aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Último Número 076 2024 Contexto en transición y adolescencia

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Un cuerpo propio: Del autocorte a los cortes de separación en una adolescente que sufre de abandonos traumáticos tempranos

A body of one?s own: From self-cutting to the cuts of separation in an adolescent suffering from traumatic early abandonments

Autor: Balottin, Laura - Quagell, Luca - Costantini, Maria Vittoria

Para citar este artículo

Balottin, L., Quagell, L. y Costantini, M. V. (2024). Un cuerpo propio: Del autocorte a los cortes de separación en una adolescente que sufre de abandonos traumáticos tempranos. Aperturas Psicoanalíticas (76), artículo e4. 


Resumen

El tratamiento de adolescentes que sufren de experiencias traumáticas tempranas implica inevitablemente el encuentro con el uso concreto que los pacientes hacen de su cuerpo y sus acciones. La historia clínica de una adolescente revela la relación entre los abandonos traumáticos transgeneracionales y los autocortes en la relación transferencial-contratransferencial. Inicialmente, el cuerpo y las acciones de la paciente eran la única forma de comunicar experiencias que no podían transmitirse ni representarse en palabras: la “piel para dos” de la envoltura psicosomática original necesitaba ser herida, cortada, rota de forma concreta. El establecimiento de un límite entre lo interno y lo externo, el self y el otro, es el resultado de un complejo proceso arraigado en la calidad del encuentro con el objeto. Poco a poco, en el encuentro con la analista, esta joven paciente puede construir una tenue posibilidad de diferenciación y empezar a tener acceso al primer esbozo de una representación de pérdida.

Abstract

The treatment of adolescents suffering from early traumatic experiences inescapably involves the encounter with patients’ concrete use of their bodies and actions. The clinical history of an adolescent girl reveals the relationship between traumatic transgenerational abandonments and self- cutting in the transference-countertransference relationship. Initially the patient’s body and actions were the only way to communicate experiences that could not be conveyed in words and represented: the “skin for two” of the original psychosomatic envelope needed to be wounded, cut, bro- ken concretely. The establishment of a boundary between internal and external, self and other, is the result of a complex process with roots in the quality of the encounter with the object. Gradually, in the encounter with the analyst, the young patient may construct a tenuous possibility of dif- ferentiation and begin to access the first outline of a representation of loss.


Palabras clave

adolescencia, autocorte, piel corporal y psíquica, representación, trauma transgeneracional.

Keywords

adolescence, self-cutting, bodily and psychic skin, trauma, transgenerational, representation.


Artículo traducido y publicado con autorización: Balottin, L., Quagelli, L. y Costantini, M. V. (2021). A Body of One's Own: From Self-Cutting to the Cuts of Separation in an Adolescent Suffering From Traumatic Early Abandonments. Journal of the American Psychoanalytic Association, 69(1), 109–135. https://doi.org/10.1177/0003065121993231


Descargo de responsabilidad: el artículo utiliza un estilo de citación y referencias distinto al que utiliza Aperturas Psicoanalíticas, puesto que es una traducción y se conserva el formato original.

Traducción: Marta González Baz
Supervisión: Mónica de Celis Sierra

La clínica contemporánea confronta cada vez más a los analistas y al marco analítico con las dimensiones, a menudo pasadas por alto, del cuerpo y la acción y plantea la cuestión cómo entonces es posible trabajar analíticamente a estos niveles de funcionamiento. Aquí exploramos la cuestión de la comunicación del cuerpo, en particular las autolesiones, usando como ejemplo clínico una paciente adolescente traumatizada que sufrió abandonos y discontinuidades (“cortes”) muy tempranos en la existencia de su sentido del self. Las autolesiones emergen en su doble valor potencial: la repetición concreta de contenidos que aún son impensables y no pueden ser elaborados y, al mismo tiempo, el potencial comunicativo que permitirá a la analista dar significado, en la relación de transferencia-contratransferencia, a las acciones de la paciente.


Comunicaciones del cuerpo


A lo largo de un continuum hipotético en el que podemos situar las producciones psíquicas según su grado de complejidad simbólica, el cuerpo y la acción se sitúan en los niveles más primitivos, mientras que el pensamiento representacional y el lenguaje constituyen el producto final natural -y al mismo tiempo el más complejo y desarrollado- de la simbolización humana. Según la teoría psicoanalítica freudiana, el material más concreto puede considerarse una defensa frente al contacto con pensamientos o afectos excesivamente dolorosos. Según otras lecturas (Bion 1959), los materiales menos complejos simbólicamente, entre ellos las acciones y los síntomas corporales, pueden interpretarse como ataques destructivos, ya que tales impulsos violentos cortan los vínculos entre pensamientos y afectos, desfiguran las representaciones, rompen el continente y pueden igualmente atacar, a través de la identificación proyectiva patológica, la capacidad del analista para pensar y sentir.
Otra interpretación, que abarca diferentes modelos teóricos con énfasis en la relación, a partir de Winnicott, por ejemplo, ha subrayado la importancia de la dimensión sensorial, perceptiva y motora en el encuentro entre el bebé y el entorno de cuidado en los momentos iniciales y decisivos de la vida mental. La centralidad y el valor de esta dimensión preverbal de la relación, que ha sido puesta de relieve por varias investigaciones sobre el desarrollo infantil (Bowlby 1969; Fraiberg 1980; Stern 1985), ha sido reconocida de forma aún más significativa en la práctica clínica gracias a la contribución de los analistas que se han interesado por el tratamiento de pacientes no neuróticos. En efecto, un estudio más en profundidad de las áreas más primitivas ha conducido a una forma diferente de "escuchar" y "sentir", a nivel contratransferencial, la emergencia de material no verbal en las sesiones. De hecho, los analistas que adoptan esta perspectiva teórica creen que en determinados momentos del tratamiento, cuando el paciente vuelve a entrar en contacto con sus áreas de funcionamiento más arcaicas, no dispone de otros medios, de otros canales psíquicos, para transmitir sus comunicaciones, más que su cuerpo y sus acciones. Incapaz de transformar los productos más arcaicos de su mente en palabras, pensamientos y afectos, el paciente los presenta inconscientemente al analista a través de gestos y movimientos corporales, con la esperanza, igualmente inconsciente, de que este pueda acudir en su ayuda, ayudándole a dar forma y sentido a dicho material. Tales procesos hacen uso -de manera preferente- de la identificación proyectiva, y hacen que el analista se sienta presionado, en apuros e incapaz de pensar, sintiendo que el paciente está introduciendo en su mente y/o cuerpo una especie de material psíquico desfigurado, difícil de asimilar y aún más difícil de transformar. Estas dinámicas de transferencia provocan a menudo en el analista profundos niveles de odio o de desesperación contratransferencial, y pueden conducir a largas fases de impasse en las que tiene la clara sensación de que ya no puede acceder a su paciente y a su sufrimiento.
Lo que los modelos kleinianos y los primeros modelos bionianos consideran ataques violentos al objeto o al encuadre representan en cambio, para Winnicott, en los niveles más primitivos de funcionamiento, el surgimiento de un tipo de amor despiadado en el que "si la destrucción es parte del fin en el impulso del ello, entonces la destrucción es solo incidental a la satisfacción del ello" (Winnicott 1950, p. 210; Ogden 2016a). Bergstein (2015) ha sugerido una lectura original de la noción de Bion de los ataques al vínculo, a los que considera "un intento primitivo del paciente de comunicar a un analista la experiencia emocional que no puede hacer de otro modo,. . . [una] experiencia en la que el pensamiento [del paciente y/o del analista] está siendo atacado en el psicoanálisis [y] es, por lo tanto, una comunicación, y no un ataque a la comunicación" (p. 925). Suscribimos esta lectura, que enriquece considerablemente la comprensión habitual de esta noción y su aplicación clínica. El acto autolesivo expresa ciertamente violencia y agresividad, tanto hacia uno mismo como hacia los demás, pero dentro de la relación transferencia-contratransferencia podemos buscar otras implicaciones, en particular su aspecto comunicativo relacional. Para los pacientes con graves problemas narcisistas y de identidad, la posibilidad de comunicar y compartir una experiencia traumática primitiva, insuficientemente representada y enterrada en el yo, solo puede surgir a través de la repetición de un acto, por violento que sea, dentro de la relación analítica. Desde esta perspectiva, vale la pena privilegiar el aspecto comunicativo-relacional de tales actos (por ejemplo, hacerse cortes a sí mismo) en la interpretación, al menos hasta que el paciente sea más capaz de significarlo y representarlo. En nuestra opinión, el acto violento/agresivo no es enteramente la expresión de procesos mentales destructivos; también contiene aspectos vitales y de potencial vinculación.
En otras palabras, se cree que el paciente "actúa" porque no puede hacerlo de otro modo. Cuando la comunicación pasa por el cuerpo, por la sensorialidad, más allá de las palabras, es porque el paciente intenta contactar -e introducir en la relación analítica- un material psíquico que nunca ha tenido acceso a formas más complejas de simbolización (Roussillon 1995a, 1999). Este material psíquico data de una época en la que podemos imaginar que se establece la base narcisista del individuo (narcisismo primario [Winnicott 1954, 1962, 1988]), es decir, cuando el objeto y el sujeto eran una sola cosa y no existían límites entre el adentro y el afuera, el self y el otro -de hecho, cuando el adentro y el afuera, el self y el otro, no existían en absoluto (psíquicamente) para el infante (Winnicott 1954; McDougall 1989; Ogden 1989, 2016a) . El concepto de ataque implica necesariamente la existencia de un otro separado, un objeto, ya sea externo o interno, o tal vez incluso el propio cuerpo, percibido como un objeto. Por lo tanto, el concepto de ataque es insuficiente para comprender las fases del funcionamiento psíquico "antes" de que el yo y el otro se hayan diferenciado, "antes" de que pueda tener lugar cualquier forma de ataque. Cuando todavía no existe un límite psíquico entre el self y el otro, el concepto mismo de ataque carece de sentido.


