aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Último Número 076 2024 Contexto en transición y adolescencia

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Emancipación 4.0. Las servidumbres involuntarias. Una reflexión sobre las dificultades contemporáneas del proceso emancipatorio en la adolescencia

Emancipation 4.0. Involuntary servitudes. A reflection on the contemporary difficulties of the emancipatory process in adolescence

Autor: Tió, Jorge

Para citar este artículo

Tió, J. (2024). Emancipación 4.0. Las servidumbres involuntarias. Una reflexión sobre las dificultades contemporáneas del proceso emancipatorio en la adolescencia. Aperturas Psicoanalíticas (76), artículo e2. https://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001261

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Resumen

En el presente artículo se plantea una reflexión sobre los determinantes socioculturales actuales que afectan al proceso emancipatorio en la adolescencia. Se analiza tanto el malestar que generan estos determinantes como las vías privilegiadas de eliminación del mismo que la misma sociedad propone. Se presta especial atención a la relación entre estructuras y fuerzas externas y la vulnerabilidad interna del adolescente. Así son examinadas la relación entre la incertidumbre y las propuestas de certeza; las promesas de paraísos contra el dolor de las pérdidas y la dificultad de elaboración de los duelos; la seducción narcisista contra las dificultades de construcción del sentimiento de identidad, y la alimentación de la venganza y el resentimiento como contrapartida a las escasas posibilidades que los procesos de reparación encuentran en nuestra sociedad ante la multiplicidad de sus efectos traumáticos. A modo de conclusión se realiza una reflexión sobre las praxis profesionales en salud mental emancipatorias en oposición a las praxis profesionales controladoras.

Abstract

This article presents a reflection on the current sociocultural determinants that affect the emancipatory process in adolescence. Both the discomfort generated by these determinants and the privileged ways of eliminating it that society itself proposes are analyzed. Special attention is paid to the relationship between external structures and forces and the internal vulnerability of the adolescent. Different issues are examined. The relationship between uncertainty and proposals of certainty. The promises of paradise against the pain of loss and the difficulty of grieving. Narcissistic seduction against the difficulties of constructing a sense of identity. And the feeding of revenge and resentment as a counterpart to the few possibilities that reparation processes find in our society in the face of the multiplicity of their traumatic effects. By way of conclusion, a reflection is made on emancipatory professional praxis in mental health as opposed to controlling professional praxis.


Palabras clave

adolescencia, emancipación, incertidumbre, narcisismo, paraísos, venganza.

Keywords

adolescence, emancipation, uncertainty, paradises, narcissism, revenge.


Tú eres la tarea
–Franz Kafka, 1917
No sé si la historia que estoy a punto de contarles es cierta en cada detalle. Mucho de esto solo lo sé de oídas
–La cinta blanca. Michael Haneke, 2009
Pensar en contra de la corriente de los tiempos es una heroicidad.
–El rinoceronte. Eugene Ionesco, 1959/2017

 

Parafraseando el aforismo de Kafka, se podría decir que “emanciparse es la tarea” …, de toda una vida. Pero si en algún momento esa tarea cobra una relevancia especial, es en la adolescencia: La transformación que se inicia con los cambios corporales de la pubertad y sigue a lo largo de cinco o seis años más, hasta que se culmina ese intrincado y rápido crecimiento. En el presente artículo me planteo una serie de reflexiones sobre cuáles son y cómo afectan los determinantes socioculturales actuales al proceso emancipatorio en la adolescencia. La influencia de estos factores llega a los adolescentes directamente, determinando la construcción de sus identidades adultas, a través de un diálogo con lo social paulatinamente menos mediado por la familia o la escuela. Una influencia que además se ve acelerada por el cada vez más precoz acceso al mundo virtual a través de las pantallas. Justamente la última generación de adolescentes nacidos a partir de 2010, la llamada generación alpha (McCrindle y Fell, 2021), arranca el mismo año que se lanzó el primer Ipad e Instagram inició su andadura. Esta coincidencia señala una de las características principales de las últimas generaciones. La convivencia con una tecnología en continua transformación que sigue provocando el aumento del tiempo dedicado a las pantallas, y cada vez a una edad más temprana. Los y las preadolescentes entre ocho y doce años de edad ya dedican en Estados Unidos una media de cuatro horas y cuarentaicuatro minutos por día a las pantallas, mientras que los adolescentes entre trece y dieciocho lo hacen siete horas y veintidós minutos (McCrindle y Fell, 2021). Un incremento de la anticipación en el uso de tecnologías que supone una precocidad en la socialización digital que, paradójicamente, va a seguir asociada al retraso de las experiencias que suponen la plena incorporación a la vida adulta, pareja, trabajo, maternidad y paternidad, lo que representa que transcurra más tiempo en la familia de origen hasta la plena emancipación y procesos de educación más largos y cambiantes.

En la adolescencia se sale a la sociedad, en un segundo nacimiento que inicia un proceso de paulatina incorporación a la comunidad adulta. La propia sociedad se reconstruye también con esta recepción de nuevos miembros, que reforzarán algunos de sus funcionamientos y transformarán otros si no quedan alienados por las estructuras de funcionamiento dominantes. Integrarse en la sociedad debería suponer para los y las jóvenes tanto un grado de aceptación como de colaboración o de lucha para cambiarla y mejorarla. Un grado de adaptación aloplástica tal como Fenichel (1945) y Hartmann (1956) entendieron el proceso de adaptación al medio en su naturaleza recíproca. El sujeto tiene necesidades, pero también innova y aporta a la construcción de lo social. Es por eso que ayudar a los adolescentes a crecer implica una doble responsabilidad, con ellos y con una sociedad que se debe beneficiar de sus contribuciones creativas y su pensamiento crítico (Tió, 2021).

Cuando me planteé escribir una reflexión sobre la adolescencia en nuestra época me vino a la memoria La cinta blanca, película de Michael Haneke que fue estrenada el 21 de mayo de 2009 en el festival de Cannes, donde obtuvo la palma de oro (Haneke, 2009). Me impresionó su capacidad de describir la influencia del entorno social y familiar en el desarrollo de los niños y niñas, y sobre todo de los adolescentes que vivían en esa pequeña aldea alemana al este del Elba, a principios del siglo pasado. Haneke es un artista representando la violencia, pero también dejando que la representación ejerza violencia sobre el espectador, que queda también afectado.

Una lectura de la historia relatada ha visto en ella una reflexión sobre el hecho de que, de los adolescentes de esa generación, surgieron los que serían de adultos los líderes del nazismo alemán responsables del holocausto. Pero más allá de esta visión, la película retrata de forma magistral el clima asfixiante y el efecto que una hipocresía desgarrada, de doble moral y una disciplina implacable, violenta, en ocasiones sádica, tienen sobre los niños, y especialmente los adolescentes de esta pequeña comunidad.

Un malestar de época que afecta a los individuos de esa generación y contribuye a la construcción de sus identidades. Un malestar de época que, en ese momento, culminaría con el estallido de la primera guerra mundial. La negación de la violencia, del abuso, de la injusticia, del dolor, se expande con la propagación de más violencia. Cada época influye de una determinada manera, provocando malestares y estimulando simultáneamente vías de escape específicas para los mismos, que sirven de equilibrio ortopédico para los sujetos y contribuyen al mantenimiento del estatus quo. Un complejo entramado de fuerzas difíciles de desenmarañar y que se retroalimentan.

En Eichwald, nombre ficticio de la aldea donde transcurren los hechos, a los adolescentes a los que se somete a duras vivencias de abandono emocional, maltrato y humillación, se les ofrecen diferentes salidas para deshacerse del malestar. Por un lado, el sometimiento, convirtiéndolos en los adolescentes “temerosos, dóciles, enmudecidos o tontos” que describió Ferenczi (1933/1981) al hablar de los efectos del trauma y del “terrorismo del sufrimiento”. Por el otro, la posibilidad de volcar hacia el exterior su malestar, buscando un culpable y ejerciendo la misma violencia sufrida hacia los otros, mecanismo que Anna Freud (1936/1966) describió como de identificación con el agresor. Ambas salidas, que sirven a la búsqueda del equilibrio psíquico de los sujetos, son también premiadas por un entorno tan ávido de ovejas obedientes como de lobos que controlen el rebaño.

¿Cuáles son los malestares de época en la actualidad? ¿Qué vías de escape ofrecen nuestros entornos contemporáneos a los sujetos para deshacerse de ellos y conseguir así que nada cambie?

En el mundo occidental vivimos el tiempo de la colonización del capitalismo tardío. Lo hace hasta de nuestra vida onírica, según el malogrado filósofo y crítico cultural Mark Fisher (2009) de cuyo agudo análisis me acompañaré en este trabajo.  La precarización del trabajo, la intensificación de la cultura del con­sumo y del individualismo, la expansión de la burocracia y de los mecanismos de control social y la gerencialización de la política que tiende a reducirla a la gestión de la economía, han afectado de forma desigual a las personas y a las fa­milias. También lo ha hecho la mercanti­lización de una educación excesivamente preocupada por los resultados, la medi­calización de la salud mental y su ten­dencia a retornar hacia una mera función de control social, los cambios provocados por los vertiginosos avances en biotec­nología y tecnologías de la información y la comunicación, sin tiempo para una asimilación adecuada; así como los conflictos y dificultades generados a par­tir de los grandes flujos migratorios que la miseria y las guerras han provocado. Las familias, por otro lado, también han experimentado cambios en su estructura tradicional. Familias reconstituidas, familias monoparentales, familias de progenitores homosexuales y familias migrantes, han venido a sumarse al prototipo de familia tradicional. Nuevos modelos de familia que no siempre encuentran el suficiente apoyo, reconocimiento y respeto en sus entornos sociales, que facilite el ejercicio de sus funciones parentales.

