aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 071 2022 Clínica de la intersección de lo social y lo intrapsíquico

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Soledad traumática en hijos de padres ensimismados narcisísticamente

Traumatic aloneness in children with narcissistically preoccupied parents

Autor: Frankel, Jay

Para citar este artículo

Frankel, J. (2022). Soledad traumática en hijos de padres ensimismados narcisísticamente. Aperturas Psicoanalíticas (22). http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001198

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Publicación original: Frankel, J. (en prensa). Traumatic aloneness in children with narcissistically preoccupied parents. En A. Dimitrejevi? y M. B. Buchholz (Eds.), From the Abyss of Loneliness to the Bliss of Solitude: Cultural, Social and Psychoanalytic Perspectives (pp. 279-293). Phoenix Publishing.

Traducido y publicado con permiso de Phoenix Publishing House [Translated and reprinted with the kind permission of Phoenix Publishing House].

Descargo de responsabilidad: el artículo utiliza un estilo de citación y referencias distinto al que utiliza Aperturas Psicoanalíticas, puesto que es una traducción y se conserva el formato original.

 

Los hijos de padres narcisistas ensimismados suelen padecer una forma particular de lo que Ferenczi (1932/1988) llamó "soledad traumática" (p. 193). Este capítulo describirá las formas en que estos padres abandonan emocionalmente a sus hijos, cómo esto puede ser experimentado por estos niños, cómo estos niños (y más tarde, los adultos) suelen defenderse de sus sentimientos intolerables, y qué sugiere todo esto para el modo en que los analistas se comprometen con los pacientes adultos en los que estos niños pueden convertirse.

Empezaré con unas palabras de la novela El perfume. Historia de un asesino, de Patrick Süskind (1986), que capta lo que se siente cuando no se recibe ninguna respuesta humana de otras personas. El personaje principal de la novela, al que el autor da el apellido Grenouille –rana, en francés–, no desprende ningún aroma humano: esa es la causa de que no se le vea. En palabras de Süskind:

Desde su juventud estaba acostumbrado a que la gente pasara por delante de él y no se fijara en él, no por desprecio -como él creía-, sino porque no se daban cuenta de su existencia. No había espacio que lo rodeara, no había ondas que partieran de él hacia la atmósfera, como en el caso de otras personas; no tenía una sombra, por así decirlo, que se proyectara sobre la cara de los demás. Solo si chocaba con alguien en una multitud o en una esquina de la calle, se producía un breve momento de discernimiento; y la persona con la que se encontraba se sobresaltaba y lo miraba durante unos segundos como si contemplara a una criatura que ni siquiera debía existir, una criatura que, aunque innegablemente estaba allí, de una u otra manera no estaba presente, y se alejaba rápidamente y se olvidaba de él. (p. 152)

Sin embargo, Grenouille tenía un sentido del olfato sobrehumano y se formó como perfumista. Por fin, inventó un aroma que imitaba el olor humano. Consiguió que la gente se fijara en él. Pero anticipando el día en que su poción se agotaría, temía "una muerte larga y lenta, una especie de asfixia a la inversa, una agonizante autoevaporación gradual en el mundo desdichado" (p. 191).

Süskind, aquí, establece el vínculo crucial entre la ausencia de respuesta humana por parte de los otros, y la intolerable sensación de que uno no existe realmente como ser humano. Y añade dos eslabones más a la cadena. El primero es el sentimiento -muy frecuente, según mi experiencia clínica- de que no existir para los demás revela algo terrible y vergonzosamente erróneo en uno mismo: "Nacido sin amor, sin el calor de un alma humana", sentía que era "una abominación por dentro y por fuera..." (p. 248). Esto a menudo lleva a una reacción adicional: rechazar el sentimiento de no existir, y la terrible vergüenza y maldad, mediante una reacción narcisista compensatoria que insiste no solo en la propia existencia sino en ser especial (Frankel, 2018). Esta reacción compensatoria puede adquirir elementos coléricos, crueles o incluso grandiosos, paranoicos o maníacos. Süskind escribe: "... Y de repente supo que nunca había encontrado gratificación en el amor, sino siempre solo en el odio: en odiar y ser odiado" (p. 240). "Por una vez, solo por una vez, quiso ser aprehendido en su verdadero ser, que otros seres humanos respondieran ante su única emoción verdadera, el odio" (p. 241). En efecto, Grenouille se venga de la sociedad humana -ciertamente a gran escala- y de sí mismo.

Los rechazos y abandonos dramáticos atraviesan su fantástica novela, pero Süskind no elabora las cosas poco espectaculares que hacen los padres reales, en el mundo real, para hacer que sus hijos no se sientan vistos, ciertamente no vistos como las personas concretas que realmente son. Esto es lo que hacen y cómo es probable que reaccionen sus hijos, en un breve resumen al que se le dará más vida en las viñetas clínicas que siguen.

En primer lugar, estas figuras parentales, la mayor parte del tiempo ensimismados en sus propias luchas, inseguridades, ansiedades y depresiones, utilizan inconscientemente a sus hijos para cumplir una función de objetoself, según la terminología de Kohut: no responden a su hijo como el niño realmente es, sino como el niño que el padre necesita que sea, pasando por alto muchos aspectos del niño real, una especie de explotación del niño, aunque a menudo inconsciente, para regular sus propios estados intolerables. Faimberg (2005) describe a estos padres como introduciendo aspectos "malos" de sí mismos en sus hijos, y apropiándose de aspectos "buenos" para sí mismos. Se enfadan con el niño por cosas que el progenitor ha proyectado en él y que pueden no formar parte del niño en absoluto; y ven las cualidades y los logros admirables del niño principalmente como reflejos del progenitor, no como originados en el niño. A pesar de la aparente implicación -o, en realidad, la sobreimplicación- de los progenitores con el niño, en realidad se trata de una percepción errónea y ciega respecto al niño real: su propio tipo de abandono emocional. Y, de hecho, es probable que estos niños se sientan intensamente solos y diferentes de los demás.

