aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 074 2023

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Secuelas

Sequels

Autor: Slochower, Joyce

Para citar este artículo

Slochower, J. (2023). Secuelas. Aperturas Psicoanalíticas (73), artículo e6. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001234

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Resumen

La terminación ideal para el trabajo analítico dista mucho de la realidad clínica; las terminaciones “completas” son muy raras. Esta brecha se explora mejor teniendo en cuenta las secuelas -casos en los que un exanalista y un expaciente se hacen amigos no sexuales tras el tratamiento. Se ilustran los significados e implicaciones de estas amistades posterminación -sus complejidades, bordes problemáticos, dificultades serias y el potencial beneficio terapéutico de esta desviación del ideal de terminación- usando la historia no terminada de un buen tratamiento y su final, aún por decidir. Así, se cuestiona el modelo psicoanalítico de terminación y se dilucidan las complejidades de las secuelas del tratamiento, tanto para paciente como para analista.

Abstract

The termination ideal for analytic work stands at a considerable distance from clinical reality; “complete” terminations are rare indeed. This gap is perhaps best explored by considering sequels—instances in which ex- analyst and ex-patient become nonsexual friends post treatment. The meanings and implications of these post-termination friendships—their complexities, problematic edges, serious difficulties, and the potential therapeutic benefit of this deviation from the termination ideal—are illustrated using the unfinished story of a good treatment and its yet-to- be-defined ending. Thus, the psychoanalytic model of termination is interrogated, and the complexities of treatment sequels, for both patient and analyst, are elucidated.


Palabras clave

apego, contratransferencia, defensa, desarrollo, individuación, separación, terminación.

Keywords

attachment, countertransference, defense, development, individuation, separation, termination.


Artículo traducido y publicado con autorización: Joyce Slochower (2022) Sequels, JAPA, 70(5),845-873, https://doi.org/110.1177/00030651221121150

Descargo de responsabilidad: el artículo utiliza un estilo de citación y referencias distinto al que utiliza Aperturas Psicoanalíticas, puesto que es una traducción y se conserva el formato original.

Traducción: Marta González Baz
Supervisión: Lola J. Díaz-Benjumea

 

Las secuelas psicoanalíticas -las amistades posterminación entre analista y paciente- son un secreto a voces. Aunque no son infrecuentes, estas secuelas rara vez se mencionan, y mucho menos se exploran. Usando la historia sin terminar de un buen tratamiento y su final aún por definir para ilustrarlo, cuestionaré y desentrañaré las complejidades de las secuelas del tratamiento tanto para el paciente como para el analista.

Sarah comenzó un segundo análisis conmigo hace unos diez años. A pesar de un buen matrimonio y una carrera clínica satisfactoria, su vida estab empañada por una relación familiar volátil que finalmente se rompió. Sarah cargaba con el dolor y la pérdida de un modo que teñía y empañaba el presente. Fue otra ruptura la que la trajo al análisis conmigo: su primer analista, aunque le había sido de ayuda en un principio, se volvió rechazante de un modo que evocaba el trauma temprano. Angustiada y desconsolada, Sarah quería ayuda para manejar su tratamiento fallido, sus resonancias tempranas y otras relaciones problemáticas.

Reflexiva y perspicaz, Sarah abordó conmigo su tratamiento fallido y sus antecedentes históricos. Según indentificamos su contribución al impás analítico y la reactuación que este encarnó, Sarah comenzó a retirarse de varios compromisos sociales y profesionales problemáticos. Reparó parcialmente la ruptura familiar que la había condicionado tanto y estableció algunas conexiones profesionales más limpias y satisfactorias. Las relaciones de Sara -las internas y las reales- se hicieron más profundas y estables. Al avanzar para dejar atrás el dolor y la ira, vivía ahora en su mayor parte en un presente muy bueno.

Por tanto, no me sorprendí cuando Sarah empezó a hablar de la terminación. Al no sentirse ya crónicamente rechazada ni impulsada por una necesidad urgente de reelaborar viejos vínculos, quería emplear el dinero y el tiempo en perseguir otros intereses. Esto me pareció bien a mí también, y establecimos una fecha de terminación a seis meses vista. Ese periodo juntas nos pareció rico, un poco triste, pero también alegre. Después de todo, es raro que una pareja analítica termine el tratamiento sintiéndose satisfecha de dónde aterriza este.

Pero he aquí el tema: Sara no quería decir un adiós definitivo. Con tacto y duda, abordó la cuestión; sabía que no era lo usual, pero se preguntaba si yo podría considerar mantener el contacto tras la terminación. ¿Podríamos permitir que creciera una relación profesional y evolucionara hacia una amistad? A fin de cuentas, compartíamos profesión; nuestras coincidencias podrían hacer que esto pareciera casi natural. ¿Con qué me sentiría cómoda, si es que había algo?

Sarah nunca había “forzado” los límites del análisis; esto fue un principio. Sin embargo, nuestras muchas coincidencias hicieron que su petición me sorprendiera menos de lo que podría haber sido. Sarah y yo compartíamos muchas cosas que iban más allá del psicoanálisis; nos gustaba la misma música y las mismas películas; estábamos involucradas en causas políticas similares; ambas nos identificábamos como judías. A lo largo de los años nos hemos encontrado en eventos psicoanalíticos y no profesionales (sí, Nueva York es un pueblo); aquellos encuentros ocasionales habían sido cálidos y fáciles. Así, no me sorprendió del todo la petición de Sarah, a pesar de chocar con las normas psicoanalíticas y con la forma de ser de Sarah, respetuosa con los límites. Reaccionando con una sensación simultánea de placer por su petición y de cautela al romper un límite que había sostenido con firmeza durante décadas, dudé: ¿cómo responder?

Uso esta viñeta para introducir el tema del deseo analítico en tanto que orienta, eriquece y perturba traumáticamente los finales y transformaciones psicoanalíticos. Porque a pesar del lugar de honor que hemos concedido a la terminación, tanto la necesidad como el deseo -del analista y del paciente- determinan la forma en que terminamos y la forma en que no.

Quiero comenzar esbozando los límites de la cuestión que planteo. No estoy hablando de relaciones sexuales tras el análisis, ni de otro tipo de traspaso de límites que implique una explotación sexual, financiera o deliberada de cualquier tipo. El peligro de "permanecer en la contratransferencia" (Hirsch, 2001) es omnipresente. Pero utilizar deliberadamente a un paciente para satisfacer las necesidades propias de actuar el deseo o la codicia personales, daña irreparablemente al paciente y al tratamiento; hay una clara línea que impide esas relaciones.

Por supuesto, esa línea se cruza de forma regular. Los traspasos de límites graves adoptan muchas formas, siendo la más común (y, tal vez, la más problemática) las violaciones sexuales (ver Alpert y Steinberg, 2017; Celenza, 2007, 2017; Crown, 2017; Dimen, 2011; Grossmark, 2017; Gabbard, 1995; Gabbard y Lester, 1995; Goren, 2017; Slochower, 2017a,b). Nuestra profesión se ve profundamente perturbada por estos fenómenos, pero ni la exploración dinámica ni las acciones legales han afectado a su prevalencia. Cómo esperar que las transgresiones menos flagrantes de los límites rompan siquiera la superficie de nuestra escasa atención[1].

Las relaciones postratamiento de índole no sexual han formado parte de nuestra vida profesional desde nuestros comienzos (ver Bergmann, 1988). En realidad, los analistas prácticamente han institucionalizado formas de sostener las relaciones con los antiguos analizandos a lo largo de la vida (Pedder, 1988; Wallerstein, 1986). Sin embargo, en su mayor parte permanecen secuestradas y sin explorar.

