aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 042 2012

La lápida ausente. Reflexiones sobre el duelo y la creatividad

Autor: Ornstein, Anna

Palabras clave

duelo, creatividad, Internalizacion, Espacios conmemorativos.


"The missing tombstone" fue publicado originariamente en Journal of American Psychoanalytic Association, 58: 631 (2010).

Traducción: Marta González Baz
Revisión: Mónica de Celis Sierra

Existen diferencias y semejanzas entre el duelo que tiene lugar tras la pérdida de un único individuo en circunstancias culturales ordinarias y el duelo tras múltiples pérdidas en condiciones traumáticas. A una breve revisión de la teoría psicoanalítica del duelo articulada por Freud en 1917 y modificada en los años 60 le sigue una revisión igualmente breve de la relación entre la creatividad artística y el duelo. Puesto que los supervivientes de grandes desastres que sufren múltiples pérdidas necesitan tiempo para recuperarse antes de poder emprender la tarea emocionalmente exigente del duelo, el proceso en estos casos se suele retrasar. Los “espacios conmemorativos” parecen facilitar el duelo diferido puesto que responden a una profunda necesidad de los supervivientes de grandes tragedias de articular lo que sienten como no verbalizable y no compartible. Los recuerdos y el dolor asociado con ellos son entonces bienvenidos porque el duelo no consiste en olvidar; el duelo consiste en recordar, un proceso que puede llevar toda una vida.

En un mundo de guerras, actos terroristas y desastres naturales, las situaciones en las que las víctimas  pueden contarse por miles e incluso millones, es hora de que el psicoanálisis considere si el duelo subsiguiente a las pérdidas múltiples traumáticas se diferencia del duelo que sigue a la pérdida de un solo individuo en condiciones culturales ordinarias. Para intentar responder a esta pregunta, me centraré primero en el papel de la internalización, un proceso asociado con el duelo en todos los casos de pérdida, luego comentaré la manera en que la creatividad y los “espacios conmemorativos” pueden ser de ayuda para el duelo tras múltiples pérdidas en condiciones traumáticas y, finalmente, examinaré las propiedades curativas de las tradiciones y los rituales, experiencias que facilitan el duelo en condiciones culturales comunes pero que no son accesibles para aquellos cuyas pérdidas han tenido lugar en circunstancias traumáticas.

Duelo, internalización y continuidad transgeneracional

La teoría original del duelo de Freud (1917), formulada hace casi un siglo, se ha visto sometida a muchas ampliaciones y cambios de énfasis[1]. Un cambio significativo en esta teoría se produjo cuando el énfasis cambió de la importancia primordial que él concedía al desapego (decatexis) a un acento creciente en la internalización del objeto perdido. En “Duelo y Melancolía”, Freud sugería que la pérdida de objetos odiados o ambivalentemente amados tiene como resultado la identificación, una forma de duelo patológica, creando el cuadro clínico de la melancolía. Hoy, la internalización en todas sus formas (introyección, incorporación, e identificación) se reconoce como un aspecto esencial de todos los procesos de duelo; no se establece una línea de demarcación entre el duelo “normal” y el “patológico”. Loewald (1963) describió la internalización cuando se aplica al duelo y a los casos de separación: “es hora de considerar más atentamente el problema de la internalización y su relación con la separación y el duelo. Uso aquí ‘internalización’ como término general para ciertos procesos de transformación por los cuales las relaciones y las interacciones entre el aparato psíquico del individuo y su entorno se transforman en relaciones e interacciones internas dentro del aparato psíquico… El término ‘internalización”, por tanto, cubre mecanismos tales como incorporación, introyección e identificación” (p. 489).

La internalización cumple una tarea dual: manteniendo internamente la conexión, se facilita en la realidad el desapego del objeto perdido. El viraje de la decatexis a la internalización se relaciona con la observación cotidiana de que el duelo no tiene que ver con olvidar, sino con recordar: “El individuo necesita reconectar el vínculo roto, ahora sobre una base exclusivamente interna, y mantener la disponibilidad de una relación interna sostenida… El doliente se enfrenta con la difícil tarea emocional de hacer lugar para nuevos investimentos al tiempo que consolida los antiguos” (Gaines, 1997, p. 549)[2]. Así, el proceso de internalización establece una continuidad entre pasado y presente y asegura una continuidad individual, además de transgeneracional.

Al intentar formular las semejanzas y diferencias entre el duelo y la melancolía, Freud (1917) se enfrentó con los problemas del narcisismo y el lugar del “otro” en la vida mental. Ninguno de los dos problemas se resolvió en ese artículo, pero las referencias a ellos nos resultan claras hoy en día: mientras que en el duelo, el doliente es consciente de a quién ha perdido; en la melancolía “uno no puede ver claramente qué es lo que se ha perdido… el paciente se da cuenta de la pérdida que ha dado lugar a la melancolía, pero sólo en el sentido de que sabe a quién ha perdido pero no qué ha perdido con él” (245).

