aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 066 2021 Monográfico. El psicoanálisis ante la sexualidad y el género en nuestro tiempo

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Varones en el siglo XXI. Entre la insistencia de lo tradicional, nuevas estrategias de dominación, y ensayos de paridad

Men in XXI century. Between the insistence of tradition, new domination strategies, and parity attempts

Autor: Meler, Irene

Para citar este artículo

Meler, I. (2021). Varones en el siglo XXI. Entre la insistencia de lo tradicional, nuevas estrategias de dominación, y ensayos de paridad. Aperturas Psicoanalíticas (66), Artículo e6. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001141

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Resumen

Se discute el estatuto teórico de la masculinidad, para analizar sobre esa base algunas características de la sexualidad masculina, tales como la doble elección de objeto amoroso y el repliegue actual ante el compromiso. El ideal de la masculinidad hegemónica, hoy está profundamente cuestionado en el contexto de la erosión del sistema de géneros característico de la Modernidad. Al analizar perspectivas futuras acerca de las regulaciones de género, se destaca el valor de la diversidad para sustentar proyectos y deseos, y se pone énfasis en la necesidad de discriminar entre los conceptos de diferencia y de jerarquía. El feminismo ha cuestionado la jerarquía establecida sobre la base de las diferencias sexuales, y la opción por la abolición de dichas diferencias constituiría un fracaso de su proyecto cultural.

Abstract

The theoretical status of masculinity is discussed, to support on this grounds, a study about some characteristics of masculine sexuality, such as the double choice of sexual object of love, and the current whithdrawal from commitment. The hegemonic ideal of masculinity, results deeply questioned today, in the context of the erosion of the modern gender system. When an analysis of future perspectives about gender regulations is made, the value of diversity to sustain desires and life projects is emphasized, as well as the necessity of distinguish between the concepts oh difference a hierarchy. Feminist theories have questioned the hierarchy based on sexual differences. The option for the abolition of such differences constitutes a failure of this cultural project. 


Palabras clave

género, masculinidad, sexualidad, subjetividad.

Keywords

gender, masculinity, sexuality, subjectivity..


La masculinidad como categoría teórica para los estudios sociales, y para la indagación psicoanalítica sobre la subjetividad

Para comenzar con estas reflexiones he optado por combinar la perspectiva de las ciencias sociales con la indagación psicoanalítica, debido a mi convicción acerca de que la nuestra es una especie social, y que el primer lazo es aquel que se establece entre la madre y el infante. Los relatos androcéntricos han imaginado una sociabilidad establecida mediante un pacto entre varones adultos, que habrían renunciado a algunos privilegios en aras de la subsistencia común. Este es el modelo de la fratría freudiana (Freud, 1913), expuesto en Tótem y tabú, e inspirado en la perspectiva hobbesiana y rousseauniana, donde se teoriza el lazo social como una alianza establecida entre individuos masculinos. Pero ese pacto entre iguales, que procura administrar la rivalidad narcisista para no poner en riesgo la autoconservación, es el producto de devenires biográficos que habilitaron el crecimiento de los fratres, quienes solo sostienen la ilusión de su individualidad, desmintiendo su dependencia temprana con respecto de la mujer que los ha asistido en su desamparo inicial (Hernando, 2012).

Raewyn Connell (2005), una socióloga australiana transexual, que lidera en la actualidad el campo de estudios sobre las masculinidades, define a la masculinidad como una configuración de prácticas. Mi lectura acerca de esta definición consiste en considerar que la autora no reconoce ningún carácter sustancial a la masculinidad social, que es, simplemente, lo que los varones hacen, y han venido haciendo hace mucho tiempo. La raigambre bourdiana del concepto de práctica social cuestiona el teoricismo, y enfatiza el carácter contingente, reactivo a las circunstancias que los grupos humanos han debido afrontar, de esas conductas, actitudes y disposiciones, hechas cuerpo y también actuadas, que se instituyen generando tradiciones y modelos para el ser masculino.

De allí se deriva que las prácticas reiteradas constituyen ideales, que solo se pueden realizar de modo parcial, incompleto, pero que sirven al propósito de orientar la conducta de los sujetos. Respecto del ideal de la masculinidad hegemónica, que se ubica en la cúspide de la jerarquía que se establece entre los varones, Connell considera que sirve a otro propósito más allá de la orientación de las conductas: tiende a generar malestar entre los hombres, ya que nunca alcanzan a lograr esas metas tan elevadas. Me permito agregar que también opera de modo eficaz para fomentar la competencia en el interior del colectivo masculino, promoviendo luchas para prevalecer, y así acercarse a esa posición idealizada. La constitución de ideales presenta entonces dos vertientes. Por un lado, implica una posibilidad estructurante, al construir un sentido para los proyectos personales y colectivos, por el otro, el ideal, al ser inalcanzable, puede favorecer la erosión de la estima de sí de los sujetos, o impulsarlos hacia esfuerzos extraordinarios que comprometan su existencia.

Judith Butler (1993) no se refiere a la masculinidad en particular, pero es útil recordar que esta autora considera que el género es una norma, una regulación instituida acerca de la masculinidad y de la feminidad, que opera estimulando la reiteración cotidiana de performances, desempeños ritualizados que construyen a través de su insistencia habitual, las regulaciones en las que parecieran haberse inspirado. El concepto de género normativo, se emparienta entonces con el de ideal, cuyo carácter mandatorio se intensifica en el caso de la masculinidad, porque se trata del género dominante, y los sujetos que lo encarnan, aunque sea de modo aproximado, adquieren una dimensión modélica.

Silvia Bleichmar (2006) ha dedicado una obra a lo que conceptualiza, siguiendo la tradición psicoanalítica, como “sexualidad masculina”. Cabe plantear aquí un interrogante acerca de si el descubrimiento freudiano acerca de la importancia psíquica de la psico-sexualidad humana, implica de modo forzoso establecer una sinonimia entre la totalidad del psiquismo y la sexualidad ampliada, o si es más productivo recurrir al modelo propuesto por Hugo Bleichmar (1997), que sistematiza las motivaciones, refiriéndolas, además de la sexualidad, al narcisismo, la auto conservación y el apego. La opción dependerá de la amplitud que se asigne al concepto de sexualidad tal como se lo emplea en el campo del psicoanálisis. El narcisismo puede ser considerado como amor a la imagen de sí, la auto conservación implica un amor por la propia existencia, y el apego supone una ligazón estrecha con quien nos auxilia para continuar con vida. De ese modo las categorías creadas por Hugo Bleichmar podrían volver a subsumirse en el concepto freudiano de sexualidad. Pero un concepto tan amplio y abstracto pierde especificidad, por lo que considero de mayor utilidad apoyar las indagaciones en el modelo elaborado por el autor de Avances en psicoterapia psicoanalítica (H. Bleichmar, 1997)

