aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 073 2023 Aproximaciones psicoanalíticas actuales al cuerpo

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Amigo - enemigo de sí mismo: déficit y destructividad. Un acercamiento a la enfermedad autoinmune

Friend - Enemy of himself: Deficit and destructiveness. An approach to autoimmune disease

Autor: Bolaños, Teresa

Para citar este artículo

Bolaños, T. (2023). Amigo - enemigo de sí mismo: déficit y destructividad. Un acercamiento a la enfermedad autoinmune. Aperturas Psicoanalíticas (73), artículo e6. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001221

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Resumen

El presente trabajo intenta un acercamiento a la comprensión psicoanalítica de la enfermedad autoinmune desarrollada en algunos pacientes durante el proceso analítico. Pacientes que parecen atacarse como si tuvieran un enemigo interno. Cuando hay fallas importantes en las relaciones tempranas, la vinculación mente- cuerpo se bloquea, la personalidad se escinde, se estanca el proceso de subjetivación. La persona queda a merced de impulsos destructivos que se expresan en ataques al cuerpo y a su funcionamiento mental.  Proponemos que en la enfermedad autoimmune la carencia o déficit inicial es tomada por la pulsión de muerte, dándose una fusión que incrementa la destructividad.  Reflexionamos cómo en estos casos se trataría de defusionar la reacción al déficit de la pulsión de muerte y alimentar, a través del vínculo analítico, la pulsión de vida.

Abstract

This paper is an approach to the analytic understanding of autoimmune mental pathology developed by some patients during the analytic treatment. These are patients who seem to be attacking themselves as if possessed by an internal enemy. When there is a failure in early relationships, the mind-body connection is damaged, personality splits and there is a stagnation in the process of creating subjectivity. The person remains helpless in the wake of auto-destructive drives, which attack the body and its mental functions. Our understanding is that in autoimmune pathology the initial lack or deficit is taken by the death drive, and the resulting fusion increases destructivity. Our idea is that in these cases there is a need to break this fusion of the deficit with the death drive and nourish the life drive in the course of the analytic treatment.


Palabras clave

destructividad, déficit, enfermedad autoinmune, pulsión de muerte, pulsión de vida.

Keywords

autoinmune disease, deficit, destructiveness, life drive, death drive.


Un amigo es alguien que conoce la canción de tu corazón y puede cantarla cuando a ti ya se te ha olvidado la letra

        –Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso

Pero el peor enemigo con que puedes encontrarte serás siempre tú mismo; a ti mismo te acechas tú en las cavernas y en los bosques

            – Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra

 

Las siguientes reflexiones parten de procesos analíticos realizados a lo largo de varios años, en los cuales se manifiestan situaciones en las que los pacientes parecerían atacarse física y emocionalmente, como si tuvieran   un enemigo interno.

Distingo   los ataques que parecen provenir de una gran destructividad -que nos interpela acerca de la actuación de la pulsión de muerte-, de lo que se expresa como un ataque en apariencia, pero que sería más bien fruto de un déficit, reacción a una carencia inicial. 

Destructividad innata y carencia, coexisten en nosotros y en nuestros pacientes. La cuestión que quisiera plantear   es qué sucede si estos dos aspectos destructividad y carencia, se fusionan con el predominio de la destructividad asociada a la pulsión de muerte.

Cuando la pulsión de muerte domina la carencia, ambas estarían en la base de un proceder destructivo.  Desde esta perspectiva planteamos un acercamiento a la comprensión de la enfermedad autoinmune y la posibilidad de una propuesta para enfrentar el desafío que nos presentan estos pacientes en la clínica psicoanalítica.

Pensamos que un objetivo del proceso analítico sería el poder ser amigo de uno mismo. La amistad hacia sí mismo y hacia el otro implica un nivel de integración, un proceso logrado de subjetivación. El sí mismo es fruto del desarrollo de un narcisismo positivo y tiene que ver con la estructuración de un aparato psíquico en vinculación con un otro.

Es justamente esa primera vinculación, con una madre suficientemente buena (Winnicott, 1951) que acompañe el desarrollo del bebé con “reverie” (Bion, 1962; Ogden, 2013), que ayude al niño a reconocer y nombrar sus emociones, a contenerlas y procesarlas, que resista sus ataques y pueda devolverle ansiedades digeridas, que pueda prestarle su aparato para pensar mientras el niño va desarrollando el suyo propio, la que va a permitir un adecuado proceso de subjetivación.

La madre o sustituto sería ese primer amigo que, con su presencia y estabilidad ayudará a realizar las potencialidades creativas del bebé, en lucha contra la innata destructividad interna. Esto supone presencia, constancia y continuidad en las primeras relaciones, posibilitándose de esa manera el desarrollo de la confianza básica. Se necesita la experiencia con un otro que acompañe empáticamente para poder realizarse como persona y poder aceptar y tolerar la ausencia. Esas primeras vinculaciones, cuando son suficientemente buenas, propiciarán la capacidad de estar solo, el amor a sí mismo y el amor y preocupación hacia el otro. Diríamos, el poder ser amigo de uno mismo y empatizar con el otro.