Las conexiones postanalíticas están inscritas en la estructura de la vida institucional, creando continuas ocasiones para el contacto. Nos encontramos en reuniones, fiestas y encuentros profesionales. Trabajamos juntos en diverso contextos. Schachter (1992) y Levine y Yanof (2004) apuntan que la mayoría de los candidatos anticipan esto. Es difícil saber cómo esto afecta a la experiencia del tratamiento para los analizandos candidatos y sus analistas, pero ciertamente debe afectar.

Las amistades postratamiento son menos comunes cuando el paciente no pertenece al campo, pero no son inexistentes. Hay una serie de coincidencias no psicoanalíticas (concretas o no) que pueden abrir la puerta a una conexión postratamiento (ampliaré este punto en breve). Sin embargo, es más normal que cuando se trata de un paciente no analista se finalice todo el contacto entre ambos a no ser que el paciente recurra al analista para hacer más análisis.

Qué irónico que pidamos a nuestros pacientes no analistas algo que la mayoría de nosotros nunca tenemos que hacer: ¡enfrentarnos a la crudeza de un final completo! (Peddler, 1988).

¿Por qué terminar?

Porque la terminación tiene su propio impacto terapéutico (para revisiones y críticas, ver Freud, 1914; Pedder, 1988; Bergmann, 1988, 1997; Frank, 2009; Salberg, 2009; Mendenhall, 2009; Kantrowitz, 2015). El libro de Salberg de 2009, Finales suficientemente buenos, ofrece varias perspecgivas sobre el proceso; nos invita a pensar y teorizar sobre cuándo, cómo y por qué terminamos. Kantrowitz (2015) ofrece un concienzudo estudio empírico sobre las vicisitudes de la terminación y su impacto en analista y paciente desde el punto de vista del paciente analista.

Una buena terminación sería así: paciente y analista establecen una fecha de mutuo acuerdo, trabajan hacia ella, y terminan. Y por una buena razón: los finales suficientemente buenos amplían y hacen más profundo el trabajo analítico (Renik, 1991). Se evocan las angustias de vida y muerte (Coltart, 1996), se estimulan los temas relacionados con la sesparación, se reavivan viejos lazos. Elaborar todo esto facilitará la resolución de temas que incluyen la renuncia y la internalización (aunque no se limitan a ellos). Gradualmente, se resuelve la transferencia, la relación analítica se decatectiza y la identificación con el analista ocupa su lugar (Loewald, 1960; Weinshel y Renik, 1991; Frankiel, 2007). El analista es absorbido y recordado como una presencia constante; en el proceso, se integra un lazo interno y se consolida la capacidad de autoanálisis (Loewald, 1988; Schachter, 1992; Tessman, 2003). Cada vez más, el paciente se libera psíquica y relacionalmente; se desarrollan las funciones autoanalíticas, liberando al paciente de la dependencia de la capacidad analítica del analista y facilitando el avance hacia la separación. Parte del proceso de terminación exitosa incluirá la implicación del analista con su propia contratransferencia (Renik, 1996). Renik (1999) sugiere que definir una fecha clara de terminación puede ser una condición necesaria para el progreso analítico.

Sin embargo, la mayoría de nosotros sabe que las “terminaciones completas” son raras. Schachter (1992) apunta que solo más o menos la mitad de los pacietnes alcanzan un punto de terminación mutuamente acordado. Levine y Yanof (2004;  Yanof y Levine, 2005) llevaron a cabo un estudio informal del contacto psicoanalítico entre antiguos analizandos y sus analistas. Usando varios ejemplos de casos clínicos, exploran la complejidad y la frecuencia con la que se producen dichos contactos, especialmetne en relación al elemento de transferencia-contratransferencia residual. Aunque subrayan las implicaciones problemáticas de estos encuentros, sostienen que el contacto postanalítico debería ser evaluado de forma individual y no es inherentemente una violación de los límites.

Pero no conseguir terminar plenamente -no digamos ya desarrollar una amistad u otro tipo de relación con un antiguo paciente- choca con nuestro ideal analítico; más concretamente, con nuestro idea de terminación. Después de todo, se supone que el análisis ayuda a las personas a avanzar en su vida, no en la nuestra. Mantener el lazo tras la terminación conlleva el riesgo de actuar, en lugar de elaborar, el elemento de la transferencia residual y los deseos que encarna. Dichas actuaciones pueden afectar a la inversión emocional del ex-paciente en otras relaciones y puede mantener al paciente ligado al analista en formas no analizables. Complican y potencialmente perjudican el buen trabajo que se haya hecho (ver Gabbard, 1995; Gabbard y Lester, 1995; Goren, 2017). Como sucede con otras violaciones de límites, pueden explotar y ocultar a la vez la necesidad subyacente del paciente; por ejemplo de una conexión parental. Aun cuando este no sea el caso, la extensión del análisis al campo social interfiere con la desilusión óptima; es probable que trunque, si no los anula, los procesos de duelo y la elaboración que estos pueden facilitar.

Cruzando la línea analítica

Al igual que muchas infracciones profesionales menores (Slochower, 2003), continuar una relación no sexual tras la termianción despierta poco más que un elevamietno de cejas. En parte, porque pocas veces sabemos lo suficiente como para estar seguros de lo que ha ocurrido o está ocurriendo, y menos aún para juzgarlo. No sabemos qué motivó la decisión del analista de estar de acuerdo (o de promover) una relación postratamiento, o cuáles son los particulares de esa relación. No podemos evaluar su impacto en el paciente. Es más, es probable que las comprensiones y motivaciones conscientes tanto del analista como del paciente enmascaren las complejidades emocionales subyacentes de tal movimiento.

A un nivel interpersonal, convertir una relación circunscrita y basada en la transferencia en una relación “real” cruza una línea desafiante.

La asimetría característica de la configuración del tratamiento (Aron, 1991) puede seguir siendo una presencia en la sombra que tiñe, incluso sesga, la amistad "recién" construida. Una amistad abiertamente platónica podría, por ejemplo, ocultar un elemento sexual subyacente. Otra posibilidad es que la dimensión terapéutica del tratamiento se traslade a la amistad, de modo que el paciente siga "siendo" un paciente, que confíe en el exanalista para obtener apoyo parental simbólico, consejos e incluso interpretaciones, aunque sea tomando un café o comiendo. Otras veces, esta dinámica se invierte, de modo que el analista busca ayuda o apoyo en el paciente. De cualquier modo, la idealización -asimétrica o compartida (Slochower, 2006)- probablemente siga siendo una presencia en la sombra. Desentrañar el proceso por el cual la díada decide pasar de una relación profesional a una relación personal podría aclarar su dinámica y su ética. Pero es difícil -probablemente imposible- hacerlo desde fuera. ¿Se consideró, discutió y analizó cuidadosamente la decisión de ir más allá de lo profesional? ¿La decisión se tomó en colaboración o se basó en una diferencia de poder residual que dejó la elección en manos de uno de los miembros de la díada? En la medida en que la decisión fue impulsada por el deseo o la necesidad de una de las partes y consentida por la otra, estamos en el terreno de algo que es más potencialmente coercitivo que genuinamente mutuo.

Más que una amistad postanalítica

No es raro que el contacto postratamiento entre analista y paciente se convierta en algo más. Los ex-analistas a veces ofrecen -y/o el paciente busca- un tipo de tutoría que hace que el expaciente se convierta en el protegido del analista. Los analistas senior ofrecen todo tipo de apoyo profesional a sus colegas junior, entre ellos a sus ex pacientes. Especialmente cuando el ex-analista tiene peso profesional, ese patrocinio puede tener efectos significativos, tanto dinámicos como concretos. El exanalista puede ayudar a abrir puertas profesionales, poner en contacto a un expaciente con colegas poderosos, editores, organizadores de conferencias, etc. Estos "regalos" rara vez son reconocidos explícitamente, y no digamos analizados; la relación terapéutica original tiende a no mencionarse públicamente (ni, a menudo, en privado), aunque puede ser reconocida por algunos.

