aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 062 2019 Monográfico. Abordaje psicoanalítico del trauma II

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Haciendo justicia: la traición institucional en torno a la conducta sexual inapropiada

Assembling justice: Reviving nonhuman subjectivities to examine institutional betrayal around sexual misconduct

Autor: Gentile, Katie

Para citar este artículo

Gentile, K. (octubre, 2019). Haciendo justiicia: la traición institucional en torno a la conducta sexual inapropiada. Aperturas Psicoanalíticas, (62). Recuperado de: http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001091

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Resumen

Mientras que algunas universidades han adoptado la intervención de observadores y prácticas de justicia reparadora para abordar la conducta sexual inapropiada como un asunto comunitario, los institutos psicoanalíticos que se enfrentan a crisis de conducta sexual inapropiada han confiado por lo general en la táctica de probada eficacia de identificar al individuo neoliberal como el único escenario de los problemas. Las estrategias exitosas utilizadas en las universidades pueden aplicarse al entorno psicoanalítico centrándose en la traición institucional. Este enfoque sistémico, basado en la comunidad, descentraliza no solo los cuerpos individuales, sino también las subjetividades humanas. Aquí las instituciones se convierten no solo en contenedores para el afecto grupal o en red, como si el afecto mismo emanara de los individuos dentro de una institución. La agencia y el afecto surgen a través de redes, no de cuerpos individuales, y las instituciones son agentes activos en la traición violenta. Reconocer las formas en que lo no-humano y lo humano se combinan crea el espacio para mantener la vitalidad y agencia de ambos, incluyendo múltiples potencialidades para la (re)traumatización, la resistencia y la transformación.

Abstract

While some colleges have adopted bystander intervention and restorative justice practices to address sexual misconduct as a community issue, psychoanalytic institutes facing crises of sexual misconduct have typically relied on the tried-and-true tactic of identifying the neoliberal individual as the sole site of trouble. Successful strategies used in colleges can be applied to the psychoanalytic setting by focusing on institutional betrayal. This systemic, community-based approach decenters not only individual bodies but human subjectivities. Here institutions become not just containers for group or networked affect, as if affect itself emanates from individuals into an institution. Agency and affect emerge through networks, not individual bodies, and institutions are active agents in violent betrayal. Acknowledging the ways the nonhuman and the human co-emerge creates the space to hold the vitalities and agencies of both, including multiple potentialities for (re)traumatization, resistance, and transformation.


Palabras clave

atestiguación, Intervención de observadores, Justicia reparadora, Subjetividades ensambladas, Traición institucional, Trauma sexual, Violación de los límites sexuales.

Keywords

Sexual boundary violations, Institutional betrayal, Restorative justice, Bystander intervention, Assembled subjectivities, Temporality, Sexual trauma, Witnessing.


Artículo original traducido y publicado con autorización: Gentile, K. (2018). Assembling justice: reviving nonhuman subjectivities to examine institutional betrayal around sexual misconduct. Journal of the American Psychoanalytic Association, 66(4), 647-678, https://doi.org/10.1080/07351690.2016.1112223

Traducción: Marta González Baz
Revisión: Nuria Esteve

 

Pero no es suficiente con gritar “¡viva lo múltiple!”; debe hacerse lo múltiple (Henri Bergson).

Durante más de diez años trabajé como directora de un centro universitario para mujeres, ayudé a formular una política universitaria para abordar la agresión sexual en el campus, y aconsejé a los estudiantes que fueron víctimas (y a veces perpetradores) de una conducta sexual inapropiada. Situada en los dos mundos del psicoanálisis y de la universidad, me ha sorprendido la forma en que cada uno de ellos aborda este tipo de mala conducta. Ambas instituciones insisten en vigilar por su cuenta, aislarse de la sociedad en general e individualizar lo social, ubicando el problema dentro de cuerpos singulares (Dimen 2016; Gentile 2017, en prensa). Así, el entorno social se considera irrelevante a múltiples niveles. Sin embargo, mientras que las universidades persiguen diferentes terminologías en un juego de lenguaje que cambia de "no es no" a "solo sí es sí", el psicoanálisis sigue mirando con recelo a los que dan un paso adelante (ver Dimen 2011, 2016), mientras examina la transferencia erótica por sí sola, como si la conducta sexual inapropiada fuera simplemente una cuestión de control de los impulsos. De hecho, el psicoanálisis parece aislado de la investigación académica sobre las medidas destinadas a prevenir, reducir y responder a la mala conducta sexual.

Me baso en dos capítulos de libro centrados en la intervención de observadores (Gentile, en prensa) y la justicia reparadora (Gentile, 2017) como enfoques para abordar las violaciones psicoanalíticas de los límites. Me centro en un aspecto de la conducta sexual inapropiada que no ha sido examinado con frecuencia: la traición institucional. Identificada y explorada por Smith y Freyd (2014), la traición institucional tiene lugar “cuando una institución causa daño a un individuo que confía en esa institución o depende de ella” (p. 578). Esta traición es afectiva en tanto "somos traicionados por nuestra propia inversión afectiva en un aparato ideológico como la ‘escuela’ o el ‘sistema de justicia’" (Doyle, 2015, p. 35). Las violaciones de límites son una forma de traición institucional y, por lo tanto, requieren prácticas de prevención e intervención centradas en las instituciones y basadas en pruebas.

La traición institucional es un componente central del trauma para la mayoría de los supervivientes de la mala conducta sexual. Este concepto puede captar las múltiples capas de violencia que sienten las víctimas, incluyendo las redes sociales que promueven el culpabilizar a las víctimas y que protegen y apoyan a los perpetradores, reforzando el comportamiento y las interacciones abusivos. Las instituciones -familias, organizaciones religiosas, militares, universidades, institutos psicoanalíticos- han fallado de manera consistente e inconcebible tanto a las víctimas como a los perpetradores. La traición institucional puede ocurrir incluso en organizaciones que funcionan bien y que son reflexivas. Por lo tanto, el objetivo de integrar estas ideas no es eliminar la conducta sexual inapropiada; Gabbard (2017) admite sin reservas que esto es imposible. En cambio, el objetivo es ampliar y mejorar nuestros métodos de prevención e intervención.

Cambiar el enfoque para hacer que las instituciones sean centrales requiere una mejor articulación de las formas en que las instituciones y los individuos coemergen. Mientras que la teoría de grupos articula cómo los grupos desarrollan una psicología (Bion 1961/1989), creo que las ideas de las ontologías orientadas a objetos y los nuevos materialismos nos empujan más allá. Estas teorías proponen una noción de agencia que es relacional, emergiendo no solo en los espacios entre humanos, sino entre humanos y no humanos (por ejemplo, instituciones). La agencia, descrita en esta literatura como vitalidad, no es una condición a poseer, sino una oportunidad que surge de un evento relacional. Este enfoque de "ensamblaje" descentraliza los cuerpos individuales y las subjetividades humanas. Las instituciones pueden convertirse en agentes activos en la traición violenta a través de sus protocolos, políticas o fallas para cumplir con las promesas de estos procedimientos. Reconocer las formas en que lo no humano y lo humano coemergen crea espacio para las vitalidades y agencias de ambos, incluyendo las posibilidades de (re)traumatización, resistencia y transformación.

Las ontologías orientadas a objetos y los nuevos materialismos no se refieren a la antropomorfización de objetos no humanos o a su denominación como ciudadanos; estas teorías no justifican la categorización de las empresas como personas. Más bien, se centran en derribar lo que se considera una barrera ontológica artificial entre lo humano y lo no humano (aunque los nombres de las categorías están terriblemente centrados en lo humano), lo que Latour (1991) ha llamado "la gran división". La premisa no es que los seres y objetos no humanos sean, o deban ser considerados, más humanos, sino que las entidades identificadas como humanas y no humanas son coemergentes y tienen agencia. Estas teorías tienen el potencial de expandir las nociones psicoanalíticas de subjetividad y agencia que limitan los compromisos relacionales con lo humano[1]. Estos enfoques ofrecen diferentes maneras de explorar cómo surge la agencia en muchos espacios relacionales, no sólo entre humanos, lo que puede expandir el repertorio teórico que vincula a los humanos con las instituciones.

Cuando redacté este documento, incluí un reconocimiento de mi propia ansiedad al darme cuenta de que las instituciones manejaban la conducta sexual inapropiada bajo el liderazgo de un hombre que se jactaba de sus comportamientos violentos y sexualmente abusivos, y que era recompensado con el puesto más alto del país. Desde entonces, como hombres poderosos han sido derribados de sus tronos por acusaciones de conducta sexual inapropiada, muchos han respondido patologizándolos como monstruos depravados, o señalando a los acusadores por haber iniciado una "caza de brujas". Ambas respuestas individualizan la violencia sexual. En la mayoría de los casos, por cada carrera arruinada (tal vez sólo temporalmente), había un equipo de personas y un conjunto de prácticas institucionales que no solo apoyaban, validaban y reforzaban el comportamiento abusivo y violento, sino que hacían que las acusaciones fueran invisibles y mudas. La traición institucional también es fundamental en este contexto. Los temores a la caza de brujas y el pánico moral sexual se han extendido viralmente, alimentados en parte por la invisibilidad de las investigaciones y los años de acusaciones que a menudo permanecen ocultos en archivos confidenciales. Por más representativos que hayan sido los movimientos #MeToo y #TimesUp, las propias instituciones ofensivas permanecen aparentemente intactas y vírgenes. Las mujeres que señalan con el dedo se han convertido en el centro de la ira o a veces han sido elogiadas por su heroísmo, pero las instituciones que recompensan la intimidación y el comportamiento violento parecen persistir. Esto es una traición institucional. Al ampliar el enfoque del análisis para incluir la traición institucional, podemos interrumpir esta tendencia a individualizar el problema y su solución[2].