En mi lectura del texto, el “qué ha perdido con él” (p. 245) se refiere a las funciones que el “otro” perdido había llevado a cabo para el self, funciones de las que el doliente no era consciente hasta que su ausencia lo hizo sentirse indefenso, desesperado, sin energía ni iniciativa. Un “otro narcisísticamente investido” (un objeto del self, diríamos hoy) puede cumplir diversas funciones para el self, desde ofrecer un sentido de seguridad, hasta facilitar la regulación afectiva, crear vitalidad, o mantener la autoestima. La depresión (melancolía) podría ser la consecuencia de perder a alguien que ha desempeñado funciones esenciales, vitales, para el self. La pérdida de un padre a una edad temprana es una pérdida traumática de este tipo a menos que las funciones de cuidado sean inmediatamente reemplazadas[3].

Hagman (1995, 1996) ha utilizado el alcance y poder explicativo de la psicología psicoanalítica del self para explicar la ubicuidad del duelo. Particularmente útiles fueron los conceptos de Kohut de “internalización transmutadora” y de “microinternalización” (1971, 1977), procesos en los que las funciones de un “otro” para el self se desmontan y se internalizan, especialmente funciones en las que se ha confiado para reparar, sostener y regular aspectos del self nuclear. Lo que necesita mayor reconocimiento, en opinión de Hagman, es que la evocación compulsiva de innumerables recuerdos de la persona muerta, no son simplemente “imágenes estáticas del pasado. También tienen una función dinámica, de objeto del self, en el mantenimiento y restauración del estado de sufrimiento del self actual. Poco a poco, cuando estas funciones de objeto del self perdidas se evoquen independientes de la presencia del objeto, muchas serán microinternalizadas convirtiéndose en parte de la estructura del self” (1995, p. 199).

Es probable que se produzca la resistencia al duelo cuando el otro perdido se percibía como irreemplazable. Puede no haber una reacción que siga inmediatamente a la pérdida, pero en algún momento aparece un intenso anhelo con un sentimiento de desesperación y el deseo de morir; la duda sobre uno mismo, la ira y la culpa crean un profundo sentido de indefensión en el que sufre.

El proceso de duelo que varía en longitud e intensidad de un individuo a otro debe distinguirse del duelo agudo.  Bowlby (1961) consideraba la pérdida de un ser amado una de las experiencias más dolorosas que un ser humano puede sufrir. David Grossman (2007), quien perdió un hijo en una de las guerras israelíes, comparaba el dolor del duelo agudo con tocar un cable con corriente con las manos desprotegidas; el duelo agudo es un dolor desgarrador alrededor del corazón, una sensación de dolor punzante que puede ser lo suficientemente grave como para impedirle a uno respirar. La experiencia lo vuelve a uno físicamente débil, haciendo difícil estar de pie, caminar o incluso hablar. Los psicoanalistas han descrito el dolor del duelo agudo de diversas maneras: como la “agonía del duelo”, como una “herida narcisística” (Jacobson, 1965), un sentimiento de haber perdido parte del self (Parkes, 1987). Bowlby (1961) consideraba que el dolor del duelo estaba relacionado con el intenso anhelo de la persona perdida, mientras que otros ubican el dolor en el aspecto narcisista (de objeto del self) del dolor.

Hay muchos factores, externos e internos, que influyen en la reacción de los dolientes ante la pérdida. Si la muerte fue anticipada o repentina afecta a la naturaleza y la intensidad de las emociones asociadas con la pérdida. Joan Didion (2005) describe la diferencia en su reacción ante la muerte esperada de sus padres ya mayores y la muerte de su marido y su único hijo. Tras la muerte de sus padres, se sintió triste y lamentaba “el tiempo que se fue, las cosas que no se dijeron”. Pero el dolor que sintió ante la pérdida inesperada de su marido y su hijo fue diferente: “El sufrimiento del duelo no es lo que esperamos que sea… Viene en olas, paroxismos, aprehensiones repentinas que hacen flojear las rodillas y ciegan los ojos y destruye la cotidianeidad de la vida… Interfiere con la capacidad de pensar y de comer…” (pp. 26-27).

En un self bien consolidado, los sentimientos intensamente vividos de duelo agudo son temporales. Desde la perspectiva de la psicología del self, la diferencia entre el duelo y la melancolía está relacionada principalmente con el nivel de organización del self: el duelo es posible en un self relativamente bien consolidado y es limitado en el tiempo; la melancolía y  la incapacidad de elaborar el duelo suceden bien cuando el self era débil incluso antes de la pérdida o cuando se ha vuelto así tras una traumatización psíquica masiva.

Pero el duelo no se limita a la pérdida de un individuo importante; su significado se extiende a una variedad de otras pérdidas: del hogar de uno, su comunidad, su dignidad, sus capacidades físicas o mentales, o su sentido de seguridad. Pollock (1978) lo apuntaba cuando identificó el dolor por la muerte de un ser querido como una subclase de duelo. La idea está también relacionada con la opinión de Bowlby (1961) de que la capacidad para el duelo es esencial para superar las separaciones y decepciones cotidianas.