Jean Bégoin (2001), psicoanalista francés, señala que el sentimiento estético descrito por Meltzer (Meltzer y Harris Williams, 1988) es el resultado de la belleza del encuentro entre la madre y las nacientes capacidades de amar del bebé. En condiciones deseables el encuentro con una madre “suficientemente buena”, con “reverie, continente, promoverá  la integración psiquesoma; se desarrollará adecuadamente el proceso de alfabetización, de subjetivación y la capacidad de amar.

Cuando las condiciones ambientales no son lo suficientemente buenas y, en ocasiones, son  negativas- cuando hay déficit o rechazo - el aspecto estético del amor primario del que nos habla Bégoin (2001) no podrá ser creado; el niño queda a merced de ansiedades inimaginables, como el pánico de los agujeros negros de la depresión primaria, o el pavor del aborto de la vida psíquica.

En este contexto de fallas ambientales intensas y continuas, es entendible la necesidad de desconexión que encontramos en nuestros pacientes. Esta desconexión va acompañada, en muchos casos, de un impulso a atacar todo aquello que pueda conectarlos o vincularlos con ellos mismos o con los otros. Habría de fondo un sufrimiento psíquico impensable, ligado a la carencia, sufrimiento al que pensamos será difícil arribar porque está oculto y es desconocido aun para la propia persona.

Este déficit o carencia inicial, motivo de una gran herida y dolor, ante la falta de un interlocutor empático, continente y comprensivo, ha enmudecido y puede expresarse, como reacción, en destructividad. Pero aquí el ataque vendría de ese dolor impensable y sin esperanza de ser atendido o calmado. Como veremos más adelante, este ataque defensivo ante el dolor impensable que proviene del déficit o carencia podría ser tomado, absorbido, convocado y utilizado por la pulsión de muerte.

Estamos aquí hablando de una vertiente para la destructividad o los ataques a sí mismo, distinta de la pulsión de muerte. Vertiente que estaría más bien relacionada al déficit; serían reacciones frente a las fallas en los primeros vínculos, a la frustración y a la ausencia de alguien que se diera cuenta y atendiera estas carencias.

Al respecto de las fallas en los vínculos, Álvarez (1997) observa dos posiciones en Bion: una de ellas referida al efecto de los ataques destructivos dirigidos al pensamiento y al yo del propio paciente, diríamos ligada a la pulsión de muerte y al odio de la realidad externa e interna y otra, que llevaría en cuenta lo que proviene del déficit en el vínculo. Bion (2000) afirma que el ataque de un paciente al pensamiento del analista (y diría, hacia sí mismo) puede no ser motivado por sadismo, sino por la proyección de su propia falta de función alfa. Esto implica una necesidad desesperada, sería más déficit que destructividad, nos aclara Álvarez. Nos estaríamos refiriendo a un profundo dolor y sufrimiento que llevan a la rabia y puede expresarse en la destrucción.

Hablar de enemigo nos ubica del otro lado.  Convoca al odio, el rencor, la envidia, la posibilidad de ser dañado o de dañar.  El enemigo es la expresión radical de la diferencia, de la intolerancia, no hay posibilidad de negociar. La presencia del enemigo la encontramos en las guerras, pero también en la vida cotidiana.

Green (2010) señala  que la primera pulsión según Freud es la de regresar a lo inanimado. La primera pulsión, entonces, nos dice, no puede ser más que una pulsión de muerte. La compulsión a la repetición sería un efecto de esa pulsión y añade que, en Más allá del principio del placer, Freud (1920,1978) expresaría su convicción de que el hombre lleva en su seno un componente de odio, una inclinación a la agresión y a la destrucción y por tanto a la crueldad.

Green propone distinguir dentro de la teoría freudiana tardía un narcisismo de vida y un narcisismo de muerte. Mientras que el primero aspira a la unidad del yo y ejerce una función objetalizante, ligada a la pulsión de vida; el segundo expresa la tendencia a llegar al grado cero de excitación, al servicio de una función desobjetalizante, bajo el dominio de la pulsión de muerte. Esta estaría en la base de la destructividad.