Soy consciente de que las formas públicas de intervención y reducción de daños, medidas como la justicia reparadora y la intervención de observadores, pueden tener consecuencias graves en un entorno psicoanalítico institucional, donde la concesión de licencias estatales y el sustento de una persona pueden verse comprometidos por la exposición y la participación de la comunidad. Al mismo tiempo, estas cuestiones de privacidad han funcionado como escudos protectores para los acusados, permitiéndoles eludir el rendir cuentas. No estoy afirmando que todos los perpetradores hayan sido autorizados por un cuerpo institucional maligno, pero muchos de estos organismos (por ejemplo, institutos, juntas de concesión de licencias, otras comunidades profesionales) han privilegiado la protección de los acusados por encima del bienestar del acusador (Alpert y Steinberg2017). Me interesa principalmente el potencial que tienen las intervenciones basadas en la comunidad para romper el círculo vicioso que perpetúa una dinámica de víctima-perpetrador que protege a la institución de reconocer su papel en la mala conducta y sus acciones de traición contra la víctima, el perpetrador y los miembros de la comunidad. Mi intención es ampliar el alcance de la intervención, prevención y transformación pensando en la agencia como dispersiva. Este enfoque puede hacer que las comunidades sean más capaces de pensar de forma analítica, de reconocer las huidas impulsivas hacia lo legal como, al menos en parte, reacciones esquizo-paranoides y defensas contra la responsabilidad, la vergüenza y la impotencia. Entonces podríamos ser capaces de conceptualizar mejores modos de promover y sostener una reflexión significativa y basada en las instituciones.

La atmósfera de la que las universidades son responsables difiere en cierto modo de la del tratamiento psicoanalítico, pero no tanto de la de los institutos psicoanalíticos, cuya misión, como la de las universidades, es principalmente educativa. Uno puede pensar que estos cuerpos institucionales deberían tener ventaja, puesto que los psicoanalistas están versados en entender las multiplicidades y complejidades de la experiencia del self (ver Aron, 1996). Pero aquí es donde puede quedarse corto el psicoanálisis. Aunque teorizamos sobre las multiplicidades de nuestros pacientes, seguimos tendiendo a imaginarnos a nosotros y nuestros colegas como más consistentes y unidimensionales, e incluso cuando permitimos la multiplicidad, la suposición es que esta complejidad está en cierto modo muy analizada y reflexionada, que está bajo control. Serían los pacientes, y no sus analistas, los que entrarían en regresión en el espacio enrarecido del proceso psicoanalítico. Nuestras teorías generativas sobre la multiplicidad parecen abandonarnos cuando nos enfrentamos con la realidad de la conducta inapropiada, cuando se evapora nuestra capacidad de darnos cuenta de que alguien puede ser un excelente supervisor, incluso un teórico influyente en su campo, pero también un violador de los límites.

Para crear un contexto para las intervenciones basadas en la comunidad en los institutos psicoanalíticos, revisaré en primer lugar los debates relevantes y la terminología en la situación del campus universitario. Luego, integrando las teorías culturales de ensamblaje, ontologías orientadas a objetos y nuevos materialismos, presentaré una imagen de la subjetividad psicoanalítica basada en una conceptualización relacional y dispersa de la agencia. Cambiar la agencia a los espacios entre personas y entre personas e instituciones abre la puerta a la prevención comunal y a estrategias de intervención -intervención de observadores y justicia reparadora- diseñadas para abordar e interrumpir la traición institucional, al tiempo que crea nuevos potenciales para prácticas sanadoras transformadoras.

Términos de los cuerpos institucionales

En los institutos de formación psicoanalítica, la respuesta habitual a las crisis de violación de límites (ver Gabbard, 2015) sigue siendo una escisión esquizo-paranoide de “todo o nada” (Klein, 1958; Ogden, 1994). Aunque la mayoría de los psicoanalistas están formados para desmontar y complicar el pensamiento simplista y concreto de o esto/o aquello, la culpabilización de las víctimas sigue acechando. Incluso en 2011, el decisivo artículo de Muriel Dimen “Lapsus Linguae” fue considerado valiente y controvertido, y de hecho lo era. Pero gran parte de la controversia tenía que ver con una necesidad de detalles: quién hizo qué exactamente, quién era el que hacía y a quién se lo hacía, y estaba menos relacionada con las dinámicas y procesos profesionales e institucionales opresivos que silenciaron a Muriel durante décadas. 

El término prevención individualiza los incidentes porque la mayoría de los programas de universidades e institutos se centra exclusivamente en la conducta individual, no en jerarquías estructurales ni sistemas dinámicos. Por ejemplo, muchos de los que están en formación aprenden sobre las señales de alerta que hacen a un individuo más vulnerable a transgredir, pero no hablamos de las señales de alerta que los investigadores han identificado como indicaciones de que un cuerpo institucional puede traicionar a sus miembros. Además, en el entorno universitario, las mujeres son consideradas como víctimas potenciales y como agentes de prevención, responsables de evitar sus propias violaciones, mientras que el perpetrador potencial no tiene que rendir cuentas. La reducción de daños es un término más aceptable que no promete seguridad. Idealmente, no considera el género de los participantes como víctima o perpetrador potencial, ni asigna responsabilidad. Los objetivos son reducir el daño causado por los actores y las instituciones, pues también reconoce que el daño ya se ha producido. Por lo tanto, la reducción de daños es más inclusiva temporalmente, ya que se refiere a las estrategias de prevención de riesgos, así como a los enfoques para abordar a las víctimas, a los perpetradores y a las instituciones después de un incidente. El término no promete la erradicación.

De forma igualmente problemática, en el contexto psicoanalítico, el término violación de límites sexuales desplaza, si no niega, tanto a la acción como al perpetrador. Ciertamente se ha violado un límite, y esto debe ser asumido a nivel de grupo y entenderse como una violación de la relación terapéutica, el tratamiento y la comunidad profesional y la institución en su conjunto (ver Dimen, 2016). Pero este término se centra en el límite violado como si este fuera la víctima principal, y solo como un aparte sostiene, o alude asociativamente, al hecho de que el paciente fue violado.

Siguiendo a Koss, Wilgus y Williamsen (2014), usaré el término conducta sexual inapropiada para describir incidentes de violencia sexual. Me parece que el término mantiene el foco en el agresor, el autor de la conducta inadecuada, y en la conducta del agresor en relación con la práctica y la ética institucionales. Algunos pueden irritarse con la expresión “conducta inapropiada”, puesto que puede sonar sentenciosa, definitiva, tal vez restrictiva y concreta. Pero simplemente implica una norma de conducta que ha sido violada. Además, muchos aspectos del entorno son rígidos y necesitan serlo; por ejemplo, esperamos que los pacientes se marchen después de 45 minutos y nos paguen por nuestros servicios (expectativas muy concretas). Aunque algunas violaciones son más dañinas que otras, todas son ejemplos de conducta inapropiada por parte del analista e indicaciones de traición institucional. Si consideramos que la agencia emerge de forma relacional, un proceso que describiré, entonces incluso una institución bien intencionada debe reflexionar, cuando se trata de un caso de mala conducta sexual, sobre cómo puede haber tolerado ciertos comportamientos.

El consentimiento como agencia, la agencia como consentimiento

Semejanzas en los cuerpos institucionales

Tanto las universidades como los institutos psicoanalíticos centran sus discusiones sobre la mala conducta sexual en el consentimiento. Este enfoque reifica al individuo neoliberal y, como es lógico, hace poco para socavar la dinámica del "quien hace/a quien se hace" que sesga violentamente el discurso dentro de los cuerpos institucionales de las universidades e institutos. Este enfoque refuerza una estructura judicial judeocristiana (Butler 1997; Benjamin 2004; Cornell 2010) que marca a los individuos como víctimas o perpetradores. Esta dinámica es particularmente insidiosa en los encuentros sexuales, donde un aspecto integral del enfoque de género es la conceptualización del sexo como una mercancía ubicada dentro del cuerpo femenino, que debe ser tomada o protegida de otras personas típicamente identificadas como masculinas (Hall, 2004)[3].

