aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 070 2022

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Psicoanálisis relacional y psicoterapia individual sistémica: la posición del terapeuta

Relational psychoanalysis and systemic individual psychotherapy: the therapist´s position

Autor: De Pablo Urban, Juan Miguel

Para citar este artículo

De Pablo Urban, J. M. (2022). Psicoanálisis relacional y psicoterapia individual sistémica: la posición del terapeuta. Aperturas Psicoanalíticas (70), artículo e1. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001186

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Resumen

En el presente artículo se desarrolla uno de los aspectos donde se observa la confluencia entre el psicoanálisis relacional y la psicoterapia individual sistémica, en concreto, el que hace referencia a la posición que el/la terapeuta debe adoptar en el proceso terapéutico. A través de las diferentes descripciones realizadas por autores pertenecientes a los dos enfoques, se desglosan las características principales que conforman la posición del/la profesional en temas como la neutralidad, el uso del poder o la utilización de las propias emociones en el desempeño de la psicoterapia. Simultáneamente se intenta conectar con otros elementos fundamentales de este acercamiento disciplinar, como son: la presencia de un encuadre común desde la epistemología de la posmodernidad, la importancia de la despatologización y normalización en torno al concepto de enfermedad y de la salud mental o la consideración de la matriz relacional que se construye entre el sujeto y las personas emocionalmente significativas como eje vertebral de la formación de la identidad.

Abstract

This article develops one key aspect that helps perceiving the confluence of Relational Psychoanalysis and Systemic Individual Therapy, it specifically focuses on and discusses the position that the therapist must assume during the therapeutic process. Working through the different descriptions made by authors of both approaches has facilitated breaking down the core characteristics that shape the therapist’s position by considering aspects like neutrality, the use of power, or the therapists’ own emotions in psychotherapy. At the same time, this article tries to connect these ideas to other fundamental elements of this interdisciplinary rapprochement: The presence of a common frame based on postmodern epistemology, the importance of the depathologization and normalization of the concepts of mental illness and mental health, or the consideration of the relational matrix constructed between the subject and his emotionally significant persons as a fundamental axis that vertebrates the construction of identity.


Palabras clave

integración en psicoterapia, posición del terapeuta, psicoanálisis relacional, psicoterapia individual sistemica.

Keywords

relational psychoanalysis, systemic individual psychotherapy, therapist´s position, psychotherapy integration.


En otras publicaciones centradas en las confluencias conceptuales entre el psicoanálisis relacional y la psicoterapia individual sistémica (De Pablo, 2021, 2022), se han venido analizando diferentes aspectos de este proceso de acercamiento, concretamente se hace referencia a tres de ellos: el primero, el marco epistemológico derivado de la posmodernidad como eje común para la comprensión de los fenómenos; el segundo, la conceptualización de la salud/enfermedad mental como resultado de  las crisis personales y familiares en el desarrollo del ciclo vital de los individuos y sistemas; y, en tercer y último lugar, la centralidad del concepto de matriz relacional como aspecto vertebrador de la construcción de la identidad de los individuos.

Entrando en el detalle, en estos artículos se recordaba cómo la aparición del posmodernismo (el construccionismo social, la epistemología del observador, el pensamiento complejo, los enfoques narrativos y dialógicos), había posibilitado la construcción de un lenguaje común entre el psicoanálisis relacional y la psicoterapia sistémica, permitiendo que las perspectivas y los conceptos, que antes se entendían como antagónicos y/o confrontados, se acercaran y resultaran consonantes, integrándose desde una visión que puede ser fácilmente compartida. Igualmente, en referencia al concepto de enfermedad y salud mental, se exponían las abundantes críticas al modelo médico y, en consecuencia, al excesivo uso del etiquetado diagnóstico y a sus perniciosos efectos. Se denunciaba el abuso farmacológico en salud mental, la excesiva medicalización y se describía cómo había cambiado la visión de los profesionales sobre los trastornos emocionales, abandonándose la idea de “enfermedad”, reformulados ahora como expresión natural de las crisis individuales y familiares dentro del contexto relacional y social donde surgen.

Se ha descrito también (De Pablo, 2022) la utilidad del concepto de matriz relacional (Mitchell, 1988), proveniente del psicoanálisis relacional, para mostrar cómo en ambos abordajes se viene a entender la construcción identitaria de los individuos. Se describía como la trama resultante de las relaciones emocionalmente significativas, desde la infancia hasta la adultez, y su funcionamiento a través de la conformación de patrones relacionales recursivos, de modelos, que son puestos en funcionamiento en la dinámica relacional de cada individuo. Podemos afirmar que, en forma similar, “estos modelos se originan y desarrollan en el campo intersubjetivo del paciente con sus figuras de apego y cuidado infantil, y se actualizan y transforman en sus relaciones actuales y en la relación terapeuta-paciente” (Ávila et al., 2002, p. 171). En el psicoanálisis relacional, por tanto, si lo que acontece en los individuos y lo que se construye y organiza en el inconsciente nace, se desarrolla y se modifica en contextos intersubjetivos, el proceso terapéutico y el mismo objeto de la intervención analítica se sitúa en la intersubjetividad de la relación paciente-terapeuta. De forma similar, estos conceptos se encuentran en las descripciones de muchos autores en el enfoque sistémico, desde los terapeutas transgeneracionales (Bowen, Framo, Boszormenyi-Nagy o Andolfi) hasta autores destacados desde otras perspectivas de la terapia familiar (Selvini-Palazzoli, Cancrini o Canevaro).  

En esta misma línea de análisis, se quiere incidir en el presente artículo en otro de los aspectos de máxima importancia que permite reflejar esta confluencia disciplinar en psicoterapia. Concretamente nos referimos a las evidencias sobre el cambio de posición que se otorga al terapeuta en torno a diferentes elementos (el poder, la neutralidad, las emociones) y su participación e influencia en los acontecimientos que ocurren en los procesos psicoterapéuticos.   