En 1916, el mismo año que estaba escribiendo “Duelo y Melancolía”, Freud escribió un artículo breve titulado “La transitoriedad”, en el que describe un paseo por las Dolomitas italianas con Rilke y Lou Andreas Salome. Si el paseo tuvo o no lugar en realidad es menos importante que la conversación imaginaria con Rilke acerca de la incapacidad del poeta para disfrutar de la belleza del entorno por su conciencia de que, al final, todas las cosas vivientes deben morir. Aunque Freud no podía disputar la transitoriedad de todo lo viviente, discutió la visión pesimista del poeta de que la transitoriedad disminuye la belleza de la naturaleza. Por el contrario, escribía Freud, la transitoriedad incrementa la belleza de la naturaleza puesto que “el valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo” (p. 305). Concluyó que lo que impedía que Rilke y Salome “disfrutaran de la belleza tiene que haber sido la revuelta anímica contra el duelo” (p. 306, las cursivas son mías). Esta es una clara referencia al énfasis de Freud en la importancia de la decatexis, la necesidad de dejar atrás lo que amamos y aceptar el cambio; para aquellos incapaces de aceptar la realidad de la pérdida, la vida en el presente se vuelve vacía de significado. En contraste, ser capaz de elaborar el duelo significa dedicarse plenamente a la vida, con todas sus alegrías y sus penas. Lachmann (1985) sugiere que una de las tareas del desarrollo adulto es la aceptación de la propia transitoriedad, la inevitabilidad de la propia muerte; de hecho, Kohut (1966) consideraba que la aceptación de la propia transitoriedad era una de las más elevadas transformaciones de la grandiosidad infantil.

Tanto la concepción original del duelo por parte de Freud como las modificaciones y cambios de énfasis que se han sugerido desde entonces, han sido intentos de explicar el duelo que sigue a la pérdida de un solo individuo en condiciones cultarales ordinarias. La diferencia entre esto y el duelo que experimentan aquellos que han sobrevivido a condiciones traumáticas y han sufrido múltiples pérdidas es el tiempo que lleva recuperarse lo suficiente como para soportar el dolor del duelo agudo. Puesto que los supervivientes de grandes desastres necesitan tiempo para recuperarse, el duelo en estas situaciones suele demorarse. Sin embargo, puesto que el duelo es un tema individual, no puede generalizarse ni respecto a aquellos que han sufrido la pérdida de un solo individuo ni en cuanto a aquellos que han sufrido múltiples pérdidas durante guerras, en ataques terroristas, actos de genocidio o desastres naturales.

Duelo, creatividad y la acción terapéutica de los “espacios conmemorativos”

La exploración de la relación entre el duelo y la creatividad no es nueva en psicoanálisis; muchos autores consideran que el duelo es un factor crítico en la creatividad (Aberbach, 1989, Pollock, 1975, 1978; Niederland, 1976). Ogden (2000a) ha planteado sucintamente: “el duelo exitoso implica principalmente una demanda que nos hacemos a nosotros mismos de crear algo –sea un recuerdo, un sueño, una historia, un poema, una respuesta a un poema- que comience a encontrarse, a equipararse, con la plena complejidad de nuestra relación con lo que se ha perdido y con la experiencia de la pérdida como tal” (p. 65).

En este contexto, intentaré articular cómo la creatividad puede facilitar el duelo para aquellos incapaces de emprender este proceso en el momento en que se producen las pérdidas. Comprender y apreciar el duelo en marcos no clínicos afecta al trabajo de los psicoanalistas, puesto que estas experiencias generan intensos afectos que pueden, o no, requerir más trabajo interpretativo.

Las pérdidas múltiples sufridas durante grandes desastres privan a los supervivientes de rituales de duelo culturalmente sancionados; en cambio, deben encontrar oportunidades para el duelo tardío, sea emprendiendo actividades creativas por sí mismos o leyendo memorias o poemas, escuchando música o contemplando otras formas de expresión artística. El arte y los lugares conmemorativos ofrecen oportunidades para el duelo tardío porque son en sí mismos esfuerzos por completar el trabajo del dolor por la pérdida; tienen el poder de traer el pasado al presente de modo que sentimientos que han estado latentes se abren paso y remodelan retroactivamente el presente: propician el fenómeno del “après-coup”. Este fenómeno reside en la compleja relación entre la obra de arte y su público: “Los efectos psicológicos dinámicos de la experiencia artística siempre parecen residir en el espacio experiencial compartido entre la realidad subjetiva del espectador individual (lector u oyente) y la personalidad artística del creador de la obra” (Rotenberg, 1988). Ogden (2000b) hace un planteamiento similar, refiriéndose a la descripción que Borges hace del acto de co-creación involucrado en la experiencia del arte: “El sabor de la manzana reside en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta como tal; de un modo similar, (yo diría) la poesía reside en el encuentro del poema y el lector, no en las líneas de símbolos impresos en las páginas de un libro” (p. 372).