Más que amistades postanalíticas, damos por hecho las conexiones promocionales; en relaidad, se han convertido en una tradición profesional, un modo de “pasar el testigo”. Pero, más que una mentoría tras la supervisión o la docencia, hay mucho en juego cuando el patrocinador del expaciente es el analista. Los expacientes, por ejemplo, pueden sentirse validados, incluso alentados, por la fe que su exanalista tiene en ellos. Esa fe, sea simbólica o actuada, puede tener un impacto generativo. De forma similar, el analista puede sentir placer y una sensación de poder profesional al ayudar a avanzar en su carrera a un expaciente[2].

Pero este tipo de apoyo tiene un trasfondo. Puede perpetuar una interdependencia no explícita en la que el paciente sigue dependiendo del analista, ahora para progresar profesionalmente, mientras que el analista obtiene placer de la idealización del paciente, e incluso puede llegar a depender de ella. Las relaciones de patrocinio pueden socavar sutilmente el sentido de agencia y competencia del ex paciente, dejándolo psicológicamente (si no literalmente) dependiente de la ayuda del analista. El analista, valorado ahora por su poder instrumental, puede comunicar inadvertidamente que el paciente no puede -o no debe- dar un paso más allá de la relación analítica y ser independiente (teórica, clínica o personalmente). El paciente puede sentirse presionado a expresar su gratitud permaneciendo leal al analista o a su punto de vista. ¿El paciente cuya carrera prospera gracias a esta ayuda, ¿se sentirá secreta o inconscientemente fraudulento, beneficiario de un nepotismo que socava el sentido de agencia y el orgullo por los logros profesionales propios? ¿Intensificará esto la dependencia del paciente con respecto al ex analista? ¿Y qué pasa con el analista? ¿La culpa o la ansiedad subyacentes por lo que no se nombra teñirán los sentimientos del analista hacia ambos miembros de la díada? ¿Se sentirán ambos -quizás inconscientemente- mancillados, incluso corrompidos, en el proceso?

Un aspecto igualmente importante de este fenómeno es su impacto en la comunidad profesional. Al igual que han sucedido, pero no se han mencionado, las violaciones de los límites sexuales que son ampliamente conocidas, las relaciones de protección siguen siendo un secreto a voces. “Sabemos” que X fue paciente de Y y ascendió a una posición de poder bajo las alas de su exanalista. Pero en ningún campo se reconoce, y menos se explora, este hecho ni su impacto.

Las relacciones de protección provocan una gama de reacciones en los exanalizandos que no fueron “elegidos” y en la comunidad (Slochoer, 2017a, b). Algunos juzgan a la diada; algunos condenan al analista, al paciente o a ambos. Algunos sienten envidia del lugar expecial que ocupa el paciente para el analista, amargura por haber sido pasados por encima, anhelos de ser el elegido. Y, como en el caso de aquellos que son conscientes del traspaso de límites sexuales en la comunidad institucional, la comunidad puede portar una sensación periférica de que es corrupta, de que se ha traspasado una línea ética.

Nuestro ideal analítico y la realidad analítica

El ideal de terminación se organiza en torno a la santidad del espacio analítico y sus límites firmes. Una vez que terminamos, se supone que vamos a conservar los recuerdos, pero no mucho más. Tal vez alguna tarjeta por las fiestas, el anuncio de un nacimiento, una visita a la consulta para abordar un nuevo tema, pero no un contacto continuado y, desde luego, no el contacto social (ver, por ejemplo, Hoffman, 1998; Witenberg, 1976; Mitchell, 1993; Bonovitz, 2007). Yo comparto este punto de vista: mi formación me convenció de que dichas amistades están inherentemente más allá de los límites; que deberíamos proteger la relación de tratamiento y permanecer disponibles para nuestro paciente a lo largo de toda nuestra vida; de que una terminación completa es una “valla”, una protección esencial contra la disolución o la corrupción del proceso analítico y del analista.

Pero el poder de nuestro ideal analítico ha tenido un efecto paradójico en nuestra capacidad de reconocer, y no digamos de explorar, la naturaleza, significados y complejidades de las relaciones no sexuales postratamiento (ver p. ej. Firestein, 1982; Kantrowitz, 2015). Hemos evitado pensar, y más aún escribir, sobre ellos. Aunque muchos creen que estas relaciones son transgresoras, a menudo no estamos seguros de cómo de transgresoras son. Y a menos que haya sexo involucrado, ni siquiera les prestamos mucha atención.

Sin embargo, la mayoría de los finales de tratamiento no se ajustan del todo a nuestro ideal: tratamientos truncados y finales abruptos; finalizaciones evitadas, pospuestas o rechazadas; pacientes que se resisten a dejarlo incluso cuando sienten que el tratamiento ha tenido éxito y que en gran medida "han terminado". Algunos se preguntan lo obvio: ¿por qué terminar si es tan bueno? Como ha señalado Martin Bergmann (1997), "hay pacientes para los que el amor de transferencia, a pesar de su falta de intimidad física, es la mejor relación amorosa que han tenido nunca" (p. 169). ¿Por qué querría alguien renunciar a eso? Wilson (2020) señala que un deseo indestructible puede dejar tanto al analista como al paciente anhelando permanecer en el "vasto centro" del análisis, ya que un final completo parece impensable.

El poder de la conexión analítica es a veces tan fuerte que tanto el paciente como el analista responden a la perspectiva de perderla convenciéndose de que no hay necesidad de terminar, de que aún queda trabajo por hacer.

He bromeado (o medio bromeado) con algunos de mis pacientes que declaran que nunca terminarán pensando en voz alta en futuras sesiones en las que yo salga renqueante a la sala de espera y nuestros andadores choquen. No es infrecuente que trabajemos largo y tendido para terminar y, al final, sucede: una despedida que resulta agradable, integradora y fortalecedora para ambos. Pero no siempre.

Lo que quiere el analista

Hace algunos años, una colega me prestó un ejemplar de un artículo recién publicado sobre la terminación que incluía una afirmación sobre cómo nuestros vínculos con los pacientes se basan en nuestra función profesional más que en la necesidad. En el margen había escrito " ja, ja, ja" (Diane Friedman, comunicación personal).

No podría decirlo mejor. Los analistas podemos estar tan interesados como nuestros pacientes en mantener la relación con ellos, o incluso más. Si mantenemos relaciones con los pacientes tras la terminación, podemos afirmar que es porque ellos, y no nosotros, lo necesitan. Pero esto puede ser una explicación racionalizada que pasa por alto cuán inextricablemente los propios deseos y necesidades del analista pueden estar implicados en estas decisiones. Porque el propio interés analítico, junto con el deseo analítico, se infiltra regularmente en el espacio terapéutico y da forma a lo que hacemos y a cómo lo racionalizamos (Slochower, 2003; Hirsch, 2011; Wilson, 2003, 2020). Los analistas -junto con sus pacientes- tienen su propia necesidad de creer que las cosas se han resuelto y que la relación de transferencia se ha transformado. Nos deslizamos (Hirsch 2011), seguimos adelante con lo que es placentero por nuestras propias razones mientras dejamos de lado nuestras dudas, sin importar nuestras prohibiciones superyoicas. Wilson (2003) describe el poderoso impacto del deseo narcisista del analista: de una experiencia analítica en particular, de una sensación de vitalidad, de la realización de fantasías, de un contacto gratificante con el paciente. Estos deseos egoístas pueden incluir el deseo de extender la relación analítica más allá de sus límites. Wilson señala que tales deseos pueden suscitar resistencias por parte del paciente. ¿Podrían también invitar a una resistencia mutua al final analítico?