En algunas formas clínicas, el narcisismo pasa a ser amenaza, a constituirse en meta esencial de una vocación aniquiladora, que para diferenciarla mejor de la precedente hemos llamado “narcisismo negativo” y que es, a no dudar, una de las formas más devastadoras de la pulsión de muerte. (Green 2014, p. 55)

Planteamos que la destructividad que estamos asociando a un enemigo interno tendría entonces dos vertientes que podrían fusionarse bajo determinadas circunstancias: la pulsión de muerte originaria y las diversas reacciones auto y hetero destructivas ante un déficit inicial. La destructividad proveniente de la pulsión de muerte quedará potenciada si se fusiona con los sentimientos provenientes de ese déficit. Esta hipótesis parte de mi experiencia con pacientes en los que se evidenciaron carencias iniciales y al mismo tiempo compulsiones repetitivas y comportamientos auto y hetero destructivos fuertes.

Algunos de estos pacientes desarrollaron tipos de enfermedades autoinmunes, otros, diversas expresiones psicosomáticas. Puedo decir que se trataba de personas con muchos recursos intelectuales, que habían logrado desplegar de manera exitosa diversas áreas de su personalidad. No mostraban una agresividad manifiesta, pero sí una gran desconexión con su cuerpo, con sus demandas internas, con sus emociones, con partes de su personalidad, con sus relaciones cercanas, su entorno y conmigo como analista.

Percibía en ellos falta de reconocimiento de lo personal, poca o nula conexión con sus sensaciones, expresiones corporales, necesidades y sentimientos. Notaba falta de cuidado en diversas áreas. Expresaban un desconocimiento de lo propio y fuertes escisiones en sus conductas y pensamientos.  Se atacaban de diversas maneras y atacaban los vínculos.

En el consultorio eran frecuentes lo que podríamos llamar, ataques al encuadre o al pensamiento analítico del analista y a todo lo que podría significar vínculo, relación. Se daban constantes ausencias a sus sesiones o tardanzas, dificultades o confusiones con los pagos, rechazo de las interpretaciones, más aún las transferenciales, compulsiones repetitivas, y expresiones de fuertes escisiones y de reversiones de la perspectiva.   (Green [1986/2010]) ya nos decía que la locura privada se expresa en el encuadre). Diríamos expresiones de la pulsión de muerte.

Al mismo tiempo pude descubrir un elemento común en estos pacientes: la presencia en sus historias de fallas substanciales en los primeros encuentros en su vida:   por rechazo manifiesto, por desconexión afectiva, por separaciones prematuras y prolongadas, o depresiones maternas. Podíamos colegir la falta de una presencia constante, que, como dice Álvarez (1992), convocara al niño a la vida. Lo libidinice. Mostraban un lado no desarrollado e indiferenciado que parecía estar tomado por la compulsión repetitiva destructiva, expresando así la existencia de lo que sería la presencia de un enemigo interno que los atacaba continuamente. No obstante que esa compulsión destructiva repetitiva podía también traer el intento de comunicarme algo, enfrentaba, sin embargo, momentos en los que la destructividad parecía tomar el control del paciente, destructividad desconectada de sus necesidades más profundas.

En ocasiones el accionar destructivo se extendía al analista y su función, produciéndose momentos de confusión difíciles de remontar. No se daba la posibilidad de escuchar ni de ser escuchado, bases de un diálogo y de una relación. El sentimiento predominante era de impotencia; momentos en los que sentimos que estamos ante alguien que parece famélico y débil, pero que muerde la mano del que quiere alimentarlo; probablemente porque desconoce que esa mano puede alimentar y no necesariamente golpear.  Esto cerraba toda posibilidad e intento de acercamiento por parte del analista.

Recuerdo que cuando a una paciente le señalaba cómo, en ocasiones, los eventos emocionales que había vivido o estaba viviendo se expresaban en la agudización de sus síntomas psicosomáticos (fuertes alergias en la piel, intensos dolores musculares, jaquecas, serios problemas digestivos, infecciones urinarias, etc.) ella siempre desarmaba esta vinculación. Decía que no creía que se tratara de algo emocional, que lo que le pasaba es que seguramente no había tomado la medicina adecuada, que no había dormido lo suficiente, o inclusive (negando la percepción de las laceraciones en su piel) que sus heridas estaban mejor.  

Experiencias similares vividas con algunos pacientes me llevaron a pensar en la relación entre sus carencias tempranas y la destructividad que podían expresar.  Pensé en una fusión de la destructividad proveniente de la pulsión de muerte y de lo que provenía de la carencia y las reacciones esperables ante esta:  un reclamo de atención que no se expresaba.   En lugar de una fusión saludable madre-bebé, se daría una fusión carencias-pulsión de muerte.

Es importante señalar en este momento que estos aspectos carenciados y destructivos coexisten en los pacientes y en nosotros analistas, con otros desarrollados adecuadamente.   La persona no es su enfermedad, ni su destructividad o su déficit, ni las reacciones ante este, hay mucho más en ella y a esto apelamos en nuestro trabajo clínico, convocar esos otros lados de la parte amiga del paciente que puede colaborar.