El foco universitario en el consentimiento afirmativo convierte la conducta sexual inapropiada en una cuestión de mala comunicación, un fallo a la hora de expresar los propios deseos. Este fallo es desprovisto de poder, control o violencia. Este contenedor “afirmativo” de la conducta sexual inapropiada es atractivamente limpio y ordenado. El deseo y el consentimiento se aplanan temporalmente y son espacialmente mercantilizados y congelados, emanando de seres unitarios, temporalmente singulares: personas que saben lo que quieren y cuándo lo quieren, nunca son ambivalentes y no cambian de idea. Este enfoque de la conducta inapropiada también descansa sobre la idea de que las personas siempre dicen lo que quieren decir y que el poder, el privilegio, el inconsciente y la cultura no influyen en estas expresiones y experiencias de deseo.

En 2010, las estudiantes de Yale, cansadas de que sus acusaciones de conducta sexual inapropiada y delitos sexuales fueran ignoradas por la universidad, impulsaron el Título IX y remitieron quejas formales al Departamento de Educación. Este hecho desencadenó un cambio sísmico: de repente, cualquier fallo en investigar y responder adecuadamente a las acusaciones era una amenaza de enormes pérdidas financieras mediante recortes en la financiación federal a la universidad. Este enfoque también cambió el foco desde la conducta inapropiada individual y las cuestiones de consentimiento, a la atmósfera del campus y al fallo de la universidad en responder a las quejas. La institución, no un individuo en particular, se convirtió en el foco. El conflicto habitual entre “quien hace/a quien se hace” dejó temporalmente de ocupar el centro a favor de un foco en el entorno hostil mantenido por las políticas de la universidad y los fallos institucionales a la hora de responder. La traición institucional, aunque no se mencionara formalmente, fue uno de los puntos centrales de las denuncias del Título IX y de las investigaciones federales resultantes.

Con el Título IX, las escuelas operan bajo un estándar de intervención denominado “sabía o debería haber sabido” que las responsabiliza de la violencia basada en la atmósfera y las condiciones del campus. Se entiende que la violencia aquí surge de una atmósfera que la consiente. La cultura tiende a identificar la violencia contra las mujeres y basada en el género por lo general como interpersonal, ubicándola en la esfera privada como un asunto privado.  Este uso del Título IX deconstruyó la escisión entre lo privado y lo público, de modo que una acusación podía considerarse como una especie de canario, alertando a las autoridades de la universidad de una atmósfera tóxica en el campus. Dejando de lado los debates interminables sobre el consentimiento, este enfoque abordaba, al menos en cierto nivel, la traición institucional[4].

Estas divisiones entre lo público y lo privado en lo relativo al consentimiento son complicadas en el psicoanálisis, donde la confidencialidad es una divisa crucial en el trabajo. En este contexto, al igual que sucede con la conducta sexual inapropiada, la relación depende del consentimiento. Para todos los trabajadores de la salud mental, el consentimiento es tan crucial que insistimos en el consentimiento “informado”. Aun así, en el contexto legal, el consentimiento puede operar solo entre partes de igual capacidad cognitiva e implica a un sujeto cuyas motivaciones e intenciones son totalmente conscientes y no contradictorias (Cornell, 2010). De nuevo, las multiplicidades contemporáneas de la experiencia se desvanecen en una certeza lineal inmutable (Gentile, 2017). Pero en el contexto psicoanalítico, donde la regresión es un componente de la relación, la igualdad en la capacidad para el consentimiento es limitada y fugaz. Una vez que el tratamiento está en marcha, el consentimiento para cualquier cambio en la relación podría considerarse una función de la transferencia o la contratransferencia. Por ejemplo, Blechner (2014) afirma que uno de los papeles del paciente es seducir al analista, mientras que el papel del analista es analizar ese intento. La agencia se complica aquí porque debe percibirse a los pacientes “como si” quisieran lo que dicen. La tarea del analista es mantener esta cualidad "como si" (Baranger y Baranger, 1969), diferenciando al paciente que interpreta a un seductor de un seductor real (Blechner, 2014), como si fuera un sueño que se sostiene y se examina, pero que no se lleva a cabo. La agencia del paciente debe ser analizada en lugar de darse por sentada. Así que si el analista actúa sexualmente con el paciente, no es el paciente quien ha seducido al analista, sino el analista quien está llevando a cabo la transferencia, convirtiéndose así en el seductor real. Una díada psicoanalítica puede ser considerada como un medio para desarrollar una capacidad de consentimiento en el paciente, pero la relación, inherentemente asimétrica, no se basa en capacidades iguales en el momento.

Conceptualizar a los pacientes, o a cualquiera, como incapaces de dar su consentimiento puede ser desempoderante, y en un mundo neoliberal que se aferra al fetiche de la agencia individualista sin restricciones (Layton, 2010) puede parecer condescendiente, comprometiendo las nociones de subjetividad coherente, legible y legítima. Pero no somos sujetos individuales (Bromberg, 1998; Mitchell, 2000; Aaron, 1996; Deleuze y Guattari, 1987; Barad, 2010), e incluso con el más relacional de los terapeutas, el esquema se basa en un poder desigual. Es el analista quien da por terminada la sesión tras 45 minutos y cobra los honorarios. En la conducta sexual inapropiada que viola los límites, el profesional no cumple con su parte del trato.  El consentimiento, por tanto, es irrelevante. Además, dado el poder y las dinámicas transferenciales inherentes a la relación terapéutica, la mayoría de los psicoanalistas estarían de acuerdo en que el consentimiento entre un terapeuta y un paciente es complicado, si no imposible (ver Saketopoulo, 2010). La definición legal de violación depende  de la capacidad para el consentimiento. Así, se podría sostener que cualquier interacción sexual entre paciente y terapeuta no es solo una violación y una traición del contrato profesional, sino también quizá un delito sexual.

Negar la agencia mediante lo erótico

En el psicoanálisis, como en la cultura occidental en general, lo erótico y todos los apetitos corporales son espacios que a menudo se conceptualizan como fuera de control. Parece que los encuentros sexuales “ocurren” en las novelas románticas, la pornografía y la teoría y la práctica del psicoanálisis. Gabbard (2015) describe lo erótico en el psicoanálisis como una pendiente resbaladiza, sugiriendo la falta de control de dónde ponemos el pie. Como observa Elise (2015), esta metáfora no representa una experiencia que no es tan claramente visible ni evitable.

Describiendo lo erótico en el psicoanálisis como una corriente de resaca, Elise conjura una comprensión más dinámica. El peligro de las corrientes de resaca es, en parte, que uno puede estar entrenado para reconocerlas pero las condiciones que las producen siempre son cambiantes. Las corrientes de resaca solo pueden reconocerse realmente cuando se es capturado por una, cuando incluso los nadadores más fuertes pueden ser arrastrados al mar. De modo que en la mayoría de las playas hay instrucciones advirtiendo a las personas que se vean atrapadas que naden en paralelo a la orilla hasta que la corriente disminuya y puedan regresar a un lugar seguro. Esta metáfora respeta la fuerza de lo erótico en la transferencia al tiempo que nos recuerda que lo erótico en el espacio clínico es “como si”, dentro de la transferencia. Podemos intentar prepararnos para la marea, pero cada corriente es única y plantea sus propios desafíos. Podemos “nadar” a través de la transferencia erótica solo manteniendo un ojo atento en la “orilla”, el marco analítico. 

Hay otro tema, sin embargo, respecto a este foco en el análisis de la transferencia erótica para abordar la conducta sexual inapropiada: amenaza con obscurecer la realidad de que la mayoría de los clínicos, aunque se sientan sexualmente atraídos por los pacientes en un momento dado, no violan ese límite. Así, la transferencia erótica no es la cuestión.

Gabbard (2015), Celenza (2007) y Dimen (2011) describen el agotamiento, la soledad, la impotencia, la vergüenza, el aislamiento y la agresión como factores de riesgo clave para las violaciones de los límites. Gabbard (2017) señala que los analistas que se han vuelto "desilusionados, amargados y resentidos" (p. 154) sobre la formación, su instituto o el campo en general son más propensos a explotar a sus pacientes. Gabbard describe a estos analistas como experimentando una "profunda herida narcisista" (p. 154) por no ser reconocidos o tratados como creen que se merecen. En otros contextos esto se ha llamado una actitud de "derecho agraviado" (Kalish y Kimmel, 2010) o "triple derecho" (Madfis 2014), la creencia de que uno tiene derecho a algo que le ha sido injustamente negado. Estas personas son identificadas más a menudo como hombres blancos heterosexuales, de clase media y alta, personas que en nuestra cultura están posicionadas como con derecho y son presionadas para tener éxito. Frente al derecho agraviado, puede surgir la necesidad de borrar el yo, las reglas de la profesión y la posición de la persona dentro de la comunidad profesional. Después de todo, cuando podemos decir que alrededor del 80 por ciento de los violadores de los límites son hombres (Gabbard, 2002, 2015; Celenza, 2007; Dimen, 2011), también debemos observar que la gran mayoría son hombres blancos heterosexuales con un cierto estatus en el campo. Por lo tanto, debemos tener en cuenta el sistema blanco y heteropatriarcal que premia a los hombres por sexualizar sus afectos y les niega los espacios para experimentar las mismas vulnerabilidades identificadas como factores de riesgo para violar los límites. Lo erótico entonces, emerge como un contenedor para la vulnerabilidad, la humillación y la pérdida, permitiendo la actuación (enactment) sexualizada del poder y el control. Por lo tanto, no sólo la transferencia erótica no es la culpable, sino que este foco sostenido en ella representa el problema y puede distraernos de abordar otras condiciones que pueden dejar a una persona vulnerable a la violación de los límites.