Si la masculinidad, tal como lo expuso el antropólogo David Gilmore (2007), es un ideal transcultural que fue relevado en casi todas las culturas conocidas, para desarrollar un enfoque psicoanalítico podemos considerarlo como el ideal organizador del sistema de Ideales propuestos para el Yo de los varones. Si bien los sujetos reales se distancian de modo significativo con respecto de sus ideales, estas prescripciones normativas organizan el destino de sus pulsiones, que suelen estar orientadas hacia la satisfacción directa, en contraste con lo que se observa entre las mujeres, aún hoy más proclives a la inhibición de sus manifestaciones eróticas y hostiles (Meler, 2012a). Los recursos defensivos predominantes no pasan por la represión, tal como lo expuso Freud en 1908/1979, sino por la desmentida, lo que favorece transgresiones de las regulaciones establecidas. Se genera así una moral doble, donde los sujetos ubicados en una posición de dominio se autorizan para no cumplir con la letra de la ley, y tampoco respetan los pactos y contratos privados, sobre todo, aquellos establecidos entre varones y mujeres. Esto sucede sobre la base de una consideración implícita acerca de que las regulaciones establecidas tienen vigencia para los sujetos subordinados, mientras que los sujetos masculinos dominantes gozan de una excepcionalidad que si no es legal, es legítima. En consecuencia, la formación masculina del Superyó, al contrario de lo que Freud (1925/1979) consideró, resulta deficitaria si se compara con las tendencias que aún se observan entre las mujeres, que tienden a apegarse de forma más estrecha al cumplimiento de lo establecido, ya sea en los acuerdos conyugales y familiares, o en la existencia social más amplia. La cantidad de cárceles destinadas en todo el mundo a castigar y contener la delictualidad masculina, que supera de modo notable a las cárceles para mujeres, constituye una demostración práctica de la falacia del supuesto freudiano acerca de la índole deficitaria del Superyó femenino (Meler, 2000a).

En síntesis, los arreglos normativos que han construido ideales culturales, y se expresan en configuraciones de las prácticas sociales desplegadas por los varones, pueden ser estudiados en el nivel de análisis de la subjetividad, como tendencias diferenciales que presentan los varones - en comparación con las mujeres o con los sujetos feminizados-, consistentes en la organización de un sistema de ideales del Yo caracterizado por la omnipotencia, y un Superyó con tendencia hacia la transgresión. Esto no se contradice con la autoinmolación heroica que en ocasiones realizan en beneficio del colectivo social. Existe posiblemente un nexo significativo entre lo que una antropóloga feminista, Peggy Reeves Sanday (1986), ha descrito como el carácter prescindible de los varones para los grupos humanos, - que los sacrifican en las confrontaciones con otros grupos, o ante adversidades naturales-, y la transgresión autorizada de modo implícito. La satisfacción pulsional, ya sea erótica u hostil, opera como recompensa por la auto inmolación masculina, ya sea en los campos de batalla, o en las luchas laborales por la subsistencia. Lo que está reprimido para la masculinidad social, no es la satisfacción pulsional, sino el apego a los vínculos y la auto conservación.

Elisabeth Badinter (1992) ha planteado que la masculinidad, en tanto es una construcción colectiva, ha atravesado de modo periódico por diversas crisis. Para comprender la crisis contemporánea de la masculinidad cultural, corresponde reflexionar sobre el contexto social actual, en el cual la masculinidad tradicional brilla por su ausencia en la adultez joven de los sectores medios.

Raewyn Connell, la teórica que lidera el campo de estudios de género sobre masculinidades, es una mujer trans, o sea, un sujeto nacido varón, que ha abjurado de su condición masculina. Posiblemente, la lucidez que caracteriza a sus contribuciones, se debe en alguna medida a su posibilidad de analizar la masculinidad desde una posición de exterioridad con respecto de la misma.

El libro que una destacada psicoanalista argentina dedicó a la masculinidad (Bleichmar, S., 2006), destina buena parte de su desarrollo al estudio de la transexualidad, lo que no deja de ser sorprendente. Lo que la autora plantea como una paradoja de la sexualidad masculina, se refiere a que la necesidad masculina de identificación con la imagen paterna implica una fantasía de incorporación homosexual, más específicamente anal, de la potencia del padre.

Esta versión algo literal de los procesos identificatorios, amerita una discusión. Sobre un cuestionamiento similar, he discutido el concepto de “melancolía de género”, creado por Judith Butler (Meler, 2020a), quien nos recuerda que el Complejo de Edipo es completo, o sea que en él coexisten la corriente psíquica heterosexual, que dirige el deseo amoroso hacia el progenitor del sexo opuesto, con la corriente homosexual, que vehiculiza el amor infantil hacia el progenitor de su mismo sexo. Partiendo de esa consideración freudiana, la autora considera que al resolverse el conflicto edípico del modo socialmente convalidado, las identificaciones con el progenitor del mismo sexo, que forman las bases de la feminidad en las mujeres y de la masculinidad en los varones, constituyen el residuo del amor objetal al que el sujeto ha debido renunciar para construirse de acuerdo con las prescripciones instituidas. De modo que las identidades normalizadas habrían incluido en sí mismas, el deseo homosexual resignado.

Esta argumentación fue concebida para refutar el nexo que se suele establecer en el campo del psicoanálisis entre la melancolía y la homosexualidad, lo que contribuye a una patologización ante la cual los sujetos queer están, de modo comprensible, muy alertas. Butler universalizó el concepto de melancolía, extendiéndolo a la subjetivación heterosexual. Las identidades convencionales, ya sean femeninas o masculinas, encerrarían de modo encriptado el amor erótico destinado al progenitor del mismo sexo, que debió ser resignado para conformar la subjetividad al género asignado.

Por un lado, considero que la asociación entre homosexualidad y melancolía puede ser matizada, refiriendo a los efectos de la discriminación, la asociación clínicamente observable, -aunque está lejos de ser universal-, entre elección homosexual de objeto y las estructuras de personalidad depresivas o melancólicas. La experiencia reiterada de encubrir la propia forma de ser por temor a la penalización de la policía de Género (Kimmel, 1994), favorece la erosión de la estima de sí de quienes han atravesado por esa modalidad lesiva de control social. Por otra parte, no acuerdo con concebir que el amor temprano de los niños hacia los progenitores del mismo sexo, tenga un carácter adultomórfico y genitalizado, que lo asemeje a una plena elección de objeto amoroso. Más bien lo percibo como un vínculo emocional en el que coexisten el amor y el deseo de identificarse, o sea el amor al modelo para el propio ser, tal como lo ha planteado Freud en Psicología de las masas (1921/1980), y como lo han retomado Emilce Dio Bleichmar (1998) y Jessica Benjamin (1996). Según considera Benjamin, el amor preedípico no implica una plena elección amorosa de objeto. Esa autora ha creado el concepto de “amor identificatorio”, para referirse a un amor al Modelo, o sea a un sujeto tomado como Ideal, sobre el cual el niño o la niña aspiran a construir su ser, asemejándose al mismo. No implica un deseo de tener, poseer sexualmente al ser amado, sino que cursa en el ámbito del ser, supone un deseo de ser como el otro. La madre suele ser un modelo para su hija, quien la ama porque desea asemejarse a ella en los aspectos que le resultan admirables, así como los niños buscan modelos masculinos a los cuales parecerse. La búsqueda masculina de modelos para el ser, resulta comparativamente más angustiosa, debido a que muchos varones crecen lejos de sus padres, con quienes mantienen vínculos menos estrechos del que las niñas entablan con su madre o cuidadora femenina.