Green (2010) plantea que en la base de la estructura psicosomática nos encontraríamos con un cuerpo en lucha contra las pulsiones de muerte amenazantes. El cuerpo se disocia de la mente, se impide la integración y se ataca cualquier vinculación, en función de la tarea desobjetalizante. Se fortalece la escisión y la negación como mecanismos que colaboran en este sentido. Pienso, como lo vengo planteando que, en las enfermedades psicosomáticas, particularmente aquellas comprendidas en el espectro de lo autoinmune, la pulsión de muerte se une a lo que proviene del déficit.

La destructividad inherente al ser humano encerraría, aislaría la necesidad, utilizando para fines destructivos las reacciones que se producen ante las carencias, ante las fallas ambientales:  sentimientos de frustración, dolor y rabia.   Al fusionarse la pulsión de muerte con los sentimientos provenientes de ese déficit, queda fortalecida.  Es como si la pulsión de muerte conquista la fortaleza que encierra los déficits y recciones ante estos y los pone bajo su dominio.

Esto se agrava cuando la pulsión de vida está debilitada, estancada, o en retroceso por fallas importantes del medio ambiente y cuando ha habido un rechazo evidente o escasa libidinización del bebé por parte de la madre o sustituto.

Nos referiremos ahora a la inmunidad y a los trastornos que pueden producirse en este ámbito.

La inmunidad es un estado de resistencia natural o adquirida que posee el organismo frente a una determinada enfermedad o un agente infeccioso o tóxico.  El sistema inmune tiene como tarea proteger al organismo frente a una determinada enfermedad identificando y atacando agentes patógenos y necesita poder distinguir esos agentes patógenos de las propias células y tejidos y agentes sanos del organismo para funcionar correctamente.

Las enfermedades autoinmunes son consecuencia de un sistema inmunitario hiperactivo, y diríamos confundido, que no puede distinguir los agentes extraños y patógenos de los sanos, ni lo propio de lo ajeno y que ataca tejidos normales como si fueran organismos extraños y tóxicos. Se comporta como si los tejidos sanos y propios fueran cuerpos extraños, enemigos a destruir. En sentido amplio, podemos decir que el sistema inmune cuya función es proteger al organismo de lo patógeno termina atacando partes sanas como si fueran patógenas y ajenas. Se daría aquí un desconocimiento de lo propio y saludable, un establecimiento de ajenidad al interior de uno mismo, un estado de confusión. Una reversión de un proceso natural. Nos preguntamos el porqué de esa reversión, de esa confusión.

En un trabajo que presenté sobre el cuerpo y el vínculo psicoanalítico (Bolaños, 2016) decía que nos encontramos en la clínica analítica con pacientes con un cuerpo silenciado, abandonado, descuidado, fruto de una gran desconexión, de   una fuerte desvinculación.  Ese cuerpo abandonado puede tomar el lugar de víctima y ser atacado por una mente que lo desconoce. Pero ese cuerpo puede mudar de posición, pasar de ser víctima a victimario, fortaleciendo la desconexión y enfermándonos, actuando silenciosamente como podría ser en el caso de las enfermedades autoinmunes. Podríamos decir que aquí funciona   una especie de enemigo interno, mudo.

En estos casos, como vengo postulando, las reacciones ante un dolor insondable y una rabia radical ante la carencia inicial por la falla materna (o del ambiente), son tomadas por la pulsión de muerte y quedan bajo su dominio, produciéndose una confusión. La necesidad de atención a las fallas tempranas y sus efectos, ligada a la pulsión de vida, al vínculo, a lo saludable, se borra y solo queda la reacción a atacar, destruir o debilitar todo lo que proviene de la pulsión de vida: vinculación, desarrollo, evolución, reconocimiento de la diferencia entre lo saludable y lo dañino.

Experimentamos en estos momentos una situación desesperanzadora, como en el mito de Sísifo. Estamos en el ámbito de una compulsión destructiva: el cuerpo se desorganiza, no hay cómo reconocer ni diferenciar al amigo del enemigo. Tanto externa como internamente.

Nos encontramos, pienso, con algo más temprano que la defensa de auto retirada como sería el autismo secundario, o la identificación con el agresor; estamos ante un yo que aún no se ha constituido, o que no puede defenderse.  Este proceso se complejiza, como señalaba, por la escasa libidinización materna. La pulsión de vida estaría enajenada, estancada, y el polo destructivo exacerbado.  No hay posibilidad de una negociación de pulsiones.  El enemigo, la pulsión de muerte destructiva, desde su dominio está al acecho de cualquier movimiento liberador.

¿Qué hacer en estos casos? ¿Se trataría de poder separar y atender la reacción que se produce ante el déficit, de la pulsión de muerte?  Y ¿cómo rescatar y atender lo que proviene del déficit en nuestros pacientes?