El abandono emocional suele ir seguido de la negativa del progenitor a admitir su destructividad hacia su hijo, tanto si esta negativa adopta la forma de una negación rotunda como si está implícita en el comportamiento del progenitor "como si no hubiera pasado nada" (Ferenczi, 1933, p. 162-163). Ferenczi (1933) llamó a esta táctica "hipocresía" (p. 158); y en muchos casos, simplemente implica mentir. Pero estos padres son seres humanos que, al igual que los padres menos ensimismados hacen en menor medida, y como todos los seres humanos, buscan refugio de sus ansiedades inconscientes activando inconscientemente las defensas; así que el término hipocresía -que sugiere más conciencia e intención de engañar de lo que a veces es cierto- no siempre es del todo correcto. En cualquier caso, es probable que el niño perciba, al menos inconscientemente, el egoísmo o la agresividad del progenitor, aunque este no lo vea o lo niegue.

La combinación de abandono emocional y negación por parte del progenitor -de hecho, un segundo nivel de abandono, en el que el progenitor se niega a reconocer la realidad percibida por el niño- envía el mensaje de que el progenitor no ha hecho nada malo. Sin embargo, el niño sabe en sus entrañas que algo malo ha sucedido. Pero lo más importante para el niño aún inmaduro y dependiente es la seguridad de sentir que tiene un buen padre que le quiere (Fairbairn, 1943). Así que, inconscientemente, deja de lado cualquier percepción verdadera que tenga de la agresividad y la deshonestidad del progenitor, y trata de preservar una imagen de padre o madre cariñoso e implicado (véase Freyd y Birrell, 2013). Un resultado terrible es que la confianza de la niña, tanto en otras personas como en sus propias percepciones, se ve socavada.

Un niño que teme el abandono emocional se desespera por complacer a sus padres y hacer que lo quieran, y se somete a los deseos de sus padres de forma extrema (Ferenczi, 1933, Frankel, 2002). Intenta convertirse exactamente en lo que siente que ellos quieren que sea. Ferenczi (1933) llamó a esto "identificación con el agresor", una identificación con el objeto interno que el agresor proyecta en el niño. Y el niño suele obedecer no solo en su conducta, sino también internamente. Es probable que niegue sus propias percepciones cuando estas contradigan los puntos de vista de sus padres; prácticamente elimina su pensamiento independiente, que podría abrir la puerta a pensamientos críticos; y reprime los sentimientos que cree que podrían alejar a sus padres, y crea sentimientos que ellos quieren que tenga (Frankel, 2002, 2018). Su conformidad incluye aceptar la negación por parte de sus padres de su comportamiento hiriente y perjudicial hacia él. Entiende que el malestar debe venir de algún lado, pero no se atreve a culpar a sus padres. Su única opción real es culparse a sí mismo (Frankel, 2015). Se pregunta: ¿Qué he hecho mal? ¿Qué me pasa? Siente que debe haber algo malo en él; y es probable que concrete este sentimiento aferrándose a alguna cualidad, o cualidades, propias que identifique como su defecto principal.

Los niños también suelen responder al dolor que hay detrás del ataque o la explotación por parte de los padres. Ferenczi (1933) hablaba del "terrorismo del sufrimiento", es decir, la exhibición del sufrimiento del progenitor a su hijo devoto y preocupado, que no puede hacer que su padre se sienta mejor de forma duradera. El niño es incapaz de ayudar porque, en la mayoría de los casos, el sufrimiento de dicho progenitor tenía raíces profundas mucho antes de que el niño naciera, aunque el progenitor culpe al niño; y el niño pequeño no puede ver que esto es así, porque todavía depende del progenitor y porque carece de experiencia vital. Winnicott (1960) hablaba de la necesidad del niño de dar sentido al "gesto" del progenitor, a través de la conformidad, cuando el progenitor no da sentido al gesto espontáneo del niño (p. 145); el esfuerzo del niño por ayudar a su progenitor que sufre es, sin duda, un ejemplo excelente.

Pero el resultado puede ser un sentimiento de compasión insoportable y traumatizante en el niño , junto con un aplastante sentido de responsabilidad -si no por causar el sufrimiento del progenitor de alguna manera que no entiende, al menos por curarlo-, una tarea que excede con mucho la capacidad del niño. El resultado, fácilmente observable en un paciente tras otro y hora tras hora, es lo que yo (Frankel, 2015) he llamado "la persistente sensación de ser malo" (véase también Ferenczi, 1933, Fairbairn, 1943). Además del sentimiento de culpa, el niño, y más tarde el adulto que llega a ser, se siente vergonzosamente defectuoso: que hay algo malo o que falta en sí mismo, y que esta cosa mala es la fuente del sufrimiento de los padres, que explica el fracaso del niño para curar a los padres, y explica por qué los padres no parecen estar satisfechos con el niño como realmente es. El sentimiento de defecto vergonzante adopta la forma de sentirse menos que otras personas, y mal equipado para la plena pertenencia a la sociedad humana (véase Sullivan, 1953). Lleva a la autocrítica y la autoflagelación viciosas, e incluso al odio a sí mismo.

Este terrible sentimiento de compasión a menudo hace que el niño se convierta en un cuidador compulsivo (Bowlby, 1980), tratando repetidamente de deshacer los efectos (imaginados) de sus (imaginados) fracasos e insuficiencias. Además de los comportamientos de cuidado más reconocibles, el cuidado compulsivo puede implicar una acomodación excesiva al progenitor (Brandchaft, 2007, Frankel, 2002); en otras palabras, la compasión insoportable del niño refuerza su identificación, sumisión y conformidad con su progenitor que sufre: su identificación con el agresor. El niño intenta aplacar y desactivar la agresión del progenitor y absorber su dolor, para calmarlo y tranquilizarlo. El niño intenta, mediante esta adaptación, no sólo protegerse del dolor y el miedo abrumadores, sino incluso -esperanza contra esperanza- ayudar a que el progenitor se sienta lo suficientemente bien como para prestarle los cuidados que tanto necesita. Los esfuerzos heroicos del niño para curar a la figura parental (véase Ferenczi, 1932, p. 80, 89, 99) reflejan su fantasía de que si él mismo fuera perfecto, su progenitor sería feliz, o podría curar el dolor de su progenitor, y por fin se libraría de su aplastante vergüenza. Estos sentimientos de fracaso, y la búsqueda inútil de la perfección como antídoto, suelen persistir a lo largo de la vida de la persona.

