aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Último Número 076 2024 Contexto en transición y adolescencia

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Manifestaciones depresivas en el adolescente grave

Severe adolescent depressive manifestations

Autor: Castro Masó, Ángeles - López Fuentetaja, Ana

Para citar este artículo

Castro Masó A. y López Fuentetaja, A. (2024). Manifestaciones depresivas en el adolescente grave. Aperturas Psicoanalíticas (76), artículo eº. https://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001259

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Resumen

Con el presente trabajo se pretende propiciar un espacio de reflexión al servicio de la intervención clínica. Nuestra intención es partir de una comprensión general del proceso adolescente y desde ahí mostrar algunas características diferenciadoras del adolescente grave, deteniéndonos más específicamente en el fenómeno depresivo y sus particulares manifestaciones. Se mostrarán de forma articulada los retos evolutivos más significativos a los que se enfrenta todo adolescente, con las dificultades observadas en la clínica del adolescente grave, que dificultan la posibilidad de alcanzar un proyecto vital propio. Conectaremos también con los orígenes del adolescente, de dónde viene éste, quien es su familia y su biografía, como ejes inevitablemente relacionados. Nos detendremos en conceptos como identidad, narcisismo, familia, depresión estructurante y depresión clínica. La parte final estará dedicada a la intervención y la relación terapéutica con el adolescente grave. Se presentarán viñetas clínicas para ejemplificar la exposición.

Abstract

With this work, it is intended to provide a space for reflection at the service of clinical intervention. Our intention is to start with a general understanding of the adolescent process and from there show some differentiating characteristics of the severe adolescent, stopping more specifically in the depressive phenomenon and its particular manifestations. The most significant evolutionary challenges faced by any adolescent will be shown in an articulated manner, with the difficulties observed in the severe adolescent clinic, which make it difficult to achieve a life project of their own. We will also connect with the origins of the adolescent, where they come from, who their family is and their biography, as inevitably related axes. We will focus on concepts such as identity, narcissism, family, structuring depression, and clinical depression. The final part will be dedicated to the intervention and therapeutic relationship with the severe adolescent. Clinical vignettes will be presented to exemplify exposure.


Palabras clave

adolescente grave, depresión estructurante, intervención clínica, manifestaciones depresivas, relación terapéutica.

Keywords

structuring depression, depressive manifestations, severe adolescent, clinical intervention, therapeutic relationship.


El proceso adolescente

 Podríamos comenzar diciendo que la adolescencia es un periodo de cambio y transformación en los ámbitos psicológico y corporal, que no tiene un comienzo brusco ni tampoco un final completo, siendo difusos tanto los momentos iniciales como los de terminación No podemos fijarnos sólo ni en la edad cronológica ni en los cambios corporales que acontecen en sí mismos, sino que tendremos que pensar de forma especial en todo el correlato psicológico que la acompaña.

Si hay algo que caracteriza este proceso es su carácter dinámico y cambiante, que da lugar a una crisis que podemos considera evolutiva, en cuanto que tiende al progreso y la superación personal.

La conquista por antonomasia a la que se enfrenta todo adolescente tiene que ver con el proceso de separación de las figuras parentales y con la adquisición de una identidad propia y diferenciada, en torno a los cuales, se generan las mayores crisis (Blos, 1979.)

Junto a esto podemos decir que, la resolución y la forma que el adolescente tiene para afrontar sus crisis y conflictos, se caracteriza por la presencia de elementos infantiles, regresivos, junto a otros más maduros que favorecen un desarrollo progresivo, pero no lineal, en el que caben todo tipo de ritmos y modalidades, pero que desembocarán en el ser adulto.

Por otra parte, la resolución de esta etapa no va a depender de forma exclusiva del adolescente, sino que se va a dar en un cruce de generaciones y en una dimensión social y cultural, en la que cada una de las partes tiene una gran importancia.

Tomamos como punto de partida que desde el principio de la vida, el desarrollo del psiquismo es un proceso que no se realiza de forma solitaria, sino que va unido de forma irremediable a la posibilidad de establecer un vínculo personal y éste a su vez se organiza en el marco de los cuidados parentales, produciéndose una influencia mutua y quedando inevitablemente unidos (Janin, 2010).

Este proceso, se vuelve a editar en el periodo adolescente, apoyado en lo construido y experimentado hasta ese momento. De forma natural, la búsqueda de independencia y separación de las figuras paternas y el deseo de conquista de la identidad diferenciada propia, generan un desequilibrio por el que se modifican tanto las características del vínculo infantil como el tipo de cuidados paternos, produciéndose una reactualización de los avatares por los que ha transitado el adolescente en otros momentos vitales. Afrontar este deseable desequilibrio, pondrá a prueba la fortaleza o vulnerabilidad del psiquismo del adolescente.

Debido a esta faceta de reactualización (Jeammet, 2011), para comprender al adolescente actual, habrá que intentar conocer al niño que fue y también al sistema familiar en que creció, ya que sabemos que el vínculo establecido durante la crianza actúa como un mecanismo que transmite transgeneracionalmente la subjetividad humana, concepto que va mucho más allá de aspectos educativos y conscientes y que permite la construcción de ritmos psíquicos (Janin, 2022). A través del apego temprano, se transmite también la capacidad de representar emociones, de tal manera que las personas sólo podemos ser conscientes de aquellos estados internos cuyos equivalentes externos nos han podido mostrar o reflejar, a modo de espejo, en algún momento. Por otra parte, la propia consciencia del cuidador limita la del niño, ya que el cuidador sólo puede reflejarle a éste emocionalmente y de forma adecuada aquello que sabe de sí mismo y puede nombrar (Fonagy, 2015) es decir, no podrá mostrar contingentemente algo que desconozca. En un lenguaje coloquial, podríamos decir que nadie puede dar más de lo que tiene.

 Es en la etapa adolescente, con toda su carga de curiosidad y conquista, donde se pueden tambalear de forma manifiesta unos cimientos poco sólidos y se pueden poner en evidencia las consecuencias de un estilo de vinculación insegura. Aunque no nos vamos a detener en profundidad en ello, es conocido, que un vínculo de apego seguro favorece la representación de emociones, la exploración, que implica separación de lo conocido, y la petición de ayuda cuando se necesita (Ainsworth, 1969, Ainsworth et al. , 1978) aspectos que podemos considerar protectores para el adolescente. Podemos añadir también que la forma en que respondemos ante las pérdidas, los cambios o la sensación de peligro está totalmente relacionada a la forma en que nos vinculamos con personas significativas (Marrone, 2001).

Por otra parte, la adolescencia a la vez que es por antonomasia una etapa de cambios y de continua reorganización de las relaciones de apego, también lo es de cómo se las representa el adolescente. Esta nueva representación de sus relaciones se caracteriza por la reevaluación de las experiencias de la vida, dando un sentido personal, simbólico y subjetivo a lo vivido en la infancia. Se construye así un relato propio, que en cierta manera marca una nueva identidad y facilita la inclusión en una nueva dimensión social, siempre que el proceso se desarrolle de forma adecuada. Gracias a esta capacidad de simbolizar, el adolescente podrá desarrollar una representación coherente de sí mismo y de los otros, que le permitirá comprender y regular su experiencia interna (Graell y Lanza Castelli, 2014).

Tenemos también que considerar que para un adecuado desarrollo del psiquismo humano, a la vez que necesitamos del afecto para adquirir seguridad y confianza, necesitamos contar también con norma y límite (Jeammet, 2002), como elementos necesarios para conseguir una cierta discriminación, que junto a lo anterior, favorezca la construcción progresiva de una identidad genuina y diferenciada. Este proceso adquiere una relevancia especial en la adolescencia, dado que en este periodo la confusión interna es inevitable a muchos niveles, siendo primordial que el adolescente pueda tolerarla y transitar por ella de forma saludable, para finalmente poder distinguir su propia singularidad, es decir, pueda alcanzar una comprensión coherente de quien es él mismo. En este aspecto, como no puede ser de otra manera, adquieren gran importancia las relaciones familiares y el adecuado manejo de la frustración emanado de las mismas, ya que frustración y discriminación se encuentran intrínsicamente unidas. Por todo ello, los afectos y los límites con los que se haya manejado previamente el adolescente y también con los que se maneje en ese momento, van a ser decisivos en la aparición o emergencia de patología. (Jeammet, 2002).

