aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 012 2002 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

Los lazos del amor. Psicoanálisis, feminismo, y el problema de la dominación

Autor: Serrano, Carmina - Benjamin, J.

Palabras clave

Benjamin, J., Autoafirmacion/reconocimiento del otro, Autoridad, Conflictiva edipica, Diferencia sexual, Diferenciacion, Dominacion/sometimiento, Internalizacion, intersubjetividad.


Libro: Los lazos del Amor. Psicoanalisis, feminismo y el problema de la dominación , de Benjamin, J. (1988). Paidós: Psicología profunda (1996)

 

Introducción

En este libro, Jessica Benjamin trata de comprender cómo se desarrolla en el ser humano la dominación y su contrario, el sometimiento. Considera que la dominación y el sometimiento forman parte de un sistema de ida y vuelta que involucra tanto a los que ejercen el poder como a los que se someten a él. Hace una crítica al pensamiento psicoanalítico sobre la autoridad. Lo que en el pensamiento freudiano aparecía como lo inevitable de la dominación, ahora puede verse como el resultado de un proceso complejo del desarrollo psíquico y no como simplemente algo imposible de cambiar.

En opinión de la autora, nuestra situación histórica nos permite cuestionar con relativa facilidad la forma masculina de la autoridad (como Freud no lo hizo), aunque esto en sí no resuelve inmediatamente el problema de la destructividad o la sumisión. Lo que sí pone en marcha es un nuevo enfoque para captar la tensión entre el deseo de ser libre y el de no serlo.

Capítulo I. El primer vínculo

La autora nos muestra de qué modo la dominación se origina en una transformación de la relación entre el self (sí mismo) y el otro. Dominación y sumisión resultan de una ruptura de la tensión necesaria entre la autoafirmación y el mutuo reconocimiento, una tensión que permite que el self y el otro se encuentren como iguales soberanos. La afirmación de uno mismo y el reconocimiento del otro constituyen los polos de un delicado equilibrio difícil de mantener. El reconocimiento es la respuesta del otro que hace significativos los sentimientos, intenciones y las acciones del self. Permite que el self ejerza su capacidad de ser agente de sus propias acciones de un modo tangible.

 El comienzo del reconocimiento

J. Benjamin analiza cómo se produce el encuentro entre madre e hijo, cómo se va construyendo el vínculo por parte de la madre. En esa temprana interacción, la madre ya puede identificar los primeros signos de reconocimiento mutuo. El placer de reconocer la existencia del otro debe incluir tanto la conexión con él como el reconocimiento de su existencia en tanto ser independiente.

La intersubjetividad

La teoría intersubjetiva describe las capacidades que surgen de la interacción entre el self y los otros. El elemento crucial que se explora es la representación del self y el otro como seres distintos, pero interrelacionados.

Nos plantea que las teorías intersubjetiva e intrapsíquica no deben considerarse opuestas (como se las ve por lo general), sino como modos complementarios de entender la psique. Sin el concepto intrapsíquico del inconsciente, la teoría intersubjetiva se vuelve unidimensional. Lo que propone no es invertir la opción de Freud por el mundo interno, y escoger el mundo externo; se trata de captar las dos realidades.

A medida que la vida evoluciona, la afirmación y el reconocimiento pasan a ser motivaciones importantes en el diálogo entre el self y el otro, con sus conflictos y dificultades. Esta idea de reconocimiento mutuo es crucial para la visión intersubjetiva; implica que tenemos que reconocer al otro como una persona separada, semejante a nosotros pero distinta. Esto significa que el niño tiene también la necesidad de ver a la madre como un sujeto independiente y no como un objeto. La madre sólo puede proveer este reconocimiento si tiene una identidad independiente. A pesar de la desigualdad entre el niño y la madre el reconocimiento debe ser mutuo y permitir la afirmación de cada self. Esto es una meta evolutiva tan importante como la separación.

Mutualidad: la tensión esencial

El estudio de la interacción lúdica temprana revela que el principal medio que tiene el bebé para regular sus propios sentimientos, su estado de ánimo interno, consiste en actuar sobre su partenaire. Necesita la experiencia integrativa de que su acción reestructura con éxito el mundo. Cuando la interacción entre la madre y el bebé es exitosa, el niño puede sentir que el mundo es proclive a responder y que él es eficaz. Cuando se quiebra la regulación mutua, y falla el entonamiento se observa no sólo ausencia de juego sino una especie de antijuego (el bebé trata de evitar a la madre y esta le persigue ). En ésta, que es la más temprana de las interacciones sociales, vemos de qué modo la búsqueda de reconocimiento puede convertirse en una lucha de poder, de qué modo la afirmación se convierte en agresión. El fracaso de la mutualidad temprana parece promover la formación del límite defensivo entre lo interno y lo externo.

En cada fase del desarrollo, el conflicto nuclear entre la afirmación y el reconocimiento, se refunde en los términos del nuevo nivel en que el niño experimenta su ser como agente activo y el carácter distinto del otro.

La paradoja del reconocimiento

El conflicto entre la afirmación del self y la necesidad del otro fue estudiado por Hegel. Este filósofo demostró que la necesidad que el self tiene del otro es paradójica puesto que el self trata de establecerse como una realidad absoluta independiente. Pero el self sólo puede ser reconocido por sus actos, y sólo si sus actos tienen un significado para otro, tienen significado para él. Sin embargo, cada vez que el actúa niega al otro.

La mutualidad que implica el concepto de reconocimiento es un problema para el sujeto, cuya meta es sólo estar seguro de sí mismo. Cada persona debe tratar de demostrar la certidumbre de sí misma en la lucha a muerte que todos enfrentamos con otro. Esta lucha a muerte culmina en la relación del amo y el esclavo, cuando uno se rinde y el otro se impone. Hegel ve el origen de la dominación en este desenlace, que no es el reconocimiento mutuo. Esta noción hegeliana del conflicto se relaciona con la concepción psicoanalítica. Para ambas, el self empieza en un estado de omnipotencia (todo es una extensión mía y de mi poder).

La necesidad de reconocimiento supone esta paradoja: en el momento mismo de comprender nuestra independencia, dependemos de que otro la reconozca. En el momento en que comprendemos que mentes separadas pueden compartir el mismo estado, también advertimos que esas mentes pueden disentir.

La resolución “ideal” a la paradoja del reconocimiento es que esta continúe como una tensión constante. Pero esto no es lo que pensaba Hegel, ni tiene mucho espacio en el psicoanálisis. Mahler nos dice que la resolución de la fase del reacercamiento es el momento en que el niño incorpora a la madre dentro de sí, puede separarse, enfadarse, pero sabe que esta ahí, como un “objeto constante”.

El proceso que llamamos diferenciación opera a través del movimiento de reconocimiento. La naturaleza de este movimiento es necesariamente contradictoria. Sólo profundizando en la comprensión de esta paradoja podemos ampliar el cuadro del desarrollo humano para que incluya, además de la separación, el encuentro de las mentes.

El descubrimiento del otro

Para Winnicott, el reconocimiento del otro se logra a través de un proceso paradójico, en el que el objeto tiene que ser destruido dentro de nosotros para que sepamos que ha sobrevivido fuera; así podemos reconocerlo como no sometido a nuestro control. El reconocimiento mutuo no puede lograrse por medio de la obediencia, de la identificación con el poder de la madre o de la represión. Requiere el contacto con el otro. El significado de la destrucción es que el sujeto pueda comprometerse en una confrontación con el otro, y experimentar que esa colisión no es nociva para el otro ni para él mismo, y no provoca ni abandono ni retaliación.

Louis Sander, ha conceptualizado una forma muy temprana de experiencia transicional, que denomina “Espacio abierto”. Surge en el primer mes de vida, cuando madre y bebé han llegado a un equilibrio suficiente, lo que le permite al bebé destrabarse de la madre; en esos momentos es cuando se inicia el sentido de la autoría, la convicción de que el propio acto se origina adentro y refleja la propia intención. Es el origen de la capacidad para interesarse por lo que está fuera, independientemente de la presión de la necesidad o la angustia.

