aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 071 2022 Clínica de la intersección de lo social y lo intrapsíquico

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Sobre tener Blancura

On having Whiteness

Autor: Moss, Donald

Para citar este artículo

Moss, D. (2022). Sobre tener blancura. Aperturas Psicoanalíticas (22). http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001197

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http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001197


Resumen

La Blancura es una condición que primero uno adquiere y luego tiene, una condición maligna y parasitaria a la que la gente "blanca" es especialmente susceptible. La condición es fundacional y genera modos característicos de estar en el cuerpo, en la mente y en el mundo propios. La Blancura Parasitaria vuelve los apetitos de sus anfitriones voraces, insaciables y perversos. Estos apetitos deformados se dirigen especialmente a las poblaciones no blancas. Una vez establecidos, estos apetitos son casi imposibles de eliminar. El tratamiento eficaz consiste en una combinación de intervenciones psíquicas y sociohistóricas. Dichas intervenciones solo pueden aspirar razonablemente a remodelar los apetitos infiltrados de la Blancura, para reducir su intensidad, redistribuir sus objetivos y, en ocasiones, orientar esos objetivos hacia la labor de reparación. Cuando se recuerdan y se representan, los estragos causados por la dolencia crónica pueden funcionar como advertencia ("nunca más") o como tentación ("genial otra vez"). Por lo tanto, la rememoración por sí sola no es garantía contra la regresión. Todavía no existe una cura permanente.

Abstract

Whiteness is a condition one first acquires and then one has—a malignant, parasitic-like condition to which “white” people have a particular susceptibility. The condition is foundational, generating characteristic ways of being in one’s body, in one’s mind, and in one’s world. Parasitic Whiteness renders its hosts’ appetites voracious, insatiable, and perverse. These deformed appetites particularly target nonwhite peoples. Once established, these appetites are nearly impossible to eliminate. Effective treatment consists of a combination of psychic and social-historical interventions. Such interventions can reasonably aim only to reshape Whiteness’s infiltrated appetites—to reduce their intensity, redistribute their aims, and occasionally turn those aims toward the work of reparation. When remembered and represented, the ravages wreaked by the chronic condition can function either as warning (“never again”) or as temptation (“great again”). Memorialization alone, therefore, is no guarantee against regression. There is not yet a permanent cure.


Palabras clave

agresión, envidia, grupo, racismo.

Keywords

racism, envy, groups, aggression.


Artículo traducido y publicado con autorización: Moss D. (2021). On having whiteness. Journal of the American Psychoanalytic Association, 69(2), 355–371. https://doi.org/10.1177/00030651211008507

Descargo de responsabilidad: el artículo utiliza un estilo de citación y referencias distinto al que utiliza Aperturas Psicoanalíticas, puesto que es una traducción y se conserva el formato original.

Traducción: Marta González Baz
Supervisión: Lola J. Díaz-Benjumea

 

Este no es un texto psicoanalítico organizado tradicionalmente. No hay un camino claro que vincule mi argumento con el de mis predecesores. Esta peculiaridad formal podría ser el producto de mi esfuerzo por entrelazar dos voces incompatibles, por escribir simultáneamente desde dentro y desde fuera de la aflicción que pretendo estudiar. Cada posición -dentro y fuera- ofrece una visión irreductiblemente distorsionada: una, por los límites de la introspección sincera, y otra, por los límites de la observación teorizada. Las dos perspectivas convergieron turbulentamente durante una experiencia reciente en Sudáfrica. Dejamos a una mujer negra que hacía autostop en su maltrecha casa de pueblo, una de los cientos que podíamos ver amontonadas en un pedazo de tierra estéril, aislada y con escasos servicios: la segregación del apartheid sigue vigente. De vuelta al hotel, hablamos con una de las empleadas sobre lo preocupados que estábamos por lo que habíamos visto. La joven respondió sin dudar. Bueno, dijo, es muy sencillo: ellos tienen sus casas; nosotros, las nuestras. Habló con una serena confianza, tirando de nosotros, indiferente a cualquier resistencia que nosotros, en nuestro silencio, pudiéramos haber sentido. "Ellos tienen sus casas; nosotros, las nuestras". Esa frase, y especialmente esa palabra, "nosotros" -repulsiva e implícita- inspira, persigue y deforma lo que sigue.

Me centraré en la Blancura como una condición que uno primero adquiere, y después tiene -una condición mailgna, como un parásito, hacia la cual la gente blanca tiene una especial susceptibilidad. La condición es fundacional, generadora de modos  característicos de estar en el propio cuerpo, en la propia mente, y en el propio mundo. El parásito de la Blancura vuelve los apetitos de sus anfitriones voraces, insaciables y perversos. Estos apetitos deformados particularmente se dirigen a personas no blancas. Una vez establecidos, estos apetitos son casi imposibles de eliminar, El tratamiento efectivo consiste en una combinación de intervenciones socio-históricas y psíquicas. Tales intervenciones pueden dirigirse razonablemente solo a reformar los apetitos infiltrados de la Blancura -a reducir sus intensidades, a redistribuir sus objetivos, y ocasionalmente cambian esos objetivos hacia el trabajo de reparación. Cuando son nombrados y representados, los estragos causados por la afección crónica pueden funcionar bien como una advertencia (“nunca más”) o como una tentación (“grande otra vez”). La rememoración sola, por por tanto, no es garantía contra la regresión. No hay todavía una cura permanente.

La Blancura como una forma de ser y una forma de saber

En lo que sigue, escribiré Blancura con mayúsculas para significar Blancura Parasitaria - una condición multidimensional adquirida: (1) una forma de ser, (2) un modo de identidad, (3) una forma de conocer y clasificar los objetos que constituyen el entorno humano de uno. La Blancura no debe confundirse con la blancura en minúsculas, un significante común de la identidad racial.