Es precisamente desde los marcos de la diferenciación y de la frustración, desde los que con mucha frecuencia, podemos entender el fenómeno depresivo en la adolescencia.

En el caso del adolescente, es necesario diferenciar entre lo que puede ser una depresión patológica y los momentos depresivos necesarios e inherentes al desarrollo, que son los que van a permitir que éste pueda resolver sus conflictos y duelos soportando la pérdida y la falta o incompletud. Conectamos así, a modo de puente, con aquellos primeros estados depresivos fundantes que acontecen en la crianza, y que siguen acaeciendo a lo largo del tiempo, donde la castración, permite, el reconocimiento del otro, como diferente al sujeto y por tanto, con capacidad de producir frustración.

La capacidad de experimentar afectos depresivos es una condición positiva y estructurante para el desarrollo del psiquismo, que supone necesariamente el saber de la presencia de otro y el intento de resolver el enigma o significado de esa presencia. Entrar en un diálogo con ese otro, con lo que conlleva de presencia-ausencia, permitirá la posibilidad de pérdida del objeto, que es la base de la simbolización y que, como venimos diciendo, permite a su vez la subjetivación, al reconocer al otro como diferente a sí mismo, permitiendo salir de lo fusional.

Si el proceso de desarrollo emocional se va completando sin grandes problemas, habiéndose alcanzado la etapa de inclusión de un tercero, posterior a la integración yoica y psicosomática, sin momentos de interrupción graves (Winnicot,1962), los conflictos relacionados con el estado depresivo se irán resolviendo a lo largo del tiempo, primero a través del juego, y posteriormente con diferentes formas de creatividad y de nuevas identificaciones. Cuando el diálogo con ese otro se interrumpe, surge el malentendido o el desamparo y aparecen los estados depresivos traumáticos, en los que, en lugar de pérdida de objeto, de la que se puede hacer un duelo, se produce una deprivación, a causa de que el otro, soporte y testigo de la función simbólica, no está o llega muy a destiempo. Esta situación impedirá atravesar el referido duelo del objeto, siendo el propio sujeto el que se pierde, quedando seriamente dañado y tomando una importante dimensión la imagen más arcaica de madre omnipotente, apareciendo la falta de esperanza como característica fundamental del niño deprivado (Lewin y Santos Barreiro, 2019).

Como decíamos al principio, el adolescente transita de nuevo por el recorrido psíquico que conoce, vivido en la niñez, regresando con frecuencia a modos de funcionamiento más infantiles, pero a la vez, tiene la gran oportunidad de reeditarlo y construir algo nuevo. También, por esta oportunidad, tiene un gran valor la intervención psicoterapéutica. Esta reconstrucción, que culminará en el ser un adulto relativamente sano e independiente, pasa por el afrontamiento, elaboración y resolución de los duelos y crisis unidos inevitablemente al proceso adolescente, proceso que queda seriamente interferido en el adolescente grave. Para conseguir todo ello, el adolescente, debería contar con un cierto grado de tolerancia al dolor. Esta tolerancia no se adquiere de forma repentina, sino a lo largo de toda la infancia, y resulta imprescindible para que pueda afrontar este proceso. También debería contar, a su nivel, con la capacidad de estar en contacto y tolerar durante un cierto tiempo sentimientos de tipo depresivo, como tristeza, inseguridad, soledad, desvalimiento…, imprescindibles para poder adquirir la capacidad de elaborar las pérdidas y duelos inherentes al hecho de crecer. En algunos de estos adolescentes graves, puede aparecer la regresión al vacío, a los agujeros que dejó la historia biográfica, apareciendo una pulsión mortífera (Janin, 2022)

En resumen, a esta capacidad, que la persona irá adquiriendo desde la infancia ayudado por los padres, la llamaríamos depresión estructurante, y sería necesaria para poder resolver los retos de la adolescencia y poder avanzar y enfrentarse a nuevas adquisiciones.

 Sobre la identidad

Como vamos viendo, los cambios que acontecen en la adolescencia son decisivos para una necesaria reorganización psíquica capaz de sostener la tensión del entramado intersubjetivo y dar respuesta al nuevo escenario en el que el adolescente se ve situado.

Frente a esa tensión o conflicto, cuando la estructura previa a la adolescencia, apoyada en el andamiaje vincular y el sistema de identificaciones, se muestra insuficiente o resulta claramente ineficaz, irrumpirá la amenaza de pérdida masiva de las representaciones infantiles y aumentará el riesgo de aparición de ansiedades de pérdida, confusionales o de desorganización. Frente a esas ansiedades desbordantes, el intento de reorganización psíquica puede resultar un recurso fallido dirigido a la defensa y no al crecimiento, dando lugar por tanto, a la organización psicopatológica.

Tradicionalmente se ha entendido la cuestión de la identidad como objetivo principal o logro en la adolescencia. Sin embargo, el concepto en sí es complejo y no podemos considerar que concluya en la adolescencia de forma definitiva.

La identidad es una experiencia consciente que implica el reconocimiento de la alteridad y de la subjetividad como incompletud, constituiría, por tanto, un logro en el avance del proceso de diferenciación y entidad psíquica del sujeto (Ladame, 2001). Curiosamente y siguiendo a este autor, dadas las dificultades para la conceptualización sobre la identidad, resulta más fácil su teorización y análisis clínico a partir de la patología, donde se ponen más en evidencia las dificultades para adquirir esa percepción integrada de sí mismo, resultando ser la clínica, el lugar privilegiado para constatar el carácter estructural de la inconsistencia yoica.

Entendemos la identidad como una construcción subjetiva, fundada y mantenida en la intersubjetividad, que provee de coherencia para sostener la conciencia de sí mismo y que es anhelada por el adolescente como forma de conseguir estabilidad (López Mondéjar, 2018). El adolescente busca, porque lo necesita, representarse a sí mismo mediante una identidad que sienta que le define con la ilusión de resolver así su desorientación y desasosiego. La respuesta a “¿Quién soy yo?” como deseada solución y como revelación total de lo que siente como enigmático de sí mismo, le convierten en extremadamente vulnerable.

La identidad no sólo es una construcción cognitiva, es experiencial, no posee un acotamiento rígido aunque la fantasía de totalidad responda al anhelo del adolescente. Las dudas, la imprecisión, inseguridad, ambivalencia, como fenómenos normales, marcan la amenaza de estabilidad en cualquier adolescente y, en el caso de los trastornos graves, la intensidad de la angustia se hará más patente.

La experiencia de identidad va asociada al sentimiento de continuidad. Resulta especialmente interesante en el período adolescente comprobar la dialéctica mantenida entre continuidad y ruptura, que va a resultar constante en la difícil búsqueda del equilibrio psíquico. Esta aparente dicotomía se convierte en uno de los antagonismos propios de difícil resolución en los que se mueve la configuración del psiquismo adolescente.

La irresolubilidad en la que el adolescente puede quedar instalado, viene dada por el predominio de lo arcaico que impide el desarrollo de los procesos secundarios. Lo arcaico, entendido como el vínculo objetal donde priman las fantasías incestuosas o fusionales que impedirían las operaciones psíquicas tendentes a la diferenciación (Klein, 2021).

En este juego de fuerzas entre “lo regresivo y lo progresivo” y donde la amenaza de ansiedades masivas de pérdida puede resultar aterrorizante, se hará necesaria la resignificación del objeto y del sí mismo a través de nuevas representaciones reaseguradoras del vínculo y fortalecedoras del Yo (Kancyper, 1985).

Podemos decir que el sentimiento de continuidad vendrá a su vez determinado por el nivel de constitución yoica alcanzado y la capacidad de integración en el Self de las diferentes representaciones que lo conforman, positivas y negativas, idealizadas y persecutorias, y de esa integración dependerá su coherencia (Kernberg, 2012).

La fantasía de continuidad total, sin atisbos de ruptura respecto al vínculo infantil arcaico dependiente, se va a convertir en el refugio de muchos adolescentes como forma de evitar la angustia que conlleva la amenaza de desaparición del objeto y por tanto, del propio self.

Una forma de presentación clínica de este funcionamiento la ofrecen adolescentes congelados en un vínculo regresivo, que a menudo proviene de dinámicas con escasa discriminación. Son adolescentes en los que bruscamente la hiperadaptación o pseudoadaptación previa se tornan en desadaptación frente a las nuevas exigencias del entorno. Estos adolescentes pueden mostrar síntomas fóbicos graves y presentar episodios de descontrol agresivo hacia el objeto, vivido éste como necesario y claustrofóbico al tiempo.