El arte y la literatura conmemorativos crean “espacios conmemorativos”[4], comunicando afectos que facilitan la emergencia de sentimientos similares en el lector u oyente. Un “espacio conmemorativo” (ya sea creado en un lugar conmemorativo o leyendo un poema o unas memorias, o contemplando una pintura o una escultura), es un territorio mental en el que “el pasado no es simplemente recordado, sino que es activamente llorado” (Bernstein, 2000, p. 347).

Un poema escrito por Abraham Sutzkever, un padre cuyo primogénito fue asesinado en el gueto de Vilna, puede servir como ejemplo de un espacio memorial. Por el testimonio del poeta en los juicios de Nuremberg, sabemos que su primogénito fue asesinado debido a un decreto de las SS por el cual no debían nacer más bebés judíos de mujeres judías.

A mi hijo

Ya fuera por hambre
O por un gran amor,
-Pero tu madre es testigo de esto-
Quería tragarte, hijo mío, cuando sentí tu pequeño cuerpo frío
En mis dedos.
Como si apresara en ellos
Un vaso de té caliente
Notando como se enfriaba.

Puesto que no eres un extraño, ni un huésped,
en nuestra tierra uno no arraiga un segundo,
se nace uno mismo como un anillo
y los anillos se entrelazan entre sí como cadenas.

Mi niño,
que en palabras se llama: amor
y que sin palabras eres amor en ti mismo, tú, la semilla de cada
sueño, el tercero escondido
quien desde el ancho mundo
con la maravilla de una tormenta nunca vista
ha hecho que dos seres se encuentren
para crearte y regocijarse.

¿Por qué oscureciste la creación
como lo hiciste cuando cerraste los ojos
y me dejaste fuera, mendigando,
con un mundo blanqueado por la nieve
del que te deshiciste para marcharte?

Ninguna cuna te dio alegría,
cuyo movimiento
encajase en el ritmo de una canción.
Ya puede el sol arrancarse los ojos
puesto que tú nunca contemplaste su luz.
Una gota de veneno extinguió tu confianza,
tú pensaste
que era leche dulce y caliente.

Quería tragarte, hijo mío,
sentir el sabor
de mi anticipado futuro.
Tal vez florecieras en mi sangre
como lo habías hecho antes.

Pero no merezco ser tu tumba.
así que te lego
a la nieve que te convoca,
la nieve, mi primer día festivo,
y tú te hundirás
como una esquirla de anochecer
en las tranquilas profundidades
y llevarás mis saludos
a las pequeñas hierbas congeladas.

El poema es presentado con una fantasía de tragarse el pequeño cuerpo, de hacerlo “florecer” en la sangre de su padre. ¿Regresó el padre a un impulso oral, canibalístico, que presagiaba la melancolía? ¿Podría ser esto un ejemplo en el que en lugar del duelo que liberaría al padre de su apego, la identificación con el niño muerto le haría padecer una depresión? No lo creo. Según la mayoría de las teorías sobre el duelo, la negación de la pérdida representa el primer lugar de este proceso (Parkes, 1987; Bowlby, 1960). Creo que la fantasía de incorporación expresa el rechazo inicial del padre a aceptar la realidad de la muerte del infante.

El deseo de tragarse al niño retorna y ahora se junta con la fantasía de la partenogénesis: “se nace uno mismo como un anillo/ y los anillos se entrelazan entre sí como cadenas”. Los niños son eslabones en la cadena de generaciones. Tragándose al niño, el padre quería “sentir el sabor de [su] anticipado futuro”.

Y hay enfado, el afecto siempre presente en el duelo. Enfado con el niño y enfado con el mundo por causar este dolor insoportable: “¿Por qué oscureciste la creación / como lo hiciste cuando cerraste los ojos /…?” Esto no es un enfado ordinario; esto es una rabia que reclama venganza: “Ya puede el sol arrancarse los ojos / puesto que tú nunca contemplaste su luz”. El padre quiere oscurecer el mundo que presenció el crimen en silencio: arrancando los ojos al sol, el mundo entero se volverá oscuro y todos tendrán que unirse al padre mientras su mundo se vuelve oscuro y vacío.

Entre los símbolos del poema, el más conmovedor es la imagen de la nieve blanca a la que, al final, el padre lega a su hijo muerto. La nieve es el primer y  último respiro, el “primer día festivo”, y el lugar de descanso. Este es un día festivo porque la blancura de la nieve deshará lo negro del veneno que ha matado al niño. Es un día festivo porque la nieve nutre la tierra para que ésta se renueve en primavera. El padre se consuela con la idea de que el niño muerto llevará saludos, nutrirá a las “pequeñas hierbas congeladas”.