Más allá de la internalización

La mayor parte de la teoría psicoanalítica se ha formulado en los términos del sujeto aislado, y de la internalización de lo que está fuera para desarrollar lo que está dentro. La internalización implica que el otro es consumido, incorporado, digerido por el self (sí mismo). Por medio de la internalización, el niño progresa hacia la autonomía, se libera de la dependencia exclusiva respecto del objeto que satisface la necesidad.

Cuando Winniccot habla del “ambiente sostenedor”, y “ambiente facilitador”, iba más allá de la internalización. Trataba de definir las zonas en las que el niño puede desarrollar sus capacidades innatas porque la gente que le rodea facilita su desarrollo. La activación de las capacidades innatas es un proceso evolutivo muy distinto de la internalización, presupone en todo momento la presencia de dos sujetos interactuantes, cada uno de los cuales contribuye con su parte y no un sujeto que incorpora la acción del objeto. Según Stern, la experiencia de “estar con” el otro no puede reducirse a la de “ser regulado”.

En el curso de la diferenciación, el proceso de reconocimiento puede descarriarse (fallar), y entonces el self recurre a afirmar la omnipotencia propia o del otro. Esta fractura en el reconocimiento es el mejor punto para entender la psicología del dominio.

La sobrevaloración de la separación es una fuerte tendencia teórica, consecuencia de concebir al individuo como un sistema cerrado. Dentro de este sistema cerrado, el ego inviste a los objetos con un deseo, y los incorpora para fortalecer su autonomía respeto a ellos. Este modelo teórico no abarca el proceso simultáneo de transformar y ser transformado.

La teoría intersubjetiva ve la relación entre el self y el otro, con su tensión entre la igualdad y la diferencia, como un continuo intercambio de influencias. Cuando el conflicto entre dependencia e independencia se vuelve demasiado intenso, la psique humana renuncia a la paradoja en función de una opción. La polaridad, el conflicto entre los opuestos, reemplaza el equilibrio dentro del self, en los términos de un alejamiento otorga la dependencia, la niega, y por tanto monta las bases para la dominación. Los opuestos ya no pueden integrarse, un lado es desvalorizado, el otro idealizado.

Capitulo II. El amo y el esclavo

En las fantasías y relaciones sadomasoquistas podemos discernir la “cultura pura” del dominio, una dinámica que organiza tanto la dominación como la sumisión. La fantasía de dominio erótico encarna tanto el deseo de independencia como el de reconocimiento. Trata de comprender el proceso de alienación, en virtud del cual los deseos se transforman en violencia y sumisión erótica. En el sometimiento voluntario al dominio erótico vemos una paradoja en la que el individuo trata de liberarse por medio de la esclavitud.

Dominación y diferenciación

La dominación comienza con el intento de negar la dependencia. Nadie puede substraerse verdaderamente a su dependencia respecto de otros, y a la necesidad de reconocimiento. La primera relación de dependencia entre el niño y la madre es una lección especialmente dolorosa y paradójica. El niño tiene que aceptar el hecho de que no controla mágicamente a la madre, de que lo que la madre hace por él depende de la voluntad de ella y no de la suya. La paradoja consiste en que el niño no sólo necesita lograr independencia sino que debe ser reconocido como independiente por las mismas personas de las cuales ha sido dependiente.

El reconocimiento mutuo es quizás el punto más vulnerable del proceso de diferenciación Par afirmar nuestra existencia, necesitamos la oportunidad de actuar e influir sobre otro. Si el otro me niega su reconocimiento, mis actos no tienen ningún significado; si el otro está tan por encima de mi que nada que yo pueda hacer modificará su actitud conmigo, sólo cabe que me someta. Mi deseo y mi ser como agente activo de mis actos no encuentran salida, salvo en forma de obediencia. Podíamos llamar a esto la dialéctica del control: si controlo totalmente al otro, el otro deja de existir, y si el otro me controla totalmente soy yo quien deja de existir. El reconocimiento del otro es una condición de nuestra propia existencia independiente. La verdadera independencia supone mantener la tensión esencial de estos impulsos contradictorios, tanto afirmar al self como reconocer al otro. El dominio es la consecuencia de rechazar esta condición.

La fantasía de dominación erótica

 J. Benjamin trata de buscar cuáles son las motivaciones psicológicas que llevan a aceptar la opresión, la humillación y el servilismo. Para ello va a estudiar “la historia de O”, de Paulina Reage. En ella se muestra cómo las personas no se someten sólo por miedo sino también en complicidad con sus deseos más profundos. Su masoquismo es una búsqueda de reconocimiento por parte del otro lo bastante poderoso como para entregarse masoquísticamente a ese otro. Ese otro tiene el poder que el self anhela.

El placer del sádico no consiste en el goce directo del dolor que inflige, sino en el conocimiento del poder sobre el otro, en el hecho de que ese poder es visible. El deseo de ser reconocido por el padre excede por completo al amor a la madre.

El miedo de O a la pérdida y abandono apunta a un aspecto importante de la cuestión del dolor. La cuestión del masoquismo ha sido simplificada en exceso por Freud, en el sentido de que se obtiene placer en el dolor. La teoría psicoanalítica actual entiende que el dolor solo conduce al placer cuando involucra el sometimiento a una figura idealizada. Khan plantea la importancia de que exista un testigo del propio dolor psíquico. En Freud falta una concepción del dolor psíquico puesto que éste es una propiedad del self, para el que tampoco tenía un concepto. El dolor de la violación sirve para proteger al self, al sustituir el dolor psíquico de la pérdida y el abandono por un dolor físico. Mientras O pueda convertir su miedo a la pérdida en sumisión, mientras siga siendo el objeto y la manifestación del poder del amante, está segura. Freud considera que la erotización del dolor permite una sensación de dominio al convertirlo en placer. Pero esto sólo es cierto para el amo. La pérdida del self para O es la ganancia de él. O acoge de buen grado esta pérdida de coherencia a condición de que su sacrificio genere el poder del amo, en el que pueda encontrar refugio.

La relación de dominación es asimétrica, puede invertirse pero nunca convertirse en una relación recíproca o igualitaria. El sometimiento se convierte en la forma “pura” del reconocimiento, así como la violación se convierte en la forma “pura” de la afirmación. La afirmación de un individuo (el amo) se transforma en dominio, el reconocimiento del otro (el esclavo) se convierte en sometimiento, puesto que el masoquista obtiene su identidad a través del poder del amo. De modo que la tensión de fuerzas básica dentro del individuo pasa a ser una dinámica entre individuos.

La dominación, la muerte y el malestar

La relación de dominación se nutre en el mismo deseo de reconocimiento que encontramos en el amor, pero el problema de estas relaciones es que no tienen salida, pues cada uno de los sujetos va a representar uno de los polos de la tensión. Para el psicoanálisis, esta fractura de la realidad se entiende como “escisión” en la que los dos lados aparecen representados como tendencias opuestas y distintas, el sujeto sólo puede así asumir un aspecto cada vez, proyectando el opuesto en el otro. ¿Es inevitable la fractura?

J. Benjamin cita a Georges Bataille, quien trata de explicar de qué modo la escisión y la fractura asumen una forma erótica. Para Bataille, la existencia individual es un estado de separación: somos como islas, conectadas pero separadas por un océano de muerte. El erotismo es el cruce peligroso de ese mar, permite salir del aislamiento, exponiéndonos a “la muerte”. La ruptura nunca debe disolver realmente los límites pues de ello resulta la muerte. La excitación reside en el riesgo de muerte, no en la muerte en sí. En la oposición entre violador y violada, una persona mantiene sus límites y la otra permite la fractura de los suyos. La complementariedad erótica es la que permite irrumpir a través de los límites y al mismo tiempo preservarlos, la complementariedad protege al self. Cuando ambos partenaires disuelven el límite, en lugar de la conexión con otro definido se produce un vacío terrorífico. El deseo de infligir dolor o experimentarlo por la acción de otro, aunque se haga rompiendo los límites, es un deseo de encontrarlos.

