aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 015 2003 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

Masculino/femenino/neutro. Vicisitudes ed la identidad sexual y de género en la adolescencia

Autor: López Mondéjar, Lola

Palabras clave

adolescencia, Bisexualidad, sexo-género, Enfrentamiento entre los sexos, género, Homosexualidad, Identidad sexual, Relaciones sexuales a temprana edad, Rol de genero, sexualidad.


 

Introducción

El adolescente moderno hay que “leerlo como una producción social” (Douville, 2000), manifiestan las dimensiones reprimidas de la historia infantil, familiar y social, lo todavía no inscrito.

Por otro lado, el discurso sobre el género y sobre la sexualidad, como demostró Foucault, es uno de los mecanismos sociales de poder más contundentes, y pasa a implantarse en los cuerpos, para manifestarse después en diferentes modos de conducta.

Adolescencia y juventud son conceptos construidos socialmente que se definen por su contenido cultural, de manera que la edad deja de ser un elemento definidor (Nieto, 1993). En la actualidad, con el aumento de la esperanza de vida, los cambios en el mundo laboral y la permanencia en el hogar familiar (con la consecuente postergación de la maternidad/paternidad), hay quien alarga el concepto de adolescencia, tomado también como sinónimo de juventud, hasta los 35 años.

Para los padres, los adolescentes constituyen una hipérbole, una desagradable caricatura de su fracaso educativo, que les llena de responsabilidad y culpa, cuando no tratan de evitar estas con la negación y el abandono de sus funciones parentales. Estas dimensiones reprimidas, se entrecruzan en una resultante singular que hace a cada adolescente único. La clínica se ocupa de ver qué se esconde bajo el rótulo adolescente que ellos, los adolescentes y los padres, utilizan como un pivote identificatorio que da coherencia a la labilidad de identificaciones que caracteriza esta etapa para ambos, dotándoles de una identidad de grupo que les garantiza su inscripción en el conjunto social. “Son cosas de adolescentes”, solemos decirnos para apaciguar nuestra angustia.

Como tal producción social, el adolescente se construye en base a las expectativas que le ofrece la sociedad postmoderna, por mediación de la familia y sus otros significativos, de manera que no es igual el adolescente actual que el de hace unas décadas. Paul Verhaeghe constata cómo en los últimos cien años, todas las funciones que conformaban el corazón de la familia han sido desplazadas hacia el exterior de esta: educación, cuidado de ancianos, autoridad (Verhaeghe, 2001). Lo social afecta a todos los órdenes de su construcción subjetiva, entre ellos el que aquí nos interesa: la sexualidad.

Los cambios en la conducta sexual y en el imaginario social sobre la misma han sido sustanciosos en los últimos tiempos: tomemos como ejemplo la aceptación mayoritaria de prácticas de relaciones sexuales prematrimoniales completas, con mayoría entre las mujeres solteras de entre 18 a 29 años, que eran tabú apenas hace una treintena de años.

Y, sin embargo, también hemos de tener en cuenta la convivencia en nuestra sociedad de grupos humanos distintos desde el punto de vista religioso, cultural, económico cuyos valores afectivos sexuales son diferentes. Cada adolescente procede de un diferente tipo de familia (1), - convencional, progresista, mixta- de los que configuran la compleja red de relaciones sociales actuales.

Una objeción a tener en cuenta al hablar de la sexualidad en la adolescencia es, según Nieto, la escasez de estudios sobre la homosexualidad, lo que reduce la amplitud de las investigaciones sociológicas y antropológicas sobre la sexualidad, en general, y nos habla del prejuicio todavía existente que conduce a identificar sexualidad exclusivamente con las prácticas heterosexuales. Si la homosexualidad masculina ha sido poco estudiada por la sociología, la femenina lo ha sido menos.

Como asegura Fernández- Armesto (Fernández-Armesto, 2002), las civilizaciones siempre están cambiando, pero de forma diferente y, a partir de la segunda guerra mundial, el ritmo de las transformaciones sufridas no conoce parangón en la historia En estos cambios no podemos encontrar ningún modelo de progreso, ningún proyecto final. Las sociedades se transforman y nosotros no podemos más que intentar explicar y contextualizar nuestra clínica de acuerdo a sus modificaciones. Este trabajo pretende una modesta reflexión al respecto.

Veamos sucintamente, en los aspectos que nos interrogan de un modo particular: familia, sexualidad y trabajo, qué cambios han sido estos.

Para Ulrik Beck (2001, p. 20) la individualización es el proceso que caracteriza nuestra sociedad contemporánea. Esta individualización se opone a los modelos convencionales y significa que los seres humanos “son liberados de los roles de género internalizados tal y como estaban previstos en el proyecto de construcción de la sociedad industrial para la familia nuclear y, al mismo tiempo, se ven obligados (y esto lo presupone y agudiza) a construirse, bajo pena de perjuicios materiales, una existencia propia a través del mercado laboral, de la formación y de las movilidad y, si fuera necesario, en detrimento, de las relaciones familiares, amorosas y vecinales”. Se han disuelto muchos referentes que daban al individuo una visión del mundo, un contexto productor de sentido, un arraigo de la propia existencia dentro de un cosmos más global. Factores todos ellos que contribuyen a la protección, fortaleza y estabilidad de una identidad interior que se ve ampliamente devastada por la pérdida de esos vínculos afectivos y esas certezas ideológicas perdidas.

Enrique Gil Calvo (2001) subraya el cambio como una característica central en las sociedades postmodernas. Cambio laboral, familiar, ideológico, tecnológico, que modifica las identidades, cambiantes, llevándonos a la formulación de un yo múltiple (formado por yoes frágiles e inconstantes) cuya cualidad esencial para su supervivencia es, precisamente, la de aprender a cambiar. En este contexto la única identidad estable, dentro de sus propios cambios, es la corporal. En el adolescente, ese cuerpo se vuelve un extraño, aumentando aún más su desarraigo identificatorio.