Para este padre-poeta, el acto creativo de escribir cumplió con una doble tarea: facilitó el duelo y –al mismo tiempo- preservó el recuerdo del niño en forma de poema. No obstante, el recuerdo fue preservado no sólo para el poeta, sino también para nosotros que, al leer el poema, respondemos con toda la medida de nuestro propio dolor: lamentamos la pérdida de este bebé y al mismo tiempo nuestras propias pérdidas trágicas.

El arte creado durante el Holocausto fue creado en lugares de horror y atrocidad, en lugares donde uno espera que se destruya la creatividad. Aun así, en algunos campos donde estaba asegurado el material para el trabajo artístico (principalmente en Terezin, algo en Buchenwald, e incluso Auschwitz), se pintaron cuadros, se hicieron bocetos, y se escribió y se escribió e interpretó música. Estos artistas presenciaron torturas y ejecuciones, y muchos fueron torturados. Hicieron sus obras de arte en secreto tras haber llevado a cabo una pesada labor durante el día; muchos de estos artistas murieron mientras que su arte sobrevivió. El arte del Holocausto tenía diversas funciones; entre éstas era importante el servicio de las obras de arte como testigos de los acontecimientos que de otro modo no podían visualizarse, puesto que no había precedentes de tales hechos en el mundo occidental (Mickenberg, Granof y Hayes, 2003; Ornstein, 2006). Nos preguntamos: para ser capaz de transmitir afectos asociados al sufrimiento y al duelo, ¿deben los artistas sufrir y haber tenido pérdidas importantes en sus propias vidas? La experiencia personal era muy valorada por Freud, que pensaba que la belleza de “Hamlet” sólo podía haber sido impulsada por una pérdida real en la vida de su autor. Él consideraba que esta obra, al igual que “Las desventuras del joven Werther”, de Goethe, era una obra de duelo, un modo de exorcizar el dolor de la pérdida (von Unwerth, 2005).

Los autores más conocidos de la literatura del Holocausto  han sido escritores supervivientes: Dan Pagis, Aharon Appelfeld, Eli Wiesel, Paul Celan, Primo Levi. Estos autores han dado testimonio de acontecimientos que de otro modo no habrían sido registrados; es probable que sus obras sobrevivan durante varias generaciones, no sólo porque en ellas afrontan e intentan asumir su propio sufrimiento, sino porque abarcan el significado de ese desastre colectivo. Estos autores promueven (como lo hacen los memoriales y el arte que se muestra públicamente) un sentido de pertenecer a una comunidad basada en experiencias compartidas. Algunos artistas han tenido más éxito que otros al comunicar su sufrimiento al público. Por ejemplo, entre todas las pinturas de Picasso, el “Guernica”, que describe el bombardeo de esa ciudad durante la Guerra Civil española, es uno de los más visitados; la pintura es un recordatorio no sólo de esa tragedia, sino de todas las guerras anteriores.

La acción terapéutica en este arte podría compararse con los comentarios interpretativos que resuenan con la experiencia subjetiva del paciente. Una vez creadas, las obras de arte imponen estructura a la experiencia del artista y le otorgan coherencia. Es similar a cómo los comentarios interpretativos bien articulados imponen estructura a la experiencia no plenamente consciente de nuestros pacientes. Los cometarios interpretativos que responden a los afectos que el paciente siente más profundamente crean un sentimiento de ser entendido, una experiencia que fomenta la cohesión del self, lo que, a su vez, facilita el deshacer la renegación, permitiendo que los afectos dolorosos entren en la conciencia. Mientras que los poemas, como las interpretaciones, modelan y por tanto pueden distorsionar y limitar la experiencia, en los poemas, como en otras formas de arte, se preserva el dolor profundo y se comunica a los lectores, con quien puede resonar.

David Grossman (2007) capta con belleza cómo escribir, como el diálogo analítico, “libera” el afecto y facilita el duelo: “Escribo. En la vigilia por la muerte de mi hijo Uri… la conciencia de lo que ha sucedido se ha hundido en cada una de mis células. El poder de la memoria es en realidad enorme y pesado y a veces tiene una cualidad paralizante. Sin embargo, el acto de escribir en este momento me crea una especie de “espacio”, un territorio mental que no había experimentado antes, donde la muerte no es sólo la negación absoluta y unidimensional de la vida. Escribo y siento cómo el uso correcto y preciso de las palabras es como un remedio a una enfermedad”.

¿Aceptó Sutzkever, que en 1943 era un hombre joven, la transitoriedad de su propia vida, y fue capaz de hacer “adecuadamente” el duelo por la muerte de su primer hijo? Dadas las circunstancias en las que vivía, éste fue probablemente el caso: en los campos de concentración y en la clandestinidad, todos los aspectos del desarrollo se aceleraban enormemente. Los niños y los jóvenes adquirían rápidamente la sabiduría de los ancianos. Sutzkever se unió a los partisanos tras la muerte de su hijo y sobrevivió a los peores horrores del Holocausto. Creo que este padre-poeta habría aceptado el argumento de Freud de que lejos de destruir el valor de la belleza, la transitoriedad de la vida hace que la belleza de la naturaleza sea aún más valiosa. En los poemas que escribió tras la guerra, Sutzkever celebraba la vida. Escribió sobre los placeres sencillos de la vida, como calentarse las manos heladas sobre un montón de estiércol de caballo: encontraba la ocasión de celebrar la libertad en el aleteo de una mariposa a través de un bunker donde se ocultaban niños perseguidos. Con ocasión del nonagésimo cumpleaños del poeta, Ruth Wisse (2008) escribió: “El poeta resiste la degradación que se le impone no sólo mediante su capacidad para seguir escribiendo poesía, sino haciendo de la resistencia estética el tema de sus versos”.

