aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 072 2023

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El psicoanalista frente a la desesperanza psicosocial: subjetividad, inconsciente y complejidad

The psychoanalyst facing psychosocial hopelessness: subjectivity, unconscious and complexity

Autor: Velarde Bernal, Genaro

Para citar este artículo

Velarde Bernal, G. (2023). El psicoanalista frente a la desesperanza psicosocial: subjetividad, inconsciente y complejidad. Aperturas Psicoanalíticas (73), artículo e2. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001215

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http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001215


Resumen

Este trabajo es resultado de la experiencia psicoterapéutica e institucional con sujetos en situación de vulnerabilidad y exclusión social, en el marco de un dispositivo público de abordaje territorial. Este escrito constituye, básicamente, dos esfuerzos de descentramiento: por un lado, de la clásica comprensión que ofrece la psicopatología psicoanalítica y las estructuras mentales, lo que permite visualizar y reflexionar sobre una constante en la práctica psicoterapéutica que el autor denomina desesperanza psicosocial y que define como un síntoma complejo que organiza la experiencia subjetiva de muchas de las personas que viven en las condiciones descritas; por otro lado, un descentramiento de lo que -en este trabajo- se denomina sujeto trágico, lo que permite al autor introducir al sujeto político o ciudadano como horizonte teórico-práctico en psicoanálisis. Lo anterior solo es comprensible si, como profesionales de la salud mental, somos capaces de pensar e intervenir desde el marco de las subjetividades complejas, es decir, en términos de singularidades y ya no de individualidades. Finalmente, el autor sostiene que, en la actualidad, una de las tareas más importantes de los psicoanalistas comunitarios será el responder a la cuestión de las formaciones inconscientes en el marco de la multidimensionalidad y las subjetividades complejas.

Abstract

This paper is the result of the psychotherapeutic and institutional experience with subjects living in a situation of vulnerability and social exclusion, in a public institution with a territorial approach. This writing constitutes two efforts of decentering: on the one hand, of the classic understanding offered by psychoanalytic psychopathology and mental structures, which allows visualizing and thinking about psychosocial hopelessness, which the author defines as a complex symptom that organizes the subjective experience of many of the people who live in the described conditions; on the other hand, a decentering of what -in this work- is called tragic subject, which allows the author to introduce the political subject or citizen as a theoretical-practical horizon in psychoanalysis. The above is understandable if, as mental health professionals, we are capable of thinking and intervening from the framework of complex subjectivities, in terms of singularities and no longer individualities. Finally, the author expresses that, at present, one of the most important tasks of the psychoanalysts in the community will be to answer the question of the unconscious formations within the framework of multidimensionality and complex subjectivities.


Palabras clave

complejidad, desesperanza, psicosocial, subjetividad, vulnerabilidad.

Keywords

hopelessness, psychosocial, subjectivity, vulnerability, complexity.


No hay salud mental pensable cuando el sujeto es excluido de su condición de hombre político (Viñar, 2009)

 

La experiencia terapéutica cotidiana me ha mostrado que muchas de las personas con las que trabajo se presentan con, al menos, una pregunta a cuestas. Algunas personas, diría que la mayoría, no tienen plena conciencia de esta pregunta, por lo que nunca fue formulada o verbalizada abiertamente; otras, esbozan algunos signos de interrogación ya desde los primeros encuentros. Será parte del trabajo psicoanalítico ir construyendo los interrogantes, darles forma, formularlos y reformularlos, jugar con ellos. A fin de cuentas, ¿no son ellos los que motorizan, en un sentido general, los análisis que llevamos adelante?

Pienso que de forma similar es como producimos escritos (al menos, es como a mí me sucede, o como entiendo que me sucede): parten de una o más preguntas; preguntas, tal vez, no formuladas plenamente en la mente de quien escribe (un psicoanalista, en este caso), pero que irán cobrando vida en el esfuerzo de parir un escrito. Porque, a mi parecer, esa es la finalidad última de un escrito: parir preguntas, más que respuestas. De todas formas, sabemos que las respuestas tienen, tarde o temprano, un destino fatal: colapsar desde su propio interior, porque son gestantes de las mismas preguntas que las harán colapsar. Así como Winnicott (1971), cuando decía que interpretaba para que sus pacientes conozcan el límite de su comprensión, pienso que nosotros -psicoanalistas- escribimos para conocer nuestros propios límites.

En este sentido, coincido con Bollas (2013) cuando sostiene que las preguntas constituyen la base de la libertad humana. Pero, entonces, la pregunta en análisis (la pregunta en transferencia), ¿también apunta a liberar?¿a quién/es?¿de qué?¿de quién/es? Y, en todo caso, ¿vale lo mismo para las preguntas que son el germen de escritos como este? Sea como sea, y aunque este no es estrictamente un trabajo sobre la libertad humana, ¿no es esta una cuestión que los psicoanalistas no podemos eludir?, ¿no es la libertad, acaso, una problemática que, como música de fondo, encontramos en todos los psicoanálisis que emprendemos?