Para ambos partenaires, el placer está en el dominio. Este poder visto como protector constituye el aspecto más importante de la autoridad. Es lo que inspira amor y transforma la violencia en una oportunidad de sometimiento voluntario.

Una vez que se fractura la tensión entre el subyugamiento y la resistencia, la muerte o el abandono, es el final de la historia. Para la masoquista, el final intolerable es el abandono, mientras que para el sádico lo es la muerte (el asesinato) del otro a quién él destruye.

En las relaciones “ordinarias” podemos encontrar un paralelo en el que la complementariedad reemplaza a la reciprocidad, es una frecuente corriente subterránea en las relaciones íntimas: uno da, el otro se niega a aceptar, uno persigue, el otro pierde interés, uno critica, el otro se siente aniquilado. Para ambos, el sentido de la conexión está perdido: la autosuficiencia extrema lleva a separarse del otro, y la dependencia extrema vicia la realidad separada del otro.

De modo que metafóricamente, y a veces literalmente, la relación sadomasoquista tiende a la muerte o en todo caso a lo muerto, lo entumecido, el agotamiento de la sensación.

Para Freud, el dominio es inevitable puesto que sin él el instinto de muerte se volvería hacia dentro y destruiría a la vida misma. La omnipotencia es la manifestación del instinto de muerte. Cuando el instinto destructivo se proyecta fuera, el problema de la omnipotencia no queda resuelto, sino sólo reubicado. Cuando la agresión es proyectada hacia fuera y aprovechada para la civilización, termina haciendo en el exterior lo que de otro modo haría en el interior. El dominio, tal como lo veía Freud, era por una parte la expresión de la omnipotencia (muerte-ausencia de tensión) y por otra un esfuerzo por crear tensión, por romper esa asimilación del otro que no permite que nada exista fuera.

Cuando examinamos la omnipotencia desde la perspectiva intersubjetiva, no es considerada como el resultado de la pulsión de muerte sino que se debe a la incapacidad de reconocimiento entre el self y el otro. El dominio presupone un sujeto atrapado en la omnipotencia, incapaz de establecer un contacto “vivo” con la realidad externa, de experimentar la subjetividad de la otra persona.

Destrucción y supervivencia

Para Winnicott, la destrucción es un modo de diferenciarse, el intento de situar al otro fuera de la propia fantasía y experimentarlo como realidad externa. En gran parte de la vida temprana, la destrucción se dirige adecuadamente al otro y es internalizada cuando el otro no puede “tomarla” y sobrevivir. Cuando la madre no sobrevive al ataque (no soporta la destrucción sin retaliación o desconexión) el niño vuelve su agresión hacia dentro y desarrolla lo que conocemos como rabia. Cuando las cosas van bien, esta rabia se disipa a través de un movimiento en la relación, una vuelta a la comprensión mutua, que le permite al niño sentir de nuevo la presencia del otro. Cuando el niño experimenta a la madre como alguien que se derrumba, o que cede, continúa el ataque en la fantasía o en la realidad, buscando un límite para su rabia. Para él, su actuar y su afirmación no se han integrado en el contacto de la mutualidad y el respeto al otro sino en el contacto del control y la retaliación. El niño sádico es cognitivamente consciente de las diferencias entre él mismo y el otro, pero a nivel emocional no hay una conciencia que contrarreste el deseo de controlar al otro. La supervivencia significa que la madre pueda permitirse reducir la grandiosidad del niño lo bastante (sólo lo bastante) como para hacerle saber que puede ir hasta allí, pero no más lejos. Cuando la madre pone límites, en realidad protege al hijo de la disolución que se produce. Cuando las cosas no se resuelven fuera entre el self y el otro, la interacción se transfiere al mundo de la fantasía, el drama se sitúa en la omnipotencia de la vida mental. Cuando la destrucción ha sido exitosa y el otro sobrevive, nos permite distinguir entre fantasía y realidad. Pasa a ser algo más que una percatación cognitiva para convertirse en una experiencia sentida. La distinción entre la fantasía que yo tengo de ti y tú como persona real es la esencia misma de la conexión.

J. Benjamin examina a continuación el masoquismo, también llamado deseo de entrega, como contrapunto del sadismo. El niño masoquista se ha encontrado con una madre retaliativa que ante su agresión castiga o se separa. Nunca ha realizado un ataque total a la madre para poder poner a prueba si sobrevive, su rabia se vuelve hacia dentro, aparenta que deja al otro al margen pero la pérdida de un otro afuera confiable oscurece la lucha por la diferenciación. No ha experimentado sus impulsos y actos como propios, sin recibir una dirección desde fuera. Esta experiencia es la que anhela. El deseo del masoquista es experimentar su realidad interior auténtica en la compañía de otro, y esto es paralelo al deseo del sádico de descubrir al otro en una realidad compartida.

Estas dinámicas son la base tanto del dominio como de la mutualidad. En la dominación nos encontramos una relación en la que la complementariedad ha eclipsado la mutualidad. Esta dinámica de destrucción y supervivencia está presente en la unión erótica. Pero lo que hace erótica la sexualidad es la supervivencia del otro, con la destrucción y a pesar de ella. En la unión erótica se vive una de las experiencias más importantes del entonamiento: la experiencia de que individuos separados puedan compartir el mismo sentimiento.

La dominación y la diferencia sexual

¿Por qué el sadismo y el masoquismo se han asociado con lo masculino y lo femenino? La estructura profunda de complementariedad sigue existiendo, a pesar de la mayor flexibilidad de los roles sexuales contemporáneos. Para comprender los orígenes del dominio masculino y el sometimiento femenino debemos analizar cómo ha sido el proceso de diferenciación para cada género.

La persona que se ocupa de los primeros cuidados de los bebés suele ser mayoritariamente la madre. Tanto los niños como las niñas se diferencian en relación con una mujer, la madre. Los niños se identifican en un primer momento con la madre, pero para poder constituirse como varones deben romper esta identificación y definirse como el sexo diferente. Esta necesidad de romper la identificación con la madre a menudo impide reconocer a la madre, ella no es vista como una persona independiente (otro sujeto) sino como algo distinto: naturaleza, instrumento, un objeto, como menos que humana. Una actitud viene objetivamente a reemplazar las interacciones anteriores de la infancia. Al romper la identificación con la madre y la dependencia con respecto a ella, el varón corre el peligro de perder su capacidad para el reconocimiento mutuo. Puede aceptar cognitivamente que el otro está separado pero sin la vivencia empática. Se relaciona con ella como si fuera un objeto, se generaliza, la racionalidad reemplaza el intercambio afectivo con el otro. Elude el conocimiento real de la subjetividad del otro. Podríamos llamarlo identificación falsa.

En nuestra cultura, incluida la psicoanalítica, se concibe a la madre como objeto de las pulsiones del niño, y se desvaloriza su subjetividad. La esencia de la individualización consiste en la independencia de la madre como objeto, no en su reconocimiento como sujeto. El complemento de la negativa masculina de reconocer al otro es la aceptación por parte de la mujer de su falta de subjetividad su disponibilidad para ofrecer reconocimiento sin esperar el suyo a cambio. La dificultad de la mujer para diferenciarse se puede considerar como la imagen en el espejo: el varón niega al otro, mientras que la mujer se niega a sí misma. Las niñas no tienen que romper la identificación con la madre, lo cual constituye sin embargo una desventaja pues carecen de motivo alguno para desidentificarse de ella. La mujer no pone el énfasis en la independencia. La relación de la niña con la madre pone el énfasis en la fusión y la continuidad a expensas de la individualidad y la independencia. Todo ello proporciona un terreno fértil para el sometimiento. La sumisión muy frecuentemente está motivada por el miedo a la separación y el abandono. El masoquismo refleja la incapacidad para expresar el propio deseo, el ejercicio de la independencia es vivido como peligroso. En la medida que la madre ha sacrificado su propia independencia, el intento de independizarse de la niña representaría una afirmación de poder para la que ella no tiene bases en la identificación. La niña percibe que la fuente de poder de la madre está en el autosacrificio. Se vuelve incapaz de diferenciar lo que quiere ella de lo que quiere la madre.

