aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 013 2003 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

Psicoanálisis y filosofía de la mente. Una taxonomía de los procesos mentales

Autor: Díaz-Benjumea, Lola J.

Palabras clave

Conciencia, Filosofia de la mente, inconsciente, Intencionalidad, motivación, Proceso mental..


 

En este artículo se toman desarrollos teóricos del filósofo de la mente John Searle para esclarecer el campo de los procesos mentales con que trabajamos los psicoanalistas. Partiremos del modo en que Freud abordó el tema, enfrentándose a los filósofos de la época en su diferente concepción de lo inconsciente. Luego veremos, muy brevemente, la situación de la filosofía de la mente para centramos en Searle porque es un autor que ha asumido la realidad ontológica de la conciencia y la subjetividad, y la necesidad de convertirlas en objeto de estudio. Expondremos nuestras coincidencias y diferencias con dicho autor. Finalmente, llegaremos a una clasificación de los procesos mentales a partir de tres variables determinantes: la Intencionalidad, la motivación y la conciencia. El objetivo es afinar la discriminación del nivel psicológico que atribuimos a los fenómenos con los que nos encontramos en la práctica clínica.


En diversos lugares de su obra, Freud planteó la cuestión, debatida entre los filósofos, de si el inconsciente es de naturaleza psíquica o exclusivamente somática. Freud se opuso a la posición filosófica según la cual se identificaba lo psíquico con lo consciente. El primer apartado de su artículo “Lo Inconsciente” de 1915 está dedicado a este asunto, criticando a los filósofos que sostienen que sólo es psíquico lo consciente, mientras que lo inconsciente únicamente puede considerarse resto somático del que puede volver a surgir lo psíquico en un determinado momento con la toma de conciencia. Para Freud simplemente no es útil considerarlo así ya que “Destruye las continuidades psíquicas, nos sume en las insolubles dificultades del paralelismo psicofísico, sucumbe al reproche de exagerar sin fundamento alguno la misión de la conciencia y nos obliga a abandonar prematuramente el terreno de la investigación psicológica, sin ofrecernos compensación alguna en otros sectores.” (1915, p. 2062).

Por tanto, frente a los filósofos Freud afirma la ontología psíquica de lo inconsciente. Ahora bien, esta posición se sostiene en una previa aceptación de la conciencia, y su lucha por dar a lo inconsciente un papel en la vida psíquica es un ir más allá. El inconsciente para Freud sólo tiene sentido frente a la concepción del psiquismo consciente, al que no cuestiona y sí considera como digno de estudio científico. Como veremos después, a lo largo del siglo XX esto no ha sido compartido por la mayor parte de los autores de la filosofía de la mente.

Ahora bien, Freud (loc.cit.) había planteado que lo que puede ser inconsciente en un fenómeno psíquico es la representación ideativa, pero el afecto es algo que uno experimenta, que uno siente necesariamente ligado a la conciencia. Por eso el tema se vuelve más complejo cuando se refiere a los sentimientos inconscientes. ¿Cómo es posible que un sentimiento, un afecto, que es algo claramente vivencial por definición, sea inconsciente? Tal como indica Laplanche (1981) en su estudio de la obra freudiana, el inconsciente es lo que afecta, la conciencia es lo afectado.

El proceso de la represión fue de hecho descrito como la separación de la unión entre una representación y su correspondiente vivencia afectiva, volviéndose inconsciente la representación y siguiendo el afecto diferentes caminos, según cuál fuera el cuadro psicopatológico. Esto fue así hasta el momento de la introducción del sentimiento de culpa inconsciente. La noción de sentimiento de culpa era en principio incoherente, y esto hace que Freud la cambie por la de necesidad inconsciente de castigo en “El problema económico del masoquismo” (1924).

Como también señaló Laplanche (1981), este problema exigió la introducción de la segunda tópica. Al introducir el superyó y el yo como instancias también inconscientes, el ello quedó como “reservorio pulsional”. El sentimiento de culpa expresa así la distancia o tensión entre el yo y el superyó, en términos de representación.

Pero detengámonos en el razonamiento. En el caso de las neurosis obsesivas o de la depresión, un sentimiento de culpabilidad puede ser muy intenso sin que exista nada en la conciencia que lo justifique. En estos casos el sentimiento es consciente pero el porqué no lo es, por lo cual el yo se rebela contra esa culpabilidad y pide la ayuda del terapeuta para rechazarlo. Pero el problema está cuando el sentimiento de culpa en sí mismo, no ya su causa, es inconsciente, como Freud constata que ocurre en la histeria, y como además Freud supone que ocurre en muchos casos de delincuencia antes de cometerse el delito.

Para resolver esta contradicción, Freud acude al superyó, desarrollado en parte por identificación con las imágenes paternas pero a su vez cargado con energía agresiva propia, y que se vuelve contra el mismo yo. Introduce la noción de superyó como la instancia donde se percibe la distancia entre sus requerimientos y los rendimientos del yo, sin que se tome conciencia de esto. La tesis de “El `yo´ y el `ello´” es que al ser el superyó heredero del ello, ya que recibe su carga pulsional de éste, o sea al estar tan comunicados el ideal con los sentimientos instintivos inconscientes, se explica que el superyó sea en gran parte inconsciente e inaccesible al yo, el cual por otra parte tiene también aspectos dinámicamente inconscientes como son las defensas. Lo que se registraría entonces en el inconsciente no es un sentimiento de culpa, sino una necesidad de castigo, algo que se encuentra más relacionado con las representaciones.

Efectivamente, en el inconsciente habría un afecto indiferenciado –angustia-, podríamos decir que el inconsciente conserva de la emoción el aspecto fisiológico, o lo que es lo mismo, la parte cuantitativa, pero no lo cualitativo, la especificidad que le da subjetividad. Para tomar su matiz subjetivo como sentimiento, el afecto tendría que ir asociado a una serie de representaciones, con lo cual llegaría a convertirse en angustia específica: angustia persecutoria, angustia social o vergüenza, etc. Si lo que hace que la angustia se especifique como culpa son por una parte la representación de la falta y por otra la representación del castigo, para Freud lo que existe en el inconsciente es la necesidad de castigo. Expresando esto en términos actuales podríamos decir que en el inconsciente lo que existe es un proceso automático, motivado, hacia representaciones que impiden el desarrollo del afecto displacentero, o sea hacia la representación del castigo. Este proceso hace que disminuya la angustia cuando se vivencia fracaso, enfermedad o sufrimiento. De este modo el sentimiento en sí, con su carga de subjetividad y especificidad, y que en este caso implica “el tormento de los remordimientos” (Freud, 1923) sigue estando para Freud en la conciencia.

Lo psíquico en la filosofía de la mente

Vamos a hacer ahora una breve incursión en la filosofía de la mente para ver cómo se concibe lo psíquico frente a lo somático o material.

En la filosofía de la mente lo psíquico está descrito como “Intencionalidad”, término tomado por Brentano para afirmar que todo estado mental, tanto los propios de las percepciones que incluyen representaciones, como juicios, recuerdos, sentimientos, inferencias, opiniones, etc., incluyen un objeto u objetos que se presentan o aparecen en el sujeto. Siempre hay en todos estos casos la referencia a un contenido, la dirección hacia un objeto. La Intencionalidad se refiere, por tanto, al carácter representacional de lo mental. Desde esta perspectiva, Intencionalidad no implica lo que el término sugeriría en el uso habitual del lenguaje, es decir, que haya un sujeto que hace algo con un propósito. Intencionalidad, en filosofía de la mente, se refiere a que existe representación.Más adelante lo diferenciaremos de motivación (1).