A esta consideración se agrega la diferenciación psicoanalítica entre la identificación primaria, o sea el vínculo fusional del infante inmaduro con su madre, la identificación melancólica, característica de las relaciones tempranas, fuertemente ambivalentes, y la  identificación al rasgo, que es propia del post Edipo, que  hace posible interiorizar características valoradas en los padres sin que esto modifique la personalidad en su conjunto (Freud, 1921/1979; Laplanche y Pontalis, 1981).

En la construcción normalizada del género se registra, efectivamente, un duelo por la omnipotencia infantil y por la aspiración narcisista a la totalidad, que implica el deseo de poseer todos los géneros. Irene Fast (1984) ha denominado al período preedípico como “período sobreinclusivo”,  y expresa que la ansiedad de castración consiste, en esa época del desarrollo, en el temor de perder el sexo que no se tiene. Ese duelo no es objetal sino narcisista, y no tiene por qué generar melancolía.

Un error semejante se advierte en la expresión utilizada por Gayle Rubin (1975) al referirse a las niñas pequeñas, a quienes denomina como “la lesbiana preedípica”. El amor de las niñas hacia sus madres no está genitalizado de modo pleno, como ocurre en las relaciones lésbicas que se establecen en la adolescencia o en la adultez. Es un apego amoroso, animado por pulsiones aún no organizadas en torno de la genitalidad. En el caso de las mujeres que aman a otras mujeres, ese apego se transforma en deseo a lo largo de sus avatares biográficos, diversos según el caso. El adultomorfismo y la genitalización de ese vínculo temprano, implica una representación del concepto de sexualidad infantil, creado por Freud, que resulta demasiado literal.

Con un criterio semejante, debiéramos revisar el supuesto que subyace al desarrollo de Silvia Bleichmar (2006), referido a que la identificación con la masculinidad del padre, implicaría una fantasía de ser penetrado analmente por el mismo. La identificación al Modelo implica sin duda un amor, teorizado, como expresé anteriormente, por Jessica Benjamin (1996) como “amor identificatorio”. Silvia Bleichmar se ha inspirado en los trabajos de Gilbert Herdt (1982) acerca de los sambia de Papúa Nueva Guinea, una denominación con que ese autor aludió a la tribu baruya para guardar el secreto de sus rituales de iniciación en la masculinidad. Conviene recordar que esta tribu incluía entre sus prácticas de masculinización de los novicios, la fellatio y la incorporación oral del semen de los varones púberes, por parte de los niños impúberes, de cuyos cuerpos se intentaba desalojar hasta el último rastro de leche materna, un alimento considerado feminizante. La alimentación con esta “leche de hombre” corregiría la feminización inicial de la vida humana incorporando una masculinidad en estado puro, para transformar a los niños dependientes y temerosos en guerreros feroces (Meler, 2000a). El artículo de Ralph Greenson (1995) quien destaca la importancia que adquiere para el niño varón la desidentificación con respecto de la madre, que le permitiría identificarse con la imago paterna, y adquirir así una masculinidad subjetiva, se sustenta en el mismo supuesto. Los procesos identificatorios serían representados en una versión literal por las tribus primitivas, a través de la ingesta de semen. Pero los psicoanalistas podemos sustraernos a tal literalidad, y no considerar que los procesos de identificación se deban anudar de modo obligado a fantasías de incorporación física, ya sea oral o anal.

Las identificaciones se refieren a la esfera del ser, y en ese sentido, al ámbito de la construcción del Yo. Nuestro Yo no es más que un compendio, una organización singular de los diversos procesos identificatorios que hemos desarrollado a lo largo de nuestra vida. Si bien el deseo de ser implica de modo obligado el deseo de ser amados, los procesos psíquicos involucrados ameritan una diferenciación con respecto del deseo erótico que se despliega en el nivel edípico de las relaciones con los objetos primarios.

Y sin embargo, la asociación entre la masculinidad y los deseos pasivos hacia otros hombres insiste, refrendada por la experiencia clínica que testimonia sobre el temor a la homosexualidad que aflige a la mayor parte de los varones heterosexuales.

Si la masculinidad es, como lo ha planteado Gilmore (2007), una reacción de los grupos humanos ante la adversidad, ¿tendremos entonces que definir a la masculinidad como una impostura?

Ejercicio de la sexualidad masculina

Hace dos décadas publiqué un ensayo sobre el ejercicio de la sexualidad de los varones (Meler, 2000b), donde recurrí como apoyatura, para no abusar de las viñetas clínicas, al discurso de un traidor a su género, Joseph Vincent Marqués (1987), un sociólogo valenciano que rompió el pacto de silencio del club privado de los andres para exponer con una prosa ingeniosa y ágil, las características de la sexualidad masculina hegemónica, o sea, los atributos esperados, aunque no siempre hallados, entre los varones. Características tales como la jactancia, la hipersexualidad, la obsesión por el coito, la sorprendente asociación entre deseo heterosexual y odio, y la pretensión de saberlo todo sobre la sexualidad, para iniciar a las mujeres, conducen en la dirección de un ejercicio de la sexualidad orientado en torno de metas narcisistas. Se trata de placeres buscados con cierta desconsideración hacia la compañera erótica, y orientados a desplegar una performance destinada a la fratría viril, para lograr el engrandecimiento de la imagen de sí.

Cabe interrogarse acerca del nexo que se establece entre las prácticas sexuales y el narcisismo femenino, para que esa comparación sirva como una referencia que permita captar la especificidad de las conductas sexuales de los varones. Es frecuente que las mujeres anhelen ser amadas, al punto de que Nora Levinton (2000) ha planteado que ese temor a perder el amor, constituye la principal aspiración femenina, destinada a conjurar el complejo de castración. Pero esa demanda de amor se dirige de modo unificado hacia una figura masculina idealizada, cuya excelencia se aspira a compartir. La masculinidad, aunque hoy está vapuleada en nuestra cultura, todavía conserva buena parte de su prestigio tradicional, por lo que el planteo que Emilce dio Bleichmar realizó en 1985, mantiene su vigencia. Según ha expresado esa autora, muchas mujeres organizan sus ideales del Yo en torno de la aspiración de ser la mujer de un hombre. Tener un hombre exitoso o valorizado socialmente constituye la meta preferible, pero si ese logro no se obtiene, ¡al menos tener algún hombre! Esa aspiración enfrenta hoy obstáculos a veces insalvables (Meler, 2020b) pero permanece como un deseo expresado de forma manifiesta por la mayor parte de las mujeres.

En contraste, el deseo masculino es polígamo, nómada y coleccionista. La pasión acumulativa conduce a que muchos varones abandonen relaciones que aprecian, porque ese deseo, que no controlan, sucumbió a la rutina, y deambuló, con la misma autonomía que presenta la erección con respecto del Yo, en busca de nuevos rumbos.