Esto explica la tendencia al sometimiento femenino, pero no porque sea un componente inevitable de la sexualidad femenina como consideraba Freud. Las mujeres, al igual que los hombres, son por “naturaleza” sociales, y lo que está en cuestión es la represión de su sociabilidad y de ser agentes sociales activos.

¿Cómo penetra en la cabeza de las mujeres la esencia de la “feminidad entrenada”, entendiendo como tal la falta de subjetividad y la tendencia al sometimiento? Para empezar a explicar este hecho tenemos que partir de comprender el modo en que la carencia de subjetividad de la madre crea una propensión interna hacia el masoquismo femenino y el sadismo masculino. La corriente principal del pensamiento psicoanalítico actual considera el masoquismo como una estrategia defensiva del self, pero esta explicación no ha tenido en cuenta el género como un aspecto decisivo en la construcción de la subjetividad, y cómo la polaridad de los géneros afecta a la ruptura del equilibrio de la diferenciación. La escisión tan típica del sadomasoquismo constituye en gran medida un problema de género. La asignación de estatus de sujeto al varón y de estatus de objeto a la mujer, supone que el varón debe luchar por su libertad con respecto a la mujer que le engendró, con toda la violencia de un segundo alumbramiento. En este segundo alumbramiento, comienzan las fantasías de omnipotencia y dominación erótica, lo que conlleva un profundo anhelo de totalidad. Pero mientras el todo no reciba su forma en la mutualidad, ese deseo lleva a la complementariedad desigual. El género sigue representando una parte del todo, la mujer no es reconocida como sujeto por la otra parte. El hombre se atribuye la subjetividad con carácter exclusivo. Esta división se basa en la renuncia de la madre a su propia voluntad, con su consiguiente carencia de subjetividad frente a los niños. Parece que esa falta de subjetividad es un gran impedimento para que el niño y la niña puedan experimentar de forma exitosa su capacidad destructiva como limitada.

Sólo una madre que se sienta con derecho a ser una persona puede ser vista como tal por su hijo, y sólo una madre así puede apreciar y poner límites a la agresión y a la angustia que acompañarán la independización y permitir una diferenciación completa. Es necesario volver a concebir el ideal (y la realidad) de la maternidad para resituar el proceso de diferenciación. Mitigar la forma que toma la individualización, que privilegia la separación sobre la dependencia, porque la individualización basada en la negación de que se necesita al otro no puede considerarse una liberación.

Capítulo III. El deseo de la mujer

Este capítulo se centra en la carencia de subjetividad de la mujer (subjetividad sexual) y en las consecuencias de la complementariedad sexual tradicional: El hombre expresa el deseo y la mujer es el objeto de ese deseo. Esa falta de deseo produce la “idealización del amor”, un amor en el que ella se somete y adora a otro, que es lo que la mujer no puede ser.

No es la anatomía sino la totalidad de la relación de la niña con el padre, en un contexto de polaridad de géneros y responsabilidades desiguales con respeto a la crianza, lo que explica “la falta” percibida de la mujer.

El problema del deseo de la mujer

Para Freud, la feminidad se construye mediante la aceptación de la pasividad sexual. La niña comienza siendo un “hombrecito”, ama activamente a la madre, hasta que en la fase edípica descubre que ella y la madre carecen de falo. Sólo se convierte en femenina al volverse de la madre al padre, para conseguir el falo que no tiene, este deseo le coloca en la posición de ser el objeto del padre. Aunque critiquemos esta posición, tenemos que reconocer que incluso hoy en día la feminidad sigue identificándose con la pasividad. La imagen de la mujer se asocia con la maternidad y la fertilidad, la madre no es reconocida como alguien que desea activamente algo para ella misma sino al contrario: es una figura desexualizada. Su poder no es suyo propio, tiene como fin cuidar al hijo, su poder puede incluir el control de los otros pero no su propio destino. Ser mujer es vivir para otro. Los propios sentimientos sexuales son percibidos por ella misma de forma perturbada.

En la actualidad, cuando la sexualidad se ha separado de la reproducción, la feminidad no puede equiparase con la maternidad, pero la imagen alternativa de la mujer “sexy” (que inquieta a las mujeres), es sexy pero como objeto, no como sujeto. Ella no expresa tanto su deseo como su placer por ser deseada. Su poder no reside en su pasión, sino en ser deseable. Si una mujer no tiene ningún deseo propio, tiene que basarse en el deseo de un hombre con consecuencias desastrosas para su vida psíquica. Para Freud, en la mujer el deseo aparece sólo como envidia, el ser sujeto activo sexual esta inhibido, y su deseo suele expresarse escogiendo la subordinación. Pero esta situación no es inevitable. No hay por qué negar la anatomía, basta con que sostengamos que la integración psicológica de la realidad biológica es en gran parte obra de la cultura.

La posición feminista psicoanalítica actual demuestra que los niños consolidan su sentido inalterable de género en los dos primeros años de vida, junto con la idea de que la niña desarrolla su identidad por medio de la identificación con la madre. Pero no explica la ausencia del deseo. ¿Dónde se origina la ausencia de deseo? La idealización de la maternidad persigue este fin, idealizando la desexualización y la falta de ser sujeto activo de las propias acciones. Este posicionamiento preserva el antiguo sistema de géneros -las mujeres siguen siendo entrañables y solícitas, pero carentes de placer-, no permite comprender la fuerza subyacente del deseo que ratifica el poder masculino.

La envidia del pene. La causa

El pensamiento psicoanalítico actual cuestiona que el mundo edípico sea todo el mundo. Hace hincapié en la vida preedípica y en ese sentido el poder de la madre aparece bajo una luz diferente. En el mundo preedípico, el padre y su falo son poderosos porque representan la libertad frente a la dependencia de la madre en la infancia. El falo no es intrínsecamente el símbolo del deseo, se convierte en ese símbolo porque representa un camino hacia la individuación.

Jessica Benjamin interpreta lo que Freud definió como envidia del pene como un esfuerzo por identificarse con el padre para poder diferenciarse de la madre. Es una defensa contra el terrible poder de la madre, expresión del esfuerzo que el infante debe hacer para individuarse. El trabajo de la individuación no tiene por qué ser sólo una expresión de hostilidad respecto de la dependencia, también expresa el amor del mundo. Que predomine el amor o la hostilidad, depende de las circunstancias que rodeen al niño. La fantasía de una madre omnipotente peligrosa puede deberse a las condiciones que atrapan a la madre y al niño y a las dificultades de individuación de ambos. Tenemos que encontrar una forma de diferenciación que no suponga el intercambio de un amo por otro. Salir del atolladero de la diferenciación defensiva y buscar ordenamientos diferentes de los existentes.

Eligiendo al padre

La lucha del niño por la autonomía se da en el ámbito del cuerpo y sus placeres, la madre que no experimenta su cuerpo y su propia voluntad como fuentes de placer, que no disfruta con sus deseos y actos, no puede reconocer la sexualidad de la niña. Al apartarse de la madre y volverse hacia el padre, teme que el padre la trate como le ha visto tratar a la madre, la forzará a someterse, la degradará. ¿Cómo ser un sujeto en relación con el padre? ¿Cómo ser semejante al padre y ser mujer? Vemos el dilema que se le presenta a la mujer cuando se identifica con el padre como vía de separación de la madre, cuando la relación padre-madre es desigual, cuando la madre no es sujeto en sí misma pero tiene poder sobre la hija. Este uso del padre es una solución que conlleva un problema, la escisión entre autonomía y sexualidad, que se ve tan frecuentemente en las mujeres actuales. Pero queda por explicar por qué el padre se convierte en la imagen de la liberación, por qué pasa a ser quien reconoce y encara el deseo.