La Blancura Parasitaria se infiltra tempranamente en nuestras pulsiones. La pulsión infiltrada une el ello-yo-superyó en una entidad singular, con poder para ignorar y pasar por encima de todas las formas de resistencia. El aparato pulsional de la Blancura divide el mundo objetal en dos zonas diferenciadas. En una de ellas, la pulsión infiltrada por la Blancura funciona de forma familiar -inhibida, revisada, distorsionada, transformada-, es decir, susceptible a las deformaciones neuróticas habituales. En la otra, sin embargo, nada de esto es cierto. Allí, la pulsión liberada se desboca, sin control y sin límites, sin estar inhibida por las protestas de sus objetos ni por las fuerzas contrarias de sus estructuras internas.

Cualquier infante es vulnerable al parásito de la Blancura. La medida de la vulnerabilidad del infante depende de cómo este se mapee, cómo se posicione, dónde se ubique. Todos los infantes se orientan en relación con una primera línea de mapeo, inicial. A este lado de la línea vivirán sus familiares, nosotros, mientras que a ese lado vivirán sus extraños, ellos. Para cada infante, esta línea de mapeo funda, delinea y define la posición del "extraño". Como tal, marca el lugar de la primera representación organizada y duradera de una fuente externa de ansiedad. Comenzando con el surgimiento de la ansiedad por los extraños, el infante, al tiempo que se esfuerza por encontrar su lugar en el mundo, buscará la seguridad, evitando, lo mejor que pueda, cualquier objeto externo situado en el lado peligroso/extraño de la línea. La Blancura Parasitaria trabaja para convertir esta línea fundamental en un muro impermeable, para fijar permanentemente el lugar del extraño no blanco en el otro lado del muro, para ser clasificado y categorizado, y finalmente dominado.

La Blancura Parasitaria genera un estado de excitación constantemente erotizada, una deriva hacia el frenesí[1]. Fija, controla y excita; quiere, odia y aterroriza. La Blancura reside en este borde siempre volátil, en un estado de enfrentamiento permanente, asumiendo siempre las resistencias nunca eliminadas de sus objetos no blancos. Opaca para sí misma e hiperconsciente de esos objetos, la Blancura persigue lo imposible, una síntesis estable, un punto final. Por tanto, no puede descansar nunca. Así, continúa ciegamente hacia adelante, empeñada infinitamente en la conquista. No parece haber vuelta atrás, no hay modo de retroceder. Se enfrenta a una interminable marcha hacia delante. Si tan solo pudiera transformar total y permanentemente estos objetos, convertir lo que una vez fue temido y desconocido en lo que ahora es reducido y medido; convertir lo que una vez fue único y abrumador en algo fungible y propio.

La Blancura no tiene su origen en la inocencia, sino en el sentirse con derecho.

Y dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, y que tenga dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre las bestias, sobre toda la tierra y sobre todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla; y dominad los peces del mar, las aves del cielo y todo ser viviente que se mueve sobre la tierra.

La Blancura, tomando este mandato como propio, lo transforma en una epistemología de sentirse con derecho al dominio con sentido de derecho, un modo de llegar a conocer en el que la identidad y el derecho se fusionan. Estamos autorizados al nacer, y por lo tanto tenemos derecho, a encontrar, capturar, diseccionar y dominar los objetos que nos interesan. Como tales, finalmente llegaremos a conocerlos y a dominarlos. Dentro de los términos de la epistemología de sentirse con derecho al dominio con sentimiento de derecho, el conocimiento se convierte tanto en un signo de superioridad como en un instrumento de poder. Los pasos del conocimiento al dominio son claros. Cuanto más sabemos Nosotros, más podemos hacer; cuanto más hacemos, más podemos controlar; y mientras más controlamos, más podemos dominar y, finalmente, cuanto más podemos dominar, más realizamos Nosotros nuestro mandato divino de "tener dominio... sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra". Sometiéndose triunfalmente a este mandato, la Blancura persigue una utopía de satisfacción permanente y asigna a los pueblos no blancos la tarea de ser su objeto ideal, infinitamente satisfacedor de necesidades, para servir a sus voraces e incontrolables apetitos.

La Blancura en acción: dentro y fuera

Cuando apunta a los individuos, la Blancura se adhiere oportunamente a cualquier estructura psíquica que mapee el yo y el objeto verticalmente. Estos planos verticales son ubicuos y, como tales, proporcionan una gran cantidad de receptores potenciales para la Blancura Parasitaria. Hay que tener en cuenta seis planos distintos, pero intersectados, de este tipo. (1) El fundamento del ego en una escisión vertical: placer dentro, dolor fuera; sujeto bueno aquí, objeto malo allí. El objeto original, entonces, es el objeto malo, el degradado, el que está abajo y es amenazante, del que Freud escribe: "el Yo odia, aborrece y persigue con intención de destruir" (1915, p. 138). (2) El mundo sujeto-objeto de la posición esquizoparanoide. Aquí el sujeto emergente está en constante lucha para mantenerse frente a las amenazas que emergen de los objetos malos, para resistirlas y, finalmente, para fijarlas y ubicarlas en otro lugar, lo suficientemente abajo, para asentarse, para seguir adelante[2]. (3) El mundo sujeto-objeto del narcisismo, de la grandiosidad y la disminución, del Amo y el Esclavo, del todo y la nada, lo más alto y lo más bajo. (4) El mundo sujeto-objeto de la perversión: del que usa y del usado, de la persona y de la cosa, del todo y de la parte, del dueño y del poseído, del dominador y del dominado. (5) El mundo sujeto-objeto del triángulo edípico: de lo más alto y lo más bajo, del poder y de la impotencia, del tener y del no tener, de poder y no poder, la satisfacción y la desesperación. (6) El mundo sujeto-objeto del Superyó autoritario. Escuchen este ejemplo representativo: "Yo era una persona decente con ella, con mi perra Cleo. Nunca estuve más triste que cuando ella murió. . . . Estúpido, jodido estúpido. Cállate. ¿Por qué he dicho eso? Sólo estoy parloteando. Ponte a trabajar. ¿Qué tiene que ver un puto perro con todo esto? Gordo de mierda". La verticalidad interior es obvia, la severidad, la convicción de arriba a abajo, la dominación maligna, el acusador tirano, el acusado acobardado.