Por otro lado, cuando el desequilibrio se produce del lado de la ruptura, aparece la angustia de fragmentación o caída libre, donde el componente depresivo se hace más evidente incluso en la desorganización.

Sirva como ejemplo el caso de una adolescente de 15 años. Su madre solicitó la consulta para la hija por presentar desde hacía meses, conductas extravagantes y aparente desapego afectivo. Mantenía episodios de ensimismamiento e ideación pseudoalucinatoria. A menudo iba sola a las vías de un tren que pasaba cerca de su localidad con la intención de encontrar algún animal que hubiese sido atropellado, se lo llevaba para enterrar y lloraba con enorme tristeza por su muerte, sobre todo, como explicaba, si se trataba de animales pequeños, indefensos y sin que a nadie les hubieran importado.

El objeto y ella misma identificada con el animal muerto de forma tan violenta pudieron comprenderse posteriormente en base a experiencias traumáticas sufridas y vínculos inconsistentes.

Nos parece importante destacar que, en la clínica de los trastornos graves de la adolescencia, podemos encontrarnos con síntomas de tipo psicótico, que deben ser valorados cuidadosamente para no realizar diagnósticos precipitados y comprender la función defensiva de la psicopatología, tal como ocurre en las experiencias de breakdown (Laufer, 2012).

Existe consenso respecto al papel que juega el narcisismo como sostén de la organización psíquica, y clave fundamental en el proceso adolescente.

La cuestión de la identidad remite necesariamente al narcisismo, entendido éste como investimiento de las representaciones del Yo y producto de la dialéctica intersubjetiva.

En la adolescencia se produce todo un movimiento psicológico dirigido a preservar el narcisismo. El fracaso de ese movimiento conllevaría no solo un riesgo para el vínculo sino también para el propio self (Braconnier, 2012).

La solidez narcisista se pondrá a prueba a la hora de realizar la necesaria reorganización en las identificaciones y la resignificación de los vínculos (Ladame, 2001). Frente a unos parámetros cognitivos, emocionales y relacionales diferentes, el sostén narcisista que proporciona el vínculo primario es condición necesaria para garantizar la protección del self en la nueva configuración adolescente.

En la clínica de los trastornos graves encontramos la carencia o insuficiencia de dicho sostén, quedando el adolescente invadido por ansiedades masivas que ponen en riesgo la continuidad y coherencia yoica.

En la depresión ligada a la vulnerabilidad narcisista, la pérdida involucra directamente al sí mismo, y esto es especialmente relevante en la clínica de los trastornos graves en la adolescencia (Bibring, 2019).

Cuando las experiencias emocionales en los primeros años son desbordantes y la angustia es intolerable, se pondrán en marcha mecanismos defensivos dirigidos a soportarla, tales como la escisión, disociación, proyección, etc. De esta forma el Yo se organizará en base a representaciones parciales, que recordemos, son tanto mentales como afectos, impidiendo el investimiento narcisista. Estas representaciones parciales habrán ido presentando diferentes formas sintomáticas desde la infancia, más o menos evidentes para su entorno.

Un adolescente de 16 años, abandonado por su padre cuando tenía 5 y, según su relato, sustituido por otro hijo (chico de la misma edad de la pareja con la que se fue a vivir el padre) es descrito por la madre desde la ruptura familiar, como un niño sensible, temeroso y muy dependiente de ella. Ahora consulta porque se ha escapado en ocasiones de casa, se muestra retador e incluso agresivo hacia la madre (antes había sido un niño hipercomplaciente). Ha abandonado los estudios, comete pequeños delitos y forma parte de una banda. Estos comportamientos actuadores, que podemos entender dentro de su gran complejidad clínica, han formado parte de la negación de su realidad depresiva.

Este caso nos sirve para ilustrar, como la respuesta defensiva psicopatológica se organiza al servicio de contrarrestar la angustia que proviene de la amenaza de abandono o aniquilación del self.

A veces encontramos una sintomatología dirigida a recrear un estado de satisfacción total carente de tensión, a modo de “estado alucinatorio” y que vemos por ejemplo en otros recursos negadores y evasivos, como sucede en muchos casos de adicciones. Un adolescente de 13 años, acogido por un familiar tras ser abandonado por su madre cuando tenía 3 años (no conoció a su padre) había mostrado conductas hiperadaptadas hasta la adolescencia, dirigidas fundamentalmente al reaseguramiento frente a la amenaza de abandono. A los 12 años comienza a consumir hachís que le proporcionan chicos mayores a los que paga con dinero y objetos de valor que roba en su casa y en las de otros familiares. Su afición a los videojuegos va en aumento y roba tarjetas de crédito para comprarlos por internet. Cuando es descubierto, y esto ocurre en varias ocasiones tras los robos, se autolesiona y llega a realizar intentos suicidas graves a los que da sentido como castigo merecido.

La amenaza depresiva puede adquirir un impacto traumático y desorganizador. El riesgo será mayor cuanto menos afianzado esté el narcisismo del adolescente y más dependa de los objetos externos también polarizados e inconexos. Podemos ver claramente estos fenómenos en la clínica de los trastornos borderline. Encontramos en estos adolescentes una imperiosa necesidad de demostraciones manifiestas de su existencia para el otro, en forma de demandas de respuesta inmediata y satisfactoria, comprobaciones de carácter compulsivo sobre el interés del otro hacia él y necesidad de ser considerado objeto único.

Estos adolescentes frecuentemente recurren a la actuación como mecanismo con el que hacer frente a esas angustias primarias.

 ¿Qué entendemos por adolescente grave?

Hemos ido introduciendo con anterioridad, algunas características clínicas que se pueden observar en el adolescente que no cuenta con el bagaje suficiente para afrontar su crisis evolutiva. En cualquier caso, entender dicha gravedad, en un momento personal de transformación y posibles salidas creativas, no se puede entender desde paradigmas simplificadores, debiendo analizar diversas perspectivas para su mejor comprensión.

Queremos destacar, que no siempre la aparatosidad, radicalidad o intensidad de los síntomas manifestados, son el indicador pronóstico más fiable de la evolución posterior del adolescente. En este sentido adquieren una gran importancia tanto la fortaleza psíquica previa del adolescente, aunque en ese momento esté quebrada, como la respuesta familiar, social y el propio tratamiento psicoterapéutico. Estos elementos tienen la capacidad potencial de amortiguar o multiplicar la problemática subyacente a la crisis que atraviesa el adolescente, siendo finalmente la propia resolución la que puede dar cuenta de su gravedad estructural (López Fuentetaja y Castro Masó, 2007). Precisamente, la intervención psicoterapéutica, de la que hablaremos con posterioridad, es una herramienta esperanzadora, que puede cambiar el curso de la instauración crónica de una gravedad psicopatológica.

A modo de esquema, podríamos fijarnos en algunos indicadores sobre los que poder pensar en el adolescente grave.

 El momento psicoevolutivo actual del sujeto

Los elementos psicopatológicos siempre tienen un impacto en las capacidades y logros por adquirir en ese momento. Junto a esto, todas las capacidades y conquistas ya adquiridas también pueden ponerse al servicio de dicha psicopatología en el adolescente grave, manifestándose con toda la potencia, con la que el adolescente cuenta en ese momento y pudiendo variar mucho de un adolescente a otro.

En muchos de estos casos, la posibilidad de elaboración de duelos y de nuevas identificaciones, es sustituida por la aparición de un dolor insoportable que arrasa con todo, junto a un reajuste de antiguas identificaciones que se configuran en un “como si”, que dificulta la construcción de una verdadera identidad genuina y diferenciada (Janin, 2010).