Álvarez (1997) señala que, si bien la frustración, la ausencia, tienen que ver con el nacimiento de los pensamientos, el objeto presente, con su vivacidad y movilidad sería también propiciador de pensamientos. Se refiere a la presencia como la disposición de reclamar por el niño, el ansia de volver después de la ausencia, la posibilidad de obtener placer y arrobamiento con el bebé. Se trata de la libidinización del bebé. Y en esta libidinización, la presencia del objeto vivo es indispensable. Esta sería una tarea que se nos presenta con estos pacientes.

La modulación y regulación de la presencia se plantea, entonces, como una tarea anterior a mantener la constancia del objeto durante la ausencia de este.  Los vínculos microcósmicos, suscribe Álvarez, tales como la capacidad para mirar otro rostro u oír una canción de cuna, pueden necesitar establecerse antes de poder construir otros vínculos mayores.

Esta sería parte de nuestra tarea analítica con los pacientes a los que me vengo refiriendo. La posibilidad de establecimiento de vínculos microcósmicos que anuncian la importancia de elementos no verbales: tono, melodía, mirada que estructura. Con cada paciente será distinto. Se trata de la instauración de vínculos que ayudarán al paciente a reconocer la necesidad de cuidado y afecto que ha quedado olvidada o borrada. Habría una especie de regresión al punto de la necesidad y su reconocimiento por parte del analista y sobre todo del paciente; así como la restauración de la creencia en la posibilidad de atención de esta por parte de un otro.   Propiciándose, de esta manera, una mirada diferente al propio cuerpo, un contacto cercano con este que admita la necesidad y la posibilidad del establecimiento de un cuidado amoroso.

Green (2014) habla de la necesidad del desarrollo de un narcisismo de vida. Este narcisismo, plantea, rechaza la muerte, desaloja, persigue y hostiga la pulsión de muerte, es la salida a la conquista de esa primera forma de investidura del yo que quiere asegurar el mantenimiento del Eros contra la fuerza que querría su vuelta atrás hacia la no-vida. Diríamos el Eros del paciente y del analista unidos luchando contra la destructividad de la pulsión de muerte, exacerbada por su fusión con la reacción ante el déficit inicial.

Álvarez y Green nos señalan un camino a recorrer con pacientes que llegan carenciados y con profundos déficit en su desarrollo: el encuentro con un mundo (a través de la madre-ambiente-analista) acogedor, continente, receptor de angustias primitivas, creador de vínculos microcósmicos, de soporte y propiciador de un narcisismo positivo.  

Esto implica, desde lo que vengo planteando, primero la difícil tarea de de-construcción, de de-fusionar la reacción al déficit de la pulsión de muerte. Y en cada paciente será un cosmos por descubrir. Ogden (2010) nos dice que es responsabilidad del analista reinventar el psicoanálisis para cada paciente y continuar reinventándolo en el curso del análisis. El analista debe aprender a ser analista con cada paciente y cada sesión.  Tratamos de establecer un vínculo psicoanalítico particular, apoyados en nuestra contratransferencia, instrumento esencial, particularmente en los casos a los que me vengo refiriendo.

De otro lado, las sensaciones provenientes del paciente: frustración, rabia, rechazo, desolación, pánico, actuadas y proyectadas en nosotros terapeutas, analistas, estarán en confluencia con nuestras propias sensaciones y sentimientos ante nuestras propias carencias. Se trataría de poder reconocer, tolerar y aceptar no solo lo que proviene del paciente sino las propias reacciones al déficit, y de nuestra propia destructividad. Habría, por momentos, una cierta fusión de los aspectos destructivos de paciente y analista.  La posibilidad de reconocer y tomar una cierta distancia de nuestras reacciones contratransferenciales y poder procesarlas, nos facilitará alejarnos primero de la fusión con nuestra propia pulsión de muerte, y luego de la fusión con lo proyectado por el paciente. Nos toca cumplir una función materna creativa de desintoxicación que implica previamente poder percibir la propia intoxicación, propiciando otras fusiones con el paciente hacia una simbiosis saludable.

Pensaba que estamos ante una difícil tarea porque el camino hay que ir haciéndolo al andar, el cuestionamiento es permanente, el terreno desconocido. Son pacientes que, podríamos decir, constantemente nos sacan el piso. Nos obligan a ser creativos para descubrir vetas o grietas para entrar en su mundo, partiendo de nuestras propias grietas. Uno se puede preguntar ¿por qué muerden la mano que los quiere alimentar? Pero, ¿quién dice que se quieren alimentar, o cómo sabemos cuál es el mejor alimento para ellos? o ¿en qué cantidad lo requieren?  o ¿cómo entender que la mano extendida puede ser percibida como una mano amenazante que los va a atacar?