La pandemia del COVID incrementó enormemente las dosis de malestar y, provocó el reconocimiento de la impor­tancia del cuidado, el autocuidado y la vida en comunidad. Algo que, sin embargo, no ha favorecido hasta la fecha un cambio significativo en las políticas que podrían corregir las fuertes inercias que ya venían dañando gravemente el tejido social. Como señala Fisher (2009) el capital sigue enfermando con su afán por privatizar el estrés, los problemas de salud mental se atribuyen a la neurología o a la familia exclusivamente. La industria farmacéutica vende drogas y las psicoterapias se transforman en productos tecnológicos que contribuyen a la negación de las causas políticas y sociales. No existe la sociedad, sólo familias e individuos y determinando todo, la neurología. Negando que el sistema afecta a los individuos, a sus formas de relacionarse, a las familias y, por supuesto, a sus redes neuronales. “Emprendedurismo psíquico y voluntarismo mágico” (Fisher, 2009).

La sociedad, tal como ya desveló La Boétie en 1548 (La Boétie, 2008), estimula la dependencia de muy diversas maneras para conseguir la sumisión voluntaria e interfiere en los procesos emancipatorios. El consumismo nos infantiliza y fomenta la omnipotencia, el individualismo nos desprotege al aislarnos y alimenta nuestro narcisismo y el miedo nos acobarda. No es casual que la Boétie escribiera su lúcida requisitoria a los dieciocho años, mostrando como el pensamiento ético aparece con fuerza en esta etapa. Pero el narcisismo y la omnipotencia pueden ser dos amos muy exigentes, inconscientes y forjados a lo largo del desarrollo convierten en involuntarias las servidumbres que La Boétie describió.

Atravesados como estamos por estas mismas fuerzas es difícil una reflexión coetánea, por eso “hablamos de oídas”, andamos un tanto a ciegas, aceptando la dosis insondable de incertidumbre, pero sin renunciar a pensar. La reflexión es importante para pensar juntos qué otras fuerzas sería importante poner en juego que puedan contener las derivas que no acaban bien, en lo social y en lo individual, como La cinta blanca dramáticamente expone. ¿De dónde veníamos en 1914?,¿dónde acabamos? ¿Cómo es que en algún momento no se tomó un viraje? ¿Cuántas dosis de dolor pasado no se pudieron elaborar y continuaron pasando? ¿cómo se podría haber evitado tanto sufrimiento? ¿Y en 2024?

Exiliados de la infancia

Una infancia suficientemente buena debería hacer brotar el deseo de emancipación en la adolescencia. La curiosidad hacia todo un mundo por explorar, los intereses y las ganas de contribuir a proyectos colectivos, el deseo de verificarse y poder poner a prueba las nuevas capacidades en nuevas experiencias, el deseo sexual enriquecido por la maduración, todo ello eclosiona y se desarrolla en esta etapa si la confianza en uno mismo y en los otros es también suficiente. Por el contrario, en algunos casos somos testigos de algo que se parece más a la huida de lo que Rielke describió como “la verdadera patria del hombre”, o a un rocoso empecinamiento en seguir permaneciendo en la infancia, que sólo la acción del tiempo sobre el cuerpo desnudará en su imposibilidad.

Pero, ¿Qué quiere decir emanciparse?

El diccionario de la Real Academia Española define “emancipar” en dos acepciones. La primera “emanciparse” como verbo pronominal puramente reflexivo, “liberarse de cualquier clase de subordinación o dependencia”; y la segunda, “emancipar”, como verbo transitivo, “libertar de la patria potestad, de la tutela o de la servidumbre”. Este doble significado da cuenta de la complejidad dinámica del proceso emancipatorio. Los y las adolescentes pueden desear emanciparse o no, y pueden tener facilidades o dificultades personales para ello. A su vez su entorno familiar o tutelar puede desear emanciparlos o no y resultarle más o menos fácil o difícil hacerlo. Adolescentes y entorno se van a influir mutuamente en un baile, con idas y venidas, de la confianza a la desconfianza, de la confrontación al reconocimiento o a la colusión, del control a la expulsión, y a través del acompañamiento. Los adolescentes desde la valentía a la cobardía, pasando por la prudencia o la temeridad, y sus entornos desde la firmeza a la laxitud, pasando por la flexibilidad o la rigidez. El camino que todos conocemos de la infancia a la adultez y cuyo final nunca está escrito de antemano.

Liberarse de la dependencia infantil es la tarea básica del proceso emancipatorio en la adolescencia. Desarrollar una capacidad de regulación emocional autónoma que no se desborde fatalmente si no encuentra apoyo en el otro, construir un criterio propio dotado de una capacidad de pensamiento crítico y autocrítico. Elaborar en definitiva lo que hemos venido a llamar “un sentimiento de identidad suficientemente bueno” (Tió, Mauri & Raventós, 2014) que reemplazará a la “madre” winnicottiana que nos permitimos parafrasear. Un proceso complejo que se estructura a través de las vivencias de continuidad, de coherencia, de realidad y del mecanismo regulador de la autoestima.

Para que esto suceda en la adolescencia toda una serie de “emancipaciones” previas se habrán tenido que dar a lo largo de la infancia. Niños y niñas también danzan con sus cuidadores y cuidadoras el baile del vínculo afectivo y la exploración curiosa del mundo, de la separación y el reencuentro. Construyéndose así, si todo va suficientemente bien, una vivencia de seguridad en la relación, que deviene gradualmente interna y le permite al niño desarrollar la capacidad de estar solo y contener las ansiedades de separación. La relación de cuidado ni abandona, ni asfixia. “El lazo tiene que ser lo bastante suelto y que no se suelte”, tal como describió certeramente el educador Ferdinand Deligny con su metáfora de como los troncos de una balsa deben ir sujetos sin excesiva fuerza, para mantener la estabilidad y a la vez dejar pasar las montañas de agua que caerán sobre ellos en el descenso de los rápidos de un río. “Por eso una balsa no es un esquife”, decía Deligny (Chendo y Etchepare, 2019). Un esquife acumularía el agua que no deja pasar y se hundiría, como lo haría la relación con una madre que no se dejara afectar y tuviera en cuenta las emociones de su bebé.

Esta capacidad de estar sólo y regular paulatinamente de forma más autónoma las emociones, corre en paralelo y se basa en el trascendental desarrollo de la función simbólica del niño. La posibilidad de utilizar representaciones mentales del mundo externo, de las emociones y estados mentales propios y de los demás, así como la adquisición del lenguaje, constituyen nuevos hitos emancipatorios, en este caso del caos de sensaciones, impulsos y emociones que supone la experiencia sin este bagaje. Se organiza así el mundo interno del niño y su capacidad de relacionarse y comunicarse con los demás. De entender y de hacerse entender.

Es hoy bien sabido que este complejo proceso se apuntala básicamente en la calidad de la interacción del niño con sus cuidadores. Y es indudable que los modos de crianza se han visto afectados en nuestras post-modernas sociedades tardocapitalistas. Las altas dosis de incerti­dumbre, el miedo, la soledad, las difi­cultades de supervivencia y la amenaza sostenida de la exclusión social afectan de forma desigual a personas y familias. Es muy difícil en este contexto para muchos progenitores en­contrar el tiempo y la disponibilidad emocional suficientes para atender a sus hijos y a sus hijas. El cansancio, la preocupación, cuando no la angustia o la depresión, hacen más difícil ofrecer una capacidad de contención y acompañamiento a la demanda de los niños. Se necesita tiempo y ánimo para estar atentos y poder leer y comprender los signos no verbales y los estados emocionales de niños y niñas en sus diferentes estadios evolutivos; para respetar la alternancia de los diálogos interactivos de la relación con calidez, participación y receptividad; para ofrecer una estimulación moderada y apropiada, y tolerar la ansiedad del infante ofreciéndole una respuesta que le permita entender que reconocemos su malestar al tiempo que no nos desbordan sus emociones. Una presencia que de sentido a la comunicación y estimule su utilización.

En un contexto de agotamiento encender las pantallas y ofrecérselas a los niños aparece como un recurso del que se puede abusar para “apagar” sus demandas intolerables. Veremos más adelante las consecuencias del abuso de pantallas en la adolescencia, pero en la infancia puede tener importantes repercusiones en el desarrollo de la función simbólica y de la capacidad de relación con los otros. La “realidad virtual” puede hacer más difícil diferenciar fantasía de realidad cuando esta capacidad se está todavía construyendo. El refugio en la pantalla de los niños puede llegar prácticamente a cumplir la misma función que las alucinaciones “que intentan alterar una realidad demasiado dolorosa llena de odio o aislada, evitando el trabajo de separación y duelo” (Gibbs, 2007). Es esta psicoanalista la que también señala como el control y la vivencia de presencia constante que la virtualidad ofrece, refuerza el refugio en la omnipotencia del niño y su desinterés esquizoide en el otro. La presencia del otro está indefectiblemente asociada a su ausencia, precursora de su representación, y al aprendizaje del reencuentro con sus procesos de reparación de los múltiples desencuentros que la relación supone. A perdonar y ser perdonado se empieza a aprender desde los primeros compases de la vida a través de la resistencia de la madre a las agresiones del bebé y a su sostenimiento del interés por la espontaneidad del pequeño (Winnicott, 1960).