Brentano fue precisamente profesor de Freud y ejerció su influencia sobre él (Gay, 1988). Pero a lo largo del siglo XX la filosofía de la mente, y con ella la psicología, sufrieron grandes cambios de posición. Los intentos del Circulo de Viena por crear un lenguaje científico propio y universal, común a todas las ramas de la ciencia, tuvieron una influencia que aún perdura, y marcó la psicología. La pretensión de cientificidad tomando la física como modelo dio lugar al fisicalismo, que se manifestó en el conductismo de la primera época, por el cual todo estado subjetivo podía describirse haciendo referencia exclusivamente a las conductas manifiestas que les corresponden. Después, el fisicalismo continuó en la tesis de la identidad mente-cerebro, que propone que los estados mentales son idénticos a estados del cerebro. Ambas posiciones se inscriben en un materialismo reduccionista, ya que plantean que lo psíquico se puede reducir a lo físico.

Estas posiciones, al adoptar la perspectiva propia de la ciencia natural, cosifican al sujeto que estudia (Sanfélix, 2000), eliminando de la literatura científica el concepto de “persona”. Evidentemente, si se elimina nuestra concepción de la mente de la psicología popular, si se elimina la parte Intencional, fenomenológica, subjetiva, se elimina también la voluntad, la libertad y la responsabilidad ética sobre nuestros actos.

Frente a las posiciones extremas del materialismo se alzaron otras voces menos drásticas dentro de la filosofía de la mente. Una de ellas, que puede considerarse la base filosófica que subyace a la psicología cognitiva clásica, es el funcionalismo de Fodor (1975,1978,1987). Este autor habla de realismo Intencional: lo mental, lo Intencional, existe. El sentido común, que trata sobre las actitudes que los seres humanos tenemos, funciona en la inmensa mayoría de los casos. Las conductas están causadas por procesos mentales, que a su vez están causados por otros procesos mentales.

Ahora bien, éstos procesos mentales consistirían en cómputos de representaciones, entendiendo aquí la computación en el sentido de que algo es tomado en cuenta por su valor equivalente a otra cosa. El lenguaje interno preconizado por Fodor, llamado Teoría Representacional de la Mente (T.R.M.), sigue unas reglas que dependen exclusivamente de la forma de las representaciones. Esto quiere decir que en nuestra mente tenemos una serie de símbolos que están ordenados según sus cualidades formales o sintácticas, que hacen que sean computados de una forma o de otra. Por lo tanto según esta posición nuestra mente funciona como un ordenador cuando computa información; no hay ninguna diferencia básica entre ambos, excepto que nuestra máquina es más compleja.

La aportación de Searle

Frente a todos estos desarrollos filosóficos, surge la posición de Searle, que es totalmente cuestionadora de los planteamientos que acabamos de exponer. Searle se pregunta qué ha pasado en la filosofía de la mente para que dominen propuestas tan alejadas de lo que nos resulta tan evidente: que entre el funcionamiento de una máquina y el de la mente humana hay diferencias esenciales, porque nosotros tenemos creencias, deseos, todo tipo de estados intencionales, conciencia, subjetividad, y la máquina no tiene nada de eso, sólo computa (manipula) símbolos.

Searle (1983, 1984, 1989) se enfrentó a la posición de Turing según la cual en tanto las máquinas puedan computar cualquier algoritmo bien definido, sus respuestas no se diferenciarían de las humanas. Searle dejó claro que hay una diferencia entre manipular elementos sintácticos de un lenguaje y comprender el significado. La sintaxis nunca es suficiente para la semántica. Las mentes tienen contenidos semánticos, además de tener un nivel sintáctico, y para esto, el autor, ve la necesidad de considerar la conciencia.

La principal obra en la que Searle analiza la lógica de los estados mentales es en el libro Intencionalidad, de 1983, aunque matiza su teoría sobre la mente en El redescubrimiento de la mente, de 1992. Podríamos decir que una básica diferencia entre él y la corriente generalizada en la filosofía tiene que ver con su concepto de representación. El concepto de representación que maneja Fodor es estrictamente causal. Una concepción causal de la representación subyace por ejemplo a la idea de que una fotografía es una representación de lo fotografiado, ya que esto es lo que ha causado la imagen de la fotografía. En este concepto no entra la teleología, el para qué. Efectivamente, somos nosotros los que determinamos cuando una fotografía, un termómetro o cualquier otro objeto, que cambie correlativamente con el cambio de otra cosa (lo representado), nos servirá para representarnos lo que no está. Es el para quién de la función lo que hace que el concepto de representación trascienda a lo puramente mecanicista. Desde el concepto de representación de Fodor, cualquier máquina tiene capacidad de representar. Desde la descripción que hace Searle de la Intencionalidad, la representación sólo puede hacerla un psiquismo con conciencia. No puede ser explicada en términos exclusivamente de sistema de representaciones causales, sino que responde a lo que esas representaciones son para alguien.

Esto queda claro con una diferenciación que hace el autor entre Intencionalidad intrínseca e Intencionalidad derivada. La intencionalidad intrínseca conlleva capacidad de representación propia, la intencionalidad derivada es la que se usa en un sentido metafórico, cuando referimos a funciones que se realizan a través de objetos sin capacidad de representación, pero nos expresamos como si estos objetos tuvieran esa capacidad en sí. Esta diferenciación puede ser muy útil para el psicoanalista, ya que ayudan a tomar conciencia de ciertos errores producto de deslizamientos conceptuales surgidos por el lenguaje, como veremos más adelante.

Searle dice, por ejemplo, que si nosotros hablamos metafóricamente cuando decimos que el agua cae colina abajo “intentando” alcanzar el valle, esto es efectivamente una animización del agua. Del mismo modo, si decimos que un retrato representa a alguien, la Intencionalidad es derivada, porque somos los seres humanos los que representamos a través del retrato, igual que producimos significado a través de las oraciones, pero ni las oraciones significan ni los retratos representan si no es porque alguien los usa para ello.

Como hemos señalado, aunque el propio Searle no aclara de forma explícita su concepto de representación, podemos extraerlo de su caracterización de la Intencionalidad. El autor, usando su propias aportaciones anteriores dentro de la filosofía del lenguaje, sostiene que para que se dé Intencionalidad es necesario un modo psicológico y un contenido. Si yo tengo el deseo de que un amigo abandone la habitación, el contenido representativo es “que abandones la habitación”, mientras que el modo psicológico es en este caso un deseo, pero podría ser una creencia, un temor, una esperanza, o cualquier otro.

Para Searle hay dos clases prototípicas de Intencionalidad: los deseos y las creencias. Las creencias son consideradas Intencionalidad pues representan algo, pero se mueven en un terreno puramente cognitivo; los deseos implican ya lo emocional y lo motivacional. (Aquí entendemos lo motivacional como la disposición del organismo hacia realizar determinados actos y experimentar determinadas emociones, concepto distinto, como ya hemos visto, de la Intencionalidad, que sólo se refiere a dirección hacia algo en cuanto a representación). Pues bien, en el caso de los deseos, tengo que tener una cierta representación de mí mismo para saber qué consecuencias tiene el contenido proposicional para mi persona, en otras palabras, cómo nos afecta, si es deseable, temible, etc. En el caso de las creencias, igualmente, pues aunque utilicemos verbos de cognición como “creo que...”, “dudo que...”, “sé que...”, o “recuerdo que...”, “imagino que...”, todos estos verbos están implicando en el autor una relación entre un yo y el contenido de la representación. Muestran lo que esa representación es para mí.