Este proceso, que produce aún más dolor, abarca tanto lo mental como lo físico, con un importante potencial destructivo. En este contexto, actuaciones traumáticas sobre el propio cuerpo dan muestra de ese dolor psicológico que no se puede contener de otra forma. De la misma manera, cambios evolutivos del cuerpo adolescente, vividos como ajenos y no integrados, pueden desestabilizar el equilibrio psíquico, pudiéndose experimentar como fenómenos de despersonalización (López Fuentetaja y Castro Masó, 2007). A la vez, el adolescente puede quedar atrapado en un vínculo dependiente e incestuoso de las figuras parentales, sin poder avanzar en la adquisición de nuevos logros personales y sociales, en una especie de presente continuo, que le impide el acceso a la etapa adulta (Janin, 2010). Este tipo de vinculación se observa con frecuencia en un estilo relacional marcado por la pelea constante, que deja al adolescente pegado a los padres, sin poderse separar. A la vez, se pueden producir alejamientos extremos, incluso fugas, seguidos de acercamientos con marcado matiz infantil, que resultan confusos tanto para el adolescente como para los padres. En muchos de estos casos, se transita por los sentimientos de odio, culpa y amor durante breves espacios de tiempo y ante situaciones cotidianas. En cualquiera de estas situaciones, el adolescente coloca a los padres como eje sobre el que pivota su comportamiento, en lugar de situarse él mismo en una proyección personal cada vez más madura. Junto a lo anterior, el mundo representacional del adolescente queda también comprometido, sin poder alcanzar nuevas comprensiones y significados y apareciendo un sentimiento de vacío que, a la vez de resultar insoportable, impide cualquier elaboración mental, sobre todo la referida a la soledad y la ausencia (Janin, 2010). Esta carencia de representaciones, con bastante frecuencia se encuentra unida a una búsqueda errática e impetuosa de un sentido, en la que el adolescente puede llevar a cabo importantes conductas de riesgo, en una escalada cada vez más peligrosa. Esta escalada, que en un principio le puede otorgar un sentimiento de poder, en breve aumentará la sensación de fracaso, soledad y desesperación, dañando así su propio sistema narcisista.

La estructura de personalidad del adolescente

El esquema de Kernberg (1984), entendido como patrones estables y duraderos de las funciones mentales, aporta numerosos elementos comprensivos del adolescente grave. Siguiendo sus descripciones y a modo de síntesis, la personalidad neurótica, psicótica y borderline, sobre cuya estructura se van a asentar los síntomas y los rasgos que determinan el carácter de las personas, se diferenciaría por:

La integración de la identidad

 La identidad estaría integrada en el neurótico, es decir las imágenes contradictorias del sí mismo y de los demás estarían unidas en concepciones comprensivas.

En el borderline, se produciría el fenómeno de difusión de la identidad, en el cual los aspectos contradictorios del sí mismo y los demás estarían pobremente integrados, llevando a un desconocimiento angustioso de ambos. Resulta imprescindible diferenciar los fenómenos de “difusión” y “confusión” de la identidad, ya que este último es tremendamente frecuente en el adolescente, formando parte de su camino a recorrer hasta alcanzar una identidad diferenciada, atravesando muchos momentos de no saber quién es él mismo.

En el psicótico nos encontraríamos con una identidad desintegrada, en la que las representaciones del sí mismo y de los objetos están escasamente delimitadas o existe claramente una identidad delirante.

La noción de realidad

 En el neurótico se preserva la noción de realidad, diferenciándose el yo de los otros y lo intrapsíquico de las percepciones y estímulos externos. Debido a lo anterior, aparece la capacidad de empatía y también la capacidad de evaluar la conducta, los afectos y el pensamiento propio y el de los demás de forma realista, es decir en términos de las normas sociales habituales.

En las patologías límite se pueden producir alteraciones a la hora de diferenciar lo que es real y lo que no, o atribuir significados e interpretaciones no compartidos por otros, con una vivencia de absoluta realidad, en la que no cabe otra perspectiva que la que el sujeto presenta en ese momento.

Desde la óptica de la teoría de la mentalización estaríamos hablando del modo de Equivalencia Psíquica, en el que se pierde la flexibilidad necesaria para poder comprender y asimilar la existencia de diferentes perspectivas, sobre todo ante situaciones de alta tensión emocional (Fonagy, 2015).

En el psicótico se quiebra la noción de realidad, pudiéndose presentar alucinaciones y delirios.

Los mecanismos defensivos que se ponen en juego

 En las patologías más graves, los mecanismos de defensa tienen la finalidad de proteger al paciente de la desintegración y serían fundamentalmente primitivos, como negación, disociación, escisión, idealización, devaluación, identificación proyectiva, etc. En estos casos, el sujeto se libera de la angustia a cambio del no acceder al conocimiento de aquello que se la produce.

Por otra parte, las angustias básicas serían de tipo paranoide, sobre todo vivencias de hostilidad, rechazo o abandono, con defensas primitivas, mientras que en el neurótico serían éstas más evolucionadas, como represión, sublimación, racionalización, etc.

Cobran así un lugar especial en las patologías graves, la presencia de defensas maníacas que surgen como consecuencia de la incapacidad de acceder y dar importancia a la realidad psíquica y tolerar las angustias de tipo depresivo que se derivan de esa realidad interior (Winnicot, 1935/1979). El funcionamiento generalizado con este tipo de defensas impide la mentalización de los propios estados mentales y por tanto la reflexión sobre los mismos, lo que también impide la regulación emocional (Fonagy, 2015 y Fonagy et al. 2015).

De esta manera, la pérdida y la incompletud se niegan de forma sistemática, sin experimentar tampoco la angustia de castración inherente a la misma y que permite la renuncia a la omnipotencia infantil y el reconocimiento del otro.

En los adolescentes graves, las oscilaciones maníaco-depresivas aparecen como momentos de alternancia entre sentir una desorbitada alegría o exultación, o por lo contrario, la emergencia de sentimientos de gran frustración, desdicha o franca depresión. A veces, esta alternancia se produce en los diversos contextos en los que se mueve el adolescente, pudiéndose manifestar de forma muy cambiante en cada uno de ellos, pareciendo literalmente personas diferentes. Algunos de estos adolescentes, si toman contacto con un dolor que les resulta intolerable, pueden quedar instalados en una depresión patológica. Para que esto no les ocurra, huyen o evitan el contacto con ese dolor, activándose las defensas primitivas mencionadas, pero permaneciendo una depresión subyacente que se puede activar en cualquier momento en el que fracasen dichas defensas. El funcionamiento generalizado con este tipo de mecanismos defensivos, pueden también inhibir el interés, la curiosidad o el deseo de aprender y también dificultar la empatía ante el sentimiento ajeno.

Como consecuencia de lo anterior, si bien es fácil reconocer cuando alguien está deprimido, no es tan fácil darse cuenta cuando el funcionamiento responde a la utilización de defensas maníacas. En esta circunstancia, un aparente estado general de llamativo bienestar, aun cuando las condiciones del adolescente son o han sido muy difíciles, podrían dar cuenta de ello. En estos casos, como hemos señalado, el intenso sentimiento de angustia o depresión puede surgir abruptamente en cualquier momento, o a través de cualquier otro síntoma, sin ser comprendido ni por el adolescente ni el entorno y sin poderlo mentalizarlo ni relacionarlo con experiencias vividas.

Otras manifestaciones de debilitamiento del yo

 Existen otras manifestaciones menos precisas que también se pueden observar en la conducta del paciente a lo largo de su biografía, y que también dan cuenta de las diferentes estructuras de la personalidad. Encontramos:

Tolerancia a la ansiedad

Entendida como el grado en que una persona puede tolerar una tensión mayor a la habitual sin que ésta le desborde, o sin que aparezcan síntomas o conductas marcadamente regresivas que se instalen en el funcionamiento. Cuando no se ha conseguido ese grado de tolerancia, se observa con frecuencia la aparición de adicciones para calmarse, desconectándose de aquello que produce angustia. Esta función calmante puede ser ejercida también por alguna persona o grupo del entorno al que el adolescente puede quedar adherido, en una función adictiva, en un sentido simbólico.

Control de impulsos

Nos referimos al grado en que el paciente puede experimentar fuertes deseos instintivos o fuertes emociones, sin tener que actuar de inmediato y sin pensar, aun cuando las actuaciones pueden ir contra su interés o contra su propio cuidado. En el caso del adolescente grave, las actuaciones sobre el cuerpo y la sexualidad adquieren una dimensión primordial sobre los que recaen abundantes desbordamientos impulsivos.

Presencia de canales de sublimación desarrollados

Tendría que ver con la capacidad del paciente para comprometerse con ciertos valores, aunque de ellos no se obtenga una gratificación inmediata. Cuando estos canales fracasan en el adolescente, se produce un abandono de proyectos vitales y frecuentemente un mantenimiento de relaciones sociales francamente tóxicas.

Familia y contexto interrelacional en el que el adolescente está inserto

Familia, escuela, amigos y grupos sociales, a la vez que pueden ejercer una función protectora para el adolescente y ser así compensadores de sus carencias y vulnerabilidades, también pueden posicionarse en el lugar menos sano para el adolescente, abundando en sus características psicopatológicas.