Otro de los síntomas de las crianzas desquiciadas de nuestra época son las oscilaciones entre actitudes excesiva­mente laxas y permisivas con dificultades para poner límites, y otras demasiado duras y autoritarias que aparecen cuando padres y madres ya no pueden más, e intentan controlar a sus hijos de ese modo. Son vaivenes que no hacen sino confundir a los niños en dinámicas que pueden llegar a resultar enloquecedoras. Es un lugar común hablar de la crisis de la autoridad de nuestra época, algo que en ocasiones se utiliza para justificar el retorno al autoritarismo, a modos de sometimiento y control del otro, e intentar reducir así las altas dosis de incertidumbre con las que convivimos. La rebeldía del niño contra la frustración, proceso que necesita hacer para resignar su fantasía de omnipotencia, puede ser mal tolerada por los adultos que ven reflejada en ella la expresión de su propio malestar no consciente ante la frustración a la que se sienten sometidos en sus vidas. Reprimen con una rabia, que puede ser envidiosa y vengativa, al niño del que dicen que “quiere salirse con la suya”. Una situación que, a diferencia de lo que ocurría en 1914, está espoleada además por la infantilización del adulto que la sociedad estimula con la presión al consumo. La figura del consumidor que ya Passolini anunció en 1975 (Passolini, 2017) como el sucesor del súbdito, en su última conferencia semanas antes de morir asesinado. La culpa que los padres pueden sentir después de estos episodios autoritarios, les lleva de nuevo a la laxitud compensatoria con un hijo o una hija a través de los que también pretenden redimir su narcisismo herido y sus frustraciones no elaboradas.

Otra de las carencias no menos dramática de nuestra época en la crianza, es la falta de tiempo y disposición por parte de los adultos para el juego. En el juego se comunica el placer del encuentro en la relación. Es el espacio privilegiado donde se producen los fenómenos de la transicionalidad descrita por Winnicott (1971/1993), pieza fundamental para el desarrollo de la imaginación y la función simbólica. Es en estos momentos donde niños y niñas, libres de las exigencias de la realidad pueden utilizar las representaciones mentales de su imaginación sin llevar a cabo un riguroso examen de correspondencia con la realidad (Fonagy et alt., 2002). “Un palo no es un palo” o “un disfraz de fantasma no es un fantasma”, puedo jugar a matar sin hacerlo de verdad. Una simulación que subraya las diferencias entre el símbolo y lo simbolizado, catalizando el paso de la equivalencia simbólica a la representación simbólica, y estimulando la emergencia de estructuras representacionales latentes (Edgcumbe, 1988). La orientación al juego permite al niño adquirir la idea de representación mental. Esto es crucial. Es la semilla del pensamiento simbólico más abstracto: la representación de sus representaciones. “Sí, tu niñez ya fábula de fuentes”, como decía Lorca (1932) en su poema “Tu infancia en mentón”, escrito también en una época convulsa. Paradójicamente, para no caer en las trampas del pensamiento mágico, hay que haber disfrutado de la magia de sentir que moviendo la mano se acerca mamá o cerrando los ojos ya no nos ven.

En el juego la sensualidad también se desarrolla liberada de una erotización intrusiva por parte del adulto o una vivencia de excitación excesiva. Tal como señala Ana María Nicolo (2015) en su trabajo sobre el funcionamiento perverso en la adolescencia, la sensualidad a la vez engloba y vincula la sensorialidad a la construcción del deseo, estimulando la conexión de lo interno con lo externo y modulando tanto el hambre como el miedo hacia las sensaciones que tanto se manifiestan en la adolescencia.

Malos tiempos para la lírica

Sirva el título de la canción con que German Coppini, desde Golpes Bajos, nos deleitaba en 1983 y que a su vez evocaba el poema que Bertold Brecht escribia en 1939, en pleno auge del nazismo, para seguir reflexionando sobre los efectos del tardocapitalismo en el proceso de emancipación de las adolescencias actuales y pensar como en esta etapa todas estas estructuras sociales ya les comienzan a afectar directamente.

Cuando me propuse encarar este apartado me di cuenta que el método que había utilizado para analizar cómo operan los mecanismos de seducción que utiliza el fanatismo y el extremismo violento ante unas adolescencias especialmente vulnerables (Tió, 2024), podía servir también para examinar como el sistema capitalista en el que vivimos inmersos ofrece vías para la eliminación del malestar que permiten seguir manteniendo, cuando no potenciando, su mismo funcionamiento. Con la particularidad de que, a diferencia de los grupos fanáticos violentos, es en este caso el mismo sistema que propone la “salvación” el que genera también el malestar. Es una dinámica que, como todas las relaciones de abuso, se asemeja a la que se produce en la explotación de los recursos naturales y la creación concomitante de vertederos, que a su vez agravan el perjuicio del medio ambiente y desarrollan una industria que continúa explotando los recursos sin límite y retroalimenta el mismo funcionamiento. Ha sido Christopher Bollas (2015), quien justamente ha llamado la atención sobre la concentración del mundo occidental en el fundamentalismo islámico ignorando la consciencia sobre el propio “estado fascista de la mente” que ordena sus propias formas de “genocidio intelectual” en occidente (Bollas, 1992). Cada generación, sostiene Bollas, se construye con sus propios “objetos generacionales”, una “selección de objetos, personas, sucesos y cosas que tienen un significado particular para la identidad” (Bonaminio, 2012). Estos “objetos” contribuyen a lo que Bollas denomina una “identidad generacional” que se forma a partir de la eclosión de la adolescencia.

Nuestro mundo interno se concatena con el mundo externo en procesos complejos de influencia mutua. Mark Fisher (2009) en su libro “Realismo Capitalista” propone interesantes análisis para tomar mayor consciencia de las estructuras impersonales e intersubjetivas que nos condicionan y cuya existencia la ideología capitalista oscurece, haciendo aparecer como natural lo que es sólo contingencia.

Mi intención en las siguientes páginas es ver cómo el mismo sistema que genera situaciones de incertidumbre intolerables propone soluciones en las que la fantasía de certeza actúa como una prótesis necesaria que se internaliza; cómo las promesas de paraísos en la tierra provenientes del consumismo y la idealización de la libertad del libre Mercado se ofrecen como paliativos del inmenso dolor causado por la deshumanización del productivismo; cómo se tienden trampas seductoras a un narcisismo herido de muerte con la caída de los sistemas de reconocimiento; y, finalmente cómo la violencia y la venganza, creadoras de la industria de la seguridad, aparecen como consecuencia de las escasas posibilidades que los procesos de reparación encuentran en nuestra sociedad ante la multiplicidad de sus efectos traumáticos.

Certeza contra la incertidumbre

Es bien sabido que la transición que se vive en la adolescencia genera grandes dosis de incertidumbre tanto en los propios adolescentes como en sus entornos. La pérdida de lo infantil, lo conocido hasta el momento, la irrupción de novedades en diferentes niveles que necesitan tiempo para consolidarse, más los vaivenes producidos por continuos movimientos progresivos y regresivos, confunden mucho al entorno y determinan una etapa marcada por la inseguridad y las dudas.

A ello contribuye también el efecto paradójico que la mayor capacidad del adolescente para captar la complejidad del mundo le genera ante el reto de organizarla. La complejidad que ahora es percibida con mayor profundidad y abundancia de matices, que resultan más aprehensibles simbólicamente, es algo que en ocasiones puede desbordarle y confundirle. Además, la posibilidad de preguntar para ser ayudado a salir de la duda es mal tolerada en la adolescencia, pues preguntar tiende a confundirse con la dependencia del niño ignorante y desvalido.

La relación del adolescente con el futuro es problemática. Tal como explicó detalladamente Luis Feduchi (2011) en su trabajo sobre la adolescencia y el futuro, esta etapa queda muy sujeta al presente en el que se necesita verificar toda una serie de nuevas capacidades mientras se elabora la despedida del pasado infantil. El futuro desvela ansiedades todavía muy difíciles de contener, y un entorno ansioso se lo puede poner todavía más difícil.

Como he señalado la incertidumbre marca especialmente nuestro momento social actual. Huérfana de las utopías de la modernidad, a la sociedad le cuesta encontrar objetivos a los que dirigirse con esperanza. Poca confianza de cambio hay en un sistema que se empeña en transmitirnos que “no hay alternativa” a la explotación del capitalismo y vaticina la “cancelación del futuro” (Fisher, 2009). Es interesante ver como este autor describe la capacidad del tardocapitalismo de incorporar en su seno y neutralizar cualquier producción cultural que surja de un pensamiento crítico o rebelde. Incluso adelantándose en un modelado preventivo de los deseos, aspiraciones y esperanzas de cualquiera, en lo que ha venido a denominar como el fenómeno de la “precorporación” (Fisher, 2009), del que el suicidio del líder de Nirvana, Kurt Cobain en 1994, Fisher expone como uno de sus dolorosos efectos, “tener éxito solo significa convertirse en la nueva presa que el sistema quiere devorar”. El sujeto tiene pocas opciones si se plantea subvertir las reglas de su majestad el Mercado. La sociedad actual se obstina en matar los sueños de todo el mundo salvo los de aquellos que pueden seguir soñando con acumular más dinero y más poder.