Las preguntas que motivan este escrito surgen de mi experiencia psicoterapéutica e institucional con los olvidados (Buñuel, 1950), con personas que se encuentran en situación de pobreza y vulnerabilidad psicosocial; personas con un limitado acceso a derechos o, directamente, con derechos vulnerados; personas cuyas condiciones de vida están marcadas por la desigualdad, la exclusión y la discriminación social. Los olvidados: pacientes complejos[1] (Morin, 2009) atravesados por múltiples problemáticas que derivan en múltiples sufrimientos. Los olvidados: pacientes con quienes las estrategias de intervención en salud mental deben de ser pensadas desde paradigmas amplios, integrales e integradores. Y aquí cabe destacar que integralidad no significa completitud, ni totalidad. Los tratamientos que se llevan adelante desde este marco, si bien son multi, inter y transdisciplinarios, no tienen como objetivo último abarcar la totalidad de la problemática ni de las dimensiones humanas y subjetivas en juego, ya que al proceder de esta forma se operaría en un sentido opuesto al pensamiento complejo, eliminando (de forma errada e imaginaria) el resto inabarcable de toda intervención y de toda subjetividad humana. Los olvidados: pacientes que solo podemos comprender y atender contemplando la singularidad, no la individualidad. Y esto es así porque la noción de singularidad adquiere su sentido pleno si la comprendemos desde una perspectiva compleja (complejidad), y ya no en el sentido reducido, tautológico, solipsista, como aquel que alude, incesantemente, a la individualidad de los sujetos. De esta manera, resulta más adecuado sostener que los profesionales de la salud mental trabajamos con singularidades, no con individualidades.

La desesperanza psicosocial: primeras delimitaciones

En mi experiencia cotidiana con pacientes con problemáticas psicosociales complejas (consumo problemático de sustancias, delincuencias, violencias, entre otras) me ha interpelado profundamente el hecho de que la comprensión más genuina y más cercana al sufrimiento de las personas me ha llevado a descentrarme (no abandonar) de las clásicas nosografías y estructuras que constituyen la psicopatología psicoanalítica. No quiero decir que no me sean útiles, todo lo contrario: pensar en términos de funcionamientos psíquicos y estructuras mentales ofrece información que permite una comprensión profunda del sujeto y de sus sufrimientos, así como información cardinal para tomar decisiones en relación a las estrategias terapéuticas que, en el marco de la multidisciplina, llevaremos adelante. Sin embargo, este descentramiento es resultado de la necesidad de introducir otras variables que inciden en las construcciones subjetivas, en los sufrimientos de las personas y, por lo tanto, deben de ser consideradas en las estrategias terapéuticas. Para ser claro: lo que quiero decir es que, además de las estructuras y la psicopatología, me he encontrado (un he chocado describe más claramente mi propia experiencia) con una constante, con una experiencia íntima de los sujetos, que se me plantea como una interrogante de infinito peso en mi práctica. Me refiero a la existencia de unos afectos desesperanzados, muchas veces confundidos por los profesionales con estados depresivos o distimias; afectos que, además, podemos encontrar acompañando (o apuntalados) a las diversas estructuras psíquicas. Desesperanza psicosocial… hoy no encuentro otra manera de denominar a estos afectos.

Si esta desesperanza psicosocial exige un intento de comprensión y de abordaje psicoanalítico, es porque la considero el síntoma[2] en que convergen más de una de las problemáticas que atraviesan a los sujetos que viven en situación de vulnerabilidad y exclusión social, un síntoma en el que reverberan varios sufrimientos y que no puede evadir el psicoanalista (o profesional de la salud mental) que intervenga en territorio y desde una perspectiva comunitaria.

Me detengo muy brevemente en este último punto: el psicoanálisis con perspectiva comunitaria. Ya he tratado de ordenar y exponer algunas ideas al respecto en otro lugar (Velarde Bernal, 2020, 2021), no volveré a desarrollarlas aquí. Lo que sí quiero señalar, y esto deriva de haber escuchado y dialogado con otros colegas, es que no podemos definir el trabajo comunitario en psicoanálisis considerando solamente, o prioritariamente, el lugar físico en el que desarrollamos nuestra práctica (hospital, escuela, salita barrial, institutos para menores o centros penitenciarios) o por el monto de nuestros honorarios (sea que desarrollemos una actividad con honorarios reducidos o sin honorarios). De hecho, el lugar físico y los honorarios resultan baladíes ante lo que considero la raíz[3], el fundamento, de un psicoanálisis con perspectiva comunitaria. Me refiero a la posición ético-terapéutica del psicoanalista, que supone, a mi juicio, dos condiciones: por un lado, la concepción de los fenómenos inconscientes en el marco de las subjetividades y las problemáticas complejas (que nos obliga a pensar en producciones inconscientes atravesadas también por las condiciones comunitarias, sociales, económicas y políticas de los sujetos)[4]; por otro lado, pero en franca continuidad con lo anterior, el trabajo psicoanalítico en y desde la red comunitaria (es la inclusión del pensamiento psicoanalítico en el entramado de saberes que intervienen en una comunidad determinada: me refiero, sí, a la inter, multi y transdisciplina, pero también a la multisectorialidad que incluye tanto a los saberes formales y a los no formales; a los saberes académicos, universitarios y a los que son propios de la comunidad). Es el psicoanalista tejiendo con otros, porque en el campo comunitario las estrategias e intervenciones son tejidas por varias manos. Pienso que un psicoanalista (o profesional de la salud mental) podrá trabajar en y desde la red siempre que adopte una posición descolonializante con respecto a las personas y la comunidad en la que interviene. Con esto quiero decir que el trabajo en y desde la red le será posible a condición de que abandone la idea de poseer un saber único y salvador sobre la salud mental y sobre el sufrimiento de las personas. Moverse de esta posición colonializante le permitirá tomar contacto, sensibilizarse y trabajar con la multiplicidad de saberes que atraviesan y operan en la comunidad.