A lo largo de cada uno de estos planos verticales, las relaciones sujeto-objeto se definen por el poder y se basan en la fantasía de soberanía. Y a lo largo de cada uno de estos planos verticales, la seguridad, la satisfacción y el placer son necesariamente frágiles y contingentes. Todo lo que tengo, todo lo que soy, puede perderse: mi fuerza convertirse en abyección, mi inclusión en exilio, mi calma en terror.

Esta fragilidad vertical nos hace a todos susceptibles a la Blancura Parasitaria. La Blancura promete convertir la singularidad ansiosa en pluralidad confiada; la fragilidad aislada en poder colectivo. La Blancura acaricia a sus anfitriones con reaseguramientos; nunca más, parece murmurar, tendrás que estar solo. Un "yo soy" siempre tenso y siempre en peligro será necesariamente susceptible a este sueño preformado de un "nosotros somos" siempre empoderado.

Pero, por supuesto, la Blancura no limita su labor oportunista a los individuos. Se infiltra fácilmente incluso en los grupos basados en la protección de los individuos, en los principios democráticos, en la preocupación sistémica por las singularidades frágiles. Pero cuando este grupo entra en contacto con un plano vertical ominoso, cuando, por ejemplo, se siente en peligro por una amenaza externa o interna, sus principios horizontales fundamentales pueden parecer repentinamente ingenuos y peligrosos. La Blancura oportunista, entonces, puede ofrecer una alternativa instantánea, transformando fácilmente los impulsos democráticos del grupo en impulsos atávicos. Al igual que con los individuos susceptibles, todo lo que la Blancura Parasitaria necesita de sus pluralidades susceptibles es una colisión disruptiva con la verticalidad, una amenaza desde "abajo". Podemos percibir una de estas "amenazas" en todo el mundo: los refugiados necesitados, que exigen un lugar y perturban los supuestos democráticos de inclusión. La Blancura siempre está dispuesta a responder a esa amenaza, a responder a la llamada. Una vez instalada, su epistemología de derecho al dominio autorizará a su anfitrión -sea individuo o grupo- a un poder sin límites, a una fuerza sin restricción, a una violencia sin piedad. La Blancura disfruta ahora de la libertad de actuar (enact) libremente su epistemología fundamental de derecho al dominio. El derecho al dominio no solo define sus objetos -podemos "verlos" reunidos en nuestra frontera Sur- sino que también establece el marco dentro del cual es posible toda definición. Todo lo que quede fuera del marco es, por virtud de su estar fuera, irreal e imposible. La voz del derecho al dominio de la Blancura, dentro o fuera, es firme y definitiva: no eres una persona; eres mano de obra. No eres una persona; eres un desviado. Esto no es deseo; esto es enfermedad. No estás necesitado; eres un fracaso. No eres tuyo; eres nuestro.

Reflexiones personales

La infiltración de la Blancura puede empezar modestamente.

Durante dos años, cuando teníamos tres y cuatro años, Bobby fue mi mejor amigo. Bobby tenía un impedimento en el habla debido a un paladar hendido severo. Yo era el único niño del barrio que podía entenderlo cuando hablaba. Me encantaba Bobby. Sin embargo, cuando empezó el colegio, yo fui a una escuela normal mientras que a Bobby lo enviaron a una para niños discapacitados. Ese fue el fin de la amistad. No volvimos a hablar.

Ya no quería saber nada de él. Algo era malo, débil y defectuoso en él. Solo quería estar con niños de mi clase. Bobby era ahora parte de la naturaleza, parte sobre la que yo aprendería. Ya no era, como yo, uno de los que iban a aprender. Nadie me dijo que respondiera así. Nadie me dijo que no lo hiciera. Había tenido lo que parecía una revelación. Simplemente lo rechacé, me aparté. Ese rechazo, ese acto de considerarlo ahora como un objeto, ya no un sujeto como yo, marcó el lugar en el que la Blancura pudo comenzar su trabajo.

Yo había trazado una línea, establecido una premisa. La Blancura pudo entonces inaugurar de forma oportunista una expansión escalonada de esta premisa, procediendo como si fuera mi aliada. Juntos, buscamos y encontramos más marcadores de deficiencia, hasta que finalmente llegamos al color. El color ofrece a la Blancura, ahora firmemente instalada, un campo de expansión aparentemente ilimitado, disponible instantáneamente -providencial y claro-, una oportunidad para realizarse, para llegar a su forma adulta, plenamente desarrollada. El color proporciona un universo de objetos adecuados, colocados allí como regalos, para ser capturados y aplastados, todo a capricho, como, para muchos niños convertidos en Gulliver, las hormigas están ahí para ser aplastadas bajo sus pies, las mariposas para ser encerradas en un frasco. Estas hormigas aplastadas y mariposas asfixiadas -víctimas de un narcisismo casi celular- ofrecen a la Blancura una plataforma sobre la que empezar. Una vez ha empezado, el resto puede parecer simple sentido común, la preservación del lugar apropiado del anfitrión -en algún lugar cerca de la cima- dentro del único orden de las cosas apropiado y permanente. Pero primero, antes de llegar a su forma completamente desarrollada, la Blancura tiene que comenzar, y para ello, casi cualquier cosa -incluso el paladar hendido de un niño pequeño- servirá.