Cuando los sistemas familiares de sostén no existen o, por algún motivo, no funcionan de forma adecuada, se genera un importante sufrimiento, que al igual que en los inicios condiciona de forma global el proceso de constitución del psiquismo, en la adolescencia dificulta seriamente el tránsito hacia la etapa adulta.

 Si bien es totalmente normal que en esta etapa, el adolescente ejerza una fuerte oposición, a veces muy aparatosa, a los padres para poder encontrarse a sí mismo, podemos encontrarnos con situaciones extremas en el caso de que el adolescente haya carecido previamente de figuras que hayan ejercido de manera suficiente las tareas de la parentalidad. En muchos de estos casos, el reto a los padres sobrepasa límites extremos, por lo dañino para ellos mismos y también para los padres. Con frecuencia, en la clínica, se puede interpretar esta pugna como una especie de ajuste de cuentas al enfrentarse al duelo por la soledad y abandono sentido, precisamente por todo aquello que hubiera podido tener y no ha tenido y que se hubiera derivado del ejercicio de dichas funciones.

Nos podemos encontrar con padres frágiles en su narcisismo, con gran dificultad para elaborar sus propios duelos y desbordados por su propia ansiedad. En ocasiones los propios padres tienen un funcionamiento adolescente, por lo que presentan severos problemas para poder incluir a sus hijos en una normativa, con la que tampoco ellos cuentan, que organice límites con los que el hijo pueda sentirse seguro y protegido. Esta carencia de límites, como hemos nombrado, deviene en una gran sensación de vacío interno y de confusión, que le instala en la desesperanza y le hace fantasear sobre un futuro unido a la muerte, no como algo elaborado sino adoptando una forma de compulsión auto y heterolesiva, es decir sólo como acto.

No poder elaborar ni integrar aquello que no van a poder darle los padres, es decir, no poder transitar por el duelo que supone aceptar a unos padres reales, le instala en un vínculo de repetición del fracaso y sufrimiento, donde no cabe el deseo de un proyecto vital diferenciado.

Cuando se han producido fracasos relacionales intensos, la vía de la sensaciones sustituye a la vía de los afectos para sentirse a sí mismo y para conectarse con los demás, estableciéndose contactos, pero no verdaderos vínculos (Jeammet, 2002). En estos casos, la sensación actuaría como equivalente del objeto, sin que éste pueda estar simbolizado, quedando seriamente alterado todo el proceso adolescente, sin que la relación esté al servicio del crecimiento (Jeammet, 2002).

Francés Tustin (1981), habla también de una madre “dadora de sensaciones”, experimentando el niño a la madre como una parte del propio cuerpo, desencadenando reacciones autosensuales que producen la ilusión de estar fundidos con otro a través de la sensación. A la vez esta situación conduce a un estado de desposesión y de terror ante la idea de separación. En la adolescencia, la inseguridad frente a la separación puede conllevar también un anhelo inconsciente de permanecer instalado en este proceso gratificante vivido en la infancia, pero que al tiempo, daña el narcisismo del adolescente por lo que puede estar cargado de agresividad hacia la madre.

Esta ausencia real de separación no favorece la aparición de un objeto sustituto, transicional, que le permita la creatividad y el acceso al mundo cultural, con el que el adolescente podrá enfrentar las pérdidas que darán paso a las deseadas nuevas adquisiciones.

 Caso de Sonia

El caso de Sonia nos puede servir para ejemplificar algunos aspectos presentados hasta el momento.

Se trata de una adolescente mayor, que vivió durante una gran parte de su infancia con su abuela materna, tras la separación de los padres cuando ella tenía 6 años. La decisión de la separación fue tomada por su madre, yéndose ésta a trabajar a otra ciudad. Ha mantenido el contacto con ambos padres durante todo el tiempo, si bien la implicación del padre ha sido escasa. No es hija única. Dice que su abuela la consintió todos los caprichos. Había tenido diferentes tratamientos psicoterapéuticos, algunos en dispositivos intensivos.

Se presenta a ella misma diciendo que tuvo anorexia y bulimia y un trastorno de la personalidad. Cuenta que es muy impulsiva, que hace todo sin pensar, que ha estado con chicos que no la convenían. Cuando se realiza la consulta, había abandonado los estudios y se encontraba en una situación muy conflictiva con la madre, con quien convivía. El nivel de conflicto producía mucho sufrimiento a ambas y S. realizaba numerosas conductas autolesivas, haciéndose cortes superficiales en los antebrazos con un cuchillo en presencia de ella. El día anterior a la consulta ambas habían tenido una discusión. Ésta había sido porque S. llego a casa de madrugada, en malas condiciones y su madre le dijo que estaba rota, que podría vivir como una reina y vivía como una cualquiera … y ella reconoce que es verdad. Ante esos comentarios, S. contestó a la madre que quería morirse. Su madre le contestó que si quería morirse que se muriera, pero con dignidad, no tirada por los bares. Después de eso, S. cuenta que su madre la abrazó y se tranquilizó. Hacía tiempo que no se daban un abrazo.

Comenta que está hundida y que ha hundido a su madre, pero que ésta ya está curada de espanto. Dice que ya le ha dado todos los disgustos posibles: intentos de suicidio, abortos, escapadas sin decir donde, etc... Pero que ahora su madre le dice que ya no se va a morir con ella, que haga lo quiera, que tiene otro hijo. Cuando la madre le dice eso o siente mucha rabia y odio hacia la madre o le entran ganas de tirar cosas, hacerse algo a si misma o se pone tan triste que se mete en la habitación sin querer ver a nadie, como paralizada.

Cuenta que se ha juntado con “chusma”, que consume de todo y que no sabe ni lo que hace, que es como una muñeca que se mueve por inercia, que corre riesgos, pero que sabe que no la va a pasar nada, que tiene un ángel. Refiere también que a su madre le cuenta todo, por los bares que va y todas las cosas que hace. Aparece en casa con contusiones. No cree que nadie la haya pegado, pero no lo podría asegurar. Dice también que ella nunca pegaría a nadie, que es educada y que su familia nunca le ha inculcado violencia, que es una chica fina. Hablamos y nombramos otras formas graves de violencia, con ella y los demás, que no se circunscriben a pegar, y en las que ella no ha pensado. Dice que en muchos momentos se arrepiente de todo, pero que las palabras se las lleva el viento.

  1. cuenta que ella no ha tenido ni padre ni madre y que ha hecho siempre lo que le ha dado la gana, que ha tenido de todo porque no le ha faltado nada económicamente. Le dice también a la madre, para hacerle daño que va a ir a su propio entierro y que eso es lo peor para una madre, ver enterrar a un hijo y que la va a hacer pasar por eso.

Cuenta que con su madre tiene una relación de amor/odio. Que está empeñada en hacerle daño. A veces se encierra en un cuarto, se corta y echa por debajo de la puerta papeles con sangre para que la madre lo vea. Dice a la madre “lo hago por ti”.

Cuando habla del padre comenta que le ha hecho el triple de cosas que la madre, pero que le ve a él y se abraza sin más, que no le pide nada. Cuenta que el padre es muy golfo, que ha sido jugador, bebedor, mujeriego, pero que es un señor, elegante, con clase, educado... que para ella es como un colega a quien idolatra, aunque si lo piensa, no tiene motivos para ello. En contraposición, su madre es hiperresponsable y siempre se ha ocupado económicamente de ellos. Comenta que el padre no le hubiera permitido a ella que le dijera ni que era tonto. Este comentario da para reflexionar sobre qué hubiera pasado si tampoco su madre se lo hubiera permitido. En ese momento se pone a llorar. Dice que a ella, a los 13 ó 14 años, nadie le decía que no a nada, que tenía más dinero que sus amigas y que salía con gente mucho mayor y que hizo de todo.

Tras este relato, cuenta que con su madre tiene una conexión muy fuerte. Expresa de forma idealizada lo bien que lo pasan cuando salen de compras o van a una cafetería, contándose todo como dos amigas. Refiere que en esos momentos no existe nada malo, que es la felicidad completa, pero “luego me hago daño yo para que ella sufra”. Después de decir eso, pasa mucho rato llorando. Hablamos de lo que siente que no ha tenido y de la dificultad para pensar en ello. También de la posibilidad de poder sentir pena, tristeza, deprimirse o expresar la rabia de otra manera, para poder salir de ese círculo de actuaciones.