La pertenencia al género dominante favorece una estima de sí algo más firme que lo que se observa entre las mujeres, y es por eso que la sola imagen de un varón que apoye su autoimagen en el hecho de ser esposo de alguien, nos hace sonreír. La acumulación de experiencias eróticas, en cambio, constituye un suministro significativo para la estima de sí de los varones. Eso se explica sobre la base de una tradición social ancestral, que consistió en reclamarles la realización de grandes esfuerzos, e incluso, sacrificios, en función de las necesidades del conjunto. A cambio, la recompensa por esos logros ha sido el acceso al disfrute de la sexualidad con mujeres atractivas. Marvin Harris (1987) planteó que los grupos humanos han embrutecido a sus varones para transformarlos en guerreros, y han utilizado a sus mujeres como recompensas sexuales para esos guerreros. El sedimento actual de esos arreglos tradicionales aporta para la construcción de una sexualidad acumulativa, que en lugar de la aspiración a la fusión unificadora propia de las mujeres, aspira a la variedad, que será luego utilizada como emblema de triunfo.

La vigencia actual de esta estructuración disociada del deseo masculino, se pone de manifiesto en las demandas de asistencia psicológica para las parejas conyugales, ya que la mayor parte de los motivos de consulta se vinculan con una infidelidad del esposo, que desencadena en la mujer un estado depresivo.

La ¿doble? elección de objeto en el hombre

A lo largo de una experiencia clínica que ha abarcado varias décadas, y a pesar de haber observado considerables modificaciones en el ejercicio de la paternidad, así como en otros aspectos de la subjetividad masculina, no ha dejado de sorprenderme la insistencia de la doble elección de objeto amoroso en los varones, que se presenta con características muy similares a las descritas por Freud (1910/1980) en sus Contribuciones a la psicología del amor.

Si a comienzos del siglo XX las mujeres deseadas solían presentar algunas características que atentaran contra su respetabilidad social, a comienzos del XXI, para sostener el deseo masculino, suelen bastar las diferencias de status social entre el varón y la mujer. Es así como he descrito el caso de un varón que luchaba contra la impotencia eréctil que lo acometía cuando intentaba consumar una unión sexual con su esposa, una mujer a la que consideraba hermosa, refinada y culta, y cuya familia de origen tenía un estatuto superior a la propia (Meler, 2000b). Se precipitó entonces en una relación amorosa con su secretaria, una mujer también bonita, pero perteneciente a una familia más modesta, que ocupaba en el ámbito del trabajo una posición auxiliar y subordinada con respecto de la propia. La inhibición que lo afligía cuando abordaba sexualmente a su mujer, desaparecía por completo con la amante, con quien desplegaba sin dificultad su plena potencia.

Su jefe, descrito como un personaje persecutorio, con ribetes sádicos, había insinuado un interés en seducir a la secretaria, generando angustia en el paciente, quien se había propuesto continuar con ese vínculo, aunque más no fuera para impedir el acceso de su rival. El relato acerca de un incidente de tránsito, consistente en el riesgo de que otro automóvil lo chocara desde atrás, aludía a un temor al sometimiento homosexual, aunque también podría remitir a la fantasía de incorporación anal habilitadora, que Silvia Bleichmar (2006) planteó como prototípica de la masculinidad.

He aquí entonces a los personajes del drama imaginario que se despliega en la mente de muchos varones. Estos son: el sujeto, una mujer amada y respetada, pero ante la cual lo abandona el deseo, una mujer subordinada a la que desea intensamente, y un ominoso rival, que amenaza con despojarlo. Está en discusión si el temor a la derrota, y la emasculación que implicaría, esconden un deseo, y si ese deseo consiste en la incorporación de la potencia paterna, que lo habilitaría para un mejor desempeño de su masculinidad. Un dato biográfico de este caso clínico, que abonaría esa hipótesis, consiste en que el paciente había crecido alejado de su padre, quien al separarse de la madre, abandonó el hogar y no sostuvo su vínculo con su hijo.

Otro paciente, último hijo de una familia numerosa, respecto de quien también resulta verosímil suponer una carencia en el vínculo con su padre, un hombre mayor que le prestó poca atención, conoció a quien sería más adelante su esposa mientras ella estaba casada con otro hombre. Al reencontrarla unos años más tarde, ya divorciada, comenzó un vínculo que se consolidó en matrimonio. Una vez nacidos los hijos, el deseo hacia su esposa, una mujer muy atractiva, a quien valoraba en grado sumo, comenzó a desvanecerse. En esa situación comenzó una relación extraconyugal, que se prolongó durante largos años. La amante era, como suele suceder en estos casos, de una condición social y económica más modesta que la propia, y recibió algún apoyo financiero mientras aceptaba la clandestinidad del vínculo. Pasado el tiempo, logró divorciarse en buenos términos, manteniendo con su ex esposa una relación de profundo afecto y lealtad inquebrantable, pero carente de sexualidad. Creyendo haber llegado a buen puerto, dio por concluida la terapia.

Pero, después de pocos años volvió a consultar, porque se encontraba en una situación semejante a la inicial, configurándose así una clara repetición de un patrón emocional y erótico. La antigua amante, ahora su novia oficial, era objeto de un amor sincero, lo que no le impidió involucrarse en una relación paralela con una mujer más joven y atractiva. Esta vez, la condición social de la mujer con quien mantenía una relación clandestina no era baja, pero en cambio, su conducta referida a la sexualidad había sido transgresora, lo que justifica ubicarla en la categoría descrita por Freud cuando teorizó sobre un tipo especial de elección de objeto en el hombre. Experimentó hacia esa mujer una atracción erótica apasionada, y se manifestó incapaz de tomar ninguna resolución para elegir a una de las dos mujeres, porque en esa dualidad sentimental se sentía feliz.

Hombre sensible, su bienestar se veía sin embargo ensombrecido por el temor al sufrimiento que sin duda ocasionaría en su novia, cuando se revelara la existencia de una amante. Tampoco era indiferente a la pena que expresaba la amante por su condición clandestina, ya que se manifestaba emocionalmente comprometido con ambas mujeres.

Su disfrute sensual no estaba exento de interferencias: en ocasiones, a pesar de estar dadas todas las condiciones para un encuentro erótico pasional, sufría lo que denominó como un bloqueo. La mujer deseada hasta el momento anterior, perdía realidad, y la experimentaba como si fuera una muñeca sin vida. En una ocasión comentó que si la novia se enterara de su infidelidad, eso “la haría de goma”, lo que remitió a su percepción desrealizada de la amante, que en esos momentos era experimentada como una muñeca. Mi lectura de ese síntoma consistió en interpretarlo como una manifestación de la represión de su percepción acerca de la subjetividad de las mujeres, una defensa que debía implementar para poder ser infiel.

Hombre celoso y posesivo, declaraba que jamás aceptaría alguna reciprocidad en ese terreno. Incluso solía mortificar a alguna de sus amantes con sus celos, reafirmando su pretensión de que ellas le pertenecieran en exclusividad, so pena de perder el vínculo de modo irrevocable. Reconocía sin dificultad que esa carencia de reciprocidad no era razonable, pero manifestaba no poder evitar, ni la doble elección de objeto de amor, ni la posesividad celosa hacia sus mujeres. Para reafirmar que no era un varón machista, al menos desde su posición consciente, me señaló que si lo fuera, no hubiera elegido una analista mujer. Las mujeres le parecían respetables e idóneas en todos los sentidos, con excepción del ámbito de la sexualidad, donde reclamaba una entrega unilateral sin concesiones.

