aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 069 2022

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Entrevista con Avgi Saketopoulou

Interview with Avgi Saketopoulou

Autor: Díaz-Benjumea, Lola J. - de Celis Sierra, Mónica

Avgi Saketopoulou Avgi Saketopoulou es una psicoanalista de origen greco-chipriota que vive y trabaja en Nueva York. Aborda en su práctica una amplia gama de problemas con niños desde 3 años, adultos y parejas y tiene gran experiencia con sexualidades queer y géneros variantes. 

Se formó en el Programa Posdoctoral en Psicoterapia y Psicoanálisis de la Universidad de Nueva York, donde ahora es docente, así como en el William Alanson White Institute y el New York Psychoanalytic Insitute. Pertenece a los Consejos Editoriales de varias revistas, como el Psychoanalytic Dialogues, The Psychoanalytic Quarterly y Studies in Gender and Sexuality. Ha recibido varios premios por sus publicaciones, como el Ruth Stein Prize, el Ralph Roughton Award, el premio anual de ensayo de la JAPA y el Symonds Prize.

Junto con Jonathan House, copresidió la primera conferencia dedicada al trabajo de Laplanche en los EEUU "Laplanche in the States: the Sexual and the Cultural". Se encuentra actualmente a punto de publicar un libro con el título Sexuality Beyond Consent: Risk, Race, Traumatophilia. Para conocer más datos sobre su currículo y su práctica, se puede consultar en su página web https://www.avgisaketopoulou.com

Como figura importante del presente panorama psicoanalítico internacional, especializada en la sexualidad en sus diversas dimensiones, con una visión que se nutre tanto de teorizaciones clásicas como de las más actuales, del psicoanálisis europeo y del americano, para Aperturas Psicoanalíticas es un privilegio ofrecer a los lectores esta amplia entrevista en la que la autora se explaya en sus respuestas, iluminando y profundizando en los puntos más actuales y controvertidos de lo sexual.

 

- En tu trabajo de 2020, “Risking sexuality beyond consent: Overwhelm and traumatisms that incite” [Arriesgar la sexualidad más allá del consentimiento: el abrumamiento y los traumatismos que incitan), propones que desde el psicoanálisis existe una actitud hacia el trauma que habría que modificar. Los analistas nos preocupamos por trabajar sobre el trauma, pensando que podemos liberar al paciente de sus heridas, como si fuera posible devolverlo a un estado previo al trauma. Pero, dado que esto no es posible, planteas que seamos más curiosos sobre qué hacer con el trauma, pasando de una actitud que denominas traumatofóbica a otra que sería traumatofílica. Poniendo como ejemplo el sadomasoquismo, hablas de cómo puede llegar a desearse un daño físico, cambiando la posición de “sujeto atrapado en el pasado” a convertirse en “un sujeto con un pasado”. En este sentido, entiendes que el objetivo sería la consecución de mayores grados de libertad. ¿Podrías poner un ejemplo de la clínica que ilustre esta propuesta? Y, sobre todo, ¿qué implicaría este cambio de perspectiva en la posición nuestra como analistas?

Dejadme empezar diciendo cuán honrada me siento por la cuidadosa atención que Lola J. Díaz-Benjumea y Mónica de Celis habéis prestado a mis textos y agradeceros la oportunidad de compartir algo más de mi pensamiento. Porque vuestras preguntas son tan esenciales, ¡cada una de ellas podría generar un ensayo en sí mismo! Lo que intentaré hacer es ofrecer algunas respuestas que toquen sus puntos principales con la esperanza de que este compromiso genere más pensamiento y participación.

En realidad, quiero hacer un llamamiento a los psicoanalistas para que permitan que nuestra atención clínica se preocupe menos por la curación, la cual ha llegado a ser casi una fijación disciplinaria en nuestro campo. Como psicoanalistas, fácilmente nos magnetiza la idea de la cura, incluso aunque sabemos que las heridas psíquicas nunca se curan plenamente. La idea de que la cura es una ilusión ha sido ya abordada por otros, como Adam Phillips y Muriel Dimen, mejor de lo que yo podré hacerlo nunca. Mi foco particular en mis propios escritos es traer al psicoanálisis un aspecto del pensamiento de Laplanche que está poco desarrollado en sus escritos, y que yo desarrollo más: la noción de traumatofilia.

Como analistas tendemos a considerar el trauma como disruptivo y esto comienza por la teorización del trauma de Freud. Lo vemos en sus Estudios sobre la histeria, continúa a través del Proyecto y es fundamental en Más allá del principio del placer. Pero la noción de Laplanche de implantación -la cual, diré muy brevemente, alude al hecho de que el enigma llega a implantarse en la piel psicofisiológica del infante- nos ayuda a pensar sobre el trauma de un modo diferente, no como algo que nos desorganiza, sino como teniendo un rol constitutivo en la vida psíquica. La implantación, para él, pone en movimiento el proceso mismo de nuestra subjetivación y la formación de nuestro Yo, y así, también de nuestra identidad y nuestra comprensión de nosotros mismos. Lo que esto significa es que el sujeto humano está trabajando desde el principio con la forma de vivir en las consecuencias de un trauma que proviene de lo que Laplanche llama, “la intervención del otro”. Para él este trauma (de implantación) es universal, y es por eso que lo describe como parte de “la situación antropológica fundamental”. Por supuesto, muchos pacientes serán además traumatizados de otras maneras: por sus objetos primarios, relaciones interpersonales, o en virtud de su posición social, como es el caso, por ejemplo, de la gente de color o de individuos cuyos géneros o sexualidades se salen de lo normativo.