Las actuales exigencias de la libertad de mercado laboral (movilidad, disponibilidad, competencia) deben internalizarse en los sujetos y chocan abiertamente con la estructura familiar (basada en la presencia, el cuidado) y con la división familiar del trabajo, cuyos modelos excluyen justamente esto, generando contradicciones personales nuevas.

Esta individualización, así como la presión hacia el cambio, tan representada en las recientes disposiciones sobre el paro, se expresan en diferentes síntomas culturales:

  1. Cuantos más referentes perdemos, el hombre y la mujer actuales más se dirigen hacia la relación de pareja para cubrir la necesidad que sentimos de dar sentido y arraigo a nuestra vida, lo que hace que el afán por el amor representa el fundamentalismo de la modernidad, se convierte en la fuente de satisfacción, pero un amor que está abocado al enfrentamiento de los géneros ya que el igualitarismo como ideal trae consigo una lucha constante en el interior de las parejas. Para Paul Verhaeghe (2001, p. 16), a pesar del aumento de los divorcios “jóvenes y viejos siguen soñando con una relación amorosa que dure toda la vida... mientras antiguamente el acento estaba puesto sobre el sexo, ahora lo está sobre la seguridad” (p. 16). Observación que hemos constatado cotidianamente en la clínica.

  2. Coexiste esa nueva concepción de la igualdad y las viejas situaciones de la división entre los géneros, adquiridas en las familias de origen.

  3. De manera que las mujeres jóvenes se unen con expectativas de igualdad mientras que los jóvenes varones han adquirido una retórica de la igualdad que no se demuestra en sus actos. Todo lo cual les aboca al enfrentamiento.

  4. En los últimos años, podríamos decir que se ha producido una universalización de los ideales de la sexualidad masculina, difundida en los modelos de los medios audiovisuales y la pornografía: la mujer debe igualar al hombre, superarlo en todos los niveles, también en competencia orgásmica y disponibilidad sexual, ignorando la diferencia entre el deseo del hombre y de la mujer, y por tanto la negociación de dicha diferencia. Basta echar un vistazo a las revistas dirigidas a las jóvenes para darse cuenta de que el modelo propuesto es el de la chica independiente, promiscua, que lleva la iniciativa, que no sufre el abandono... (2). Para Dio Bleichmar (2000), las adolescentes actuales crecen bajo un imperativo a ser sexualmente activas, denominado “la tiranía de la experimentación sexual”, afirmando que: “Las chicas que no tienen romances o relaciones sexuales atraviesan crisis importantes de malestar y microdepresiones”.

  5. Se constata una ruptura comunicacional en la relación intersubjetiva entre el hombre y la mujer (Hite, 1988), producto del enfrentamiento entre los sexos, hombres y mujeres no encuentran fácilmente nuevos modos de intercambio íntimo.

  6. Por otro lado, esta búsqueda del amor a toda costa hace que se produzca un aumento de los divorcios, cuando la relación no responde a las expectativas buscadas. En la mayoría de las sociedades industrializadas hay un elevado número de divorcios. En Alemania, uno de cada tres matrimonios acaba en divorcio (Beck, 2001, p. 33), mientras que en los Estados Unidos se disuelven 1 de cada dos uniones (3). Pero, puesto que el matrimonio ha dejado de ser la institución que elige la pareja para regular su convivencia, las estadísticas sobre divorcios han dejado de reflejar la realidad: las parejas de hecho se separan sin registrar ni su unión ni su separación, por lo que el porcentaje de rupturas  no está nada claro. Todo esto hace que nos encontremos en la realidad con una jungla de relaciones paternales, hijos de diferente procedencia (4),  padres adoptivos, parejas homosexuales con hijos, con la amalgama de emociones que se ponen en juego.

  7. Por otro lado, como ya dijimos, el valor otorgado por la sociedad actual a la formación y la profesión es mayor que el concedido a la maternidad y al matrimonio. Las adolescentes actuales ponen por delante la independencia económica y el trabajo a la estabilidad en la pareja y la maternidad, postergando la edad de inicio de esta última, una tendencia instalada hace unos años que no hace más que consolidarse

  8. En nuestra cultura postmoderna, la individualización ha elevado el valor concedido al sujeto y colocado en segundo lugar la identidad genérica, de manera que lo importante es la identidad (“yo soy yo”), vinculada a la competencia profesional y social (Sennet, 2002), eficacia, productividad y competitividad y, en segundo lugar, la identidad sexual “yo soy hombre”, “yo soy mujer”.

  9. Lo anterior nos conduce a la afirmación de que el género ha perdido valor identificatorio, podemos decir, utilizando el símil economicista, que han bajado los valores del yo erótico relacional, y aumentado los del yo narcisista autoerótico.  Como dice Jessica Benjamin: Narciso ha sustituido a Edipo como mito representativo de la sociedad postmoderna, mientras Edipo representaba la responsabilidad y la culpa, Narciso representa la preocupación por uno mismo y la negación de la realidad. El malestar actual no es el de padecer demasiada culpa, sino demasiado poca.

  10. Dada la tolerancia sexual de nuestra sociedad, la libertad asociada a ella, la frustración actual no es sexual, como en los tiempos de Freud, sino existencial, de sentido, pues no todo el mundo es capaz de encontrar respuestas propias tras la derrota de las ideologías de la edad premoderna.