Viorst (1986) ha detallado los modos dolorosos en que la terminación puede ser experimentada por el analista. Cuando la pérdida se siente insoportable, continuar la relación posterminación puede representar un respiro, incluso una solución emocional. En otras ocasiones, es nuestra sensación de decepción, carencia o incluso duelo por el propio análisis (Wilson, 2015) lo que nos lleva a prolongar una relación de tratamiento tras la finalización. Nuestra convicción de que hay más que reparar está alimentada por nuestra resistencia a dejar ir. Podemos permitir que esos deseos se conviertan en algo más porque nosotros, incluso más que nuestros pacientes, queremos/necesitamos ese "algo más", ya sea apoyo, admiración o ayuda concreta (ver Kantrowitz, 2015).

Protegida de las vicisitudes de las relaciones amorosas ordinarias, una amistad postratamiento parece ofrecer al analista el tipo de relación amorosa idealizada que no puede existir fuera de ella (Slochower, 2006). Para el analista cuyas relaciones personales son decepcionantes, conflictivas o inexistentes, la conexión de tratamiento puede evocar un profundo anhelo/deseo de encontrar una razón para continuar más allá del punto de terminación "apropiado". Kubie (1968) sugiere que una amistad posterior al tratamiento también "crea una oportunidad para que el analista se dirija al paciente con sus propias necesidades. Inconscientemente siente: yo he sido el que daba. Ahora me toca a mí recibir" (p. 345).

Nada de esto es especialmente sorprendente. La intensidad, la riqueza y el profundo conocimiento que caracterizan las conexiones analíticas no se abandonan fácilmente. En todo caso, es sorprendente que a veces terminemos por completo.

Cuando presenté versiones anteriores de este trabajo en institutos analíticos en los Estados Unidos y en el extranjero, siempre preguntaba quién conocía de primera mano amistades postanalíticas no sexuales. En cada grupo, al menos media docena de personas levantaban la mano. En todos los casos, la relación de amistad se descubrió accidentalmente o porque el ex paciente era un amigo íntimo que confió en un colega. En ningún caso la amistad se "reveló". Este secretismo nos ha hecho casi imposible nombrar, y mucho menos examinar, el impacto dinámico de estas relaciones en la pareja analítica o en la comunidad en general.

Revisitando el ideal de terminación

Nuestra visión de la terminación refleja, y probablemente surge de las perspectivas de desarrollo occidentales que privilegian la separación-individuación sobre el apego y la dependencia (véase, por ejemplo, Mahler, 1968; Schachter, 1992). Por analogía, el foco en la necesidad del paciente de separarse y desarrollar un sentido de autonomía y agencia minimiza o incluso pasa por alto el valor del apego sostenido (véase Stern, 2020).

Por lo tanto, no es de extrañar que haya una relativa escasez de literatura sobre el contacto posterminación, por no hablar de las relaciones posteriores a la terminación. Schachter (1992, 2005) y Kantrowitz (2015) son excepciones. Schachter pone el foco en el contacto analítico de seguimiento planificado, no en las amistades posteriores al tratamiento. Él apunta que hay pocas pruebas clínicas de que estos contactos posterminación sean perjudiciales para el paciente. Kantrowitz (2015), que entrevistó a ochenta y dos exanalizandos sobre la terminación, ofrece una perspectiva matizada de la experiencia de terminación. Entre las muchas áreas que explora está la experiencia que los pacientes tienen del contacto postanalítico. Kantrowitz concluye que no se puede generalizar porque las respuestas de las personas al contacto posterior al tratamiento son muy variables.

Para muchos de nuestros pacientes, el apego seguro sigue siendo un objetivo analítico más que un hecho. Esto es particularmente cierto cuando el trauma relacional temprano interfiere con la capacidad de desarrollar apegos seguros. En este caso, una terminación completa puede ser tanto un après-coup como un nuevo trauma por derecho propio. Los pacientes traumatizados pueden necesitar un tipo de final más suave, puntual más que absoluto, con revisiones periódicas o visitas de retorno, breves o prolongadas.

Aún no hemos abordado plenamente este tema fuera del campo del trauma. Sin embargo, a medida que superamos el énfasis inicial en la separación-individuación y reencuadramos nuestra comprensión de estos procesos de desarrollo, abrimos la puerta a una perspectiva más compleja de las terminaciones. Si la capacidad de apego profundo (en lugar de la separación per se) es un signo de madurez que no tiene por qué reflejar una fusión indiferenciada, los finales completos ya no parecen el único camino "correcto" a seguir (véase, por ejemplo, Grand, 2009; Layton, 2010; Davies, 2005, 2009; Bonovitz, 2007).

En su mejor versión, nuestras relaciones enriquecen la vida y nos dejan libres para seguir nuestro propio camino. ¿Podría la relación terapéutica reflejar a veces esta configuración? ¿Podría la díada analista-paciente desarrollar una relación posterminación que fuera indicativa no de cuestiones transferenciales no resueltas, sino más bien de una superación del poder de la transferencia? ¿Podrían algunas amistades posanalíticas reflejar crecimiento y madurez en la capacidad del paciente y del analista para superar la relación de transferencia?

Estoy sugiriendo que las fantasías basadas en la transferencia no siempre se resuelven; a veces se transforman de maneras que no reflejan gratificación sino madurez personal (y diádica). Del mismo modo que algunos hijos adultos se convierten en amigos de sus padres y dejan atrás la dependencia, algunas exdíadas pueden desarrollar una relación más allá del elemento reactuado (transferencia), una relación que sea genuinamente mutua e igualitaria.

Pienso en Paul, un antiguo paciente que durante años reaccionó con gran intensidad y angustia ante cualquier evidencia de separación por mi parte. El anuncio de unas próximas vacaciones, por ejemplo, provocaba enfado y dolor, un sentimiento de que no me importaba y/o me olvidaría de él. Nos llevó años, pero llegó el día en que, anticipándome a esta reacción, dije algo sobre que sabía lo duras que le resultaban mis vacaciones. Paul me miró divertido y me dijo: "Estás atrapadaen una versión anterior de quién era yo, no de quién soy. Tienes que actualizar tu archivo. Ya no estoy ahí; lo superé y ahora sé que estamos conectados. Lo doy por hecho. Así que puedo desearte unas buenas vacaciones y decirlo en serio. Como dirían mis amigos psiquiatras, he logrado un apego seguro".

La capacidad más profunda de Paul para relacionarse mutuamente representó un cambio emocional radical que lo dejó encantado (al igual que a mí). El elemento de transferencia (en el que yo era sentida sobre todo como fría y rechazante) primero se había atenuado y luego transformado. Ahora teníamos una conexión mutua, respetuosa y afectuosa que carecía de la carga pegajosa que dominó gran parte del análisis.

Paul y yo terminamos aproximadamente un año después. Lamentó nuestra separación, pero también estaba ansioso por seguir adelante con su propia vida. Nunca planteó la cuestión de continuar nuestra relación y yo nunca contemplé la posibilidad de que volviéramos a ser amigos. Sin embargo, mientras escribo este artículo, me pregunto retrospectivamente si, en caso de que lo hubiéramos hecho, podría haber encarnado la transformación de nuestra relación, que habría pasado de estar basada en la necesidad transferencial a ser mutuamente enriquecedora y gratificante.

¿O quizá es ir demasiado lejos? ¿Es plausible que la transferencia pueda resolverse de forma tan completa que el paciente deje atrás los anhelos, conflictos y ansiedades que esta evoca? ¿Que el expaciente experimente al analista como un nuevo objeto más que como un objeto de transferencia? ¿Qué hay de la necesidad de los pacientes de hacer el duelo por la pérdida del analista como un proceso emocional valioso en sí mismo? Estos dos temas -la necesidad de hacer el duelo y superar la pérdida y de mantener los vínculos a lo largo del tiempo- son objetivos analíticos centrales.