Si nos detenemos a analizar este caso, vemos que aparece en Sonia un dolor desbordante, acompañado de conductas impulsivas que persiguen una función autocalmante, que pueden servirle de forma momentánea, pero que la sumen en un mayor dolor y devaluación personal. Queda manifiesto el escaso avance en el proceso de separación de la figura materna, permaneciendo idealizada esa unión infantil previa a la separación de los padres, sin haber podido elaborar la misma y, por tanto, su propia separación. Culpa a la madre y la pone en la diana total de sus problemas, permaneciendo unida a ella a través de la bronca y la pelea, bajo la apariencia de lo contrario, y dificultando también así la propia separación de la madre hacia ella. S. muestra una identidad “como sí”, fluctuante, muy poco gratificante para ella misma y con una gran autoprivación de proyectos y oportunidades. Por otra parte, sus relatos en general son escasamente coherentes, abarcando éstos a sus experiencias vividas, la percepción de sí misma y sus relaciones, las conductas impulsivas y los diversos mecanismos auto y hetero agresivos también con finalidad auto calmante. Pretende conseguir algo a través de acciones que la alejan cada vez más de su objetivo. A su vez, muestra con claridad la falta de límites con los que ha contado.

Pensando en este caso, se hacen también muy presentes, las aportaciones de Bleichmar et. al. (2020), cuando hablaba de un subtipo de depresión en el que la culminación del trastorno depresivo obedece a la presencia de una patología narcisista subyacente, y que está vehiculizada a través de la hostilidad y la agresión. Junto a lo anterior, la rabia y constante resentimiento defensivos, buscan la restauración de un sentimiento de valía sin conseguirlo. En este caso, se espera que la madre compense de forma poco realista sus carencias. Ante la imposibilidad de cumplir este pedido, se producen funcionamientos hostiles y agresivos hacia ella, que aportan más dolor y agudizan el daño narcisista, como respuesta a una frustración no elaborada, deteriorándose aún más la relación. De esta forma los sentimientos de desesperanza se disparan. S. ataca a la madre y se ataca a sí misma, quedando seriamente afectada la relación con ella misma y también entre ambas. Esta secuencia de sucesos conduce a la depresión en una amplia gama de manifestaciones, pero utilizando la agresión como vehículo de expresión relacional.

Sin querer juzgar a los padres, reflexionar sobre Sonia es pensar también en unos padres que en momentos clave, por diversos motivos y desde luego, por sus propias dificultades, bien han estado ausentes o han sido colmadores de supuestas necesidades, en forma de caprichos o peticiones, pero que, paradójicamente, no han podido llevar a cabo la tarea de ser padres, quedando poco claros también los límites generacionales. Esta situación contribuye a la idea de que el otro, es un medio a su servicio para conseguir determinados fines, sin poder tolerar la frustración o la falta, por lo que la omnipotencia infantil, lejos de ser frustrada, también es alimentada por el entorno.

En las patologías graves, nos encontramos, por tanto, con fallas narcisistas, fracasos en la elaboración de la posición depresiva y gran dificultad para acceder a los conflictos de identificación más evolucionados (Mises, 1992).

 Áreas de manifestación clínica

Decíamos, que la existencia de psicopatología grave en la adolescencia supone un ataque al crecimiento y, en definitiva, también al proyecto que, de forma parcial y en ocasiones total, se ve interrumpido. Vemos cómo la psicopatología grave, como no podría ser de otra manera, compromete a diferentes dimensiones del desarrollo.

A modo didáctico, exponemos a continuación diferentes áreas de expresión psicopatológica a explorar en el abordaje de los trastornos en la adolescencia. Somos conscientes de que esta enumeración, a modo de fenómenos aislados, es ficticia puesto que es imprescindible para la comprensión de la psicopatología del adolescente una formulación que se adentre en la complejidad y particularidad de los fenómenos psíquicos y su relación con los síntomas.

El mundo de los afectos

El fracaso en la depresión estructurante que permitiría una nueva configuración psíquica en el adolescente se nos muestra en la clínica con formas sintomáticas muy características. Por ejemplo, en la desregulación afectiva, considerada que se ha considerado como signo patognomónico de los trastornos de la personalidad. Se entiende la desregulación como reacción emocional desbordada y desproporcionada ante una realidad que se confunde con estados internos, sin intermediarios mentalizadores.

Algunos autores han llegado a considerar los trastornos de personalidad como manifestaciones psicopatológicas paradepresivas (Palacio Espasa, 2007). Desde el punto de vista clínico vemos la comorbilidad de episodios depresivos y maniacos. En estos casos, la emergencia de angustia evidenciaría un estado del Yo sugestivo de desamparo e inhibición de funciones relacionadas con la autoestima (Bibring, 2019).

No toda la clínica depresiva gira en torno a la tristeza. De hecho, la tristeza no sería el sentimiento definitorio de la depresión, sino que puede coexistir con otros estados donde se manifiesta el dolor psíquico, sin relación causal entre ellos.

La constante en todas las formas de depresión es el sentimiento de irrealizabilidad del objeto deseado, deseo al que se está fijado y no deja lugar a otro (Bleichmar, 1976).

Autores como Jeammet (1995) han puesto el acento sobre la vivencia fantasmática de pérdida que atraviesa todo el proceso adolescente.

En los trastornos graves observamos el dolor causado por la ausencia del objeto idealizado y la desesperante necesidad del mismo, tanto más cuanto menos organizado y más fragmentado sea el Yo. Ese dolor puede ir acompañado de sentimiento de desvalimiento, tristeza, inhibición, pero también de rabia y comportamientos actuadores.

Encontramos también adolescentes que presentan como síntoma central la inhibición y el vacío representacional. La inhibición, asociada al empobrecimiento de las funciones yoicas, incluye al pensamiento, presentándose a modo de rendición total, sin atisbo de esperanza de realización del deseo. El sentimiento de fracaso y la desesperanza conllevarían la retirada del yo, al modo en el que Spitz (1958/1972) describe la depresión anaclítica.

Muchos adolescentes hablan de ausencia de afectos, de frialdad afectiva. Se reprochan incluso su falta de empatía con situaciones dolorosas de otros, se trataría de sufrir por no poder sentir. Este “no sentimiento” ha sido considerado habitualmente como un equivalente depresivo. La carencia de emoción en estos casos responde a una forma de disociación que proporciona una anestesia defensiva. Lo encontramos a menudo en adolescentes amenazados por el riesgo de desbordamiento o de intrusión emocional con el que viven la relación.

La vergüenza y la culpa exacerbadas están muy presentes en la clínica depresiva del adolescente. Ambas también se presentan en crisis evolutivas sin gravedad psicopatológica, aunque no significa por ello, que estén exentas de sufrimiento.

La vergüenza, en la gravedad psicopatológica, es sentida por el adolescente como escudo frente el temor a ser descubierto en una imagen indigna de amor en la que se representa.

Vemos la dimensión psicopatológica que adquieren ambos sentimientos, relacionados con el ataque hacia el objeto primario necesitado por no representar el ideal. Al tiempo, siente el fracaso de la omnipotencia, lo que revierte en un sentimiento sobre sí de desvalorización e insuficiencia, que le hacen sentirse inmerecido de ser amado.

La afectación desde el punto de vista cognitivo

Cuando las ansiedades de pérdida o aniquilación son masivas, encontramos frecuentemente alteraciones en funciones yoicas relacionadas con procesos mentales superiores. Frente a la angustia que provoca la amenaza del caos como vivencia interna, en ocasiones observamos un intento de organización dirigido a recrear esa realidad inasumible, pero que fracasa en cuanto al objetivo de coherencia y consistencia del self (Westen, et al. 2011). El resultado en muchas ocasiones es la distorsión de la realidad, pensamiento mágico, irracionalidad, rigidez y consecuentemente, la desadaptación y el fracaso en los procesos de aprendizaje y en general de crecimiento.

Cuando la angustia depresiva es tan masiva que afecta a la capacidad de representación mental y consecuentemente a su expresión, el adolescente puede permanecer mutista, o hablar de forma lacónica y enlentecida. En ocasiones esos bloqueos e inhibiciones pueden llegar a hacernos dudar respecto a si nos encontramos con un cuadro psicótico o deficitario.