Hoy el psicoanálisis está interesado predominantemente en trabajar para hacer que esos traumas desaparezcan, una posición que yo llamo traumatofóbica, más que interesarse en las diferentes permutaciones en las que aparece el trauma, que es a lo que yo me refiero como traumatofilia. Si nuestra inclinación es traumatofilica, sin embargo, no necesitamos “estar más interesados en qué hacer con el trauma”, como se formula en la pregunta, sino en lo que nuestros pacientes hacen con su trauma. La diferencia puede parecer menor y puede también ser una cuestión de traducción del español al inglés, que es la lengua en la que yo leo vuestra pregunta. Pero lo tomo como una oportunidad para clarificar que no es el analista, sino el paciente, quien “hace” cosas con el trauma. En su mayor parte, nos hemos formado para mirar ese “hacer”, bien como una compulsión a la repetición (un paciente repite en un esfuerzo patético de escapar del trauma pasado), o como procesos creativos (p. ej., como en la creación de arte). He propuesto una tercera posibilidad, en lo que se refiere a la posición analítica: una curiosidad sostenida sobre cómo la reviviscencia del trauma puede no ser retraumatizante sino producir traumatismos que, al repetirse, produzcan rupturas generativas del Yo que tengan efectos vitalizantes. Traumatismos, en este sentido, que no traumatizan: repitiéndose traumatofílicamente, pueden actuar como musas, inspirando nuevos movimientos pulsionales y nuevas experiencias.

En el artículo al que os referís, yo ilustro el trabajo de traumatofilia a través de un ejemplo de juego de raza, una práctica BDSM controvertida. Elijo este muy difícil ejemplo a propósito: no es duro para los psicoanalistas pensar que están siendo traumatofílicos en su aproximación cuando, por ejemplo, un paciente traumatizado crea una bella pintura, o un poema evocador. Quiero enfatizar que no solo el arte merece nuestra atención a este respecto: la psique humana puede secretar un rango de diferentes configuraciones de lo sexual infantil, incluyendo algo que podría en apariencia mostrarse como meras repeticiones traumáticas, como en BDSM. Uso la palabra “secretar” para señalar que estas no son producciones conscientes o intencionales sino, más bien, suceden como resultado del trabajo de fuerzas más allá de nuestro control, fuerzas que no están bajo la jurisdicción del Yo, que está, como Laplanche, “`encaramado´, en un monte que no domina.”

Desafortunadamente, el espacio no me permite compartir aquí un ejemplo clínico de modo que hiciera justicia a estas ideas, pero los lectores interesados pueden encontrar una extensa discusión clínica en mi artículo “The Draw to Overwhelm: Consent, Risk, and the Retranslation of Enigma”. Es importante señalar que no es solo BDSM y un deseo de dolor o humillación lo que puede atraer esta clase de fuerzas. De algún modo yo diría que incluso llegar a ser psicoanalista puede ser, dependiendo de la analista individual y cómo ella aborde su trabajo, una elección traumatofílica: muchas de nosotras hemos sido atraídas a nuestra extraña profesión, la cual nos expone a mucho dolor y sufrimiento humano de una manera que puede también reavivar nuestros propios traumas en modos pequeños e inesperados. Esto no necesariamente hace que la elección sea masoquista, de hecho, no es inusual para la analista sentirse también vitalizada por su trabajo, a pesar de lo difícil que pueda ser.

 

- En un trabajo del año 2020, “The infantile erotic countertransference: the analyst’s infantile sexual, ethics, and the role of the psychoanalytic collective” [La contratransferencia erótica infantil, lo sexual infantil del analista, la ética y el papel del colectivo analítico] has señalado que con el desarrollo del movimiento relacional en psicoanálisis se ha producido una intersubjetivización de la sexualidad, en el sentido de una comprensión de la sexualidad que remite a las relaciones objetales, consideradas de una naturaleza más profunda, con la consecuencia de dejar de lado la sexualidad infantil, que Freud desarrolló en sus primeros escritos. Es en ese sentido que acudes a Laplanche y a otros autores del psicoanálisis francés, porque ellos no habrían sucumbido a esta tendencia. Recordemos el provocador título de Green (1995): “Has sexuality anything to do with psychoanalysis?[¿Tiene algo que ver la sexualidad con el psicoanálisis?]. ¿Cuáles te parecen que son los aportes y también las consecuencias negativas de esa intersubjetivación de la sexualidad a la que te refieres?

Seguramente, pensar sobre la sexualidad junto con las relaciones de objeto, pero también con la teoría del apego, ha enriquecido las ideas psicoanalíticas sobre lo psicosexual. Tenemos que recordar que la sexualidad para Freud no estaba relacionada con el objeto, sino que, más bien, estaba ligada a objetos solo de manera oportunista, apoyándose en la función nutritiva y llegando a ser autónoma después en gran parte debido a la “ternura” que infundía la relación diádica temprana. Como tal, la pulsión sexual no abarcaba la relación, el vínculo, la intimidad y la conexión: era, por el contrario, un concepto más mecánico basado en gran medida en ideas sobre excitación y circulación de energía psíquica. La teoría de relaciones objetales, con su insistencia en que el niño es primero y ante todo un buscador de objeto, introdujo en nuestra metapsicología la importante consideración de la relación infanto-parental y sus complejas vicisitudes. La teoría del apego añadió después capas de matices, resultando en un tapiz más rico de conceptos con los que pensar sobre la relación entre el cuidador y el infante. Cuanto más fue capaz el psicoanálisis de pensar sobre la cualidad del vínculo temprano entre infante y cuidador, más se alejó de la idea de la pulsión como primordial para la vida sexual. De modo similar, la idea de un cuerpo que está entretejido a través de la intensidad y del exceso -y me refiero aquí al trabajo de Ruth Stein- también decayó. Como para la teoría del apego, el foco sobre los bien documentados procesos de regulación mutua e influencia recíproca que la figura parental y el infante tienen cada uno en el otro, pasó por alto la asimetría fundamental que caracteriza la relación infante/adulto. Estos son todos puntos que han sido elaborados a través del artículo que mencionáis de André Green, y también por Muriel Dimen (1999) y Peter Fonagy (2008). Todos estos analistas lamentan e intentan recuperar lo que se pierde en el arco de la teorización psicoanalítica al separarse de las propiedades más candentes de una pulsión sexual irreverente y moverse hacia los elementos más relacionales, intersubjetivos, de la sexualidad, que son mucho más contenidos y reservados.