Ciertamente, el tópico "una vez paciente, siempre paciente" subraya tanto el valor de la terminación como los riesgos asociados a no terminar. ¿No quedarán inevitablemente residuos de amor (y odio) idealizado, una consecuencia de la intensidad de la transferencia? Reich (1958), Pfeffer (1963), Kubie (1968), Loewald (1978) y Bergmann (1988) opinan que los elementos de la transferencia persisten tras el final del análisis. Desde este punto de vista, rara vez o nunca se produce un trabajo "completo" de la transferencia. Y aunque a veces no sea así, ¿cómo diferenciar una amistad genuinamente mutua de otra problemática?

Es fácil encontrar ilustraciones de este tipo de inversión problemática. Unos años después de terminar su análsis, una colega y su antigua analista se encontraron en el mismo lugar de vacaciones por casualidad. Mi colega me contó:

Yo estaba encantada de verla, y ella también parecía contenta de verme. Nos pusimos al día y me pareció algo muy igualitario y muy cálido. Entonces una huelga de la aerolínea nos dejó tiradas y descubrí que soy mucho más competente que ella desde el punto de vista práctico. Ella no sabía qué hacer; la ayudé a reservar un nuevo vuelo y todo eso, ella estaba bloqueada. No fue nada importante, pero eso sentó la base para una especie de inversión, porque ahora siempre que hablamos, ella me pide ayuda con algo concreto. Por una parte, me gusta este rol; soy necesitada y eso sienta bien. Por otra parte, me doy cuenta de que tiene un lado malo; no quiero ser siempre la que ayuda y también es como deshacer mi sensación de que mi exanalista es competente.

Aquí mi colega ilustra lo que Bergmann (1985) señaló: que una relación "real" con un exanalista puede decepcionar más que agradar. Solo cuando la relación de tratamiento se trasladó fuera de la consulta, lo que en un principio parecía tan especial se trastocó lo suficiente como para que la antigua paciente se sintiera decepcionada y algo desilusionada. La desidealización que describe mi colega puede considerarse una reevaluación realista, emergente en el espacio entre lo ideal y lo real (Slochower, 2006) o una prueba de que la amistad postanalítica contenía de hecho un importante elemento de transferencia residual que no se había trabajado.

En principio, la decisión de hacerse amigos después del tratamiento debería ser mutua. Pero la asimetría característica de la situación analítica puede ofuscar lo que subyace a esto: esto es, que, a pesar de las apariencias de lo contrario, esta decisión está en manos del analista incluso si el paciente inicia este cambio. En este sentido, el pasado analítico puede seguir siendo una ausencia/presencia fantasmal que acecha en estas conversaciones o por debajo de ellas (Kalb, 2021). Si ese fantasma puede ser nombrado, desempaquetado y conversado, puede tener lugar una transformación genuina que incluya el residuo de esta asimetría temprana. Pero no podemos excluir la posibilidad de una acomodación "como si" que oculte la conformidad del paciente con las necesidades y deseos del analista.

Otra cuestión que lo complica es que, como sabemos, las relaciones postratamiento siguen siendo un secreto parcialmente público. Ese secreto puede alimentar aún más la sensación de que una amistad postratamiento es una violación de los límites. ¿Podría también permitir al analista cometer otro tipo de infracciones? Es decir, ¿invitan las amistades postratamiento a deslizarse por la pendiente hacia violaciones problemáticas de los límites?

Y existen otros riesgos. Un colega que se hizo amigo de un expaciente me dijo que había descubierto que no le gustaba mucho quién era el paciente como persona. En la vida "real", el paciente le parecía bastante egocéntrico y raro. Al no haber visto así al paciente durante el tratamiento, mi colega se sintió desilusionado. También se sintió atrapado, incapaz de decir nada sobre lo que sentía, de salir de la amistad o de abordar qué había cambiado.

La idealización, la desidealización, el "como si", la explotación, la ruptura y el sentido de obligación amenazan con teñir, si no estropear, una relación postanalítica. Sin embargo, a pesar de nuestra creencia de que estas relaciones están fuera de los límites, los analistas a veces llegan a ser amigos de antiguos pacientes -y permanecen siéndolo- de formas que resultan valiosas para ambas partes. Mi colega Andrew describió esta evolución:

Hemos coincidido en reuniones profesionales durante años. Al principio manteníamos la distancia, pero con el tiempo se produjo una conexión cercana. Me siento cómodo con él y parece sentirse también cómodo conmigo. La verdad es que no lo idealizo; hay cosas de él que me molestan y estoy seguro de que a él le pasa lo mismo conmigo. Estoy agradecido por su ayuda analítica y estoy contento de haber tenido el privilegio de mantener esa relación más allá del final del tratamiento. Hay una especie de conocimiento mutuo, fácil y cálido entre nosotros que refleja la profundidad del trabajo que hicimos juntos, creo.

Lo raro, dado lo que sé de la transferncia, es que ya no encuentro ningún residuo de ella entre nosotros. Puedes ser escéptica; yo también lo fui durante mucho tiempo. Reconozco que esto puede ser defensivo, pero en realidad no creo que lo sea. No encuentro un modo en que esta amistad haya sido dañina para mí. No interfirió con otras relaciones ni me dejó tirado. Ha enriquecido mi vida, y creo que también la suya.

Por supuesto, no tenemos por qué tomarnos al pie de la letra las palabras de Andrew. Los sentimientos de transferencia y las fantasías acechan en los bordes de casi todas nuestras relaciones; ¿cómo puede Andrew estar tan seguro de que las suyas no lo hacen? ¿No estará inconscientemente empeñado en negar o desmentir las complejidades que tiñen su experiencia con su antiguo analista? Y, aunque no puedo entrevistar a su analista, ¿no debe tener él también necesidades que están implicadas aquí?

Y aún así. Andrew, una persona abierta y autorreflexiva, articula la otra cara del ideal de terminación. Se siente enriquecido por su conexión con su antiguo analista; no experimenta conscientemente ni culpa ni conflicto por ello. Más que haber tenido un impacto problemático en su vida o en otras conexiones, Andrew siente que esta amistad posterminación es un marcador de su transformación emocional. ¿Podemos confiar en esto? ¿O hay algo más de lo que se ve a simple vista?

Cuando el paciente no es un analista

Las conexiones posterminación surgen con más frecuencia de solapamientos profesionales. O, al menos, es más probable que nos resulten evidentes las amistades entre expacientes y exanalistas. Cuando el paciente no pertenece a nuestro campo, las conexiones postratamiento permanecen fácilmente ocultas a la vista; es difícil obtener datos sobre su frecuencia o evaluar su impacto en analista y paciente. Pero se producen.

Pienso en un expaciente y un exanalista a los que les gustaba un tipo de música poco habitual. A menudo coincidían en conciertos; con los años se hicieron amigos. El secreto de esa amistad es fácil de mantener; pocos conocen el pasado clínico de la pareja. Otras amistades posteriores al tratamiento no surgen de coincidencias concretas, sino de un vínculo personal más efímero, pero igualmente poderoso, que crea la sensación de ser espíritus afines. Lamentablemente, como apunta Kantrowitz (2015), no existen estudios sobre estas relaciones postratamiento que nos permitan evaluar su frecuencia o su impacto psicológico.

Apertura y cierre: nuestro fracaso a la hora de ritualizar

A pesar de la alegría, la sensación de logro y la libertad que acompañan a una terminación exitosa, la finalización es una pérdida tanto para el paciente como para el analista. La expectativa de poder hacer el duelo necesario durante el periodo de terminación deja a ambas partes bastante solas una vez que se dice el adiós final.