De la “piel para dos” original a la construcción de la piel psíquica


Para abarcar los fenómenos psíquicos muy primitovs, tales como las patologías psicosomáticas y aquellas que implican al cuerpo de otras maneras, tales como la conducta autolesiva, podemos suponer, junto con Joyce McDougall (1989) que cada individuo experimenta, al comienzo de la vida psíquica, ciertos estados de indiferenciación con el objeto en los que los únicos medios de comunicación posibles son táctiles, sensoriales o protoafectivos. Según Winnicott (1963), hasta un determinado momento del desarrollo del bebé, la madre solo existe en la medida en que es un entorno continente, capaz de satisfacer las necesidades de su bebé de un modo tan discreto y sintónico que el niño ni siquiera las percibe como necesidades. Esta etapa omnipotente, en la que el bebé casi puede sentirse capaz de satisfacer sus propias necesidades, representa la base de la autoinvestidura, la confianza y la futura capacidad de cuidar de su propia persona. Así pues, la psique nace de una zona de fusionalidad e indiferenciación primitivas en la que todavía existe un solo cuerpo y una sola psique para dos personas (McDougall 1989).
La organización gradual de una frontera entre el self y el otro va en paralelo a la construcción de un continente individual mediante el cual la sensorialidad original se transforma y se vincula a afectos y representaciones más claramente definidos y diferenciados, pero esto no debe darse por sentado como algo automático. El destino de la construcción del self está inextricablemente ligado a la calidad del encuentro con el objeto, la madre ambiente, cuya tarea es digerir, transformar y dar palabras a las percepciones sensoriales primordiales del bebé, convirtiéndolas en "bloques de construcción" aptos para el trabajo psíquico. En referencia al conocido concepto de Anzieu (1985), es necesario desarrollar una piel psíquica, similar a la piel física, que, cuando todo va bien, se convierte en el límite de un sujeto capaz de tratar -en un mundo interno- tanto con la excitación procedente del propio cuerpo como con los estímulos procedentes de la realidad externa .
Sin embargo, si en las primeras etapas del desarrollo el encuentro entre la madre y el niño no tiene éxito (ni la madre ni el bebé fracasan; es su encuentro el que lo hace), "una cierta cantidad de caos entra en la construcción del individuo" (Winnicott 1988, p. 155). Al self del bebé se le pide que se desarrolle demasiado pronto, defendiéndose de una ansiedad esencial y disruptiva que amenaza con abrumarlo. Se forman entonces ciertas "islas" de funcionamiento del yo, a costa de amputar partes del self que corresponden a experiencias del self que no pudieron integrarse. El sujeto se ve obligado a escindirse de una parte de su experiencia, que permanece almacenada en la mente en forma de huellas no históricas, no subjetivas, no pensadas (Winnicott 1974; Bollas 1987; Roussillon 1995b; Botella y Botella 2001; Press 2010). En otras palabras, se establece un sedimento de inscripciones que la mente no puede tratar (es decir, transformar, representar, simbolizar). Solo puede segregarlas, mediante la escisión, en prisiones psíquicas tratando de limitar al máximo su nivel de peligrosidad. Una vez más, si volvemos al concepto de piel psíquica, podríamos pensar que el continente es entonces perforado, roto, amputado. En efecto, este concepto parece particularmente útil para representar algo que ha quedado en la zona de lo "sabido no pensado" (Bollas 1987), de la no continuidad de la experiencia (Winnicott 1960). La continuidad de su superficie se ve interrumpida por zonas necrosadas y anestesiadas o, por el contrario, demasiado sensibles: agujeros psíquicos que podrían transformar cualquier posible encuentro con el otro en un acontecimiento catastrófico en el que los frágiles límites personales podrían implosionar o disolverse .
Tales individuos a menudo parecen pasar sus vidas de acuerdo a una especie de lógica de supervivencia, en la que el acceso a experiencias de placer y creatividad está excluido o extremadamente limitado (McDougall 1984; Ogden 2016b). En algunas circunstancias, sin embargo, cuando estas formas de funcionamiento aún no han colonizado todo el self, tales sujetos pueden llegar a iniciar un análisis, desafiando así al máximo la capacidad de comprensión y transformación del tratamiento psicoanalítico.
En nuestra experiencia, la adolescencia, en particular, es a menudo un punto de inflexión crucial en el que las vicisitudes traumáticas originales del self pueden ser trabajadas, permitiendo el acceso a niveles más altos de simbolización y, por lo tanto, fomentando una mejor integración de la experiencia, la cohesión del self y, en consecuencia, un mejor funcionamiento yoico , o, por el contrario, cristalizar definitivamente (en la medida en que el término tiene sentido en la comprensión de la vida psíquica) en formas rígidas de funcionamiento que es poco probable que se transformen más adelante en la vida.