Haciendo historia conocemos que, desde el psicoanálisis, se ha requerido un importante esfuerzo para salir de la exclusividad de lo intrapsíquico y lo intrasubjetivo y, por ende, potenciar lo relacional, lo interaccional, como los propios autores, que se autodenominan relacionales, propugnan. Estos abordajes psicoanalíticos acogidos al “nuevo paradigma” quedarían organizados, en palabras de Ávila y colaboradores (2002) en torno a ideas como las que nos recuerdan que:

El observador es parte de lo observado y puede acceder tan sólo a aquello que le permitan sus propios límites experienciales y teóricos. No se asume que la realidad subjetiva del analista sea más verdadera que la de la paciente, o que el analista pueda conocer “directamente” la realidad subjetiva del paciente. (Ávila et al, 2002, pp. 167-168)

Aunque se pueden describir importantes diferencias entre las propuestas de las modalidades de intervención terapéutica del psicoanálisis relacional y de la psicoterapia individual sistémica, el objetivo principal de este artículo se focaliza en las confluencias, en los inestimables puentes conceptuales que permiten un entendimiento y una visión integradora que, a pesar de los elementos disímiles existentes, permiten un acercamiento enriquecedor.

Por todo lo anteriormente expuesto, se van a describir, y se profundizará, en una serie de ejes donde observar estas destacadas concordancias de la evidente evolución de la posición que se asigna al terapeuta en la relación con el paciente, respecto a tres áreas: el concepto de poder (poder/saber), el de neutralidad y el que se centra en la utilización de las emociones del profesional en el proceso terapéutico.

Posición del terapeuta

En concordancia a lo expuesto en la introducción, para ordenar mejor esta exposición, se descompondrá este apartado en tres bloques: en el primero, se hará referencia al concepto de neutralidad del terapeuta; en el segundo, a la posición de poder (poder/saber) del terapeuta y, en el tercero y último, a la consideración de las emociones del terapeuta y su utilización en la intervención psicoterapéutica.

La neutralidad del terapeuta

En el psicoanálisis relacional y en la psicoterapia individual sistémica, es patente percibir y entender al psicoterapeuta como una parte constitutiva e influyente del sistema terapéutico, en ningún caso como alguien aséptico y separado de los acontecimientos que se producen y acontecen en la terapia. Como ya Stolorow y Atwood (2013) señalaron, en referencia al “mito del terapeuta neutral”, la neutralidad que se proponía como posición óptima del profesional, por ejemplo, desde el psicoanálisis clásico, era una impostura, es decir, era una pretensión a todas luces impracticable. Insistieron igualmente en la imposibilidad de sostener la opacidad del terapeuta como criterio del encuadre en la relación terapéutica (formulado en el sentido de que el terapeuta mantuviera su anonimato). Estas, entre otras afirmaciones, cuestionaban la fantasía de que era posible para el profesional mantener una posición equidistante de lo que acontecía, así como asegurar una transferencia no contaminada. El trabajo de estos autores defiende la inviabilidad de mantener el mito de la objetividad del terapeuta, al igual que lo inadecuado del mito de la mente aislada; todo ello muy en consonancia con las influencias del posmodernismo, de la mano de la cibernética de segundo orden, o de lo que vino a denominarse la epistemología del observador.

La postura clásica del psicoanálisis hablaba del analista, del terapeuta, como el “espejo que refleja” (Freud, 1912/1976, p. 117) o como la de un observador externo que impávido contemplaba lo que ocurría sin influir ni participar en ello. Para Freud, el término neutralidad define la actitud del analista en la cura en referencia a la no transmisión de sus propios valores (moralizantes o educativos), a no participar en el juego relacional que proponen los pacientes y a no privilegiar ciertos aspectos del material de las sesiones clínicas en base a los preconceptos del terapeuta.

Neutralidad, abstinencia y anonimato es el trípode que permitiría (...) que el analista participe en la situación psicoanalítica de modo tal que deje fuera, como le dice Freud a Ferenczi en 1928, cualquier “factor subjetivo, es decir, la influencia de los complejos personales no dominados” (4/1/1928, en Freud/Ferenczi, 2000, p. 370) que pudieran comprometer su tarea como técnico. (Liberman, 2014, p. 194)

De ahí que Mitchell (1997) sintetice esta actitud en la idea de que “si el técnico era competente, era invisible” (p. 144). Este autor entiende al analista, por el contrario, como “influenciando y cocreando el proceso, más allá de lo que trate de hacer” (Mitchell, 2000, p. 70), y por ello recuerda que, si anteriormente se pretendía evitar la interacción, en el trabajo actual del psicoanálisis relacional, “el rigor se mantiene por medio de una continua reflexión sobre la interacción que se supone inevitable y por conducirse uno mismo en esas interacciones de un modo que busque maximizar la riqueza del proceso analítico” (Mitchell, 2000, p. 70).

Esta evolución que se observa en el psicoanálisis relacional respecto del psicoanálisis ortodoxo, va a poner el énfasis en la relación terapeuta-paciente, pero no considerando al terapeuta como un mero receptáculo de proyecciones sino como elemento activo y constitutivo de la relación terapéutica y, por consiguiente, de los efectos que esta produce, es decir, de las reacciones transferenciales y contratransferenciales, sin poder deslindar de su producción y de sus efectos a ninguno de los participantes. “Cuando hablamos con alguien, también actuamos con él” (Levenson, 1983, p. 81). Como señala Wachtel (2008):

Los comentarios o interpretaciones del analista deben situarse en su contexto, tener en cuenta qué efecto tienen en la relación, y tomar siempre en cuenta, cuando se interpreta la transferencia, que la vivencia o percepción del paciente frente al analista no es errónea, sino que es evocada por algo real que ha ocurrido en la interacción o el comportamiento de éste. Cualquier sentimiento que emerge en el curso del trabajo terapéutico no sólo tiene que ver con la dinámica interna del paciente sino con el papel que juega el terapeuta en el patrón que se observa. (Moreno, 2009)

En el ámbito de las terapias sistémicas, sobre todo las que nacieron alrededor de la cibernética de segundo orden, no se discute la influencia del terapeuta en la relación que se establece con el paciente. Está integrada la certeza de que su participación e influencia es un eje esencial del proceso terapéutico. Por el contrario, en los abordajes originales de la terapia familiar, no era un elemento habitualmente contemplado. De ahí que, al igual que se ha descrito la evolución sobre este aspecto en el pensamiento psicoanalítico, también en la terapia familiar sistémica se produjo un acercamiento progresivo a nuevas posiciones donde la figura del profesional era contemplada como elemento primordial que, de una parte, influye en lo que acontece en el proceso terapéutico y, de otra parte, afecta a la observación e interpretación de los fenómenos psíquicos y relacionales de los sistemas (individuos y familias).