  11. La inestabilidad es un rasgo del mundo laboral actual que, como señala Sennett, requiere de los hombres y mujeres la capacidad de soportar la incertidumbre, el constante cambio y la falta de apego que exige. El trabajo actual no es una fuente de identidad como lo era en el pasado, sino de una identidad fragmentada, que requiere personas con facilidad para desprenderse de los vínculos anteriores y establecer otros nuevos. Este tipo de exigencias modifican el carácter de los sujetos modernos también en el sentido de la responsabilidad que con anterioridad se fundaba en la idea de interdependencia con otro que nos necesita, hoy, sin embargo, nadie depende de nadie, el sistema social irradia indiferencia.

  12. Por todo lo anterior, podemos inferir que el mecanismo de defensa más apropiado para nuestra época no es la represión, sino la disociación, tomada no como una lacra del yo sino como una ventaja competitiva. La disociación le permite al yo desprenderse de sus vínculos, reconstruirse sin duelos, avanzar en la jungla de asfalto. Los costes de esta falta de historia son obvios: negación del pensamiento y del afecto, afectos de usar y tirar, vínculos funcionales, etc.

  13. Si, como señala P. Jeammet (1997), la violencia surge como una defensa ante la amenaza de la pérdida de identidad; podemos pensar, como corolario, que las condiciones que impone nuestra sociedad a sus miembros son las más apropiadas para el incremento de la violencia.

Los adolescentes que hoy recibimos en nuestras consultas viven inmersos en este caldo de cultivo, en este imaginario relacional, viven en hogares donde sus padres  sufren la incertidumbre que la crisis de la masculinidad (Badinter, 1993) (y consecuentemente de la paternidad) comporta; sus madres luchan por encontrar un espacio para la feminidad fuera de la maternidad, y ambos sufren el enfrentamiento en unas relaciones de pareja en las que se ha acabado con la complementariedad entre los géneros para abocarse en una contienda sin fin a favor de la igualdad. Además, estos padres sufren, tantas veces, la llamada y extendida “paranoia de la educación”. Con esto último nos referimos a la divulgación de los consejos psicopedagógicos que los padres y madres leen, especialmente estas últimas, para hacerle frente a sus dificultades en el ejercicio de una función parental cada día más confusa. Consejos que vienen a cubrir el vacío de la tradición educativa, puesta en entredicho, y que, en general, niega las contradicciones de los padres y levanta un ideal omnipotente de educación sin tener en cuenta las características de la vida familiar que antes señalamos.

Sea como fuere, en el mundo actual, “al hijo cada vez se le debe aceptar menos como es, con sus peculiaridades físicas y mentales o sus posibles deficiencias. Se le convierte más bien en el objetivo de múltiples esfuerzos” (Beck, 2001, p. 180). Es fruto de esta vocación reformista hacia nuestros vástagos, convertidos en importante fuente de orgullo narcisista, tanto la ortodoncia y las plantillas correctoras, como la visita al psicólogo.

 El orden social así descrito contribuye a la modelación del ideal del yo (Vinocur, 1998) de nuestros adolescentes a través de las funciones ejercidas por estas madres y estos padres, un ideal del yo cuya función se torna fundamental en la adolescencia. Al mismo tiempo, las identidades son el resultado de un contexto, el resultado de ciertas coordenadas biográficas y sociales, de modo que, al cambiar estas, las identidades también se transforman (Guasch, 2000).

Nos encontramos pues con tres conceptos problemáticos y en permanente revisión: adolescencia, género e identidad, a los cuales debemos además, incorporar otros tres no menos conflictivos y ambiguos: masculino, femenino, y nuestro travieso “neutro”.

Algunas notas sociológicas sobre adolescencia y sexualidad

Enfrascados en la particularidad del uno a uno de la clínica, muchos profesionales olvidamos que la adolescencia pasa sin síntomas en la mayor parte de los casos, o se atraviesa con un malestar que disminuye al acabar la adolescencia misma. Recurriremos a la interdisciplinaridad (5) para esbozar un sucinto perfil de esta población.

El adolescente de hoy valora menos la familia que el de generaciones pasadas, a pesar de que pocos abandonan el domicilio paterno antes de los 25 años. Justifican más que hace unos años las relaciones sexuales entre menores de edad, la relación prematrimonial en la que ellos mismos se verán implicados, pero no tanto la extramatrimonial (Calatayud y Serra, 2002). Una adolescencia que aparece como abierta a toda suerte de experiencias sensitivas y emocionales, con aceptación del “riesgo festivo” y con una gran dificultad para admitir cualquier tipo de límite, consecuencia de la crisis a las que nos hemos referido. Nos encontramos en una sociedad que da un valor extremo a la seguridad y, paradójicamente, o como reacción a esto, nuestro jóvenes están más tentados que nunca por un jugueteo con conductas de riesgo que incluyen la posibilidad de la muerte (6). Adolescentes donde predomina la emoción sobre la razón, individualistas, con una mayor frecuencia de relaciones sexuales a temprana edad,  estimuladas, sin duda por la exposición a escenas sexuales en los medios de comunicación, el mayor acceso a la pornografía y la tolerancia social hacia estos temas. Según algunos estudios (Centerwall, 2000), baja sin cesar la edad de comienzo de las primeras relaciones sexuales: a partir de los 15 años se incrementa el número de adolescentes que se inician en ellas, hasta llegar a la mitad a los 16, y al 60% a los 17.

Sin embargo, mientras los niveles más superficiales -besos, caricias- de la actividad sexual van aumentando a edades tempranas (“¿quieres rollo?”, se preguntan en los lugares de encuentro para pasar, en caso afirmativo, a besos y exploraciones no genitales que acaban al mismo tiempo que el encuentro), los niveles más íntimos se van retrasando a edades posteriores (García Blanco, 1994).