En estos casos, más que alimentar al paciente, por más famélico que podamos sentirlo, se trataría primero de poder ayudarlo a que se conecte, por ejemplo, con su sensación de hambre, su necesidad de afecto, de sostén, de cuidado y protección. Se trataría de que él pueda reconocer esas necesidades olvidadas, borradas, y solo entonces podremos ayudarlo a que pueda buscar con esperanza el alimento que lo pueda nutrir y la mano que se lo pueda dar o que lo pueda ayudar a encontrarlo.

Anne Álvarez (1992), hablando de su trabajo con Robbie, un niño autista, nos decía cómo ella percibía que el niño no sabía o no le importaba que ella estuviese allí, que tampoco el niño proyectaba su necesidad de ser hallado, no esperaba ser encontrado, no esperaba nada. Había que salir a su caza, no porque se estaba escondiendo, sino porque estaba profundamente perdido.

…Sentía que mi función consistía en reclamarlo como miembro de la familia humana porque él no sabía cómo llevar a cabo sus propias demandas…Debía recorrer la enorme distancia psicológica desde la que podía caer, no sólo para llamarlo hacia el contacto humano, sino con mayor urgencia, para convocarlo hacia sí mismo (Álvarez, 2002, p. 86)

Se trata de una ardua labor, tanto en el trabajo con niños autistas, como el que nos muestra Álvarez, como con los pacientes a los que nos estamos refiriendo, pacientes que demandan nuestra presencia total, soportando ataques, sintiéndonos muchas veces impotentes o perdidos ante lo que le sucede al paciente y a nosotros mismos.

 Se requiere de nuestra presencia viva, muchas veces se trata solo de sobrevivir, intentando conexiones, escuchando y atendiendo los déficits, tolerando los ataques y la no existencia que nos hacen sentir estos pacientes, intentando ser creativos para poder acercarnos. Sobrellevando el abandono e inermidad ante la fuerza de lo destructivo. Y esto no es tarea fácil, particularmente por los efectos que sentimos en estos casos, y porque esos efectos, como lo vengo señalando, tocan nuestra propia problemática, nuestros déficits y nuestra propia pulsión de muerte.

He hablado en otros trabajos (Bolaños,1995, 2016, 2018) del esfuerzo que implica esta tarea en el analista para captar lo que se expresa mediante el cuerpo, en detalles aparentemente insignificantes, en el silencio o en los ataques al vínculo, y la necesidad de apoyo. Están las supervisiones, las lecturas, el compartir con colegas, el trabajo personal. Sin embargo, pienso que un soporte, particularmente importante es el germen de vida que distinguimos en cada paciente. La fe en la posibilidad de su desarrollo y crecimiento. Diríamos algo que sostiene la esperanza. Si no lo descubrimos en cada paciente, nos faltará una herramienta esencial para el tipo de acompañamiento que estos pacientes requieren. Y, asimismo, como nos dice Ogden (2010), citando a Searles, es esencial que el analista sea capaz de crecer emocionalmente como consecuencia de su experiencia con el paciente de modo que en el transcurso del análisis se vuelva más capaz de ser el analista que el paciente necesita que sea.

Una viñeta clínica

Alicia llegó a mi consultorio hace más de 10 años.  No sabía decirme que sentía, pero pensaba que estaba mal.  No tenía deseos de hacer nada, nada la entusiasmaba, no es que tuviera un problema, ni que estuviera triste. Todo le resultaba pesado. Ella no sabía explicarme qué le sucedía realmente, pero sí que pensaba que algo estaba muy mal en su vida. Lo único que relató es que había tenido una experiencia que la había asustado mucho. El único sentimiento que pudo reconocer y del que pudo hablar fue de su miedo.

Era una profesional exitosa que había tenido suceso en sus trabajos, casada con dos  hijos. En ese momento había dejado de trabajar. Regresaría a trabajar durante el proceso de análisis.

Pude luego de un tiempo darme cuenta de que, en ella, como lo vengo planteando, se dio un déficit inicial, asociado a una no disponibilidad materna: la madre no la quiso ver cuando nació, estaba deprimida, al parecer no la había querido tener.  La paciente vivió sin sentirse mirada y cuando lo era, solo percibía una mirada crítica, o de indiferencia, decía que nada era suficiente para su madre. Al padre lo recordaba bastante ausente de la vida familiar.

Pude apreciar en Alicia una fuerte impulsividad, muchas veces reprimida. Había sido una niña y adolescente muy dócil y lo era también con su marido. Dejó de trabajar porque él le pidió que se quedara en casa con los niños. La rabia y dolor parecían haberse dirigido a su cuerpo. Desde pequeña tuvo episodios de dolencias psicosomáticas, particularmente una fuerte alergia a la piel, le aparecían heridas que podían infectarse, problemas digestivos constantes y asma.   Sus dos embarazos fueron muy difíciles, con amenazas de aborto, los partos tuvieron que adelantarse y desencadenaron problemas de hipertensión y de hipotiroidismo.  Luego ya durante análisis le vino una enfermedad autoinmune.