La perspectiva psicoanalítica de la terminación refleja los modelos iniciales del duelo. Tanto la muerte real como el final de un análisis son procesos delimitados con puntos finales emocionales y objetivos claros. El objeto perdido se internaliza, liberando a la persona para avanzar. Se creía que solo el apego inseguro y ambivalente o las dinámicas asociadas con el duelo patológico interferían en la resolución (Bergmann, 1985; Akhtar y Smolan, 1998). La necesidad de actos de duelo continuados se consideraba una prueba del trauma temprano subyacente. La pérdida "ordinaria" se resuelve mediante la interiorización del objeto ausente (Bassin, 1998; Bernstein, 2000; Volkan, 2007).

Sin embargo, más recientemente, los psicoanalistas han llegado a reconocer que arrastramos nuestras pérdidas importantes a lo largo del tiempo y que a menudo requieren actos continuados de recuerdo, cuando no de duelo. Desde esta perspectiva, es menos seguro que el proceso de finalización ofrezca la oportunidad suficiente para llorar, recordar y lamentar el final de lo que para algunos es la relación más íntima y rica de sus vidas. En otro lugar he argumentado (Slochower, 1996, 1998, 2007, 2011) que casi todas las pérdidas significativas -no solo las traumáticas- requieren actos continuados de recuerdo. El ritual conmemorativo -personal, cultural o religioso- surge de nuestra necesidad de marcar y evocar periódicamente nuestras pérdidas a lo largo de la vida, hayan sido traumáticas, o no[iii].

El propio Freud llegó a reconocer que el duelo profundo no se resuelve fácilmente. En 1929 escribió una carta personal en la que daba el pésame a Ludwig Binswanger por la muerte de su hijo. Parece probable que Freud también estuviera expresando su propio dolor por la muerte de su hija Sophie (que murió de gripe española) y de su nieto Heinerle (que murió de tuberculosis)[iv].

Aunque... el estado agudo de duelo desaparecerá... seguiremos siesndo inconsolables y nunca encontraremos un sustituto. No importa cómo intentemos rellenar ese hueco, incluso si lo llenamos completamente, seguirá siendo algo más. Y en realidad, así es como debe ser. Es la única manera de perpetuar ese amor al que no queremos renunciar [Freud 1929].

Aquí Freud identifica algo que yo aplicaría a la situación analítica en sí misma: los sentimientos agudos de pérdida pueden arrastrarse a lo largo del tiempo.

Sugiero que el duelo por la pérdida de la relación analítica es a veces un proceso menos circunscrito de lo que se pensaba originariamente (véase Buechler, 2000; Salberg, 2009, 2010; Cooper, 2000; Craige, 2002, 2006). Digo esto a pesar de que también hay mucho beneficio potencial en el proceso de terminación. Cuando se llega conjuntamente a un final analítico, en lugar de ser elegido unilateralmente o impuesto por factores externos, el dolor de la despedida puede verse mitigado, e incluso anulado, por una sensación de regocijo, alegría y reconocimiento compartido de todo lo que se ha logrado. Paciente y analista tienen la oportunidad de celebrar lo que ha cambiado, de elaborar juntos el final antes de decirse adiós.

Aún así, la finalización es dura: el adiós analítico final cierra el acceso al único "doliente similar", el único "otro" que compartía la relación que ahora ha terminado. Irónicamente, este otro analítico está a la vez vivo y ausente, es inalcanzable como compañero o testigo de un proceso de duelo más largo.

El final de un análisis nos deja sin oportunidades conmemorativas: no hay aniversario que celebrar, ni tumba simbólica o literal que visitar, ni rituales compartidos de recuerdo, ni símbolos afectivos cultural o religiosamente arraigados, ni contenedor para la pérdida o la ausencia, ni espacio de contención (Bassin, 2003, 2004, 2016). Tanto el paciente como el analista están ahora solos con una pérdida que es difícil de conmemorar con alguien que no sea el otro al que se ha perdido. Creo que esto puede ser cierto aunque la pérdida es solo uno de los muchos sentimientos que siguen a una buena terminación.

Al igual que los modelos tradicionales de duelo, nuestro ideal de finalización oculta el vacío relacional que sigue al final de un análisis. Ese vacío no es muy distinto del que se puede sentir tras otros acontecimientos vitales (por ejemplo, la graduación, la jubilación, el traslado a otro estado o país); todos tienden a evocar una sensación tanto de alegría como de tristeza. Pero es principalmente en el análisis donde carecemos de la oportunidad de compartir la experiencia de la pérdida con dolientes "similares" a lo largo del tiempo. Sólo aquí existe la prohibición de reencontrar al otro "perdido" (pero aún vivo). Llamar a un exanalista (o expaciente) para decirle que echamos de menos la relación, que queremos ponernos al día, normalmente levantaría cejas, se leería como una señal de trabajo analítico inacabado. Igualmente sorprendente sería nuestra respuesta afirmativa a esa petición por parte de un expaciente.

Lo que pierde el analista

Los analistas no solemos escribir sobre nuestra propia sensación de pérdida al terminar una relación, y mucho menos sobre nuestro deseo de continuar la relación con un antiguo paciente, pero nosotros también podemos sufrir estas ausencias y anhelos. No es de extrañar que escribamos ensayos y memorias sobre nuestros pacientes, nuestras relaciones con ellos, nuestro propio tratamiento. Pero aunque hay muchos ensayos en nuestra literatura que describen el impacto emocional de los análisis exitosos y fallidos, casi todos están escritos desde la perspectiva del paciente. Hay un límite a lo que podemos decir cómodamente sobre nuestra dedicación a mantener una conexión con nuestro paciente después del tratamiento, o nuestra profunda tristeza y pérdida cuando alguien a quien hemos querido profundamente se despide definitivamente. Nuestro compromiso de ayudar a las personas a seguir adelante con sus vidas choca con nuestro dolor personal por la pérdida de aquellos a quienes queremos.

A un cierto nivel, el establecimiento de una amistad postanalítica resuelve este problema. Cuando el vínculo terapéutico se transforma en un vínculo personal, paciente y analista encuentran una forma de evadir y actuar simultáneamente los rituales conmemorativos que son excluidos por la terminación. ¿Podrían ser algunas amistades postratamiento, al menos en parte, actos implícitos de ritual conmemorativo? ¿Son, en el fondo, un intento de encontrar nuestro camino de vuelta al único "doliente semejante": nuestro compañero analítico, alguien que también presenció y experimentó el final del análisis?

¿Qué tipo de amigos somos?

No estoy segura de que sea posible definir completamente una relación postanalítica. Su historia terapéutica nos impide denominarla ni simple amistad ni vínculo terapéutico prolongado. Donde la relación analítica proporciona al paciente un testigo, incluso un andamiaje, que sostiene nuevas capacidades relacionales y psíquicas, una conexión postanalítica debería estar menos inclinada hacia la necesidad del paciente y formulada más diádicamente; a veces puede incluso inclinarse hacia la necesidad del analista. Pero por muy igualitaria que sea, esta amistad postratamiento tendrá una historia no igualitaria que no podrá borrarse del todo.

¿Puede esta dinámica evolucionar con el tiempo? ¿Es posible que analista y paciente lleguen a ser sujetos semejantes (Benjamin, 1995), que ya no estén inmersos en una relación asimétrica? (Aron, 1996; Kantrowitz, 2015). ¿O el fantasma de la conexión analítica ensombrece para siempre la nueva configuración relacional? Desde este punto de entrada, no conseguir terminar del todo refleja un apego inseguro o ambivalente e indica la necesidad de más análisis.