Muestran además un culto al placer por el placer, culto al cuerpo, preocupación por la apariencia física, y reconocimiento de la igualdad entre los géneros, si bien más difícilmente llevado a la práctica como dijimos. En sus relaciones de amor, el componente amor-pasión es más acusado que la comunicación e intimidad, afectadas estas por las dificultades de los adolescentes por compartir su ocio e identificar y poder hablar de sus problemas. Mientras que un 76,5% de las adolescentes tiene su primera relación sexual porque dice estar enamorada, sólo un 47,3% de los chicos lo hizo por el mismo motivo (Centerwall, 2000). Vemos aquí una diferencia de género que se corresponde con los estereotipos tradicionales: la mujer une el sexo a la afectividad, el hombre lo hace por placer exclusivamente.

Seis de cada diez adolescentes defiende que la homosexualidad  no debe ser reprimida, y el 26% de los varones españoles de entre 16 y 30 años fantasea con celebrar un encuentro homosexual (datos del Informe Mundial Dúrex 2002, publicados en el diario La Verdad de Murcia, 27-11-2002).

Género y adolescencia

El adolescente que atendemos hoy tiene mucho que ver con el niño/a preedípico que fue (las vicisitudes de sus vínculos de apego, del reconocimiento intersubjetivo), con el tránsito edípico que atravesó, y con las huellas que los diferentes episodios de su biografía fueron dejando en él (López Mondéjar y cols., en prensa). Veamos sucintamente, puesto que requeriría una extensa consideración en sí misma, los mojones fundamentales que jalonan el trayecto de la subjetividad y la identidad de género, desde la perspectiva del psicoanálisis actual.

El sujeto se construye en el encuentro con el otro. Otro que pasa sucesivamente, de ser un objeto de necesidad, a un objeto de identificación y de deseo.

Partiremos aquí de una concepción del inconsciente como histórico, surgido de la relación sexualizante con el otro (Bleichmar, 1998), y de la diferenciación sexo- género que tiene su origen en Money en 1.955 y que Stoller recupera para el psicoanálisis a partir de 1.968.

Entendemos que la identidad tiene que ver con la diferencia y corre paralela a la línea de separación-individuación que caracteriza la adquisición de la subjetividad, y a la adquisición de las normas éticas y la sujeción a la ley (superyó, ideal del yo).

Además, y siguiendo con la perspectiva constructivista con la que iniciamos este trabajo (7), comprendemos el género como una construcción social, el modo particular en que una sociedad determinada gestiona la sexualidad de sus miembros. Pretendemos, además, huir de la tentación binaria que ha predominado en el encuentro del psicoanálisis con la sexualidad, que quiere al sujeto identificado con un sexo y deseando al otro.

Cada ser humano, nacido en un tiempo y una geografía histórica determinada, ha de incorporar los valores de su cultura y hacerlos suyos en un proceso lleno de vicisitudes y de variantes. De esta apropiación se ocupa el psicoanálisis. Y se ocupa con la inclusión de un concepto fundamental, como es el de identificación, primer lazo afectivo con el otro, que quedará en nosotros, una vez perdido ese otro, como un rasgo, e irá constituyendo nuestra identidad de modo inconsciente.

Expondremos brevemente, a riesgo de ser demasiado reduccionistas, los principales momentos del recorrido que conduce al infans humano a la adquisición de una subjetividad que incluye una cierta identidad de género.

La primera identificación es la llamada Identificación primaria, entendida como una impronta de humanidad: no genérica. “Soy humano”, sería la afirmación resultante de ella. No creo que pueda hablarse de un sujeto de enunciación, sino de un enunciado sin sujeto. En este momento no hay separación del niño con la madre, no hay sujeto ni objeto. Es el origen del narcisismo primario, del yo ideal, de la omnipotencia infantil. En el campo de las pulsiones, nos encontramos en el estadio anobjetal y autoerótico. Las pulsiones se apoyan en las necesidades biológicas (apuntalamiento) para ir desprendiéndose progresivamente de ellas bajo la acción sexualizante del otro (seducción originaria). Esta identificación primaria sería pregenérica o protogenérica, pues el bebé no conoce aún la dimorfismo sexual. Nos encontraríamos en el territorio de la bisexualidad original freudiana. A partir de ella se activan dos capacidades de la especie: el bipedismo y el lenguaje articulado.

Simbiosis y narcisización del bebé por parte de la madre, o la figura de apego y de cuidado; teoría de la seducción de Laplanche. El eje de la sexualidad para ambos sexos pasa por la confirmación narcisista por parte de la madre que libidiniza al hijo/a como objeto de amor y de deseo. En esta investidura ya encontramos los inicios de la diferenciación sexual por parte de la madre. Lo sexual  aquí  tiene que ver con su representación de la feminidad y de la masculinidad, a partir de sus propias imágenes parentales , el investimiento de su propio sexo, su relación con el marido, su deseo de un hijo o una hija, el erotismo que se pone en juego en su relación con su hijo/a, entre otros muchos factores. Lo sexual materno se infiltra en los primeros cuidados iniciando el reconocimiento del bebé como otro, proceso que corre paralelo, en él, al de la separación del objeto primitivo y la constitución del objeto interno. La posición del padre, de la pareja de la madre, comienza a tener aquí enorme importancia. Este sexual implantado en el niño, es el inicio del inconsciente, y será objeto de sucesivas interpretaciones, simbolizaciones y traducciones, a lo largo de toda la vida.

Tanto lo masculino como lo femenino son el efecto de la conjunción de dos linajes y de cuatro partes: lo masculino/femenino paterno, y lo masculino y femenino materno (Birraux, 1992), implantados de forma inconsciente en los primeros cuidados del niño y en su posterior proceso de educación y socialización. 