Igual que las feministas lucharon por cambiar la conceptualización de la  violación como un delito de pasión erótica para considerarlo un delito de poder y violencia, los psicoanalistas necesitan conceptualizar la violación de límites sexuales de un modo más matizado y menos simplista. Cuando los terapeutas no logran mantener el marco al transgredir sexualmente, no sólo no están haciendo su trabajo, sino que están actuando violentamente contra el paciente y la profesión. El enfoque en la transferencia erótica, por lo tanto, es un juego de manos, que considera las violaciones de los límites como meras cuestiones de autocontrol.

El lenguaje de la transferencia y contratransferencia erótica también niega la responsabilidad y el rendir cuentas. Las transferencias, como sabemos, emergen de manera relacional. Por lo tanto, si un terapeuta experimenta una contratransferencia erótica, se puede concluir fácilmente que el paciente está implicado de alguna manera en el erotismo, el cual se considera entonces una actuación. Por lo tanto, señalar a la transferencia erótica para explicar las violaciones de los límites sexuales reparte la responsabilidad entre el paciente y el analista de una manera que reactúa la violación.

Traiciones institucionales

A pesar de sus diferencias estructurales, el psicoanálisis y las universidades como cuerpos institucionales han adoptado tácticas parecidas para manejar la conducta sexual inapropiada. Ambas desautorizan y/o culpan a la víctima. Ambos insisten en vigilar, investigar y disciplinar a los suyos a puerta cerrada. El peligro de la conducta inapropiada es contenido en los cuerpos individuales de la víctima o el agresor y uno o ambos son apartados y/o silenciados a favor de la supuesta integridad de la institución. Siguiendo de cerca las tácticas de la Iglesia católica y de las fuerzas armadas de los Estados Unidos, las respuestas psicoanalíticas a las violaciones de los límites se han enfocado típicamente primero en proteger la reputación del instituto y la identidad del acusado. En ambos entornos, el acusador, al mencionar la acusación en público, puede ser demandado por difamación y tratado como loco, problemático o simplemente histérico (Gabbard, 2017). De hecho, Blechner (2014) se refiere a la investigación de Celenza (2007) que indica que los psicoanalistas que demandan al paciente acusador reciben respuestas más favorables de los comités de ética que aquellos que no lo hacen. Históricamente, la profesión ha culpado al paciente, generalmente mujer, por la violación del analista, generalmente hombre, lo que refleja una cultura que se aferra a un ideal de soberanía sexual masculina; también reflejando la cultura, las pacientes mujeres son propensas a culparse a sí mismas por la violación (Alpert y Steinberg, 2017). Es irónico que en una profesión organizada en torno a lo que históricamente se ha llamado la "cura por el habla", que privilegia la libre asociación y la reflexión, no solo tenemos estas reglas formales e informales en torno al discurso de los pacientes (es decir, los terapeutas pueden demandarlos por difamación si hablan y hacen pública su experiencia del tratamiento), sino que también se recompensan de manera directa la agresividad y la actitud defensiva de los acusados. A veces, los miembros de un comité de ética del instituto que ha disciplinado a un terapeuta descarriado han sido condenados al ostracismo por sus colegas (Alpert y Steinberg, 2017). Como una familia que niega el incesto, el instituto psicoanalítico se organiza estrechamente en torno al agresor, aislando a la víctima perturbadora que se negó a guardar silencio. La traición institucional es desenfrenada.

La traición por parte de las instituciones es una experiencia extraordinariamente traumática, que hasta hace poco no se ha examinado. En las violaciones de límites sexuales y la conducta sexual inapropiada, las víctimas no solo están sometidas a la violencia sexual, sino que esa violencia señala un límite en la capacidad o la voluntad de las instituciones que las rodean para mantenerlas seguras. La traición puede ser sistemática o aislada, una omisión irreflexiva o un acto cometido directamente. La traición aumenta cuando a esto se suman los procedimientos típicamente deficientes para gestionar las quejas (por ejemplo, falta de protocolos, directrices claras para la presentación de informes y toma de decisiones transparentes) y las prácticas negligentes o abusivas de los miembros del instituto (tardando demasiado en responder, respondiendo de manera que se socava a los acusadores y se protege a los acusados, violaciones de la confidencialidad, retribuciones profesionales, amenazas, expulsión, demandas y contrademandas). Por lo general, la víctima se encuentra en la tenue y tortuosa posición de tener que seguir confiando en el instituto o mantener una relación con él (y con demasiada frecuencia con el acusado). Las acusaciones en sí mismas pueden indicar un fracaso traumático del organismo institucional para contener las amenazas y la violencia (véase Smith y Freyd, 2014), y esta traición solo se hace más profunda cuando no se responde a las reclamaciones, o cuando se responde a ellas con antipatía o represalias. Por lo tanto, incluso los institutos bien intencionados pueden ser considerados como traidores.

Las instituciones que tienen más probabilidades de traicionar son aquellas que tienen requisitos de membresía, una estructura jerárquica y cierto prestigio (Smith y Freyd, 2014). Si bien estos rasgos son comunes a muchas organizaciones, la traición institucional aumenta en aquellas que se consideran por encima o fuera de la ley. Así, por ejemplo, algunos organismos comunales pueden creer que su trabajo es tan especial que solo los miembros entenderán las circunstancias atenuantes que conducen a la mala conducta. A continuación, estas instituciones crean sus propios órganos de investigación en respuesta a las acusaciones. Esta respuesta puede ser un buen indicador del sentido de excepcionalidad y narcisismo que genera la traición institucional. Por lo tanto, no podemos hablar de traición institucional sin hablar también de narcisismo institucional. En una estructura narcisista, una fantasía de omnipotencia se instala ante la frustración intolerable, la rabia y la impotencia, y ante cualquier indicio de límites o culpabilidad (Novick y Novick, 1994). Los límites y la rendición de cuentas son criptonita para cualquier estructura narcisista.

Si bien el psicoanálisis no tiene el prestigio que una vez tuvo, aun es considerado (acertadamente o no) una intervención para el intelectual acomodado. La concesión de licencias y la formación postdoctoral mantienen unos requisitos de afiliación estrictamente regulados. Los institutos más prestigiosos aceptan sólo candidatos de nivel doctoral (primero M.D.s y luego Ph.D.s). La historia de los requisitos de los títulos es una historia de la formación psicoanalítica. Elise (2015) y Dimen (2016) han señalado el uso de la autoridad en los institutos psicoanalíticos al servicio del narcisismo y la idealización. Elise describe el psicoanálisis como al borde de convertirse en una profesión en torno a una cultura del narcisismo y, añadiría yo, un culto a la personalidad. Aquí las jerarquías y la adoración ciega a los héroes se usan fetichísticamente para defenderse contra la humillación y la amenaza anticipadas.

Por supuesto, la propia estructura y funcionamiento de un grupo requieren que los miembros individuales suspendan algunas necesidades o deseos en beneficio del conjunto. Sin embargo, la traición institucional se alimenta cuando solo los que están en el poder determinan qué deseos y necesidades son legítimos. Como observa Berlant (2017), al escribir sobre #MeToo, los hombres en el poder, protegidos por privilegios raciales, de clase, de género y sexuales, todavía enmarcan las "consecuencias de la conducta inapropiada en los ámbitos del capital, el trabajo, la pertenencia a una institución y las situaciones de la expresión", de tal manera que aquellos que son el blanco de estas acciones siguen siendo "estructuralmente vulnerables" y se ven forzados a "elegir sus batallas" o a "actuar simplemente de forma deportiva". Así, la singularidad del psicoanálisis tal vez se basa menos en la naturaleza confidencial e íntima del trabajo, y más en las estructuras de poder racistas heteropatriarcales. Por lo tanto, no es de extrañar que esta economía del trabajo afectivo asegure que la violencia sexual sea respondida de formas que la justifiquen, garantizando que las conductas inapropiadas permanezcan sin denunciar.

El trauma de la traición cuando se produce dentro de una relación considerada digna de confianza dentro de la cultura (por ejemplo, traición por parte de los padres, parejas o amigos, psicoanalistas, administradores universitarios) se asocia con consecuencias psicológicas más graves que otras formas de traición, en parte porque, como observan Smith y Freyd (2014), requiere que uno permanezca ciego ante el trauma para mantener la relación. Una relación de este tipo con las instituciones, apunta Hollander (2010), "crea sujetos que se identifican acríticamente con las relaciones de autoridad y poder del orden social asimétricas, represivas y restrictivas" (p. 5). Así, las víctimas se crean mediante relaciones que requieren la acumulación de responsabilidad y rendición de cuentas, mientras que los perpetradores, en perfecta simetría, emergen a través de la negación de la responsabilidad y la rendición de cuentas. Hegeman (2016) señala una "tendencia a disociar formas de conocimiento que contradicen las estructuras de poder existentes y los arreglos convencionales" (p. 327). Dado que las estructuras de poder determinan qué afectos funcionan mejor para el cuerpo social, las partes disociadas del conocimiento afectivo se vuelven potencialmente perturbadoras para nuestras redes sociales, instituciones y "selves".