Deducimos pues que el modo psicológico de Searle está implicando una dualidad representacional, por una parte una serie de contenidos representacionales de objetos del mundo (o no del mundo), y, por otra, una representación de mí mismo, y lo que esos contenidos son para mí. De modo que si nos atenemos al análisis de Searle, la Intencionalidad no puede ser explicada en términos exclusivamente de sistema de representaciones causales, sino que responde a lo que esas representaciones son para alguien. Esta visión de las cosas se opone al pensamiento de Fodor (1975), según el cual lo que diferencia las distintas clases de actitudes proposicionales, además del contenido de la proposición, es el grupo al que pertenezca –el “cajón” en que se encuentren- según sea una creencia, un deseo, un recuerdo, etc. y que esto a su vez depende únicamente de su configuración formal, de su sintaxis.

La Intencionalidad en el inconsciente

Hasta ahora hemos visto que Searle ha hecho la gran aportación de rescatar la conciencia, y con ello lo subjetivo, lo fenoménico, dentro de la filosofía. Esto es curioso porque durante generaciones ha existido la creencia de que lo que la psicología académica no aceptaba del psicoanálisis era la noción de inconsciente. Pues bien, si esto podía ocurrir en los primeros tiempos de Freud, el desarrollo posterior de la filosofía y la psicología aceptada como científica fue por otros derroteros, de modo que lo que dejó de considerarse objeto de estudio era la conciencia, que es lo realmente difícil de estudiar, por ser ontológicamente subjetiva. El concepto de inconsciente se ha ido aceptando en la psicología académica cada vez más, pero eso sí, un inconsciente muy diferente al inconsciente del psicoanálisis, ya que éste comparte hasta cierto punto características propias de la conciencia, al estar regido por la motivación y estar implicados por tanto aspectos emocionales. Por el contrario, el inconsciente de la psicología cognitiva es puramente mecánico, del que se han extirpado las pulsiones y emociones.

Por consiguiente, lo que queda por ver tras el análisis de Searle que hemos estado siguiendo es si esa noción de representación puede darse fuera de la conciencia o no. Y es aquí donde disentimos del autor.

Para Searle los estados mentales son intrínsecamente Intencionales (no de forma derivada o como-si), y en este sentido pueden ser inconscientes, pero para el autor la noción de estado mental inconsciente implica accesibilidad a la conciencia. Por lo tanto, su idea de estado Intencional inconsciente puede equipararse al preconsciente freudiano, que contiene todos los contenidos almacenados en nuestra memoria que pueden hacerse conscientes simplemente dirigiendo la atención hacia ellos. Para Searle, la ontología del inconsciente consta de rasgos objetivos del cerebro, neurofisiológicos, capaces de causar pensamientos conscientes, subjetivos. La postura de este autor ha tenido críticas de todos lados. Por un lado, los fenomenólogos le acusan de no ser coherente hasta el final y limitar la noción de lo mental a lo consciente (González-Castán, 1999). Pero por nuestra parte, la crítica va en un sentido diametralmente opuesto.

En primer lugar, una diferenciación de Searle hace referencia a que dentro del campo de la conciencia hay cosas que están en el centro de nuestra atención y otras que están en la periferia. De todo nuestro campo consciente sólo prestamos atención a un núcleo, todo lo demás –la posición de mis piernas, los muebles de la habitación, la luz que entre por la ventana...- forma parte de la experiencia consciente, pero es periférica.

Pues bien, teniendo estas diferenciaciones en cuenta, tenemos que decir que, por una parte, el asunto se convierte a veces en una cuestión aparentemente terminológica, ya que cuando nosotros decimos que alguien no toma conciencia, por ejemplo, de sus deseos agresivos hacia su hijo, Searle dice que esos deseos están en la conciencia pero no en el centro, sino en la periferia, y que el sujeto se resiste a enfocar en el centro de su conciencia esos deseos por desagradables.

Para seguir con la argumentación, es necesario que tengamos en cuenta algunas otras diferenciaciones que Searle hace cuando describe la Intencionalidad. Sostiene el autor que todo estado Intencional tiene lo que llama contorno de aspecto. Esto significa que cuando pensamos en alguien lo hacemos siempre desde una cierta perspectiva, tal como en la visión siempre adoptamos un cierto punto de vista. Toda forma de representación se hace bajo un aspecto. Por otra parte, esta es una característica que también resaltan otros autores (Perner, 1994).

Hay toda una gama de hechos que el autor admite, hechos que implican conflicto psíquico, como el ejemplo expuesto por el autor del adolescente que se rebela contra la autoridad de la escuela pero motivado inconscientemente por el odio hacia su padre. Searle se pregunta entonces ¿cuál se supone que es la ontología del inconsciente cuando es inconsciente? Y la respuesta que da es que debe haber en la neurofisiología una capacidad de producir un pensamiento consciente con el mismo contorno de aspecto. Siguiendo el ejemplo del adolescente, la visión de su padre como alguien a quien se odia, o sea, la representación del padre bajo ese contorno de aspecto, debe ser potencialmente consciente.

Sin embargo, nosotros sabemos, porque la neurociencia nos lo muestra hoy día, que por un lado hay procesos inconscientes que no son capaces de conciencia, porque los contenidos no están almacenados de forma que podamos recuperarlos, como es la memoria procedimental. Y además, por otro lado el psicoanálisis plantea otra clase de inconsciente que se debe a motivaciones defensivas, el inconsciente de contenidos declarativos (los que podrían llegar a ser declarados, expresados) que causan displacer.

Nos parece que para que surja una respuesta lógica a todo esto sería necesario replantear la concepción de Searle de “estado mental”. Un estado mental –o sea, Intencional, representacional- no debe ser visto como una unidad indivisible, sino como compuesta por múltiples elementos. Esto está avalado por la neurofisiología (Gazzaniga, 1985; Damasio, 1994) y también coincide con propuestas de la psicología genética (Stern, 1985, 1999). De esta manera podemos ver que el contorno de aspecto y la connotación o la cualidad del afecto que forma parte de lo que llamamos representación mental, puede escindirse de esta representación y desplazarse a otra. Y ésta es la explicación que dio Freud cuando dijo que la representación se separa del afecto y, aunque la representación es reprimida, el afecto, entre otros destinos, tiene el de unirse a otra representación. El adolescente ve al profesor como ve a su padre, (quizá como una figura autoritaria que quiere impedirle su autonomía, o con la cual rivaliza, o se siente culpable...) -éste es el contorno de aspecto con el que percibe o se representa al profesor, procedente de su visión de su padre. La figura del profesor le causa agresividad y siente deseos de rebelarse e imponerse frente a él como si estuviera ante su padre –es el significado afectivo o emocional.

El siguiente ejemplo clínico muestra la respuesta a la lámina 1 del Test de Apercepción Temática (TAT) de Murray de un chico de 12 años, que físicamente tiene un desarrollo precoz y que consulta por manifestar recientemente problemas de agresividad y rebeldía. La conocida lámina 1 del test presenta a un niño que mira fijamente un objeto, al parecer un violín, que tiene delante. La respuesta literal es la siguiente:

“Había un niño llamado Luis, alto, rubio y delgado. Un día encontró un objeto negro y grande de hierro en la calle. No sabía qué era y decidió llevárselo a casa para experimentarlo. Cuando todos estaban dormidos y la noche era cerrada, Luis sacó su gran instrumento y empezó a mirarlo. En la inscripción vio las letras, empezó a frotar las letras y del gran instrumento empezó a salir humo. Después Luis pasó a una gran dimensión...”

Este chico está describiendo la lámina pero parece que está describiendo literalmente su actividad autoerótica. En este caso podríamos decir que la aspectualidad o modo de ver las cosas consiste en la sexualización, y éste “contorno de aspecto sexual” es producido porque el chico está desplazando -proyectando- sus deseos y actividades sexuales a la imagen que ve, creando así una interpretación particular, propia. Podríamos decir que hay un elemento constituyente de la representación que forma el chico al ver la lámina, la connotación de significado sexual, que se introduce en su interpretación sin tomar conciencia de ello.