Por ejemplo, desde la Escuela de Milán, también se propuso originalmente el concepto de neutralidad, recogido en el afamado artículo Hipotetización-circularidad-neutralidad (Selvini-Palazolli et al., 1980) -concepto de alguna forma heredado del psicoanálisis y asumido con diferentes apreciaciones por los diversos enfoques sistémicos originales (por ejemplo, Bowen o Minuchin)-. En este artículo de 1980, se definía la neutralidad desde el punto de vista del efecto producido por el terapeuta en los miembros del sistema familiar, es decir, se proponía que “el efecto de todas las intervenciones del terapeuta durante la sesión, resulte neutro para la familia (no sólo su disposición intrapsíquica)” (p. 6), en definitiva, se la entendía como un efecto pragmático derivado de la conducta que se despliega ante la familia durante la sesión.

Posteriormente Cecchin (1987), desde su acercamiento a la epistemología posmoderna, expresa su incomodidad ante el concepto de neutralidad y propone sustituirlo por el de “curiosidad”, como una forma de modificar la visión sobre la posición del terapeuta en su relación con los pacientes y familias. Cecchin criticaba el hecho de que, a veces, se confundía el concepto de neutralidad con el de no involucración o no responsabilización del terapeuta. De ahí que propusiera, como alternativa, la curiosidad:

La curiosidad lleva a la exploración e invención de puntos de vista y movimientos alternativos, y los diferentes puntos de vista y movimientos engendran curiosidad (Cecchin, 1987, p. 10) (…) Si somos curiosos, cuestionamos las premisas -las nuestras propias y las de las familias que tratamos-. La interacción de las familias con nosotros debería facilitar el cuestionamiento de nuestras propias premisas. (Cecchin, 1987, p. 17)

En síntesis, la neutralidad significaría desde este nuevo prisma, el esfuerzo del terapeuta por evitar activamente la "aceptación de cualquier posición como más correcta que otra” (Cecchin, 1987, p. 405). Desde esta perspectiva, los terapeutas tienen en el momento de la intervención dos opciones: la primera, desvincularse de todos los miembros de la familia –más cercana a la perspectiva original de neutralidad-, o por el contrario, la segunda, apoyar (parcialmente) a todos ellos de forma alterna, originando un interés comprometido y una visión que sea, de la misma manera, neutral en lo relacionado a la persona y a la perspectiva que se adopta. Esta última opción es similar a la planteada por Boszormenyi-Nagy y Spark (1973), desde el enfoque transgeneracional, cuando introduce el concepto de parcialidad multidireccional.

Boscolo y Bertrando (2013), confirman esta línea crítica sobre el concepto de neutralidad cuando afirman que:

Es imposible la separación, el sistema debe incluir observador y observado, por lo cual el terapeuta no puede ser verdaderamente “neutral”, ya que siendo parte y participante, no puede ser neutral respecto a sí mismo, a sus propios prejuicios, a sus propias ideas. (p. 233)

Este cuestionamiento del profesional, y de su lugar en el proceso terapéutico, se recrudece en los enfoques de la terapia familiar nacidos desde la epistemología del observador y desde los abordajes narrativos y dialógicos. Se mantiene como máxima, la consideración del observador, del terapeuta, como elemento ineludible del proceso en el que participa como uno más en la tarea de coconstrucción mutua.

De igual forma y en paralelo, aparece esta misma visión en los presupuestos del psicoanálisis relacional, cuando Mitchell (2004) dice:

Nos hemos dado cuenta que el significado de aquello que el analista haga o no haga es contextual y co-construido. El analista no puede decidir el significado del “marco” (encuadre) unilateralmente. Para algunos pacientes, el silencio es una forma de sostén [holding]; para otros, una forma de tortura. Para algunos pacientes, la interpretación transmite un profundo reconocimiento y auto-expansión; para otros, es una forma violenta de exposición. Para algunos pacientes, la auto-revelación del analista puede ofrecer un forma única y valiosa de autenticidad y honestidad; para otros, es una forma de seducción carismática y de explotación narcisista. Para algunos pacientes, las preguntas representan una valiosa disposición a acercarse y conocerlos; para otros, las preguntas son una invasión encubierta. Ya no nos resulta atractivo decidir que estos acontecimientos son lo que nosotros queremos que sean y que cuando los pacientes lo experimentan de otra forma los están distorsionando. Las situaciones interpersonales son ambiguas y pueden interpretarse de muchos modos, dependiendo de nuestro pasado y nuestras dinámicas. (Mitchell, 2004, pp. 540-541)

En definitiva, no existe una forma de actuar y de proponerse en la relación terapéutica que podamos llamar, a priori, adecuada o correcta. Cada caso, cada situación, cada contexto particular invita a una reflexión sobre los efectos pragmáticos de la presencia del terapeuta y la necesidad de mantener una posición colaborativa y abierta a la respuesta del paciente o de la familia. La misma teoría de la intersubjetividad defiende que la modificación de las subjetividades se produce como un proceso relacional y, desde un punto de vista clínico, “se caracteriza por una sensibilidad continua respecto del interjuego inevitable entre observador y observado, que presupone que no podemos trasladarnos hacia o sumergirnos en el vivenciar de un otro, sino que nos unimos a él en el espacio intersubjetivo” (Orange et al., 1997, p. 40-41).

En la misma dirección Fosshage (2002) señalaba que:

La observación psicoanalítica no puede ser visualizada como objetiva, sino que debe ser entendida siempre como filtrada y variablemente formada, de manera perceptual e interactiva, por la subjetividad del analista. En términos clínicos, la ciencia relativista destrona al analista de una posición elevada de objetividad y nivela el campo de acción. Creo que todos nosotros aún estamos en el proceso de integrar este cambio. (Fosshage, 2002, p. 335)

Para finalizar, se puede incluir aquí, por su semejanza, la propuesta que realizaba Cecchin, en torno a la posición que debe adoptar el terapeuta, a través del concepto de irreverencia, y que definía de la siguiente forma:

La irreverencia consiste en no aceptar nunca un solo nivel lógico, consiste en jugar con varios niveles, en saltar permanentemente de uno a otro. Consiste en desgastar la certeza, en no darse por satisfecho con ninguna descripción. Cada vez que el cliente expresa una certidumbre, el terapeuta irreverente sube un nivel de abstracción. (Cecchin, Lane y Ray, 1992, pp. 29-30)

Anteriormente Cecchin ya se había manifestado en la dirección de que: “el terapeuta irreverente nunca se somete a una sola teoría, a un solo cliente o al sistema derivante” (Cecchin et al., 1992, p. 26). La irreverencia le recuerda al profesional la necesidad ineludible de mantener una posición crítica que permita abrir nuevas opciones de diálogo, nuevos puntos de vista, sin descartar previamente el valor de ninguno de ellos, provenga de donde provenga.