Los sentimientos de culpa, y el imperativo de cuidar a su progenitor, socavan el sentimiento de que el niño tiene derecho a intentar satisfacer sus propias necesidades o perseguir su propio destino. Y los sentimientos de defecto vergonzante hacen que dude incluso de su capacidad para separarse psicológicamente y funcionar como persona autónoma.

Pero el niño puede ser, y a menudo lo es, impulsado a desafiar su sentido internalizado de maldad y su compulsión a acomodarse, un aparente cambio de sentido. Su contrarreacción puede ser dramática u oculta, pero implica una fantasía omnipotente subyacente que niega la vulnerabilidad y el desamparo que siente cuando está privado de conexión y pertenencia, y su necesidad de ser visto y respondido como la persona que realmente es. En la fantasía omnipotente, el niño idealiza al agresor; siente un carácter especial, y un sentido de parentesco y pertenencia a su muy especial familia, a través de esta identificación. La idealización omnipotente suele centrarse en algún aspecto del agresor que el niño considera una forma de fuerza.

Los niños se identifican naturalmente con sus padres y los idealizan; pero cuando una identificación debe apartar continuamente tanto la presión implacable de los sentimientos traumáticos como un desfile continuo de pruebas en contra, la identificación de un niño puede volverse frágil y rígida, y es probable que se comprometa cada vez más con su identificación y se vuelva más hostil a las realidades que esta oculta. Mantener este tipo de identificación tensa a menudo requiere las defensas relativamente extremas que se encuentran en los estados narcisistas: escisión paranoica, proyección y odio; superioridad maníaca, desprecio y excitación; y control sádico y crueldad (Frankel, 2020), aunque estas pueden negarse y esconderse detrás de disfraces más suaves. A medida que estos niños avanzan hacia la edad adulta, estas defensas pueden presentarse con matices sutiles y familiares que se mezclan -casi- con la vida social corriente: las personas propensas a los ataques de mal genio, por ejemplo, o a la indignación, o que tienden a ser argumentativas, o son arrogantes, desagradables, engreídas, despectivas o desdeñosas; las que se apresuran a idealizar a los demás, o se lanzan a una identificación rígida y agresiva y a una lealtad ciega a algún movimiento o grupo; las que buscan atención sin más. La compensación narcisista también puede estar oculta (cf. Bach, 2006); por ejemplo, personas cuya fachada amistosa esconde secretas fantasías vengativas, o cuya aparente sumisión está teñida de desprecio. Todas estas expresiones de rabia pueden ser formas de reforzarse a uno mismo alineándose con una persona, grupo o imagen idealizados. Todas ellas son intentos de ocultar la necesidad de someterse a los demás y de negar la sensación interna de que algo va mal en uno mismo.

Implicaciones terapéuticas

Estas formulaciones sobre las consecuencias frecuentes del abandono emocional temprano por parte de los progenitores me han llevado a una actitud clínica particular, y a considerar especialmente importantes ciertos elementos terapéuticos en el trabajo con tales pacientes. Si bien la sensibilidad clínica suele llevar a los analistas en la dirección general que propongo, creo que explicitar esto ayudará a los analistas a estar más en sintonía con lo que estos pacientes necesitan de ellos.

En primer lugar, los conceptos de neutralidad analítica o anonimato, tal como los aplican algunos analistas más conservadores, pueden ser percibidos por estos pacientes como un abandono. Creo que los pacientes que se sienten fácilmente abandonados necesitan sentir la presencia receptiva de su analista, y el analista puede necesitar facilitar esto. No se puede esperar que las personas se hagan vulnerables y se comprometan con una autorreflexión significativa bajo lo que se siente una repetición. (Algunos analistas se sorprenderán de la necesidad de explicar esto). Lo que haga un analista, concretamente, para establecer este tipo de presencia sentida dependerá del paciente y del momento clínico. Además, la presencia receptiva del analista debe equilibrarse con la necesidad de espacio del paciente en un momento dado.

Con un poco más de detalle: el analista debe responder al paciente como una persona que sufre, con amabilidad y empatía; a menudo, esto significa más amabilidad y empatía hacia el paciente que la que el paciente puede tener hacia sí mismo. Más precisamente, el analista debería mostrar interés y empatía por cómo era ser el niño luchador que el paciente fue en la familia en la que creció -un niño cuyo miedo y vulnerabilidad el paciente se avergüenza de sentir aún y que odia, tal vez debido a su lealtad a sus objetos internos que odian estas partes de él- y cómo es sentirse aún en parte como ese niño, incluso siendo adulto. Esto implica, en primer lugar, ver y, luego, explorar con sensibilidad el abandono emocional temprano del paciente; incluye ver la negación de los padres de su alejamiento, que presionó al niño -y aún presiona al paciente adulto- para que no se dé cuenta de lo que se le hizo, y mucho menos para que acepte la verdad y piense en ello. Incluso los pacientes que ven claramente la conducta de abandono de sus padres pueden no permitirse sentir lo espantoso y perturbador que fue, y lo mucho que moldeó su desarrollo; pero el analista no debe sumarse a la negación de su paciente.