Durante el proceso de análisis fueron evidentes los boicots, tanto respecto al entorno, como hacia sí misma: conflictos y peleas con los compañeros de trabajo, olvido de tareas importantes que ponían en riesgo el alto cargo que desempeñaba; en la familia, si bien mostraba mucha preocupación por los hijos, podía olvidarse de recogerlos de actividades, olvidaba asimismo compromisos acordados con el esposo. Con ella misma, por ejemplo, la desconexión con su cuerpo era evidente:  teniendo problemas urinarios, pasaba horas sin ir al baño aguantando las ganas de orinar, no se percataba de la urgencia, decía que cuando finalmente iba al baño se daba cuenta de que había estado reteniendo la orina Lo que propiciaba sus constantes infecciones.

Pensaba que ella no podía mirarse, no se veía, no sentía su cuerpo, no lo atendía, probablemente identificada con esa madre que no la miró al inicio de su vida. Huyendo al mismo tiempo de ser mirada, por la internalización de una mirada crítica de ese primer objeto. Ella, identificada con ese aspecto materno nunca se veía bien.

Podríamos también pensar que la violencia y desatención ejercida sobre su cuerpo, podrían ser expresión de un autocastigo por la culpa de un nacimiento no esperado que produjo, en su sentir, una depresión profunda en la madre. Ella era culpable de la depresión materna.

En el análisis el boicot se daba al encuadre:  fijaba reuniones a la misma hora de sus sesiones sin acordarse, o tomaba rutas diferentes para venir al consultorio que finalmente la hacían llegar tarde y perder buena parte de la sesión, por épocas faltaba constantemente a sus sesiones, muchas veces sin avisar. Borraba la sesión y me borraba como analista.

A nivel psíquico, cada vez que se acercaba a un posible entendimiento de sus actuaciones o de lo que le pasaba internamente, se distraía con cualquier pensamiento o recuerdo puntual. No eran recuerdos que abrían posibilidades de profundizar o ventanas que podían abrirse, eran recuerdos de cosas que tenía que hacer, como si abriera su agenda.  Le costaba mucho poder establecer cualquier vinculación con sus experiencias, vivencias o sentimientos.

Estos cortes a la posibilidad de vinculación, de acercamiento, nos hablarían de una defensa contra el dolor y la rabia de enfrentar ciertas realidades. La pregunta de cuánto era una reacción que venía de sus experiencias carenciales y cuánto un ataque destructivo desde la pulsión de muerte estaba siempre presente. Pienso que al estar imbricados la reacción al déficit y la acción de la pulsión de muerte no era fácil ni clara lograr esa diferenciación.

Se trató de un arduo trabajo intentando conexiones con sus experiencias pasadas, con la historia que poco a poco fue apareciendo, con sus necesidades afectivas y de cuidado físico y emocional, conmigo como analista presente, por mucho tiempo inexistente para ella. Lidiando con la permanente discontinuidad y borrado de los insights conseguidos, con el desánimo que produce en el analista vivir y enfrentarse con estas situaciones.

Lo primero que significó para mí este proceso fue el de poder sobrevivir ante la fuerza de lo destructivo, sintiendo y recuperándome de los ataques, aparentemente no reconocidos por Alicia, es más difícil enfrentar un ataque mudo, aparentemente sin sujeto que lo ejecuta. Sabiendo que la confrontación solo podía reforzar esa actitud. Y buscando cómo establecer algunas conexiones mínimas.

Era necesario rescatar y atender lo que provenía del déficit, lo que implica no solo la sobrevivencia del objeto ante los ataques, sino ser un objeto vivo que libidinice el vínculo, para lo cual, como decía anteriormente, la modulación y regulación de la presencia será anterior a mantener la constancia que propicie la aceptación de la ausencia.

Este rescate se daba en medio de la turbulencia que provocaban sus ataques destructivos, hacia la función del analista y hacia sí misma. Ataques que expresaban envidia hacia la analista que podría mirarla con interés, situación desconocida para ella, deshaciendo conexiones, ignorándolas o desconociendo insight conseguidos.   Hacia sí misma atacaba sus logros, cuando conseguía algo con mucho esfuerzo que podría satisfacerla, tenía conductas que atentaban contra lo logrado, por ejemplo, bajaba de peso con esfuerzo y luego engordaba rápidamente.

Acudía en mi ayuda en esos momentos, ver y sentir ese cuerpo sufriente, no reconocido por Alicia. Trataba de leer en lo no dicho, de establecer, como decía, algunos vínculos partiendo de lo sensorial y de acontecimientos cotidianos. Por ejemplo, Alicia me había dicho que el mejor momento del día era cuando podía estar sola tomando su café.  Un día llegó al consultorio con un recipiente con su café, lo entendí como que me estaba dando una entrada, había venido a tomar su café conmigo.