Así que, ¿cómo y cuándo se siente el duelo cuando la pérdida implica familias y comunidades enteras? ¿Qué pasa cuando el lugar y el momento de las muertes de los miembros de una familia no son conocidos por sus deudos? ¿Qué ocurre cuando los supervivientes de grandes desastres naturales y sociales han sufrido no sólo múltiples pérdidas sino también años de privaciones y humillaciones?

Creo que la respuesta a estas cuestiones reside en la experiencia de desarrollo temprano de cada individuo. Cuando las experiencias de la primera infancia han dado lugar a un self bien consolidado, los supervivientes de un trauma durante la etapa adulta son capaces de alcanzar y establecer nuevas relaciones íntimas, un requisito para emprender el proceso de duelo. Mi opinión sobre este tema difiere del de otros autores (Barocas y Barocas, 1973; Bergman y Jacovy, 1982; Kestenberg, 1982; Niederland, 1968) que han escrito extensamente sobre los supervivientes del Holocausto y sus hijos (Ornstein, 1985). Hay entre estos autores un acuerdo general en cuanto a que el intento de los supervivientes “de reconectar con el pasado benigno y restablecerlo mediante recuerdos positivos se ve continuamente comprometido por la intrusión de la atrocidad que inunda todos los aspectos del pasado” (Auerhahn y Laub, 1984, p. 327). En mi opinión, el restablecimiento de la continuidad psíquica no depende de la reparación de la memoria; más bien, depende primero y sobre todo de la naturaleza de los apegos tempranos (seguro, inseguro, evitativo, o desorganizado[5]) y de la capacidad, también adquirida tempranamente en la vida, de regular el afecto e internalizar valores e ideales. Éstos son rasgos de las personalidades de los supervivientes que los ayudan a soportar la humillación y el sufrimiento personal. Las generalizaciones en las que se consideraba que todos los supervivientes del Holocausto habían sido tan gravemente dañados como para ser incapaces de hacer el duelo, han tenido consecuencias desafortunadas para el tratamiento de los supervivientes y sus hijos (Ornstein, 1989).

Pero los recuerdos traumáticos afectan al proceso de duelo. Especialmente problemáticos son los recuerdos relacionados con acontecimientos ocurridos en estados de disociación. En esas situaciones, los únicos rastros disponibles se hallan en los recuerdos que forman parte de la memoria implícita que activan sensaciones corporales y crean pesadillas en lugar de ser conscientemente recordados. En sus memorias, Aharon Appelfeld (1994), un autor israelí que sobrevivió de niño a la II Guerra Mundial gracias al poder de su ingenio y sus recursos, describe una capa de memoria más profunda, semiconsciente, que se preservaba dentro de su cuerpo y emergía sólo en sus sueños. Escribe sobre vivir en Israel cuando era un joven adolescente determinado a olvidar su infancia traumática y llena de pérdidas: “Pero por la noche, había sueños. En esa región, los terrores seguían vivos con todo su poder, claros y penetrantes, como sólo saben hacer los sueños desnudos” (pp. 149-152).

Una de las diferencias importantes entre el duelo relacionado con múltiples pérdidas ocurridas durante condiciones traumáticas y el duelo en condiciones culturales ordinarias es que los supervivientes de grandes desastres deben renunciar a los rituales que en circunstancias normales inician y facilitan el proceso de duelo.

La acción curativa de las tradiciones y los rituales y la integración de los recuerdos traumáticos

El modo en que una sociedad se ocupa de sus muertos expresa ciertas creencias no articuladas sobre la muerte, la vida después de la muerte y la reencarnación[6]. A menos que se tema a los muertos, como en las épocas paganas, la mayoría de usos y leyes religiosos concernientes a los funerales y al periodo de duelo demandan que el fallecido sea tratado con honor y reverencia. Esto, creo, es por lo que en condiciones civilizadas se hacen los máximos esfuerzos posibles por recuperar los cuerpos y partes de los mismos en el lugar de un accidente o en zonas de combate. Los mitos, los usos religiosos y el sistema de valores de una tradición determinada, influyen profundamente en el trabajo psicológico del duelo; ofrecen un marco y canalizan los afectos asociados con el sufrimiento y ofrecen oportunidades para su expresión. La tarea dual de buscar nuevas relaciones y consolidar internamente la antigua se ve facilitada por el apoyo de la comunidad que participa en las actividades que rodean a la muerte. Si bien el dolor por la muerte es una experiencia privada, el doloroso proceso intrapsíquico requiere un contexto interpersonal. Furman (1974) hizo la observación de que “el duelo en solitario es una tarea casi imposible incluso para un adulto maduro” (p. 114).