Sin propuestas utópicas a las que sumarse es difícil encontrar una motivación en la adolescencia. Sin un entorno que reconozca tus capacidades y transmita el valor que tendría que con ellas te sumaras a un proyecto aportando tu colaboración, se hace más tortuoso encontrarle un sentido a la vida.

La desmotivación es una de las principales expresiones sintomáticas de esta situación. En la adolescencia la aparición de intereses es la base de la construcción de utopías, de deseos que puedan irse gradualmente entretejiéndose con lo colectivo y darle sentido a la existencia. Por eso los déficits de construcción de la riqueza de un mundo simbólico interno durante la infancia que he descrito anteriormente, van a mostrar sus efectos también en este momento. Ha sido el psicoanalista italiano Massimo Recalcati (2008) quien recientemente ha puesto el acento en la comprensión de lo que ha venido a denominar como la clínica del vacío. Cuando la pulsión no puede anudarse al deseo sobreviene el vacío, una particular posición melancólica no ligada a la culpa sino a la dificultad de encontrarle un sentido a la vida. Recalcati describe la pérdida de consistencia del orden simbólico de nuestra sociedad contemporánea y lo relaciona con la manifestación de la hiperactividad que denuncia la ausencia del lazo con el otro.

Pero al tiempo que se crean estas elevadas dosis de incertidumbre el propio sistema envía un mensaje de confianza exagerada en las posibilidades del individuo. “Tú sí puedes!”. “Seguir creando riqueza, seguir consumiendo”. Como veremos en uno de los siguientes apartados esto alimenta el narcisismo individual, pero aquí me interesa resaltar su relación con la incertidumbre que intenta disminuir así, y el efecto de aislamiento que esta apelación al individualismo produce. No existe esperanza sin el reconocimiento de los otros y la posibilidad del vínculo con ellos. Tal como señala, Michael Sandel (1999), filósofo representante de la teoría comunitarista en su libro “Contra la perfección”, la presión al éxito nos aparta de la reflexión crítica sobre el mundo y aplaca nuestro impulso hacia la mejora social y política. Por eso este intento de reducir la incertidumbre a través del control del éxito tiene el siniestro efecto de perpetuar el mismo sistema que la genera. Detrás del ideal de perfeccionamiento existe un problema de ambición que olvida el agradecimiento de lo recibido y alimenta las fantasías de omnipotencia. Al igual que el reconocimiento de nuestros límites, el reconocimiento de lo que hemos recibido allana el camino hacia un proceso emancipatorio. Tal como he señalado en un trabajo anterior (Tió, 2022), Sandel apunta una interesante reflexión cuando muestra cómo concebirnos como resultado de lo que hemos recibido también podría modular nuestra autoexigencia, que puede llegar a ser intimidante si consideramos que nuestros talentos no están relacionados con los dones – y las adversidades - con los que estamos en deuda – o hemos sufrido-, sino que son logros conseguidos exclusivamente por nosotros mismos21. Si todo en definitiva depende de uno mismo la culpa puede ser abrumadora cuando se fracasa. Cuanto más conscientes somos del carácter azaroso de nuestro destino más razones tenemos para compartirlo en vez de pensar que los ricos son ricos porque lo merecen más que los pobres. La meritocracia es menos compasiva. El reconocimiento de lo recibido está ligado a la “humildad” y la “empatía”. Mantenerse abiertos a lo recibido nos invita a aceptar lo inesperado, a vivir con la disonancia, a dominar el ansia de control. El dominio y el control nos llevan a una comunidad cerrada.

Esto ayuda a entender el firme “oposicionismo” con el que algunos adolescentes se defienden cuando se les hacen propuestas que agitan explícita o implícitamente el espantajo del fracaso y la amenaza de exclusión. Cualquier invitación en este contexto puede ser rápidamente atacada y desvalorizada por ellos para deshacerse del sentimiento de inseguridad que se activaría al ir en pos de algún objetivo.

Desentenderse de estas presiones a través de la creación de universos frikis es otro mecanismo, en esta ocasión más creativo, que los y las adolescentes también pueden encontrar para sortear estos laberintos. El refugio en lo extravagante o raro permite quedar fuera de un campo de presión insoportable. Y cuando no aísla, si se asocia a dificultades de relación, posibilita la creación de lazos con otros bajo el denominador común de un interés particular, y el acompañamiento mutuo en la espera de mejores oportunidades para el desarrollo de algunas de sus ideas.

Otro de los efectos que la elevada dosis de incertidumbre genera es la hipertrofia de los mecanismos de control social. La confianza ciega en el control de los protocolos y en el análisis de los datos promueven la construcción de un sujeto desresponsabilizado pues su margen de decisión autónoma cada vez es menor. La sociedad del conocimiento ha devenido en la sociedad del dato, del “Big Data”, consumando la expropiación de la experiencia (Agamben, 2007). La burocracia que el liberalismo tanto criticó ha cambiado de forma, pero lejos de desaparecer ha aumentado, creando una verdadera “metástasis burocrática” (Fisher, 2009).

Esta fantasía de control omnipotente se encarna en una corriente solucionista, que se vuelve hegemónica. Enmarcado por las corrientes filosóficas del pragmatismo y del utilitarismo, el solucionismo intenta simplificar lo complejo a partir de “definiciones claras y soluciones definitivas”. “El solucionismo tiene su propia utopía, transportar la humanidad a un mundo sin problemas” (Garcés, 2017),  haciendo – tal como ha señalado el editor y crítico Andreu Jaume (2016) – que los robots se parezcan cada vez más a los humanos… y los humanos cada vez más a los robots.

Estas nuevas formas de control llevan además a una paulatina desconexión con la realidad, pues en su intento de cuantificar formas de trabajo que son reacias, por su complejidad, a la cuantificación, acaban proponiendo unos sistemas de evaluación que no observan exactamente el rendimiento si no su ajuste a determinadas “representaciones auditadas” (Fisher, 2009). Algo que lleva a la primacía de la evaluación de los símbolos del desempeño por encima de la del desempeño real. Por ejemplo, la enseñanza se orienta más al resultado de las pruebas, el interés se concentra en el próximo examen y en las formas de pasarlo; el valor en bolsa depende más de las percepciones y creencias en sus rendimientos futuros que en lo que realmente hacen las empresas. La eficiencia simbólica entra en crisis, pues la conexión entre el símbolo y lo simbolizado pierde su fuerza, llevando a toda la sociedad a un funcionamiento “aparente”, “como si”, “virtual”. La abolición de lo simbólico no lleva a un encuentro directo con lo real, como pretendería la fantasía omnipotente del Big Data, sino a una especie de hemorragia de lo real que se nos escapa. Algo que junto con la presencia de la realidad virtual contribuye también a la borrosidad de los límites entre fantasía y realidad, y a que el adolescente no encuentre mucha diferencia a veces entre la realidad virtual de las pantallas y la virtualización de la realidad de la vida en general.

No se puede mostrar la realidad sin mediaciones simbólicas. La realidad se descubre y se construye a la vez. Lo que llamamos “hechos” es también un producto de nuestra percepción y de nuestra concepción, que puede ser inconsciente. Nuestras defensas, la memoria y la ansiedad tanto individuales como institucionales influyen en nuestra percepción. También lo hacen el conocimiento previo y la cultura. Y la manera de nombrar las cosas también las produce. Ser conscientes de esta complejidad nos ayuda a acercarnos de forma más exigente a la idea de verdad. “¿Soy una mujer porque tengo un determinado cuerpo o porque la sociedad me ve y me construye, así como mujer?” “¿Y qué significa ser mujer?” Las perspectivas relativistas en epistemología y constructivistas en psicología, sociología y antropología han prestado una inestimable ayuda a la hora de desenmascarar las ideologías que han sustentado la idea de verdad como absoluto. El pensamiento crítico feminista también ha contribuido a desenmascarar los intentos de naturalizar por parte de las ideologías lo que son construcciones culturales. Pero todas estas fructíferas críticas también han alimentado la idea de que como la verdad absoluta resulta inaccesible, su búsqueda no tiene sentido más allá de una razón práctica: la verdad es lo que funciona. Tal como señala Marcia Cavell (1998) que no exista forma de conseguir la certeza no quiere decir que el conocimiento no sea posible, que la evidencia necesite consenso tampoco equivale a que el consenso cree la evidencia y la constatación cotidiana de que muchas cosas se afirman por intereses espurios, no implica que todo lo que se afirme sea siempre por algún interés ajeno al exclusivo de intentar aproximarnos a la Verdad y al Conocimiento.