El espejo del deseo

Lo que Freud llamaba envidia del pene, la orientación masculina de la niñita, en realidad es el deseo del deambulador (de ambos sexos) de identificarse con el padre, al que se le percibe como representante del mundo externo. El psicoanálisis ha reconocido la importancia del amor temprano del niño al padre en la formación de su sentido de ser sujeto activo y deseante. Pero no se ha reconocido la importancia de este amor en la niña.

Este es un “amor ideal”, el niño idealiza al padre porque éste es el espejo mágico que refleja el self, tal como a él le gustaría ser. Esta idealización puede convertirse en la base del amor ideal adulto como sometimiento a un otro poderoso que aparentemente encarna el ser sujeto activo de sus propios actos y el deseo que le faltan a uno mismo. El niño que en ese momento se encuentra en la fase de reacercamiento, J. Benjamin considera que esta etapa podría considerase como un complejo con igual rango que Edipo, pero anterior a él. En ese momento el niño empieza a percibir su voluntad, y deseos como diferenciados de los padres, a los que percibe como poderosos en contraposición con su propio desvalimiento. Por ello su autoestima tiene que ser reparada por la confirmación de que puede hacer cosas en la vida real. El conflicto entre la autoafirmación y la angustia de separación generan una ambivalencia esencial. El niño trata de reparar su autoestima por medio de la identificación, un tipo particular de unidad con la persona que encarna el poder, que él siente que le falta. El niño quiere algo más que la simple satisfacción de una necesidad, quiere que se reconozca su voluntad, su deseo, su acto. En el mismo momento en que el deseo se convierte en un problema, el niño empieza a comprender también la diferencia entre los géneros. El padre es el camino al mundo, es el liberador, esta idealización del padre implica la desvalorización de la madre.

Todo esto tiene un significado muy importante para la niña. Mahler observa como si fuera un hecho “natural” que en la fase de reacercamiento las niñas se deprimen más, tienen menos entusiasmo exploratorio que los varones. Esta diferencia se debe a la mayor identificación de la madre con la hija y a la tendencia de ésta a reforzar la independencia del hijo. Los varones resuelven el conflicto de la independencia (deseo de aferrarse a la madre y el deseo de alejarse de ella) volviéndose al padre, depositando en cada padre impulsos distintos. Esquemáticamente, la madre representa el objeto del deseo y el padre el sujeto del deseo, en quien uno se reconoce. El padre se convierte en la figura simbólica que representa el yo “propietario” del deseo, deseo de la madre. El impulso identificador de ser como el padre va unido a la lucha por la libertad. El “amor identificatorio”, “ser como”, es el principal medio para que un niño de esta edad pueda reconocer la subjetividad de otra persona. En la fase de reacercamiento, este amor constituye la base de estructuras básicas esenciales. Su deseo de ser reconocido como semejante al padre es el motivo erótico que está detrás de la separación. Está enamorado de su ideal y, a través de él, empieza a verse a sí mismo como sujeto de deseo, crea su identidad masculina y mantiene su narcisismo frente al desvalimiento. El vínculo identificatorio homoerótico entre el deambulador varón y el padre es el prototipo de amor ideal (un amor en el que la persona busca en el otro una imagen ideal de ella misma). El niño trata de resolver el conflicto del reacercamiento entre independencia y desamparo a través de este amor.

El padre que falta

Para las mujeres “el padre que falta”, es la clave para entender su falta de deseo y su retorno en forma de masoquismo. Interpreta el deseo del pene como prueba de que las niñas buscan lo mismo que los varones (la identificación con el padre de la separación), el representante del mundo exterior. Como los varones, en su angustia por separase de la madre buscan una figura de apego que represente su pasaje al exterior; esa figura es el padre.

Los padres a menudo prefieren a sus hijos varones; éstos tienden a formar un vínculo intenso con ellos. En relación con la hija su situación se complica: puesto que de niño tuvo que desidentificarse de su propia madre, teniendo que sostener su diferencia respecto a las mujeres, se le hace difícil reconocer a la hija como reconoce al hijo. El repliegue del padre impulsa a la niña hacia la madre. Su aspiración a la independencia y la rabia por el no reconocimiento se vuelven hacia adentro y dan cuenta de la respuesta depresiva ante el conflicto del reacercamiento. Las niñas tienen más dificultades para separarse de las madres, y sin el sostén de una relación alternativa renuncian a su derecho a desear. Al crecer, idealizan al hombre que tiene lo que ellas nunca tendrán (poder, deseo). En la actualidad, se empieza a comprender las consecuencias que tiene para la niña el que el padre no se comprometa en la relación, esté ausente u ofrezca seducción en lugar de identificación. La “carencia” que afecta a las niñas es la brecha que deja en su subjetividad el padre que falta, y esto es lo que la envidia el pene trata de explicar.

Los niños/as en la fase de deambulación se esfuerzan por identificarse y conservar el acceso a ambos padres como objetos de apego y reconocimiento. En estos momentos, la identificación no está aún limitada por la identidad. Las identificaciones sexuales no se han endurecido en polaridades, pueden coexistir la identificación con ambos sexos. No sugiere que el género debe ser eliminado sino que el individuo debe “idealmente” integrar los aspectos masculinos y femeninos en la mismidad. Una persona capaz de mantener esta flexibilidad, puede aceptar todas las partes de ella misma, y del otro.

¿Por qué es tan difícil la integración? Por la polarización de los géneros: padre idealizado, madre desvalorizada. La escisión que tiene el deambulador sólo puede repararse cuando cada padre sostiene una identificación cruzada y proporciona un ejemplo de integración, no de complementariedad.

La búsqueda por la mujer de un amor ideal

En la fase de reacercamiento, el deseo de la niña es ser reconocida como semejante del padre; en la fase edípica el deseo es el de estar unida al padre como objeto amoroso. Con demasiada frecuencia se ha confundido en psicoanálisis el amor identificatorio con el edípico. Cuando el amor identificatorio es fustrado en la niñez queda asociado con un anhelo inalcanzable y con la autohumillación; más tarde surge como deseo de reparación de esta situación a través del “amor ideal”. Las mujeres son arrastradas a un amor ideal, como una segunda oportunidad de lograr la identificación padre-hija, en la que el propio deseo y la propia subjetividad sean reconocidas. Con la creencia de que el hombre dará acceso a un mundo cerrado para la mujer. En el amor ideal vemos una “perversión” de la identificación, una deformación del amor identificatorio que se convierte en sumisión. El otro es el sustituto del propio ser como agente de sus actos. Toma la forma pasiva de aceptar la voluntad y el deseo del otro como propios, desde aquí a la entrega de la voluntad al otro, hay solo un paso. Para las niñas, la constatación de una madre sin subjetividad, con un padre que la tiene, presenta una opción difícil: para resolver la identificación con cada padre debe realizar un esfuerzo allí donde la madre fracasó, tiene que unir subjetividad con feminidad, pero la división de géneros no permite conciliar feminidad con ser agente de sus actos y deseo.

Cualquier propuesta de cambio debe cuestionar la estructura fundamental de la heterosexualidad, en la que el padre proporciona la excitación faltante, “hace retroceder el poder materno” y niega la subjetividad de la madre porque es demasiado peligrosa. Esta idealización del padre no se da sólo en el ámbito privado, sino que permanece activa como un anhelo compartido, agregado a la representación cultural del deseo.

Mientras la imagen del padre represente la subjetividad y el deseo a nivel cultural, el deseo de la mujer tendrá que luchar con ese monopolio y con la desvalorización que implica la feminidad.

Un deseo propio

¿Cuál es la alternativa al falo? J. Benjamin propone volver al concepto de intersubjetividad para ver como se podría llegar a una representación diferente del deseo.

El modelo fálico de representación corresponde al “modo intrapsíquico” que incluye toda la constelación del empleo del padre como vehículo de separación y la internalización del padre como representante de ser agente activo y el deseo.

El sentido del self (sí mismo) se entrelaza con las estructuras simbólicas, pero no son ellas las que lo crean.