Al respecto decía en un anterior trabajo (Bolaños, 2018) que a veces un pequeño suceso, algo aparentemente muy sencillo recibido o señalado por el analista puede ser de la mayor importancia para el paciente en tanto lo puede entender como nuestro estar con él, siendo y ayudándolo a ser.

Pienso que, si bien tenemos que reconocer, sentir y no ignorar la destructividad que proviene de un narcisismo maligno, de la pulsión de muerte y lo que se produce en nosotros tratando de sobrevivir a esos ataques (habrá momentos para señalarla), al mismo tiempo es necesario recuperarnos para captar en expresiones no verbales, inclusive en la mudez, atisbos de esa necesidad del paciente que quiere ser encontrada, reconocida y atendida. Partimos de reconocer y empatizar con su necesidad de aislamiento, de silenciar sus demandas ante el sentimiento de percibir al otro como alguien que significa una carga, un peso o una amenaza.

Todas esas experiencias y aprendizajes se dieron en mi relación con Alicia,

Luego de varios años de trabajo analítico, en una sesión, comienza a hablar en un tono muy animado y vivaz de la fiesta que está organizando para uno de sus hijos. Por un lado, relata de manera repetitiva, como de costumbre, las quejas por las demandas y todo el trabajo que significa hacer la fiesta y que la llevan a sentir que mejor sería no hacer nada, situación que generalmente la paralizaba; pero esta vez aparecía algo nuevo: su entusiasmo al contarme sobre la elaboración de unos adornos de papel de colores vivos que ha hecho utilizando una fórmula matemática sobre el círculo y el cuadrado. Me dice que cuando estudió esa fórmula matemática en el colegio no pensaba que le iba a servir, que le ha servido mucho y que los adornos le han salido muy bonitos. Lo dice muy contenta.

Por mi parte la escucho gratamente sorprendida por su entusiasmo y alegría y casi puedo imaginarme esos adornos de colores. Pienso cómo esas manos atacadas, hinchadas, heridas por las alergias, que muchas veces dejaban rastros sobre el diván, eran las mismas manos que podían hacer adornos bonitos, rescatando aquello que provenía de sus recursos internos (fórmulas que aprendió de niña) que ella no sabía que tenía ni cómo usarlos.

Creo que este fue un momento de encuentro: podríamos decir del eros de la paciente y de la analista tratando de construir un microvínculo sencillo pero profundo, rescatando lo que se aprendió en el pasado y se estaría utilizando en el presente.

Debo resaltar que, a pesar de la compulsión repetitiva y frecuentes ataques de la paciente a todo vínculo, podía apreciar, por momentos como el relatado, sus enormes recursos, tanto a nivel personal como a nivel profesional. Es como que existía el germen, una buena semilla para que la planta creciera, y la posibilidad de crecimiento; si bien necesitaba de una buena tierra, abono, aire, espacio, también dependía de lo que ella tenía en su mundo interno y podía aportar.

Esa conexión que pude apreciar en algo aparentemente tan sencillo como hacer unos adornos de papel, que la remitieron a algo aprendido y aparentemente olvidado en su infancia, expresaba que se estaba dando un cambio interno: lo que parecía borrado, no lo estaba. Era una muestra de un proceso de elaboración psíquica. Ese recuerdo utilizado abría la puerta para la recuperación de vivencias y de nuevas experiencias a partir de estas. El vínculo se abría camino en el mundo de la desconexión.

Quiero destacar que este fue un encuentro precedido de desencuentros, los cuales siguieron produciéndose. Se iba abriendo un nuevo camino, pero esto no implicaba un camino lineal, se dieron retrocesos, pero la sensación era que algo se iba sedimentando.

La enfermedad autoinmune de Alicia se fue tratando con éxito y se ha mantenido controlada, ella ha podido seguir con su vida normal, reconociendo no solo sus emociones, sino dando curso a la realización de algunos deseos, como el de construir una casa bonita como siempre la había imaginado. Ella decidió dejar el análisis, siento que fue como una manera de querer probar, decirme y que la escuchara que ahora podía vivir sola. Tal vez ya era más amiga de sí misma. Lo que no descarta que al mismo tiempo hubiera un movimiento resistencial.

Personas como Alicia convocaron en mí momentos de desánimo, frustración, molestia, sentimientos de ineptitud, de profundo cuestionamiento y la demanda de una capacidad de sostén, de aguante y de paciencia; pero, asimismo, empatía con un sufrimiento escindido y esperanza de cambio.  Al lado de la capacidad de odiar, la capacidad de amar.  Capacidad que intentamos ensanchar en nuestros pacientes y en nosotros mismos.   

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