Pero quizá no siempre. Quiero desafiar y complicar el binario apego/separación incrustado en nuestro ideal de terminación. Es un binario que nos ha ensombrecido y ha limitado nuestros objetivos analíticos al eludir el valor potencial del apego profundo y sostenido con el analista a lo largo del tiempo. Curiosamente, esto ha sido así en todas las divisiones teóricas; se aplica tanto a las teorías clásicas como a las relacionales/interpersonales, y a las intermedias.

Ciertamente, la capacidad de establecer vínculos ricos y no conflictivos se apoya en un sólido sentido de la separación. En ausencia de este, los vínculos tienden a volverse adhesivos, conflictivos o limitantes. Antes de poder conectar libremente con el otro, primero tenemos que establecernos como nosotros mismos. Y los pacientes difieren en cuanto a ambas capacidades. Algunos necesitan desarrollar o consolidar un sentimiento de separación. Aquí nuestro objetivo central es facilitar una relación yo-tú autónoma y estable en la que la experiencia del otro ya no ocluya la del propio paciente, en la que domine el desarrollo y la integración de un sentido de los límites (hago hincapié en esto en mi trabajo sobre el sostén; véase Slochower, 1996, 2006). Para otros, lo que falta es la necesidad de una conexión profunda y sostenida.

Dado que una conexión no ansiosa y satisfactoria requiere un sentido sólido de los propios límites, el trabajo en torno a la separación y el apego se entremezclará; aunque es probable que uno de ellos domine cada tratamiento, normalmente hay evidencia de la necesidad de ambos. La pregunta que queda es si una conexión postanalítica con el exanalista puede ser un marcador de éxito analítico más que de fracaso.

Ciertamente, es más seguro decir que no. Pero cada vez me pregunto más si hay casos en los que hacemos un flaco favor a nuestros pacientes al rechazar su deseo de continuar una conexión con nosotros. ¿Podría ser a veces un deseo que refleja una nueva capacidad relacional que merece ser honrada en lugar de patologizada?

Lo que me lleva de nuevo a Sarah. Al abordar la dinámica que había hecho fracasar su tratamiento anterior, trabajamos sobre su dolor y su enojo por lo que me pareció la postura restrictiva y punitiva del analista. Exploramos su contribución al relativo fracaso de ese tratamiento y abordamos esos elementos cuando emergieron (de forma más silenciosa) en nuestra relación. A medida que desentrañábamos el elemento reactuado, identificábamos y trabajábamos cada vez más sobre una atracción inconsciente hacia los vínculos parentales críticos y rechazantes.

Aunque al principio evitaba la intimidad y ocultaba sus necesidades, Sarah había avanzado lentamente hacia un compromiso maduro. Desarrolló un abanico emocional más amplio a pesar de seguir evitando la intimidad. Ahora menos sensible a los desaires, Sarah informó que sus tormentosas relaciones con sus hijos adultos se habían calmado. Su matrimonio, siempre bueno, se hizo más profundo y satisfactorio. Cada vez era más capaz de enfrentarse a lo cotidiano. Y estaba más preparada (aunque no del todo) para lo impensable.

Al principio yo recelaba de entrar en el tipo de transferencia adhesiva que había caracterizado el tratamiento anterior de Sarah. Pero a medida que pasaba el tiempo y el trabajo se profundizaba, esa cautela -junto con la actitud defensiva de Sarah- se disipó y se transformó en una sensación de compromiso cómodo. Sarah se mostraba relajada, abierta y no intrusiva, aunque cálidamente relacionada. ¿Podríamos ser capaces de transformar la relación de tratamiento en una relación mutua, de ir más allá de la sombra de lo anterior?

Si hubiera un paciente con el que pudiera justificar la prolongación del vínculo terapéutico tras la terminación del tratamiento debido a un historial traumático, no sería Sarah. Aunque tenía algunos problemas de apego subyacentes, los había superado en su mayor parte. Y la vida temprana de Sarah, aunque compleja y difícil en algunos aspectos, no la había hecho descarrilar seriamente; había crecido como una niña resistente y robusta. A lo largo del tratamiento, su capacidad para la profundidad emocional, la autorreflexividad y la regulación del afecto se hizo cada vez más estable y sólida. Sarah ya no luchaba con los problemas de transferencia que la llevaron al tratamiento. Es importante destacar que nuestra relación nunca fue especialmente pegajosa; aunque el elemento transferencial surgía periódicamente entre nosotras de forma silenciosa, la mayor parte del tiempo permanecía con su analista anterior.

Utilizo el caso de Sarah para ilustrar un dilema clínico con el que muchos de nosotros nos hemos encontrado en algún momento de nuestra práctica: el deseo de hacer una excepción, de ignorar o anular el ideal de terminación solo por esta vez.

¿Podemos confiar en nuestra valoración del papel que desempeñan el deseo y la necesidad (los nuestros y los del paciente) a la hora de avanzar hacia una amistad postratamiento? ¿Estaban implicados aquí tanto mi deseo (hacerme amiga de Sarah) como mi negación (de la dinámica subyacente)? Después de todo, los analistas somos vulnerables a lo que Josephs (1995) llama "visión de túnel".

Ya sea que una amistad postanalítica se inicie por el paciente o por el analista, entretenerse seriamente en ella amenaza con evocar a la policía analítica, un elemento internalizado significativo con el que hay que lidiar. Para la mayoría de nosotros, el undécimo mandamiento ha sido privilegiar la necesidad del paciente sobre nuestro propio deseo. No actuar por impulso. El único camino potencialmente aceptable para seguir en contacto con un antiguo paciente residiría en su fragilidad y su historial traumático, en su necesidad de no perder otro vínculo emocional. Esa perspectiva, si no es simplemente una racionalización, privilegia la necesidad de nuestro paciente, desde luego no nuestro propio deseo. Un no a Sarah, ¿reflejaría un juicio clínico rígido o apropiado? ¿Qué quedaría oculto si dijera que sí?

En más de cuarenta años de práctica analítica, nunca me había planteado hacerme amiga de un expaciente, ni siquiera de exanalistas que estuvieran en activo. Sin embargo, la petición de Sarah, formulada con tacto, me enfrentó a una colisión entre lo ideal y lo real (Slochower, 2006). Sentí esa colisión de forma aguda. Después de todo, presidí el comité de ética de la División 39 durante casi una década. He escrito artículos sobre el interés analítico propio y sobre las violaciones de los límites sexuales y no sexuales. ¿Cómo podía yo, entre todas las personas, siquiera considerar hacer esto?

¿Y por qué con Sarah? No es alguien con un trauma residual significativo, por lo que me resulta difícil justificar un paso a la amistad basado en su necesidad. Sarah siente, al menos conscientemente, que no me necesita en su vida; me quiere en su vida, como colega, compañera y amiga. Me preguntó si podíamos quedar de vez en cuando para tomar un café o dar un paseo por el parque. Los detalles no importaban; lo que importaba era mantener nuestra conexión a lo largo del tiempo. ¿Con qué me sentiría cómoda? Sarah quiere que la decisión sea conjunta.

Aunque me conmovió que Sarah reconociera mi subjetividad, me contuve. Le dije que quería seguir estando disponible como su analista. Establecer una relación no analítica enturbiaría las cosas, obstaculizaría una elaboración más completa. Además, ¿podría haber algo más en su petición de lo que parecía? ¿Podríamos tener trabajo por hacer? Si estaba decidida a terminar, tal vez podríamos planear una sesión de revisión más adelante en el año.

Sarah me respondió:

Sospechaba que dirías algo así. Y no puedo discutir contigo puesto que sé que todo tiene un nivel inconsciente. Pero no es realmente lo que quiero. Venir aquí como tu paciente me parecería algo “como si”. Sería como negar en quién me he convertido y lo que ha pasado entre nosotras. El hecho de que realmente he madurado. Es “Joyce la persona, no Joyce la analista” la que quiero conservar en mi vida. Sé que si fuéramos a ser amigas, no podría volver a hacer tratamiento contigo si surgiera la necesidad. No creo que pase, pero si pasara, buscaría a otra persona.