La empatía, existente en numerosas conductas de cuidado y manifestaciones de amor que les dirigía, claudicaba cuando perdía la capacidad de que las representaciones del dolor de ellas ante la exclusión, adquirieran efectividad para inhibir su infidelidad. La percepción desrealizada de la mujer como una muñeca de goma, que interfería con su deseo y lo dejaba impotente temporariamente, expresaba este proceso de cosificación, necesario para sostener la impostura de exclusividad vincular y transgredir el pacto de fidelidad.

Sobre la base de estas observaciones clínicas, corresponde reflexionar sobre los nexos existentes entre el deseo masculino, la pulsión de dominio, la rivalidad y el narcisismo.

Deseo, dominación, rivalidad, y narcisismo masculino

Si bien muchos varones padecen inhibiciones de diversa índole, la inhibición de la expresión pulsional no es una característica específica de la masculinidad cultural, como sí lo ha sido respecto de los ideales normativos referidos a la feminidad. La dominación social masculina (Bourdieu, 1993) ha cobrado ese precio. Las mujeres han ejercido un control sobre su deseo, se han transformado, tal como lo expuso Emilce Dio Bleichmar (1985) refiriéndose a las histerias, en amas de su deseo, lo que, según considero, consistió en una interiorización del control celoso y posesivo del que las han hecho objeto los varones. Como contrafigura, la expresión del deseo masculino sustenta la estima de sí de los hombres, en tanto es una expresión de dominancia con respecto de la fratría viril, que se supone también desea lo que el sujeto reclama como propio. Un interrogante se plantea de modo inevitable, respecto de cuál es el peso del deseo erótico destinado a la mujer, y cuánto incide en la manifestación del mismo, el alarde viril que el sujeto realiza para gozar de un triunfo narcisista sobre sus semejantes.

El poder implica, después de todo, la capacidad de satisfacer los propios deseos, incluso a expensas de la privación impuesta a los demás respecto del cumplimiento de los suyos. Pese al desarraigo instintivo que caracteriza a nuestra especie, es difícil sustraerse a la evocación de la sociabilidad de los animales de harén, donde un macho dominante monopoliza el acceso a un grupo de hembras y las defiende de los intentos de aproximación de otros aspirantes, hasta el momento en que resulta derrotado y expulsado. Esas observaciones de la conducta animal, inspiraron a Freud para la creación del mito psicoanalítico expuesto en Tótem y tabú, (1913/1980).

Las observaciones freudianas que atribuyen a las mujeres un montante más elevado de envidia y celos posesivos (Freud, 1933/1979) no resisten un análisis basado en la experiencia clínica. La potencia del odio celoso que caracteriza la rivalidad entre varones, supera ampliamente las manifestaciones de rivalidad femenina. Una viñeta servirá para ilustrar esta cuestión: una mujer que comparte un café con su amante, en un bar cercano a su lugar de trabajo, al ver que su jefe se acerca para saludarla, los presenta por su nombre. Más tarde, el jefe le pregunta quién es ese hombre con el cual estaba, y ella explica que se trata de un amigo, ante lo cual recibe como respuesta: “¡Ah! Creí que era el personal de limpieza”. A su vez, su amante comentó de modo adverso, que el jefe se presentaba muy mal vestido. La puesta en contacto de dos varones suele desencadenar expresiones de hostilidad, aún cuando la relación que mantienen con la mujer en cuestión no lo amerite.

Corresponde entonces reflexionar acerca de cuál es la representación psíquica de la mujer en el drama del antagonismo celoso que se plantea entre los varones. Acotar el análisis a la rivalidad edípica, no alcanza para dar cuenta cabal del conflicto que allí se plantea, ni de las derivaciones fatales que en ocasiones adquiere con respecto de la mujer que es objeto de la disputa.

El desarrollo masculino temprano: relatos desde los estudios de género

Para una mejor comprensión será necesario retornar sobre algunos aportes que los psicoanalistas con perspectiva de género han realizado respecto del desarrollo temprano y de la construcción del género en la infancia.

Ralph Greenson (1968/1995) ha descrito un proceso que se produce en los niños varones hacia el final de su primer año de vida, consistente en lo que ha denominado como “desidentificación con respecto de la madre”. El autor parte del supuesto acerca de la existencia de una identificación primaria del infante con respecto de su madre, que deriva en una representación fusional del sí mismo infantil, en vías de constitución, un proceso psíquico que es a la vez, omnipotente y feminizante.

Esta hipótesis coincide con la descripción que Margaret Mahler (1992) ha realizado acerca del psiquismo temprano, en su teoría sobre la separación-individuación, una meta que debe lograr el infante a través de su desarrollo, debido a que la psique infantil comienza su existencia en un estado simbiótico con la materna. Tal como ha planteado Jessica Benjamin (1996), ese relato sobre el desarrollo psicosexual infantil es propio de una cultura individualista, y sería más adecuado evaluar los logros evolutivos en términos de la adquisición por parte del niño de una capacidad de reconocimiento de la subjetividad de la madre, concebida como un centro equivalente al propio. Pero queda en pie la percepción de Mahler acerca de la fusión temprana existente entre el niño y su madre, y del necesario proceso evolutivo de diferenciación entre ambos. Lo que puede ser objeto de discusión, se refiere a si esa imago materna puede ser caracterizada como femenina, o solo debiera considerarse como omnipotente, en función de la inmadurez del bebé y su extrema dependencia. Tal vez sólo de modo retrospectivo el psiquismo masculino tipifique a la madre temprana como una mujer, pero sea como sea, se observa la existencia de imágenes femeninas investidas de poder, fusionadas con la omnipotencia temprana de los niños. La costumbre de realizar una invitación a cenar, como parte del cortejo amoroso adulto, evidencia esta identificación masculina con la posición de la madre temprana que alimentó al infante, y la ubicación proyectiva en la mujer, del niño dependiente que alguna vez ese varón fue (Meler, 1987). Esa reversión de la dependencia infantil sugiere que el dominio masculino, tal como lo conocemos, se sustenta en una usurpación imaginaria del rol materno propio de los comienzos de la vida, que se ha instituido merced a la asimetría de poder existente entre los géneros hasta el momento.

Podemos establecer un nexo entre la hipótesis planteada por Greenson y la consideración que realiza Jessica Benjamin (2003), acerca de que el género se constituye mediante un proceso de escisión que tiene lugar en la mente del niño varón edípico. Según considera la autora, para construirse de modo acorde al ideal masculino de dominancia social, los varones deben escindir de su personalidad aquellos aspectos relacionados con la vulnerabilidad, el temor y la dependencia, e impostar un personaje que ostente las características deseadas, de potencia, liderazgo, dominio, y heroísmo. ¿Dónde se depositan esos aspectos escindidos del self masculino? La imagen de la niña es utilizada como el receptáculo desvalorizado de la vulnerabilidad humana.