Para Laplanche, la asimetría entre el infante y el cuidador es fundamental. Pero la asimetría que le concierne no es la madurativa o la enorme diferencia entre las capacidades cognitivas y emocionales del adulto y el infante: tiene que ver con el hecho de que la figura parental tiene un inconsciente sexual, mientras que el infante no. Esto hace que el infante sea receptor de sobrecargas enigmáticas, lo que supone una tensión que tiene que descubrir cómo sobrellevar. Ocurren muchas cosas en el curso de los intentos del bebé de afrontar la tensión del enigma que tienen bastantes consecuencias para su vida psíquica -y a las cuales no puedo referirme aquí en profundidad, excepto para decir que lo inconsciente sexual del infante surge a partir de este proceso. La implicación de este proceso es que Laplanche nos aporta un modo de pensar sobre la pulsión sexual, tanto en su carga energética efervescente como en su polimorfismo- que restituye el cuerpo sexual, excitable, a la teorización psicoanalítica. Pero esta vez, el cuerpo sexual está también enraizado en la relación temprana con la figura parental, aunque esta relación no es -como en la teoría del apego- simétrica o “intersubjetiva” en el sentido de que ocurra entre dos sujetos plenamente formados.

 

- Siguiendo con Laplanche, autor que rescatas para el psicoanálisis americano y en el cual te basas para tus propuestas teóricas y clínicas, así como a Scarfone, haces una distinción de lo sexual infantil frente a la sexualidad adulta. Sostienes que esta sexualidad infantil -caracterizada por la intensidad, por el desbordamiento, por una potencial destructividad- puede aparecer en la contratransferencia pero no es algo de lo que los analistas solamos hablar o escribir, creándose un punto ciego en los tratamientos. Sería como un residuo reprimido del impacto que tienen en los infantes los mensajes enigmáticos recibidos de los adultos  significativos,  cargados del propio inconsciente de estos, o sea algo no simbolizado y que quedaría por fuera de las relaciones de objeto. Es decir, un resto de sexualidad que no está integrado en el psiquismo. Más allá de tu descripción cuando esto ocurre en el analista, ¿cómo se manifestaría esta sexualidad infantil en la vida cotidiana, fuera del análisis?

Me halaga que se piense en mí como habiendo rescatado a Laplanche para el psicoanálisis americano, pero debo decir que Dominique Scarfone, a quien yo tengo la fortuna de haber tenido como profesor durante muchos años, es otro analista que deberíamos considerar responsable de este emergente interés por Laplanche en Norteamérica. Y sería negligente si no mencionara a Jonathan House, porque sin su traducción de Laplanche al inglés, muchos de los que ahora empleamos conceptos laplanchianos no podríamos hacerlo.

Con respecto a vuestra pregunta, lo que quería hacer en este ensayo que mencionáis era dirigir la atención hacia cómo lo sexual infantil puede rubricar algunas contratransferencias eróticas en particular, haciéndolas mucho menos inertes y respetables de lo que nuestra literatura las describe. Quería que viéramos el exceso en la contratransferencia erótica también.

Me preguntáis sobre cómo lo sexual infantil se manifiesta extra-analíticamente y el primer pensamiento que viene a mi mente es una cita del ensayo de Laplanche sobre el conflicto psíquico, en la que, de manera memorable, dice que la sexualidad no lo es todo, pero sí está en todo. Lo que quiere decir con esto no es que todo sea sexual per se, sino que la sexualidad infantil puede modular toda clase de encuentros, actividades o propósitos humanos. Como tal, podemos encontrarla en fenómenos tan diversos como el arte, la adicción, los deportes, la relación con nuestro trabajo, en la forma de apreciar la literatura y la poesía, a menudo en los encuentros sexuales, etc. Literalmente todo interés y compromiso humano puede llegar a ser infiltrado, incluso dirigido, por lo sexual infantil. Acabo de dar una amplia gama de ejemplos y puede sorprender lo diferentes que son unos de otros, pero lo importante es que comparten este elemento de desbordamiento, de una carga energética que desafía la contención y que no puede abarcarse plenamente a través de la simbolización. Quiero aclarar que el hecho de que la simbolización no pueda abarcarla por completo no puede considerarse un síntoma, sino que es parte de la ontología misma de la sexualidad infantil.

La cuestión de cómo lo infantil se manifiesta en la vida diaria también tiene que ver con cuán pasible se hace la persona a ello, cuán porosa a sus energías; esto también puede ser importante, y no solo dónde lo encontramos. Por ejemplo, mencioné el arte: pero se puede “consumir” arte, visitar museos como si coleccionáramos muescas en el cinturón para poder decir que estuve en el Prado la última semana, y en el Louvre la semana anterior. Eso no es lo que tengo en mente cuando hablo sobre cómo lo infantil puede mostrarse en el arte: estoy pensando más bien en cómo surge en la relación que se tiene con el arte, cómo esta puede llegar a dominarnos.