Las nociones de esperanza-desesperanza no han sido abordadas y desarrolladas psicoanalíticamente; o, por lo menos, no conozco algún desarrollo en este sentido, salvo la riqueza de la articulación delincuencia-esperanza que encontramos en la teoría winnicottiana (Winnicott, 1984). Más bien, estas nociones (la de esperanza, principalmente) han sido tratadas más profundamente por la teología cristiana y, en menor grado, por la filosofía (Ferrater Mora, 1994). La esperanza, junto con la fe y la caridad, conforman las tres virtudes teologales, que permiten al cristiano acercarse y relacionarse con Dios. La esperanza, en particular, se refiere a la espera asociada con la promesa que Dios hizo a las personas de entregarles su reino. En virtud de esa promesa, es que el cristiano espera…

Pero nosotros, psicoanalistas, ¿qué comprensión podemos aportar, qué intervenciones podemos ofrecer, ante una problemática de la salud mental como la que intento describir? Para intentar aprehender esta experiencia de los sujetos, parto de la idea de que vivir en situación de vulnerabilidad, desigualdad y exclusión social sostenidas en el tiempo, constituyen condicionantes psicosociales para que los sujetos desarrollen estos afectos desesperanzados. Pienso que Freud llegó a visualizar y señalar esto. Claro, lo observó y lo entendió con otros recursos conceptuales y con otra experiencia terapéutica. Por ejemplo, en “El Porvenir de una ilusión” (1927/1988), y hablando acerca de los sacrificios pulsionales que la cultura impone, Freud propone distinguir entre frustración, prohibición y privación:

llamaremos «frustración» {denegación} al hecho de que una pulsión no pueda ser satisfecha; «prohibición», a la norma que establece, y «privación», al estado producido por la prohibición. El paso siguiente es distinguir entre privaciones que afectan a todos y aquellas que no, que se circunscriben a grupos, a clases o aun a individuos (cursivas del autor) (Freud, 1927/1988, p. 10)

Más adelante, cuando vuelve sobre el tema de las privaciones diferenciadas, sostiene que es posible “esperar que las clases relegadas envidien a los privilegiados sus prerrogativas y lo hagan todo para librarse de su «plus» de privación” (p. 12). En este punto quiero señalar dos cosas: primero, que aquí Freud intentó una comprensión del fenómeno social, específicamente de la desigualdad social, en el marco de su teoría de las pulsiones; y segundo, que esta tentativa lo llevó a pensar en un plus de privación derivado de la desigualdad, como experiencia subjetiva en los sectores populares.

Cuando digo que Freud observó y entendió con otros instrumentos conceptuales quiero decir que para él el riesgo que acarreaba la desigualdad social era la posibilidad de que hubiera manifestaciones de hostilidad a la Cultura por parte de los inconformes, con el riesgo de una rebelión, un ataque abierto a la Cultura. En algún sentido Freud tenía razón cuando pensaba en el malestar producido como germen de futuras movilizaciones sociales. La Historia y la actualidad dan cuenta de ello. Pero si bien, en los últimos años hemos sido testigos de múltiples manifestaciones populares (tanto en países americanos como en otros continentes) derivadas de profundos malestares sociales y de problemáticas que son estructurales, no podemos pensarlas como ataques abiertos a la Cultura, sino más bien como tentativas de modificar funcionamientos sociales, culturales y políticos establecidos para el beneficio de unas minorías privilegiadas. Pienso que de ninguna manera el deseo de igualar las condiciones de vida en base a la ampliación de derechos puede ser pensado desde la perspectiva de la envidia y la hostilidad a la Cultura. Hacerlo de esta forma nos ubicaría en el mismo lugar que Samuel Cartwritght, médico inglés que acuñó el diagnóstico de drapetomanía (Galeano, 2016, p. 130) para designar la enfermedad mental de los esclavos que escapaban del cuidado de sus amos en búsqueda de la libertad.

A diferencia de Freud, hoy los psicoanalistas sabemos que el riesgo más grande que produce la desigualdad no es la rebelión, los movimientos sociales o la hostilidad a la Cultura, sino “el genocidio frío y silencioso” (Viñar, 2018, p. 46) de los procesos de exclusión social (que implican vulneración de derechos, incluso de los más esenciales) y que estas condiciones sociales son el medio en el cual un número muy importante de la población (por lo menos en Latinoamérica) vive, se subjetiva y muere. Es decir, sabemos que la constitución psíquica de estas personas y sus procesos de subjetivación se dan en el marco de condiciones de precariedad material y simbólica (afectos, derechos, etc.) sostenidos en el tiempo. ¿Cómo se construyen psiquismo y subjetividad en el marco de estas condiciones?, ¿cuáles son las consecuencias en la mente infantil, adolescente o adulta del (sobre)vivir en condiciones sostenidas de vulnerabilidad y exclusión social?, ¿cuál es el papel del psicoanalista en todo esto?, ¿qué herramientas tenemos para intervenir sobre ello y cuáles otras necesitamos desarrollar? Estas son algunas de las preguntas que se nos imponen a quienes trabajamos con población vulnerada.