El cuerpo adolescente


La adolescencia es un pasaje crucial (y tormentoso) en la vida de cada individuo, en que muchos estados evolutivos anteriores, que se afrontaron de modo más o menos satisfactorio, pueden reabrirse una vez más y tener una segunda oportunidad de ser elaborados con más éxito. El potencial de trauma es intrínseco a la propia adolescencia: los cambios corporales, el objeto externo que pierde su papel de apoyo ( los padres de la infancia) y se convierte en potencialmente traumático, amenazando al objeto con la pérdida o la intrusión. Sin embargo, debido a la complejidad de las dinámicas en juego, la construcción de la delicada articulación entre el mundo interno y el externo, que vuelve a estar en juego en esta etapa de la vida (Jeammet 2004), no puede darse por sentada en absoluto. Esto puede ocurrir tanto en el caso de experiencias (trauma/pérdida) que en este período pueden adquirir una importancia particular, como en el caso de experiencias traumáticas tempranas que hayan impedido la organización de una base narcisista sólida. Ilustraremos esta última situación en el caso clínico que presentaremos.
Las experiencias traumáticas tempranas descritas anteriormente, que no han dado lugar a una cohesión y un bienestar narcisista suficientes en el self, pueden hacer que este proceso inherentemente delicado hacia la subjetivación (la apropiación subjetiva de la experiencia) se estanque y se vuelva patológico, llevando al adolescente a recurrir a modalidades relacionales más primitivas y regresivas de un yo que funciona defensivamente. El "miedo al derrumbe" (Winnicott 1974; Ogden 2014, 2016b) y el terror a la pasividad que caracterizan estas formas de ruptura adolescente parecen reactivar inscripciones motoras-perceptivo-sensoriales muy tempranas de experiencias de desamparo absoluto con las que el sujeto tuvo que lidiar al principio de su vida psíquica. Cuando el yo es invadido por la excitación puberal sin poder integrarla en una textura de afectos y representaciones, el cambio brusco que se produce en el cuerpo adolescente ocasiona un segundo período del trauma temprano, reactivando inscripciones traumáticas que el yo infantil no había podido elaborar y que, por lo tanto, permanecían enquistadas e inmovilizadas en el cuerpo (A. Freud 1965). Las transformaciones corporales son sentidas, regresiva y concretamente, como una apropiación por parte del objeto, y se borra la diferencia entre la realidad real y la simbólica. Tales carencias de la simbolización primaria (Roussillon 1995a) conducen a menudo, en la práctica clínica, a una acentuación de la conducta actuada del paciente: trastornos del comportamiento con acting out inaplazables y compulsivos, que incluyen la toxicomanía y los trastornos alimentarios, así como la agresividad hacia los demás y los actos autolesivos a todos los niveles, hasta llegar a los intentos de suicidio (Jeammet 2004).
Entre estas manifestaciones patológicas, el cortarse se ha vuelto últimamente especialmente notable. Centraremos en ellas nuestra atención, primero con algunas reflexiones teóricas y luego, más ampliamente, con material clínico a partir de la psicoterapia de un paciente adolescente.


Tallar el cuerpo


Reflexionando sobre el funcionamiento del "sistema" original madre-niño, Winnicott (1960) inició una revolución epistemológica comparable a la introducción de la dualidad onda-partícula en la física moderna: mediante un simple pero ingenioso cambio de perspectiva, diferencia lo que puede afirmarse y teorizarse "desde el punto de vista del observador" de lo que sucede y se experimenta "desde el punto de vista del niño". Esta doble perspectiva nos resultó especialmente útil para comprender el acto adolescente de cortarse. La realidad psíquica del niño se establece como una textura relacional entre la contribución temperamental del niño y el cuidado materno (Fraiberg 1980). De hecho, el infante es muy competente en la percepción verídica (Carey 2009; Erreich 2003, 2015, 2017; Stern 1985). No obstante, "aunque la percepción de un acontecimiento pueda ser acertada, la atribución de un significado personal a ese acontecimiento suele estar influida por una interpretación ingenua errónea, así como por un pensamiento basado en el deseo (o en el temor)" (Erreich 2015, p. 249).
Es fácil imaginar que la separación entre madre e hijo -que, en efecto, existe para el observador externo y también para el niño a nivel cognitivo (Greenspan y Shanker 2005)- no existe psíquicamente a nivel afectivo desde el punto de vista del niño (Ogden 2016a; Greenspan y Shanker 2005). Aunque la literatura al respecto es escasa, hay en ella un tema que combina las más diversas reflexiones teóricas: los cortes son descritos como "ataques" al cuerpo. Las interpretaciones divergen entonces en cuanto a los significados inconscientes que deben atribuirse al acto: erotización masoquista de un sufrimiento narcisista insoportable (Dargent y Matha 2011); ataque a un objeto interno colonizador odioso (Lemma 2005); comportamiento autocalmante destinado a disminuir la tensión pulsional (Dargent y Matha 2011); intento de reconstruir un continente que permita al sujeto sentir que existe en su propio cuerpo (Nicolò 2009). Desde el punto de vista del observador, los cortes no pueden ser, innegable e inevitablemente, otra cosa que agresiones. Las incisiones hieren el cuerpo, lo laceran, lo marcan, a menudo de forma indeleble. Tales gestos resuenan como actos agresivos, contra el self y contra el otro, en la relación transferencial-contratransferencial. Daremos un ejemplo en el caso de una paciente que en la sesión se rascaba las cicatrices de sus cortes, lo que la hizo sangrar delante del analista.
Pero, ¿qué ocurre con el punto de vista del paciente? Entre observado y observador se crea una brecha ontológica que la teoría solo puede salvar en parte, y de forma siempre provisional y parcial. Nuestra intención no es necesariamente cuestionar las hipótesis propuestas por los autores que nos han precedido. Al fin y al cabo, el cortarse es en sí mismo un comportamiento y, como tal, puede tener tantos significados inconscientes como pacientes lo practiquen. Más simplemente, creemos que es importante señalar cómo, en un modo de funcionamiento adolescente caracterizado por un sufrimiento narcisista lo suficientemente intenso como para hacer vacilar la identidad de los pacientes sin que caigan en la psicosis, los cortes pueden adquirir un significado diferente, que hasta hoy ha permanecido en gran medida inexplorado.
A través de la re-presentación, sobre el propio cuerpo, de la laceración original de la piel psíquica común madre-hijo, los cortes reactivan las inscripciones traumáticas primordiales en la búsqueda, profundamente inconsciente, de un objeto capaz de reflejarlas, de darles una primera forma afectiva. En este sentido, los cortes serían entonces el instrumento a través del cual el sujeto actualiza (saca a la superficie) las huellas traumáticas que han permanecido almacenadas, enterradas en el self. La adolescencia es un momento privilegiado para esta reactivación de esta experiencia disociada y enterrada, debido a la sensorialidad desencadenada y experimentada por, y en, el cuerpo adolescente. Impulsadas por la compulsión a la repetición (Roussillon 2016), estas inscripciones, depositadas en la mente en forma de sensaciones, proto-emociones y fragmentos perceptivos inaccesibles a través de imágenes y palabras, resurgen de la glaciación –a la que habían sido condenadas "para defenderse de" la invasión traumática– para encontrar un espacio (un continente) capaz de acogerlas y transformarlas. Sin embargo -y esta es una cuestión fundamental- este material arcaico desfigurado e impensable no puede sino volver de la misma manera, y bajo la misma lógica, que dominaba la mente cuando se depositó allí. En otras palabras, regresa tal como era, sin transformarse. No ha sido posible la Nachträglichkeit.
Como escribe Le Breton (2003), "La piel es el sismógrafo de la historia personal. Es el lugar de paso del sentido en la relación de cada uno con el mundo" (p. 25). Herir la piel es la única manera que tiene el sujeto, en un momento dado, de "comunicar" el hecho de que una parte de la piel psíquica ha sido perforada, rota, lacerada, desde la primera infancia. En otras palabras, la piel tallada y desfigurada no es ni una metáfora del sufrimiento interno profundo ni un intento de liberarse a través de la puesta en escena de afectos y representaciones insoportables. Por el contrario, muestra directamente, sin transformación alguna, la existencia de un núcleo cuyo interior mismo ha sido abolido o, más probablemente, nunca llegó a nacer . Se trata de zonas en las que la piel psíquica está necrosada, muerta, o tal vez nunca llegó a salir a la luz. Las comillas de "comunicar" son, por tanto, obligatorias, ya que no se trata del tipo de comunicación que observamos en las palabras del analizado, en los sueños o en el juego de los niños (Ogden 2005). Se trata de comunicaciones primitivas, virtuales, potenciales (McDougall 1978; Roussillon 2008). No portan un significado simbólico que el otro (objeto, analista) pueda simplemente "traducir" o "descifrar". De un modo mucho más complejo, la mente del objeto (externo) se ofrece como continente de esos mensajes potenciales, dotándolos así de sentido -un sentido que hasta ese momento literalmente no existía-, convirtiéndolos en verdaderas comunicaciones (simbólicas). La cuestión crucial, por tanto, no es discutir infructuosamente si el acto de cortarse es en sí mismo portador de un significado potencial o si, por el contrario, es pura y simple descarga-evacuación. Esta visión intrapsíquica de la cuestión no es suficiente. El gesto no es en sí mismo ni portador de significado ni pura descarga. Su valor no puede decidirse a priori; el potencial del propio acto contiene ambos elementos. Cuál de estas dos virtualidades determinará su destino depende de la calidad del encuentro con el objeto-analista-de la manera en que el objeto-analista lo acoge (o lo rechaza) y lo transforma (o lo expulsa) (Roussillon 2016). Es el final del proceso el que da sentido, a posteriori, a su inicio. Es la respuesta del objeto-analista la que determina, après coup, la naturaleza y el valor del acto (Ogden 2005, 2016b).
Nuestro ejemplo clínico muestra cómo emerge el cortarse en su doble valor potencial.