El desasimiento de los límites de una realidad siempre escurridiza alimenta la omnipotencia en los adolescentes, al inducirles a pensar que las cosas son sólo como las vemos y que todo es absolutamente relativo. Una perspectiva que puede generar mucha confusión a la hora de enfrentarse al malestar con el propio cuerpo, alimentando la idea de que la realidad tan solo es producto de nuestra manera de verla. Los toreros podrían llegar a desaparecer, pero los cuerpos no… a no ser que la crisis climática nos llevara a la catástrofe.

Otro de los antídotos más perniciosos contra la incertidumbre es el fanatismo. Un movimiento que encuentra el terreno abonado también por la angustia que la virtualización de la realidad genera. La forma saludable de superar la incertidumbre y la duda a través del pensamiento y la curiosidad puede estar muy poco estimulada en entornos deprimidos con historias traumáticas o de importantes carencias que tienden a transmitir la idea de que pensar y preguntarse es inútil. Las experiencias traumáticas dañan la curiosidad a la que se atribuye la culpa de la exposición al trauma. Para poder pensar hay que contener el miedo y la desesperanza. Y las ideas fanáticas eliminan ambas al negar la duda.

Tal como señala Armengol (1997) el fanatismo es hostil a la multiplicidad y a la complejidad de los humanos. “El mito del fanático es sensorial, asimbólico y vivido como verdad absoluta” (Armengol, 1997). El fanático, no considera la posible verdad del otro, ni la verdad oculta en uno mismo. Es lo desconocido lo único que en momentos de incertidumbre podría aportarnos algo de luz. Así la esperanza reclama para poder producirse el reconocimiento de la Naturaleza y de los otros al margen de nosotros mismos, algo que el fanático no puede hacer. Tampoco puede desplegarse la curiosidad sin este reconocimiento del otro. Ante esta imposibilidad en el fanatismo se produce por lo tanto una desesperación que retroalimenta la defensa de negación y propicia su posible escalada hacia la violencia.

Poseído por su omnisciencia el reconocimiento de la autoridad en el fanático queda dañado y por lo tanto la posibilidad de aprender no existe. La autoridad, tal como señala su origen etimológico de au gere, - “hacer progresar”, aumentar -  nos ayuda a crecer. Concedemos autoridad a alguien cuando confiamos en esa intención.

Tal como he explicado en mi trabajo sobre fanatismo y radicalización violenta en la adolescencia (Tió, 2024), cuando el adolescente se encuentra con severas dificultades para transitar por esta etapa, desbordado por la incertidumbre y sin vínculos a relaciones significativas que le puedan hacer sentirse querido o acompañado, se puede encontrar en una especial situación de vulnerabilidad de la que puede aprovecharse la seducción de grupos o ideas que se ofrecen para calmar su angustia a través del pensamiento totalitario.

Psicólogos sociales como Arie Kruglanski (2004), señalan como la necesidad de “cierre cognitivo” – necesidad de respuestas firmes y claras – ante dosis de incertidumbre intolerables como una de las principales necesidades de las que el fanatismo abusa para captar adeptos. La necesidad de cierre equivale a la búsqueda de la certeza y la evasión de la ambigüedad. Es el deseo de sentirse seguro sobre el futuro, saber qué hacer y dónde ir. Es la búsqueda de estructura y coherencia en la perspectiva y las creencias de uno (Kruglanski, 1989; 2004).

Es así también como la cultura machista puede resultar atractiva para algunos adolescentes, como salida acelerada a sus dudas sobre lo que significa “ser hombre”, adscribiéndose a una ideología que ofrece una definición simple. El machismo brinda la falacia de un pseudo crecimiento rápido, invitando a experimentar sensaciones fuertes para sentirse real, un “hombre ya”, y escapar de la invasión de la impotencia y la fragilidad.

Paraísos contra el dolor de las pérdidas y el aburrimiento

Los procesos de duelo son característicos de la adolescencia. Enfrentar la despedida de la infancia, en los tres duelos clásicamente descritos por Arminda Aberastury (1979), uno de sus aspectos fundamentales, y en ocasiones una de las principales dificultades. Los problemas de esta elaboración propician la regresión o la fijación en lo infantil.

Cuando las posibilidades de desarrollo hacia lo adulto están especialmente obstaculizadas por la falta de estímulos y oportunidades, los movimientos regresivos se potencian. La sociedad de consumo se hace fuerte en su oferta seductora e infantilizadora de posesión de objetos que venga a tapar la ausencia, el vacío, el aburrimiento y el dolor de la pérdida. “Pasarlo bien” y “ganar dinero” pueden ser los únicos nortes claros para algunos adolescentes… y también para muchos adultos. De nuevo Mark Fisher (2009) es lúcido en su descripción de la “hedonia depresiva”, la incapacidad para hacer cualquier cosa que no sea buscar placer, que asola al sujeto contemporáneo, y que contribuye a construir la identidad de los y las adolescentes hoy. Esta invitación al consumo cobra un especial dramatismo con los mercados de la droga, la pornografía o las apuestas, que intentan fomentar, como todos, la dependencia del consumidor. Pero con la salvedad de que las experiencias que el consumo de estos “productos” generan, afectan especialmente a la construc­ción de la capacidad de regulación emocional, el sentimiento de identidad y la sexualidad en la adolescencia. La pornografía, a la que se accede desde la curiosidad, presenta unas formas de relación desubjetivantes y cosificadoras, en las que la emoción y la consideración del otro están ausentes. Y al excitar, estimula una adicción que puede acelerarse a la búsqueda de sensaciones cada vez más fuertes. Se genera entonces una insensi­bilización sistemática hacia la ternura, el juego, el erotismo y el placer del intercambio que componen la riqueza de la experiencia del encuentro sexual con el otro.

El consumismo aviva la idea infantil de libertad que está asociada a la ausencia de frustración. Se estimula así la rivalidad con el otro, que pasa a ser vivido como un obstáculo para mi libertad. La construcción de una libertad más colectiva queda dificultada. Tal y como el filósofo y sociólogo alemán Axel Honneth (2000) ha descrito: el otro es un requisito para mi libertad, no un obstáculo. Cooperando con los demás puedo llegar más lejos. Y escuchar la opinión del otro tiene un valioso poder correctivo que estimula nuestra capacidad de pensar críticamente. No hay emancipación sin pensamiento crítico.

Pero, el mismo sistema que fomenta la ambición de la posesión de objetos y recursos, seduciendo al sujeto en sus fantasías de omnipotencia, genera al mismo tiempo grandes dosis de frustración y de culpa cuando no se pueden conseguir. El ideal de consumo es capaz de producir y negar a la vez las experiencias segregacionistas que el mismo orden social provoca idealizando la posibilidad de acceso a los “objetos deseados” y generando nuevos espacios de marginalización y posiciones subjetivas de rechazo a la alteridad (Jofré y Bilbao, 2017). El adolescente que se encuentra sometido a procesos de exclusión en lo social sufre de esta forma una doble expulsión imaginaria, la del “paraíso” de la infancia idealizada y la del “paraíso” que la sociedad de consumo promete como su quimérica compensación (Tió, 2024).

Esta doble vivencia de expulsión cuando se hace insoportable, es la que fuerza a algunos adolescentes a refugiarse en el paraíso de la desconexión. Las pantallas, el ciberespacio, la realidad virtual ofrecen una escapatoria al dolor y a la angustia por la vía de la distracción. Ramón Ubieto en su libro “¿Adictos o amantes?” ha analizado ampliamente la relación de los y las adolescentes con las pantallas, y señala como su utilización como refugio para desconectar genera una suerte de compulsión a la repetición que atrapa por diferentes vías a los adolescentes. La cámara de eco que el algoritmo reproduce al estimular nuestra conexión a aquellos mismos contenidos que buscamos, consigue mantener nuestra atención. El algoritmo utiliza el sesgo de confirmación para reforzar nuestras preferencias, alejándonos de lo diferente. Por otro lado, la desconexión de nuestro interior, del contacto con las emociones, aumenta la experiencia de soledad reforzando a su vez la necesidad de desconectar en un círculo vicioso del que puede ser muy difícil salir. Así como Hanna Arendt (1963/2003) bautizó como la “banalidad del mal” el ejercicio de disociación que debían hacer los funcionarios del tercer Reich para dar curso a las órdenes que permitían el genocidio, aquí estaríamos asistiendo al daño que en sí misma hace la utilización de la desconexión a través de las redes al desarrollo del adolescente, al mal de la banalidad.

Otra vía para intentar escapar al dolor de la pérdida es el intento de perpetuar la relación de dependencia con los padres. Intentando permanecer en una etapa en la que los adultos sigan encargándose de todo, eliminar las frustraciones y eludir cualquier responsabilidad. La imposibilidad del sistema de absorber en el mercado de trabajo a los nuevos miembros que se incorporan al mundo adulto si no es de forma precaria, lo fomenta, y es la causa por la que se está alargando tanto la edad de emancipación de los jóvenes del domicilio familiar. Es un fenómeno que algunos han venido a asociar con una adolescencia alargada, cuando en realidad se trataría de una infantilización del adulto.