En la misma línea, el analista debería explorar empáticamente la terrible carga de vergüenza del paciente, un legado prácticamente universal del abandono en la infancia. Estos pacientes se avergüenzan de haber sido vulnerables cuando eran niños y de sus vulnerabilidades ahora; de haber tenido necesidades en la infancia a las que sus padres no respondieron, y de los anhelos de amor y cuidado que persisten -aunque, como adultos, saben en parte que esta autoflagelación es alimentada por percepciones infantiles perdurables (ver Ferenczi, 1933, Fairbairn, 1943, Frankel, 2015). A menudo me ha resultado útil hacer saber a los pacientes que, en cierto nivel, los niños sienten naturalmente una vergüenza perdurable por haber sido abandonados emocionalmente, y que muy a menudo se sienten de alguna manera culpables de que sus padres se hayan alejado de ellos. Saber esto puede ayudar a contrarrestar el sentimiento de estos pacientes de ser anormales o defectuosos, que son los anclajes ideológicos de los sentimientos de vergüenza. Ofrezco a los pacientes esta reaseguración, incluso mientras exploramos cómo se desarrollaron sus sentimientos particulares de vergüenza en su propia vida.

También expreso mi escepticismo y cuestiono la autocrítica reflexiva con la que suelen luchar los pacientes. Como he señalado, los niños, de manera omnipotente, se imaginan a sí mismos como responsables del trauma que les aconteció -que, por alguna razón incomprensible, era merecido-, de modo que pueden tener una sensación de control en una situación en la que, de hecho, estaban indefensos; en su fantasía, asumir la culpa también puede parecer un camino para restaurar un sentimiento de cercanía con sus padres alejados (véase Fairbairn, 1943).

Los pacientes pueden intentar demostrar su maldad comportándose mal con sus analistas. Los analistas deben tratar de no dejarse apartar de una posición de amabilidad e interés empático por la agresión de sus pacientes (véase Ferenczi, 1931, p. 132, con pacientes que "estropean el juego" -una caracterización muy suave para lo que a veces puede ser una conducta extremadamente exigente y provocativa-), lo que podría confirmar implícitamente el sentimiento del paciente de que es malo, así como reforzar su creencia de que las personas que desempeñan funciones de cuidado, a pesar de sus esfuerzos por parecer benévolas, son en realidad egoístas y se preocupan principalmente por sus propias necesidades. El analista debe aferrarse a una posición de dedicación a los mejores intereses del paciente, una experiencia tal vez desconocida para este. A menudo he encontrado útil explicar esta dinámica, también, para estos pacientes -un movimiento que, en sí mismo, demuestra el compromiso continuo del analista con el bienestar del paciente. Los pacientes abrumados por sus padres traumatizantes internalizados y desamparados por ellos, necesitan un aliado, alguien que pueda ver tanto las faltas negadas de los padres como lo bueno del paciente, desde fuera de la identificación de este último que le impide ver ambas cosas.

El juego es una forma universal de conectar empáticamente con otras personas (véase Frankel, 1998) -y también con otros animales- de establecer un vínculo de humanidad compartida, una sensación de que todos somos, en palabras de Sullivan (1947), "mucho más simplemente humanos que otra cosa". Por lo tanto, un poco de juego en el momento adecuado -y en un nivel más amplio, simplemente disfrutar de un momento con un paciente y dejar que se note- también puede subrayar que las luchas de un paciente son "simplemente humanas" y no son motivo de vergüenza.

Una forma adicional de ser una presencia receptiva y liberadora para el paciente -y estrechamente relacionada con el reconocimiento de la humanidad compartida inherente a lo lúdico- es una actitud de humildad en el analista respecto de sus propias ideas y perspectivas, sin olvidar la posibilidad de que el propio analista pueda tener sentimientos y motivos que escapen a su propia conciencia. Esta actitud contrasta con la exigencia, en los primeros años de vida de muchos de nuestros pacientes, de que sigan la historia de sus padres acerca de la familia, especialmente la negación por parte de los padres de sus propios fallos, vulnerabilidades, intenciones egoístas y desprecio por las necesidades del niño -lo que Ferenczi (1933) llamó "hipocresía". Más recientemente, la psicóloga Jennifer Freyd (por ejemplo, Freyd y Birrell, 2013) documentó, en su investigación, lo que denominó "ceguera a la traición", es decir, cómo los niños siguen, incluso en su propia experiencia subjetiva, la historia falsa e interesada de su familia sobre el comportamiento destructivo de la familia hacia el niño. Jay Greenberg (1986) ha hablado de la necesidad de que los analistas sean, hasta cierto punto, "nuevos objetos" para sus pacientes; me parece, a la luz del papel central que Ferenczi otorga a la hipocresía de los padres en su teoría sobre el daño causado por el trauma familiar de la infancia, que la honestidad y, especialmente, la humildad -no necesitar tener la razón, ni que se reconozca que se la tiene, ni en cuanto al paciente ni en cuanto a las propias motivaciones- son lo más esencial para los analistas que se esfuerzan por ser objetos nuevos, y buenos, para sus pacientes.

Nada en estas actitudes requiere que el analista ataque o compita con los padres del paciente, aunque es posible que no pueda evitar desafiar las opiniones de los padres. Debe tener cuidado de no atacar a las personas que el paciente aún ama, a las que sigue siendo leal y protector, y con las que continúa identificándose. Más bien, el analista intenta crear las condiciones necesarias para que emerjan las propias percepciones negadas del paciente, y para llamar la atención del paciente sobre ellas, de modo que este pueda descubrir sus propias percepciones y llegar a comprender su antigua -y aún vigente- decisión de, en cierto modo, disociarlas. El objetivo aquí es, en última instancia, separarse de la historia familiar en la que ha creído, en gran detrimento suyo. Intenta ayudarle a ver a sus padres, a sí mismo y a la historia de su vida con sus propios ojos, y a ser capaz de pensar por sí mismo al respecto, al margen de las anteojeras de su identificación obligatoria.