Ilustraré ese proceso mediante una viñeta clínica: un niño prepúber atravesaba por un período de intenso interés en su participación en la fratría masculina, expresado a través del aprendizaje de un deporte de equipo. En ocasión de relatarme anécdotas sobre su grupo de pares, comentó de modo casual: “Mientras jugábamos, del otro lado de la pared, una nena gritó”. Acto seguido continuó con su relato, como ignorando cualquier referencia a ese incidente. Al preguntarle qué había ocurrido con la nena, pareció perplejo, y eludiendo ese tema, continuó con la conversación acerca del grupo de pares. Mi lectura consiste en considerar que esa niña que había proferido un grito, representaba sus aspectos femeninos, ahora escindidos y repudiados, para construir su masculinidad. Esos rasgos femeninos suelen quedar encriptados en la personalidad masculina.

El control masculino sobre su parte femenina

Las referencias a aspectos femeninos y masculinos escindidos de la personalidad central, tienen una larga tradición dentro del campo del psicoanálisis. Heinrich Racker (2000), en sus Estudios sobre la técnica psicoanalítica, hizo alusión a esas “partes” correspondientes al otro sexo, que permanecen presentes, de modo inconsciente, en el psiquismo adulto.

Donald Winnicott (1985) fue autor de un artículo sobre la creatividad, donde se refiere a los elementos masculinos y los elementos femeninos puros o destilados, a los que caracteriza como aspectos escindidos de la personalidad total, presentes tanto en los varones como en las mujeres. Sin embargo, supone que en la mayor parte de los varones predominan los elementos masculinos, así como entre las mujeres predominan los elementos femeninos, y vincula este predominio con la constitución biológica de los sexos. Los rasgos de la personalidad que califica como femeninos, se vinculan al sentimiento de ser, y proporcionan las bases para la sensación de vitalidad y autenticidad del sujeto. Los elementos masculinos se refieren a la actividad destinada a satisfacer las demandas instintivas, mientras que los elementos femeninos favorecen el desarrollo de cualidades que suscitan deseo en los demás, y confieren al sujeto un carácter excitante, deseable. 

Estas caracterizaciones, que considero como antecedentes del concepto de género, están atravesadas por representaciones de época acerca de la actividad atribuida a la masculinidad, y la pasividad asignada a la feminidad. El supuesto del autor acerca de que los elementos femeninos no tienen relación con aspectos instintivos, alude a una feminidad espiritualizada, desexualizada, y la asociación de la masculinidad con lo instintivo refiere a la legitimación cultural de la sexualidad masculina.

Pese a estas marcas históricas, el valor de estos conceptos reside en el reconocimiento que realiza Winnicott acerca de la heterogeneidad existente en el interior de la subjetividad sexuada, y del modo en que las identificaciones que cada sujeto ha realizado con el Modelo para su género, coexisten en proporciones variables, con identificaciones cruzadas. No podría ser de otro modo, ya que la representación sexuada del self se elabora por identificación con respecto del Modelo para el género asignado, y por des-identificación con respecto del Modelo que representa al otro género. O al menos, esa ha sido la estrategia moderna de identificación según el género, que en la Postmodernidad se encuentra profundamente conmovida, de modos que aún resultan difíciles de comprender.

Si lo que podemos convenir en denominar como la masculinidad moderna, se ha construido sobre la escisión que el niño varón edípico realiza, eyectando mediante procesos de identificación proyectiva sus aspectos vulnerables sobre la imagen de la niña, se comprende que exista una tensión constante para evitar la amenaza de reintroyección de esos fragmentos del self, que fueron escindidos por estar desvalorizados. La institución social de esa defensa infantil masculina deriva del mayor poder que ha detentado el colectivo varonil (Chodorow, 1984).

En un nivel de funcionamiento edípico, en el cual la diferenciación existente entre el self y el objeto está bien establecida, la mujer amada es percibida como un sujeto diferente del sí mismo, deseado, y muchas veces controlado.

El control celoso, típico desencadenante de la violencia masculina y asociado con los feminicidios (Lagarde, 2006), crímenes cometidos contra las mujeres por el hecho de ser mujeres, implica el funcionamiento de lo que podemos considerar como un estrato más regresivo del psiquismo. En esa región, en ese enclave temprano, persiste la indiferenciación entre el sujeto y su objeto de amor, que evoca a la madre, y como ha planteado Benjamin (2003), también a la hija, cuando la feminidad ya ha sido devaluada. En ese nivel arcaico del funcionamiento psíquico, la eventual infidelidad de la compañera equivale a la promoción de la entrega homosexual del sujeto al arbitrio de un rival más poderoso. Supone entonces, degradación narcisista y emasculación del hombre que ha sido engañado.

Ernest Jones (1927/1967) ha descrito el modo en que algunos sujetos dependen penosamente de tener acceso a los genitales del/la partenaire amoroso/a, a quien consideran en algún sentido como parte integrante del propio ser. También encontramos en Freud (1922/1980) una referencia a estos procesos psíquicos, cuando tipifica a los celos en “proyectados”, expresión de la atribución a la mujer de la propia conducta polígama del varón, o los celos “delirantes”, donde se atribuye a la compañera el deseo homosexual dirigido a otro varón. La frase preconsciente correspondiente a esa fantasía masculina podría formularse como: “No soy yo quien lo desea, sino que es ella quien desea a otro hombre”.

La violencia letal que en ocasiones acompaña a los celos masculinos se comprende mejor si captamos el modo en que la mujer ha dejado de ser percibida como un sujeto semejante al sí mismo, para pasar a ser categorizada como parte integral del propio ser. El acceso exclusivo a los genitales femeninos brinda al sujeto la ilusión de completitud, que es prototípica del período evolutivo preedípico, denominado por Irene Fast (1984/1990) como “sobreinclusivo”. Recordemos que en esta posición del desarrollo, el sujeto teme perder los genitales que no posee, pero respecto de los que sostiene aún la ilusión de propiedad.

La notable falta de reciprocidad que se advierte en el segundo caso clínico que resumí anteriormente, puede explicarse mediante esta referencia a la caída de la capacidad para registrar la alteridad de la mujer, y su asimilación a un self siempre amenazado por la derrota y la degradación narcisista.

El deseo homosexual en los varones heterosexuales

La masculinidad convencional implica una actitud de alerta constante respecto de la homosexualidad pasivo-receptiva. Un adolescente exhibió la enorme cantidad de peso que era capaz de levantar durante su entrenamiento físico en el gimnasio. Al recibir una advertencia sobre que cargar con tanto peso podría producir el aplastamiento de sus discos intervertebrales, acompañada por la recomendación de practicar gimnasia aeróbica, su respuesta automática fue: “¡Eso es de puto!”.

Esa preocupación militante por ocupar una posición de dominio, es propia de la pertenencia a un género al que se ha encomendado el ejercicio del poder, y que reconoce una estratificación interna, una jerarquía que construye estamentos a los cuales los varones son asignados de acuerdo con sus desempeños.

Al interior de la fratría masculina, al no hacerse presente la distinción masculino/femenino, las desigualdades se conjugan en un léxico sádico anal, como vencedor/vencido, o un código fálico uretral, donde las posiciones se distribuyen entre ocupar los lugares de fálico o castrado.