Shaw (2014) ha escrito sobre el potencial del psicoanálisis para funcionar como un culto traumatizante. Hace referencia a las ideas de Hoffman sobre el lado oscuro del encuadre (1998), destacando la forma en que los psicoanalistas se establecen como jueces de la cordura, los únicos sanos en la habitación. Este poder se ejerce para controlar al paciente y el proceso, garantizando que brille positivamente solo sobre el terapeuta omnisciente. En el lenguaje actual, el poder crea al terapeuta que siempre está tranquilo y cómodo con el "no saber", pero que es capaz de explicar cualquier error terapéutico o violación ética como una actuación provocada. De hecho, dentro del cuerpo institucional, los psicoanalistas individuales son presionados para que mantengan esta postura por parte de los supervisores y maestros que regañan o avergüenzan abiertamente a los candidatos y a las ligas colectivas que se apartan de la línea del partido (ver Shaw, 2014; Levine, 2010).

La traición institucional se alimenta de las fantasías de protección y buena voluntad de los miembros. Los estudiantes universitarios asumen que estarán protegidos por la universidad. Los candidatos analíticos, de quienes se espera que se permitan ser pacientes y supervisados vulnerables y afectivamente abiertos y reflexivos, así como analistas competentes en formación, dependen del ambiente sostenedor de un instituto para su crecimiento profesional. En ambos casos, las instituciones suelen asumir la dinámica de una familia, donde los administradores actúan como padres sustitutos. Así, la traición institucional recrea la traición de la familia y de los padres. Para los supervivientes de la violencia física y sexual, esta traición puede ser especialmente maligna y devastadora. El tabú del incesto y el límite generacional entre el adulto y el niño se rompen y a menudo, junto con ellos, la fe en que las figuras de autoridad actuarán responsablemente y con cuidado. La traición institucional reactúa un narcisismo parental/adulto en el que las necesidades de los adultos/instituciones sustituyen hipócritamente a las del niño. El niño/paciente se convierte en el cuerpo identificado por esta estructura narcisista como el único responsable de la supervivencia de la familia/instituto a través del mantenimiento del secreto. Así, la red afectiva del grupo y de la familia depende de que las víctimas contengan el abuso que experimentan, así como su vergüenza e impotencia, y lo oculten todo al cuerpo institucional. No es de extrañar que a menudo se trate a los que hablan como si fueran los violadores, perturbando la estructura institucional, que de otro modo sería "pacífica", y perturbando el acuerdo afectivo. Esta carga afectiva es cada vez menor y puede aplastar lo que Winnicott (1971) ha descrito como una fe necesaria en seguir siendo. Y este debilitamiento ocurre en un contexto sociocultural que fetichiza a la familia como el más importante y digno de confianza de los vínculos, incluso sagrado. Esto coloca a las víctimas en un mundo dividido donde no pueden saber lo que saben y seguir siendo (Winnicott1971) con un sentido de integración. Esta destrucción de la realidad ya es bastante mala en el contexto de la familia, pero cuando se repite en el contexto de la formación universitaria o psicoanalítica, ambos cuerpos institucionales que prometen la autoexploración y el crecimiento, y, en el caso del instituto, el análisis crítico de la familia de origen, este tipo de traición puede llegar a ser demoledor. La traición institucional, por lo tanto, se organiza en torno a un patrón de colonización afectiva y física en el que los poderosos determinan qué efectos encarnarán, dejando a la víctima/oprimido acarrear la carga afectiva de la vergüenza por toda la cultura/comunidad (Oliver, 2004).

Las agencias de las subjetividades en red

Asumir la responsabilidad de lo que heredamos (del pasado y del futuro), de las enredadas relacionalidades [relationalities] de la herencia que “nosotros” somos, .... arriesgarse, ponerse uno mismo en riesgo, arriesgarse uno mismo (que nunca es uno o mismo), abrirse a la indeterminación en el camino hacia lo que está por venir. La responsabilidad es necesariamente una relación/acción asimétrica, una actuación, ...de intra-acción, en la que nadie/nada es dado de antemano o permanece siempre igual. Solo en esta responsabilidad hacia el otro enredado... existe la posibilidad de que se haga justicia. (Barad, 2010, p. 265)

Esta sección puede parecer un salto. Hasta ahora, me he centrado en las estructuras organizativas de los organismos institucionales y en cómo los individuos han violado los contratos sociales. Aquí espero articular una manera de conceptualizar la agencia como un fenómeno relacional a partir del cual coemergen los participantes humanos y no humanos. Conceptualizar la agencia en este espacio relacional nos permite entender mejor cómo la intervención de observadores y la justicia reparadora pueden ser utilizadas para mitigar la traición institucional.

En contraste con la descripción de Barad, la subjetividad occidental unitaria propugnada en la mayoría de las estrategias de prevención e intervención y en las teorías de conducta sexual inapropiada puede ser considerada como temporalmente atrofiada. Consideremos en cambio una subjetividad interdisciplinaria, en red, en la que los patrones neuronales emergen de redes de enredos y compromisos relacionales. Aquí la materialidad de lo humano emerge a través de colecciones, ensamblajes, de parásitos y organismos (Anzaldúa, 1987), "un sistema diverso e interconectado (una mutualidad de estados de ánimo-objetos-neurotransmisores-hormonas-conocimientos-afectos-apegos-roturas-gándulas-imágenes-palabras-aventuras)" (Wilson, 2011, p. 280), o "devenires y contagios no jerárquicos" (Haraway, 2008, p. 28), intra-acciones con lo humano y lo no humano. En este marco, las subjetividades humanas nacen solo como momentos de coherencia ensamblados, siempre necesariamente emergentes en relación tanto con lo humano como con lo no humano.

Muchos teóricos, incluyendo Clough (2008), Connor (2011), Shaviro (2010, 2011), Bennett (2010), Barad (2007, 2010, 2015), Harman (2005), Hansen (2004), Massumi (2002), Rucker (2006), Morton (2013), Manning (2014) y Braidotti (2013) han tomado la decisión de rearticular las ideas de afecto y agencia. Estos pensadores, influenciados por Whitehead (1929/1978), un filósofo de proceso, Varela (2000), un biólogo y filósofo, y Latour (1991, 2005), un científico social que desarrolló la teoría de la red de actores, han encontrado maneras de explorar las agencias de lo no humano. A estos teóricos se les ha atribuido la creación de los campos intelectuales de las ontologías orientadas a objetos, los nuevos materialismos (a veces llamados materialismo especulativo o vital), la teoría del afecto, el posthumanismo, la teoría de interespecies o transespecies, y la revitalización del panpsiquismo. Lo que estas áreas tienen en común es la idea de que el afecto y la agencia emergen no de los cuerpos sino de los espacios entre ellos. El afecto en algunos de estos escritos se vuelve casi sinónimo de agencia, ya que esta se define típicamente como "una vitalidad de intensidad" (Clough 2008, p. 4). Los objetos y los humanos son coemergentes, y ambos son categorías de ser que incluyen la vitalidad. Esta orientación altera el excepcionalismo humano en el que se basan la cultura occidental y el psicoanálisis. Al fin y al cabo, si organismos como los mohos de fango muestran toma de decisiones, se nos presiona para que reconozcamos las subjetividades agénticas de todos y de cada "cosa" que nos rodea, idealmente a través de "obligaciones de las que ninguna entidad se libra jamás" (Shaviro, 2010, p. 11). En este "universo de cosas" (Shaviro, 2011), las subjetividades humanas y no humanas están "configuradas" por las experiencias (Manning, 2014, p. 164) de tal manera que los cuerpos nunca preexisten a los encuentros y a los movimientos. Los cuerpos adquieren agencia y toman forma basándose en intra-acciones con el entorno. Es el movimiento el que orienta a los cuerpos y los objetos, no al revés. "La mente", entonces, es una cualidad universalmente distribuida, ya que todos los cuerpos materiales "producen efectos" (Bennett, 2010, p. 7) o actúan como " reclamos para el sentimiento " (Shaviro, 2010, citando a Whitehead, 1929, p. 8), con capacidades de recepción y de autoorganización (Connor, 2011).