Ese colapso en la representación y por tanto en la comunicación, puede adquirir a su vez una forma de defensa paranoide, siendo manifiesta la desconfianza en el vínculo como incapaz de sostener la angustia depresiva.

El aislamiento de estos adolescentes a veces se confunde por las familias en su estado inicial, como parte de la crisis evolutiva normal. Sin embargo, la generalización del aislamiento a todos los contextos y no únicamente al familiar, constituye una señal de alarma respecto al dolor psíquico que revela.

Fallo en la función simbólica

La equivalencia, confusión o no diferenciación entre estados internos y elementos de la realidad, se asocian a fracaso en la función simbólica.

En los adolescentes con trastornos graves, y en los momentos agudos de mayor desbordamiento pulsional, los recursos defensivos primitivos frente a la angustia recuerdan un tipo de relación objetal presimbólica, anclada en necesidades y ansiedades primarias, sin que la ausencia del objeto pueda llegar a ser simbolizada a través de representaciones mentales.

En los trastornos borderline en la adolescencia, por ejemplo, uno de los ejes sobre los que pivota la sintomatología es el del fracaso en la permanencia o constancia objetal y la búsqueda en términos de necesidad de restaurar ese daño, sin perspectiva temporal, de ahí su carácter regresivo y la confrontación con la imposibilidad de satisfacción real.

Sabemos que la función de la transicionalidad descrita por Winnicot (1991) se define como la capacidad de representación del objeto en su ausencia, es decir, constituye un organizador de la vida psíquica. Dicha función quedará colapsada por la amenaza de desaparición total del objeto. La no constitución del espacio transicional significa a su vez un vínculo indiferenciado en el que el objeto es vivido como amenazante tanto por su capacidad de abandonar como por el fantasma de intrusión en su presencia.

Sirva como ejemplo el caso de un adolescente de 15 años que presentaba un cuadro psicopatológico con síntomas de tipo psicótico y que requería de forma habitual la presencia de uno de los padres para poder dormir. En muchas ocasiones, cuando estos accedían, pasaba a presentar después una actividad delirante, bajo la forma de delirio de Capgras y se mostraba aterrorizado. Durante el día la actitud protectora de los padres desataba en el chico comportamientos hiperviolentos hacia ellos.

Expresión conductual

Nos encontramos en ocasiones con adolescentes ralentizados, corporalmente inhibidos, que se ocultan (mantienen la mirada baja, se cubren la cara con el pelo o con la visera de sus gorras…) y que representan corporalmente su desvalimiento y su miedo a la mirada del otro. Pueden llegar a expresar su estado casi siempre en términos de abulia, desinterés, pasividad, somnolencia a veces asociados a un sentimiento de pérdida y otras desde la negación y la pasividad, expresados muchas veces en forma de pasotismo. En estos adolescentes, vemos un desinvestimiento tanto de sí, como de los objetos, quedando instalados en la parálisis bajo un repliegue defensivo que afecta a toda su cotidianeidad. Curiosamente muchos de estos adolescentes mantienen la afición a los videojuegos de forma compulsiva, en ocasiones como único recurso que les liga al objeto a través de la dependencia de lo externo, de lo perceptivo, frente a lo doloroso del vacío depresivo.

Por otro lado, la no diferenciación interna/externo, impide la asunción del límite que supone la exigencia que marca la realidad externa. El fracaso en la función de interiorización del límite, evidencia a su vez el fracaso en la integración psicológica de la función normativa. La exigencia proveniente de la realidad se vivirá como ataque, desarrollando la fantasía de no ser gratificado en la totalidad y actuando sobre sí mismo el abandono temido, con respuestas actuadoras y frecuentemente autodestructivas. También podemos entender desde ahí muchas conductas relacionadas con el rechazo al aprendizaje o a la aceptación de normas básicas de convivencia y sus consecuencias en la vida del adolescente.

Es tal la carga emocional que acompaña a estas actuaciones que resulta fácil que la respuesta del entorno sea también no mentalizada, es decir, que sea una respuesta defensiva como expresión a su vez del sufrimiento que provoca. Existe el riesgo de actuar en espejo con el adolescente, rechazando, agrediendo y defendiéndose. Muchas de esas reacciones no mentalizadas las vemos en las propias familias, cuando responden al enorme sufrimiento que les provocan esas conductas desatando impotencia y rabia. No es infrecuente, que las propias familias nos cuenten como en momentos de desesperación con el adolescente, recurren a la violencia verbal y también física.

La relación

Las formas de relación del adolescente inevitablemente estarán condicionadas por su dinámica intersubjetiva y reflejarán a su vez su propia vulnerabilidad.

En los adolescentes con trastornos graves las relaciones con iguales o se extinguen o bien van adoptando formas generadoras de frustración o insatisfacción, o incluso son percibidas con intencionalidad agresiva de las que hay que defenderse. Suele haber de forma paulatina o brusca la pérdida de relaciones anteriores y los siguientes intentos suelen no mantener estabilidad. Las relaciones son vividas con escasa reciprocidad y mucha soledad. El adolescente no siente comprendido su dolor por los amigos de antes. La vivencia de alegría e ilusión de los otros es sentida como abandono hacía él/ella aumentando el sentimiento de insuficiencia por no poder igualarse y en muchas ocasiones proyectando en los otros un poder ejercido agresivamente de rechazo o expulsión.

Una adolescente de 16 años, desde una visión paranoide de la relación, describía a todos los compañeros de su clase como un grupo uniforme con un comportamiento idéntico y denigrante hacia ella. Descripción que se extendía a todo su Instituto, que era un centro de 600 alumnos.

En ocasiones se establecen relaciones idealizadas y escasamente consistentes como deseo de reparación narcisista. Las relaciones a través de la virtualidad, como recurso amortiguador de la soledad, en muchas ocasiones son la única vía de relación con iguales.

En organizaciones con tendencia a la actuación, la conducta sexual adquirirá con frecuencia también un significado actuador y vendrá más determinada por aspectos regresivos e idealizados que con el deseo de un encuentro afectivo y sexual. Sabemos que a mayor desorganización o confusión, mayor será la dificultad para el acceso a la experiencia de intimidad.

En los adolescentes graves con cuadros depresivos el deseo puede estar reprimido por lo culpógeno que representa el impulso, con la consecuente deslibidinización del propio cuerpo y del objeto.

El cuerpo

En la adolescencia el cuerpo se convierte en el escenario por excelencia donde representar prácticamente todo lo que ocurre a nivel emocional.

Sabemos que, con frecuencia, el adolescente proyectará sobre su cuerpo el fracaso de la idealización y que ligará su identidad a la percepción que tiene sobre su imagen corporal, imagen que aparecerá en los adolescentes graves, cargada de representaciones negativas. Esta equivalencia será determinante en los diferentes intentos de control y defensa de la experiencia pulsional y emocional abrumadoras. Esas tácticas dirigidas al control se encuentran en forma de modas o tendencias estéticas entre los adolescentes. También se hacen evidentes en diferentes prácticas dirigidas al dominio sobre el cuerpo como por ejemplo en las conductas relacionadas con la alimentación (Lasa, 2003 a).

En los casos graves la angustia quedará fijada al carácter persecutorio que adquiere la mirada del otro y del propio cuerpo, desencadenando la ilusión de apropiación de éste a través del daño propio, con presencia de ideaciones y actuaciones autodestructivas que pueden llegar al suicido.

La lectura sobre las autolesiones debe ser escrupulosamente interpretada. La clínica nos ofrece datos suficientes como para no trivializar dichas actuaciones, ni caer en atribuir un único significado al síntoma. Las conductas autodestructivas no deben ser entendidas únicamente como descarga, aunque puedan también conseguir ese efecto. El daño al propio cuerpo puede representar fantasías muy diversas, tales como la expiación de la culpa en el masoquismo, la experiencia de extrañeza sobre el propio cuerpo, así como la fantasía de convertir el propio dolor en sufrimiento del otro para no separarse.

Cuestiones sobre la relación terapéutica e intervención

Repasaremos a continuación algunos aspectos a tener en cuenta en el tratamiento de los pacientes graves. Como en el apartado anterior, se trata de una enumeración incompleta y que no pretende abarcar la multitud de situaciones que implica la complejidad del trabajo con adolescentes graves.

El conflicto evolutivo estará siempre presente en la relación terapéutica en los trastornos graves, impregnando, si cabe, de mayor intensidad y fragilidad la relación.