La relación de dependencia infantil también se puede intentar reproducir en la relación de pareja. Actualmente la relación de pareja sufre de una tensión excesiva al cargarla con unas exigencias que provienen de las dificultades de elaboración de las pérdidas y las frustraciones de una sociedad nada acogedora en la que el tejido vincular está dañado y las redes de apoyo en las familias más psicosocialmente vulnerables son pobres. Ya no se trata sólo de abolir el lugar de explotación que se le asignaba a la mujer en la casa para compensar la explotación del hombre en la fábrica, si no que hoy ambos son ya explotados en la “fábrica”. Las altas tasas de separaciones, junto a las cada vez mayores dificultades para sostener un compromiso en las relaciones dan buena cuenta de ello.

En la adolescencia, etapa en la que son tan importantes las nuevas experiencias en este terreno, la problemática no es menor. La intolerancia a los límites y los conflictos en la relación de pareja puede llevar a escaladas que acaben en conductas violentas, si lo que se busca en la relación es el paraíso de la ausencia de frustraciones. Si el entorno etiqueta estas conductas precipitadamente como “violencia de género” puede contribuir involuntariamente a su construcción, como veremos con más detalle en al apartado siguiente al hablar del machismo. En este sentido, la falta de consideración del otro, su objetalización, a la hora de intentar eludir la frustración está contribuyendo al aumento de las denuncias por “agresión sexual”. Algo que, sin embargo, también es fruto de una mayor sensibilidad social adecuadamente intransigente con estos comportamientos.

El cuerpo aparece también como uno de los paraísos donde la omnipotencia puede resistirse a declinar. El cuerpo es uno de los principales organizadores del Yo desde lo real. En el autoerotismo encuentra el bebé un organizador de la experiencia que le permite regular las emociones y paulatinamente ir construyendo el reconocimiento de sí mismo y del otro, a la par que las membranas de diferenciación y comunicación. A lo largo de la infancia el crecimiento le permite al niño experimentar el cambio corporal que la voluntad no controla. La maduración de los esfínteres, la marcha, la dentición, el desarrollo psicomotor, la altura, jalonan diferentes momentos en ese periplo de nuevas adquisiciones. Pero la dimensión de los cambios corporales que se inician en la pubertad e inauguran la etapa adolescente son sin duda los más revolucionarios, por la forma súbita en que aparecen, por la rapidez con la que se suceden, por todo lo que abarcan y por la disarmonía con la que van emergiendo. La vivencia de descontrol experimentada puede desvelar grandes angustias y el cuerpo pasa a ser un campo privilegiado donde se expresa la lucha por la construcción de una nueva identidad, las defensas contra esas angustias y la excitación desbordantes que amenazan el equilibrio psíquico. Son cambios que obligan a una continuada resignificación de la imagen corporal y a la renovación de su investimento narcisista.

Tal como apuntamos en un trabajo anterior sobre los “usos” del cuerpo en la adolescencia escrito con Begoña Vazquez (Tió y Vazquez, 2018), la revolución de las redes ha hipertrofiado la utilización de la imagen en detrimento de la palabra contribuyendo aún más a la utilización del cuerpo y su imagen. Y, aunque el ser humano siempre ha recurrido al artificio para hacerse con su cuerpo y portarlo al mundo, en la actualidad el cuerpo sano, el cuerpo bello, el cuerpo erótico, el cuerpo adornado…, son espoleados por el consumismo y utilizados por el sujeto como único lugar donde ejercer el dominio y el control del que se siente desposeído. “Agarrarse al cuerpo para existir”, como ya señalara Piera Aulagnier en 1979. La utilización del cuerpo en la adolescencia es compleja, se relaciona con la economía narcisista como veremos en el apartado siguiente y con la construcción de la función simbólica cuyos déficits claramente se muestran en el fenómeno de las autolesiones. Pero me interesa resaltar aquí el lugar de consumo y gratificación compensatoria que puede ocupar en nuestra sociedad actual ante la dificultad de metabolizar las pérdidas y la frustración a las que somete el capitalismo al sujeto. Si IKEA nos invita a imaginar nuestra casa como una “república independiente”, múltiples mensajes de la sociedad de consumo hacen lo mismo con el cuerpo invitándonos a creer hasta en la posibilidad de autocrearlo, como dramáticamente muestra la película “”20000 especies de abejas”, que describe el conflicto de un niño con su cuerpo, en su escena final. El fenómeno de la transexualidad en la actualidad sin duda es fruto del progreso en el reconocimiento y respeto a los derechos, pero me interesa observar como la sociedad de consumo puede aprovechar este deseo de modificación del propio cuerpo para estimular las fantasías de autocreación, expropiando a las personas transexuales del reconocimiento de su particular proceso de metabolización de las asignaciones de género recibidas, incluidas las inconscientes, y de la elaboración de sus vivencias de desamparo, como todos los seres humanos.

Pero tal como señala Ubieto (2023) las redes no solo estimulan la gratificación a través del cuerpo híper reconocido, sino que también provocan rivalidad y envidia que se pueden acabar tornando en destructivas y autodestructivas. Como ocurre con el movimiento de los incels, célibes involuntarios, o el control del cuerpo que exige el funcionamiento anoréxico por poner dos ejemplos. Pasiones que no dejan de sostener al sistema capitalista a través del desbordamiento violento del conflicto en las relaciones o el individualismo autodestructivo, que nada tienen de subversivo. La utilización del cuerpo para autolesionarse, y en último extremo el suicidio, ofrecen una escapatoria al infierno de la vida, de ruptura con todos los apegos en las relaciones. Algunas sectas destructivas (Perlado, 2020) o grupos fanáticos terroristas (Tió, 2024) llegan a presentar el suicidio como la puerta de entrada al paraíso y como consumación de una fantasía alucinatoria de fusión con figuras de la divinidad.

Estar entre los mejores para dejar de ser nadie

La construcción de un sentimiento de identidad suficientemente bueno en la adolescencia conlleva el trabajo de integración de múltiples aspectos personales. Los funcionamientos narcisistas son normales en la adolescencia, con ellos el o la adolescente intenta proteger su todavía precario sentimiento de identidad. El adolescente puede confrontarse con el adulto no sólo para liberarse de su tutela y ponerse a prueba sin ella, sino también para regular su contacto con unas limitaciones que todavía le sean difíciles de soportar. Es el otro el “ignorante”, el “equivocado”, el “cobarde”, el “débil”. Cuando los adultos que acompañan este momento no se encuentran suficientemente en forma pueden tolerar mal esta confrontación, la forma en la que se sienten tratados, y entrar en una batalla intentando doblegar sus actitudes. O deprimirse aumentando el sentimiento de culpa del adolescente

Estrategias narcisistas pueden entonces ser utilizadas como forma de salvar las incoherencias o fuertes contradicciones que el adolescente siente tener, lo que puede vivir como excesiva discontinuidad y fragmentación en su experiencia de sí mismo, la carencia de autoestima, la vergüenza, la culpa o la sensación de no sentirse suficientemente real y despersonalizado. Diferentes representaciones idealizadas sobre el propio self proporcionan entonces vivencias ortopédicas para paliar el malestar que un proceso de construcción de la identidad más creativo y complejo no puede resolver. Esto puede suceder de forma más burda o más sofisticada, con mayor o menor conexión con elementos de realidad y con diferentes grados de contribución de fantasías omnipotentes (Tió, 2010). Si en la equivalencia simbólica es la realidad la que se impone a la representación de la que no se puede diferenciar suficientemente, aquí es la representación ideal la que se impone a una realidad que será negada si no se ajusta a ella. La ceguera del narcisismo está determinada por la confusión entre creencia y conocimiento que el psicoanalista Ronald Britton (1995) describió tan claramente, haciendo que el sujeto no vea más allá de lo que cree estar viendo.

El refugio en las representaciones idealizadas que el narcisismo exige está en relación inversamente proporcional a la calidad de los sistemas de reconocimiento que la sociedad y las relaciones ofrecen al sujeto. Tal como he recordado en trabajos anteriores (Tió, 2021) en su “teoría del reconocimiento” Axel Honneth (2000), filósofo y sociólogo considerado como una de las figuras más importantes de llamada tercera generación de la Escuela de Frankfurt, describe los tres tipos de praxis social que considera son formas de reconocimiento. Es una categorización que ayuda a apreciar las consecuencias que para la adolescencia la fallida de estos sistemas puede tener. En primer lugar, el amor, que se constituye con la relación primaria entre los cuidadores y el hijo y que le permite al sujeto poder “estar solo “, articular su cuerpo de modo autónomo y expresar con confianza sus necesidades y sentimientos. A esta forma de reconocimiento le corresponde la forma negativa del menosprecio, que va desde la violación física a la psíquica, abarcando también las diferentes formas de maltrato o tortura. En segundo lugar, la praxis social del derecho. Esta forma de reconocimiento consiste en la concesión de determinados privilegios y prerrogativas al sujeto, pero en tanto que miembro del concepto universal de persona. De este modo, el sujeto es reconocido como un legislador potencial en relación con el derecho en cuestión y, por lo tanto, como una persona que puede autolegislarse moral y jurídicamente. La negación de esta forma de reconocimiento es la desposesión, que no sólo implica la exclusión de determinados privilegios sino también la deprivación de la autoimagen. Es decir que conlleva que el sujeto se perciba a sí mismo como alguien sin capacidades morales y sin autonomía. Y una tercera forma de reconocimiento, que denomina solidaridad. Se trata de una serie de prácticas sociales orientadas a que el sujeto perciba determinadas cualidades suyas como valiosas en función del logro de objetivos colectivos considerados como relevantes. La forma que corresponde a su privación es la deshonra, que sufren normalmente los miembros de aquellos grupos que son socialmente marginados o percibidos como extraños en relación con la cultura dominante.