Había algo en el modo en que Sara habló que me pareció auténtico, maduro y mutuo. Me sentí conmovida, y mi reticencia comenzó a dar paso a un deseo de intentarlo.

Pero. Cuando nos encontramos con nuestro deseo de establecer una amistad posttratamiento, puede que no seamos conscientes de cómo se sentiría en realidad esa relación. Los residuos del vínculo terapéutico anterior podrían provocar una sensación de tensión y dificultad. El elemento parental (transferencia) podría hacerme sentir incómoda, queriendo mantener los límites con Sarah. Limitar cuánto revelo de mí misma. Todo esto podría unirse en una cualidad de restricción que se sentiría frustrante y decepcionante para ambas partes. Podría dejarnos a Sarah (y/o a mí) sintiéndonos incapaces de sacudir el barco relacional pidiendo más, o presionando inconscientemente para sonar psicológicamente "juntas". Y si nuestra amistad resultara difícil para cualquiera de las dos, el miedo a herir a la otra podría hacer que una o las dos nos sintiéramos incapaces de dar marcha atrás en la relación.

Considerar la posibilidad de hacerse amigo de un paciente también desafía el residuo superyoico de la formación analítica, sean cuales sean sus particularidades. ¿Nos empuja a ello un sentimiento de cinismo o desilusión con el trabajo analítico en los últimos años del analista? ¿Deseo o soledad? ¿Pueden estar implicados el envejecimiento y la perspectiva de finales finitos? Como he discutido en otra parte (Slochower, 2019), el envejecimiento tiende a alejarnos a los analistas de los "deberías" profesionales -hacia nuestra humanidad y lejos de las viejas rigideces. También hacia una necesidad de hacer duelo y conmemorar. Y quizás hacia una nueva visión de los finales analíticos.

Complicando nuestro ideal de terminación: ¿qué es lo que está en riesgo?

Cuando formamos a los candidatos, tendemos a hacer hincapié en lo que se debe y no se debe hacer. No cabe duda de que existe una gran variabilidad teórica respecto a cómo formulamos el marco analítico. Pero sean cuales sean las particularidades de nuestro ideal analítico, queremos que nuestros candidatos (y colegas) se adhieran a él.

¿Cuáles serían, para nosotros y para el campo, las implicaciones de relajar ese ideal de terminación? ¿Socavaría nuestra autoestima profesional? ¿Y qué pasaría con nuestros otros pacientes, con los que sí terminamos por completo? ¿Se sentirían menos valorados, importantes o queridos? ¿Crearíamos inadvertidamente un subgrupo analítico "más favorecido" que generaría -o al menos intensificaría- la envidia y/o la competencia entre los candidatos?

Más allá de lo personal, existen riesgos para el campo en su conjunto. Las relaciones posterminación podrían dar paso a un nuevo tipo de transmisión intergeneracional que comprometa nuestro compromiso con el ideal analítico. Podría hacer que la profesión pareciera -o se volviera- corrupta, culpable de violaciones de límites interesadas. Podría alejarnos de los principios psicoanalíticos fundamentales y llevarnos a la autocomplacencia.

La experiencia y la madurez analíticas son requisitos para tomar esta decisión de forma responsable y basada en unos principios. Pero la experiencia no garantiza la madurez. Los analistas veteranos, con décadas de formación y asimilación de las reglas analíticas, pueden ser más vulnerables a la invasión del interés propio que sus colegas más jóvenes. Al enfrentarse al final de su carrera (y de su vida), pueden utilizar inconscientemente una conexión posterior al cese para mitigar la soledad, el miedo o la pérdida. Pero, por supuesto, los deslices profesionales no residen directamente en el ámbito de las amistades posterminación. Los analistas justifican, racionalizan o ignoran los peligros potenciales de todo tipo de elecciones complejas o problemáticas. No hay salida para este tipo de vulnerabilidad profesional (Slochower, 2006).

Ideales analíticos y realidad relacional

Los analistas apuntamos alto, quizá demasiado alto. Exigimos de nosotros mismos una capacidad casi sobrehumana para centrarnos en el otro y explorar nuestras dinámicas a medida que estas van orientando el proceso. Se supone que nuestros propios deseos, personales, financieros o ambos, no deben manifestarse (Slochower, 2003; Hirsch, 2011).

Pero, inevitablemente, lo hacen. Y, en cierta medida, determinan cómo terminamos y cómo no. Los analistas podemos encontrarnos atrapados entre lo que creemos que no deberíamos querer y lo que necesitamos no necesitar. Nuestras necesidades y nuestra teoría, junto con los deseos y temores de nuestros pacientes, pueden impedir la conciencia de los complejos factores que orientan la decisión tanto de poner fin a una relación como de continuarla una vez finalizada. La presión del ideal de la terminación, junto con nuestro superyó analítico hiperactivo (o hipoactivo), puede impedir el escrutinio del antiideal, la posibilidad de que no terminar una relación cuando terminamos un análisis pueda ser enriquecedor para algunos pacientes y algunos analistas en algunas ocasiones.

La mayoría de los pacientes necesitan terminar el tratamiento a su debido tiempo, despedirse y seguir su camino. Se van llenos de placer y también de tristeza. La mayoría de los analistas también lo necesitan. Como señaló Winnicott (1962): "Habiendo comenzado un análisis, espero continuar con él, sobrevivirlo y terminarlo. Disfruto haciendo análisis y siempre espero el final de cada análisis" (p. 165).

Creo que Winnicott exagera un poco aquí, tanto porque no todos los análisis son tan placenteros como porque no siempre esperamos el final. Aun así, estoy bastante segura de que la mayoría de las veces, terminar es el camino más sabio. Y también el camino que queremos seguir.

No obstante, quiero abrir la posibilidad de que, en algunos casos, la historia analítica pueda tener una secuela no solo sin efectos nocivos, sino de maneras que enriquezcan la vida del paciente. Y, de vez en cuando, de maneras que también enriquezcan la del analista. Debemos explorar esta posibilidad, en lugar de excluirla, cuestionando tanto nuestro deseo de continuar nuestra conexión después de la terminación como nuestro deseo de terminarla. Sacar las amistades postratamiento del armario analítico y considerar la posibilidad de que puedan reflejar un logro y no un fracaso. Abordar el reverso del ideal de terminación, junto con los complejos problemas que surgen cuando lo anulamos. Al hacerlo, nos alejamos de un binario problemático. También satisfacemos dos necesidades humanas: la conexión y la separación.

 

[1] En otra parte (Slochower, 2017, a, b) he cuestionado nuestra negación comunitaria de las violaciones de los límites sexuales y qué la impulsa. ¿Qué cierra el espacio reflexivo que nos permitiría pensar en lugar de actuar? ¿Por qué seguimos chismorreando en lugar de reconocer y analizar estas violaciones y avanzar hacia la reparación?

[2] Merece la pena señalar que el interés propio también orienta el deseo del analista de una terminación completa. Aquellos que prefieren, por ejemplo, permanecer idealizados pueden no querer ser conocidos fuera de su rol analítico; esa preferencia personal puede orientar lo que parece una decisión clínica de terminar con todo el contacto tras la terminación.

[3] Yerushalmi (1982), Halbwachs (1992), Nora (1984–1992) y Zerubavel (1995) han explorado el valor del ritual conmemorativo para el desarrollo y la integración de la identidad de grupo y nacional.

[4] En otro nivel, Freud también puede haber estado aludiendo a la pérdida de su hijo simbólico (Ferenczi) y a su conflicto con Jones (Steve Ellman, comunicación personal).

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