Por ejemplo, puse mi taza sobre mi mesa sin pensar. Pero cambiando mi enfoque, diría que mi mesa tiene una agencia, una forma de convencerme para que apoye mi taza en ella, de la misma manera que atrae a mis gatos para que se estiren en ella al sol. Así que aquí se considera que la agencia de una simple acción -dejar una taza sobre una mesa- no emana de un cuerpo-mente individualizado (yo), sino de los espacios entre la mesa, la taza y yo. Después de todo, hay algo intrínseco a la mesa que invita a los gatos y las tazas de una forma que no lo hace una superficie diferente. Este cambio de atención abre nuevos espacios de relación. Si entiendo que estas acciones emergen de las agencias de espacios entre lo que cocreamos la mesa y yo, puedo ser menos propenso a tirarla en algún intento capitalista neoliberal de mejorar o de buscar la felicidad a través del consumo (Berlant, 2011). De manera similar, Rucker (2006) refleja que este enfoque otorga más respeto no solo a los objetos sino también a lo humano. Tales agentes dispersos pueden producir una forma de empatía basada no en la igualdad o en la autorrealización humana. En cambio, esta es una subjetividad que está surgiendo continuamente con la sintonía y las vitalidades de todos los seres y objetos del entorno.

Estas teorías encajan con el psicoanálisis, puesto que pretenden desestabilizar la centralidad del lenguaje, la conciencia y la cognición humanas; nos empujan a identificar nuestro excepcionalismo humano. Aquí los humanos son materialidades vitales no autónomas mezclados con otros seres parecidos, donde nadie es único ni posee ni distribuye una agencia crucial. En cambio, la agencia es como la de un enjambre con el que nos combinamos y del que nos diferenciamos solo para volver a combinarnos con él. La idea no es equiparar lo humano y lo no humano (aunque, ¿por qué no?), sino crear “un gobierno con más canales de comunicación entre miembros” (Bennet, 2010, p. 104). Esto requiere que aprendamos a escuchar y recibir proposiciones que no están expresadas en palabras o en lenguaje corporal humano. Entonces, la acción no se ve como una elección de actuación, sino como una "llamada y respuesta" emergente en la que los participantes y "el propio evento" comparten agencia (Bennett, 2010, p. 104). Esto encaja bien en los ideales de intervención de los observadores y de justicia reparadora, donde el cuerpo de la comunidad y los eventos que los recrean toman el centro, no así el perpetrador o la víctima. Este enfoque es una ética antiesencialista de reconocimiento, donde el saber y el ser están en continuo proceso. Presenta mejor la conducta inapropiada no solo como una traición multidimensional, sino como una oportunidad en la que resurgir de manera más integrada.

Esta intimidad de ser coemergente con todos los objetos de nuestro entorno puede funcionar como un antídoto no sólo contra la alienación y la escisión requeridas por el neoliberalismo, sino también contra las diadas de perpetradores/víctimas, quien hace/a quien se hace (Gentil, 2016). También nos permite estar mejor equipados para involucrarnos en una acción reflexiva, responsable y cuidadosa. Si actuamos desde un lugar de co-emergencia íntima, entonces nuestra propia existencia y continuidad dependen del bienestar de nuestro entorno y de las instituciones desde las que co-emergemos. Idealmente, nos dedicamos a mantener comunidades saludables.

Pero conceptualizar la agencia como dispersiva abre la puerta a articular la vergüenza de la mala conducta como algo que debe ser compartido. Soportamos la vergüenza mediante la conexión (Shaw, 2014), ya que literalmente la compartimos y la metabolizamos (en lugar de dispersarla y proyectarla) dentro de una red de conexiones diferenciadas. En lugar de ser individuos alienados, estamos agénticamente inmersos en "los arreglos materiales más grandes, de los que 'nosotros' somos una 'parte'" (Luciano y Chen, 2015, p. 192). Este ser intraactivo requiere sostener, reconocer y responder a la vulnerabilidad y a los límites de las existencias. Dentro de esta ética de la coemergencia, la vulnerabilidad más que la dominación organiza las intraacciones. Esto cambia nuestra conciencia de nuestro self/subjetividad así como el enfoque desde el cual nos relacionamos con todos los demás. La responsabilidad y la ética en general no se refieren a acciones hacia un "otro radicalmente exteriorizado", sino a un proceso modelado por las formas activas de "responsabilidad por las relacionalidades dinámicas del devenir del que formamos parte" (Barad, 2007, p. 393). Estas responsabilidades no se eligen, sino que son obligaciones a partir de las cuales podemos nacer y emerger (Barad, 2015). Así, no surgimos a través de un proceso de individualización o de generación de límites, sino a través de una forma diferenciada de obligación hacia los objetos humanos y no humanos con los que nacemos. Debido a que la agencia surge de estas redes enredadas, idealmente debemos estar atentos a las asimetrías de poder que encarnan los patrones relacionales. De esta manera, emergemos de redes de capacidad de respuesta entremezclada humana y no humana.

Responder como una comunidad de observadores

Si aceptamos esta subjetividad ensamblada y temporalmente múltiple, las intervenciones basadas en la comunidad son clave. Uno de estos enfoques, la intervención de observadores, se basa en la idea de que las personas actúan en función de la conducta de quienes les rodean. Se basa en el supuesto de que la mayoría de las personas no son violentas, pero permanecen en silencio cuando se enfrentan a la violencia porque carecen de la confianza o el conocimiento para intervenir. Este foco en el observador puede interrumpir la culpabilización de las víctimas, ayudando así a cambiar las normas sociales. Distribuye la responsabilidad a toda la comunidad a través de redes, pero lo hace con una comprensión de las posiciones diferenciales de poder cultural. Por ejemplo, se entiende que dentro de un sistema patriarcal la mayoría de los hombres están más influenciados y movidos a la acción por las opiniones y el comportamiento de otros hombres (ver Kimmel, 1994). Por lo tanto, los observadores masculinos se vuelven particularmente importantes en el trabajo de reducción de daños de la agresión sexual.

El foco en los observadores también ayuda a detener las posiciones opuestas de la víctima y del perpetrador, ya que el observador es el agente del cambio (Gentile, 2017; Gentile, en prensa). En los entrenamientos de reducción de daños los participantes no son identificados como víctimas potenciales o perpetradores (usualmente clasificados por género) sino como observadores (una posición de género inclusiva). Después de todo, aunque podemos decir que todos nosotros somos agresores y víctimas potenciales, es muy probable que hayamos sido y continuaremos siendo observadores de interacciones y comportamientos opresivos y posiblemente violentos. Involucrar a los participantes como espectadores también crea más agentes de cambio potenciales, a medida que el foco cambia de la conducta individual a la colectiva.

El observador puede ser el tercero, el testigo, pero está claro que la posición del observador está muy cerca tanto de la víctima como del perpetrador. Después de todo, un observador tiene que saber y reconocer tanto las condiciones para los estados potenciales de victimización y perpetración como también las diversas formas en que estos coemergen y se entremezclan. Aquí, el conocimiento de que todos podríamos ser víctimas o perpetradores se mantiene y se utiliza no para alimentar la culpa, la disociación y la vergüenza, sino para estimular la acción reflexiva y realista. La responsabilidad dentro de este modelo se comparte con el observador, que tiene la responsabilidad de intervenir de alguna manera. Las presiones afectivas que puede cristalizar la díada víctima/perpetrador se difunden horizontalmente ya que el observador, y por lo tanto el cuerpo de la comunidad, comparte la vergüenza y la responsabilidad, en una agencia similar a un enjambre.

La justicia reparadora como colectiva

Capacidad de respuesta

[L]as transacciones entre cuerpo y lenguaje dan lugar a una articulación del mundo en el que la extrañeza del mundo revelada por la muerte, por su no habitabilidad, puede transformarse en un mundo en el que uno pueda vivir de nuevo en plena conciencia de una vida que debe ser vivida en la pérdida. (Best y Hartman, 2005, p. 2)

En primer lugar, debo señalar que el término justicia reparadora puede ser visto como un término equivocado. Cuando se usa con referencia a la violencia racial, de género o sexual, no hay una época pasada de justicia que restaurar. En cambio, "reparadora" se refiere a las prácticas de justicia basadas en la reconciliación que tienen por objeto fomentar la comunicación. La mayoría de estas prácticas surgieron de los indígenas de Norteamérica y de otras comunidades de color, así como de organizaciones religiosas.

Así como la intervención de los observadores es una forma comunal de resistencia y ruptura, la justicia reparadora es una forma comunal de justicia. La justicia reparadora sitúa la interacción dentro del cuerpo comunal, que es considerado un coparticipante. La conducta sexual inapropiada en la justicia reparadora se considera un acto agresivo contra la comunidad. Sin embargo, en esta forma de justicia, también se asume que la mala conducta fue de alguna manera permitida por la comunidad. Por lo tanto, la reparación debe provenir tanto del cuerpo comunal como del perpetrador. Esta forma de justicia puede mitigar la traición institucional e idealmente restaurar la dignidad.

La estructura de la justicia reparadora asegura que las víctimas tengan múltiples vías para reportar un incidente, la garantía de un proceso de investigación oportuno, competente y transparente, y la seguridad de una responsabilidad apropiada (Koss, Wilgus y Williamsen, 2014). Sin embargo, a diferencia de otras formas de justicia, tanto las partes como la comunidad deben participar activamente en la validación y reparación, en "círculos de apoyo y responsabilidad" (p. 247), donde ni el agresor ni la víctima quedan solos o aislados. La sentencia es una decisión comunitaria en la que la víctima tiene un papel central. La transformación se considera un proceso comunitario. Este enfoque comunal, idealmente, ayuda a limitar la culpabilidad de las víctimas y las represalias, y favorece la rendición de cuentas y la responsabilidad. El agresor es el foco principal, pero la comunidad es responsable de la rehabilitación y reparación. La "manzana podrida" (Dimen, 2016) no puede simplemente apartarse y aislarse para que el resentimiento se agrave o para que se acumulen capas defensivas de vergüenza narcisista. Habilitar el sostén de la vergüenza es clave.