Tratar de redescubrir la realidad traumática real del paciente no significa ignorar su vida de fantasía y cómo su experiencia de sí mismo y del mundo, y sus modos de relacionarse con él, han sido moldeados por sus fantasías. Pero la fantasía en sí misma parece ser, por lo general, una forma de afrontar el trauma negando los sucesos traumáticos, junto con los sentimientos que despertaron y las necesidades que violaron, como he descrito anteriormente. Las fantasías expresan identificaciones que ofrecen una sensación de seguridad y pertenencia, negando las partes malas de los objetos necesitados y las partes vulnerables de uno mismo. La exploración analítica de la fantasía nunca debería perder de vista las realidades traumáticas que la fantasía ha sido diseñada para afrontar, y cómo ha sido estructurada para ello.

Una advertencia importante: puede ser fácil entender erróneamente la idea de que el analista se esfuerza por estar presente y ser receptivo de una manera que el paciente pueda sentir, o diferente de los padres de la infancia, como que el analista debe asumir algún tipo de papel de buen padre. Michael Balint (1979) señaló el gran peligro de que un analista se presente a sí mismo como ligeramente omnipotente, a la manera en que un padre se presenta ante un niño pequeño. El hecho de "saber" con confianza las respuestas "correctas", de intervenir para proteger a los pacientes de los golpes y las flechas de la vida, o de "salvarlos" o infantilizarlos de otro modo, conlleva el riesgo, para los pacientes adultos narcisistas, de fomentar una "regresión maligna" destructiva, en cierto sentido una adicción al analista, que puede socavar los esfuerzos del paciente por la autonomía y el crecimiento y arruinar sus posibilidades de recuperación. Los analistas pueden ser naturalmente, o por elección, diferentes de los padres de un paciente: estar presentes de forma fiable; colocar los intereses del paciente por encima de las propias necesidades del momento, y las preferencias del paciente por encima de las propias; ejercer la autodisciplina y la humildad; y escuchar atentamente y sin juzgar, por ejemplo. A veces, un analista puede dejar entrever sus sentimientos de cariño hacia un paciente. Mucho de esto es simplemente inherente a, o fluye de, cualquier versión de una buena técnica analítica. Pero proporcionar estas condiciones esenciales para el crecimiento es diferente de tratar de compensar el abandono emocional de la infancia de los pacientes asumiendo un papel casi paternal o tratando de liberarlos de la responsabilidad de sus propias vidas. Sea cual sea la forma en que se exprese la sensibilidad de un analista, este debe tratar a sus pacientes como adultos y respetar sus aspiraciones de autonomía, no solo sus necesidades de regresión.

Además, asumir un rol compensatorio de buen padre probablemente (y tal vez sin saberlo) reflejaría las propias fantasías inconscientes del analista, y -dado el impacto traumático que para estos pacientes tiene el haber tenido padres que confundieron las necesidades de sus hijos con las suyas propias- podría, en cierto nivel, introducir un eco traumático que desencadene una compulsión del paciente a idealizar e identificarse con el analista y a cumplir con lo que siente que este necesita (véase Ferenczi, 1933).

¿Cómo se desarrolla el impacto traumático del abandono emocional de los padres, y el hecho de que lo nieguen, más adelante en la vida de sus hijos, con más detalle? ¿Y qué requiere esto de sus analistas? Los siguientes tres ejemplos resumidos se basan en pacientes que he tenido -personas cuyas vidas y experiencias internas he tenido el privilegio de observar de cerca- y creo que son fieles a las realidades emocionales de sus vidas y sus tratamientos.

Stephanie

Stephanie es una mujer casada de mediana edad, académica de éxito en el campo de las humanidades e hija única. Tenía una madre deprimida y enfadada que avergonzaba a su joven hija adolescente, especialmente cuando esta expresaba las dudas sobre sí misma y las inseguridades sociales tan típicas de esa edad. El padre también estaba deprimido, pero de forma retraída, y parecía estar perpetuamente en lucha, infeliz e insatisfecho. Muy pronto, Stephanie llegó a creer que el simple hecho de haber nacido había supuesto para su padre una abrumadora carga de responsabilidad de la que nunca se recuperó, que la propia existencia de ella en la familia era la causa de que él no pudiera perseguir el éxito profesional y la felicidad que sin duda habría encontrado si ella no hubiera venido al mundo.

De adulta, Stephanie se siente a menudo deprimida y autocrítica. A veces siente que no quiere ni merece vivir. Se siente una terrible decepción para los que dependen de ella, en el trabajo y en casa, a pesar de las considerables pruebas de lo contrario. Pero también siente a menudo las expectativas de los demás como una carga injusta, y se siente resentida; y poco a poco se ha ido descubriendo que este resentimiento se hace eco de un resentimiento y una crítica más profundos y persistentes hacia sus padres, de los que a veces puede ser incómodamente consciente, a pesar de los esfuerzos que ha hecho durante toda su vida para minimizar sus propias necesidades y evitar hacer demandas, y para excusar los aspectos más problemáticos del comportamiento de sus padres.

También quedó claro que los esfuerzos de Stephanie por sanear la imagen de sus padres requerían que reprimiera su ira hacia ellos y la volviera contra sí misma, y que se culpara por la infelicidad de su familia, especialmente por la desesperación de su padre. La autoculpabilización generalizada de Stephanie se centraba en su incapacidad para ser perfecta. En su fantasía, su perfección habría liberado a su padre de la carga de sus decepciones y su depresión, y le habría permitido ser feliz y mostrar su amor por ella sin reservas. La madre también habría sido feliz y le habría dado el amor y los cuidados de los que se había visto privada. Si hubiera sido perfecta, se habría convertido en una adulta feliz. Así que se odiaba a sí misma por no estar a la altura de la perfección y veía su fracaso como la fuente de la desdicha de toda su familia. De este modo, la depresión de sus padres se convirtió en una fuente de gran vergüenza personal. De adulta, Stephanie ha sentido que no lograr ni siquiera el objetivo más trivial era una prueba más de su vergonzoso fracaso personal. Se ha culpado de todos los problemas y ha creído que no haber sido perfecta en todos los aspectos imaginables, en muchas áreas de su vida, era lo que le impedía encontrar la paz y la felicidad.