La Blancura comenzó su trabajo solo después de que yo hubiera hecho el mío. Había amado a Bobby. Yo era un niño solitario y él era lo mejor que tenía. No estaba preparado para perderlo; de hecho, no solo no estaba preparado, sino que, en retrospectiva, era incapaz. Mi miedo, mi tristeza, mi pérdida -Bobby y yo ya no estaríamos juntos- habían sido borrados por la revelación de mi mapa: su herida confirmaba mi integridad. Esto me pareció un intercambio justo por la pérdida de un amigo. Estaba agradecido por haber escapado de una pérdida insoportable. El frágil vínculo de amor y amistad se había transformado en los vínculos robustos del odio y la repulsión.

Todo lo que la Blancura necesita para tener un sitio receptor es un acto original de mapeo vertical. La Blancura comienza con esta verticalidad. Luego se infiltra en ti. Puedes sentirla. Es como drogarse: una nueva realidad, una estatura mejorada, una comunidad especial. Puedes respirar más fácilmente, sentirte protegido y vigilado. Y entonces puedes mirar hacia abajo, debajo de ti, y puedes ver a los demás, a otros como Bobby, y parecen ir a la deriva cada vez más hacia abajo, hacia algún fondo. Y a diferencia de ti, ellos parecen indefensos y desprotegidos. Se desvanecen en la distancia, cada vez más lejos, por allá, permanentemente otros ahora, permanentemente en otro lugar. La Blancura Parasitaria, de hecho, funciona como la propiedad heredada. Ya has recibido lo que te corresponde. Simplemente reclamas lo que de repente te das cuenta de que es tuyo para reclamarlo. (Ver "La Blancura como Propiedad" [Harris 1993].) Pero con esta reclamación viene el miedo a la caída, a perderlo todo, a que te lo quiten. Así que la Blancura Parasitaria, inclinada primero hacia el dominio, se inclina ahora hacia la defensa evitativa y luego violenta. La defensa es ahora una necesidad permanente, la seguridad se convierte en ansiedad, la libertad en paranoia, la evasión en atrapamiento. La Blancura Parasitaria, que promete salud, da enfermedad.

Evitaba al vendedor ambulante ciego del barrio; mi querida tía Bell se volvió de repente demasiado gorda; J.T., el hombre que me enseñó a beber de una botella de Coca-Cola, se convirtió en el negro cuyas botellas debía evitar; mis abuelos inmigrantes se convirtieron en estúpidos campesinos. Pero estas eran simplemente relaciones personales, cada una cargada de significados e historias, cargadas, de hecho, de amor. Pero una vez que estas complicadas transformaciones se produjeron, una vez que estuve dispuesto a aceptarlas, surgió la transformación más fácil y global de todas. Como si simplemente estuviera aprendiendo a nombrar una característica natural de mi nuevo entorno, "Negros" se había convertido en "Schvartzes". Y con eso, ahora estaba mapeado en el mundo real. Ya no era simplemente blanco; era Blanco. Tenía propiedad y propiedades. Y con este último giro maligno, este giro que se aleja de la mera localidad y se acerca a un lugar en el mundo de la naturaleza, la Blancura Parasitaria había establecido firmemente su lugar en un huésped complaciente.

Sabía que todo era una traición. La Blancura normalmente deja un pequeño espacio como este para la conciencia y la memoria, para la conciencia de la propia traición. Sin embargo, la Blancura mapea esta conciencia, este residuo de una inocencia original, como otro objeto a dominar: una discapacidad interior, y como tal, una amenaza para toda la empresa -débil, llorona, arrepentida- que debe mantenerse ordenada, mantenida y oculta, en efecto, enviada a una "escuela" interior donde también -esta astilla de conciencia- se mapea como un objeto spor debajo de la cima.

Todo esto vino en forma de un terrible fogonazo, más revelación que pensamiento. Bobby y el ciego pertenecían a esos otros, a esa "escuela", en algún lugar lejano y estéril. La Blancura Parasitaria funciona de esta manera, abriendo y mapeando un territorio lejano -fácil de poblar, fácil de minar y fácil de menoscabar-, un territorio lo suficientemente amplio como para albergar a todas las criaturas de la tierra, al tiempo que promete a los anfitriones del parásito que ellos, intoxicados por el privilegio real y la integridad imaginaria, mantendrán tanto el poder como el derecho a permanecer a salvo y seguros, justo donde están.

Un fantasma de Bobby parece haber vuelto a mí, en la persona de un paciente mío actual, también nacido con un problema de habla. Mientras lo escucho, puedo ver y oír a Bobby, su cabecita, su tono nasal, no exactamente indulgente, sino simplemente acogedor, sin importar el tiempo que me haya costado llegar ahí, a su lado de la línea, o, lo que es lo mismo, traerlo al mío. Sin darse cuenta del regalo que me hace, mi paciente me trata como a un amigo íntimo.