Searle (1992) se opone a Freud porque dice que es incoherente concebir un inconsciente que mantiene todas las cualidades de los hechos mentales –Intencionalidad, contorno de aspecto, subjetividad- excepto la conciencia. ¿Cómo sería posible para un estado neurofisiológico tener todo lo que tiene la conciencia? Califica de ingenua la visión freudiana de lo mental como inconsciente. A esto podríamos responder que su visión del paso de un estado inconsciente a uno consciente parece radical, como si no pudiera haber, no sólo distintos grados de conciencia, sino, como expusimos antes, que distintos aspectos del estado mental al que englobamos con la palabra “representación” tengan diferentes grados de conciencia. Es evidente que decir que alguien presenta un estado inconsciente es referirnos a algo que debemos inferir, incluso si se trata de uno mismo, yo no percibo directamente mi inconsciente, ya que entonces no lo sería. He de tener algún indicio que me haga suponer –a mí o a un observador externo- que tengo tal o cual estado inconsciente. Ese indicio es la parte del estado inconsciente que está funcionando, que no permanece como simple estado fisiológico con posibilidad de activarse sino que está activo, manifestándose desligado de partes de la representación inicial y unido a otras representaciones.

Una clasificación de los procesos mentales según la intencionalidad, la conciencia  y la motivación

Una vez expuestas nuestras diferencias, algunas aportaciones de Searle nos serán útiles para intentar esclarecer el campo de los fenómenos mentales con que trabajamos los psicoanalistas, terreno sobre el que reina cierta confusión, ya que hay fenómenos a los que con frecuencia se les atribuye un nivel psicológico que no les pertenece. Hemos elegido estas tres variables:

  • La “Intencionalidad” o representación, donde diferenciamos cuándo un proceso mental está guiado por una representación, o sea es propiamente cognitivo, o es un funcionamiento del psiquismo que no está representado en sí mismo. Recordamos de nuevo que esto es independiente de si el acto es intencionado o no, pues el término filosófico se refiere sólo a la dirección hacia algo en cuanto a que se representa ese algo, no en cuanto a deseo ni propósito.
  • La motivación. Aquí nos referimos a que un proceso mental esté puesto en marcha causado por una disposición a buscar activamente ciertos actos o representaciones y las emociones que conllevan, independientemente de que este proceso esté en sí mismo representado o no. Por tanto diferenciamos aquí si el proceso mental se da impulsado por una motivación determinada, o por el contrario es un funcionamiento automático del psiquismo determinado por la propia estructura de sus contenidos, pero sin motivación específica.
  • La conciencia, donde diferenciamos si un estado mental la conlleva o no.

Estos tres son elementos claves a la hora de concebir y describir los fenómenos mentales. En ellos se basa nuestra articulación de interpretaciones internas, que después pueden o no ser expresadas explícitamente al paciente, pero que en cualquier caso modelan la imagen que tenemos del él y de sus aconteceres psíquicos, y por tanto modelan también nuestra actitud hacia él y nuestras estrategias terapéuticas.

Avanzaremos desde los niveles psíquicos menos complejos a los que son más complejos.

1) Procesos no mentales –no Intencionales y no motivados (neurofisiológicos, psicosomáticos).

2) Procesos mentales inconscientes:

  a- No Intencionales y motivados (mecanismos de defensa, actos de relacionamiento). No son Intencionales porque no hay representación en el psiquismo de esos procesos en sí, son reacciones más que acciones; pero son motivados porque se producen impulsados por necesidades afectivas.

b- Intencionales y no motivados (algunas creencias matrices). Son Intencionales porque están representados, pero no son buscados por el sujeto ni hay deseo de tenerlos).

c- Intencionales motivados (deseos, fantasías).

  3) Procesos mentales conscientes:

a- Intencionales.

b- No Intencionales (estados afectivos surgidos primariamente por causas fisiológicas)


1) Procesos no mentales: no Intencionales y no motivados.

 En primer lugar, hay procesos exclusivamente neurofisiológicos, procesos en los que no puede hablarse de Intencionalidad, porque no hay representación. El mismo Searle (1983) pone un ejemplo de esto: los cambios neurológicos que se producen en el cerebro de Edipo al casarse con su madre. Efectivamente, esos cambios neurológicos pueden considerarse causa de los estados psicológicos, pero no son psicológicos en sí.

Otros procesos fisiológicos, como una úlcera de estómago debida a un alto y continuado nivel de ansiedad, tampoco pueden considerarse psicológicos en sí, es decir, los síntomas psicosomáticos no son procesos mentales, aunque sí causados por procesos mentales que han repercutido en el funcionamiento del cuerpo.

La capacidad simbólica emerge gracias al sistema nervioso central, y por tanto los síntomas conversivos descritos por Freud, en que había significado oculto, pueden explicarse por la conexión entre dos representaciones mentales, por un lado la representación de un deseo y por otro la representación de un órgano corporal cuyo funcionamiento dependa del sistema nervioso central y por tanto pueda inhibirse gracias a éste. La conexión de ambas representaciones a nivel inconsciente es lo que hace que el síntoma en el cuerpo pueda considerarse un símbolo de lo que no se expresa, lo que está reprimido. Ha habido un desplazamiento de elementos de una representación sobre elementos de los de otra. Es lo que ocurre a la paciente de Freud Elisabeth R. cuando no puede andar porque, entre otras conexiones asociativas, inconscientemente ha asociado y sustituido “no dar un paso” hacia la consecución de sus deseos hacia su cuñado con el significado literal de la frase.

Pero en el caso de los síntomas psicosomáticos, en que lo que está perjudicada es una función que depende del sistema nervioso autónomo, no puede existir este mecanismo, ya que la función de nuestros órganos no depende de las representaciones que de ellos podamos tener, ni conscientes ni inconscientes. Por lo que no es lógico pensar que hay significado o representación alguna en el síntoma, y esto mismo ha sostenido la escuela de París.

2a) Procesos mentales inconscientes, no Intencionales, motivados.

En la actualidad sabemos que existen procesos mentales que lo son en cuanto a que hay una cadena de contenidos mentales que se pone en marcha dando un resultado específico, pero esa cadena o proceso no está representada en sí misma. Es la diferencia entre el funcionar propio de la mente por un lado y la representación de ese funcionamiento por otro, que en el psicoanálisis se ha prestado a confusión.

Traemos un ejemplo de Bleichmar (1997) en el que el autor sostiene que hay que separar la función psíquica de la representación de esa función, cosa que muchas escuelas psicoanalíticas no han hecho. Muestra el caso siguiente:

Una paciente hospitalizada, afectada de un cuadro diagnosticado de parafrenia, se presenta una mañana con una cinta en la cabeza, cinta que rodea su frente y termina con un moño atrás, en la nuca. Se trataba de una paciente que presentaba esa característica que tanto enfatizaba la psiquiatría clásica acerca de la parafrenia: un delirio, en este caso místico, en el que creía tener poderes sobrenaturales, siendo ella una sacerdotisa en comunicación con Dios. En total contraste, y coexistiendo con este delirio de tipo megalómano, existe una marcada dependencia con respecto al personal del hospital y una adaptación perfecta, con sumisión, a la rutina del hospital. Es decir, una fuerte escisión.

Ahora bien, frente a este funcionar caracterizado por la escisión, un analista partidario de la escuela que afirma que el inconsciente capta en sus fantasías su propio funcionar hizo la interpretación de que la cinta estaba representando la separación entre la parte psicótica y la no psicótica de la personalidad. Por tanto, suponía que la paciente captaba esa escisión a nivel inconsciente y la simbolizaba a través de dividir su cabeza en dos parte separadas por la cinta. Fue más lejos, supuso que la paciente deseaba mantener separadas esas dos partes de su personalidad para preservar un cierto nivel de salud mental. (Bleichmar, 1997, pp. 300-301).