De manera que para descubrir el deseo independiente de la mujer tenemos que considerar el modelo intersubjetivo, en el que dos sujetos se encuentran, en el que hombre y mujer pueden ser sujetos. Para el modelo intersubjetivo, el “reconocimiento” del otro es el aspecto decisivo de la diferencia, diferentes mentes se sintonizan

En la unión erótica, este entonamiento puede ser tan intenso que el self y el otro se sienten como si por un momento cada uno estuviera “dentro” del otro. El deseo simultáneo de perder el self y de unión con el otro es, en realidad, una forma del deseo de reconocimiento. La comprensión del deseo como deseo de reconocimiento modifica nuestra concepción de la experiencia erótica. Nos permite describir un modo de representar el deseo, un modo singular de intersubjetividad que, a su vez, nos ofrece una nueva perspectiva del deseo de la mujer.

Jessica Bemjamin nos propone que este tipo de deseo intersubjetivo se expresa como una representación espacial más que mediante una representación simbólica. El significado de la “metáfora espacial” para una mujer reside en el descubrimiento de su propio deseo interior, sin miedo a la intromisión o a la violación.

La idea del espacio abierto es importante para comprender no sólo la génesis del deseo sexual de la mujer sino también su experiencia del placer sexual. La relación en sí o, más precisamente, el intercambio de gestos que trasmiten el entonamiento, y no el órgano, es lo que sirve para enfocar el placer de las mujeres y contener su angustia. El contacto de su deseo es la danza del mutuo reconocimiento. Esta faceta de la relación erótica no esta articulada en el simbolismo fálico de la complementariedad genital.

El centramiento en la sexualidad genital, ha velado la importancia que para el placer erótico tiene el entonamiento temprano y el juego mutuo de la infancia. Cuando el self sexual está representado por las capacidades sensuales de todo el cuerpo, el deseo va más allá de los límites del falo imperial.

J. Benjamin plantea que, idealmente, la relación del individuo con el deseo debe constituirse a través del acceso a toda una gama de experiencias e identificaciones no restringidas por fórmulas genéricas rígidas. No se trata de invalidar el modo dominante de representación sino de cuestionar su privilegio para circunscribir el deseo. Considerar al padre excitante y a la madre contenedora como elementos constitutivos del deseo. Muy a menudo el deseo de la mujer se expresa a través de formas alienadas de sumisión y envidia, productos de la idealización. Es necesario ampliar la idea de “libertad”, ofreciendo una concepción de la unión erótica como tensión, generando una expansión del espacio en el que el sujeto encuentre al sujeto.

El falo como emblema del deseo ha representado el encuentro del sujeto y su objeto en una complementariedad que idealiza un lado y desvaloriza el otro. El descubrimiento de otra dimensión del deseo puede transformar esta oposición en la tensión vital entre sujetos.

Capitulo IV. El enigma edípico

“En el corazón de la teoría psicoanalítica hay una paradoja no reconocida: la creación de la diferencia distorsiona en lugar de alentar al reconocimiento del otro”. Para Freud, el Complejo de Edipo es el punto nodal del desarrollo en que el niño acepta la diferencia generacional y sexual. Acepta su posición prescrita en la constelación fija de madre, padre, e hijo. La diferencia aparece gobernada por el código de la dominación, pues la idea del padre como protección contra el “narcisismo ilimitado”, autoriza la idealización de éste y al mismo tiempo la denigración de la madre, fracturando el reconocimiento mutuo.

En la identificación con el padre de la fase de reacercamiento, se observa un aspecto defensivo y otro positivo. En el complejo edípico este aspecto defensivo se vuelve mucho más pronunciado. El varón no se limita a desidentificarse de la madre sino que la repudia y repudia todos los atributos femeninos. La escisión incipiente entre la madre como fuente de lo bueno y el padre como principio de individuación se endurece en una polaridad en la que lo bueno de la madre es redefinido como una “amenaza seductora” a la autonomía. De manera que toma forma un ideal paterno de separación, mediante el reordenamiento de los géneros que conlleva al repudio de la feminidad. Da vigencia a la escisión entre sujeto masculino y objeto femenino. Quizás el mejor modo de comprender la dominación consiste en analizar cómo se legitima en lo que es la más influyente construcción moderna de la vida psíquica.

Bajo la protección del padre

El psicoanálisis actual considera el conflicto edípico como la culminación de la lucha preedípica por separase de los padres. La separación incluye la renuncia a la fantasía narcisista de omnipotencia, sea en forma de unidad perfecta o de autosuficiencia. El énfasis que pone en la separación el modelo edípico se vuelve problemático. La idea de que el padre se interpone en la diada: madre-hijo para generar una identidad masculina parte de un supuesto (no científico) según el cual el padre es el único liberador posible. Se equipara la paternidad con la individuación y la civilización. En otras teorías, se enuncia explícitamente el contraste entre una madre primitiva, narcisística, y un padre edípico-civilizado. Este punto de vista presenta varios problemas, se le presenta como alternativa al narcisismo, se tapa su papel en el mantenimiento de dicha fantasía, y se niega el miedo y la sumisión que el poder paterno ha provocado históricamente.

La interpretación freudiana del mito pasa por alto la transgresión del padre. El intento de Layo de asesinar a Edipo en la infancia trata de evitar el destino de todos los padres mortales: morir y ser suplantado por sus hijos varones. El padre edípico no puede renunciar a su omnipotencia, no soporta la idea de su propia condición de mortal. En esta otra versión, el hijo no puede soportar su deseo de destituir al padre, porque si fuera así se vería privado de la autoridad que le protege, del ideal que le da la vida.

Freud sitúa el inicio del complejo de Edipo en los remordimientos que los hijos sienten por haber asesinado al padre primitivo, crean un ideal del bien, el padre bueno y su ley. Esto es una protección frente al peligro de la autoridad irracional y el odio que despierta.

La autoridad paterna es una trama mucho más compleja, no se basa sólo en la ley racional que prohibe el incesto y el parricidio sino también en la erótica del amor ideal, en la identificación culpable con el poder que socava el deseo de libertad del hijo. La necesidad de conservar el vínculo con el padre hace imposible que los hijos reconozcan el lado asesino de la autoridad.

La madre primitiva

En el modelo edípico clásico está implícita la ecuación: Unidad = Madre = Narcisismo. La feminidad y el narcisismo son sirenas gemelas que nos llaman a la “fusión indiferenciada”. J. Benjamin hace una crítica de las posiciones de Chasseguet-Smirgel, quien revisa el complejo de Edipo a través del contraste entre el “ideal del yo” y el “superyó”, considerando que Edipo es una reformulación del conflicto preedípico anterior, entre la separación respecto a la madre y la reunión con ella. En  opinión de Chasseguet-Smirgel, el deseo de hacer de la madre un ser exclusivo puede entenderse como la expresión de los anhelos narcisistas tempranos: “la nostalgia de la fusión primaria” cuando el infante gozaba de plenitud y perfección. De modo que la realización del incesto significaría retornar a la unidad. El superyó en esta versión es el que sostiene la diferencia, niega el deseo de omnipotencia y reunión que sigue vivo en el “ideal del yo”.

La consecuencia de esta visión, según J. Benjamin, es que el narcisismo se presenta alineado con la madre y el superyó con el padre y con la demanda de separación. Para heredar el falo, para sostener la identificación con el padre, el niño debe aceptar la separación de la madre. Es precisamente el reconocimiento de la diferencia y la capacidad de separación lo que permite que una persona disfrute de las posibilidades de unión erótica en la vida posterior. Está de acuerdo con este aspecto, lo que critica es que parece que la madre no desempeña ningún papel activo en la introducción en la realidad. En este esquema polarizado, la madre ejercería la atracción magnética a la regresión y el padre protegería de ella. Lo que cuestiona J. Benjamin es que se confunde las figuras simbólicas del padre y la madre con las fuerzas reales del crecimiento o la regresión. De esta manera se suprime la diferenciación entre representación simbólica y realidad concreta. En cambio, en nuestra cultura las madres reales alientan la independencia, son ellas las que inculcan los valores morales y sociales que constituyen el contenido del superyó del niño pequeño. En lugar de oponer el superyó paterno al ideal del yo materno, plantea J. Benjamin, deberíamos distinguir entre los ideales masculino y femenino. El ideal del superyó femenino se define como preocupación por los otros más que como separatividad, esto es lo que doblega la agresión y el deseo. Esto nos lleva a pensar que tal vez el principio paterno de separación no sea el mejor camino a la mismidad y la moral. Las niñas aprenden a apreciar las diferencias dentro del cuidado del otro. El narcisismo del niño puede ser una vía para el desarrollo o un camino a la regresión.