De la simbiosis ha de pasarse a lo que llama Mahler: proceso de separación- individuación, cuya teorización se enriquece con los conceptos acuñados por Winnicott de objeto transicional (espacio de simbolizaciones), y los desarrollos de Bollas sobre el objeto transformacional. Inicio de la subjetivación, reconocimiento mutuo del otro entre el niño y la madre, deambulación y lenguaje. Este proceso está regido por la diferenciación entre un yo y un no-yo (que pasará a ser posteriormente un tu, un sujeto reconocido como tal por el niño), un adentro y un afuera. Tránsito que ha de ser paralelo en la madre, reconociendo al bebé como distinto a sus expectativas e ilusiones. En esta fase se producen las identificaciones secundarias.

Stoller diferenciaba entre una identidad de género central, básica, libre de conflicto (de acuerdo o no con el sexo anatómico), y el rol de género, conflictivo y cambiante de acuerdo con las expectativas culturales. En circunstancias “suficientemente buenas”, entre los 14 y los 18 meses de edad se ha adquirido la identidad de género; a partir de ahí se tiene la convicción sentida de que se es varón o mujer, mediante la representación de las interacciones entre el sí mismo y el cuerpo, y el sí mismo y el cuerpo del otro. Freud admitía una suerte de reconocimiento precastrador, preedípico, una distinción entre hombre y mujer, entre padre y madre, que tiene enorme interés para comprender el encuentro con la diferencia sin el prejuicio de la desigualdad fálica.

 Benjamin la llamará identificación genérica nominal porque hace hincapié en el proceso. Para ella la representación del sí mismo con un género coexiste con la representación del sí mismo sin género, incluso con la identificación con el género opuesto (Benjamin, 1996, p. 143). De igual manera la identidad de género se construye por identificación y por complementación con el diferente (Money y Ehrhardt, 1982): “soy como papá, no soy como...”, o bien “soy como mamá, no soy como...”

Nos encontramos en el territorio de las Identificaciones secundarias, marcadas por el  género. Constituyen primero un núcleo de identidad de género no conflictivo, no jerárquico, donde masculino y femenino tienen el mismo valor, donde la diferencia no es desigualdad, para pasar posteriormente, en el Edipo y en la adolescencia, a signarse con un más y un menos, de acuerdo a los valores sociales y familiares otorgados a la masculinidad y a la feminidad en cada cultura.

Estas identificaciones secundarias tendrían que ver tanto con la identidad de género central como con el rol de género, siempre son cruzadas, no excluyentes, sino superpuestas entre sí, y proceden de los vínculos con los progenitores y adultos significativos de ambos sexos. Las combinatorias de estas aportaciones parentales son infinitas. En este momento, los progenitores se representan por separado en la mente del niño: la madre fuente de lo bueno, precursora del objeto de amor externo, el padre del reacercamiento, que no prohíbe como el padre edípico, es representante del mundo exterior excitante, precursor del amor identificatorio.

La identificación de la niña con la “masculinidad” no sería una reacción al sentimiento de castración sino al amor y admiración sentido hacia este padre diádico del reacercamiento, que le permite ir separándose de la madre. Para el niño, el acercamiento a este padre promueve su identificación con la masculinidad, este amor está fundado también en el narcisismo del padre cuando se identifica con su hijo varón.

Provistos de todas ellas se llega  al  Complejo de Edipo: niños y niñas entran en el Edipo con la identidad de género constituida y salen de él con la marca de lo que será su futura elección de objeto, homo o heterosexual. En el transcurso normal, para hacerse hombre, el niño deberá reprimir sus identificaciones con la madre, que constituyen la homofobia masculina, el miedo a su propia feminidad, pues “no tener nada de mujer” será un imperativo cultural de la masculinidad que aparece muy pronto en los niños, y que está en el origen de la unión entre iguales que observamos en las escuelas (8).

La niña se identificará con la madre y deseará tener un hombre e hijos como ella. El descubrimiento de la sexualidad de la madre es, como indica Laplanche (1998), un descubrimiento tardío para los niños, y para el propio psicoanálisis, que negó la sexualidad de la madre durante mucho tiempo, identificando feminidad con maternidad. Por fortuna, la niña tiene oportunidad de identificarse con mujeres sexuadas a través de otras figuras femeninas significativas, cuya sexualidad puede llegar a apreciar sin temor a sus propios deseos incestuosos, y desvincular el sentimiento de pertenecer al género femenino con el de ser madre.

Como pueden observar, nos separamos claramente de la concepción freudiana de la sexualidad femenina pensada como “envidia de pene”. Hoy sabemos que las niñas conocen su anatomía y que la envidia de pene, o su correlato de hostilidad hacia la madre tomada como culpable de su “castración”, cuando se presenta en la clínica, tiene que ver con la desventaja que en nuestra cultura va ligada al hecho de ser mujer (9). 

El rechazo de lo femenino está simbolizado en numerosos ritos de paso donde queda una marca en el cuerpo del niño que se transforma en hombre, abandonando el mundo de la madre. Mientras que en la niña, la menstruación actúa en lo simbólico como la garantía de su pertenencia al género femenino y su capacidad de reproducción, de manera más eficaz que las primeras poluciones para el niño.

Si juzgamos por la incidencia y la distribución de las patologías donde está involucrada la identidad de género (travestismo, transexualismo, transgénero), más frecuentes entre los hombres (en una razón de 3,4 a 1 para el cambio de sexo de hombre a mujer, en relación al de mujer a hombre, según Chiland, 1999), quizás podríamos decir que el varón tiene más dificultades que la mujer para adquirir una identidad de género isomórfica (de acuerdo con su sexo anatómico). Esta dificultad, señalada por numerosos autores, se concreta en la separación o integración de la protofeminidad (Corsi, 1996) que forma parte de todos los niños, consecuencia de su vínculo originario con la madre, y de la ausencia de un modelo paterno con el que poder establecer el amor identificatorio en la etapa del reacercamiento.