De todas formas, Freud no se quedó ahí y avanzó un poco más cuando pensó el plus de privación en función de la insatisfacción en el logro de los ideales culturales: las “valoraciones que indican cuáles son sus logros supremos y más apetecibles” (Freud, 1927/1988, p. 12). Esta idea también es muy importante porque ahí Freud sostiene que “la satisfacción que el ideal dispensa a los miembros de la cultura es de naturaleza narcisista, descansa en el orgullo por el logro ya conseguido” (p. 13). Los ideales no representarían ningún problema si se presentaran como simples propuestas a los sujetos; sin embargo, sucede que adquieren la forma de imperativos, de exigencias, y no de amables proposiciones o exhortaciones. Y esto no es un dato menor: al final de cuentas los ideales son discursivos, y como psicoanalistas tenemos que preguntarnos por el peso que tienen las dimensiones y los discursos comunitarios, sociales y culturales que atraviesan a los sujetos y que dan forma a la experiencia de las personas con las que trabajamos. Y acá encontramos entretejido el discurso social de Piera Aulagnier (1975). Me refiero a esos enunciados identificatorios, performativos, que enuncia un portavoz anónimo; a esos enunciados que nos filtran dejando algún sedimento, enunciados que nos hablan como sujetos de singularidad, lo que también nos implica como sujetos de comunidad y como sujetos de sociedad.

Por ejemplo, uno de los imperativos (ideales) culturales más atroces, que tiene efectos en la experiencia cotidiana de mis pacientes, es el que le dicta al sujeto “consume, no importa qué, pero consume”. Esto no es difícil de observar: la feroz insistencia desde los medios comunicación, la incesante publicidad en las calles, la continua producción de objetos de consumo “nuevos, mejores, diferentes” a los anteriores; incluso, las estrategias económicas de los Estados sostenidas en el consumo interno. Todo apunta al mismo lugar. Si seguimos a Baumann (1998, 2014) en sus desarrollos sobre la sociedad de consumo y los profundos efectos sobre las subjetividades que derivan en la inevitable constitución de sujetos consumidores (“consumo, luego existo”, podríamos decir), no es posible dejar de pensar en cómo este imperativo social-cultural afecta muy especialmente a quienes se encuentran más lejos en el cumplimiento de los ideales de consumo, es decir, a los sujetos más pobres. Bauman (1998) lo dice con todas las letras: el excluido de ayer era el desempleado, el de hoy es el que no puede consumir. El pobre es un consumidor imperfecto.

La atrocidad de muchos imperativos culturales, y de este especialmente, radica en que no hace distinciones; es un imperativo dictado a todos por igual, aunque no todos vivamos en las mismas condiciones, porque la desigualdad social implica que no todos accedemos a las mismas oportunidades, bienes de consumo o derechos, entre muchas otras cosas.

Si, como Freud sostiene, el logro en el cumplimiento de los ideales es de naturaleza narcisista, ¿no es esto una problemática a considerar en el trabajo psicoterapéutico-psicoanalítico con nuestros pacientes? Este plus de privación, esta afrenta narcisista, ¿no es, acaso, motivo de sufrimiento emocional y social en los sujetos? Este enunciado, esta narrativa o imperativo sociocultural, ¿no constituye o forma parte de algún inconsciente (reprimido o no) que pueda ser trabajado en análisis, dado que opera impactando en la vida emocional y el sufrimiento cotidiano de quienes atendemos? Tengo, claramente, más preguntas que respuestas. Sin embargo, es muy importante partir de la idea de que el trabajo del psicoanalista en territorio no constituye una extrapolación llana y tácita de la experiencia del consultorio privado. Es por esto que el psicoanalista comunitario debe considerar especialmente e intervenir sobre los efectos de la desigualdad y la exclusión social en la salud mental de los sujetos. Si las brechas con los ideales producen sufrimiento, no tengo duda de que el discurso social y sus efectos son material de análisis. Por eso, para Aulagnier la noción de discurso social introduce la posibilidad de pensar metapsicológicamente la dimensión socio-cultural (hoy pensaríamos, también, en la comunitaria).

Pienso que esta idea freudiana de plus de privación constituye una primera aproximación a la experiencia mental y a los afectos desesperanzados de muchas de las personas que se encuentran en situación de vulnerabilidad y exclusión social. Sin embargo, quedarnos en este lugar sería apenas llegar a un punto muy superficial del fenómeno. Una consecuencia derivada de lo que ya he descrito, y que resulta esencial en la constitución de la desesperanza psicosocial, es la imposibilidad del sujeto de pensar, en eso que -vaga y genéricamente- se denomina proyecto de vida. Y aquí me refiero, muy especialmente, a los adolescentes y jóvenes (aunque no excluyo tajantemente a los adultos). Esto quiere decir que la desesperanza psicosocial nos lleva a encontramos también con una problemática temporal, de dimensión de futuro, no sólo del pasado y el presente. Cosa no menor, porque no hay salud mental en un sujeto incapaz de fantasear un futuro posible. En este punto no alcanza con hablar del deseo sexual reprimido, sino más bien de un deseo que no se puede proyectar a futuro, de un deseo deshidratado (Bleichmar, 2011), debilitado. Lo que nos ubica en una situación a la que estamos un poco menos acostumbrados los psicoanalistas. Y lo quiero repetir: el esfuerzo es el de pensar al desesperanzado psicosocial como distinto del sujeto deprimido o distímico, porque la desesperanza psicosocial es un síntoma complejo, es un síntoma multidimensional, donde reverberan varios sufrimientos.