Podemos ver la escisión entre padre progresivo y la madre arcaica como el resultado de una defensa: en la medida que el niño percibe al padre como poderoso y amenazante no se atreve a acercarse y conocerlo, desplaza el peligro hacia la madre. Justifica la dominación del padre sobre la madre basándose en que en el inconsciente ella sigue reinando con omnipotencia.

En el modelo edípico, el padre representa de una forma u otra la diferencia y disfruta de una posición privilegiada respecto de la madre. La desvalorización de la feminidad socava lo que pretende lograr: la diferencia, la tensión erótica y el equilibrio de las fuerzas intrapsíquicas.

El repudio de la feminidad

Freud en el “Análisis terminable e interminable” resume las cuestiones más profundas del psicoanálisis para hombres y mujeres; el deseo de las mujeres de ser como hombres es considerado patológico mientras que el miedo de los hombres a ser como las mujeres se considera como un hecho simple e inmutable. Freud, al aceptar este repudio, lo ha “normalizado”, encubriendo las graves consecuencias no sólo para la teoría sino también para el destino de la relación entre hombres y mujeres.

J.B. sostiene que el daño que este repudio ocasiona a la psique masculina es comparable a la “falta” de la mujer, aunque ese daño se disfrace de dominio e invulnerabilidad. Después del Edipo, la identificación del varón con la madre queda bloqueada, no tiene más opción que superar su infancia mediante el repudio de la dependencia. Al proyectar fuera de sí mismo a la madre, pierde en gran medida la sensación de tener dentro de sí esa fuente vital de lo bueno. El repudio a la madre genera una desconfianza en su propio “adentro”. Al perder el espacio intersubjetivo y volverse hacia la conquista del objeto externo, la intensa estimulación proveniente del exterior le roba al hombre el espacio interior para sentir el deseo emergiendo desde adentro. El modelo edípico clásico se construye sobre la base de la polaridad, mantiene la idealización de un lado y la denigración del otro, el cuidado de la madre se hace invisible. El falo, al asumir la representación de la sexualidad tanto de las mujeres como de los hombres niega la sexualidad independiente de las mujeres. El repudio se basa en la identificación bloqueada. De manera que un período más largo de “bisexualidad”, de coexistencia permitida de las identificaciones masculinas y femeninas, ayudaría a los varones a diferenciarse más y a no tener que utilizar defensas como el repudio, la distancia y el control.

El principio de la Polaridad

Una de las tareas del conflicto edípico es establecer las diferencias entre los sexos. Éstas se fijan de una forma polarizada, de manera que la separación prevalece sobre la conexión y el construir límites es más importante que mantener el vínculo afectivo. Los dos elementos centrales del reconocimiento, ser semejante y ser distinto, quedan escindidos. El reconocimiento se reduce a una identificación con el semejante, la semejanza sólo puede darse con el mismo sexo. La prohibición a la identificación con la madre, lleva al varón a desconectarse de la comunicación intersubjetiva, del entonamiento emocional, de la percepción imaginativa de las necesidades y sentimientos del otro. Éstos son rasgos asociados con lo femenino que hay que repudiar, reduciéndose cada vez más la dimensión intersubjetiva. El reconocimiento se consigue más a través de identificaciones ideales y menos mediante la interacción concreta.

Para las niñas, los rasgos masculinos son un ideal inalcanzable; para los varones los rasgos femeninos son una amenaza a su identidad. Como la mujer es privada de subjetividad, el hombre no la ve como a otro sujeto que puede reconocerle. Sólo los hombres se equiparan con él. La pérdida de reconocimiento mutuo es una de las consecuencias de la polaridad de los géneros; la otra consecuencia es el ideal de individualidad autónoma. La desvalorización de la necesidad del otro se convierte en un ideal de la masculinidad adulta. J. Benjamin plantea que la fuente profunda de malestar en nuestra cultura no es la represión ni el narcisismo sino la polaridad de los géneros.

Pero existe otro modelo de infante que obtiene placer en la conexión interpersonal y también está motivado por la curiosidad y el mundo exterior.

Una reformulación del Edipo

¿Cómo superar la polarización? J. Benjamin nos plantea reinterpretar el complejo de Edipo, de manera que no se presente como el resultado final del desarrollo sino verlo como una etapa más en la vida mental que no excluye niveles de integración anteriores y posteriores.

Sostiene que al comprender la etapa preedípica se ha tomado conciencia de la validez y la fuerza de los deseos de esta etapa, que tienden a la unidad, fusión, simbiosis, mezcla, identificación. Su validación ayudará a remediar el repudio de la madre y a dar cabida a la experiencia intersubjetiva del reconocimiento y todos los elementos emocionales que intervienen cuando uno está en contacto con otro. Se puede conceptualizar una fase preedípica en la que la muerte metafórica del padre, como ser querido responsable de nosotros, se acompaña por el júbilo de la supervivencia exitosa. Revisando la antigua noción edípica de responsabilidad, los hijos asumían la culpa por haber transgredido el poder del padre y convertir ese poder opresivo en ley. La internalización de la agresión era remplazada por la identificación con el agresor. El deseo de ser uno con la autoridad es siempre peligroso. La interpretación freudiana del Edipo, que sólo lo ve como una historia de deseo inconsciente y no de transgresión real, muestra cuán difícil resulta mirar cara a cara nuestra agresión, nuestro propio deseo, y también el de los padres.

La reconceptualización del Edipo que propone J. Benjamin supone la posibilidad de una separación postedípica, en la que los individuos puedan volverse, mirar a sus padres y evaluar críticamente su herencia en lugar de limitarse a una identificación con su autoridad.

Al ir más allá del Edipo, al rechazar la premisa falsa de que la autoridad paterna es la única senda de la libertad, es posible recobrar la promesa de que la teoría edípica no cumplió “ la aceptación de la diferencia”. Pues, como hemos visto, parte de un sujeto -“varón”- y un otro que es objeto -“la mujer”-.

Capítulo V. Género y dominación

La escisión que constituye la polaridad entre los géneros se extiende a la vida intelectual y social. Es significativo que en la representación cultural del dualismo, el aspecto genérico pasa inadvertido. En el psicoanálisis se toma el desarrollo del varón como modelo del individuo, y gran parte del pensamiento moderno pretende que exprese a un sujeto neutro, sin género y universal. Pero en el pensamiento liberal moderno, el individuo es tácitamente definido como masculino. El principio de racionalidad que se ha considerado el sello de la modernidad es, en realidad, una racionalización masculina. En lo social, la racionalización monta el escenario para la dominación, tiene que ver con el descuido social de la actitud cuidadora y su relegamiento a la esfera de lo privado. La separación de las esferas públicas y privadas se intensifica a medida que la sociedad se racionaliza.

Individualidad masculina, racionalidad masculina

J.B. sostiene que la polaridad genérica se encuentra también en la vida intelectual y social, eliminando las posibilidades de reconocimiento mutuo en la sociedad como un todo. Considera que el concepto de individuo se refiere en realidad al sujeto varón; así como el principio de racionalidad que los teóricos sociales desde Weber han considerado el sello de la modernidad, es en realidad una racionalidad masculina.