Numerosas religiones recomiendan la conmemoración ritual. En la tradición judía, por ejemplo, durante una visita de shiva[7], el visitante y el doliente se comportan de una manera prescrita que recuerda a una interacción terapéutica: se espera que los visitantes respondan sólo a lo que el doliente verbalice; no consuelan, para no interferir con la expresión de las emociones dolorosas; no intentan aplacar el sufrimiento, sino compartir empáticamente el dolor (Slochower, 1993). La cura que se produce en este marco no clínico, creo, está relacionada con que el doliente sea capaz de compartir su sufrimiento con los otros y que éste sea aceptado incondicionalmente.

En las tragedias masivas, donde los cuerpos de los muertos se pierden en el fondo del océano, en fosas comunes, o en una masa de humo negro, estos rituales no pueden ser observados. No hay funerales en los que pueda reconocerse el carácter definitivo de la muerte, una experiencia que inicia el proceso de duelo. No hay actos conmemorativos en los que amigos y familiares recuerden y ensalcen las virtudes del fallecido. Los supervivientes de la tragedia del 11S han dicho que no tener un cuerpo que enterrar afectó su capacidad de elaborar el duelo. El ataque no sólo les arrebató la vida de sus seres amados, dijeron, sino también su muerte.

En los casos de genocidio, las comunidades también son destruidas y todo aquel que sobrevivió a la calamidad es un doliente. Curiosamente, esto puede convertirse en fuente de consuelo para los supervivientes, que desarrollan entre sí lazos especiales y se ofrecen los unos a los otros lo que más necesitan al principio: no ayuda en el duelo y el recuerdo, sino ayuda para crear una comunidad que apoye sus esfuerzos por recoger las hebras de sus vidas interrumpidas. Esto invierte la secuencia articulada en la teoría tradicional: no es que sólo puedan encontrarse nuevos objetos una vez que los antiguos han sido abandonados (decatectizados). Más bien es que los nuevos objetos (del self) tienen que estar disponibles para facilitar la recuperación antes de que pueda comenzar el duelo (Ornstein, 1981).

El silencio entre los supervivientes del Holocausto que siguió a la destrucción de la II Guerra Mundial fue un silencio necesario: sirvió para la recuperación, para la creación de nuevas familias, para prepararse para una nueva vida de modo que, finalmente, con una mayor consolidación del self, pudieran afrontar y aceptar la enormidad de sus pérdidas. Intrapsíquicamente, este período corresponde con el deshacer gradualmente de la negación que los ha protegido de sentir niveles intolerables de dolor psíquico. Cuando los supervivientes hablan de sus experiencias, y de familiares perdidos poco después de una gran catástrofe, suelen hacerlo con voces desapegadas y desprovistas de afecto. Esto indica que la renegación, la defensa que hizo posible sobrevivir en condiciones tan extremas, tiene que permanecer en su lugar hasta el momento en que el dolor pueda ser experimentado sin miedo a la fragmentación. Desde una perspectiva teórica diferente, pero expresando esencialmente lo mismo, Blum (2003) ha afirmado que “el entumecimiento del afecto y el estrechamiento del pensamiento pueden servir como una moratoria temporal durante la cual el yo traumatizado puede comenzar a recuperar su organización usual y su constelación defensiva” (p. 426).

Muchos supervivientes del Holocausto fueron incapaces de sentir el dolor de su aguda pérdida durante muchos años: evitaban los lugares que pudieran desencadenar sus recuerdos y, con ellos, el duelo que no se permitían. Sin embargo, la integración de recuerdos traumáticos en el resto de la psique parece ser un imperativo psicológico. Dicha integración es difícil porque los recuerdos traumáticos tienen una dialéctica interna a ellos: aunque demanden articulación, se siente que no son verbalizables ni compartibles (Ornstein, 2001). Cuando los síntomas interfieren con el duelo tardío, entonces la renegación, una defensa que ha sido crucial para la supervivencia a experiencias traumáticas y para la capacidad de “seguir viviendo”, debe ser elaborada en un marco analítico o terapéutico.

El historiador Saul Friedlander (1979), que sobrevivió al Holocausto siendo niño, describe la lucha que muchos niños supervivientes llevaron a cabo por recuperar los recuerdos. Al principio los recuerdos volvían en forma de imágenes o sensaciones vagas, confusas, pero cuando fueron adultos, estos niños supervivientes hicieron el mayor esfuerzo por ensamblar los fragmentos de su pasado. El contexto de la vida cotidiana ofrecía innumerables pequeñas oportunidades para completar esta “construcción” silenciosa. El olor o el sabor de una comida concreta, una melodía, la visión de una nieve recién caída, todos ellos podían ser parte de este esfuerzo continuo y silencioso. “A veces uno espera algo sin saberlo”, escribe Friedlander, “y de repente la más ligera señal toma una dimensión inesperada… a veces; los recuerdos siguen sus propios caminos indirectos” (p. 102).