El sujeto desesperanzado ha dejado de esperar, ya no espera porque poco o nada puede proyectar, imaginar, fantasear o desear para su futuro. Para el desesperanzado el futuro no es incierto, sino impensable: la incertidumbre permite el fantaseo, aunque sea teñido de angustia; pero cuando el futuro es impensable nos encontramos con sujetos apáticos o desinteresados en el porvenir, tanto en el suyo como en el de los otros. La experiencia sostenida del (sobre)vivir diario (que implica vivir en condiciones donde la dignidad humana no es una precondición de existencia) es una de las condiciones que favorecen la imposibilidad de pensarse habitando un futuro cualquiera. El futuro es promesa que se fue desvaneciendo. Lo impensable del futuro deja inmóviles a los sujetos, petrificados en un exceso de presente desesperanzador, que, aun así, sirve como anclaje a la existencia. Es la presentificación de la existencia, única coordenada en el andar.

Muchas veces, pero realmente muchas veces, me he quedado sorprendido por la perplejidad de algunos/as jóvenes ante la pregunta por el futuro, pero sobre todo por la imposibilidad de ofrecer una respuesta distinta al “nunca pensé en eso” o “es la primera vez que alguien me lo pregunta”. Respuesta diferente al “todavía no sé” o “aún no lo decido” de muchos adolescentes y jóvenes con otras experiencias de vida y experiencias subjetivas de tiempo. El desesperanzado responde como si no tuviera representación o marca de eso, como si nunca hubiera fantaseado con eso. Es la desinvestidura del porvenir y, por lo tanto, el obstáculo del propio devenir en tanto movimiento subjetivo. Tiempo, subjetividad y construcciones identitarias.  

Pienso que a algo similar se refería Bleichmar con la idea del malestar sobrante: el sufrimiento derivado del hecho de que el sujeto se ha visto “despojado de un proyecto trascendente que posibilite, de algún modo, avizorar modos de disminución del malestar reinante” (Bleichmar, 2009, p. 22); porque es la ilusión, la esperanza futura de que el malestar pasará, lo que permite a los sujetos soportar el sufrimiento psicosocial presente y generalizado.

Si ya he mencionado que estos afectos desesperanzados son complejos es porque su comprensión y abordaje se deben realizar desde una óptica multidimensional. Ya he mencionado al plus de privación, al ámbito de los ideales y los discursos socioculturales, así como a la dimensión temporal y del deseo involucradas en la problemática. A lo anterior, quiero agregar lo que atañe a la experiencia afectiva de los sujetos en el marco de su relación con su entorno inmediato y mediato, con sus referentes afectivos, los discursos familiares y los fantasmas transgeneracionales. Todo ello para señalar que los procesos de crianza, la organización psíquica y la vida afectiva tienen su propio peso en la problemática a que me refiero[5], lo que no quiere decir que se encuentren completamente deshilvanados de lo social, lo económico o lo político, sino en un íntimo trenzado.

La experiencia me ha mostrado que muchos de los adolescentes, jóvenes y familiares con los que trabajo son sujetos con experiencias sistemáticas de deprivación, sujetos que han vivido en estados constantes de deprivación. Con esta idea -estado de deprivación- intento emplear y ampliar la noción de deprivación que Winnicott propuso al referirse a la experiencia de niños que habían carecido de lo que llamó experiencias hogareñas primarias (Winnicott, 1965, 1984), es decir, de un entorno que provea de alimento y ropa, sí, pero también de una estructura afectiva estable, consistente y adaptable al infans. Si pienso que los adolescentes y jóvenes desesperanzados han vivido en estado de deprivación, no es solamente porque sus primeras experiencias hayan sido signadas en el marco de vínculos primarios inconsistentes (desamparos), sino porque la experiencia deprivatoria se ha sostenido en el tiempo gracias a una suerte de repetición en lo inter y transpersonal. Lo que quiero decir es que tanto la inconsistencia de los vínculos primarios, como la de la propia comunidad y la sociedad incapaces de alojar los sufrimientos, de las instituciones y los estados sin respuestas adecuadas, producen y reproducen experiencias deprivatorias. Si, como sabemos, es en el marco de los vínculos consistentes donde se produce confianza y temporalidad (Aulagnier, 1986), no nos debe sorprender que los adolescentes y jóvenes desesperanzados también experimenten sentimientos acentuados de desconfianza hacia el otro (coetáneo o adulto), las instituciones o el Estado. Es por esto que en el marco del trabajo psicoterapéutico con sujetos con problemáticas psicosociales, con sujetos desesperanzados, uno de los imperativos es la co-construcción (nunca imposición) de un encuadre mínimamente consistente o encuadre mínimo (Puget y Wender, 1989), ya que aquí la consistencia tiene efecto terapéutico y constituye una de las experiencias sobre las que se edifican los vínculos de confianza (¿vínculos esperanzadores?).