Bleichmar recuerda que el yo representación, consciente e inconsciente, es, como Lacan tuvo el mérito de resaltar, una creación imaginaria que tiene el mismo valor que cualquier otro mito. Y continúa con que no hay que confundir el yo representación con el yo función, poco atendido por la escuela lacaniana. O sea, una cosa es la función y otra la representación del producto del funcionar. Nosotros elaboramos modelos con los cuales nos representamos el funcionamiento del psiquismo, consciente e inconsciente. El error está en pensar que el sujeto que manifiesta ese funcionamiento tiene una representación de él.

La cuestión es, los mecanismos de defensa, en tanto funciones psíquicas, ¿son Intencionales?, y ¿son intencionados? La represión, el desplazamiento, defensas consistentes en impedir que una representación llegue a ser consciente, en tanto mecanismos, no son Intencionales, porque no están representados ni es la representación de ellos la que produce su funcionamiento, como aclara Bleichmar en el ejemplo. Ni tampoco son intencionados, porque la intención es un estado que conlleva Intencionalidad, ya que el sujeto ha de tener una representación del mecanismo completo y un deseo previo de ponerlo en funcionamiento, lo que no se da aquí. Pero sí podemos decir que son motivados –causados por la evitación del displacer. Expresan movimientos psíquicos no azarosos, ya que están causados por la evitación de emociones displacenteras, pero automáticos. Corresponden al tipo de memoria procedimental descrita por la psicología cognitiva.

Pero los mecanismos de defensa son sólo una muestra de proceso no cognitivo motivado, que en este caso corresponde al sistema motivacional de evitación del displacer. Otros sistemas motivacionales ponen en funcionamiento procesos no cognitivos que guían la conducta en una cierta dirección. Como se muestra en Stern (1985, 1995), Lichtenberg (1989), Stern y otros (1998), Davis (2001), hay acciones que guían la interacción cuidador-bebé en la época en que aún no está desarrollada las memorias declarativas, guiados por la motivación de apego, actos desencadenados en el relacionamiento intersubjetivo que continúan toda la vida (Bollas, 1987), después del desarrollo de la capacidad simbólica.

En esta línea de investigar la motivación que nos mueve cuando estamos en relación con el otro significativo, vamos a analizar a continuación fenómenos que también están confusos en la terminología psicoanalítica, que tienen que ver con no diferenciar suficientemente entre por un lado una reacción que está motivada en la intersubjetividad y, por otro lado, la verdadera intención comunicativa.

En primer lugar es necesario aclarar la diferencia entre la necesidad, el deseo, o la plena intención consciente. Como hemos venido exponiendo, la intención es uno entre los diversos estados Intencionales, ya que es un estado mental que implica representación, la representación de la meta y del acto a realizar para conseguirla. Lichtenberg (1989) aclara que cada sistema motivacional consiste en un grupo de necesidades y deseos que comparten atributos funcionales, pero están ordenados jerárquicamente a lo largo de una particular línea de desarrollo. Lo que en el neonato empiezan siendo reflejos innatos se convierten más tarde en conductas aprendidas y retenidas con modalidades procedimentales, lo que Piaget llamó esquemas sensoperceptivos (en su caso limitándolos a la relación del bebé con los objetos), Lichtenberg llama “modelos de acción perceptual afectivos” (1989), y Stern “representación de interacción generalizada (RIG)” (1985). En este nivel todavía no existe capacidad simbólica, es una tendencia o disposición a reaccionar de una determinada forma ante una determinada configuración de estímulos. En el nivel siguiente estaría el deseo, que conlleva un más alto nivel psicológico porque implica, como señala Searle, representación del objeto o estado que se desea. Y por otro lado está la intención, que para Searle se refiere a un estado Intencional, porque implica además del deseo de hacer algo y la creencia en la posibilidad de conseguirlo, una representación de la relación causal entre mi deseo de hacer algo y mi creencia de que puedo, con el acto que realizo. Searle, además, propone un paso más: la intención previa, que implica todas las características anteriores y además, la representación de la acción completa, para lo que evidentemente sería necesaria la conciencia.

Sin detenernos aquí en analizar estas tesis de Searle, sin embargo sí es importante llamar la atención sobre el hecho de que en psicoanálisis se ha confundido terminológica y conceptualmente la existencia de motivación en un acto en relación con el otro, con la verdadera intención comunicativa (aquí, intención con minúscula se refiere al uso habitual de término, diferente de “Intencionalidad” en la fenomenología y en Searle). Se puede expresar o transmitir sin intención; sin embargo hay en la literatura psicoanalítica muchos ejemplos de confusión al respecto. Nos detendremos en este punto.

Dejours (1997) analiza a una paciente que presenta múltiples síntomas psicosomáticos, como asma, y esterilidad sin base orgánica conocida. El autor dice estar de acuerdo en que estos síntomas no son simbólicos, en tanto son psicosomáticos, es decir, no tienen un significado previo subyacente. Sin embargo dice:

La intención del síntoma aparece en un contexto actual particular: en ese caso, la razón decisiva del síntoma es su destino intersubjetivo, es decir, la dinámica de la relación con el otro...

El conflicto va dirigido al otro. Durante el análisis, cuando aparece un síntoma, se puede decir que va dirigido al otro. El término de intención de refiere a ese vector....

El sentido del síntoma no se esconde porque no existe aún. El síntoma como tal no tiene sentido. Desde este punto de vista, los colegas de la Escuela Psicosomática de París tienen razón. El síntoma es portador únicamente de una intención. El sentido del síntoma es contingente. Depende del encuentro de dos voluntades, la del paciente y la del otro o del analista...

El síntoma funciona como invitación o convocatoria al trabajo de interpretación. (Dejours, loc. cit., p. 14)

Si hemos entendido bien, está diciendo que existe en la paciente una intención de comunicar, de hacer saber algo al otro. Hemos visto que no existe intención previa inconsciente. Y por otra parte no creemos que el autor se refiera a una intención consciente.

Por un lado, es evidente que cuando un paciente se pone en situación de ser analizado, una parte de él está queriendo que se le interprete, o sea está pidiendo que desde fuera se dé a sus síntomas, producciones verbales, etc. un significado que él mismo no conoce. Pero ésta es sólo una parte de él, la parte más consciente y racional, yoica. Todos los analistas sabemos, además, que un paciente puede estar en análisis y a pesar de ello ser resistente a todo lo que se le dice, negarse a aceptar cualquier ayuda, etc.

Así que independientemente de esa parte racional, todo lo que surge espontáneamente en el análisis y que nosotros podemos interpretar ¿hasta qué punto se puede decir que va dirigido a nosotros? Una cosa es que esté motivado por nuestra presencia y otra bien distinta que esté dirigido a nosotros.

Lichtenberg (1989), autor que está influenciado por el enfoque intersubjetivo en psicoanálisis, sostiene que para que una conducta se active es necesario un objeto, alguien que realice la transformación. Pero esto está dentro de lo motivacional, no tenemos que confundirlo con la intención comunicativa. Es algo que se mueve en un orden psicológico más primario.

Hay situaciones en que es difícil trazar una línea clara de demarcación entre motivación o intención. Un paciente puede estar motivado por ejemplo por el fin de quedar bien con nosotros, de seducirnos, de que le valoremos, y puede así presentar un discurso en el que habla de sus méritos en el trabajo, o puede, más indirectamente, hablar de lo malo que es con sus hijos y a la vez tenemos la sensación de que quiere hacernos ver que se preocupa por ellos, que es muy autoexigente consigo mismo... Diríamos entonces que en su discurso, que puede expresar una preocupación real, sincera, sobre sus función como padre, se ha colado una motivación distinta, la de quedar bien ante nuestros ojos. Pero ¿podemos decir que ha habido intención? Demos otro ejemplo que nos permita avanzar.