Caso clínico: Angélica


Angélica, de 14 años, se corta. Sus profundas angustias narcisistas, inscritas en experiencias infantiles marcadas por varios abandonos traumáticos, reactivados y despertados por las transformaciones puberales, resuenan violentamente cada vez que se separa de su analista. En estos momentos, son el cuerpo y las acciones de la paciente las que “muestran” un sufrimiento que no puede transmitirse mediante palabras.
Nos centramos aquí en cuatro momentos significativos de separación que marcan un año de terapia con esta paciente adolescente, para mostrar precisamente cómo sus acciones ante estas separaciones estaban influenciadas por las potencialidades duales de las que hemos hablado: la repetición concreta de contenidos que siguen siendo impensables y no pueden ser elaborados y, al mismo tiempo, el potencial comunicativo que permitirá al analista dar significado, en la relación transferencial-contratransferencial, a las acciones de la paciente.
Angélica fue derivada al servicio psicoterapéutico para adolescentes por su pediatra, alarmada por las marcas que observó en el cuerpo de la paciente durante una visita debida a dolores de cabeza y de estómago que padecía cada vez más, para los que no se halló explicación médica. La pediatra vio las cicatrices dejadas por los cortes y la madre, también, pudo “ver” el sufrimiento de Angélica en lo concreto de su cuerpo: esto la convenció de llevar a su hija a un servicio de psicoterapia para adolescentes. Dentro de una institución de salud pública abrumada por demadas y emergencias, este servicio terapéutico intenta ofrecer a sus pacientes -al menos a aquellos con patologías severas que pueden requerir un cierto trabajo psicológico- sesiones de psicoterapia con una frecuencia de una o dos por semana, dentro de un encuadre que, desgraciadamente, no siempre es el ideal para pacientes cuyo sufrimiento es tan profundo e intenso que a veces se requeriría una mayor frecuencia de las sesiones.
Al principio, Angélica se presentó de un modo complaciente y seductor, como una “niña buena”, una buena estudiante con tan solo algunas dificultades vinculadas a su angustia por rendir en la escuela y por algunas discusiones con su madre (normales en una adolescente). Cuando llegó a su primera sesión con la analista, llevaba el pelo, largo y rubio, recogido en un moño, y estaba vestida de manera discreta. Esta imagen, así como el contenido y el tono afectivo de las sesiones, cambiaría más adelante, de forma repetida y repentina en el curso de la terapia, especialmente el pelo, que cambiaría de color (morado, azul, gris, rosa), longitud (usaba extensiones) y estilo (en un momento dado se hizo rastas), reflejando el desarrollo de su todavía frágil identidad.
Durante unos meses, Angélica “rellenaba” sus sesiones hablando largo y tendido sobre un chico que le gustaba, sobre sus compañeros de clase y sus salidas por la tarde, sus vacaciones y sus “incursiones” en discotecas. Se presentaba como una adolescente normal, lidiando con los investimentos sentimenales que ayudan a comenzar el proceso de distanciamiento de los objetos tempranos de la infancia. Incluso las discusiones con su madre parecían leves y sin consecuencias tal como ella las contaba: atemorizada de entrar en contacto con su propia agresión, Angélica sentía, cada vez, la inmediata necesidad de “deshacerla”, aclarando que el afecto que siente hacia su madre es más fuerte que cualquier pequeño conflicto entre ellas.
Según iba contando sus historias, la terapeuta comenzó a sentir una especie de fascinación por su joven paciente, quien hablaba de un modo adulto y al mismo tiempo se las arreglaba para hacerla sentir profundamente implicada en un mundo adolescente de dolor afilado y amoroso y rebelión vívida. Esta misma fascinación, no obstante, alarmaba a la analista: había algo demasiado fácil, poco natural, en el modo en que Angélica se presentaba. ¿Podía ser la calma que precede a la tormenta? ¿Qué le impedía a la paciente expresar más directamente la intensidad de su agresión, que tan claramente atestiguaban los cortes en sus brazos? ¿Se permitiría Angélica en algún momento mostrar su sufrimiento de un modo más auténtico dentro del marco de un entorno limitado a dos veces por semana? Estos pensamientos cruzaban ocasionalmente la mente de la terapeuta, mientras que se escuchaba escuchando estas historias de enamoramientos adolescentes y amistades varias. Pensaba, para sí, en toda la ira y la desesperación que había percibido en las sesiones iniciales de la terapia. En aquel momento, Angélica, tal vez sintiendo la necesidad de satisfacer las que suponía que eran las expectativas de la analista, había contado la historia de su nacimiento y su infancia. El tono de voz de la paciente había sonado frío y distante, como si contara el argumento de una novela que acabase de leer; sin embargo, al escucharla, la analista había sentido un claro dolor, una especie de ruego desesperado, por parte de Angélica, de no separar de ella aquellos afectos insoportables y, sin embargo, imposibles de expresar, de no separar a la paciente de ella. Así, Angélica se había instalado, desde el principio, en la mente de su terapeuta, quien a menudo se encontraba pensando en su paciente (y tal vez para ella), en su hasta ahora inenarrable, aún insoportable historia.
Durante el embarazo de su madre, el padre de Angélica había pateado el vientre de su madre con la intención de provocarle un aborto. No la quería. Aquella mujer, que durante años había permanecido a su lado y criado a su hija mayor, que no era suya, "no era digna" de darle una niña. Pero la madre de Angélica la había querido a toda costa; el padre se había marchado. La madre de Angélica parece haber preferido ser abandonada a abandonar a su hija: herirla mortalmente, separarla de sí misma, abortarla. Sin embargo, cuando la niña tenía aproximadamente un año, la madre se vio "obligada" a emigrar para buscar trabajo, y dejó a Angélica con su abuela materna durante muchos años. Una vez más, parece como si el corte de un abandono violento, de una separación imposible, impensable, fuera exactamente reactuado por la madre de Angélica, que se vio "obligada" a dejar sola a su hijita, del mismo modo que se había visto "obligada" a afrontar sola su embarazo, después de que su pareja la abandonara. En semejante vórtice de desesperación y abandono, ¿cómo podía esta madre ver o reflejar los sentimientos y afectos de su hija recién nacida?
Pensando en esta historia violentamente traumática, la analista se sentía a veces desalentada e incapaz de entrar en contacto con el sufrimiento de su paciente, como si algo demasiado masivo, y al mismo tiempo indefinible y enigmático, se interpusiera entre ellas, manteniéndolas a distancia. El nacimiento de Angélica parecía haber estado marcado por un acto de abandono nefasto que su madre parecía haber superado solo en parte, y que parecía haber sido transmitido en parte, sin ser cambiado ni pensado, a su hija, convirtiéndose en un " sabido no pensado" en la actuación de Angélica. ¿Podría entenderse el corte de Angélica, entonces, como una repetición transmitida de generación en generación, sin diferencia ni transformación? (Roussillon 2016).
A pesar de estas profundas preocupaciones, las vacaciones de verano transcurrieron sin problemas. Cuando se reanudó la terapia, durante unos meses la paciente volvió a llenar las sesiones con temas de conversación ligeros, bromas e historias seductoras sobre su vida de adolescente "corriente". Parecía que ni siquiera la separación veraniega había dejado marca en ella. Y sin embargo, a la analista le llamó la atención la ausencia total, en el discurso de la paciente, de cualquier cosa que pudiera sugerir la razón evidente por la que Angélica fue remitida a terapia, el hecho de cortarse, cuyas marcas llevaba en las muñecas, y que a menudo intentaba ocultar.