La racionalización (referida aquí a los principios sociológicos y organizativos) según Weber es el proceso en el que los modos de interacción abstracto, calculables y despersonalizados, reemplazan a los basados en las relaciones personales, la autoridad y las creencias tradicionales. Los procedimientos formales (ley) y las metas abstractas (utilidad económica) reemplazan a los valores y costumbres tradicionales. El principio formal del intercambio de mercancías, “valores iguales”, enmascara la dominación de una clase por otra. Como la dominación, es racionalista y despersonalizada, se vuelve invisible y parece natural y necesaria, describiendo la esencia de la práctica social y el pensamiento moderno. La dominación masculina, así como la dominación de clase, es algo inherente a las estructuras sociales y culturales, independiente de la voluntad de los hombres y mujeres individuales. J.B. rechaza este supuesto del pensamiento moderno: que ”la individualidad y la racionalidad son universales”, mientras que el género es particular, secundario no esencial. Lo que significa que esta manera de hacer las cosas no es “única” o “inevitable”.

Objetividad y autonomía

J.B. sigue el pensamiento Evelyn Keller, sosteniendo que así como ha cambiado el carácter del dominio masculino sobre la mujer, también ha cambiado la metáfora del conocimiento científico. Para Bacon, conocimiento es igual a poder. La ciencia adoptó la metáfora de someter a la naturaleza, arrancándole sus secretos, con una dicotomía radical entre sujeto y objeto, llevando al racionalismo a un impasse, análogo al impasse de la omnipotencia. No se trata de anular toda la ciencia moderna, sino de reconocer el valor de lo excluido. El acto de conocer puede experimentarse como comunión, y no como conquista.

El ideal del individuo autónomo sólo podía crearse haciendo abstracción de las relaciones de dependencia entre hombres y mujeres. Las relaciones que las personas necesitan para cuidarse se consideran “privadas” y no verdaderas relaciones con los otros de afuera.

Defensores de la esfera privada

J. B. critica las posiciones de lo que denomina ”conservadurismo genérico”, que aunque objetan los efectos de los principios de la racionalización (1) sin embargo aceptan su premisa, que en la vida social es inevitable la división entre la actitud cuidadora y la racionalidad. Mientras que los valores de la competencia, el éxito y el trabajo emprendedor prosperan, los valores del cuidado y la responsabilidad colectiva respecto de los otros se han deteriorado.

La madre/esposa ideal protege al individuo autónomo de tener que admitir sus necesidades pues se anticipa a satisfacerlas, lo protege de la vergüenza de la exposición de esas necesidades, permitiéndole parecer independiente y en control. Por lo tanto, la pérdida del control sobre ella -el objeto- constituye una amenaza al autocontrol del individuo, a su sentido del self intacto. Dice J. B. que el ideal de la individualidad autónoma, con su énfasis en la racionalidad, autosuficiencia, desempeño, competencia, amenaza con negar tan completamente a la madre que quizás no quede ningún hogar al que acudir.

El ideal perdido de la maternidad

Según J.B. el intento de relanzar el ideal de la maternidad oscurece la situación en que se encuentra la mujer en el hogar, privada del ambiente sostenedor. Las esferas separadas se reemplazaron por el “matrimonio sociedad”, pero este ideal ha sido un injerto y ha dejado a las mujeres de esta época en el hogar, más aisladas y dependientes que nunca. La desigualdad entre los hombres y las mujeres en el trabajo, y en el hogar, socava las relaciones íntimas y la solidaridad, que son las metas teóricas del matrimonio moderno. La dependencia de las mujeres respecto a los hombres se ve reforzada por la estructura salarial e incrementada cuando la mujer deja de trabajar para cuidar de los hijos. Las madres están casi tan desamparadas, como en los días de la dependencia económica total, y en algunos sentidos más. Todo esto ha provocado que el ideal materno, “la mujer que todo lo da”, carezca de realismo, la mujer que se queda en el hogar al cuidado de los hijos no es respetada. La autoridad moral de la madre ha sido desvalorizada pero sigue siendo la columna vertebral de la socialización y el cuidado. Se ha abierto un debate sobre la importancia del cuidado materno en oposición a la guardería, se equipara atención en la guardería con abandono. Detrás del ideal de maternidad, se ocultan los problemas reales que ponen en peligro a madres e hijos. ¿Qué fantasía sobre la separación está operando? Un elemento es la idea de que el infante es infinitamente frágil en su dependencia e insaciable en su necesidad. Pero no existen pruebas al respecto. Las experiencias de separación y reunión, de rabia y resolución, son necesarias, elaborar esas experiencias es mucho más productivo que no tenerlas. La incapacidad para sobrevivir a la separación y a la agresión mantienen a la madre y al hijo en el campo de la omnipotencia.

Según J. B. la dominación es una deformación de las cadenas del amor: la dominación no reprime el deseo de reconocimiento, lo pone a su servicio y lo transforma. Esto se inicia por la ruptura de la tensión entre el self y el otro, avanza a través de la identificación con los otros poderosos, que representan la fantasía de la omnipotencia o de someterse a ellos. Cuando se sigue el camino de la omnipotencia, donde debería estar el otro hay un vacío que se llena con la fantasía de un otro que puede aparecer tan peligroso o tan débil (o ambas cosas), que amenazan al self y tiene que ser controlado. Lo que no se había explicado antes, es que es esta destrucción del otro lo que está en la base de cualquier fantasía de dominación. Los sometidos que no reciben reconocimiento, aunque rechacen el derecho del amo a dominarlos, no rechazan su personificación del poder, invierten los términos y desean ser ellos los amos, también tienen el deseo de ser absoluto. La relación amo/esclavo es un modelo que sólo puede invertirse, siempre uno esta arriba y el otro abajo. Es esta complementaridad reversible lo que constituye la pauta básica de la dominación y pone en marcha la negación del otro, la madre, que es reducida a la condición de objeto. Esta polaridad genérica, impregna nuestras relaciones sociales, nuestros modos de conocer, nuestros esfuerzos por transformar y controlar el mundo, El ideal de libertad lleva consigo las semillas de la dominación, pues significa huir o subyugar al otro, la autonomía significa una fuga de la dependencia. Es necesario cuestionar esta lógica de la escisión, con su dualismo, polarización e inversión de roles. Si la fractura forma parte de la vida, también es parte de la vida recrearla. Una base suficiente para el optimismo es la idea de que si la fractura esta “incorporada” en el sistema psíquico; también lo esta la posibilidad de renovar la tensión. J.B. sostiene que su conclusión es modesta y también utópica, Tratar de recuperar el reconocimiento en la vida personal. Significa ver que lo personal y lo social están interconectados y comprender que si tapamos nuestros anhelos personales de reconocimiento, también tapamos nuestra esperanza de transformación

Comentario final de la reseña

La lectura del libro al principio se hace ardua, pues introduce en el pensamiento complejo de la filosofía pero una vez que el lector se adentra en el texto se van desvelando críticamente muchos supuestos implícitos en el pensamiento psicoanalítico (el origen de la agresividad, femenino, masculino, la polaridad/dicotomía entre los géneros y sus consecuencias, etc.). El libro hace una critica rigurosa y bien documentada al pensamiento e ideología de la civilización occidental en general, y a la filosofía, al psicoanálisis y la psicología, en particular. Saca a la luz un número importante de “supuestos básicos” erróneos que pueblan nuestras mentes, provocando distorsiones a la hora de entender la realidad.

El planteamiento que tiene sobre la violencia, la dominación y el sometimiento, presenta un ángulo muy novedoso que puede ser de gran utilidad al ampliar los conocimientos que tenemos sobre las raíces de la violencia, permitiendo así modificaciones tanto en la teoría como en la clínica . Además, y ese es otro de los valores del libro de Jessica Benajmin, no se limita a la mera crítica sino que intenta aportar posibles vías de resolución a los conflictos que tiene planteados nuestra sociedad actual.
 

Notas de la autora

(1) Cuando habla de “principios de la racionalización” se refiere a principios organizativos y sociológicos, consistentes en la aplicación de los principios racionales de la técnica a la acción, con el fin de solucionar eficientemente los problemas prácticos.

 

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