Las servidumbres del tardocapitalismo afectan como hemos visto a la calidad de la crianza aumentando las cuotas de menosprecio. Los derechos están menoscabados en la sociedad del precariado y en algunos grupos especialmente marginados, como sucede con los adolescentes migrantes, la exclusión se materializa de múltiples formas que van desde las violencias más explícitas a las “microviolencias” (Zavaleta, 2018), provocando la vivencia de la desposesión. Y la solidaridad, tal como la entiende Honneth, es tristemente escasa en entornos deprimidos que ni incuban utopías ni albergan la suficiente confianza en las nuevas generaciones como para apreciar sus posibles aportaciones. Menospreciados, desposeídos y deshonrados en diferentes grados. Así enfrentan la etapa muchos adolescentes.

Por otro lado, el mismo sistema que genera estos malestares ofrece también desde la seducción al narcisismo diferentes soluciones. Aquí el consumismo a través de la publicidad opera estimulando la fantasía de que “tener” determinados objetos te permite “ser”, llenando así el vació representacional sobre los valores propios. Es un mecanismo que ayuda a entender la desesperación con la que algunos adolescentes se afanan por la posesión de determinados objetos, sin los cuales su sentimiento de identidad se podría desmoronar.

El consumismo y la potenciación del individuo a las identificaciones de índole imaginaria, hacen al sujeto más dependiente de figuras primitivas del superyó (Dufour, 2003, citado en Jofré y Bilbao, 2017), reforzando lógicas identitarias de orden imaginario en donde anidan, además de la rabia y la agresividad, profundos afectos de desafección y vergüenza. Tal como he señalado anteriormente, al hablar de la incertidumbre, la potenciación del individualismo también alimenta el narcisismo y la fantasía de autocreación, el “self-made man” que niega los dones recibidos a través de las relaciones con los otros y alimenta la omnipotencia de que podemos llegar a ser lo que realmente queramos. Esta imposibilidad de reconocer las limitaciones propias determina una dificultad de reconocimiento de la autoridad, de algo que me falta y me podría ayudar a crecer. La tensión creativa del reconocimiento de la alteridad queda dañada además por la promoción de la homogeneidad del sistema capitalista que tiene como objetivo la reducción de la diferencia, la disminución de las tensiones y el presunto incremento en el potencial productivo del ser humano (Bollas, 2015).

La autosuficiencia ya sea buscada a través del ideal de un cuerpo perfecto, bello, fuerte, o del intelecto, del control del conocimiento, se convierten en refugios anhelados. Necesitar o desear al otro es vivido desde el narcisismo como una amenaza. El talento puede ser usado defensivamente, dificultando mucho su desarrollo creativo que puede degenerar en una hipertrofia del mismo.

La atracción sexual que aparece con fuerza en esta etapa, atenta justamente contra las estrategias defensivas que utilizan el distanciamiento de la relación como forma de evitar la temida dependencia, por lo que estas defensas pueden acabar influyendo significativamente en la elección de objeto para la orientación sexual o en la forma de relacionarse, intentando mitigar el efecto atractivo del otro que puede resultar insoportable. Lo femenino, además, al tender a estar denigrado en la sociedad, se asocia a lo infantil creando más confusión y dificultando la particular integración entre lo femenino y lo masculino que cada adolescente debe encarar. La interferencia del narcisismo tanto en la organización de la identidad de género como en la orientación sexual no es menor, por lo tanto. En las situaciones más desesperadas se produce el drama para el desarrollo de que el otro es vivido como algo que podría destruir el sentimiento de identidad defensivo si se produjese un vínculo, una vivencia que lúcidamente el psicoanalista francés Philippe Jeammet (1995) describió como el “caballo de Troya” que destruiría la fantasía narcisista. El ataque al vínculo lleva pues a la prevalencia de formas de relación en las que el otro es tratado como un objeto.

Comunidades homogéneas y cerradas, fortificadas por el algoritmo (Fisher, 2009) y regidas por lógicas identitarias son un subproducto del tardocapitalismo. Tal y como señala Perelberg (1997) en relación con sus observaciones de pacientes fronterizos, el narcisismo consigue “movilizar un atributo específico del self para lograr mayor sensación de identidad entre un cúmulo de aspectos identificatorios entre los que existe una excesiva fluidez que genera sentimientos de confusión e incoherencia”. El adolescente que utiliza este mecanismo de defensa construye una representación de sí mismo en base a idealizaciones que un grupo fanático puede ofrecer y reforzar. Los aspectos rechazados u odiados de uno mismo que serían vividos como signos de debilidad o fragilidad son colocados en los otros con la finalidad de desprenderse de ellos y de disminuir así la ansiedad que podría provocar reconocerlos en uno mismo. El otro pasa a ser así desvalorizado y atacado por esos atributos que se le han proyectado. Esta dinámica junto con la fuerza de la venganza, que veremos en el siguiente apartado, contribuye a legitimar la violencia y la eliminación del otro como forma de destruir todos esos atributos indeseables previamente proyectados, y así librarse de ellos de forma mágica. El antropólogo noruego Thomas Hylland Eriksen (2012) ha descrito los procesos de “esquismogénesis”, procesos de exclusión que se fortalecen y profundizan mutuamente al señalar y rechazar al otro en torno a un rasgo identitario. Los procesos que describe Eriksen son dinámicas de retroalimentación que se pueden dar tanto en relaciones individuales como grupales y que se basan en identificaciones proyectivas mutuas que se autorefuerzan. La proliferación de conflictos grupales que se polarizan ofrece así su inestimable ayuda al mantenimiento de un status quo en el que las aporías del capitalismo dejan de ser cuestionadas.

Venganza y resentimiento contra el dolor, la humillación y la culpa

Elaborar los sinsabores de la vida, las experiencias adversas, los malos tratos recibidos, las agresiones sufridas, supone una tarea compleja y también constante pues no dejan de producirse a lo largo de toda la vida. Implica una cicatrización de las heridas y una elaboración de la culpa, ya que todos somos también capaces de dañar o ser desconsiderados con el otro. O, aunque sólo sea porque por el hecho de que, al sentirnos lastimados, se pueden desencadenar reacciones agresivas, en la fantasía o en la acción, que generen culpa. También está la culpa que proviene de la autoxigencia y se puede volver contra nosotros acusándonos de no habernos sabido proteger mejor y habernos expuesto a la posibilidad de ser dañados.

La dificultad que en la adolescencia existe para manejar los sentimientos de culpa debido a la todavía precaria identidad, puede hacer que sea más necesario defenderse de ella a la hora de enfrentar el conflicto en las relaciones. Asumir la culpa implica contener ansiedades de pérdida al sentir la amenaza del rechazo por parte del otro y tener que tolerar el sentimiento de vergüenza asociado al reconocimiento de los propios errores o limitaciones. El temor del adolescente a ser dominado por su inmadurez en las relaciones con los otros le puede hacerle también difícil el reconocimiento de su contribución a los problemas, y tenderá a utilizar mecanismos proyectivos de la culpa, colocándola en los otros, o buscar formas infantiles de ser perdonado. “A toda prisa”, temiendo el rechazo del otro y aceptando un castigo a modo de expiación que “borre” la culpa; o de forma “falsa”, manteniendo una negación de los hechos más o menos disociada (Akhtar, 2002). “Lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir”.

La venganza y el resentimiento pueden servir de defensas eficaces contra la vergüenza, la pérdida, la culpa, el duelo y la vulnerabilidad (Beattie, 2005). Tal como señala Rogeli Armengol (1997) intentar salir del conflicto grave en la relación con los otros nos obliga a hacerlo a través de la comprensión y el perdón, o, en su defecto, de la evitación de lo que no se puede perdonar. Perdonar… todavía. Pero si no hay perdón siempre hay venganza o resentimiento.

Si Honneth nos describe la sociedad del desprecio, aquí podríamos hablar del impacto que la sociedad de la “desresponsabilización” tiene en la obstaculización de la elaboración de la culpa. Una de las aporías del capitalismo, negada al mismo tiempo que sostenida, es la de que los recursos del planeta son ilimitados (Fisher, 2009). Una creencia que además de ser la responsable del daño que se genera al medio ambiente, es también la que alimenta un clima de desresponsabilización, la fantasía de que los cuidados no son tan necesarios. Los cuidados sólo son necesarios porque existen los límites. De hecho, los límites sólo tienen sentido porque están cuidando algo.

Como he señalado anteriormente la burocracia diluye la responsabilidad, que se deriva hacia los consumidores. Las encuestas de satisfacción reemplazan el compromiso y la responsabilidad. Una miríada de intereses nebulosos determina una irresponsabilidad generalizada, provocando la sensación de que no hay nadie a cargo de la situación total. Todos somos responsables de todo, lo que equivale a sentir que nadie lo es de nada. Tal como señala Fisher (2009), ser realista es adaptarse a un presente puramente fungible y rápidamente cambiante, por lo que uno puede incluso cambiar de opinión sin tener que reconocerlo en función de las necesidades prácticas del momento y sin hacerse responsable de ese cambio.