De repente, sin previo aviso, dejó de asistir a las sesiones. Esto se prolongó durante varias semanas. La terapeuta, alarmada, se preguntó qué podía haber pasado. Fue la primera separación. Cuando regresó, el aspecto de Angélica había cambiado por completo: ahora tenía el pelo largo, teñido de morado, y una mirada agresiva, y llevaba ropa con tachuelas y desgarrada a la moda. La analista observó también que la atmósfera emocional de la sesión había cambiado. Hablando de su vida, la paciente dijo al final de la sesión: "Bueno, es como esperar un tren que nunca llega, y al final no puedes soportarlo más y te vas, dejas de esperar. Y entonces nunca sabrás si el tren ha pasado o no". Era la misma desesperanza que la analista había sentido mientras esperaba durante semanas el regreso de Angélica.
Tras pasar una sesión escuchando, y hasta cierto punto experimentando en su propia piel, la rabiosa desesperación de Angélica, la terapeuta ofreció una interpretación: "Por un lado, probablemente te sientes enfadada y desesperada y quieres dejar de esperar, pero quizá, si estás aquí, significa que, por otro lado, aún tienes la esperanza de que pase el tren". Sin embargo, en cuanto la terapeuta la pronunció, la interpretación sonó demasiado "reconfortante", de algún modo dirigida a reafirmar a la paciente (¿y a ella misma?) no solo acerca del riesgo de renunciar a esperar el tren de una vez por todas, sino también acerca del riesgo de que el tren llegue realmente, de un encuentro, una última esperanza y al mismo tiempo un peligro temido y abrumador. "¿Y si la paciente se arrojara bajo ese tren?", pensó la terapeuta, sintiéndose cada vez más impotente. Se sentía incapaz de ayudar a esta paciente, que faltaba a las sesiones dentro de un encuadre posiblemente no lo bastante intensivo, que la obligaba a dejar que la paciente se marchara, sola a veces durante una semana o más, llevándose solo unas débiles palabras tranquilizadoras. Tal vez así se sintió la madre de la Angélica bebé, pensaba la terapeuta, cuando la dejó sola y se fue a buscar trabajo a otro país.
En la sesión siguiente, Angélica se echó a llorar y, por primera vez, mostró abiertamente sus muñecas cortadas. Se sentía culpable, dijo, por no haber hablado antes de ello. También se sentía culpable por haberse vuelto a cortar; creía que había parado. Llena de rabia y vergüenza, dijo: "Estos cortes probablemente cicatrizarán, pero los cortes profundos dejarán una cicatriz. Cuando alguien los vea, dentro de veinte años, me preguntará qué son, ¿y qué le diré? Es porque antes me cortaba, soy depresiva, ¡soy una persona que se autolesiona! Y la gente volverá a dejarme, ¡porque esto es repugnante e hiriente!". Angélica, pensó la analista, le estaba preguntando si era capaz de mirarla sin sentir asco, sin sentir repulsión por su desesperación, por su enfado, y por todas aquellas cosas malas y dolorosas (impensables y por tanto tal vez experimentadas como amorfas y repugnantes). Estas cosas, sin embargo, empezaban a tomar forma, de una forma concreta y actuada, mediante el cortarse. “Tal vez te preguntes -aventuró la analista- en qué medida, aquí, juntas, seremos capaces de mirar a estas cosas, que tú sientes como tan dolorosas y repugnantes, y de tolerarlas”. De hecho, la propia analista se preguntaba a veces si sería capaz de tolerar todo esto por Angélica y con ella. Como su paciente (¿debido a la identificación proyectiva?) podía haber tenido la impresión de que cualquier cosa que le pudiera dar a Angélica no sería sufiicente; se cuestionaba sus habilidades clínicas y lo apropiado del encuadre limitado que era todo lo que podía ofrecerle. Exactamente igual que la madre interna de Angélica, la analista tampoco debía de estar siendo una "madre suficientemente buena" para la paciente. Y lo que hería a Angélica fuera tal vez el acercamiento, el encuentro con la terapeuta, su propia existencia como un objeto / sujeto otro, imponiéndole el corte de una separación imposible frente a una cercanía igualmente insoportable. La desesperación toma protagonismo en toda su fisicidad. Lo que queda excluido del trabajo psíquico, lo que no puede ser pensado (simbolizado), vuelve a través del cuerpo y de la acción física. La diferencia que implica la separación es insostenible. Determina una ruptura del envoltorio que reactiva las heridas originales de la piel psíquica. Todo el peso del trabajo de simbolización se transmite a la analista. Desde el punto de vista de la paciente, el comportamiento actuado carece de sentido, de acceso al pensamiento y a la historización.
Angélica alternaba periodos de depresión profunda y desesperación furiosa, en los que se sentía sola, humillada y desesperanzada (a menudo después de cortarse), y periodos en los que se sentía exultante y despreciaba lo anterior, cortando así el contacto con sus partes más frágiles (defensa maníaca de Klein). En estos últimos periodos, Angélica se entregaba a " hazañas" que la hacían sentirse grande y admirada por sus amigos. Pasaba noches fuera de casa a escondidas y bebía hasta emborracharse. Poco a poco, la analista trató de mantener dentro de ella las partes del self que Angélica exhibía alternativamente: la parte exaltada, omnipotentemente autónoma y desdeñosa, y la parte indefensa, frágil y humillada.
Pasados unos meses, se aproximaban unas largas vacaciones de navidad (la segunda separación). En un proceso de inversión pasiva/activa que podría compararse con las primeras formas de identificación con el agresor, Angélica faltó a dos sesiones y luego a una tercera, impidiendo que la analista hablara sobre la pausa de navidad que se aproximaba. Cuando Angélica finalmente volvió, ella misma fue quien preguntó sobre las vacaciones. Tras recibir una respuesta, hizo algunas asociaciones con las graves peleas que había tenido con su madre, que la asustaban. Dijo que no sabía qué la asustaba más: los gritos enfadados o la absoluta indiferencia de su madre. Impactada por el repentino terror de Angélica, que resonó intensamente dentro de ella, la analista intentó decirle que tanto los gritos como la indiferencia de su madre la hacían temer que su vínculo se rompiera, y que tal vez su mayor terror era que esa pérdida fuera para siempre.
Con lágrimas en los ojos, Angélica habló de su última discusión furiosa: "¿Por qué no pude decírtelo antes? Llevo semanas queriendo verte para decirte esto. Tengo miedo de que mi madre muera. Tengo miedo de perderla, aunque solo sea por un momento, como cuando se enfada. Porque ese momento es para siempre".
La analista respondió: "Quizá también mi silencio durante las vacaciones sea un poco como una especie de desaparición. Tal vez tengas miedo de que no piense en ti, y tal vez también de que me enfade contigo porque no has venido a nuestras sesiones”.
Mostrando su desesperación, Angélica recordó largos periodos durante su infancia en que su madre permanecía en silencio durante semanas, sin hablar con ella: una madre que corta la comunicación. “Entonces pensé que la había perdido para siempre. E incluso ahora es así. Tengo miedo”.
Como señala Winnicott (1968b), el amor primario es despiadado. El infante expresa su destructividad sin considerar en modo alguno la alteridad del otro. Para situar el objeto más allá de su control omnipotente, el sujeto debe ser capaz de destruirlo, pero el objeto, a su vez, debe tolerar ser tocado por la fuerza de este movimiento sin retirarse de la relación ni tomar represalias. La experiencia emocional consciente e inconsciente de la madre es crucial para el bebé o el infante, que es extraordinariamente sensible a sus movimientos internos (Beebe y Lachmann 2014; Fraiberg 1980; Ogden 2016a; Winnicott 1960). El bebé/infante registra y responde emocionalmente al dolor de la madre cuando está a punto de ser "destruida", cuando se siente incapaz de ser una madre suficientemente buena y sufre profundamente por ello. Es necesario, entonces, no solo que la madre sea "destruida" como buena madre, sino también que sobreviva al dolor de ser destruida y comunique a su hijo que ha sobrevivido (Ogden 2016a). De este modo, la capacidad de la madre para transformarse activamente en respuesta a los movimientos del niño restablece el contacto con la creatividad del infante, permitiendo que su destructividad se vuelva "jugable". Esta experiencia permanece en el fondo en la memoria inconsciente y puede ser elaborada en la fantasía: de hecho, la fantasía es simplemente un intento de representar las reglas compartidas de comunicación afectiva que han sido inscritas presimbólicamente (Bollas 1987; Ogden 2016b). Solo si esto ocurre, de hecho, podemos determinar si el objeto ha sobrevivido realmente. En cambio, podemos imaginar que la madre de Angélica no fue capaz de oponer una respuesta creativa a la despiadada destructividad de su hija, replegándose en un silencio sepulcral que su hija probablemente experimentó como un veto al proceso de separación/diferenciación (un veto que reactivó el abandono inicial, aprés coup): el objeto atacado en la fantasía fue destruido en la realidad.