Recuerdo a un joven, con problemáticas complejas y de alto riesgo de vida, que atendí hace varios años. Con muchas dificultades acordamos un encuadre mínimo, simplemente nos encontraríamos una vez por semana en la institución y yo lo atendería.  No había ni día fijo, ni horario fijo. Era un joven de 16 años con un policonsumo de sustancias muy preocupante, con situaciones callejeras de alto riesgo, en conflicto con la ley penal y, en ese momento, transitando un duelo por la muerte de su madre (con un padre abandónico que vivía en una provincia del sur del país y un padrastro con policonsumo de sustancias). Sus condiciones de existencia lo mostraban como un joven física y mentalmente deteriorado; con una apariencia visiblemente mayor a la de su edad cronológica. La posibilidad de construir ese encuadre mínimo había sido el resultado de varias intervenciones en crisis realizadas previamente. Estas crisis habían puesto a prueba mi disponibilidad hacia a él y hacia sus agudos sufrimientos. Después de haber logrado este encuadre mínimo, sucedió que por dos semanas seguidas el joven se acercó a la institución, preguntó por mí, le confirmaron que yo estaba y, sin más, se retiró sin hablar conmigo. Una lectura de lo anterior podría referirse a sus resistencias, a su incapacidad para sostener un encuadre y demás observaciones en ese tenor. Otra lectura posible, que es la que hice en ese momento, es que este joven se tomó el tiempo (dos semanas) para verificar que yo efectivamente estaba ahí, en ese lugar y con disposición para atenderlo, tal como habíamos acordado. Pienso que el cerciorarse de que yo estaba ahí, en un espacio propuesto para él, fue lo que permitió que confiara y que por varios meses sostuviéramos encuentros, que, aunque breves, permitieran algún atisbo de trabajo terapéutico. Después de varios años, de haber pasado por tratamientos residenciales y por instituciones para menores privados de la libertad, hoy este joven sigue buscando a la institución y a su espacio terapéutico de forma esporádica y permite sesiones con abordajes de sus problemáticas.

Si he expuesto esta breve referencia terapéutica es sólo para señalar muy enfáticamente la importancia del factor consistencia-disponibilidad en la experiencia de los sujetos desesperanzados y en sus abordajes.

Después de todo lo anterior, no puedo más que señalar que los afectos desesperanzados constituyen uno de los sufrimientos más íntimos (y al mismo tiempo compartidos) de los sujetos a que me refiero, y se encuentran entretejidos en muchas de las problemáticas psicosociales complejas (violencias, delincuencias, consumos problemáticos, etc.) con que nos encontramos los psicoanalistas que trabajamos en territorio. Diría, incluso, que la desesperanza psicosocial se constituye como uno de los núcleos que organizan parte de la vida psíquica y la experiencia subjetiva de muchas personas en situación de vulnerabilidad social. Y, finalmente, que estos afectos son, a mi modo de ver, una de las principales problemáticas a abordar por los profesionales de la salud mental.

Del sujeto trágico al sujeto político: una perspectiva descentrada

La experiencia terapéutica e institucional que he desarrollado en los últimos años me ha llevado a replantearme las nociones de sujeto que impregnan mis comprensiones y prácticas. El trabajo con personas con desesperanza psicosocial y, en general, con problemáticas psicosociales complejas, me ha llevado gradualmente a pensar en un necesario descentramiento del clásico sujeto trágico, que permita dar lugar a la dimensión política del sujeto como horizonte conceptual y terapéutico; es decir, un descentramiento que permita pensar, desde nuestra disciplina, lo que se llama sujeto político o ciudadano (Viñar, 2008).

Las nociones de sujeto político y ciudadano no pertenecen aún al lenguaje corriente del psicoanálisis. Por eso, es importante señalar que la política y lo político son dos cosas distintas: la primera es un sistema que da coherencia a ciertas prácticas; lo segundo, es una cualidad que describe a las prácticas de los sujetos (Arias y Villota, 2007). A mi juicio, la concepción de sujeto político resulta útil al psicoanálisis porque propone una perspectiva que interpela a un sujeto considerado desde una óptica más determinista, solipsista, acentuadamente narcisista y con una pasividad alienada y alienante. A este último, le podemos llamar, si se quiere, sujeto trágico.

Jean-Pierre Vernant, en un breve análisis sobre la tragedia y la producción del sujeto trágico, sostiene que desde el surgimiento de la visión trágica en las obras de los dramaturgos atenienses se expresa y elabora una nueva forma de comprender al ser humano y su relación con el mundo, a los dioses y a los otros. Para Vernant, desde la perspectiva trágica, el hombre y las acciones humanas se perfilan “como problemas que no presentan respuesta, enigmas cuyos dobles sentidos deben ser incesantemente descifrados” (Vernant, 1979, p. 10). Por otro lado, en su análisis de la ficción trágica sostiene que los sufrimientos humanos devienen en objetos de comprensión y adquieren una significación mayor. Finalmente, distingue la tragedia de la historia, ya que la primera no cuenta los acontecimientos que efectivamente se produjeron sino que reorganiza materiales de leyenda y muestra “cómo los acontecimientos humanos pueden o deben suceder por medio de un proceso riguroso” (p. 11). El análisis que desarrolla Vernant me lleva a pensar al sujeto trágico como encerrado en sus propios enigmas y condenado al autodesciframiento; como un sujeto caracterizado por una dimensión acentuadamente sufriente, y cuyos rigurosos procesos y determinaciones (enraizadas en la ficcionalidad de las leyendas) intentarían explican los sufrimientos y acontecimiento humanos. En algún punto, este no es un sujeto que me parezca radicalmente ajeno; más bien, parece ser bastante conocido por los psicoanalistas y nos es asequible gracias al clásico inconsciente freudiano y a la compulsión repetitiva. Entonces, parece válido pensar que este sujeto es también el que goza, incluso en su tragedia y sufrimientos, los que además percibe como estrictamente individuales y propios.