Por ejemplo, he estado escribiendo recientemente sobre mi visión de una pieza de teatro llamada Slave Play (Juego del esclavo), de Jeremy O. Harris, un escritor americano queer negro. Esta obra me desestabilizó, me dejó aturdida. No podía parar de pensar en ella. No podía parar de asistir a sus diferentes representaciones. En otras palabras, había una intensidad en mi relación con ella, que no podía explicar del todo y que también encontré agotadora. Tengo, por supuesto, teorías sobre lo que significó para mí -y acabo de terminar un libro que incluye dos capítulos en los que analizo la obra (y mi relación con esta) con detalle.  Así que tengo muchas palabras para hablar sobre ello. Pero las palabras nunca son satisfactorias; siempre dejan algo fuera, un residuo que no pueden capturar del todo, y como tales no pueden explicar plenamente por qué me atraía de manera tan poderosa. Esta brecha entre lo que alcanzo con palabras y lo que las palabras nunca pueden alcanzar del todo se aproxima al dominio enigmático de lo sexual. Por sexual, por supuesto, no me estoy refiriendo a la excitación en sí o a las experiencias sexuales. Otros tienen experiencias como esta con una obra musical o un libro o con una persona o con el propio trabajo, etc. No hay modo de saber con anticipación qué objetos, personas o circunstancias nos llevarán a experimentar de esta manera, se entra en la experiencia sin preparación acerca de cómo actuará sobre nosotros. O, por decirlo de otro modo, a veces nos preparamos para algo y encontramos otra cosa -lo que, de camino, tiene implicaciones muy poderosas al pensar sobre el consentimiento, un tema del que nos ocuparemos pronto. Pero, por ahora, dejadme también decir que ser desarmada de este modo, dejarse llevar por la rareza de tales deseos, es una forma de pensar cómo se manifiesta en lo cotidiano la exigencia de lo inconsciente sexual.

 

- En este mismo trabajo de 2020 en el Psychoanalytic Quarterly, sostienes que “el mandato de ser éticos es una perversión de las éticas, a las que colapsa en un acto de sumisión”. Con esto te refieres a lo que una vez sostuvo Loewald (1979), que un superyó que se somete a los dictados externos es un superyó contra el que se rebelará el Yo. O a Erikson (1976), que afirmó que un superyó construido como una fuerza deslibinizada que reina sobre nosotros está destinado a provocar actings reactivos. Lo que planteas entonces es que la ética del analista ha de ser personalizada, incluida en su personal sentido de la moralidad y de compromiso con su trabajo. Más adelante en este mismo trabajo, a propósito de los casos de parejas que comenzaron siendo analista y paciente, estableces un principio, sin excepción posible: el analista deberá hacer el duelo por la imposibilidad de la conexión amorosa con el paciente, renunciando a considerar siquiera su viabilidad. Afirmas que “nunca es permisible comenzar una relación sexual o romántica con un paciente”. Pareciera entonces que, si defendemos la vigencia absoluta y en todos los casos de este principio, entendemos que hay una naturaleza específica de la empresa analítica de la que se derivaría esta imposibilidad. En tus propias palabras: “la renuncia a la posibilidad de hacer real una relación sexual con un paciente es la condición misma bajo la cual un análisis puede alcanzar su intensidad de trabajo, pero esta renuncia tiene que ser diferenciada de la negación de que hay algo a lo que renunciar en primer lugar”. En relación a esto nos gustaría que nos explicases algo más cómo entiendes tú la idea de una ética personalizada cuando se trata de principios que suponen condiciones de posibilidad del ejercicio psicoanalítico.

Lo que me estáis pidiendo que explique es muy importante y más duro hacerlo por escrito, así que lo haré lo mejor que pueda en el corto espacio de que dispongo. En el artículo que citáis, yo digo que las reglas y la moralidad no son tan poderosas como para contrarrestar el intenso empuje y la fuerza de la sexualidad infantil. Digo esto no para excusar a alguien que cruza los límites sexuales con un paciente, lo cual para mí es siempre inaceptable. Lo que quiero hacer es subrayar que, para muchos de nosotros, y desde luego para mí misma, nuestra relación con el psicoanálisis es erótica, erótica en el sentido de ser inspiradora, de seducirnos en modos que nos llevan a elegir soportar situaciones realmente difíciles con nuestros pacientes, una y otra vez, durante muchos años. Hablé sobre esto antes cuando me referí al hecho bien conocido entre los psicoanalistas de que el psicoanálisis es una profesión imposible. Lo que me gustaría añadir aquí es que es también una profesión apasionante. Esta pasión es también el atractivo del trabajo, es parte de lo que nos sostiene, y es esto lo que yo también veo como relacionado con la ética personal del analista.

Todas esas fuerzas -y los muchos y variados factores personales de cada analista individual- con frecuencia convergen en el trabajo del analista, lo cual puede hacer este trabajo tan placentero como duro, a veces casi insoportable. Pero lo que también significa es que nuestro compromiso con ser analista no es solo para con el paciente, sino también, y de manera muy importante, con nosotros mismos: tiene que ver con una relación interna, con habernos suscrito al rango de experiencias inesperadas que surgen en la consulta. Al decir que nos hemos comprometido con nosotros mismos, no me estoy refiriendo al narcisismo de la analista, que es otro tema importante e inevitable al que hay que prestar atención. Más bien estoy hablando mayormente sobre el modo particular de compromiso consigo misma como parte de su trabajo: a lo que se compromete no es solo a rastrear la exigencia del inconsciente del paciente sino, también, a algún grado de autoexposición al propio inconsciente. Acabo de terminar un libro en el que hablo sobre cómo el trabajo analítico nos lleva a encontrarnos con nuestra propia opacidad como analistas, lo que es, para mí, donde también reside la cuestión de las éticas personales: encontrar nuestra propia alteridad tanto en sus dimensiones fascinantes como en las terribles. Aunque los mandatos éticos y códigos morales son, sin duda, importantes, no son lo que finalmente nos hace éticos: las éticas psicoanalíticas están siempre relacionadas con nuestra propia extrañeza con nosotros mismos, con la irrupción de lo extraño en nosotros que surge en el contacto con el paciente.

 

- En distintos trabajos, defiendes el uso del término perversión, rechazando expresiones más neutrales como “sexualidad no normativa” o “juego sexual”. Lo usas de manera no patologizante y recogiendo su significado original en relación a la sexualidad infantil polimorfa, no objetal y no organizada alrededor de la heterosexualidad. La sexualidad a la que te refieres cuando hablas de encuentros perversos no puede someterse a la lógica del consentimiento afirmativo, ya que este necesita de un sujeto totalmente transparente para sí mismo, capaz de anticipar las consecuencias de sus decisiones, y por ello desarrollas el concepto de consentimiento límite que incorpora la idea de la transgresión de los límites propia de la experiencia perversa.  En el contexto actual de preocupación sobre los abusos de poder en el ámbito sexual, ¿cómo entenderías la articulación entre ambos conceptos, el del consentimiento afirmativo y el del consentimiento límite?