De vuelta de las vacaciones, Angélica contó a la analista que el día de Navidad intentó varias veces perforarse la nariz. Ella le mostró el resultado: un agujero. La analista pensó que, abandonada a sí misma, Angélica se encontraba sin apoyo, completamente perdida, como si careciera de un objeto en el que apoyarse y al que aferrarse, casi incapaz de respirar. Sin la presencia del objeto, sin su mirada de apoyo, la separación y la ausencia solo podían convertirse en un agujero concreto en su cuerpo. Solo una sensación cutánea podía actuar como continente primario, capaz de organizar y mantener los límites del cuerpo y del yo (Anzieu 1985; Bick 1968; Ulnik 2007). Lo que la analista sentía en su interior era un dolor profundo, casi físico, por su paciente. A veces se sentía responsable, incluso culpable, de infligir las heridas a la paciente. A veces se sentía exhausta, agotada por las peticiones imposibles de la paciente, y pensaba con rabia que no sería capaz de ayudarla, que Angélica la destruiría como buena terapeuta. Pensaba que la propia Angélica, al nacer, al existir, había "obligado" a su madre a ser abandonada y a abandonarla a su vez: en consecuencia, ha quedado un "agujero" a través de las generaciones, la herida abierta causada por el corte de un abandono todavía impensable. Siguiendo las formulaciones de Roussillon (2016), no creemos que la generación actual (la de Angélica) pueda repetir indefinidamente los impasses inalterados de la generación anterior. Angélica repite, a través del acto de cortarse, el impasse en la simbolización de sus propias experiencias de abandono, pero el impasse subjetivo de su madre (la generación anterior) en la integración y simbolización de sus propias experiencias de pérdida y separación puede haber contribuido al impasse de su hija. Angélica tuvo que recurrir a soluciones narcisistas, probablemente porque su intento de recurrir a la función simbolizadora de la madre había fracasado. Por lo tanto, tuvo que enfrentarse sola a estas dolorosas experiencias, desarrollando sus propias modalidades de alivio y autocontención. Estas soluciones narcisistas actúan contra la repetición automática de experiencias no simbolizadas u organizan una repetición intentando suprimir su naturaleza traumática, como en el cortarse, que repite y controla (mediante la inversión) la experiencia de cortes traumáticos en la relación y en la experiencia del self.
La analista le dijo entonces a la paciente, muy suavemente: "Esta cicatriz de la nariz tal vez nos esté mostrando algo sobre el agujero, el vacío que experimentaste durante este largo período de vacaciones, cuando yo no estaba aquí". Angelica sacó una hoja de papel y empezó a dibujar. Empezó a aparecer el rostro amable de una niña, cuyos rasgos sugerían al principio los de la analista. Pero luego la cara fue cambiando gradualmente: aparecieron cortes, agujeros y pinchazos, uno tras otro, tal vez un intento de Angélica de enlazar, apoyar y sentir cada parte de su cara, perforándola. "La nariz. . . . Debo sentir dónde está la nariz. . . . ¿Dónde está la nariz en una persona normal?" Examinó detenidamente el rostro de la analista, miró su nariz y la dibujó, exclamando al final: "¡Ya sé lo que falta! ¡¡Los hoyuelos!! Los veía cuando sonreías". Luego los añadió al retrato de su cara, de la cara de su analista.
Angélica pudo empezar a "utilizar" su objeto, y el cuerpo de su objeto, para construir una imagen más cohesionada de sí misma. Los fenómenos transicionales, de los que este dibujo puede ser un primer esbozo, "aparecen después de que el objeto haya sido destruido/encontrado. El descubrimiento de la exterioridad del objeto es una ruptura . . . en el narcisismo primario y en la ilusión de autogeneración y/o autodestrucción que lo caracteriza" (Roussillon 1995b, p. 160). Las interpretaciones de la analista, que provenían de sus intensas experiencias contratransferenciales, permitieron a la paciente comenzar a construir una imagen de sí más coherente, favoreciendo así la emergencia de fenómenos transicionales. Après coup, los agujeros del cuerpo comenzaron a transformarse, permitiendo el acceso a una forma significativa inicial, por pequeña que fuera.
Un tercer momento crítico tuvo lugar en torno a la separación de las vacaciones de Pascua. Como pasó en Navidad, Angélica faltó a sesiones y finalmente regresó desmoralizada y enfadada. Gritó y lloró desesperadamente, diciendo que el trabajo que habíamos hecho hasta ahora era totalmente inútil, porque sus experiencias pasadas no podían cambiarse. Se había cortado de nuevo, repetidamente. Había decidido dejar de venir a las sesiones, y había venido a esta sesión solo para decirme esto. La separación (las vacaciones) habían herido de muerte su recién nacida esperanza; era un abandono. El objeto no era perfecto porque no estaba ahí cuando Angélica más lo necesitaba. Y si no es perfecto, también puede no estar en absoluto. La analista, abrumada por tanto enfado y desesperación, sentía que la paciente podría realmente abandonar su tratamiento. Durante las vacaciones, Angélica había experimentado una vez más la soledad y el abandono, y ahora amenazaba con decidir todo sola (autosostén); permanecer sola era la única garantía de no ser abandonada de nuevo y caer en el vacío. Una vez más, aun más que antes, la analista se sintió impotente, incapaz de ofrecerle a Angélica lo que necesitaba, como Angélica pensaba que se había podido sentir su madre. Tal vez al igual que la madre con su hija pequeña, la analista estaba experimentando una especie de desesperación airada por no ser capaz de ayudar a la paciente.
Winnicott (1947, 1968b) se refiere a la importancia crucial del dolor real, a veces incluso del odio real, que el analista (como la madre con su infante) experimenta en respuesta a ser destruido como analista por el paciente. Al releer las palabras de Winnicott, Ogden (2016a) señala que es la percepción del dolor por parte del paciente y su respuesta lo que hace que el analista (como la madre) sea real para el paciente (niño). El paciente puede así entrar gradualmente en una relación con el analista como un individuo separado, un objeto "real". Ante una experiencia tan dramática, tanto el deseo de venganza de la madre como el del analista son en cierto modo naturales; como escribe Winnicott (1968b): "Estos ataques pueden ser muy difíciles de soportar para el analista, especialmente cuando se expresan en términos de engaño, o mediante una manipulación que hace que el analista haga realmente cosas que son técnicamente malas. (Me refiero a cosas como ser poco fiable en momentos en que la fiabilidad es lo único que importa, así como a la supervivencia en términos de mantenerse vivo y de ausencia de la cualidad de represalia)" (p. 123).
La analista le dice a Angélica: “Creo que nuestro trabajo no ha terminado. Sería importante intentar entender, juntas, el significado de todo este enfado, que surge aquí justo cuando nos encontramos de nuevo después de que yo haya estado ausente dos semanas”.
“¡¿Cómo voy a parar si mantienes mis sesiones?! Me dijiste que te dijera lo que pienso realmente, pero ¡¿de qué sirve, si luego lo ignoras?!” contestó Angélica, casi gritando.
La analista le habló a Angélica de la posibilidad de escuchar el punto de vista de la otra persona, manteniendo la perspectiva propia. Pero Angélica estaba tan furiosa que no podía hablar. La sensación de impotencia, casi de desesperación, de la analista se convirtió gradualmente en una profunda tristeza por el sufrimiento de la paciente. Sentía que había herido a Angélica con sus palabras; se había establecidio dorolosamente una cierta diferencia entre ellas. Solo en este momento pudo ver lo que había ocurrido. En silencio, con los brazos ocultos bajo el escritorio que había entre ambas, Angélica se afanaba en torturar y arañar sus muñecas heridas hasta hacerlas sangrar.