En la justicia reparadora, la vergüenza es generativa, haciéndose eco del uso de este afecto en otras culturas. Como señala Watkins (2016), en la estructura social maorí se considera que la vergüenza hace que una persona esté a un paso del cielo. En la cultura coreana, la capacidad de experimentar la vergüenza se considera un reconocimiento del error y de la necesidad de cambiar. La vergüenza es la primera de cuatro cualidades "nobles" requeridas para el desarrollo de la compasión (Watkins, 2016, p. 10). Aquí la vergüenza puede considerarse una señal afectiva de culpabilidad, que puede conducir a reparaciones, al remordimiento, la reflexión y la conexión empática. Así que en lugar de ser un efecto aislante o que cierre el espacio y la reflexión, la vergüenza es un vínculo para ser capaz de conectarse de manera significativa. Lansky (2005, 2007) escribe que la vergüenza en realidad está enmascarada por las respuestas a la misma. Por lo tanto, la venganza es una respuesta a la vergüenza que necesita ser desarticulada de ella para hacer que el afecto sea generativo. De manera similar, Spillius (1993) y Weintrobe (1994) observan que el derecho inflado da lugar a quejas, con el narcisismo y la grandiosidad desbaratando la utilidad de la vergüenza. El sentirse con derecho narcisista desvía el dolor de la pérdida, alterando las potencialidades de la vergüenza para el crecimiento.

La vergüenza necesita ser sostenida y cultivada cuando es apropiada, ya que mantiene las capacidades de redención "alertándonos del potencial para ser mejores de lo que somos" (Watkins, 2016, p. 12). La vergüenza puede ser vivida "extrañamente" si estamos animados por la pérdida, no afligidos por ella (Dahl, 2015, p. 73). La vergüenza idealmente "mpulsa la reflexión sobre dónde nos hemos equivocado como agentes morales y trae a la luz los principios que afirmamos pero que hemos violado" (LeBron, 2013, p. 13), promoviendo la dignidad mediante oportunidades para un crecimiento significativo y una obligación mutua. Por supuesto, esto es más fácil de escribir que de realizar.

Límites a las agencias comunales

La justicia restaurativa requiere un cierto nivel de mentalidad psicológica para ser eficaz, ya que uno debe ser capaz de reflexionar sobre su propio comportamiento y desarrollar empatía por la víctima. Gabbard (2017) observa que algunos agresores pueden ser incapaces de participar en estas formas de reparación, lo que hace imposible esta intervención. Además, para algunos este enfoque ofrece demasiada empatía a los perpetradores, limitando su responsabilidad (Daly, 2006), mientras que para otros (Koss, Wilgus y Williamsen, 2014) hace más difícil que los delincuentes nieguen su responsabilidad. Si el cuerpo comunal también es responsable, entonces el agresor puede compartir hasta cierto punto el remordimiento y la vergüenza. La justicia reparadora también funciona como una forma de reducción de daños basada en la comunidad, ya que la restauración necesariamente implica institucionalizar la implicación de la comunidad de manera que pueda interrumpir y/o interrogar las normas sociales y el comportamiento que apoyan y alimentan la violencia racial y la violencia basada en el género, así como otras actitudes opresivas. El proceso de justicia reparadora también tiene el potencial de empoderar a las víctimas. ¿Dónde más se escuchará y responderá realmente a las víctimas, y se les dará voz en la sentencia de su opresor? Cuando la comunidad muestra su remordimiento, la dignidad de la víctima y del perpetrador pueden ser restauradas. Esto ayuda tanto a la víctima como a la comunidad, que, reconocida como parcialmente cómplice, comparte la responsabilidad de la rehabilitación, ampliando así el potencial de transformación.

La participación de la comunidad también es clave para hacer frente a la traición institucional (Smith y Freyd, 2014). Como he señalado, la violencia es una señal de la aterradora destrucción de un supuesto necesario del contrato social, a saber, que el organismo institucional circundante nos mantendrá a salvo. Además, cuando la violencia va seguida de respuestas negligentes o abusivas por parte de las instituciones, la sensación de traición aumenta. Si, como ocurre con demasiada frecuencia, la violación de los límites refleja diferencias de poder y violencia en otras áreas de la vida (por ejemplo, violencia heteropatriarcal), la capacidad del proceso de justicia reparadora para contener la violencia se ve comprometida. Añádase a esto el hecho de que, como ya he mencionado, la víctima se encuentra típicamente en la delicada situación de tener que mantener una relación con la institución que la traiciona (como a menudo tienen que hacer las víctimas en situaciones familiares abusivas), y se comprometen las posibilidades de duelo y remordimiento. Sin embargo, la justicia reparadora, al hacer público lo privado (ver Gobodo-Madikizela, 2015), sigue teniendo un potencial único para interrumpir las múltiples formas de violencia heteropatriarcal que tienen lugar tras las puertas cerradas de la clínica. Esta forma de justicia puede encarnar "iluminaciones anticipatorias" (Muñoz, 2009) donde el futuro se aborda a través de las pérdidas del pasado, ampliando así el repertorio de potencialidades futuras.

Lo que aún no he discutido es la traición que el agresor puede sentir, especialmente en el caso de la justicia reparadora en torno a la violencia racial, sexual y de género. Si uno ha sido criado con los privilegios y las tensiones de la masculinidad heterosexual blanca, y si uno ha visto a otros salirse con la suya con la conducta sexual inapropiada (y tal vez con el aumento de su estatus debido a esta conducta), una respuesta institucional que insiste en que se rindan cuentas por la violencia sexual masculina podría ser experimentada como una traición, un cambio punitivo en las reglas, y dar lugar a un sentido de derecho agraviado. Por ejemplo, consideremos lo difícil que es tener en mente el hecho de que un gran número de hombres poderosos han perdido sus empleos por conducta sexual inapropiada mientras que otro se ha convertido en nuestro presidente (y sigue siéndolo). Esto es disociación cognitiva y una forma de traición institucional. Tenemos una "inversión afectiva" en escuelas e institutos (Doyle, 2015, p. 35) que nos deja a todos vulnerables a formas de traición institucional. Pero dadas las confusiones de las expectativas de género y las sexualidades, la justicia reparadora puede crear un espacio para ayudar a los agresores a metabolizar sus complicados sentimientos de traición al tiempo que deconstruyen las nociones malignas de masculinidad y de sentirse con derecho.

La intervención de los observadores está orientada temporalmente hacia el futuro, viendo las potencialidades violentas, opresivas o transgresoras de la conducta en el presente. La justicia reparadora, por otra parte, funciona para vincular el pasado con el futuro, para hacer que el presente sea justo y equitativo, o al menos reparador. Mientras que la justicia reparadora se basa en un futuro esperanzador (y esta esperanza se basa en la evidencia, ya que ha demostrado ser eficaz para reducir la reincidencia entre los agresores sexuales [Koss, Wilgus y Williamsen, 2014]), la intervención de los observadores requiere una predicción, ya que se trata de prever en el presente un futuro potencialmente violento u opresivo. Ambos enfoques implican experimentar las multiplicidades del futuro para ampliar los potenciales del presente.

Jugar con la temporalidad para institucionalizar una “justicia por venir”

[N]Nuestra tarea existencial es escuchar ese eco, resistir los momentos en que nada llena el vacío, y elaborar la comprensión de que ni nosotros ni el mundo -ni ninguno de los objetos de este mundo- podemos estar a la altura de la perfección de nuestras fantasías. Nuestra tarea, en otras palabras, es aprender a soportar los puntos agudos de la existencia sin ser irrevocablemente devastados. (Ruti, 2008, p. 499)

Best y Hartman (2005) han descrito una "justicia fugitiva" en relación con la esclavitud en Estados Unidos, donde nuestro sistema de justicia requiere que las víctimas acepten "el alcance limitado de lo posible frente a lo irreparable, y llamando la atención sobre la inconmensurabilidad entre el dolor y la compensación" (pp. 1-2). La justicia fugitiva surge del "intervalo entre el ya no más y el aún no, entre la estructura del viejo mundo y la hora esperada de la liberación", en la "grieta entre la esperanza y la resignación" (p. 3). La intervención de los espectadores y la justicia reparadora pueden ser considerados formas de esta justicia por venir que emerge de los espacios fugitivos donde coexisten la esperanza de justicia y la resignación a la pérdida, donde una forma de solidaridad intraactiva es el resultado de lo que podría llamarse una "violación habilitante" (Cornell, 2010, p. 111).