El ciudadano o sujeto político, por su parte, se distingue por su agencialidad, tanto en función de sus problemáticas como en las de su entorno. A diferencia de aquel, este no es un sujeto determinado por…, sino multicondicionado, lo que propone un dinamismo, complejidad y flexibilidad subjetivas. Para el sujeto político la tragedia es propia, pero también es, en algún punto, compartida. Sin dejar de reconocer la propia escisión estructural y conflictiva de la dimensión humana, su tentativa es reescribir la tragedia y salir del regodeo gozoso. Además de los aspectos psicodinámicos que ya conocemos bien (vinculados al inconsciente reprimido, la sexualidad infantil, etc.), la conflictiva de este sujeto se da en el marco del logro de alguna coherencia entre los intereses individuales y los colectivos, entre la dimensión privada y la pública. Si la compulsión repetitiva es propia de la dimensión trágica del sujeto, el acontecimiento lo es de la dimensión política: y aquí se actualiza la vieja, pero nunca trillada, discusión repetición-novedad, donde el segundo término alude a una cualidad activa, agencial, creativa y poiética. Es decir, hace referencia a un sujeto capaz de cuestionar, deconstruir, y reescribir; de construir y co-construir respuestas novedosas sobre su propio sufrimiento y el de su entorno, porque este último lo interpela tanto como el propio e íntimo. En este punto, no puedo dejar de señalar la resonancia que escucho muy claramente con el sujeto ético (2011), en el que tan dedicadamente trabajó Silvia Bleichmar.

Pienso que no debemos entender al sujeto político como un súper sujeto, idealizado, con cualidades mesiánicas, bondadosas o esperanzadoras; ni como una persona libre de conflictivas y volcada exclusivamente al bien común. Nada de eso sería correcto. Esta visión sería harto ingenua porque desconocería la complejidad de la experiencia íntima de los sujetos, la dimensión conflictiva inherente al ser humano y todo lo que ya los psicoanálisis[6] tan bien nos han mostrado. El sujeto político, o ciudadano, es también sujeto del inconsciente. En este sentido, el descentramiento no implica cambiar un sujeto por otro, sino complejizar al sujeto introduciendo una dimensión multicondicionada y agencial (que ya es compleja per se). No se trata de evitar el laberinto: este hay que recorrerlo e, incluso, perderse en él. Se trata, más bien, de que exista una solución posible al laberinto, alguna salida. Un laberinto sin salida es necesariamente mortífero, tal como sucede con el desierto borgiano en el cuento “Los dos reyes y los dos laberintos” (Borges, 1949), donde el rey de Arabia condena a muerte al de Babilonia al abandonarlo en medio su propio laberinto, el desierto. Por eso, debemos entender a esta noción como un recorte (así como lo son sujeto del inconsciente, sujeto social, sujeto ético, etc.) necesario para visibilizar o acentuar una perspectiva subjetiva de entre otras. Quiero decir que, con esto, con lo político, se alude a una dimensión del sujeto que se entreteje con otras, porque las subjetividades son entramados multidimensionales, las subjetividades son también complejas. Por un lado, pienso que a nivel personal podemos observar claramente esta capacidad agencial, poiética, si atendemos con cuidado a las formas en que se van desplegando los procesos de construcción identitaria en los sujetos, donde, a mi juicio, es necesario considerar a un “yo que no es un idiota” (Aulagnier, 1986, p. 16); y por otro lado, a nivel colectivo, los movimientos sociales, ambientalistas y feministas dan también cuenta de ello[7].

Si bien la noción de sujeto político no es propia del psicoanálisis, nuestra disciplina ha dicho y tiene muchas cosas para decir al respecto. Hay, por ejemplo, un breve pasaje en un texto de Winnicott que me parece útil para reflexionar sobre estas ideas:

Digamos que en la salud […] el adulto puede identificarse con la sociedad sin un sacrificio demasiado grande de la espontaneidad personal, o bien, a la inversa, que el adulto puede atender a sus propias necesidades personales sin ser antisocial y, por cierto, sin dejar de asumir alguna responsabilidad por el mantenimiento o la modificación de la sociedad tal como se la encuentra (cursivas del autor). Heredamos ciertas condiciones sociales; se trata de un legado que tenemos que aceptar y, de ser necesario, modificar; esto es lo que finalmente entregamos a quienes vienen después de nosotros. (Winnicott, 1963, p. 109)

Pienso que en estas pocas líneas Winnicott hace referencia a dos elementos que ya había mencionado antes: por un lado, la tensión existente entre lo íntimo y lo público, los intereses personales y los colectivos; por otro lado, la intervención del sujeto sobre su entorno o la modificación de ciertas condiciones sociales. Pero considero que Winnicott da un paso más cuando sostiene que estas condiciones son propias de un individuo sano. Esto no es un dato menor: la capacidad para identificarse[8] con el entorno (entiéndase, incluso, con el sufrimiento social) e intervenir sobre ello modificando las condiciones, son signos de sanidad mental. Pienso que en este breve pasaje Winnicott, con su genio, logra expresar lo que yo estoy intentando ya hace varias páginas: señalar la importancia de pensar psicoanalíticamente en función de un descentramiento del sujeto trágico, e introducir al sujeto en su dimensión política como horizonte terapéutico.  