Las oportunidades para el duelo colectivo tienen especial importancia para los supervivientes de experiencias traumáticas y múltiples pérdidas; las conmemoraciones en lugares memoriales tienen un efecto inmensamente catárquico. Al ocurrir, como sucede, en lugares y momentos designados, ofrecen oportunidades de revivir el pasado colectivo que requieren poca o ninguna explicación verbal. Uno de los ejemplos más explícitos y conmovedores del duelo colectivo son los encuentros anuales del Día de los Caídos en que los veteranos de guerra se reúnen en el Memorial de la Guerra de Vietnam en Washington (Bassin, 2008). Al reunirse en el lugar conmemorativo en sus motos, los veteranos crean un inmenso ruido que recuerda el rugir de los helicópteros y las bombas. Estos son potentes desencadenantes afectivos para los recuerdos que aún atrapan a muchos de ellos. El ruido también interrumpe el silencio, expresando la rabia hacia las vecindades que no participan y recordando que la paz de esos lugares es ilusoria y que la violencia puede estallar en cualquier lugar y cualquier momento. El ruido tiene en sí mismo el poder de ubicar a estos hombres en un “espacio conmemorativo”. Pero no todos se atreven a entrar en él. Muchos no dan el siguiente paso y no se acercan al mármol negro  en el que están inscritos los nombres de sus camaradas caídos. Aquellos que permanecen en la periferia muestran que deben preservar la renegación: el dolor de la pérdida y la rabia por sus oportunidades perdidas en la vida deben ser cuidadosamente dosificados. Aquellos que se aproximan al memorial lo hacen con reverencia: hacen calcos de los nombres para llevárselos a casa como recuerdo. Ser capaz de descender a la memoria es un logro emocional no diferente del que experimentan los pacientes cuando son capaces de llorar en presencia de su analista: finalmente contactan con el dolor del duelo agudo.

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[1] Las teorías psicoanalíticas actuales sobre el duelo han sido influenciadas por la teoría del apego (Bowlby, 1969; Lyons-Ruth y Jacobvitz, 1999), la investigación clínica sobre el dolor ante la pérdida (Balk, 1991, Klass, Silverman y Nickman, 1996) y la teoría evolutiva (Sussillo, 2005; Stern, 1985), así como por la psicología del self y la teoría relacional.

[2] Aunque la idea de “consolidar los antiguos” va en contra del énfasis público de Freud en la decatexis, él expresó ideas similares en una carta a Binswanger, quien había perdido un hijo. Refiriéndose a su propio dolor tras la pérdida de su amado nieto, Heinele, escribió: “Aunque sabemos que tras una pérdida así, amainará el agudo estado de duelo, también sabemos que permaneceremos inconsolables y nunca encontraremos un sustituto. No importa qué pueda llenar ese hueco, aun cuando se llene completamente, sin embargo siempre queda algo más. Y en realidad, así es como debería ser. Es el único modo de perpetuar ese amor al que no queremos renunciar (Frankiel, 1994, p. 70, las cursivas son mías). Hay más referencias a las reacciones de Freud a sus pérdidas personales en la literatura: comentarios que hizo en relación a su hija Sophie indican que mientras que en la teoría privilegiaba la decatexis, personalmente mantenía apegos internos con sus seres amados (Shapiro, 1994).

[3] En relación al modo en que el progenitor superviviente ayuda al niño en el duelo, ver Shane y Shane (1990).

[4] Uso este término en un sentido distinto al de Shimon Attie (1994), quien proyectó imágenes fotográficas en edificios de Berlín en los que habían vivido judíos antes de la II Guerra Mundial. Creó, así, espacios potenciales en los que el pasado pudiera vivir en el presente. Los espacios conmemorativos, por el contrario, se crean en respuesta a los lugares conmemorativos y al arte conmemorativo; el término se refiere a una experiencia, no  a un lugar.

[5] Bowlby (1961) no tenía duda de que las interferencias con el duelo están relacionadas con problemas en la calidad del apego.

[6] Por ejemplo, la tradición judía es explícita acerca de que el funeral tiene que tener lugar lo más rápido posible tras la muerte. Prohíbe cualquier medida (por ej. el embalsamamiento o el enterramiento demorado) que pretenda preservar la ilusión de vida o postergar la separación. Esto favorece la aceptación del carácter definitivo de la muerte. En el catolicismo romano, por el contrario, todo se orienta hacia la perspectiva de la resurrección.

[7] Los primeros 7 días del período de duelo se espera de los dolientes que se sienten en un lugar bajo cerca del suelo y eviten salir de la casa o emprender actividades físicas. Los dolientes visten ropas rasgadas y los hombres no se afeitan.