La paciente es una mujer que presenta un cuadro de ansiedad, en relación a la idea obsesiva de que su hijo pueda enfermar. Este hijo estuvo muy grave poco después de nacer, si bien después se reestableció por completo, y ahora el menor indicio corporal en el hijo, una pequeña mancha en la piel, o tos, la hace entrar en pánico. A lo largo de una sesión la paciente muestra de forma más o menos directa su deseo de poder tener una “garantía” de que el hijo estará bien, pero esa garantía no se la puede dar nadie, ni los médicos, ni tampoco puede obtenerla del análisis, porque no existen ese tipo de certezas. Cuando acaba la sesión comete un error y paga mucho más de lo debido, de lo que me doy cuenta cuando ya ha salido. Mi interpretación de esto es que ella desea obtener más del tratamiento, desea que yo le dé lo imposible. Ahora bien ¿puede decirse que existe intención comunicativa en ella, o más bien es un lapsus motivado producido sin ninguna participación de la conciencia?

Evidentemente no hay una respuesta fácil ni unívoca en este asunto porque hay diversos grados de conciencia. En un extremo estaría la situación en que el paciente simplemente no quiere atender a algo que sí se ha colado en su conciencia, y que si se lo interpretamos y es esforzadamente sincero puede aceptarlo, en otro extremo estaría el rechazo más absoluto de nuestra interpretación, sin por eso estar mintiendo –ni nosotros estar equivocados. Lo que sí debe quedar claro es que no siempre el paciente tiene la intención de comunicarnos algo, aunque exista en él la motivación a hablar de lo que habla a raíz de que está ante nosotros. Y en el caso del ejemplo de Dejours, que se refiere a un síntoma psicosomático, podemos pensar que nuestra presencia, o nuestra imagen ante él, influye o condiciona el síntoma psicosomático indirectamente, a través de las emociones que aquella le despierta. Pero eso es diferente de sostener que hay intención comunicativa, ya que sería imposible porque la paciente no controla el funcionamiento de sus órganos.

Un tema relacionado con esto es la cuestión de los mecanismos de defensa aloplásticos, (Freud, 1924b) en los que se actúa sobre el medio para modificarlo y así evitar que aparezca la angustia, de modo que sea el medio el que se adapte a la patología. Dentro de estos mecanismos uno prototípico es la identificación proyectiva, descrita por M. Klein. Aunque este mecanismo fue concebido en principio para referirse a una etapa evolutiva temprana, a la relación del bebé con su madre, luego se ha establecido como mecanismo de defensa universal (Bleichmar, 1986b). A diferencia de la proyección descrita por Freud, en la que el sujeto representa algo que procede de sí mismo como si fuera externo a él, propio del otro, en la identificación proyectiva, el sujeto necesita transformar el estado de ánimo del otro, transmitirle sus propios sentimientos, para así librarse él mismo de ellos y adoptar otra posición. El sujeto se desprende de una parte de sí mismo, de ciertos impulsos, deseos, angustias, y los ubica en la representación del otro. Si alguien está asustado y asusta al otro puede dejar de sentirse así y además deja de verme a sí mismo como una persona asustada. O bien si tiene envidia puede librarse de ella haciendo sentir envidia a los demás.

En este fenómeno debemos distinguir tres fenómenos

  • La inoculación, en la que el sujeto no se desprende de algo, sino que se trata de hacer sentir al otro un estado que se admite como propio, como hace al maníaco, o como hace el depresivo. El sujeto necesita “contagiar” al otro. Más que un mecanismo de defensa, que se ubica dentro del sistema motivacional de evitación del displacer, podemos ubicarlo como una actuación dentro del sistema motivacional de apego, específicamente como búsqueda de intersubjetividad. Se trata de utilizar el estado afectivo como una forma de contactar, de que el otro sepa lo que está pasando, como el niño que se acerca a la madre excitado buscando sintonía emocional. Aquí el sujeto no está tratando de defenderse, de desprenderse de algo, sino de comunicarse o de compartir.
  • La identificación proyectiva, en la que el sujeto se desprende de algo. Es frecuente en las discusiones de casos entre psicoanalistas ver que todo lo que uno siente es considerado como fruto de que el paciente se lo está haciendo sentir a uno. Si un analista lleva un material que no entiende, se concluye que el paciente ha proyectado su confusión en el analista y el analista en el grupo o el supervisor: para no sentirse confundido necesitaba confundir al otro. La distinción entre, por una parte la inoculación, y por otra la identificación proyectiva para desprenderse de algo, es importante en la clínica. Un ejemplo aclarador, una madre puede sentirse incapaz después de que la comida le salió mal y tender a descalificar a su hijo: “eres tonto” (identificación proyectiva). Y por otra parte una madre puede ser ansiosa y asustadiza, y ponerse nerviosa en la soledad y ante los extraños y trasmitirle estos sentimientos a su hijo, que llega a ver situación de peligro en cada situación en que no está con un familiar (inoculación).
  • Por otra parte están las consecuencias sobre nuestro psiquismo de lo que la otra persona hace, sin ninguna motivación hacia nosotros. Puede sentarme mal el éxito de otra persona, porque me confronta con mi fracaso, pero no por esto hay que atribuir al otro, ni a su comunicación o relato de su triunfo, motivación de provocarnos envidia.

 En todos estos casos ¿de qué estamos hablando? En el caso primero y segundo hablamos de distintas motivaciones comunicativas –no intenciones, porque no hay representación del acto completo. Se trata de motivación inconsciente. No hay, en principio, intención previa, con representación, como dice Searle, de todo el proceso, meta a conseguir y medios para conseguirlo. Aunque por supuesto que todo esto se puede hacer con intención previa también, (con representación del objetivo y propósito de alcanzarlo) pero lo que queremos decir es que no es necesario que exista, puede ser un movimiento automático del psiquismo para evitar el displacer. En cuanto al tercer caso, no hay ni intención ni motivación, y seríamos nosotros los que proyectaríamos si pensásemos que la hay.

Para ordenar estos fenómenos puede ayudarnos la teoría de los actos de habla (Austin, 1962, Searle, 1969). Esta teoría distingue en cada locución tres niveles, el acto locutivo o información transmitida por las palabras, el ilocutivo –pedir, ordenar, preguntar- y el acto perlocutivo, que es el efecto que se produce en el otro por el sólo hecho de realizar el acto ilocutivo –persuadir, avergonzar, convencer... La perlocución se produce por el efecto que nuestras palabras tienen sobre los estados internos de alguien.

Como Bates ha señalado (1976, citada por Belinchón, Riviére e Igoa, 1992, p. 222), el plano perlocutivo surge en el desarrollo antes de la comunicación Intencional, porque no es necesario que los signos sean intencionados –ni motivados- para que afecten a un potencial intérprete. Esto se da cuando un bebé afecta a su madre con su llanto, sin que haya habido intención ninguna en el bebé de afectarla, lo que poco después se convierte en un acto motivado cuando el niño capta inconscientemente la relación entre su llanto y la llegada de la madre, pero aun no puede decirse que haya intención. Después surge el acto ilocutivo, por el cual el niño puede comunicar ya con intención, aunque no necesariamente con lenguaje, como se da en la comunicación gestual, cuando el niño levanta los brazos y hace gestos de auparse para que la madre lo vea y sepa de su intención de que lo coja. La fase locutiva es la que aparece evidentemente con el lenguaje.