Reflexiones finales

            El recorrido trazado me llevó desde la desesperanza psicosocial hasta el sujeto político. Seguramente no es el camino, pero tal vez sí sea uno de tantos posibles.

En la actualidad nuestro desafío como analistas radica en poder pensar nuestra práctica en el marco de la articulación de las subjetividades complejas y el fenómeno inconsciente. En otras palabras: los psicoanalistas comunitarios, los que trabajamos en territorio, debemos intentar dar respuesta a la cuestión de cómo se produce inconsciente y de qué inconsciente hablamos cuando la materia prima -la experiencia humana- es de origen multidimensional.

Si he reflexionado sobre el sujeto político, o ciudadano, es porque pienso que es un concepto necesario para comprender e intervenir psicoanalíticamente con sujetos con desesperanza psicosocial y con problemáticas psicosociales complejas. Además, nos permite pensar al psicoanálisis, a los psicoanalistas y sus intervenciones en función del logro y sostenimiento de la dignidad humana[9], problemática que atraviesa de principio a fin los pasillos de las villas (barrios en emergencia) y a sus habitantes.

Como lo señalé al principio de este escrito, las respuestas solemnes son las que colapsan desde su propio interior. Pienso que he logrado algunas respuestas transitorias, algunas coordenadas que, con suerte, me permitirán avanzar en la construcción de nuevas preguntas:

- la desesperanza psicosocial como un síntoma, como una experiencia subjetiva prínceps presente en muchos de los sujetos que se encuentran en situación de vulnerabilidad y exclusión social.

- dicho síntoma es el resultado de la reverberación de más de un sufrimiento que atraviesa a los sujetos.

- por lo tanto, la desesperanza psicosocial es una formación compleja y se encuentra entretejida en muchas de las problemáticas psicosociales con las que nos encontramos en territorio.

- la necesaria introducción del ciudadano o sujeto político como horizonte conceptual y terapéutico en psicoanálisis.

 

[1] En este escrito, complejo y complejidad aluden en todo momento al paradigma de la complejidad de Edgar Morin.

[2] Aquí empleo la noción de “síntoma” de la forma más general posible, como una experiencia subjetiva que produce malestar o sufrimiento. No me refiero a la clásica formación sintomática del psicoanálisis, ni a sus mecanismos de producción.

[3] En el náhuatl clásico, la palabra nelhuayotl (raíz) y neltiliztli (verdad) comparten el mismo origen lingüístico. Lo verdadero en la cosmovisión nahua se distingue de “lo no verdadero” por su permanencia en el tiempo. Por eso, se dice que lo verdadero es lo que tiene raíz, lo que tiene cimientos, lo que permanece firme. Nótese la diferencia con respecto a la concepción occidental: en la concepción nahua no existe un solo dejo de superioridad moral de lo verdadero con respecto a lo no verdadero.

[4] Silvia Bleichmar se preguntaba si “subjetividad” es un concepto del Psicoanálisis. Yo pienso que sí lo es y que, además, es hoy un concepto necesario para el Psicoanálisis y la práctica psicoanalítica actual. Pero para aprehender su riqueza hay que comprenderlo desde dos coordenadas: inconsciente y complejidad (en el sentido de Morin). Así es que pienso la noción de singularidad mucho más útil que la de individualidad, ya que nos lleva a pensar e intervenir sobre sufrimientos subjetivos en el plano de las subjetividades complejas, y ya no desde el esquema de la sobredeterminación freudiana de síntoma individual.

[5] Podría, simplemente, referirme a la perspectiva propiamente psicoanalítica, pero considero que el psicoanalista comunitario, el que interviene en territorio, no trabaja exclusivamente con esta dimensión.

[6] Me resulta más adecuado hablar de los psicoanálisis y no de el psicoanálisis. Pienso que así hago referencia a la heterogeneidad que constituye el corpus psicoanalítico, la cual se pierde de vista cuando hablamos de el psicoanálisis, en singular.

[7] En Argentina, recientemente fuimos testigos de los incendios que consumieron una parte muy importante de la provincia norteña de Corrientes, produciendo daños catastróficos tanto a la fauna, a la flora y la economía del lugar. Pero también vimos el compromiso de un gran número de activistas y voluntarios, no sólo luchando contra el fuego, sino atendiendo a los seres que resultaron dañados. Este tipo de experiencias, me parece, pueden ser pensadas desde la noción de sujeto político, ya que ponen en juego, en tensión, las dimensiones personales y colectivas en los sujetos.

[8] ¿Qué quiere decir Winnicott con identificarse con la sociedad? Eso puede ser un asunto problemático, que me llevaría por otros caminos.

[9] Y acá se me impone una cuestión que me parece harto problemática: el inevitable entrecruzamiento entre lo político, lo ético y lo terapéutico.

 

 

Referencias

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