Vuestra pregunta es muy oportuna porque, especialmente en nuestros días, ha quedado claro también en el ámbito social que no podemos desenredar el consentimiento del abuso de poder. En el presente momento cultural, la agresión sexual a las mujeres, el acoso sexual y el abuso sexual se están tomando en serio, y el consentimiento ha llegado a ser el concepto que (nos dicen) ayudará a arbitrar justicia sexual. Estoy lejos de ser la única que critica el consentimiento por ser inadecuado para hacer este trabajo -teóricos culturales como Joe Fischel han ofrecido muchos argumentos matizados sobre esto. Además, el consentimiento afirmativo no puede sostener el escrutinio psicoanalítico: por ejemplo, el consentimiento afirmativo surge de un sujeto coherente sin vida inconsciente y no da cabida al hecho de que con frecuencia nuestros deseos están en conflicto. Igualmente, aunque el consentimiento afirmativo es un concepto con algunas importantes aspiraciones políticas (y a veces, de utilidad), es fundamentalmente conservador [conservative]. No quiero decir conservador en el sentido de que es tradicional o convencional, sino en el sentido de que está alineado con los esfuerzos del Yo para la autoconservación, para estar a salvo y protegido. Para algunos sujetos esto es primario: se necesita ser capaz de decir: no, no quiero que me hagan esto, no quiero implicarme de este modo particular, rechazo tu oferta o tu iniciativa.

Pero cuando salimos del dominio de garantizar la seguridad y entramos en el dominio de la experiencia, de explorar lo que puede llegar a ser posible en una díada, sea clínica o en cualquier intercambio íntimo con un otro, el consentimiento afirmativo no nos llevará muy lejos. Nos mantendrá a salvo, pero también nos resistiremos a encontrarnos con lo nuevo, y no expondremos al Yo a algo que puede tensarnos, pero que puede, finalmente, resultar importante, gratificante o transformador. Aquí es donde el consentimiento límite entra en juego porque el consentimiento límite aspira a negociaciones interpersonales mucho más matizadas que tienen que ver, no con asegurar la protección, sino con lo que ocurre cuando se da un paso hacia el encuentro con la opacidad del otro, lo cual también requiere el riesgo de entrar en contacto con lo extraño en uno mismo. Estos tipos de encuentros requieren un telón de fondo de conexión segura, de alguna seguridad preestablecida con el otro. El encuentro analítico es un buen ejemplo, porque si los pacientes corren riesgos, normalmente es porque el entorno se siente suficientemente seguro y la relación está consolidada y es confiable. Como analistas ponemos las condiciones que posibilitan que la paciente se haga vulnerable -no solo con el analista, sino también ante el encuentro con lo nuevo e inesperado en ella misma. ¿Las cosas van mal a veces? Sí. El consentimiento límite no es una garantía -aunque, diría yo, lo mismo se aplica al consentimiento afirmativo. El consentimiento límite, sin embargo, puede abrir un camino a concebir otro lugar y a posibilidades transformadoras, ninguna de las cuales se da tan fácilmente en el ámbito del consentimiento afirmativo.

 

- En todos tus trabajos sobre transgenerismo, por ejemplo “Mourning the body as bedrock: Developmental considerations in treating transsexual patients analytically” (2014) [El duelo por el cuerpo como fundamento: consideraciones evolutivas en el tratamiento analítico de pacientes transexuales] tratas de alejarte de dos enfoques que encuentras insatisfactorios: aquél que entiende la incongruencia entre el género con el que se identifica la persona y el sexo biológico como un síntoma que habría que “curar”; y, por otro lado, el que podríamos llamar “afirmativo”, cuyo único objetivo es apoyar al paciente en una transición, sea esta social o médico-quirúrgica. Insistes en la necesidad de abordar aspectos problemáticos como lo que denominas trauma masivo de género, la necesidad de hacer el duelo por el cuerpo que uno rechaza o explorar conflictos en este ámbito u otros que pudieran estar influenciando la vivencia de género del paciente. Un aspecto importante que siempre señalas y sobre el que creemos que nunca se hace suficiente hincapié es el problema de la generalización: No existe “el transexual/transgénero”. La experiencia de las personas trans no se puede reducir a un fenómeno unitario, ya que la identidad de género, sea esta conforme o no con el sexo natal, es el resultado de recorridos biográficos y formaciones de compromiso idiosincrásicas. Abogas por explorar más el “cómo” de la experiencia de género que el “porqué”, ¿realmente crees que la pregunta sobre el “porqué” no puede hacerse sin que el analista esté necesariamente patologizando la experiencia de la persona trans? ¿no crees que también es legítima la pregunta acerca de, por ejemplo, por qué un hombre llega a vivir su género de una manera tal que le hace experimentar su homosexualidad como incompatible con su masculinidad? ¿por qué en este caso sí nos parece que podemos cuestionar y trabajar buscando el origen de los determinantes de la visión restrictiva que el sujeto tiene de la masculinidad? ¿no es esto también cuestionar su identidad de género?

En efecto, he sostenido que, desde una perspectiva clínica, tratar el género de un paciente como síntoma no es de ayuda y sí potencialmente traumatizante y que la mera afirmación es también un modo abiertamente simplista de relacionarse con la experiencia de género de un paciente. Por ejemplo, nosotros no preguntamos a las mujeres cis “por qué” son mujeres; pero podríamos, de hecho, explorar bastante con una paciente cuál es su experiencia de ser mujer; si esto está vinculado con la feminidad o la masculinidad y cómo lo está; qué variedad de sentimientos y fantasías puede ella tener sobre ser mujer; qué palabras describen su experiencia y cuáles no le resuenan, etc. Cuando trabajamos con una mujer cis no escuchamos nada de ese material con intención de valorar si esa paciente es o no una mujer o si su feminidad es correcta. Yo propongo no hacer menos con los pacientes con géneros variantes: que no les preguntemos por qué alguien es trans o no binario sino cómo ellos viven y experimentan sus géneros; cómo se relacionan con su cuerpo; qué palabras les resuenan y qué surge en ellos cuando fallan las palabras; cómo su género se relaciona con su vida cotidiana, etc.