Vemos, pues, que los problemas de identidad sexual aparecen, de un modo u otro, en la primera infancia.

Según Limentani (1991), “la literatura psiquiátrica y psicoanalítica más general sobre desviaciones sexuales muestra convincentemente que la carencia de una buena relación con el padre facilita el desarrollo de la homosexualidad masculina y femenina, así como otras desviaciones sexuales” (p. 217). Los trastornos de la identidad sexual tienen una estrecha relación con los deseos de la madre sobre el género de su hijo/a. Un dato curioso es que las mujeres que han deseado modificar su sexo anatómico de hembra a varón eran bebes poco agraciados físicamente, mientras que los hombres que desean posteriormente reasignar su sexo, de varón a hembra, eran niños muy hermosos. No podemos eludir aquí la influencia del imaginario de la belleza para un género y otro, y su enorme efecto, quirúrgico en este caso, en los cuerpos.

Pero, cualquiera que sean las vicisitudes preedípicas y edípicas, el problema de la identidad sexual surge con tintes nuevos y dramáticos en la adolescencia, al añadirse, entre otros factores, la capacidad de actuación del adolescente, así como su capacidad reproductiva.

En ella asistimos a una reactualización de todos los procesos descritos anteriormente: separación/individuación, el duelo de los padres infantiles y de la omnipotencia infantil a ellos ligada, la desidealización de éstos, el pasaje del Yo ideal al Ideal del Yo, el retorno de las dudas edípicas de elección de objeto.

Para Peter Blos (1992) el conflicto fundamental que atraviesa el varón en el periodo de la adolescencia es el esfuerzo que realiza para poder alcanzar un estado sin conflictos de su masculinidad, a través de la resolución del complejo paterno en el período diádico y la renuncia de la necesidad infantil de idealización del objeto y del self. Este periodo diádico se produjo cuando intentó por primera vez romper los lazos de pasividad que le unían a la madre simbiótica, transfiriendo lenta e intermitentemente su ligazón emocional al padre, un objeto no contaminado por la fusión, y por tanto más tranquilizador en ese momento, proveedor, como la madre, de la atención y del cuidado. Para Joyce Mc Dougall (10), la capacidad del padre de mostrarle al hijo su fuerza y su amor es determinante para el destino homosexual del hijo. Vemos aquí la coincidencia con Blos en la importancia otorgada al  padre en la adquisición de la identidad sexual, tanto en la infancia como en la adolescencia.

 En esta, el trauma se repetirá, volviendo a separarse del padre idealizado, con quien establece una identificación de género. Para este autor, la hostilidad del adolescente hacia el padre no es más que la vuelta en lo contrario de aquel lazo de amor infantil al que se regresa en esta etapa. La importancia que Blos otorga a este tránsito es tal que le lleva a declarar que ha suprimido en su teorización el papel central del Edipo en el estadio final de la formación de la masculinidad en la adolescencia. El mantenimiento de la idealización del padre coagula en este periodo en desórdenes narcisistas de la personalidad. Pero para que la desidealización se produzca, el padre tiene que estar presente, y esto dependerá a su vez de su propia identidad de género, puesto que el padre utiliza al niño varón para reparar su propio complejo paterno.

Otro tanto podríamos decir de la relación de la adolescente con su madre, tanto su propia aceptación de la feminidad, como el valor que el padre le otorga, contribuirán a las vicisitudes de la identidad de la adolescente.

De manera que nos encontramos con articulaciones trigeneracionales, es decir, en las que están involucradas tres generaciones, en la conformación de la identidad de género, la identidad sexual, es decir, de la masculinidad (11) o la feminidad.

Como resultado de la represión de estas constelaciones psico-afectivas, “lo que queda son cicatrices en la persona, que aparecen bajo la forma del carácter. El carácter produce personajes que unifican el yo y la cartografía del cuerpo imaginario (prolongación y extensión del yo) clave del proceso puberal (Hartmann y cols., 2000).

Y de nuevo la sociedad actuará de modo diferenciado sobre los adolescentes varones y mujeres, dejando en sus respectivos ideales las huellas de lo que la cultura estima que es ser hombre o mujer: ideales de belleza corporal, morales, las figuras del amor que se proponen, las de la familia, etc.

El adolescente percibe su cuerpo, pivote de la identidad, como extraño, cambiado y con nuevos impulsos y sensaciones. Las funciones yoicas se esmeran especialmente en discriminar, controlar y fluctuar entre objetos de identificación, para tolerar las ansiedades que provocaría la no identidad. Existe una presencia importante de defensas esquizoparanoides (identificación proyectiva e introyectiva), fluctuaciones entre apatía y actividad, y un estado confusional normal que tiene que ver con una sensación de pérdida de continuidad del self y de la unidad del mismo. La ambigüedad típica de la adolescencia tiene que ver con un tipo de identidad y de organización del yo que se caracteriza por coexistir y alternarse las identificaciones, sin que para el sujeto implique confusión o contradicción.

Ante todo esto, es fundamental un yo embebido de omnipotencia, sin el cual el adolescente sucumbiría ante semejante movilización de identidades tempranas.

La mayoría de los autores que tratan sobre la adolescencia, sean de la orientación que sean, señalan como propio del pasaje adolescente la incorporación que estos deben hacer de algunas tareas irrenunciables, sin las cuales no les será fácil encontrar su lugar en el mundo de los adultos.

