hecho cargo de sus padres, experimentando un desarrollo forzado y dejando de lado aspectos evolutivos de su personalidad y de los que Ferenczi señala que “ven pero no se ven, sienten pero no piensan, piensan pero no sienten” (Ibid., p. 192). Estos niños se sienten por un lado, como "no reales" y "no existentes" y, por otro, dotados de un cuerpo enfermo, privado de vida, extraños a sí mismos en sus manifestaciones, por lo que necesitan de una paciente elaboración de aquello que poco a poco va siendo reconocido y comprendido en análisis. En muchas ocasiones se produce durante el análisis con estos niños un sentimiento de desesperación e inexistencia por parte del analista (contratransferencia), sentimiento que ha predominado durante las vidas de estos niños y que es el inicio de un proceso. Así pues, el analista debe encarnar la parte disociada del paciente, viviendo sus sentimientos infantiles, mientras que por su parte el paciente encarnará el papel de su inadecuado progenitor, aquel que no le ha tenido en cuenta, le ha dejado caer, no le ha apreciado y no le ha valorizado. Dicho proceso es denominado cambio de roles y debe ser tenido muy en cuenta durante la cura con estos niños para que el analista no tire la toalla.  El superyó severo y rígido de estos pacientes no es un auténtico progenitor sino más bien una caricatura que es ausente mentalmente y que por tanto no desempeña a nivel fisiológico y mental las funciones necesarias de protección, consejo y educación que son propias de los padres; es el analista el que debe reparar esta falta a través del vínculo con el paciente para que el niño pueda interiorizar unos padres que estén a la altura de desarrollar dichas funciones. En definitiva el aspecto central que el psicoanalista italiano destaca de los spoilt children es su inexistencia como personas con una individualidad definida y su atonía mental por lo que el ataque que estos pacientes ponen en acto remite más bien a la existencia mental de las personas y no a la vida. Este concepto por tanto abarca no sólo los rasgos característicos  del niño deprivado sino también arroja luz sobre la influencia que tiene la acción del comportamiento de los padres sobre la mente del infante. En definitiva niños, que como M, no han recibido por parte de sus progenitores un reconocimiento de su existencia psíquica, algo que muestra bien cómo la dimensión interpersonal incide en la intrapsíquica del niño.

Franco Borgogno subraya la importancia del alcance de la dimensión interpersonal en su octavo capítulo intitulado Little Hans Updated. En él elabora un comentario sobre el famoso caso freudiano del pequeño Hans, señalándonos que el lugar y la manera de posicionarse de Freud en este caso son distintos a la intervención realizada en otros casos anteriores como el de Dora. Como es bien sabido, Freud no es el analista del pequeño Hans sino el supervisor del caso, algo que le permite una cierta separación y distancia más equilibradas ante los avatares de la cura. El autor sostiene que gracias a este lugar Freud toma mayor conciencia del impacto del narcisismo y las defensas del terapeuta en la relación con las problemáticas del paciente, esto es, poniendo más atención a los movimientos emocionales y afectivos que surgen entre el analista y el paciente en el momento de la cura. Dicha atención permite que se observe la singularidad de dicha relación, consintiendo que no se infravalore la inteligencia cooperativa inconsciente que aporta el paciente y sobre todo que no se vea nublada por la contratransferencia y la rígida teoría. Desde este momento Freud se deja guiar por los hechos clínicos más que por sus teorías, mostrándose más flexible a la hora de identificarse tanto con el niño como con el analista, llegando a conseguir una perspectiva bipersonal del acto analítico. Así como en el caso Dora pasa por alto la manipulación y confusión familiar que rodeaba a la paciente, en el caso del pequeño Hans se hace mucho más sensible al ambiente. Como es bien sabido, Dora interrumpe el tratamiento con Freud, el cual no presta mucho crédito a lo que ella dice, no siendo, además, demasiado sensible al ambiente que la rodeaba, a saber, unos adultos que no estaban cubriendo sus necesidades y sus estados mentales, y de manera particular su necesidad de conocer y de ratificar las percepciones y realidades afectivas que ella estaba experimentando. Así pues, a pesar de que la actitud de Freud en relación al ambiente que rodea a Hans es mucho más sensible, Borgogno señala que el psicoanalista no toma demasiado en cuenta determinados datos imprescindibles en este caso. En efecto, Freud elude la relación parental en su presentación de la neurosis del pequeño: unos padres inmersos en una relación muy conflictiva con dificultades a nivel sexual y comunicativo, a punto de separarse. Esta situación contingente supone para cualquier niño o adolescente una atmósfera afectiva  e interpsíquica más complicada y en ocasiones traumática, por lo que Borgogno señala que la falta de atención a dichos datos evidencia una pérdida de valiosos matices que en muchas ocasiones hacen la diferencia  a la hora de llevar a cabo un diagnóstico clínico. En lo que respecta a Hans, muchas de sus dificultades fueron acrecentadas por sus padres: por sus rasgos de carácter, su ambigüedad, su intromisión y la inmadurez de sus comportamientos y sobre todo por su relación de pareja; un conjunto de elementos que mermaron la natural curiosidad de Hans y precipitaron su peculiar fantasía de la escena primaria y sus conflictos en el interior de los procesos de triangulación edípica. Quizás, tal y como plantea el autor, la sintomatología de Hans podría haber sido una manera de mantener unida  a la familia, desplazando y concentrando la problemática parental. Quizás tanto Hans como Dora fueron niños invisibles, adjetivo que el propio Hans utilizó en uno de sus escritos posteriores para definir su infancia: invisibles no sólo ante los ojos de sus progenitores sino también ante la mirada de Freud que difuminando su “ser” los hizo pasar a la historia del psicoanálisis. Algunas de las razones que podrían explicar el hecho antes señalado de que Freud no tomase demasiado en cuenta el ambiente que rodeaba a Hans podrían ser que, precisamente en aquella época el padre del psicoanálisis se hallaba totalmente absorbido por su teoría de la sexualidad polimórfica de los niños, la cual acababa de descubrir y, por tanto, centrado únicamente en el verificar dicha hipótesis; quizás también se debiera a un tema de protección de datos muy común en aquella época, debido a la cercanía de Freud a la pareja conyugal de los Graff.