Junto con la exploración e interpretación de las expresiones de odio hacia sí misma de Stephanie, incluidos sus esfuerzos por apartarme, he sentido que era crucial que persistiera en mi compromiso afectivo con ella, por muy silencioso que haya sido a veces, que yo no me apartara cuando me dijera que no valía nada y que era mala para la gente, y se retirara. Durante los largos silencios, a menudo he comentado lo que ella muestra pero no dice: "pareces cansada, o quizá más que cansada", es decir, te veo, oigo lo que no dices, me preocupa lo que sientes y pienso en lo que sientes. No he ocultado mi preocupación por la niña que fue y por las formas en que aún sufre.

Pero durante las sesiones oscuras, también he tratado de notar pequeñas brechas en las nubes, para dar la bienvenida a su self más libre, que se asoma tímidamente tras su obligada desdicha, aun cuando ella parece sentirse incómoda con esta parte más libre de sí misma. No he ocultado que me gusta lo que es como persona y que me resulta gratificante trabajar con ella.

Del mismo modo, me he sentido libre de recoger sus ocasionales momentos de juego, a menudo de una manera que incluye un elemento interpretativo. Por ejemplo, comenzó una sesión antes de mis vacaciones preguntando en broma: ¿me echarás de menos? Me reí y le dije que su pregunta era un campo de minas: cualquier respuesta sería mala. O bien la echaría de menos, lo que indicaría que estoy demasiado implicado y que mis buenos sentimientos hacia ella reflejan un problema personal y, por lo tanto, se descalifican; o bien no lo haría, lo que significaría que ella no es digna de ser amada. Ella reconoció el dilema que había creado y se rió: un momento de contacto y aprecio mutuo, y una afirmación de nuestra humanidad compartida. Además, arrojamos nueva luz sobre algo importante: cómo sus intentos de llegar a la gente están diseñados para confirmar sus sentimientos de falta de valía. Un poco más adelante en la sesión, Stephanie señaló que recientemente había empezado a aflojar su actitud implacable hacia sí misma, y comenzó a explorar este cambio con una sensación de distancia psicológica útil.

El caso de Stephanie deja claro que cuando los niños se sienten presionados para pasar por alto los aspectos negativos de sus padres que los abandonan emocionalmente, se vuelven incapaces de desenredar y separarse de los problemas emocionales de sus familias, y de hacer el duelo de su propia infancia perdida. En su lugar, asumen el dolor, la depresión y la vergüenza de la familia y desarrollan una identificación frágil e idealizada con sus familias (véase Bowlby, 1980). Precisamente porque los niños son inmaduros y necesitan sentir que tienen padres fuertes y cariñosos, no hay otra opción posible cuando las familias abandonan emocionalmente a sus hijos (Fairbairn, 1943). Un niño que construye su carácter sobre la piedra angular de una sensación interiorizada de maldad debe resistirse a las atracciones de las experiencias nuevas y afirmativas y luchar contra cualquier sentimiento bueno sobre sí mismo, ya que estos podrían alejarle de la identificación y la negación a las que se aferra, y abrirle al dolor de afrontar sus traumas no llorados. Pero con tiempo y trabajo, un terapeuta emocionalmente presente, sintonizado y receptivo puede ayudar a alguien a empezar a soltar su agarre a esta espiral de muerte y a vivir más plenamente.

Samantha

Samantha, una profesora de primaria de 30 años, es hija de una empresaria de éxito. La madre de Samantha es cariñosa, pero considera que el trabajo de su hija es un desperdicio de su talento. La madre respeta poco a las mujeres que eligen profesiones tradicionalmente femeninas, y cree que Samantha tiene la inteligencia, la habilidad y el carácter para triunfar en el duro mundo de los negocios. A pesar de que Samantha ya es mayor de edad, la madre, ahora como antes, parece incapaz de aceptar a Samantha como una persona autónoma con sensibilidades e intereses diferentes a los que la madre desearía y que tiene derecho a elegir su propia dirección en la vida; aunque la madre parece sentir conscientemente que apoya a Samantha. Aunque Samantha suele salir de los encuentros con su madre sintiéndose deprimida y desesperanzada consigo misma, le resulta difícil ver las intenciones de su madre de otra forma que como un apoyo.

El abandono emocional de la madre se puede observar tanto en el hecho de que no responda o alimente a la persona que Samantha es realmente, como en su negación implícita de que lo esté haciendo. Y Samantha se somete a la visión crítica de su madre de forma bastante completa. Quizás esto se deba a que la desautorización de la madre durante toda su vida ha colocado a Samantha bajo la orden de no notar, y mucho menos defenderse, de los ataques de la madre. ¿Podemos esperar más confianza en sí misma y afirmación de una niña que carece tanto de la afirmación de lo que es como de la validación de sus sentimientos y percepciones por parte de la misma persona cuyo reflejo es el medio para el desarrollo del sentido del self de todo niño?

Los ataques de la madre son profundos. Aunque Samantha puede sentirse brevemente bien tras recibir la aprobación por un trabajo bien hecho (lo que ocurre a menudo) o la validación a un nivel más personal, rápidamente vuelve a su sentimiento por defecto de que es fundamentalmente un fracaso sin remedio, de que algo está inherentemente mal en ella (a veces se centra en sus pechos pequeños) y de que es esencialmente indigna de amor, indeseable y decepcionante. Si no consigue la perfección absoluta en algo, no importa lo bien que lo haga o lo difícil o desconocida que sea la tarea, se critica a sí misma sin piedad y se ve como una perdedora. No ha podido liberarse de la forma en que su madre la define y no contempla el éxito ni la felicidad en su futuro. La sumisión de Samantha aún le ha dejado cierto espacio para vivir su propia vida como le parece, pero no para disfrutarla.