Existe sin duda una erótica en la relación que se establece entre el líder y sus seguidores, quienes exhiben con orgullo su condición de secuaces o soldados que reconocen el liderazgo de un jefe. Considero que esa entrega a un sujeto dominante, cuyo dominio sostienen con su esfuerzo, y de ese modo perpetúan, representa la aspiración varonil de compartir la posición de un Yo ideal, una subjetividad omnipotente al estilo del hommoinzin, la excepción lacaniana que sustentaría la obediencia a la ley por parte de los demás varones (Roudinesco y Plon, 1998). Una condición cultural que reconoce al menos uno que puede sustraerse al imperio de la ley, es por definición, transgresora. Esa transgresión legitimada, se sustenta en la omnipotencia infantil no resignada, que todo el grupo social transfiere sobre la imagen masculina que lo representa idealmente, y que supuestamente, lo protegerá.

Otto Kernberg (2005) teoriza a lo inconsciente como un espacio psíquico poblado por fantasías intensamente sexualizadas y agresivizadas. Las fantasías masculinas de recepción, ya sea anal u oral, del genital de un varón más poderoso, ¿pueden decodificarse de modo exclusivo, tal como lo plantea Silvia Bleichmar, como deseos de identificación con la potencia fálica del padre?

Mi posición consiste en reconocer la coexistencia de diversas corrientes psíquicas. Mientras en una de ellas esa penetración fantaseada es temida en tanto expresión de derrota y consumación de la castración edípica, un castigo originado en la transgresión del tabú del incesto, otra corriente puede coexistir con la primera, destacando el carácter pedagógico de la violencia padecida, tal como se escenifica en los ritos de iniciación, ya sea que se los observe entre los pueblos primitivos, o en las escuelas secundarias, como prácticas clandestinas de los adolescentes varones (Ibarra Casals, 2012). Uno de esos adolescentes relató que debió someterse a recibir puñetazos en el estómago, ante los que la única defensa posible fue tensar los músculos abdominales para atenuar el impacto. Quienes no resistían ese “tratamiento”, eran objeto de puntapiés aplicados en las nalgas, una práctica infamante.

Puede establecerse una correlación entre estos sentidos coexistentes y las transformaciones que experimenta la imago paterna en la mente infantil y juvenil de los varones, cuyas características imaginarias terroríficas pueden dar espacio a una versión habilitadora de la potencia futura, que cobra el precio de la renuncia a la satisfacción actual, pero que en realidad constituye solo una postergación del acceso al goce prometido con un objeto exogámico (Lacan 1956-1957/1994a y 1957-1958 /1994b).

Otra variación posible, que se observa en la clínica, consiste en el sometimiento al perseguidor, aceptado con el propósito de salvar la vida. Las confrontaciones entre varones han adquirido con frecuencia el carácter de luchas a muerte, y no todos soportan poner en juego la propia existencia. Algunas homosexualidades masculinas, ya sean actuadas o permanezcan inconscientes, se vinculan con la sumisión ante padres terribles, y con esta expresión aludo a experiencias biográficas de amedrentamiento realmente acaecidas, cuyo procesamiento psíquico en esos casos, consistió en la resignación de la virilidad en aras de la autoconservación (Meler, 2000b, 2004).

La virilidad guerrera ha sido cultivada a lo largo de la historia mediante el maltrato, una práctica habitual tendiente a estimular la hostilidad masculina. Ese estilo de masculinidad cultural, una posición culturalmente disponible (Braidotti, 2000) sumamente valorizada, se encuentra hoy en crisis.

El repliegue masculino frente al compromiso: una nueva estrategia de poder

Hace pocos años comencé a recibir un tipo de consulta novedoso respecto de mi experiencia anterior: mujeres jóvenes cuya edad oscilaba entre los 35 y los 45 años, que consultaban por dificultades para establecer una pareja estable (Meler, 2020). La cultura psicoanalítica rioplatense en que se encontraban inmersas, indicaba que correspondía indagar sobre sus dificultades inconscientes para emparejar, pero, más allá de los determinantes personales, advertí que me encontraba ante una tendencia social. Mis consultantes, mujeres en general agradables, educadas y autónomas, no presentaban patologías severas, sino que padecían los efectos de un repliegue masculino ante el compromiso amoroso. Los varones de sectores medios acomodados, quienes según ha planteado Eva Illouz (2012) controlan el mercado sexual y el mercado matrimonial, están usufructuando la ilimitada oferta de contactos proveniente de las páginas web, una modalidad postmoderna de relacionamiento erótico que condice adecuadamente con la tradición masculina ancestral de acumulación de conquistas eróticas. Esta estrategia cuantitativa ya no se acota a una doble elección de objeto amoroso, sino que la duplicidad estalla en estos casos en una miríada de contactos fugaces, cuya potencialidad placentera es casi inexistente para las mujeres, quienes suelen requerir algún grado de familiaridad para sentirse cómodas en la intimidad, e incluso, resultan dudosamente gozosos para los mismos varones, cuyo pasaje por esos vínculos instantáneos tiene por objeto acumular status, o sea compensar su balance narcisista.

Sabemos que el empuje pulsional aumenta cuando la satisfacción anhelada resulta dificultada por algún obstáculo en su realización, lo que explica que la oferta sexual irrestricta aplane el deseo, y al impedir la idealización del objeto amoroso, interfiera en el proyecto de un compromiso.

Los varones, ya no por razones de género, sino en función de la diferencia sexual, no están sujetos a la presión del reloj biológico, cuyo transcurrir señala la caducidad de la capacidad reproductiva de las mujeres. Es por ese motivo, sumado a que la soltería masculina ya no es una condición social objeto de sanciones adversas, ellos postergan hasta edades muy avanzadas cualquier proyecto de familia, ya que, haciendo uso de su ancestral privilegio patriarcal, pueden emparejar con mujeres mucho más jóvenes y procrear cuando lo decidan.

Considero que esta novedosa estrategia de repliegue constituye una modalidad postmoderna de la dominación masculina. Incluso podría ser calificada como violencia, si convenimos en considerar como tal, al abandono. Existe una expresión popular referida a que es posible “matar con la indiferencia”, que ilustra esta potencialidad letal del distanciamiento afectivo.

He estudiado otra tendencia social concomitante, que se observa entre las mujeres de esos sectores medios, que consiste en buscar, ante la dificultad para formar pareja, una maternidad concebida como proyecto individual. Para ese fin, recurren a la adopción unipersonal, la compra de gametos o la prosecución de un embarazo casual, una fecundación obtenida en relaciones circunstanciales mediante un expediente que un estudio español ha denominado como “el engaño” (Jociles et. al, 2010). La impostura reproductiva constituye una violencia femenina, respecto de la que algunos varones ya están en alerta, en un contexto donde las diversas modalidades intrusivas no han desaparecido, pero están dejando asomar el otro aspecto del conflicto entre los géneros, el abandono, el repliegue masculino ante el compromiso emocional heterosexual.