En su noveno capítulo el psicoanalista italiano nos ilustra una forma muy peculiar de repetición que es usual en determinados pacientes: el intercambio de roles, constituido por dinámicas interpsíquicas en las que los pacientes se identifican de manera inconsciente con el agresor, mientras que el analista personifica su sí mismo infantil disociado y no precisamente las tradicionales figuras parentales. En estos casos la interpretación del analista no es la clásica, sino que pasa precisamente por vivir, en el lugar del paciente, una parte de su vida psíquica. Esto es así ya que determinados pacientes  necesitan un testigo de sus sentimientos y sus angustias infantiles, testigo que no niegue su dolor y sus experiencias sino más bien que las viva en sus propias carnes a través del proceso de la transferencia-contratransferencia. En el caso de M éste fue precisamente el procedimiento utilizado: cuando M realiza la demanda analítica y cuenta el sueño del Hara-kiri que da título al libro, el autor señala que dicha demanda era una invitación a resolver un reto casi imposible: “hacer nacer quien no debe y no puede”, una transferencia muy primitiva a nivel de pensamiento y sentimientos (“las vísceras” esparcidas en el sueño). En efecto, la paciente estuvo durante cuatro años quejándose, suspirando, gimiendo y tocándose el cuerpo de tal manera que el psicoanalista se vio inmerso en una escena agónica, en la que alguien estaba muy desvalido y se le intentaba sanar sin obtener resultado alguno, sintiéndose totalmente impotente y sin esperanzas. Así pues, mientras que M ocupaba el rol de su madre, Borgogno era la pequeña M. Transcurrieron así cuatro años en los que a través de la transferencia y contratransferencia se vivieron las distintas etapas del recorrido infantil de M, en las que el analista también ocupaba los roles de padre silencioso o madre pedigüeña y exigente que la pretendía siempre pendiente de sus necesidades. Es de su suma importancia resaltar, en relación a esto, el concepto del “como si” que Borgogno vincula con dicho intercambio de roles, pues los niños desde muy pequeños entran en esa asunción de roles a medida que el principio de realidad y lo simbólico se hace más patente. El problema a destacar es que precisamente en numerosas ocasiones dicho concepto no hace mella ayudando a que se superen las frustraciones y haciendo más fácil la incorporación del mundo adulto en el niño. A más abundamiento,  el problema es que muchas veces el juego no es un juego, una ficción momentánea, un “como sí” provisional, sino que lo que ocurre es que el niño se identifica a nivel inconsciente con los padres deficitarios para no perderlos y de esta forma pierde toda posibilidad de acceder a su infancia, al niño pequeño que es. El caso de M nos ilustra muy bien la explicación anterior: pacientes que aunque son adultos demandan a sus analistas que ejerzan el rol de niños que ellos nunca han podido ocupar. Un reto que el analista deberá acoger con la esperanza de que en un futuro puedan desidentificarse del rol de padres patógenos y volver a existir como niños vulnerables y dependientes para que de esta forma puedan transformar su existencia traumática. Así pues, se podría decir que en estos casos antes de ceñirnos a un proceso analítico clásico como el que Freud nos enseñó-esto es, aquel trabajo lingüístico que otorga un auténtico acceso al mundo de la representación (talking cure)- debemos pasar por lo que se denomina la inter-psychic acting cure, sobre cuya base podrá desarrollarse aprés-coup dicho tratamiento clásico. La inter-psychic acting cure en el caso de M fue precisamente la encarnación por parte del analista, de aquella niña que ella misma había disociado durante el transcurso de su vida infantil, poniendo en marcha dos aspectos esenciales:

-         La experiencia fisiológica que los niños deberán llevar a cabo con padres buenos para crecer y subjetivarse como individuos separados y diferenciados.

-         La experiencia de lo que significa realmente estar con un adulto capaz de sostener y hospedar una joven mente en desarrollo.

Para terminar, hay que señalar que en el psicoanálisis con niños la inversión de roles y la disociación del sí mismo es algo natural, ya que a través del juego y la dramatización el niño torna activo aquello que ha sufrido pasivamente, utilizando estrategias relacionales como parte común del complejo identificatorio. Así pues, vemos cómo el intercambio de roles es pues un aspecto esencial, uno de los pilares que en determinados pacientes  conforma la relación terapéutica. El analista debe tener una disponibilidad emotiva y una predisposición a padecer el sufrimiento del paciente, vivirlo en sus propias carnes, para poder así reconocerlo y encontrar maneras de gestionarlo distintas a aquellas que el paciente ha utilizado hasta ese momento. Tanto Borgogno como Ferenzi recalcan que el paciente no desea que el analista le haga únicamente interpretaciones, sino más bien comprobar con sus “propias manos” si el analista conoce su dolor y de qué manera lo sabe gestionar o no, de qué manera convive con él, lo elabora y supera. Es decir, lo que desea es una relación afectiva y cognitiva a través de la cual poder crecer: una experiencia basada en sentir cómo el analista atraviesa la misma crisis emotiva y muestra al paciente "a pesar de sus propios pensamientos y sentimientos" la posibilidad de reflexionar sobre su propia experiencia emocional, reconociéndola como significativa. El analista no debe darle las llaves al paciente si éste todavía no las posee, sino ayudarle para que él mismo encuentre las llaves y cerraduras que abren su propia vida. Dichas llaves y cerraduras son las que Borgogno ha hallado en la propia experiencia psicoanalítica como aquel lugar o ese “alguien”, un interlocutor, que ha podido comprender su mundo de aspiraciones; interlocutor a través del cual el autor nos lega una experiencia que como ya he señalado al comienzo de la reseña está dotada de un carácter ético.



[1] Todas las citas corresponden al libro reseñado: Borgogno, F.: La signora che faceva hara-kiri e altri saggi, Ed. Bollati Boringhieri, Turín, 2011

[2] Fare quadrato: esta expresión remite a una disposición defensiva  de las tropas en el campo de batalla.

[3] "Rombo" en italiano tiene dos significados: la figura geométrica y ruido fuerte.

[4] Carboneros eran los miembros de una sociedad revolucionaria secreta denominada carbonería que fue fundada en Nápoles sobre valores nacionales y liberales, en el contexto de la ocupación napoleónica de Italia y que posteriormente en la segunda mitad de siglo dichos movimientos desembocaron en la unidad de Italia. El carbonero representa por tanto un rebelde que lucha por la Unidad italiana.

[5] Esto está en estrecha relación con el enfoque Modular- transformacional que plantean Dio y Hugo Bleichmar que enfatiza que el psiquismo funciona como un conjunto de sistemas que responden a distintas necesidades y deseos.  Dichos sistemas motivacionales adquieren en cada persona una primacía distinta. El predominio jerárquico de uno o varios sistemas motivacionales determina la posibilidad de delimitar ciertas estructuras de personalidad.