Además, Samantha ha sido objeto de exclusión social por parte de la gente popular de sus primeros años de adolescencia, lo que echa más leña al fuego de su sentimiento de ser diferente y menos que los demás. Sus sentimientos de depresión a veces le hacen difícil pasar el día.

El alcance de la devoción de Samantha a la visión negativa que su madre tiene de ella puede verse en sus obstinadas justificaciones, en terapia, de por qué es un caso perdido, y su enfado cuando planteo preguntas al respecto. Pero ha habido momentos, a medida que nuestro trabajo ha progresado, en los que el tono de las sesiones se ha vuelto más brillante, y Samantha ha sido capaz de verse a sí misma de una manera más positiva e imaginar un futuro más esperanzador. Examinar sus interacciones actuales con la madre ha hecho que a Samantha le resulte más difícil permanecer ciega ante la falta de respuesta de la madre a lo que ella realmente es, y que le resulte más fácil ver cómo ha aceptado los duros juicios de la madre. Estos insights han parecido importantes para permitir que las nubes oscuras se disipen, aunque solo sea brevemente.

También empezó a parecer que la rígida insistencia de la madre en que su camino era el único era un medio de la madre para negar su propia y profunda inseguridad y falta de autoaceptación, y que la madre inconscientemente intentaba librarse de estos sentimientos proyectándolos en Samantha. Desde este punto de vista, el hecho de que Samantha acepte las proyecciones de su madre, asumiendo como propias las ansiedades, las dudas sobre sí misma y la depresión de su madre, y exponiéndose repetidamente a los "consejos" críticos de esta, puede verse como una estrategia inconsciente de Samantha para salvar a su madre absorbiendo el dolor de esta hacia sí misma.

Tal y como yo lo veía, la devoción de Samantha y la terrible compasión que sentía por su madre la mantenían atada aún más estrechamente a su autoflagelación y a su depresión y han sido grandes obstáculos para el progreso terapéutico. Esta percepción me llevó en una dirección particular. Me parecía importante que esta mujer, que se sentía tan sola, me sintiera como cuidador y aliado; y de hecho, me he sentido como tal. Y aunque no he hablado de estos sentimientos, tampoco los he ocultado. Y no me he dejado apartar por la coraza de ira (tanto hacia ella como hacia mí) que construyó a su alrededor para demostrar lo inútil, lo poco amable y lo decepcionante que era. He tratado de mantener el contacto empático con la niña vulnerable y carente de emociones que Samantha había sido, y en cierto modo seguía siendo, a la que ella misma despreciaba.

Además, mi elección de las palabras y mi tono de voz han hecho ver a Samantha que me ponía de su parte incluso cuando ella no lo hacía, incluso cuando se ha negado a ver los ataques de la madre y ha defendido sus desautorizaciones. Me he centrado en los detalles del "apoyo" y los consejos de la madre, y he animado a Samantha a pensar en lo que pasaba por la cabeza de su madre y en la historia de esta respecto a su propia benevolencia. He compartido mis pensamientos sobre la fragilidad de la madre (en contra de la visión consciente de Samantha de que su madre es inquebrantable), sobre cómo las proyecciones "malas" de la madre hacia Samantha eran un modo con el que se regulaba la propia autoestima de la madre, y sobre cómo el que Samantha "aceptara" la vergüenza ha sido un modo de cumplir con la madre y cuidarla, pero he compartido estos pensamientos como si fueran míos, y he tomado en serio el escepticismo de Samantha. También le he hecho saber a Samantha que la vergüenza y la duda sobre sí misma son reacciones previsibles al abandono emocional y a la negación por parte de los padres de su propia agresión hacia el niño.

He sido bastante activo compartiendo mis pensamientos porque sentía que un enfoque silencioso y puramente exploratorio podría dejar a Samantha sintiéndose sola, a merced de objetos internos abrumadores y hostiles (véase Hoffman, 2009) y, por tanto, indefensa ante su impulso de identificarse con estos objetos. Pensé que necesitaría un aliado y un defensor para poder sentir el espacio para pensar.

Pero cuando Samantha ha detectado mis sentimientos personales sobre cómo la trataba su madre, detrás de los comentarios exploratorios e interpretativos que presentaba de forma más neutra, he reconocido lo que sentía. Y he añadido que pensaba que mis sentimientos podían complicar la exploración de Samantha de sus propios sentimientos hacia su madre. Creo que es importante que los analistas puedan reconocer cómo sus propias actitudes pueden afectar la libertad de sus pacientes para explorar y encontrar su propia relación con las personas importantes en sus vidas, y especialmente con pacientes, como Samantha, cuyas dificultades se vieron agravadas por la negación de los padres de los sentimientos que la niña, sin embargo, sentía, en algún nivel, y a los que ciertamente reaccionó.

Jane

Jane, ingeniera, creció en una familia de clase trabajadora. A diferencia de Stephanie y Samantha, Jane tuvo una infancia en la que se produjeron abusos físicos directos: su padre la abofeteaba con frecuencia. Pero Jane sentía que la desconexión emocional de sus padres era al menos igual de perturbadora, y trataba de pensar en las bofetadas de su padre como una prueba de su deseo de contacto emocional. Cuando, de niña, Jane afrontaba algún tipo de riesgo o peligro físico, su padre a menudo se mostraba indiferente o incluso parecía disfrutar de su miedo. Jane cree ahora que su padre necesitaba que ella sintiera dolor y miedo. La madre, a menudo ensimismada en sus propias preocupaciones, solía minimizar los sentimientos de malestar de Jane y le decía que sus percepciones de los acontecimientos familiares perturbadores eran erróneas.