Este planteamiento de Cecchin invita a la adopción de una posición de humildad en los profesionales que se traduce en dos aspectos concretos. En el primero de ellos, se recuerda a los terapeutas la importancia de mantenerse críticos y reflexivos respecto del propio encuadre y enfoque de trabajo, las verdades asumidas sobre qué hacer y cómo hacerlo, animándole a trasvasar los límites que la ortodoxia teórica impone. El segundo, incide en la necesidad de cuestionar continuamente las certezas del paciente y del propio terapeuta, sobre lo que acontece en el espacio terapéutico, promoviendo un diálogo colaborativo donde ambos acaban transformados.

Con todo ello no se pretende que el terapeuta actúe de forma escéptica y descreída, más bien se propone que asuma una postura emocionalmente comprometida con el otro, flexible y abierta permanentemente a la autorreflexión que genera el encuentro terapéutico. La posición irreverente posibilita el cuestionamiento del marco político y social en el que los pacientes y familias están inmersos, visibiliza los modelos hegemónicos de comportamiento en cuanto al sexo, al género, a la clase social o a la raza; da espacio, voz y poder a los relatos censurados para que emerjan como alternativas que discuten y se oponen a los relatos oficiales dominantes, hegemónicos, mayoritarios y convencionales (el mainstream).

El poder del terapeuta

Otro de los temas esenciales de este proceso de confluencia tiene que ver con la consideración del poder en la relación terapéutica. La asimetría natural que deviene del propio contexto clínico (modelo médico), es decir, la diferencial de poder que se establece en la relación terapeuta-paciente, es vehementemente cuestionada y criticada en pro de lograr un balance relacional más igualitario.

A modo de ejemplo, Bertrando nos recuerda, que las intervenciones de:

Los terapeutas narrativos y conversacionales (Andersen, 1991, Anderson, 1997 o White, 1995), se distanciaron del modelo de Milán al considerar impensable una terapia que “juegue con las cartas abajo: el cliente debería ser siempre tratado como un “igual”, desde un punto de vista ideológico y en términos de corresponsabilidad por el resultado de la terapia. (Bertrando, 2011, p. 50) 

Con esta idea, plantean que debemos evitar todo prejuicio, opinión e hipótesis actuando desde una posición de no-saber. Bertrando (2011) plantea, como alternativa, otra ruta posible, consistente en informar al sistema paciente de las posibles hipótesis que tenemos; abandonando, de una parte, el paternalismo implícito en las hipótesis como un secreto y, de otra, la pretensión de acercarse al paciente o a la familia sin ninguna idea definida previa (Gestler, 2014). 

Este esfuerzo de democratización y reequilibramiento de las relaciones de poder en la terapia será una constante en todas las corrientes y disciplinas que se han nutrido del posmodernismo. Los presupuestos que defendió Michel Foucault habían calado notablemente en las propuestas que se venían formulando en los últimos tiempos, insuflando nuevos aires al ejercicio de la psicoterapia. Los efectos más evidentes los encontramos en planteamientos como el del psicoterapeuta finlandés Jaakko Seikkula con su propuesta de “diálogo abierto”, donde se insiste en la necesidad de pasar de un trabajo monológico a un trabajo dialógico en la psicosis, a través del reconocimiento y validación de la polifonía de la red social (Seikkula y Arnkil, 2016). El cambio hacia una cultura de tratamiento "polifónico"-concepto tomado de Mijaíl Bajtín (1979)-, se basa en considerar que los pensamientos y las opiniones de las diferentes personas pueden mezclarse como voces independientes, iguales, sin una voz que sea la dominante. Muchos terapeutas socioconstruccionistas adoptan estos presupuestos como, por ejemplo, Anderson y Goolishian (1992) que postulan mantener una posición de “no saber” o de “ignorancia deliberada” (Not-knowing), para evitar que la voz del terapeuta asuma una posición dominante.

Bertrando es uno de los autores del enfoque sistémico más prolijo y lúcido respecto al tratamiento de la cuestión del poder en la terapia manifestando que:

Cuestionarse los temas de poder y política en la terapia, conduce al terapeuta a volverse más consciente de su propia posición, por lo tanto, de su propio rol de agente de poderes constituidos en la vida de los clientes. Deberá evitar entonces, en toda forma, prácticas que puedan forzar la libertad de ellos, y buscar la colaboración (Bertrando, 2009, p. 52).

Es insistente esta propuesta de terapia colaborativa, igualitaria y flexible donde se construye algo en común a través de tensar las historias dominantes (impuestas desde los modelos hegemónicos sociales, económicos, políticos o de género) para permitir la emergencia de historias alternativas más saludables y habitables. Esta propuesta está presente tanto en las terapias narrativas como en las dialógicas, unas más centradas en el texto, otras más centradas en lo conversacional.

Los terapeutas narrativos ven la terapia como una empresa que se desarrolla en colaboración, basada en la idea que cliente y terapeuta poseen la misma dignidad de experiencia vivida y que, siendo la experiencia humana ambigua y rica de significados, no es lícito interpretar las experiencias de otros según un esquema teórico rígido. Una cuestión similar de dignidades equivalentes se torna preponderante en la terapia conversacional, que a su vez prevee tratar el material traído por el cliente como un texto, pero de manera distinta en relación a la terapia narrativa. (Bertrando, 2009, p. 53)

Podemos verificar en diferentes autores la defensa de esta perspectiva sobre el uso del poder/saber en la relación terapéutica como fórmula para evitar las consecuencias nocivas que se derivan de la cosificación, del etiquetado diagnóstico o de la medicalización de la salud mental (De Pablo, 2021). Esta situación se ha hecho extensiva a muchos enfoques psicoterapéuticos, como señalan Boscolo y Bertrando (2013), los terapeutas, independientemente de su orientación, han adoptado una posición más paritaria y menos jerárquica respecto a los pacientes.