“¿Te sientes herida por las cosas de las que hemos hablado hoy? ¿Te sientes herida por el hecho de que no estemos de acuerdo?”
“¡Sí, es todo culpa tuya!”, respondió Angélica cuando finalmente pudo hablar. “¿Qué crees que vas a conseguir? ¿Qué deje de cortarme? ¡¿A lo mejor crees que estoy pensando en ti mientras me estoy cortando?! Solo pienso en cortarme. ¿En qué debería pensar? Sí, ahora estoy pensando en mi analista. Bah, ¡¿de qué serviría?! ¡No pienso en ti!”
Angélica ahora podía expresar su enojo hacia su analista; sus cortes se habían "trasladado" a la relación transferencial. En ese momento pudo sentir profunda y dolorosamente la diferencia entre ellas, y en esa diferencia sentir la presencia-existencia (aunque negada) de la otra: "No pienso en ti". Si es posible estar juntos y al mismo tiempo pensar de forma diferente (diferenciándose entre sí), entonces separarse puede empezar a ser diferente de desaparecer, de morir. En el momento de la tercera separación, los cortes habían entrado más directamente en la relación transferencial, con una referencia explícita a la analista. La negación reveló una nueva posibilidad de soportar la diferencia, abriendo una brecha simbólica entre la experiencia de la separación y la de la desaparición. Junto con la ira destructiva, en el tratamiento floreció un profundo sentimiento de tristeza a través de la contratransferencia de la analista. En este punto Angélica podía expresar mejor su destructividad en la sesión, con acciones, rabietas y palabras violentas que se sucedían vertiginosamente, en una relación continuamente desafiada por su rabia furiosa (objeto destruido/encontrado de Roussillon). Tal vez podamos suponer que lo que le sucedió a Angélica se asemeja a lo que Winnicott (1968b) imaginó con respecto a ese momento inicial de pasaje en el que el sujeto puede comenzar a utilizar el objeto (en la medida en que es real/separado): "el sujeto le dice al objeto: 'Te destruí', y el objeto está allí para recibir la comunicación. A partir de ahora, el sujeto dice: "¡Hola, objeto! Te he destruido". Te quiero". Tienes valor para mí porque has sobrevivido a mi destrucción". Mientras te amo, te destruyo todo el tiempo en la fantasía (inconsciente)" (p. 120).
A partir de ese momento, efectivamente, Angélica dejó de cortarse: incluso en los períodos más difíciles de la separación que siguieron (las vacaciones de verano), Angélica ya no recurrió a cortarse ni a hacerse agujeros en el cuerpo para transmitir la violencia de las emociones que experimentaba y que podían desbordarla. Al acercarse las vacaciones de verano (la cuarta separación), Angélica volvió a desaparecer durante varias sesiones, y una vez más la analista temió no verla antes del descanso. Sin embargo, Angélica regresó y lo primero que quiso hacer fue contar el número de sesiones antes de "sus" vacaciones de verano. Resultó que tenía previsto marcharse antes de que la analista se fuera de vacaciones. Este mecanismo de inversión seguía siendo necesario, pero su sentido empezaba a ser accesible. Angélica pudo decir que faltar a las sesiones la hacía sentir "libre y poderosa", porque por fin podía decidir por sí misma. Sentía que pedir ayuda a otros la colocaba en una posición de inferioridad insoportable. Una vez más, la separación de la analista desencadenaba el miedo a perder el self (el corte original), lo que ocasionaba una defensa maníaca (autosostén).
En su última sesión, Angélica habló largo y tendido sobre su proyecto de hacerse un nuevo piercing de dilatación durante las vacaciones. Describió el procedimiento con todo detalle. La analista habló de la posibilidad de cerrar y abrir agujeros a la vez, de la ausencia, y dijo que Angélica podría sentir que la ausencia se expande de forma aparentemente irreparable. La paciente respondió describiendo minuciosamente todos los peligros a los que podría enfrentarse durante las vacaciones. Temía el momento en que tuvieran que separarse. Cuando la analista interpretó la preocupación de la paciente, Angélica se calmó y dijo, inesperadamente, que no estaba segura de poder arreglárselas sola. Por primera vez desde el comienzo de la terapia, Angélica pudo vivir y experimentar en el espacio del tratamiento su miedo a perder para siempre a su objeto, lo que correspondía con perderse a sí misma. Mientras que antes la analista tenía que sentir ese afecto como insoportable, "en nombre de la paciente" (en la identificación proyectiva), y Angélica no podía hacer otra cosa que representarlo con sus cortes y ausencias, ahora el miedo podía ser compartido en la relación.
Antes de terminar la sesión, Angélica manifestó su interés por las vacaciones de la analista. Quería que le asegurase que no viajaría demasiado lejos. Entonces miró a la analista y dijo con convicción: "De ninguna manera. . . . ¿Tú, al extranjero? Seguro que irás hasta un resort de playa cerca de casa. ¿Por qué llevas siempre el mismo tono de maquillaje? ¿Y por qué todo lo que llevas está coordinado, incluso tus pendientes? ¡Eres un animal de costumbres! Bueno, al menos sé que cuando vuelva seguirás siendo la misma de ahora. . . . No te teñirás el pelo de morado, ¿verdad?".
"Tal vez", respondió la analista, "es difícil estar lejos durante tanto tiempo, y te preguntas si me encontrarás tal como era antes, o si tal vez ya no puedas reconocerme; esto podría asustarte". Estaba un poco preocupada por la larga separación impuesta a Angélica, que temía pudiera superar su capacidad de mantener un objeto interno estable y fiable. Al mismo tiempo, en su interior, la analista podía experimentar por fin cierta esperanza de que pudieran seguir trabajando después de las vacaciones; podía afrontar la rabia y el vacío que experimentaba su paciente. "Al fin y al cabo, aunque tu pelo se haya vuelto morado o azul, como ha ocurrido en el pasado, y aunque hayas cambiado un poco durante este período, siempre serás tú, Angélica, incluso después de las vacaciones, y podrás hablar conmigo y contarme lo que ha ocurrido mientras tanto" "Creo que tendré muchas cosas que decir, igual que el año pasado, quizá incluso más", respondió ella.
A medida que se acercaban las largas vacaciones de verano, la paciente parecía entrar en contacto con su fragilidad identitaria, que manifestaba mediante constantes cambios en su cuerpo y, en particular, en el color de su cabello. Parecía buscar estabilidad e integridad en la imagen de la analista, con un color de pelo definido, siempre el mismo. Angélica temía descubrir que su analista podría haber cambiado el día en que se reencontraran después de las vacaciones. En la posibilidad de pensar en un analista que se va de vacaciones, pero que al mismo tiempo no se aleja demasiado y mantiene sus hábitos, Angélica estaba mostrando ciertamente la necesidad de que su objeto fuera constante y confiable, pero también estaba mostrando que podría ser capaz de aceptar las diferencias introducidas por la dinámica de separación/recuperación. La analista podría irse (diferenciarse), pero no demasiado. Debe ser un "doble" previsible (Botella y Botella 2001), alguien en quien confiar para que la paciente siga un camino que conduzca a la representación de la ausencia.
Al final de la sesión, Angélica corrió hacia la puerta, se dio la vuelta y dijo “¡Bueno, de todos modos tengo tu teléfono!”
La experiencia de este último momento de separación condensa claramente las transformaciones a las que la paciente había accedido durante sus meses de psicoterapia. Aunque los mecanismos de reversión seguían activos, Angélica había sido capaz de construir un nuevo tejido simbólico, una primera piel psíquica, aunque frágil, que protegía el cuerpo físico, un primer paso hacia la transformación de percepciones y sensaciones en afectos y representaciones más claramente diferenciadas. En esta última sesión antes de las vacaciones, Angélica parecía más capaz de contactar auténticamente con su fragilidad identitaria y de aceptar, al menos parcialmente, su dependencia de la analista, experimentada ahora como un objeto más separado. Su autocorte había comenzado a ser reemplazado por palabras utilizadas como vehículos para expresar emociones intensas y temerosas, que ahora podían ser compartidas en la relación terapéutica.