El hecho de que los padres de Jane se desentendieran de sus sentimientos la hacía sentir invisible y no deseada. Se preguntaba qué era lo que le ocurría: debía haber algo malo en ella, o ¿por qué la tratarían así? Como adulta, puede sentirse impulsada a criticarse a sí misma. Todo en ella está mal de alguna manera: su percepción de los demás, lo que piensa y siente. Incluso su infelicidad es una prueba de que sus sentimientos son diferentes de lo que "se supone" que debe sentir y de lo que sienten otros. Estas líneas de pensamiento la empujan fácilmente a un lugar triste y solitario del que le cuesta salir. Cree que nadie quiere realmente escuchar o compartir estos sentimientos y que la gente acabará por alejarse de ella. A menos que el interés y la atención de los demás sean auténticos e inconfundibles, no soporta ni siquiera pensar en los momentos dolorosos de su vida, y los bloquea.

La autoculpabilización de Jane parece ser un remanente de sus esfuerzos por salvar la imagen de sus padres como emocionalmente implicados con ella y cariñosos, y culparse a sí misma por sentirse desatendida, a lo que se vio implícitamente presionada por la negación de su desconexión con ella. Por supuesto, ver a sus padres como cariñosos contradecía gran parte de su propia experiencia directa con ellos. De niña, Jane había estado dispuesta no sólo a soportar sino a justificar el dolor y el miedo que su padre le imponía, para poder verle con buenos ojos, un patrón que se repite en su vida actual, por ejemplo, en sus esfuerzos por excusar el trabajo descuidado de los colegas de los que depende.

Hoy en día, la sensación que tiene Jane de ser defectuosa sale a relucir durante las acaloradas discusiones con su marido, pero también puede surgir cuando las pequeñas cosas van mal. Se enfada consigo misma y se entristece. También se siente confusa respecto a sus peleas conyugales: niega sus percepciones molestas sobre su marido y entonces sus sentimientos dolorosos no tienen sentido para ella. Sentirse confusa fue un truco que Jane aprendió muy pronto, al colaborar con la negación de sus padres sobre su propio daño y desvinculación. En raras ocasiones, cuando Jane está sola después de una pelea sin resolver con su marido, se abofetea a sí misma, normalmente en la cara, como autocastigo, igual que había hecho su padre con ella. Jane siente que atacarse a sí misma es una forma de proteger a su marido de su ira. En cierto modo de forma parecida, su sumisión a la conducta amenazante del padre durante la infancia puede haber sido, en su pensamiento, una forma de cuidar de él, y también una táctica para sentirse emocionalmente conectada a él.

Pero durante las discusiones conyugales, cuando el marido de Jane minimiza o menosprecia sus sentimientos, como había hecho su madre, o cuando la ira de su marido evoca los sentimientos de las agresiones de su padre, Jane suele responder con una rabia refleja, irreflexiva, y contraataca. En esos momentos se siente con el gatillo fácil. Esta reacción parece ser una identificación con su padre furioso, y también una forma de mostrar y rechazar su profunda creencia de que su propia maldad innata es el verdadero problema en su matrimonio.

Con Jane, a veces me he mostrado un poco lúdico, lo que invariablemente me ha parecido que creaba un momento de contacto. Cuando ha descrito momentos dolorosos o especialmente problemáticos, he procurado decir algo en lugar de escuchar en silencio, y a menudo le he dejado ver mi respuesta personal. He sido suave, pero presente y activo, a la hora de explorar su experiencia interna de maltrato en la infancia, cuando nuestras sesiones nos han llevado a ello, para ayudarla a sentirse menos sola y más capaz de afrontar lo que le había pasado, y para poder pensar más claramente en cómo estas experiencias moldearon la visión que tenía de sí misma, de sus padres y de los demás más adelante en su vida. He prestado especial atención a la vergüenza persistente que tiene sus raíces en su trauma de la infancia, y de vez en cuando he compartido algunos detalles de mi propia vida, para ayudarla a considerar su vulnerabilidad como "simplemente humana" en lugar de diferente y vergonzante.

Al igual que en el caso de Samantha y Stephanie, vemos que Jane sigue ocupada protegiendo a sus padres de su destructividad emocional. Para todas estas mujeres, esto requiere aferrarse a la creencia de que son ellas mismas las que están mal o rotas. Pero la descripción del caso de Jane es la que más claramente ilumina cómo un sentimiento persistente de ser mala puede evocar una reacción agresiva compensatoria, aunque dicha reacción también puede verse en los casos de Stephanie y Samantha y apenas está presente en el de Jane. Esta reacción de ira ayuda a alguien a ahogar y negar los sentimientos dolorosos de miedo y maldad, incluso cuando cumple con la exigencia de sus padres, ahora interiorizada, de hacerse a la vez culpable y víctima.

Conclusión

Estos casos demuestran cómo fenómenos clínicos como la depresión, el masoquismo y el narcisismo pueden entenderse como diferentes expresiones de una respuesta dinámica multifacética a un trauma muy común; concretamente, la identificación con el agresor, en sus diversos aspectos, como una reacción a la soledad traumática en hijos de padres narcisistas. Basándome en lo que he observado a lo largo de muchos años de práctica clínica y en lo que he escuchado de mis supervisados y colegas, el amplio marco clínico que he descrito aquí se aplica a muchos de nuestros pacientes.

Con estos pacientes, el analista debe prestar especial atención a establecer una presencia receptiva. Debe ver, y explorar, el abandono emocional temprano del paciente, y examinar sus consecuencias duraderas -quizás especialmente la vergüenza que es su resultado universal, y terriblemente dañino. Puede ser útil hacer saber al paciente que la vergüenza es una consecuencia natural del abandono emocional. También es importante no dejarse apartar por un paciente que se siente indigno. Además, el carácter lúdico, junto con una actitud de humildad, fomenta un vínculo de humanidad compartida, reduce la sensación de diferencia vergonzante con respecto a otras personas y ayuda a liberar a los pacientes de sus identificaciones destructivas con el agresor.

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