Entre otras contribuciones, una mayor atención a la creación de mundos posibles, una libertad de imaginar posibilidades nuevas que, o estaban en un segundo plano en las terapias tradicionales o bien que eran del todo desconocidas; desde aquí surge la atención a restituir a cada uno la capacidad de “ser autor de la propia vida” (re-authoring). (Boscolo y Bertrando, 2013, p. 237)

En las escuelas psicoanalíticas se ha soslayado históricamente la importancia del poder y de la asimetría tan consustancial a la relación analítica y de sus efectos negativos en el proceso de desarrollo emocional de los pacientes. Es evidente que las reglas básicas del encuadre psicoanalítico tienden a promover y potenciar el poder del analista a expensas del paciente. A través de las reglas de neutralidad y anonimato, se promueven procesos de idealización y un innecesario incremento de la autoridad y poder del profesional (Renik, 1996). Por el contrario, en el psicoanálisis relacional las cosas cambiaron radicalmente. En referencia a la posición del analista, y salvando las diferencias existentes entre los diferentes autores, se advierte que:

En esta actitud no se trata de cultivar el no saber o el no control como meta sino, más bien, de salir de la “compulsión de saber y del mandato del control” (Mitchell, 1997, p, 193), de tolerar esa incertidumbre inevitable de un proceso en desarrollo, saliendo del dominio que la racionalidad técnica requiere para desarrollar lo que Donald Schön llama “pensamiento en acción”.  (Liberman, 2014, p. 244)

A modo de ejemplo podemos detenernos en un párrafo de Liberman (2014), cuando nos dice:

El conocimiento del analista no es la verdad sobre lo que hay “en” la mente del paciente sino una versión posible de ella. Hoy en día, a diferencia de la época de Freud, hay muchos psicoanálisis, es decir, diferentes escuelas que reclaman un cierto saber sobre lo que ocurre en la mente del paciente y en el proceso psicoanalítico. Mitchell afirma que esta heterogeneidad puede muchas veces ser perturbadora pero que también es muy estimulante y es una prueba más del tipo de saber que el psicoanalista puede reclamar para sí. (p. 297)

Un excelente ejemplo a resaltar del acercamiento narrativo y de los posibles errores que pueden aparecer cuando se adopta en psicoanálisis esta perspectiva, la podemos encontrar en Gill (1994) cuando manifiesta:

Más que decir que “los hechos son los que los analistas hagan que sean” [como dice Schafer] prefiero decir que los hechos son lo que analista y analizado llegan al acuerdo de que son hechos […] Muchos analistas […] malentienden las connotaciones de “narrativa”. Piensan que significa un relato, con el supuesto de que un relato es tan bueno como cualquier otro, que todo lo que se busca es que sea consistente y cohesivo sin tener necesariamente que ver con lo que realmente ha ocurrido -dicho brevemente, una ficción. En otras palabras, las restricciones de la realidad son ignoradas […] Tal perspectiva es una absurda distorsión del concepto de constructivismo y de las contribuciones del analista a la situación analítica (Gill, 1994, p. 10). (Liberman, 2014, p. 301)

La posición del terapeuta o del analista tocado por el nuevo paradigma que diluye la idea de la objetividad terapéutica, “democratiza el vínculo terapéutico (...), este enfoque «nivelador», que cuestiona la autoridad inmerecida del terapeuta y concede mayor credibilidad al paciente, incrementa la probabilidad de que el paciente experimente al terapeuta como una nueva figura de apego y una base segura. Paralelamente, este enfoque disminuye el riesgo de que se infantilice al paciente en la psicoterapia” (Wallin, 2007, p. 164). La mención al terapeuta como figura de apego es de especial importancia, ya que es la capacidad reflexiva (Fonagy, 2001), que nace naturalmente del apego seguro, la que debe promoverse por el terapeuta desde una posición relacional transparente y comprometida. La asimetría y el exceso de poder en el terapeuta, no facilita los procesos de apego seguro y, por ende, no es recomendable para reasegurar y fortalecer emocionalmente a los pacientes.

Las razones que sustentan esta afirmación están relacionadas con la importancia que adquiere en psicoterapia que la voz del paciente sea escuchada y puesta en valor, que el propio paciente tome conciencia del valor de su voz, no como el resultado de la mera escucha (siendo esto muy importante) sino como producto que surge de la vivencia del paciente cuando experimenta, en relación con su terapeuta, el valor que se otorga a la expresión de la propia voz, justamente en un contexto donde el supuesto saber/poder está ubicado en el lugar del terapeuta. Este proceso implica, por supuesto, una reducción del poder del profesional y, a la par, comporta un aumento del poder del paciente, en la inevitable y fluida complementariedad relacional que concurre en la relación psicoterapéutica.

Preciso añadir aquí la importancia que han adquirido las investigaciones sobre el apego (Bowlby, 1989) en referencia al análisis de la relación terapéutica. El apego es ineludible en toda relación, más aún en la que se establece en psicoterapia. Todo paciente tiene que afrontar, en el espacio psicoterapéutico, su propia vulnerabilidad, lo que le lleva irremisiblemente a la activación de los estilos de apego aprendidos y encarnados a lo largo de su vida. La teoría del apego y la profundización en los diferentes estilos que se describieron con posterioridad (Ainsworth et al, 1978; Main, 2000), ha sido un campo fértil de confluencia y ha resultado fructífero para ambas disciplinas.    

A pesar de las diferencias posibles entre los dos enfoques, sí existe una concordancia en cuanto a la necesidad de reducir el diferencial de poder en la relación terapéutica, en pro de un mayor empoderamiento del sistema paciente, individual o familia, en detrimento del exceso de poder asignado tradicionalmente al psicoterapeuta o al analista.     

Las emociones del terapeuta

Desde otro ámbito, el que hace referencia a las emociones del profesional, se puede encontrar de nuevo un progresivo acercamiento de posiciones entre el psicoanálisis relacional y la psicoterapia sistémica individual. En este caso, sí se presentan mayores diferencias en cuanto a cómo acometer el trabajo emocional del profesional y su posible utilización en el marco de la psicoterapia. Para ello, se puede hacer referencia a dos aspectos diferenciados: en primer lugar, a la importancia del trabajo personal y emocional del terapeuta para un mejor desempeño profesional y, en segundo lugar, a la importancia de incorporar las emociones del profesional como herramientas para la intervención clínica.