"Podría desaparecer", dice, "y nadie se daría cuenta. Recuerdo que en el jardín de infancia me sacaban de clase y me llevaban por el pasillo a una habitación muy pequeña. Oscura. Cuatro personas. Todos con algún impedimento. No era el impedimento, en realidad, sino el método de tratarlo. Me apartaron. Me merecía menos que los demás. Que me saquen de la clase. Es algo que te define. Me ubica en una categoría deficiente. Ese sentimiento nunca ha desaparecido.  Debe haber habido otros innumerables momentos. Intentaba hablar y no tenían ni idea de lo que decía. ¿Tenía yo la culpa? Debí sentir que estaba haciendo algo mal. Recuerdo haber entrado en la casa con mi padre. Tenía cinco años. El intentaba que dijera "llave" y yo seguía diciendo "lleve". Una y otra vez -'llave', 'lleve'- parece que diez o veinte veces. Él no me soportaba tal y como yo era. De alguna manera, yo estaba haciendo algo que le hacía daño. Se empeñó en que dijera "llave". No podía hacerlo. De alguna manera era culpa mía. Una emoción muy poderosa. Déjame atrás; no valgo la pena de que me esperes. Ahora que he pensado en ese recuerdo, la sensación de que 'solo mereces ser abandonado' es realmente poderosa. Solo soy algo que merece la pena tolerar, nada más".

"No podía soportarme tal y como era". Este podría ser el anatema central de los objetos que sienten derecho al dominio. Si pierde la cartera, olvida una palabra, llega tarde a cenar, mi paciente se golpeará la cabeza contra una pared, se golpeará la cara con el puño y se gritará a sí mismo repetidamente: "Idiota, idiota". Mientras él sea un "idiota", el mundo, tal y como está mapeado, está correctamente ordenado. Sin embargo, si se interfiere con esta violencia autodirigida, como hace el análisis en ocasiones, el paciente se siente simultáneamente homicida y loco. El mapa, por tanto, es tranquilizador, a pesar de su coste devastador.

El funcionamiento del mapa en el mundo y en el consultorio

En primer lugar, para percibir el funcionamiento del mapa en el mundo, escuchemos a Lawrence Summers, ex presidente de Harvard, ex Secretario del Tesoro, escribiendo aquí en un memorándum confidencial del Banco Mundial de 1991: "Creo que la lógica económica que hay tras el vertido de una carga de residuos tóxicos en el país con los salarios más bajos es impecable y deberíamos afrontarla. . . . Siempre he pensado que los países menos poblados de África están en gran medida subcontaminados, la calidad del aire esprobablemente es muy ineficientemente baja en comparación con Los Angeles o México DF.. . . . Entre nosotros, ¿no debería el Banco Mundial fomentar una mayor migración de las industrias sucias a los países menos desarrollados?" (Nixon, p. 1).

Aunque todos nos identifiquemos con la lógica superficial y manifiesta de la Blancura -número y equivalencia, equidad y justicia-, rechazaremos y nos resistiremos tanto a su explícita epistemología de sentimiento del derecho al dominio como a su lógica encubierta y fundamental de mapeo. Esta lógica de mapeo sitúa a Summers -ansioso, desencantado, arrogante- en un lado de una partición, y al mundo como una combinación de vertedero y zoológico en el otro. Summers está mapeando la realidad organizándola jerárquicamente. Se imagina el planeta tal y como lo concibe una epistemología del sentirse con derecho al dominio, dividiendo en dos una esfera que antes era única y unificada. La Blancura, limpia y entera, aquí; sus objetos menos desarrollados allí, lejos, cerca de la "mierda".

Summers ejemplifica el funcionamiento del mapa en el mundo material. Los siguientes ejemplos clínicos representan el funcionamiento del mapa en el borde psicoanalítico, el plano formado por la intersección de las realidades psíquicas y materiales.

Funcionamiento clínico

En las viñetas que siguen, pretendo ilustrar algunos de los funcionamientos del mapa cuando emergen en dos situaciones clínicas muy diferentes. La primera ejemplifica un tipo de remisión; la otra puede apuntar a un método eficaz de tratamiento.

Caso 1

Al Sr. A le han dicho que es uno de los dos finalistas para un puesto que ha solicitado, seleccionado entre 400 aspirantes. Al Sr. A, tras tres entrevistas exhaustivas, se he la dicho que se le informará de la decisión pasado el fin de semana. Esta sesión, la primera de la semana, tiene lugar el martes.

Todavía no me han llamado. Es una mierda. Esos imbéciles. Ni que me estuvieran entrevistando para el Tribunal Supremo. Este es un primer nivel desde abajo. Es asqueroso. El tipo dice que llamará el lunes. Y luego, para más humillación, mi servicio de contestador falla justo ese día. Tengo que llamar a la puta secretaria y preguntarle si acaso el sapo de su jefe ha tenido tiempo y ganas de llamarme. Lamento molestarla, pero mi contestador automático no funciona, la excusa más lamentable del mundo. Tengo que rebajarme a eso; aunque en este caso sea cierto, no tienen por qué creerme. Para ellos, me estoy arrastrando por su trabajo de mierda. Es indignante. Y todavía no ha llamado. Luego me llama y me dice que para hoy a mediodía, lo promete, y ahora es más tarde y todavía no ha llamado. Y lo único que puedo hacer es esperar. Lo odio. Los odio.

Pero, en una reunión hace un momento, casi pierdo la cabeza. Todavía me preocupa tocar a esta gente. Sé que no se puede contraer el VIH por tocar, pero aún así, pequeños cortes, uñas, siempre hay una posibilidad. Y estas personas están tosiendo, escupiendo cosas, están enfermas, y no quiero que me toquen. Y al final de la reunión, este tipo llega tarde, muy tarde, como siempre. Viene solo para hacer acto de presencia. No es un científico de verdad. Es un fraude. Sucio, maldito y lo siguiente, viene y finge su participación en mi reunión. Sucio, enfermo, mentiroso y lo siguiente. Y yo estoy allí en el mismo lugar, tal vez teniendo que tocar su mano. Es indignante.