Según hemos visto, la perlocución abarca cada una de las tres formas en que hemos dicho que se produce efectos en el otro. La identificación proyectiva, así como la inoculación de estados de ánimo, puede considerarse como un acto perlocutivo motivado, pero no intencionado –en el sentido de intención previa.

2b) Procesos mentales inconscientes, Intencionales, no motivados.

Volveremos aquí a citar a Bleichmar (1986a), en un trabajo anterior. El autor hace un análisis de lo que Freud introdujo en su artículo de 1920 “Más allá del principio del placer”, la compulsión a la repetición, así como un recorrido para ver cómo ha sido reelaborado esto por el psicoanálisis posterior. Como sabemos, la compulsión a la repetición consiste en la tendencia a repetir representaciones displacenteras, o al menos una tendencia general a repetir representaciones que está más allá de que éstas sean placenteras o no. Freud observa este fenómeno en los sueños traumáticos, en los que el sujeto repite una y otra vez la situación angustiosa; en el juego de los niños; y en la neurosis de destino, en que el sujeto acaba viviendo situaciones dolorosas que él mismo, sin saberlo, inconscientemente, provoca.

El mérito de Freud fue no dejar escapar este hecho que sin embargo ponía en cuestión las mismas bases de la teoría psicoanalítica en ese momento: todo acto psíquico está determinado, motivado desde el inconsciente por la tendencia general del ser humano a evitar el displacer y buscar el placer. Pero Bleichmar (1986a) plantea que la propuesta que hizo para explicar los hechos que contradecían tales bases no es satisfactoria.

Por una parte, apelar a la pulsión de muerte, una tendencia biológica, nos deja con las manos atadas, es como plantear una explicación final contra la cual no podemos hacer nada, porque está más allá de nuestro campo que es lo psíquico. La pulsión de muerte se convierte en una coletilla de la que se hecha mano cuando se llega a un punto inabordable a la interpretación, cuando ésta se muestra impotente para producir cambio en el paciente. Pero la cuestión es salir del estancamiento y plantearse qué cambios dentro del modelo pueden hacernos avanzar hacia una mejor comprensión de lo que produce la repetición de hechos displacenteros, y hacia una mejor manera de abordarlos en la clínica.

La tendencia funcionalista que domina el modelo psicoanalítico, ya presente en Freud se acentuó posteriormente, una tendencia que explicaba todo movimiento psíquico como búsqueda de placer o huida del displacer. La obra de M. Klein resaltó la pulsión de muerte como origen de todas las tendencias agresivas del sujeto. Pero al identificar pulsión de muerte y agresión se reintroducen ambas en el principio del placer. El sujeto, tanto si obra dominado por la libido o por la agresividad, obra dominado por el principio del placer, aunque sean tendencias contrarias y se produzca conflicto, se tratará siempre de placer por la satisfacción de una tendencia.

Bleichmar da una explicación que supone un giro hacia lo cognitivo dentro del psicoanálisis, al proponer que una parte de nuestros movimientos psíquicos no está causada por motivación alguna –no busca algo en particular-, sino que surge por el propio funcionamiento de las representaciones. Es una explicación que permanece dentro de lo formal y se aleja de lo funcional o motivado, que es el terreno más propio del psicoanálisis, pero terreno en el que se han producido abusos. El autor propone un modelo generativo transformacional del inconsciente, que se basa en la teoría de Chomsky, sin dejar de tener en cuenta que para muchos otros procesos inconscientes sí interviene la motivación. Lo que cuestiona es aplicar a la motivación, de manera omnipresente como explicación a procesos que escapan a la misma.

Ante las múltiples manifestaciones humanas que podríamos interpretar como compulsión a la repetición, en el sentido de que hay búsqueda de representaciones displacenteras: obsesiones, fobias múltiples, depresiones, postraumas, hipocondría, celotipia, etc. habría que distinguir:

  • Una parte que está motivada por el principio del placer -que Freud (1926) analizó cuando creó el concepto de angustia-señal-, se trata de mantener bajo control lo que se teme que pueda ocurrir mediante la actitud vigilante, evitando el displacer de lo que acontece por sorpresa y nos desborda; pero el principio de placer es a su vez desbordado, porque se acaba provocando lo que se teme. O sea, el fin es evitar el displacer, aunque en el camino se genere lo displacentero.
  • Otra parte, en la que el sujeto produce representaciones angustiantes, porque cree en la realidad de sus representaciones displacenteras, que su pensamiento le presenta como una conclusión, pero no porque esté motivado hacia ello. A esto llega por dos caminos: 1) por el desplazamiento de significado de una representación a otra debido a la analogía de los significantes; y 2) por lo que genera la creencia matriz, regla general bajo la cual se codificó una situación pasada, infantil, y que hace codificar igualmente otra actual. Las creencias matrices son creencias generales, abstractas, que son autogenerativas, porque dan significado a nuevas creencias que pasan a categorizar a las que siguen. En este caso, el automatismo del inconsciente no es impulsado ni por la defensa contra el displacer ni por la búsqueda del placer. Como ejemplo, un discurso narcisista “mi cuerpo no vale, es débil” –recibido como inoculación estructurante desde el comienzo de la vida- puede conectar con otro discurso –“hay una epidemia... murió alguna gente-, concluyéndose entonces que “estoy en riesgo de muerte”. No ha habido motivación –búsqueda de placer, por ej. Simplemente el psiquismo es guiado ciegamente por un encadenamiento discurso.

Aquí el autor ofrece innovaciones importantes. En primer lugar, saca al psicoanálisis del reduccionismo en que se encontraba apresado fruto de la tendencia a explicar absolutamente todo lo psíquico de manera funcional, modelo que Freud aportó y que es extraordinariamente productivo, pero que no puede usarse sin límites. De este modo, acerca el modelo psicoanalítico al cognitivo, planteando que el estudio formal del inconsciente tiene en sí mismo las claves para explicar una parcela de la realidad psíquica.

2c) Procesos mentales inconscientes, Intencionales, motivados

Aquí entrarían los deseos y fantasías inconscientes, representaciones que pueden ser elementales, o implicar mayor nivel de abstracción. Es el inconsciente dinámico freudiano, con toda su complejidad.

Hemos visto la dificultad de conceptualizar el nivel de Intencionalidad que puede atribuirse a estos procesos mentales. Por una parte, si los consideramos como representaciones en un sentido meramente causal, lo despojamos del carácter relacional que tiene el concepto de Intencionalidad, y nos quedamos con procesos automáticos como los que podría tener cualquier máquina. Por otra parte, si le atribuimos una Intencionalidad en el pleno sentido de la palabra, tal como la describe Searle (1983, 1992), con modo psicológico, con un sentido de “representación para alguien”, pero a su vez sin conciencia, entramos en una contradicción, porque un estado inconsciente se encuentra entonces teniendo subjetividad y aspectualidad, algo que parece ser privativo de la conciencia.

El problema de si considerar a lo inconsciente como psíquico o como puramente biológico es una manifestación más del problema filosófico mente-cuerpo, de cómo de lo extensional o material surge lo Intencional o mental, y en este problema lo inconsciente parece pertenecer a una zona intermedia, difícil de conceptualizar con claridad. La única salida es concebir la Intencionalidad no como un asunto de todo o nada, sino que aspectos de un fenómeno complejo al que llamamos estado mental –deseo- quedan fuera de la conciencia mientras que otros se hacen conscientes. El contenido de un estado Intencional está compuesto de múltiples representaciones parciales que normalmente actúan sincronizadamente, pero que pueden desarticularse, representaciones que comprenden por una parte reacciones procedimentales pero también representaciones en pleno sentido de la palabra. Partes de ese contenido representacional quedan inconscientes, pero otras se hacen conscientes y adquieren subjetividad, como puede ser la emoción y la aspectualidad. En el ejemplo de Searle (1992), el adolescente que se enfrenta al profesor por desplazar hacia él deseos agresivos que siente hacia su padre, la aspectualidad de la representación del padre –amenazante, rival- sería transferida al profesor, motivado por mantener la relación con el padre libre de conflicto.