Los entornos universitarios difieren de los espacios psicoanalíticos en varios aspectos, pero los institutos de formación pueden tomar nota de lo que la academia ha encontrado útil y más eficaz (comprender la eficacia en esta área es algo complejo y difícil de medir). ¿Podríamos imaginarnos un instituto que se comprometiera con éxito con una forma de justicia reparadora para abordar una violación de los límites? ¿Podríamos pasar de una posición esquizo-paranoide a imaginar a un agresor mantenido dentro de la comunidad, no exiliado como la "manzana podrida" identificada? (Dimen, 2016). ¿Podría un círculo comunitario responsabilizar al agresor mientras se permite tener remordimientos? ¿Podría el paciente/supervisado/víctima trabajar con la comunidad para crear formas de disculpa? Ciertamente, retener a los delincuentes en la comunidad haría mucho más fácil que alguien en la pendiente resbaladiza (Gabbard, 2015), alguien que lucha contra la corriente (Elise, 2015), alguien que lucha contra el aislamiento y otros factores de riesgo, pidiera ayuda. También podría llevar a otros a ser menos selectivos hacia un solo individuo cuando se aproximan a la intervención. Y cada caso podría volver a funcionar como una intervención comunitaria y una indicación de los cambios necesarios en la comunidad. Idealmente, este enfoque basado en la comunidad se toma en serio el mantra de que todos somos potenciales agresores, porque si lo somos necesitamos encontrar maneras de tratar a los agresores como nos gustaría ser tratados y no como el monstruo creado por la proyección de nuestras ansiedades y vergüenza escindidas. Un enfoque basado en la comunidad podría idealmente terminar con la disociación, la división y la negación que con demasiada frecuencia son la norma.

La justicia restaurativa y la intervención de observadores requieren procedimientos y consecuencias claramente articulados para la presentación de informes, protocolos transparentes para la intervención y un rendir cuentas que sea coherente y evidente para la comunidad, incluido el mantenimiento de un canal limpio de comunicación mediante una investigación "a tiempo". En un contexto cultural de confidencialidad, nunca se insistirá lo suficiente en la importancia de la transparencia. Modelar cómo la confidencialidad es generativa (a través del proceso psicoanalítico) y cuándo hay que prescindir de ella por el bien de la comunidad es terapéutico en sí mismo. Guardar secretos y/o ser inconsistente colapsa la agencia del observador, arrastrando a la comunidad de vuelta a la rígida dicotomía de víctima/perpetrador, y crea más ansiedad y disociación (Wallace, 2007; Honig y Barron, 2013). Modela la dinámica de un sistema familiar abusivo, haciendo que la comunidad ayude menos. La salud del cuerpo comunal es extremadamente importante, ya que es este cuerpo el que debe contener y procesar colectivamente la vergüenza, la responsabilidad y el remordimiento.

La responsabilidad basada en la comunidad requiere la capacidad de crear y mantener una atmósfera que no tolere el abuso en ninguna forma, incluyendo la intimidación de candidatos, miembros más jóvenes y aquellos con menos prestigio profesional (Levin, 2014). El "culto a la personalidad" que se desarrolla en los institutos puede situar a ciertos miembros por encima de la ley, destruyendo la construcción de la comunidad y la responsabilidad. Los institutos, como todas las comunidades, pueden castigar o silenciar a una víctima menos poderosa con amenazas a su crecimiento profesional, limitando las oportunidades de enseñar, publicar o presentar, y absteniéndose de derivarle pacientes. Para que la intervención de observadores sea efectiva, el hablar no puede ocasionar represalias ni castigos profesionales o personales. Por lo tanto, todos los miembros de la comunidad deben ser conscientes de los procedimientos para hablar y notificar, y estos procedimientos deben ser implementados por un comité de personas con diferentes niveles de desarrollo y prestigio profesional, incluyendo a candidatos. Puesto que la represalias son tan comunes, se deben seguir unas pautas claras y estrictas para disciplinar cualquier intento.

Tal vez la tarea más difícil sea desarrollar una respuesta-basada-en-la-comunidad a las amenazas potenciales o a la conducta inapropiada. Una vez más, en el contexto de la rendición de cuentas de la comunidad, se entiende más fácilmente que las amenazas de conducta indebida son amenazas para la comunidad. Por lo tanto, la comunidad tiene interés en una intervención temprana y efectiva. El modelo adoptado por la mayoría de los colegios y universidades incluye un comité multidepartamental. Este comité reúne las preocupaciones de los docentes y el personal acerca de los estudiantes que se identifican como en riesgo de cometer, o que ya han cometido, actos inapropiados. Los institutos podrían tener comités similares con protocolos de intervención definidos por la comunidad. Es importante recordar, sin embargo, que la confidencialidad requerida por parte de los trabajadores de salud mental es exactamente lo que se ha utilizado para excusar las violaciones a través de reglas especiales, códigos de ética y procesos de presentación de informes e investigación. En otras palabras, tenemos que encontrar una manera de mantener la confidencialidad no como una defensa institucional, sino como una protección del paciente. El psicoanálisis y la psicoterapia pueden ser escenarios singulares, pero las dinámicas de poder y privilegio, a menudo invisibles, que niegan la violencia sexual, son bastante universales y han sido ejercidas el tiempo suficiente para proteger al analista.

Podría ser fácil ignorar las recomendaciones de este artículo, ya que se basan en parte en una comparación entre el encuadre académico y el del instituto. Por supuesto que estos encuadres tienen algunas diferencias básicas, pero el énfasis de estas intervenciones en la construcción de la comunidad -involucrando a los miembros de la comunidad para crear condiciones para responder y actuar- tiene el potencial de beneficiar a los institutos al mejorar sus respuestas a las violaciones de los límites. ¿Y si además de explorar las circunstancias "individuales" que son comunes a los agresores, también nos fijamos en las redes que son señales de alarma de la traición institucional? Una formación ética basada en la comunidad podría centrarse en la creación de condiciones y capacidades para responder, no necesaria ni exclusivamente en identificar y vigilar conductas consideradas "molestas", "problemáticas" o "peligrosas". Dado que Gabbard (2017) ha encontrado que algunos en la comunidad profesional tienen una "admiración secreta" por los analistas que "se salen con la suya", un foco en la agresión y el resentimiento en la dinámica de la comunidad podría ayudar a procesar estas respuestas conflictivas.

Este enfoque ensamblado de la ética surgiría de los ideales de integración y relacionalidad, evitando la disociación, la negación de la vergüenza, la dicotomía perpetrador/víctima y el rechazo de los denunciantes. Por lo tanto es un modelo que refleja mejor lo que sabemos sobre cómo evolucionan y funcionan los grupos y cómo pueden transformarse, en particular en torno al trauma, la violencia y la vergüenza.

Si aceptamos la idea de que la agencia emerge de encuentros que co-crean lo humano y lo no-humano, es importante abordar la mala conducta sexual como una conducta basada en la comunidad dentro de las estructuras institucionales. Esto no borra la responsabilidad del perpetrador, pero sí sitúa el comportamiento dentro de un cuerpo comunal responsable. Tomar en serio la traición institucional no solo compromete al cuerpo comunal, también amplía el marco de las estrategias de reducción de daños y los esfuerzos de restauración.  Compartir la vergüenza mediante redes de coemergencia humana y no humana, en lugar de disociarla, me parece que es el siguiente paso para ensamblar lo que Barad (2010) ha denominado "justicia por venir", y lo que Best y Hartman (2005) llaman "justicia fugitiva". En este caso, tanto la conducta inapropiada como el restablecimiento de la justicia pueden conceptualizarse como procesos continuos en los que puede ganarse la dignidad participando en intentos de cumplir con las obligaciones de ser de las que somos co-emergentes. Este enfoque multifacético tiene el potencial de mantener las condiciones para institucionalizar la justicia como un proceso temporal -una justicia por venir.

 

[1] Una notable excepción es el libro de Harold Searles de 1960 sobre lo no humano en el desarrollo. Refiriéndose a Piaget, Searles observa que "la conciencia surge por el contacto con las cosas" (p. 50), hasta el punto de que no podemos considerar a las personas fuera de su entorno y de sus posesiones materiales. Mientras que esta observación coquetea con las ideas actuales de ontologías orientadas a objetos y nuevos materialismos, Searles también teoriza sobre una estricta división entre ellas que debe ser desarrollada por el niño humano sano (Gentile, 2018b; Berlant, 2017).

[2] Para una discusión más amplia de estos casos y las respuestas culturales que reciben, ver la serie en el blog del Public Seminar de la New School for Social Research (Gentile, 2018a; Berlant, 2017).

[3] Ciertamente no todos los perpetradores son hombres, y no todas las víctimas son mujeres. Sin embargo, las estadísticas indican que el 80 por ciento de los terapeutas que cometen una violación de los límites sexuales se identifican como hombres, y la mayoría de sus pacientes maltratados se identifican como mujeres (Alpert y Steinberg, 2017). Por lo tanto, a los efectos del presente documento, se utilizarán estas categorías binarias de género.

[4] Aunque este enfoque tuvo sus problemas, fue un paso adelante que actualmente está siendo desmantelado por la nueva administración.

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