Toda la orientación que el Sr. A. tiene del mundo es vertical. Prácticamente puedo sentir el sudor saliendo de él mientras trata desesperadamente de aferrarse a su lugar en el escarpado muro vertical de su mundo sujeto/objeto. El epíteto racial marca y mapea abiertamente esa verticalidad escarpada. Establece una base, un suelo, por debajo del cual, bajo ninguna circunstancia, puede seguir el Sr. A. El Sr. A. solo puede caer hasta cierto punto, solo puede perder, solo puede estar fuera de control hasta ese punto. El Sr. A. mapea el objeto peyorativo más allá de sus límites; este objeto alberga todo lo que el Sr. A. no soporta albergar. Escuchen la intimidad, la certeza en su voz: la convicción absoluta de que conoce, sin lugar a dudas, las características esenciales y particulares de todos los que están en el mapa. El Sr. A. no hace ningún trabajo; el mapa lo hace todo. La verticalidad es omnisciente: no hay preguntas, solo respuestas.

El Sr. A. me había buscado porque había oído que yo era  "auténtico". Durante algún tiempo pude trabajar con él, de forma más o menos eficaz, apoyándome en su idealización, dando al mapa vertical un uso que yo consideraba benigno. Sin embargo, estaba perdido en cuanto a la forma en que su confianza en el mapa podría alterarse. Un padre violento encarcelado, una madre ineficaz con la que casi no tenía contacto, un consumo constante de cocaína, fines de semana salpicados de altercados físicos... Decía que verme lo ayudaba a "estar tranquilo" y " no meterse en líos". La única emoción intensa que expresaba era la rabia, con el consiguiente arrepentimiento por no haber "matado" al agresor. Tras dos años de análisis, compró un perro pequeño hacia el que parecía sentirse intensamente cariñoso y protector. Llegó a preocuparse por el perro, y menos por cualquiera de sus objetos degradados. Entonces entró en escena una mujer. Se mudó y, de repente, estaban los tres tratando de establecer un hogar. Nada en él pareció cambiar realmente, excepto sus preocupaciones. Quería "ser bueno", diciendo de vez en cuando, sin mucha convicción, "ser como tú". Pero con estos cambios de aspiraciones manifiestos, ya no sonaba como antes. Estaba ocupado con la mujer y el perro, queriendo ser bueno con ambos. Ahora necesitaba dinero y, por tanto, un trabajo. El trabajo que encontró no era particularmente elevado, y sin embargo lo soportaba. Después de un tiempo, viviendo lo que le parecía una vida mediocre pero decente, terminó su análisis.

Todo el tratamiento fue una experiencia extraña para mí. Sentí que no había hecho gran cosa, salvo aguantarle, ni unirme ni intentar acabar con sus epítetos peyorativos alimentados por la Blancura, y su confianza en su escarpado mapeo vertical. Y sin embargo, al comparar cómo era al principio con cómo era ahora, llegué a pensar que su etapa de análisis había sido un éxito, que en cierto modo había terminado al menos por parecerse a "lo auténtico". Los planos verticales de su vida habían sido añadidos, apartados por ahora, por su afecto hacia la mujer y el perro y tal vez por su deseo de llegar a ser como yo, sea lo que sea que signifique eso. Habían surgido planos horizontales en medio de los verticales. No una cura, ciertamente, pero sí una valiosa remisión, generando una zona de posibilidad. Sin embargo, sigo estando casi seguro de que, ante una mínima provocación, la Blancura Parasitaria volverá a aparecer; el Sr. A. retomará sus diatribas racistas, sus soluciones violentamente imaginadas.

Caso 2

Una mujer en análisis habla de su creciente disgusto con su pareja masculina. Apenas puede tolerar la necesidad que él tiene de ella, su insistencia en que estén siempre juntos. Cada vez más inquieta y sexualmente insatisfecha, ha comenzado a amenazar con tener una aventura o con la ruptura. Su pareja le responde de manera enérgica y repetida, con una imagen que lleva mucho tiempo presente en su relación. Él le dice: "No eres tú quien habla. Sé que me quieres. Es el mono rosa que tienes dentro. Eso es lo que habla. Ese mono está loco, es salvaje. No puedes controlarlo. Me necesitas para mantenerlo bajo control". La paciente tiene un historial de profundos trastornos psiquiátricos; la idea de perder el control la aterroriza. Durante años, aterrorizada, se ha unido a su pareja para trabajar en mantener al "mono rosa" bajo control. El "mono rosa" -un animal peligroso, denigrado por el color- denomina a lo que ella y su controlador compañero están de acuerdo en que es una presencia humanoide invasiva, la encarnación de un primitivismo loco desregulador, situado no fuera, donde pertenece, sino en lo más profundo de su interior.

Obediente, con la certeza de que solo él puede evitar que se desmorone, se queda con él y se vuelve cada vez más infeliz. En un momento de crisis de la relación, ella tiene un sueño:

Estoy con alguna gente en una situación sexual. No estoy segura de nada. Ni de quiénes son, ni de qué quieren. Uno es un chico, o una mujer. No sé. Entonces es una mujer, pero tiene pene. Es un pene de niño pequeño. Estoy excitada. Entonces es una mujer de nuevo. Y yo me miro. No estoy segura de lo que tengo, de lo que soy. Un chico, una mujer, si tengo un pene. Estoy excitada. Todo esto es excitante. Da miedo.