Esto puede parecer una pregunta simple pero no lo es porque, como analistas, estamos formados para pensar sobre el cuerpo cis como normal y en el cuerpo trans como violando la normalidad, como desviado. Un pequeño ejemplo es cuando antes afirmáis que mi concepto de trauma masivo de género se relaciona con la necesidad de hacer el duelo por el cuerpo rechazado:  tenéis razón en que creo que cierto proceso de duelo es útil para los pacientes trans, y que esto puede ayudar al paciente trans a habitar su nuevo cuerpo. Pero para mí, de lo que se hace duelo no es de un “cuerpo rechazado” sino de un cuerpo que, aunque suyo físicamente, no lo es psíquicamente. El cuerpo, en otras palabras, no es rechazado: no es investido en el sentido en que los cuerpos cis llegan a estar investidos psicosexualmente. Yo diría que la idea de que los sujetos trans “rechazan” sus cuerpos inadvertidamente introduce de contrabando, en la formulación de su encarnación, la noción de una habitabilidad sana del cuerpo (aceptación) como opuesta a una no sana (rechazo). El cuerpo sexual, sin embargo, tiene que ser investido con energía, tiene que ser psíquicamente habitado para llegar a sentirse “nuestro”. Desde un ángulo psicoanalítico esto no es un proceso que se deba dar por sentado o que esté asegurado por la biología, sino un proceso psíquico que se despliega con un final no determinado. Lo que los individuos trans y no-binarios nos enseñan es que este despliegue puede seguir una variedad de diferentes caminos.

En cuanto a la cuestión que proponéis sobre si yo preguntaría “por qué un hombre experimenta su género en un modo que hace incompatible su homosexualidad y su masculinidad”, esta no es realmente una pregunta que yo haría. Yo generalmente tiendo a encontrar que las preguntas “por qué” invitan al paciente a organizar su material, a teorizar sobre sí mismos, como opuesto a asociar. De modo que es poco probable que yo pregunte a un hombre gay que piensa que su homosexualidad le hace menos hombre por qué esto es así, y estaría más inclinada a invitarlo a hablar (y yo a escuchar) acerca de dónde esta experiencia se revela en su vida; qué efectos tiene sobre sus relaciones; cómo influye en la experiencia de su cuerpo; lo que le permite hacer y lo que excluye; y así. Normalmente emergen muchas cosas en el curso de estas exploraciones abiertas que yo encuentro clínicamente útiles y que pueden entonces ser puestas al servicio del trabajo terapéutico.

 

- Siguiendo con la misma cuestión, es cierto que no es habitual cuestionar las identidades de género que se conforman con lo esperado a partir de la asignación al nacer, y ese punto ciego es algo sobre lo que sería importante reflexionar, pero también hay que tener en cuenta que la posibilidad, relativamente reciente en términos históricos, de realizar una intervención médico-quirúrgica capaz de transformar de manera notable la anatomía y fisiología de los sujetos, con la implicación de un tratamiento de por vida, impone a la reflexión sobre el transgenerismo, cuando este implica la intervención corporal, aspectos éticos que no son fáciles de eludir. Precisamente la necesidad que tú señalas de realizar un adecuado proceso de duelo por el cuerpo que se va a transformar, pone de relieve hasta dónde lo que llamamos “consentimiento informado” puede ser solo una aquiescencia superficial a la “solución” que la tecnología médica actual ofrece a estos sujetos. No acabamos de encontrar adecuada la comparación que haces en algunos de tus escritos con, por ejemplo, una “cirugía arriesgada de espalda”, ya que las transformaciones de la intervención quirúrgica y hormonal tienen consecuencias de un calado único, porque se realizan en un cuerpo que podemos llamar “sano” y alteran algunas de sus funciones de maneras cuyo impacto en el sujeto es difícil de prever. Y aquí nos parece especialmente importante el tema de los menores, ya que el proceso de bloqueo hormonal y posterior hormonación cruzada, acabe o no en cirugía, supone un proyecto de intervención sobre un cuerpo que aún no está plenamente desarrollado, por lo que quizás el sujeto ni siquiera pueda saber en qué consiste el duelo que tendría que hacer. En este sentido, nos preocupa el impacto en la sexualidad, un tema del que raramente se habla en relación a los menores. Nos gustaría mucho conocer cómo entiendes tú, desde tu mirada siempre atenta a las dimensiones erótica y sexual de los sujetos, esta problemática.

Vuestra pregunta sobre la sexualidad en relación a los niños trans es muy perspicaz. Se trata de un tema en el que he estado pensando mucho recientemente, pero del que nunca antes se me ha preguntado, así que estoy encantada de profundizar en ella.

Dejadme empezar con unas pocas observaciones primero antes de responder brevemente, debido a la constricción del espacio. Lo trans no es tan nuevo como fenómeno como podemos pensar -y mencionaré dos cosas sobre ello aquí. Primero, diferentes culturas, muchas de ellas no occidentales, han tenido espacio para identidades de género diversas (como los hijras en la India, etc.) que la colonización entonces intentó constreñir en género binario. Vemos que el género y la racialización no están desconectados, sino que, de hecho, están vinculados a través de historias de opresión social. Segundo, incluso en las culturas occidentales, la diversidad de género ha existido durante mucho más tiempo de lo que está formalmente documentado. Como la diversidad de género era vista como patología no fue registrada como variación de género per se y los datos con frecuencia se perdieron o fueron suprimidos, etc. El trabajo de archivo de Jules Gill-Peterson sobre niños trans, por ejemplo, y la investigación de Chase Joynt y Kristen Schilt sobre adultos trans revelan que el archivo histórico es mucho más profundo y amplio de lo que muchos analistas –y, de hecho, la mayoría de la gente- es consciente.