Estas tareas son resumidas por Ricardo Rodulfo (1986, 1992) como los seis trabajos del adolescente: pasaje de lo familiar a lo extrafamiliar, del Yo ideal al Ideal del Yo, de lo fálico a lo genital (del autoerotismo a las experiencias intersubjetivas), abandono del narcisismo infantil, pasaje del jugar al trabajar, tensión entre el mundo regresivo familiar y el progresivo o social).

Masculino/femenino/neutro

En nuestra sociedad postmoderna, pensar el género no puede ser repetir los eslóganes freudianos sobre la masculinidad y la feminidad, ni siquiera sobre el logro de una sexualidad genital como síntoma de madurez psíquica, ni el antropocentrismo y falocentrismo del complejo de Edipo (12).

Tradicionalmente, la teoría psicoanalítica postulaba que la adquisición de una definitiva identidad de género y la elección del objeto de amor era una de las principales tareas del adolescente, que debe pasar del niño preedípico, al niño edípico y de éste a la asunción de una identidad de género y la a elección de objetos de amor homo o heterosexuales. En la mayoría de los casos la identidad de género y el sexo anatómico coinciden. Algunos adolescentes descubren su homosexualidad y hemos de felicitarnos de que la aceptación social de la misma haya disminuido el sufrimiento psíquico de aquellos adolescentes que experimentan esta orientación en sus relaciones erótico-afectivas.

Existe un porcentaje universal de incidencia de la homosexualidad que asciende al 10 %. A pesar de la desculpabilización social de esta opción, los adolescentes que se sienten “raros” (llamados “queer para una cierta teoría antropológica, ver Mérida Jiménez, 2002) tienen de 2 a 3 veces más probabilidades de intentar suicidarse o de conseguirlo que otros jóvenes.

Sin embargo, hemos de objetar algunas cuestiones al concepto de “definitiva” identidad sexual, elección de objeto de amor y de deseo.

En la actualidad nos encontramos cada vez más con personas que modifican su elección de objeto amoroso de, hetero a homosexual, en años avanzados de su vida. Se da  sobre todo en mujeres, tenemos menos constancia de su incidencia entre los hombres.

El fracaso de las relaciones afectivas con varones orienta a algunas mujeres jóvenes, y algunas otras ya maduras, a establecer relaciones eróticas con sus amigas, en una nueva elección de objeto que tiene en la motivación de apego su fuente pulsional prioritaria. Además, según un reciente informe norteamericano (Pereda, 2001), la mitad de los varones occidentales mantienen o han mantenido relaciones homosexuales. Para muchos de ellos es la mejor posibilidad de tener relaciones profundas y duraderas.

Estos datos nos conducen a la necesidad de diferenciar identidad de género de identidad sexual (que tiene que ver con la práctica sexual), así como la separación entre identificación y deseo: sentirse un hombre o una mujer –identidad de género- no tiene que ver con desear a hombres o mujeres –identidad sexual -. Si bien no podemos separar completamente ninguno de estos cuatro conceptos, que están conectados de forma dinámica y recíproca.

La tarea prioritaria del adolescente es dotarse de una identidad separada de la de los padres. Es lo que Peter Blos (1996) llamó segundo proceso de individualización. Una identidad que está construida sobre las huellas de las identificaciones con estos, y los otros significativos (muy importante señalar la enorme influencia de los abuelos), identificaciones que contienen la marca de sus pulsiones. Podríamos decir que el adolescente tiene que formular una frase en negativo: “Yo no soy papá ni mamá”, cuya hipérbole sería el oposicionismo adolescente, y otra en positivo: “Yo soy yo”, con la consecuente recuperación narcisista y, simultáneamente, la carga de ambigüedad que ese yo contiene. De este proceso de separación- diferenciación va a depender, en gran medida, el destino de las identidades de género y de la identidad sexual.

Ahora bien, si la familia victoriana, a partir de la cual Freud formuló la teoría del Complejo de Edipo, estaba fundada en la autoridad de un padre – representante del orden simbólico patriarcal, por más que su debilidad efectiva fuese notable -, y de una madre que asumía los valores tradicionales de la maternidad –identificada con la feminidad, aún a costa de un abanico de síntomas -; una familia en la que el niño tenía que vérselas con una diversidad de identificaciones reducidas, claras y plenamente sancionadas por la totalidad del orden social, al que tenía que acceder para separarse de esas primeras figuras identificatorias. En la actualidad, por el contrario, nos encontramos con que los padres han perdido valor como figuras de identificación, al entrar desde el principio en escena otras figuras representativas: desde la escuela infantil, la primaria, el instituto, las parejas nuevas de los padres, y los personajes propuestos por la omnipresente televisión.

El individuo contemporáneo se desarrolla en un entorno mucho menos estable. Si antes se era hombre o mujer –ambos ligados al ejercicio de la paternidad-maternidad (13)-, sin grandes contradicciones internas en esas propuestas, definidas y concretas, los puntos de anclaje actuales, ante la pluralidad de sentidos que se proponen, se multiplican en significantes a veces banales. Como señala Gil Calvo no se es ni varón ni nena, sino chico bien, hip-hop, rap o rock, tranqui o rápido, skater o roller... A la falta de una figura identificatoria directa el grupo de iguales toma cada vez más importancia. Adoptando la identidad colectiva, afirma este autor, en plena coincidencia con el psicoanálisis en este punto, los jóvenes confían en suplir la falta de identidad propia por la que atraviesan (Gil Calvo, 2001).

Hemos de remitirnos pues a autores que han cuestionado los presupuestos freudianos a la luz de los descubrimientos de las teorías evolutivas, las primeras relaciones del bebé con la madre,  la antropología y los estudios de género, para poder dar cuenta de la realidad.