Empieza a hablar del sueño con dudas, temiendo que signifique que se está volviendo loca de nuevo, perversa y enferma. Le digo que parece esperar que yo se lo confirme. "¿No es eso lo que hacen los psicoanalistas?", dice. "¿Raúl dice que estoy loca y tú no? ¿No eres un policía también?" Comienza a reírse. "Si ese sueño no es una enfermedad, ¿entonces qué es?", pregunta. Riéndose más, exclama: "¡Es el mono rosa! Eso es lo que es. El mono rosa es un monstruo sexual. Todas las partes posibles. Pene. Niño. Mujer. Yo. No está tan mal. Realmente, no es tan malo. Realmente es como lindo. ¿No te parece?"

Su exuberancia inicial al encontrarse felizmente alineada con una imagen que durante mucho tiempo le había parecido una amenaza ajena se desvanece en las sesiones inmediatamente posteriores. "Me siento mareada, como una borracha. ¿Cómo puedo confiar en esto? ¿Cómo puedo confiar en ti? Es no saber en quién confiar, en qué confiar, no saber qué es real; eso es lo que se siente al estar loca". Digo que ella podría sentir que me había alineado con el mono rosa, que la había incitado a sacrificar la insistencia de su pareja en la regulación de la cordura a cambio de unirse a mí en un exceso ilimitado. Esta imagen de mí como seductor maligno le recuerda al personaje de Robert de Niro en El Cabo del Miedo, un asesino que seduce a una adolescente para poder vengarse de su padre, el policía responsable del encarcelamiento del asesino.

Estos intercambios tuvieron lugar tras cinco años de análisis. Esos cinco años parecen tener peso mientras la paciente se enfrenta a lo que considera "dos hombres, cada uno de los cuales quiere ponerme de su lado". Le digo que creo que, al menos en parte, tiene razón en lo que respecta a mí: quiero que se pase a "mi lado"; creo que la imagen del mono rosa se está utilizando para asustarla y limitarla, y que su miedo a ello es ya anacrónico y que, habiendo desarrollado sus propias capacidades de control, el mono rosa es gratuito y sirve más a los intereses de su pareja que a los suyos. Me dice que ha llegado a confiar en mí con los años: "Sin eso, no creo que pudiera creerte ahora".

Una vez que encontró la forma de salir de la relación con Raúl, conoció a un hombre que, según me dijo, "no tiene miedo" de lo que ella quiere. "Se acabó el mono rosa", dice, "solo yo, quizá rosa, quizá un mono".

En oposición a la epistemología del sentirse con derecho al dominio, nuestro trabajo aquí se fundamentó en lo que me parece una epistemología de la obligación identificadora. En lugar de tratar de segregar y dominar la imagen potencialmente disruptiva del mono rosa, la paciente encontró una forma de identificarse con él, de tomarlo dentro de sí misma, en un acto que ella misma denominó "amable": "somos la misma carne, el mono rosa y yo", dijo. Con ello, reconfiguró lo extraño como curioso, convirtió la amenaza de la desorganización en la promesa de la sorpresa. La obligación identificatoria promete la posibilidad de un contacto erótico permanente -siempre posible y siempre incierto- al que el sentimiento de derecho y el dominio habían renunciado moralmente.

El mono rosa se había transformado. La paciente y Raún, mediante una epistemología compartida y perversa de derecho al dominio habían relegado los deseos de la paciente al estatus de un animal loco necesitado de jaula, mapeándola como una especie de animal de zoológico domesticado, peligroso sin su domador. Dándole un uso excelente a su sueño, la pciente encontró un modo de liberar al mono, convirtiéndolo en una avalancha borrosa de partes sexuales, polimorfas, sí, pero ya no atemorizantes, en lugar de un ronroneo “lindo” de deseo. Ahora estaba encantada, e identificada, con lo que una vez la había asustado. En efecto, en el sueño el mono habla, esencialmente seduciéndola, conquistándola, mostrando su “lindura”, dejando claro no necesitaba ser encerrado, encadenado ni suprimido.

La voz de la Perversión había desterrado a la mujer y a su mono rosa primitivo a una versión psíquica del territorio lejano amurallado. El control de su pareja era una condición no negociable de su liberación. Un temor compartido a los deseos ingobernables del mono rosa unía a esta pareja perversa. Esos deseos marcaban una amenaza al orden. El sentirse con derecho al dominio se camuflaba aquí como protección benevolente frente a la recurrencia de la crisis psíquica, que la había desfigurado hacía tiempo, como lo hizo la voz del orden y la protección que habían marcado a mi amigo Bobby como desfigurado.

Pero aquí, primero el sueño y luego el trabajo de la paciente sobre él, contrarrestan la epistemología perversa del sentirse con derecho al dominio de la pareja. La paciente, intentando averiguar qué puede afirmar saber en realidad, se une a su anaalista en una epistemología basada en la interpretación sin certezas, tentativa y experimental. El trabajo de llegar a saber tiene lugar en la línea límite. La paciente y el mono se hablan. Ambos comienzan en estados de falsa erudición, representantes internos de la falsa dicotomía vertical, definiendo la civilización aquí y el mono rosa -el barbarismo- allí. La paciente, sin embargo, no es realmente civilizada, ni el mono es realmente bárbaro. Ambos términos son, en realidad, totalmente imaginarios. Cualquier epistemología identificativa engendra la posibilidad de un encuentro vinculante a través de esta división imaginaria. El encantamiento no es más que un medio para erosionar la desidentificación vertical. Hay muchos otros. La identificación -buscar y encontrar similitudes- este es el movimiento clínico y social central que erradica la verticalidad y convierte la jerarquía fija en diferencia móvil.