Pero dejando esto de lado por ahora, pensemos por un momento en el punto que planteáis sobre cómo las cirugías para personas trans se realizan en cuerpos “sanos”. Pusisteis la palabra entre comillas, con lo cual yo estoy de acuerdo porque la cuestión de qué entendemos por un cuerpo sano necesita ser matizada. Desde una perspectiva médica, el cuerpo de una persona trans sin discapacidad se consideraría sano en el sentido de que sus órganos son funcionales, sus procesos biológicos están intactos, etc. Pero recordemos que, como analistas, nuestra preocupación no es tanto por la biología y lo que es funcional desde una perspectiva fisiológica solamente, sino también, y yo diría mayormente, por cómo el cuerpo llega a ser libidinizado, cómo llega a sentirse nuestro, cómo llega a investirse con un sentido de autonomía personal, etc. El cuerpo, nos muestra la experiencia trans, no siempre se siente propio desde el principio. Dicho de otro modo, algunas personas sienten que su cuerpo es suyo y de acuerdo con su asignación de género (nosotros llamamos a esto ser cis), mientras que otras no (esto es lo que nosotros llamamos trans, o no binario, o género atípico). Cuando Laplanche dijo que el género no puede asumirse que proceda de la biología, como si fuera un proceso no conflictivo cuyo destino final puede presumirse desde el principio, no estaba obviamente pensando en la experiencia trans per se. Pero sus ideas pueden ayudarnos a elaborar cómo, para los individuos trans y no binarios, el género y la relación del cuerpo con el género es un desarrollo psíquico. Empezamos a ver, por tanto, que la categoría de “salud”, cuando se aplica a la vida psíquica, difiere del significado que le damos en el día a día en su sentido médico.

Y, de hecho, como señaláis, esos temas son infinitamente más complejos cuando se trata de niños.

Permítaseme primero señalar una premisa básica de la teoría de Laplanche, que es la idea de que cuando el instinto sexual llega a la pubertad encuentra “su asiento ya ocupado” por la pulsión sexual, que había estado allí todo el tiempo. Plantea Laplanche que, una vez de los dos, instinto y pulsión, se encuentran, se tornan inseparables y, de ahí en adelante, siempre participarán el uno del otro. Esta combinación, en adelante inseparable, entre el instinto sexual (pubertad) y la pulsión sexual (lo sexual infantil que está ahí desde el comienzo de nuestra subjetivación) es lo que llamamos psicosexualidad. Diría que este proceso, tal como lo describe Laplanche, se aplica en gran medida a los niños cuya experiencia de género no entra en conflicto con su asignación de género al nacer o con su sentido corporal, esto es, para los niños cis.  Pero para los niños cuyos cuerpos son sentidos extraños respecto a sus géneros, esto es, para los niños que pueden ser trans u otro tipo de género no normativo, la pubertad no sexualiza al cuerpo: en su lugar, produce una crisis. Esta crisis tiene muchas capas y manifestaciones, pero yo quiero enfocar aquí sobre el aspecto sexual de vuestra pregunta, para decir que con no poca frecuencia estas crisis resultan en la interrupción del desarrollo sexual en modos que pueden tener efectos profundos, a largo plazo. Desde la experiencia clínica, puedo decir que estos efectos pueden ser muy arduos de elaborar en análisis cuando los pacientes llegan al tratamiento como adultos. Pienso que parte de lo que con frecuencia está ausente en las discusiones sobre la niñez trans, es cuánto puede perderse en el potencial de desarrollarse como un adulto sexual cuando se les hace pasar una pubertad que podría haberse evitado médicamente -esto es, cuando, por ejemplo, a una criatura asignada varón en el nacimiento se la hace pasar una pubertad masculina incluso cuando ella se experimenta a sí misma como niña. La alienación corporal no es infrecuente; un cuerpo que se siente extraño por el paciente será un cuerpo que no será tan fácilmente libidinizado. Para los niños que pasan por bloqueadores puberales y cuyas familias y equipos médicos luego valoran que la hormonación cruzada es una buena opción, una pubertad concordante con el género se alineará más fácilmente con un cuerpo que sienten suyo. Estos menores, por tanto, tienen el potencial de desarrollarse psicosexualmente y, cuando crecen, acceden a un cuerpo sexual cuya erotogenicidad no está suspendida y que pueden sentir vivo y vibrante.

Por supuesto, estos temas son muy complejos, y requieren mucha más discusión para explicarse, más allá de los puntos básicos que menciono aquí. Pero los ofrezco, aunque sea de manera concisa, en respuesta a vuestra pregunta porque pienso que los analistas con frecuencia no se dan cuenta de que lo que se concibe como pubertad “natural”, puede tener efectos perjudiciales reales en el dominio del desarrollo psicosexual de los niños y niñas trans.

 