Conclusiones


Nuestro ejemplo clínico muestra que en los adolescentes con importantes problemas de identidad narcisista, a veces solo el acto concreto de cortarse puede expresar el dolor de una experiencia traumática, un corte en la mente y en el funcionamiento psíquico -que aún no ha accedido a otra forma de comunicarse- en el momento crucial de la subjetivación adolescente.
Solo mediante el trabajo analítico sutil en la transferencia-contratransferencia estos adolescentes pueden aprender a hacer uso de un segundo momento transformador, en la relación con el analista, para repetir y recuperar las experiencias traumáticas tempranas, hasta este momento impensables y, por tanto, imposibles de expresar en palabras. Una intervención en el momento adecuado puede producir modificaciones precisamente porque el periodo adolescente, tan delicado y tan abierto al cambio y a una revisitación del proceso de subjetivación, abre nuevas posiblidades para el redescubrimiento de partes del self, a las que hasta ahora se les había cortado la posivilidad de ser pensadas. La frecuencia limitada de las sesiones en el caso de Angélica (dos veces por semana) aunque se debían principalmente a las necesidades prácticas del servicio psicoterapéutico, muestra cómo en la adolescencia es posible mobilizar produndamente el funcionamiento psíquico de un paciente en un periodo de tiempo más corto que en el trabajo con adultos. A veces es posible trabajar incluso con una frecuencia menor simplemente debido a las fuerzas propulsoras y las modificaciones que la propia adolescencia produce fisiológicamente.
Como muestra el caso clínico, el trabajo en la transferencia-contratransferencia se intensificó particularmente en la separación, que se aproxima metafóricamente, aunque inicialmente solo en la mente de la analista, al precursor concreto del autocorte. La concreción de un corte que lacera la piel parece vinculada a algo que no puede ser pensado, ya que se transmite transgeneracionalmente, deformado e irreconocible, entre madre e hija, como una identificación alienante (Faimberg 1993) que lleva a la hija a representar en su piel una laceración traumática impensable por madre o hija.
Cuanto más se organizan las funciones simbolizadoras de la paciente, más disminuyen en intensidad y frecuencia los autocortes. Los cortes, siendo al principio la expresión de partes no experimentadas y no vividas del self (Ogden 2016a), pueden ser progresivamente interrogados en la transferencia como fenómenos con significado y valor comunicativo enraizados en la experiencia pasada de la paciente. Las laceraciones de la piel psíquica original, registradas traumáticamente por la psique sin ser experimentadas por ella (Faimberg 2013; Ogden 2014) y exhibidas violentamente por signos concretos en el cuerpo y proyectadas en el psique-soma del analista, son sustituidas gradualmente por palabras y emociones de contornos más definidos, lo que permite desarrollar procesos de simbolización en zonas de la mente en las que habían quedado congeladas, o quizás nunca habían nacido.

 

(1) Reconocemos los numerosos estudios del desarrollo relativos a la sobresaliente competencia innata perceptiva y cognitiva del neonato, pero, desde nuestro punto de vista, esto no significa que los neonatos sean capaces de organizar estas cogniciones en representaciones afectivas de su separación del objeto-madre. Si el reconocimiento del objeto está indudablemente presente mucho antes a un nivel cognitivo (Greenspan y Shanker, 2005), está solo gradualmente representado a un nivel afectivo desde el punto de vista del infante (ver, por ejemplo, la detallada descripción que hace Greenspan de los diferentes estados del desarrollo cognitivo y, por tanto, afectivo, del reconocimiento del objeto).
(2) Generar un cierto volumen, una especie de tercera dimensión -profundidad- del yo-cuerpo, o del yo-piel (Anzieu, 1985), es un sobre que encierra y al mismo tiempo crea, el mundo interno del sujeto.
(3) La piel psíquica es muy fina y, en ciertos casos, está lacerada o tal vez nunca se ha establecido, lo que enquista en el espacio mental del sujeto unidades delgadas y bidimensionales incapaces de acceder a cualquier representación de la diferencia y la temporalidad.
(4) El sufrimiento del self contribuye a la disfunción del yo y a las defensas desadaptativas (Stefano Bolognini, comunicación personal, 2017).
(5) Los neurocientíficos afirman que los traumas son especialmente dañinos para el hipocampo, que desempeña un papel crucial en el recuerdo de las experiencias del entorno. Es el hipocampo el que provoca la tendencia espontánea a revivir y repetir las experiencias traumáticas. Kandel (2018) afirma que las huellas de las experiencias traumáticas inscritas en el soma (que posiblemente corresponden a lo conocido no pensado de Bollas) nos hacen correr antes de saber por qué corremos. Damasio (2018) afirma que las sensaciones y emociones procedentes de las vísceras dan sentido al self incluso antes de unirse al sistema nervioso central. Se pregunta dónde se localizan estas sensaciones y responde: en el cuerpo.
(6) Compárese la diferencia sugerida por Winnicott (1957) entre temprano y profundo, y la comprensión que tiene Girard (2010).

Referencias

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