Inicialmente la gran dificultad para el establecimiento de la relación terapéutica es la extremada sensibilidad de los adolescentes para tomar conciencia de la necesidad de ayuda, sin que esto sea vivido como ataque narcisista intolerable o amenaza de intrusión (Soriano, 2004).

Como elemento común en todas las psicoterapias, existe consenso respecto a que la progresión en el tratamiento se produce cuando el adolescente percibe al terapeuta como alguien permanente, confiable y genuino y el vínculo se constituye como elemento de sostén y contención.

La construcción de la figura del terapeuta dependerá inicialmente del nivel de maduración psíquica del adolescente, del propio sistema de apego, del impacto que hayan podido provocar ansiedades primarias excesivas sobre la organización psicológica y de la efectividad de su sistema defensivo.

En los casos en los que nos encontramos con un fracaso en la integración del self del adolescente y por tanto con la escisión también del objeto, la construcción de la figura del terapeuta también aparecerá fragmentada en representaciones polarizadas, por lo que el mantenimiento del vínculo y la adherencia se verán más dificultadas. En estos casos, el riesgo de escisión y regresión también puede ser vivido por el terapeuta como amenaza hacia sí mismo y su función, provocando reacciones contratransferenciales diversas.

Muchos adolescentes no son capaces de representarse a sí mismos fuera de los vínculos primarios cuando esa relación es fusional. En estas situaciones la relación con el terapeuta tomará carácter paranoide y se verá dificultada por la proyección sobre él de una imagen de tercero hostil y amenazante. El adolescente puede vivir la figura del terapeuta como objeto perseguidor capaz de dinamitar el frágil vínculo que aún le sostiene con sus imagos infantiles, reactivando fantasías agresivas y persecutorias.

En los trastornos graves, el sufrimiento que muestra el adolescente por desvalimiento y desesperanza compromete emocionalmente al terapeuta (al igual que ocurre con los casos de duelo por pérdida de objeto real, por ejemplo, la pérdida de los padres o enfermedades graves). Son experiencias vividas con tanta intensidad emocional por el adolescente, que pueden generar a su vez emociones similares en el terapeuta, en ocasiones difíciles de vehiculizar y operativizar en favor del proceso. Existe el riesgo de que el terapeuta pueda deslizarse a posiciones omnipotentes de “salvación” o por el contrario sucumbir al sentimiento de impotencia, dificultándose la intervención dirigida a la validación, contención y producción de contenidos mentales encaminados a la mentalización y elaboración de esas experiencias.

Frente a la falla simbólica que puede representar el vacío representacional o la inhibición del pensamiento, es fácil también que el terapeuta sienta como propio ese bloqueo. La mente del terapeuta estará al servicio de aportar contenido, con extremo cuidado de no resultar invasivo ni recurrir a artefactos ajenos, desde su propia angustia, como relleno. Se trata por tanto, de dirigir técnicamente la intervención hacia el establecimiento de conexiones experienciales, aunque inicialmente éstas no aparezcan dotadas de profundidad transformadora.

Los silencios habitualmente son vividos de forma angustiosa por el adolescente porque suelen ir asociados a un sentimiento de insuficiencia e incapacidad (Feduchi, 1977) para responder a la expectativa del otro. Es importante facilitar en lo posible la comunicación, moviéndose en el difícil equilibrio de hacerse presente acompañando sin ser invasivo o intrusivo.

Otro elemento que impregna con marcada intensidad la relación terapéutica en el trabajo con adolescentes graves es la tendencia al paso al acto. Ya sea por impulsividad, desregulación, déficit en los mecanismos de contención de la angustia o ideación manifiesta en torno al suicidio como alternativa, el temor del paso al acto puede convertirse a su vez, en un obstáculo para el pensamiento del propio psicoterapeuta.

Una comprensión lo más precisa posible del cuadro psicopatológico y el lugar que ejerce ese fantasma en la transferencia y contratransferencia, serán indispensables en el intento de deconstruirlo y dirigirlo hacia la elaboración.

La intervención, bajo la premisa común de la psicoterapia, irá dirigida a la consolidación del vínculo como sostén y generador del cambio, y a la creación del espacio terapéutico como lugar seguro.

En el trabajo psicoterapéutico con adolescentes es necesario adaptar tanto el encuadre como la técnica que, si bien estará sustentada por la formación y la experiencia del terapeuta, requerirá de flexibilidad y alejamiento de dogmas. La rigidez por parte del terapeuta va a ser vivida, especialmente por los adolescentes, como rechazante y expulsiva.

Resulta especialmente importante investir de deseo la exploración compartida sobre el mundo interno del adolescente, deseo que en muchas ocasiones será sostenido inicialmente por el psicoterapeuta y no sin dificultad. 

Inicialmente en el trabajo con adolescentes graves, la intervención no girará en torno a la interpretación del inconsciente, sino que será necesario dirigirla a la construcción, entendida ésta como búsqueda compartida de nexos entre las representaciones mentales, afectos y conducta. El objetivo sería, por tanto, producir en la medida de lo posible, apertura de pensamiento, de actividad simbólica, sin presentar enunciados como conclusión o cierre.

El objetivo inicial en los casos graves no es el de la resolución de conflictos intrapsíquicos, sino el de ayudar al adolescente a ser consciente de cómo funciona, del efecto en los demás de su funcionamiento y de aquel a su vez sobre sí mismo. Para ello, es importante favorecer la expresión de emociones y pensamientos, validando y ofreciéndose para la búsqueda de un sentido frente a los automatismos.

Una de las tareas fundamentales, dirigidas a la integración, es la de ayudar a identificar a nivel corporal, emocional, ideacional y conductual, las vivencias invasivas de amenaza catastrófica de pérdida o persecución, es decir, ir creando conexiones que permitan la elaboración (Lasa, 2003 b).

El objetivo de integración, presente en todo el proceso como hilo conductor, se materializa en la intervención de múltiples formas como, por ejemplo, explicitando comprensivamente la función de elementos incoherentes o escindidos, frente a vivencias dolorosas y/o amenazantes, y con el fin de abrir la posibilidad de asociar experiencias con patrón similar y dotarles de comprensión.

Es importante explicitar y apuntalar las capacidades y recursos propios del adolescente, no con el único fin de reforzar, sino con la intención de que pueda tomar conciencia de sus potencialidades, como contrapeso al sentimiento de desvalimiento que justifica la dependencia.

Frente a la rigidez y la idealización, en el trabajo con adolescentes son técnicamente necesarios recursos dirigidos a la flexibilización, como pueda ser en ocasiones el uso de la metáfora. El humor tiene un efecto aliviante para el adolescente, sin embargo, como en todas las intervenciones, debe tener un sentido para el vínculo y ser lo suficientemente cuidadoso. Lo mismo ocurre con el uso de la ironía, que puede ser una herramienta facilitadora, pero sólo cuando el vínculo sea lo suficientemente consistente y resulte coherente con el contenido que se está trabajando. En caso contrario, será vivida con desconfianza y alejamiento.

La función del límite en el trabajo psicoterapéutico es un elemento clave para el mantenimiento de la psicoterapia, actúa como contendedor, protector y es fundamental para la diferenciación. Los desafíos y ataques al marco acordado formarán parte del proceso en algún momento y deberán ser abordados técnicamente desde su significación.

Conclusiones

La adolescencia representa la oportunidad de una organización psíquica diferenciada en el proceso evolutivo. En la misma medida, en el adolescente con un trastorno grave, quedan seriamente interferidos los logros evolutivos, fundamentalmente la adquisición de un identidad propia y diferenciada. La presencia de un trastorno grave, por tanto, compromete al desarrollo en su conjunto. Dificultades en la tolerancia a la frustración, al dolor inherente a la pérdida o la dificultad para el reconocimiento del otro como diferente, impiden transitar por estados coherentes con la depresión que hemos llamado estructurante. El fracaso en ésta reactivará defensas primitivas frente a la angustia, dando lugar a diferentes manifestaciones clínicas. En estos casos, resulta absolutamente necesaria la intervención psicoterapéutica, con especial énfasis en la construcción de la relación terapéutica, para paliar y comprender la gran variedad de manifestaciones con las que se puede mostrar la depresión clínica en el adolescente.

No podemos obviar en ningún caso que en la comprensión y el devenir del adolescente se entrelazan de forma inevitable procesos intersubjetivos, transgeneracionales y contextuales que habrá que tener en cuenta.

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