La masculinidad hegemónica en cuestión

El progreso en la democratización de las relaciones entre los géneros ha tornado inaceptable el ejercicio de la violencia masculina contra las mujeres, una práctica que hasta hace poco estuvo legitimada, o al menos, naturalizada (Meler, 2012b).

Existen diversas modalidades en que se manifiesta la violencia, y su aparición responde a distintas circunstancias. Podemos registrar la existencia de una violencia tradicional, que aún persiste en algunas regiones del planeta donde la religión y las costumbres legitiman la dominación social masculina. Pero los procesos de democratización social característicos de la modernidad y la postmodernidad occidentales, han generado una modalidad reactiva de violencia, que expresa algunos intentos actuales de reinstalar el dominio masculino, un arreglo social milenario que integra la construcción de la identidad y de la autoestima de muchos varones. Ellos manifiestan de ese modo su repulsa a la paridad contemporánea que, al menos en el aspecto formal, los equipara en poder con las mujeres.

Esa violencia no solo se expresa mediante agresiones físicas y extorsión económica, sino que en ocasiones estimula la atracción sexual de los varones hacia mujeres considerablemente más jóvenes. La motivación erótica manifiesta, expresada ya en la Grecia Antigua por el calificativo de kalos con que se identificaba a los objetos del deseo masculino, sin hacer distinción de sexo, no agota por completo la explicación de esta tendencia. Las mujeres jóvenes, o las niñas, principales víctimas del abuso sexual cometido por algunos varones, resultan más proclives a aceptar relaciones de dominio/sumisión, porque su inmadurez favorece la dependencia con respecto de un hombre más experimentado.

En el curso de un estudio que he realizado sobre las relaciones de género en familias ensambladas (Meler, 2013) advertí que una modalidad mayoritaria para la concertación de ensamblajes familiares posteriores a un divorcio, consiste en la unión entre un varón divorciado, que ya ha sido padre, y una mujer considerablemente más joven, y soltera. Este tipo de unión, hoy frecuente, ha aumentado la asimetría etaria tradicional entre varones y mujeres, que ha oscilado en la modernidad media de Occidente, entre dos y cinco años, agrandando la brecha generacional hacia unos diez años de diferencia entre los cónyuges. El deseo masculino se sustenta en las relaciones de dominación, y esto se comprueba también por la negativa, lo que se advierte al comprobar que ese deseo languidece cuando el varón ha concertado una pareja en la cual la mujer es dominante, ya sea porque tiene más edad, es más exitosa laboralmente, o está más instruida.

Es este nexo entre deseo y dominio masculino lo que es objeto de una repulsa cultural, que, al menos en el nivel de lo declarativo, ha transformado a la masculinidad hegemónica en el enemigo público número uno. Esta actitud se observa al interior de los sectores sociales juveniles y educados, influidos por el feminismo, pero en términos generales, es más exacto considerar que la masculinidad dominante es destinataria de un tratamiento ambivalente. Por un lado se la hace objeto de crítica, y por el otro, se la añora, lo que se expresa en un lugar común: “Ya no hay hombres”.

Si consideramos que la denominación “hombre”, que ha designado mediante una generalización abusiva a la totalidad de la especie humana, en realidad alude a una construcción cultural colectiva, contingente y modificable, es posible que ese estilo de subjetividad esté efectivamente en vías de desaparición.

Dentro del campo de los estudios de género existe en la actualidad una corriente teórica y política que aboga por la ignición del sistema de géneros, considerado como una jaula (Preciado, 2019) que encasilla a los sujetos en la masculinidad y en la feminidad, sin dar espacio para las variaciones subjetivas. El universo cultural que esos autores imaginan, se caracteriza por la fluidez de las identidades, la variabilidad y oscilación de los deseos, donde el verbo ser, que alude a la identidad subjetiva, sería reemplazado por el verbo estar, una conjugación que alude a la transitoriedad y evanescencia de las identificaciones asumidas y de las elecciones de objeto realizadas. La clínica actual da testimonio de la existencia de esos estilos personales, cuya biografía amorosa alterna entre las elecciones homo o heterosexuales, sin que se planteen, al menos en el nivel manifiesto, mayores conflictos al respecto. Cuando entablan un nuevo vínculo amoroso suelen anunciarlo mediante la expresión: “Conocí a una persona”, ante lo cual conviene que el terapeuta espere pacientemente para saber si se trata de un varón o de una mujer, so pena de ser sancionado por la policía de la corrección política.

También llama la atención la creciente visibilidad de los sujetos transexuales, que prefiero denominar como transidentitarios, ya que su particularidad, el cruce del género asignado al nacer en función de su sexo, se vincula con las identificaciones tempranamente establecidas, que afectan la esfera de la identidad. Esa manifestación de identidades alternativas, puede responder a la liberalización de la censura social que caracteriza a la Postmodernidad, pero no creo que esta explicación alcance para dar cuenta total de la tendencia observada. La superación de las jerarquías que se establecen entre los géneros está lejos de haberse completado, pero en su avance, pareciera cuestionar las diferencias de género en sí mismas.

No me encuentro entre quienes celebran este desenlace, aunque no estaría de más aclarar que sostengo la igualdad de consideración y reconocimiento para todas las expresiones de género, y apoyo lo que Judith Butler (2017) ha denominado como el derecho a aparecer de los sujetos transexuales. Pero un horizonte cultural donde la masculinidad y la feminidad fueran quedando en el pasado, no me resulta deseable, justamente por el hecho de que considero que una de las fuentes del deseo es la diferencia.

Las diferencias, la diversidad existente entre las identificaciones y los deseos humanos, han sido objeto de una deconstrucción que revela, tras la performance unificada que tipifica los estilos culturales de la feminidad y de la masculinidad, su heterogeneidad constitutiva. Coincido con Silvia Bleichmar (2006) en asignar las identidades de género a la esfera del Yo, mientras que las pulsiones parciales y las corrientes psíquicas inconscientes no se ajustan a las diferencias sexuadas. Pero al integrar el Yo, no se limitan a sus aspectos conscientes, sino que afectan el recurso subjetivo a las defensas, que difiere según sea el género asumido, determinando entonces diversos destinos pulsionales, según se trate de mujeres o de varones (Meler, 2012).

Del mismo modo en que la globalización no ha arrasado con las diferencias étnicas, sino que en algunos casos las ha exacerbado, y no siempre para mal, las diferencias entre las masculinidades culturales y las feminidades, aún siendo contingentes y construidas, aportan a la circulación del deseo y cuentan con una historia cultural milenaria que estructura las relaciones amorosas entre hombres y mujeres.

Los feminismos han cuestionado la jerarquización social de las diferencias sexuadas, y ese cuestionamiento no debiera conducir a la abolición de las mismas. Si ese fuera el desenlace, implicaría un fracaso, ya que el desafío planteado consiste en reconocer derechos iguales para sujetos diferentes.

¿Será posible construir una cultura en la que la masculinidad conserve algunas de sus cualidades tradicionales, tales como la iniciativa, la protección y la provisión en ciertas circunstancias, cuando fuera necesaria, sin recaer por eso en el extravío de la dominación masculina? No podría responder a ese interrogante, pero considero que se trata de un propósito estimulante para el futuro de las relaciones entre los géneros.

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