Hemos visto también que el núcleo del problema está en que la Intencionalidad, entendida humanamente, subjetivamente, es necesario verla no como mera concatenación causal, sino como lo que representa algo para alguien. El “para alguien” aquí tendría el sentido de que, si partes del yo son inconscientes, pueden activarse otras representaciones inconscientes que entren en contacto con esas partes, dando lugar a estados emocionales que sí se harán conscientes, que originariamente estaban unidos a otros elementos representacionales que no pasan a la conciencia.

Ahora se puede volver a ver cómo solucionó Freud este tema. Al ver la necesidad de introducir en el superyó y el yo procesos inconscientes, lo inconsciente se volvió plenamente relacional. Se supone que fuera de nuestra conciencia se “evalúa” de alguna manera lo que los contenidos del ello significan para el superyó y para el yo. Esto sigue el modelo de lo que algo es para alguien. Sin embargo, esta evaluación no puede ser comparable a la que se hace a nivel consciente. Y Freud (1924) lo ve cuando llega a la conclusión de que no es coherente pensar en un sentimiento inconsciente de culpa, con todo lo que eso conlleva de sentimiento de malestar subjetivo, de remordimientos. La solución que da es extraer una parte de todo ese procesamiento: la búsqueda de castigo; esto sería lo inconsciente. Se reduce entonces a un movimiento motivado simple: tendencia al sufrimiento.

Por otra parte, la existencia de conexión, en lo inconsciente, de representaciones de diversa índole con representaciones del yo, no es sino una muestra más de que en el mismo inconsciente se produce conflicto (Bleichmar, 1997), porque hay en éste contradicción, fruto de diversas motivaciones que entran en oposición: motivaciones de índole narcisistas, por un lado, para las que es necesario contar con representaciones del yo, y motivaciones de otra clase –ej. de apego, de autoconservación, sexuales, etc.- por otro.

3a) Procesos mentales, conscientes e Intencionales.

Con la introducción de la conciencia, ya la Intencionalidad está clara. La representación adquiere todas las características del signo de Peirce “lo que representa a algo para alguien”, “algo que a los ojos de alguien se pone en lugar de alguna otra cosa, bajo algún aspecto o por alguna capacidad suya” (Eco, 1976, p. 27). La motivación y el deseo pueden convertirse en intención en su más pleno sentido, con representación de la acción completa.

3b) Procesos mentales conscientes no Intencionales.

Incluimos aquí estados emocionales causados directamente por alteraciones fisiológicas –variación en las catecolaminas en los trastornos bipolares, tumor cerebral, medicación, hipertiroidismo, demencia... Evidentemente en estos casos, por su incesante dinámica, también la mente encontrará representaciones preexistentes en el sujeto para asociarlas con el nuevo estado afectivo. Pero, si estos estados son causados primariamente por cambios puramente neurofisiológicos, aplicando aquí la lógica de Searle (1983), aunque el sujeto crea que está triste - racionalización-, su tristeza estará debida a causas fisiológicas, por tanto no puede decirse que la emoción sentida sea un estado Intencional.

Conclusiones

¿A qué nos lleva este esfuerzo de discriminación de los estados y procesos mentales? Podría parecer a primera vista que es un simple ejercicio lógico que no tiene demasiadas repercusiones clínicas. Sin embargo, como señalamos al comienzo, el modo en que uno concibe o se representa lo que está ocurriendo en la mente del paciente tiene una relación directa con nuestra actitud hacia él y con nuestro planteamiento terapéutico.

También podría objetarse la utilidad de un análisis teórico tan minucioso sosteniendo que una cosa es lo que el terapeuta piense del paciente y otra lo que le diga explícitamente, lo que le interprete o le señale. Para responder a esto acudimos a la distinción que hizo Spence (1984) según la cual existen dos tipos de interpretaciones. Por un lado están las interpretaciones formales –lo que decimos explícitamente al paciente. Por otro están las interpretaciones involuntarias, que se basan en nuestra idea de lo que ocurre en la mente del paciente, nuestras representaciones de su psiquismo, que no son conscientes la mayor parte de las veces, pero que influyen en nuestra forma de escuchar. Así como el paciente nos interpreta internamente en la transferencia, al asimilar características nuestras dentro de los esquemas cognitivo-afectivos que están activos en cada momento en su psiquismo, del mismo modo nosotros hacemos interpretaciones involuntarias del paciente y asimilamos el material que nos trae dentro de nuestros esquemas, y gran parte de esos esquemas nuestros son esquemas teóricos, convenciones desde las que escuchamos. Spence sostiene que estas interpretaciones internas sobre el paciente son más peligrosas que las interpretaciones formales, porque contrariamente a éstas no se presentan con carácter hipotético, sino que al ser inconscientes casi siempre se tiene de ellas una convicción extrema.

De todo esto se deduce la importancia de que revisemos incesantemente los esquemas que usamos para interpretar el psiquismo del paciente, de cara a evitar actitudes iatrogénicas por nuestra parte. Por ejemplo, el peligro de atribuir al paciente una intención sobre las emociones que nos provoca está en devolverle una interpretación que le culpabiliza. Nosotros trabajamos con nuestra propia transferencia, estamos atentos a lo que el paciente nos hace sentir, pero no es lo mismo lo que el paciente nos produzca sin motivación alguna por su parte, o con motivación pero sin intención, o con intención. Y esta diferencia, si la captamos, quedará reflejada en qué interpretación le devolvamos. Además, atribuir a reacciones psíquicas del paciente no guiadas por procesos cognitivos, reacciones automáticas, un nivel simbólico, nos aleja de la comprensión de su estado mental, y le hará sentir a él incomprendido, al atribuírsele mayor control sobre sus procesos psíquicos del que realmente tiene. Una interpretación así puede también incidir en previas tendencias confusionales del paciente, en su dificultad para distinguir sus propias emociones y deseos.

Por otro lado, la precisión en la descripción de los fenómenos mentales tiene un valor puramente epistemológico. Como cualquier otra ciencia o campo del saber, la conciencia de que no manejamos métodos experimentales, sino más bien interpretativos o hermenéuticos, no debe nunca ser motivo de excusa para abandonar el esfuerzo por perseguir la rigurosidad. Evidentemente está por otro lado el riesgo de caer en el esquematismo, en la rigidez de la teoría que aparentemente clarifica, pero también simplifica lo complejo encontrando un cajón donde ubicar cada elemento. Pero la práctica clínica, si se parte de una previa actitud adogmática (Strenger, 1991), es ya un buen ejercicio que continuamente nos obliga a mantener una posición de humildad, poniendo a prueba y cuestionando nuestros esquemas teóricos.

Notas

(1) Siguiendo el uso del propio Searle, pondremos siempre con mayúscula el término “Intencionalidad”, para diferenciarlo del sentido que adquiere en el lenguaje cotidiano, la “intención”, que conlleva el deseo de realizar un acto con representación de la meta a conseguir. Diremos por tanto que un estado mental o un acto es “Intencional” si conlleva representación, y que es “intencionado” si conlleva el deseo de un objetivo y el propósito de conseguirlo.

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 (*) Este artículo es una versión modificada de la parte 2ª de la Tesis Doctoral “Los procesos mentales psicoanalíticos a la luz de la psicología actual”, actualmente en proceso de edición digital por la Universidad Pontificia Comillas (Madrid).

 

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