Este tipo de trabajo clínico, que desmantela las estructuras perversas organizadas en torno a una epistemología del sentirse con derecho al dominio, convierte los mapas verticales interiores en mapas horizontales interiores. Como tal, este trabajo elimina al menos un lugar psíquico receptor de la Blancura Parasitaria. Sustituye la repulsión por el deseo y el miedo por el placer, y una parte del mapa antes perverso se vuelve horizontal: el mono antes denostado ahora deslumbra, ahora es un icono de posibilidad vital en lugar de un exceso desvitalizado. Y con esa transformación, la Blancura Parasitaria pierde algo de acceso a un anfitrión ahora menos susceptible.

Las epistemologías de la obligación identificatoria pretenden invertir el famoso axioma de Freud y llegar, finalmente, a esto: Donde solo estaba el yo, allí también debe estar el ello.

El trabajo psicoanalítico, por tanto, no necesita dirigirse propiamente a la Blancura como tal. En cambio, puede dirigirse eficazmente a los receptores psíquicos que proporcionan a la Blancura el mapa vertical interior del que depende. El mapa vertical altera el vínculo identificatorio que pudo unir en su momento al sujeto con el objeto. Sin embargo, el vínculo persiste, remodelado y endurecido ahora en un formato vertical. La identificación se transforma en desidentificación, la similitud en diferencia, el cuidado afectuoso en crueldad sádica. Reduzcamos la propagación y la influencia de estos receptores verticales interiores e, indirectamente, el parásito de la Blancura se desplaza, se desprende, volviéndose él mismo susceptible de ser expuesto, como una presencia diferenciada y ajena. El trabajo psicoanalítico, en sus formas más radicales, fundamentales y, finalmente, neutrales, apunta a todos y cada uno de los efectos del mapeo vertical. Donde estaba la verticalidad, estará la horizontalidad.

Conclusión

¿Dónde colocarse? ¿Sobre qué plataforma estable? Para convertir la Blancura en un objeto de pensamiento hay que buscar primero un punto de quietud. Este punto, en realidad, no existe. Al fin y al cabo, la Blancura, en su forma madura, genera una totalidad volátil de la que no hay una salida clara, un escape claro. Perseguir esa salida, esperar un escape incluso temporal -de salir y mirar hacia atrás, de ver dónde pareces haber estado- depende, creo, de una especie de movilidad conceptual, de la voluntad de utilizar metáforas y símiles solo durante el tiempo que sirvan, y luego seguir adelante. Para mí, aquí, las más importantes de esas metáforas han sido "parásito", "mapeo" y "verticalidad". Cada una de ellas me parecíó tanto estable como elástica, capaz al mismo tiempo de sostener el pensamiento y de ofrecer un punto de partida cada vez que ese apoyo parecía agotado. Y, por supuesto, el psicoanálisis proporciona algo más que símiles y metáforas. Ofrece una estructura teórico-técnica estable, con la que podemos contar, que a pesar de sus limitaciones resistirá -ha resistido- mientras intentamos lograr la agilidad conceptual, emocional y personal requerida para lidiar con la Blancura que, seamos quienes seamos, se infiltra en nuestro entorno interior y exterior.

 

[1] Aquí se revela ese frenesí, un frenesí de base cuyas resonancias, aunque a menudo muy silenciadas, siguen comunicándose a través de la Blancura Parasitaria: "Un misionero anglicano observó que el primer juguete que se daba a los niños blancos en Jamaica solía ser un látigo; el capataz Thomas Thistlewood, que dirigía a cuarenta y dos esclavos en la parroquia de Santa Isabel, llevaba un diario espeluznante que describe cómo, en un solo año, azotó a tres cuartas partes de los hombres y violó a la mitad de las mujeres. Cuando se trasladó a otra plantación, amenazó con desmembrar a los hombres y mujeres esclavizados a su cargo, ideando torturas y humillaciones que incluían obligar a algunos a defecar en la boca de otros esclavos y a orinar en los ojos de otros, frotar jugo de lima en sus heridas después de las flagelaciones y cubrir a un hombre azotado y atado con melaza mientras lo dejaba para las moscas y los mosquitos" (Cep, 2020).

[2] Aquí vemos una conceptualización kleiniana clara y representativa del plano vertical: “la desilusión abre una brecha entre el self y el objeto; una brecha que, para empezar, está llena del caos, dando lugar a sentimientos de pánico a caer en un algo desconocido aterrorizante. Normalmente, el amor de la madre nos salva, puesto que crea un vínculo y el bebé es rescatado del abismo. Pero si esto no sucede y el dolor, la humillación y el miedo son insoportables, la brecha ‘horizontal’ entre uno mismo y el pecho se convierte en una brecha ‘vertical’, con solo dos posiciones, triunfo o humillación. El anhelo de amor se reemplaza por un anhelo de poder. El paciente habita un universo de arriba y abajo en el que se idealiza la fuerza impulsada por el odio y el amor se considera como débil y despreciable. El paciente es seducido por la creencia de que volverse ‘Grande’ mediante la identificación proyectiva masiva con el Objeto Malo Idealizado es cuestión de segundos, mientras que crecer es siempre parcial, inseguro y cuesta tiempo y trabajo duro” (Ignêz Sodré, comunicación personal).

 

Referencias

Cep, C. (2020). The long war against slavery: Review of Vincent Brown, Tacky’s Revolt: The Story of an Atlantic Slave War. The New Yorker, January 20.

Freud, S. (1915). Instincts and their vicissitudes. Standard Edition 14:117– 140.

Harris, C. (1993). Whiteness as property. Harvard Law Review 106:1707– 1791.

Nixon, r. (2011). Slow Violence and the Environmentalism of the Poor. Cambridge: Harvard University Press.