Vamos por partes. Por ejemplo, los abordajes sistémicos no hablan apenas de la influencia de las emociones del profesional ni de su utilización en el trabajo psicoterapéutico. De hecho, el propio Bertrando (2011) afirma que “el trabajo con emociones es el menos teorizado de la literatura sistémica” (Bertrando, 2011, p. 29). A pesar de la patente presencia e intensidad de las emociones en las terapias con familias y de que, en el abordaje sistémico, desde la irrupción de la cibernética de segundo orden, se ha admitido y proclamado en todo momento la influencia del terapeuta (observador) en lo que acontece en terapia, rara vez encontramos textos que desarrollen y profundicen en este aspecto. Es Esteban Laso (2015), quien más ha insistido en la importancia de la clave emocional en terapia familiar, aunque no se haya centrado expresamente en las emociones del profesional. Podemos destacar su interesante relectura de los axiomas clásicos de la comunicación humana (Watzlawick et al., 1965) en clave emocional, donde al incorporar las emociones en su descripción se alumbra un mayor sentido a lo que se viene proponiendo en el presente artículo, para ello basta tomar, a modo de ejemplo, el primer axioma donde se afirma sin ambages: “No es posible no resonar”, en concordancia con el clásico “no es posible no comunicar”. 

Esto no es óbice para que, a lo largo del desarrollo de las diferentes teorías y corrientes sistémicas, exista una tradición importante -por parte de algunas de ellas- en focalizar la importancia de las emociones de los profesionales en el trabajo de la psicoterapia. De hecho, son las corrientes transgeneracionales, con especial énfasis Bowen (1978), quienes insisten en la importancia del trabajo de los aspectos personales del terapeuta en su propia historia y en su familia de origen. Otros autores del enfoque sistémico, como es el caso de Bozsormenyi-Nagy y Spark (1973), Whitaker (1992), Andolfi y Angelo (1989), Framo (1992) o, más recientemente, Canevaro (2003 y 2010) y De Pablo (2017 y 2019), han insistido en la importancia de este trabajo para una mayor eficacia en la intervención en psicoterapia.

En las escuelas e institutos de formación sistémica en España, en su inmensa mayoría englobados dentro de la Federación Española de Asociaciones de Terapia Familiar (FEATF), se promueve la realización de un porcentaje de horas de trabajo personal en el cómputo total de horas de formación, ya sea en formato grupal, a través de talleres FOT (Familia de Origen del Terapeuta), o en formato individual, familiar o de pareja. En este sentido, es importante reseñar la evolución en la propia FEATF de la valoración del trabajo personal como criterio o requisito para la acreditación de psicoterapeutas. En los primeros años de su singladura, simplemente se establecía la recomendación para la realización de seminarios sobre la familia de origen del terapeuta (FOT), sin que este fuese un requisito imprescindible. De ahí se pasó, algún tiempo después, a considerarlo obligatorio y necesario, cuantificándose en un mínimo de 60 horas para acceder a la acreditación como psicoterapeuta y que, a fecha de hoy, ya ha sido ampliado a un total mínimo de 75 horas. 

De Pablo (2017 y 2019), ha profundizado en la importancia de atender las emociones en los profesionales de la psicoterapia y en cómo usarlas para una intervención más eficaz, resaltando, su valor y su inevitable aparición. Se propone que el profesional pueda acercarse a estas emociones surgidas en el sistema terapéutico, discriminando si responden a situaciones personales del terapeuta, ajenas a lo que está aconteciendo en el consultorio o, por el contrario, si estas son un emergente de las emociones presentes en el paciente, pareja o familia. Es el terapeuta, en este caso, convertido en portavoz de la familia, quien podrá experimentarse como emergente emocional, y de esta forma, dar voz a lo que el paciente o la familia no nombra. Este proceso permite al terapeuta proponer temas focales sobre los que emocionalmente el sistema familiar o individual se está moviendo y que, por las razones que sean, son acallados o silenciados (De Pablo, 2019). 

Sin embargo, este mismo asunto, desde el psicoanálisis en cualquiera de sus versiones, es una marca de fábrica y una señal diferencial del modelo. En psicoanálisis se propone, desde casi sus orígenes, la obligatoriedad y necesidad de la realización de un psicoanálisis didáctico o de una psicoterapia personal para los futuros analistas o psicoterapeutas. Por otra parte, se cuenta con la presencia indiscutible en su marco conceptual, de la importancia del trabajo emocional del profesional, destacando especialmente el desarrollo teórico y técnico del concepto de contratransferencia y, posteriormente, en la descripción de su uso por su importancia práctica en el trabajo analítico.

La contratransferencia, concepto formulado originalmente por Freud en 1910, se define en sus inicios y, en palabras de su creador, como un hándicap que debe ser superado por el profesional. Es decir, se la considera más como una objeción, un estorbo y una dificultad para el tratamiento que como una ventaja o un recurso terapéutico. Decía Freud (1910/1972): "cada psicoanalista solo llega hasta donde se lo permiten sus propios complejos y resistencias interiores".

Posteriormente, la contratransferencia pasó a ocupar un lugar fundamental en el análisis de los procesos terapéuticos. Tanto Jung como Ferenczi mostraron su desacuerdo ante la visión freudiana alegando su percepción sobre la necesidad y utilidad de los fenómenos contratransferenciales para un óptimo desempeño del trabajo como psicoanalista. Después, gracias a autores como Winnicott (1947), Sullivan (1947), Heimann (1950) y Racker (1959), entre otros, se resitúa su valor y se produce un amplio desarrollo conceptual sobre su uso y sus aplicaciones prácticas -Bleger (1966), Greenson (1976), Kernberg (1977), Pichón-Rivière (1995)-.

Quiero hacer especial mención a Sandor Ferenczi cuando, en su diario clínico de 1932 (Ferenczi, 1932/1985), llega a manifestar:

La transferencia, que vemos generarse con exceso en el análisis, y que el desconocimiento del analista no atina a resolver (para poder hacerlo tendría que conocerse mejor a sí mismo y conocer su conducta), juega en definitiva en el análisis el mismo papel que el egoísmo de los padres en la educación. (…) Los pacientes sienten lo hipócrita en la conducta del analista, lo ven en cientos de pequeños indicios. (Muchos creen incluso leer los sentimientos y pensamientos del analista). Estos son muy rara vez objeto de análisis (y de confesión del analista). (Ferenczi, 1985, p. 239)

En 1928 (Ferenczy, 1928/1981), Ferenczi publica Elasticidad de la técnica psicoanalítica, donde muestra una profunda reflexión sobre la importancia de la contratransferencia en la cura psicoanalítica y lo engarza con la necesidad de análisis para el analista, a esto lo denomina segunda regla fundamental.