Todos los mecanismos que he descrito que tienden a la simplificación de la complejidad no hacen sino agravar los conflictos y espolear las polarizaciones que pueden encontrar en la venganza y el resentimiento vías privilegiadas para deshacerse de la culpa. Las lógicas binarias que esquivan la complejidad, basándose en falsas dicotomías de todo o nada, sano/enfermo, inocente/culpable, éxito/fracaso… no sólo no ayudan en el manejo del conflicto, sino que lo pueden agravar.

La desresponsabilización determina la imposibilidad de reconocer el daño causado a alguien. Esta negación del daño infligido supone causar un doble daño dificultando enormemente la elaboración de las afrentas e injusticias vividas. Porque solo sintiéndose reconocido en su malestar podría el adolescente abrirse a la consideración de su propia contribución en los conflictos.

El clima de odio hacia el entorno, especialmente de los que se sienten más excluidos, no favorece una adecuada elaboración de su rabia, que puede ser el germen del futuro deseo de venganza. Tal como he señalado en mi trabajo sobre el extremismo violento en esta etapa (Tió, 2024) la reparación de los vínculos dañados por el conflicto o la transgresión es perentoria para el adolescente pues al estar todavía creciendo, los vínculos son esenciales para su desarrollo. Crecer con un sentimiento de culpa excesiva, por más que esté negada o disociada, o con una afrenta no resuelta condiciona excesivamente la formación de la personalidad todavía en curso. Por eso son tan importantes los procesos de mediación y reparación en estas edades. Enfrentarse al reto de perdonar, es renunciar a la satisfacción que puede dar el victimismo o las fantasías de venganza. Reconocer las intenciones reparatorias del “ofensor” contribuye a romper la idealización negativa del “enemigo”, que puede ser pasto de proyecciones y alimentar la pulsión vengativa. Por el otro lado “ser perdonado”, alivia la culpa y contribuye a desactivar la defensa proyectiva que busca los culpables afuera.

Pero la exacerbación del conflicto con sus consecuencias violentas es bien recibida por un sistema que encuentra así la coartada para seguir engrosando las industrias del control del comportamiento. Contribuyendo así al endurecimiento de los sistemas penales y a la medicalización de la vida. Nuevas formas de ganar dinero. Es una espiral frenética de retroalimentación entre las estructuras generadoras de malestar, la estimulación de la venganza y el resentimiento, la represión, el control de la violencia y la generación de más malestar.

Praxis emancipatorias versus praxis controladoras en la atención a la salud mental 

Atravesado por las mismas fuerzas que todas las estructuras sociales el sistema de salud, y más concretamente el de la salud mental se encuentra en serias dificultades para poder construir unas praxis emancipatorias y no organizar nuevas y más sofisticadas formas de control de un malestar que podría operar como motor de cambio. La negación de las causas socioculturales de los problemas de salud mental despolitiza, promueve el aislamiento y el individualismo y genera un mercado de una industria contra el sufrimiento cuyos consumidores son los primeros en reclamar formas rápidas y eficaces de eliminación del malestar.

Al igual que el resto de la sociedad, el propio sistema de salud mental opera como generador de malestar y canalizador de las “soluciones” que ofrece para amortiguar lo que él mismo provoca. Dejando poco o ningún espacio para la crítica a su funcionamiento estructural.

El encargo hecho a la psiquiatría históricamente y asumido por algunos con entusiasmo, ha sido el de contribuir al control social y al mantenimiento del orden. Los avances en los compromisos de los Estados con los Derechos Humanos han hecho más difícil que este control se realice en base a formas más flagrantes de represión y atentados contra los mismos. Las legislaciones que regulan los ingresos involuntarios o el más reciente cuestionamiento de la contención mecánica avanzan en esta línea. Pero el control se puede tornar más sofisticado, provocando fenómenos de autocontrol que torticeramente delegan la responsabilidad en el individuo. Tomás Lopez (2022), periodista asturiano y presidente de la Asociación para la salud mental en primera persona Hierbabuena, lo describe certeramente en su artículo “Para tu tranquilidad, nos toca” que forma parte del monográfico “Transformar los barrios para evitar el sufrimiento psíquico. Una mirada salubrista a la salud mental”, presentado en el último congreso de la Asociación Española de Neuropsiquiatria, celebrado en Barcelona en 2022. En él analiza los fenómenos de la “enfermomentalización” y del “cuerdismo”. El objetivo de la enfermomentalización es “mentalizar, no solo a la persona a quien se etiqueta sino a toda la sociedad, de que tu sufrimiento ocurre porque eres un enfermo mental, persona con enferme­dad mental, persona con trastorno mental y así sucesivamente.” (López, 2022). Y el “cuerdismo”, “a semejanza del machismo o del racismo, sería el sistema de pensamiento y acción formado por todos aquellos sesgos, creencias, actitudes y costumbres que, como consecuencia de la enfermomentaliza­ción, estereotipan, prejuzgan, discriminan y agreden a quienes padecen o son susceptibles de padecer los diagnósticos de la psiquiatría, situados en posición de inferioridad ante la presunción de cordura ajena.”

Etiquetas como las de  “enfermo mental”, “TDHA”, “trastorno oposicionista-desafiante”, “niño tirano” … no hacen sino simplificar los problemas y preparar el terreno para intervenciones que tienen el objetivo más puesto en el control que en el desarrollo del individuo y la comunidad. “Los actos no son, se construyen; la gente no es, se hace”, tal como subraya el criminólogo Nils Christie (2004) en su delicioso libro “Una sensata cantidad de delito”. Es este mismo autor que señala como los “expertos” podemos funcionar como el rey Midas: todo lo que tocamos lo convertimos en delito, todo lo que tocamos lo convertimos en enfermedad, “un ejército de proveedores de significado en la vida moderna” (Christie, 2004).

Comprender nos ayuda a intervenir y clasificar nos secunda en este proceso, pero la simplificación de la complejidad puede agravar los problemas. ¿A qué se opone un/una adolescente? ¿Por qué nos desafía? Fue Luis Feduchi[1] quien se encargó de describir las dinámicas de relación con el entorno que pueden llevar a la oposición a los adolescentes cuando las propuestas que se les hacen son demasiado exigentes y les desbordan, o al desafío cuando sienten que se les infantiliza para poder controlarlos. Un comportamiento no deseado nos obliga a la reflexión sobre qué es lo que lo provoca, pero también a la de pensar porqué lo vemos como lo vemos. La etiqueta diagnóstica oscurece y acaba negando las dinámicas de relación que generan los problemas, intentando forzar la realidad para que encaje en una clasificación previa como hacía Procusto en su lecho con los viajeros que acogía.

Recientemente, en el año 2019, un grupo interdisciplinar de expertos convocado por el Consejo Superior de Salud de Bélgica, desaconsejó fervientemente el uso de las categorías diagnósticas en psiquiatría. Epistemológicamente, el grupo de expertos concluyó que las categorías de trastornos mentales no deben tratarse como categorías de tipo natural, sino como construcciones que tienen un impacto causal en aquellos que están clasificados, careciendo de validez, confiabilidad y poder predictivo. Sociológicamente, el grupo observó que las clasificaciones de diagnóstico tienden a legitimar las estructuras organizativas y proteger a la psiquiatría oficial de las presiones para cambiar.

La simplificación de los problemas limita la cantidad de información a la que se puede acceder y la cantidad limitada de información simplifica los problemas. Un pez que se muerde la cola. Los casos se convierten en casos psiquiátricos porque se conoce demasiado poco de ellos. Algo que tiende a pasar cuando el tiempo escasea, pero especialmente cuando se prefiere no saber para no entrar en contradicciones o sentir impotencia. Muchos encuadres institucionales limitan la información que pueden obtener pues ya no la consideran relevante para establecer sus categorizaciones. Lo irrelevante se impone de forma dogmática, perdiéndose la oportunidad de construirlo en colaboración entre todos, especialmente con los protagonistas de las situaciones problemáticas.

Pero la información también es difícil de obtener porque depende de la confianza que se pueda establecer en la relación. Algo que se exacerba en el adolescente que, por inseguridad, se protege desconfiando del adulto del que teme pueda abusar de su autoridad. Y muchas veces hacen bien. Abrirse en la comunicación depende de la percepción de que lo que se diga “no va a ser usado en nuestra contra”, para aumentar el control, la medicación o encontrarse con el desprecio de lo que uno empezaba a considerar su mejor fortaleza. Así que muchas veces es mejor permanecer callados. Pero no aclarar el pasado y no entender el contexto, compromete el futuro.

El reto de acompañar el menosprecio, la desposesión y la deshonra, pasa por tomar consciencia de nuestra propia situación, también menospreciados, desposeídos y deshonrados. Como decía Ionesco (1959/2017) en su fábula contra los totalitarismos  “pensar en contra de la corriente de los tiempos es una heroicidad”. Equipados de nuestro pensamiento crítico, podemos encontrar la valentía suficiente para escuchar a nuestros y nuestras adolescentes, expectantes y abiertos a sus nuevas aportaciones. Sólo así podemos estimular la vivencia de que soñar todavía vale la pena.

 

 

 

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