- En tu trabajo “Queer Children, New Objects; the Place of Futurity in Loewald’s Thinking” [Niños queer, nuevos objetos: El lugar de la futuridad en el pensamiento de Loewald] (2011), te refieres a Loewald (1960) cuando habla del proceso de ser capaz de imaginar un futuro para el otro y de transmitírselo de manera que “se haga posible la introyección de un nuevo objeto que sea benigno y reparador más que amenazador y persecutorio”. En ese sentido, incides en la necesidad de ayudar a los padres que tratan de sostener una actitud abierta ante aspectos no normativos de la sexualidad o el género de sus hijos y a la vez sufren pensando en que estos quizás no puedan ser felices. Nos preguntamos si, en ese imaginar un futuro para los niños que muestran malestar severo ante su cuerpo sexuado, no cabría pensar un porvenir en el que la opción de modificación corporal no ocupara un lugar tan central. En tu artículo “How the world becomes bigger; implantation, intromission and the après-coup: discussion of House” (2020) [Cómo el mundo se amplía. Implantación, intromisión y el après-coup: discusión de House], apoyándote en la teoría de Laplanche, señalas cómo, en el après-coup, los cambios culturales, al desnaturalizar ciertas vivencias y abrir nuevas posibilidades, de manera retroactiva, reinscriben lo que originalmente se registró como implantación y ahora se experimenta como intromisión. En ese sentido, el binarismo sexual puede vivirse como traumático en esta época que posibilita su cuestionamiento, cuando la persona ve que hay otras posibilidades, como ser transgénero, que en el pasado no tenía. Entonces, nos preguntamos si precisamente la solución médica que se les está ofreciendo a muchos menores trans no es más que un nuevo “molde” para mantener el género como algo binario y fijado. ¿No sería este protocolo médico, a veces presentado como una solución omnipotente, una especie de intromisión que interfiere en la búsqueda de una solución única que cada persona tiene que dar al problema que el género plantea? ¿No podríamos imaginar un futuro mejor para nuestros hijos que el de someterles a la tiranía del passing? ¿No estaremos renunciando a abordar la cuestión de manera más compleja, esto es, ampliando realmente las categorías de nuestro mundo, en tus propias palabras “ampliando el mundo”?

Esta es una pregunta fascinante, porque al hacerla, estáis tomando muy seriamente lo que yo estoy diciendo, no solo sobre la futuridad, sino también sobre las operaciones del après-coup. Quiero estar segura, sin embargo, de hacer algunas clarificaciones.

Estaría absolutamente de acuerdo con vosotras, como ya sabéis, en que lo binario sexual puede ser experimentado como traumatogénico. Y, de hecho, quizás ya sois conscientes de ello, hay mucha crítica desde dentro de los estudios trans sobre cómo transicionar puede estar a su manera manteniendo y preservando un sistema fijado de género binario. Algunos autores psicoanalíticos, y aquí estoy pensando en Ann Pellegrini, han propuesto que el género no binario puede, de hecho, ser un modo particular en el cual algunos individuos extienden el género más allá del género binario, aunque no el único.

No estoy segura de estar de acuerdo, sin embargo, en que la plantilla de género binario sea ofrecida por la medicina y los servicios de salud. La plantilla de género binario está profundamente enraizada en la vida relacional y social: está en nuestras instituciones, en nuestras estructuras, en nuestro lenguaje, en nuestras ropas, en los productos que usamos cada día (no hay duda, por ejemplo, de que el género binario favorece al capitalismo), incluso determina qué aseo usamos. Supongo que si viviéramos en una sociedad en la que todos pudiéramos ser nosotros mismos sin tener que convencer a nadie de quiénes somos (porque nadie dudara de ello o demandara ser convencido), menos individuos trans transicionarian médicamente como modo de reivindicar su experiencia de género. Por supuesto, esto es hipotético y no hay modo de saber si es verdad -y, para ser claros, pienso que mucha gente podría sentir todavía la necesidad de una transición médica. Pero lo que me gustaría enfatizar es que la constricción del género binario no viene del hecho de que existan en nuestros días tecnologías médicas para que la gente transicione: viene del hecho de que sujetos que existen fuera de lo binario con frecuencia solo son reconocidos en su humanidad y complejidad si se constriñen a sí mismos en una estructura binaria, por lo que algunos terminan buscándola. Además, hay otros sujetos que sienten que sí encajan en el sistema de género binario, como mucha gente cis, y el pensamiento psicoanalítico debería hacer lugar para esas opciones también. Me parece que a menudo los analistas imaginamos que la solución ideal para los pacientes trans sería la de permanecer en su género asignado y solo actuarlo de forma más expansiva: p.ej., ser un hombre más femenino, pero no “tener” que verse a sí mismo como una mujer. Esto, sin embargo, no reconoce que, aunque podría tranquilizar al analista, con frecuencia no funciona para el paciente que necesita vivir, relacionarse y ser relacionado, en su género sentido -no en la fantasía del analista de lo que el género del paciente debería o podría ser.

Me preguntáis por qué no imaginamos un futuro mejor para nuestros niños y niñas más que someterlos a la tiranía del passing. Creo que sería maravilloso y expansivo tener mejores imaginarios y deberían ser parte de nuestra teorización y nuestro trabajo clínico también. De hecho, es responsabilidad de los adultos soñar mundos mejores y expandir el mundo para las generaciones que vienen -e incluyo a los analistas en el sentido de que nuestras teorías necesitan ser capaces de visualizar mundos más amplios también. Pero, como ya dije, lo binario no es tiránico para todos: para alguna gente, cis y trans, puede ser el lugar al que sienten que pertenecen, y cuando este es el caso, el trabajo clínico necesita orientarse hacia sus propias soluciones psíquicas y formaciones de compromiso, más que a aquellas que los padres desearían para ellos. La forma expansiva de Loewald de imaginar para el niño (o el paciente) no tiene que ver con imaginar un resultado final en nombre de otra persona; sino sobre imaginar posibilidades, tenerlas en cuenta, y entonces ofrecer al niño (o al paciente) una medida de apoyo para que esos ofrecimientos se conviertan, para cambiar al lenguaje laplanchiano, en sus propias herramientas de traducción. Al final, es el niño o (el paciente) quien hace realmente la “elección” de cómo traducir, qué toma prestado y qué rechaza, incluso si esa “elección”, como mencioné antes, no es una elección consciente, deliberada, calculada, sino siempre una formación de compromiso suscrita por procesos inconscientes y que ocurre en el après-coup. Finalmente, quiero decir esto claramente, este imaginar mundos más amplios no puede considerarse un camino para erradicar la transexualidad en general.

Para cerrar quiero agradeceos nuevamente la lectura tan profunda de mis escritos y vuestras preguntas hábilmente ensambladas. Espero haber podido ofrecer algo de claridad y, quizá, incluso haber suscitado en vosotras algunas preguntas nuevas.