Ferenczi cuestiona, ya en los albores del psicoanálisis, la fantasía sobre el analista hermético y sobre su inocua presencia, con lo que señala y reivindica la influencia del terapeuta y de sus emociones en el proceso terapéutico. De ahí que se termine concluyendo, por tanto, la posibilidad incorporar un cierto nivel de transparencia por parte del profesional en la relación terapéutica con el paciente o, en otros planteamientos más radicales, la propuesta de incorporar la develación o autorrevelación del analista en su desempeño profesional con el paciente (Renik, 1996). Esta propuesta había sido un claro anatema en el psicoanálisis ortodoxo. 

Dentro de la evolución conceptual de la contratransferencia como fenómeno, en el psicoanálisis relacional, Mitchell reencuadra el concepto entendiéndolo como:

La única forma a través de la cual cada analista trata de alcanzar a su paciente. El argumento de Mitchell está estructurado en torno a la idea de que en el mundo psicoanalítico pluralista en el que vivimos no existe un modo correcto, genuino y legítimo de participación del analista. El proceso analítico es extremadamente personal y existen muchos modos de auténtica participación analítica”. (Liberman, 2014, p. 270)

En cualquier caso, lo que encontramos en común entre los enfoques relacionales, intersubjetivos y vinculares del psicoanálisis, es la consideración de cuán importante es la participación del psicoterapeuta, del analista, y su influencia en el paciente y en el proceso, “se comprende como un elemento inevitable en el asunto que hay que estudiar y una poderosa herramienta de comprensión (Mitchell, 1993, p. 62)” (Liberman, 2014, p. 268). A fin de cuentas, los profesionales adscritos al psicoanálisis relacional “buscan formas de lidiar con lo que entienden como el hecho de que la subjetividad del analista afecta invariablemente el proceso analítico de modos conscientes e inconscientes, nos guste o no” (Sassenfeld, 2020, p. 5). Daurella (2018) acierta al ampliar esta idea y manifestar:

La contratransferencia del analista no es la respuesta a la transferencia del paciente, ni la expresión de la patología del analista, sino, lo mismo que la transferencia, la manera cómo el analista organiza su relación con el paciente de acuerdo con todas sus experiencias y conocimientos. Y juntas, transferencia y contratransferencia, forman un sistema intersubjetivo de influencia recíproca (D. Orange habla de cotransferencia [Orange, 1994]). (Daurella, 2018, p. 14)

Incidiendo en esta cuestión, podemos entender que, en el psicoanálisis relacional, toda interacción analista-paciente, transferencia y contratransferencia, puede ser una actuación [enactment] (Bass, 2003), una puesta en escena o una representación en el contexto de la psicoterapia “que hace referencia a los momentos en los que se “precipita” un entrelazamiento inconsciente entre analista y analizando que puede ser captado o del cual nos percatamos de su existencia –más allá de la construcción posterior del significado” (Liberman, 2014, p. 295). Mitchell muestra la utilidad de enfocar la interacción entre paciente y terapeuta, analizado y analista, en términos de actuación y reactuaciones [reenactments ] donde se observan nuestros patrones relacionales dinámicos centrales, tanto los del paciente como los del terapeuta.

Al igual que ocurre con los pacientes, nuestro sabido impensado e insentido se enactúa. La observación de lo que decimos y hacemos, y de lo que evitamos decir y hacer, puede abrir una ventana a la naturaleza de nuestra propia participación inconsciente en las enacciones. Y como las enacciones son cocreadas, el producto de la influencia mutua –nuestra conducta como terapeutas– por lo general se relaciona de un modo significativo, más que adventicio, con la experiencia del paciente. Así pues, tomar conciencia de la naturaleza de nuestra participación inconsciente en una enacción casi siempre contribuye a esclarecer la naturaleza y el significado de la participación del paciente. (Wallin, 2007, p. 245)

Trasladándonos ahora a cómo se visualiza entre los terapeutas familiares sistémicos esta cuestión de las emociones del profesional y su utilización en terapia, vamos a obviar a aquellas corrientes claramente contrarias o manifiestamente críticas con este planteamiento. En esta posición antagónica y opuesta se pueden destacar, en general, a las corrientes estratégicas de la terapia familiar, con Jay Haley a la cabeza, seguida del posicionamiento firmemente crítico de los abordajes breves de la terapia sistémica —abordaje MRI (Mental Research Institute), representado por Watzlawick y Fish; enfoque centrado en excepciones, representado por De Shazer o el enfoque centrado en soluciones, representado, entre otros, por Hudson O´Hanlon—.

Como se indicó en párrafos anteriores, la escuela transgeneracional sí se ha hecho eco de la necesidad de considerar las emociones del profesional como elemento sustancial al que se precisa atender, pero es Elkaïm (1989), con los conceptos de resonancia y ensamblaje, quién hace mención expresa sobre cómo incluir las emociones del terapeuta en el proceso de la psicoterapia. Podemos entender ambos conceptos como herramientas de conexión que posibilitan el análisis y la intervención con los pacientes, al generar puentes específicos entre los miembros de la familia y el terapeuta (Canevaro et al, 2016).  Para Elkaïm, la resonancia hace referencia a que la regla que opera en el sistema consultante también opera en las relaciones con la familia nuclear o con la familia de origen del profesional. Del aprendizaje y desarrollo personal del terapeuta “depende el estar atento a ello, el poder distinguirla y el poder usarla al servicio de la terapia” (De Pablo, 2017, p. 241). Este concepto de resonancia ya fue utilizado en psicoanálisis por Racker (1956) cuando manifestaba:

En música –y en la experiencia interpersonal- la capacidad de resonar tiene como condición previa una “identidad potencial preexistente” (…) “depende de mi ‘piano’ interno el ‘cómo’ reflejo los sonidos externos y qué puedo reflejar y qué no, o cómo lo hago”. (Racker, 1956, p. 28-29)

Las resonancias son ecos, los reflejos, lo que resulta en nosotros (ideas, ocurrencias, sentimientos, emociones). Nace en la construcción mutua de lo real que se opera entre aquel que la nombra y el contexto en el cual él se descubre a pronto de nombrarla (Szmulewicz, 2013).

En cualquier caso, el desarrollo de estos conceptos técnicos es aún incipiente y requiere de una mayor profundización y análisis. En esta dirección, se presentó una propuesta integradora del trabajo emocional en psicoterapia individual sistémica (De Pablo, 2019), tomando aspectos derivados de los estudios psicoanalíticos, atendiendo especialmente a los trabajos de Enrique Pichón-Rivière y su teoría vincular, por la pertinencia y ajuste del concepto de emergente a la situación que nos ocupa. De hecho, parte de los planteamientos se sustentan en entender cómo, en el espacio de la terapia, el propio psicoterapeuta puede convertirse en el emergente (al igual que lo es el paciente identificado), un portavoz emocional, del sistema paciente (individuo, familia o pareja) cuando se concitan las condiciones necesarias. Partimos de la base de que no existe forma alguna de que el profesional se mantenga aséptico e impermeable en el proceso de psicoterapia, y que la emergencia emocional en el terapeuta puede desembocar:

1º) En que este actúe ciegamente las emociones que emergen en la sesión (un acting del terapeuta totalmente inadecuado) o que esté absolutamente ajeno a lo que ocurre y a la forma en cómo está afectando al proceso y al paciente.

2º) En que pretenda aislar y apartar la emergencia de lo emocional para que no “afecte” al trabajo terapéutico -lo que se vino en llamar resistencia a la contratransferencia (Ferenczi, 1918) o contra-resistencia (Racker, 1959)-, con la consecuente merma en la información obtenida.

3º) Por último -lo que se entiende más adecuado-, en que se aproveche la emergencia emocional que surge en el terapeuta como un indicador de la situación del paciente o de la familia en dificultad, como un barómetro de las emociones presentes, y así mejorar el conocimiento del sistema de los pacientes y del terapeuta, interviniendo más certeramente en los procesos psicoterapéuticos (De Pablo, 2019, p. 29).

Finalmente reseñar que, en este aspecto concreto, la confluencia entre psicoanálisis relacional y psicoterapia individual sistémica puede empezar a adivinarse, aunque estén aún demasiado distantes en la praxis clínica.

Es necesario estar atentos a las reacciones transferenciales y contratransferenciales, por la riqueza que esto supone y porque permite la oportunidad de trabajar in situ los patrones relacionales de los pacientes en la misma sesión (De Pablo, 2018). En el aspecto de las reacciones contratransferenciales, es importante alertar sobre la importancia de incorporarlas en la reflexión del profesional, como vía para acceder a lo inconsciente y a los contenidos silenciados en la conversación terapéutica.

Dar una respuesta sensible y contenedora a las emociones que se reactivan en terapia, ayuda a restaurar patrones relacionales más saludables, permitiendo al paciente contrastar las respuestas que recibe en terapia con las que ‘fantasmáticamente’ perviven en sí. El atrevimiento y osadía que hacerlo les supone —por exponerse ante el terapeuta, en la fragilidad, en la rabia o en el miedo— es un auténtico acto de valentía y honestidad emocional. Un acto de respeto a sí mismos. (De Pablo, 2018, p. 157)

Por ello, se propone una actitud de transparencia en el profesional y la posibilidad de usar la autorrevelación por parte del terapeuta para, por una parte, evitar procesos de idealización excesivos del paciente y, por otra, presentar una imagen donde el terapeuta no esconda su falibilidad y su humanidad. La propuesta pretende funcionar como una fórmula que ayuda a la normalización del otro. “La fragilidad del profesional y su ‘neurosis’ pueden ser incorporadas como un elemento de normalización sobre lo que significa ser persona” (De Pablo, 2018, p. 159).

Entre estas reflexiones se propone, para el profesional, el uso de lo que Bleger (1966) denominó disociación instrumental, es decir, que el terapeuta pueda situarse en una metaposición donde, de forma simultánea, esté conectado emocionalmente con el paciente y, a la par, pueda reflexionar sobre lo que acontece en la relación terapéutica, sobre los patrones relacionales que se activan con su consecuente carga emocional. El objetivo de este mecanismo permite discriminar qué parte de lo sentido es aprovechable y utilizable en el trabajo terapéutico, es decir, qué aspectos emocionales, conformados como patrón relacional, están jugándose en la relación paciente-terapeuta. En qué posiciones o roles se encuentra situado el profesional desde el mundo relacional del paciente y, a la par, en que posiciones o roles el mismo terapeuta coloca al paciente. Una mutua designación fruto del encaje de los modos relacionales de ambas figuras. El terapeuta debe preguntarse: qué parte es solo suya y qué parte puede ser del paciente o de la familia; qué parte del profesional conecta con el mundo de las emociones del sistema en terapia o, mejor dicho, en qué consisten y cómo se organizan esas emociones que se comparten en el espacio terapéutico, cómo acontece esa intersección, entre unos y otros, en un sistema emocional común, usando las palabras de Bowen (1978a, 1978b).

Los elementos compartidos entre el psicoanálisis relacional y la psicoterapia sistémica, en este aspecto, consisten en la insistente necesidad de focalizar en las emociones que aparecen en el profesional como camino para entender lo que está ocurriendo en la familia o en el individuo que demanda terapia, en el momento preciso en que esto aparece en sesión y, cómo no, en qué forma el psicoterapeuta puede utilizar esta información emocional para una mejor comprensión e intervención terapéutica. 

Conclusiones

Se puede concluir que, tanto en los enfoques del psicoanálisis relacional como en los abordajes sistémicos, especialmente en formato individual, es posible encontrar importantes concordancias que posibilitan un trabajo y un lenguaje integrador. Se puede destacar cómo la posición del profesional de la psicoterapia se ve cuestionada tras el advenimiento del pensamiento complejo y la posmodernidad, implicando, a efectos pragmáticos, el abandono paulatino de algunas de las rigideces y preceptos que construyeron la visión modernista del espacio y de la posición que ocupaba el profesional en el proceso psicoterapéutico.

Se critica seriamente el concepto de neutralidad, un precepto histórico en ambos enfoques, y se invita a una posición diferente donde se precisa reconocer la imposibilidad del profesional en su pretensión de ser opaco, neutro o en ser un mero observador del sistema paciente, es decir, abandonar la idea de no influencia sobre lo que acontece en el espacio terapéutico. Esto lleva aparejado, un cuestionamiento serio del ejercicio de poder, en el sentido del poder/saber, de la labor del terapeuta, buscando posiciones más equilibradas y colaborativas.

Por último, todo esta revisión de la posición del terapeuta incide en considerar lo emocional como un instrumento terapéutico de máximo nivel, alejándose de la percepción del terapeuta como el conocedor y el que tiene acceso a la verdad, en una asimetría delicada y peligrosa, y apostando por un terapeuta colaborador que se expone en la relación, que aporta su visión y sus emociones al proceso para así facilitar una nueva resignificación de los acontecimientos y de las relaciones del sistema paciente, ya sea un individuo o una familia.  

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