Tal y como señala Dio Bleichmar (2002), “se ha operado un cambio de paradigma en la concepción de la psique humana....que puede contribuir a una desmitificación del valor atribuido a la diferencia sexual como la condición determinante para el establecimiento del sujeto psíquico”, pasando a ocupar un lugar entre otros componentes que contribuyen a la construcción de la subjetividad.

Entre ellos, nos parece relevante la revisión de Jessica Benjamin (1996), para quien la identidad de género está fundada en una tensión creativa, oscilante, móvil, entre las identificaciones tradicionalmente femeninas y masculinas. Ambas identificaciones construyen la subjetividad humana, y se comunican entre sí de forma mutuamente enriquecedora. Para esta autora, “el  sentido nuclear de la pertenencia a un sexo no se ve comprometido por las identificaciones con el otro o por las conductas características del otro. El deseo de ser y hacer lo que el otro sexo es y hace no es patológico ni necesariamente una negación de la propia identidad. La elección de objeto amoroso, heterosexual u homosexual, no es el aspecto determinante de la identidad genérica, idea ésta que la teoría psicoanalítica no siempre admite” (p. 144).

El psicoanálisis freudiano tuvo muy presente el carácter bisexual del ser humano, (Freud, 1905) reconociendo en los individuos de ambos sexos impulsos pulsionales tanto masculinos como femeninos, que pueden volverse inconscientes por la represión. Groddeck (1931) postulaba una bisexualidad no sólo física sino psíquica, la civilización reprime, mediante mecanismos más arcaicos que la represión, una parte para imponer la otra, escindiendo al individuo.

Para Ferenzci (1914), el recorrido de la bisexualidad normal del niño/a es la represión: “el complejo homosexual sucumbe ante el rechazo”, y la sublimación, su desplazamiento hacia la vida cultural, la amistad y la camaradería homoerótica. Ferenzci pensaba que en el hombre permanece una necesidad de ternura homoerótica que está hoy muy reprimida en la cultura occidental, esta represión hace que los hombres se vuelvan hacia las mujeres como heterosexuales compulsivos, adoptanto el papel de un Don Juan, del que Leporello lleva la cuenta de sus conquistas: “e in Spagna mille tre”.

En la clínica se muestra muy explícitamente el riesgo de que las identificaciones consideradas como femeninas y las masculinas, estén disociadas, lo que daría sujetos sobreadaptados a los roles convencionales de género, tal y como es frecuente encontrar en parejas donde la mujer sufre maltrato (López Mondéjar, 2001).

En la generación actual de adolescentes mujeres, nos encontramos con que lo femenino convencional de sus madres choca frontalmente con las propuestas culturales de identificación que reciben por medio de las revistas, música, y medios de comunicación. Estas exponen modelos de adolescentes que llevan la iniciativa sexual, practican una sexualidad libre, se desenvuelven con eficacia en los estudios y saben cómo seducir, al mismo tiempo, al chico de sus sueños. Se trata de un modelo de feminidad nuevo y complejo que escapa de las propuestas convencionales. A pesar de la uniformidad en los eslóganes de los mass media, tenemos que tener en cuenta, además, la diversidad de medios culturales, y sus respectivos valores, que conviven en nuestras sociedades desarrolladas, ampliando aún más el caos.

Como dijimos, estamos apostando por una concepción del género como una construcción social que genera estereotipos cuyos rasgos se ven modificados de una cultura a otra, teniendo como base el cuerpo no biológico, sino metaforizado, en el que esos estereotipos se implantan, de ahí la plasticidad y la versatilidad de las identidades humanas. El deseo erótico es universal (Eibl-Eibesfeldt, 1995), atraviesa todas las culturas, y son estas quienes se encargan de encauzarlo para eliminar su vertiente transgresora, que escapa a las normas, mediante la gestión de la sexualidad humana y de estereotipos de género cerrados (masculino, femenino), calificando de desviación, de patológico, de raro o perverso, lo que se sitúa fuera de esa distribución binaria.

Sin embargo, la identidad de género ha dejado de ser el pivote de la identidad en nuestra era postmoderna que antepone el “yo soy”, es decir, un sentido de la existencia y de la competencia, al soy hombre o soy mujer. Además, la tolerancia sexual facilita la práctica de conductas sexuales antes reprimidas, por lo que  la bisexualidad aparece hoy con tintes nuevos. Lejos de la clásica interpretación freudiana que la atribuía a  una omnipotencia infantil de la que el bisexual es incapaz de prescindir, interpretando la bisexualidad como un síntoma neurótico o psicótico; el psicoanálisis actual tiende a plantearse la salida bisexual de otro modo.

El tránsito por una bisexualidad  platónica ha dejado de ser patrimonio de la adolescencia, en sus primeros años, 13 a 16, para plantearse activamente en los jóvenes de 18 a 25 años o más. Sin embargo, si comparamos el porcentaje aceptado de homosexualidad, 10 al 20% de la población - dependiendo de las diferentes fuentes- , con las manifestaciones de los adolescentes entre 14 y 17 años que declaran sentir atracción sexual hacia personas de su mismo sexo, un 2,5% para las mujeres y un 3,0% para los hombres, hemos de pensar que la elección homosexual tarda algún tiempo en manifestarse como afirmación subjetiva (García Blanco, 1994).

A mi entender, la alternancia entre relaciones homo y heterosexuales de la que somos testigos en la actualidad, tiene que ver con la búsqueda de satisfacciones ligadas a un sistema motivacional complejo que trasciende la mera sexualidad, e incluye las necesidades de reconocimiento y apego, las necesidades narcisistas y de comunicación, a menudo difíciles de satisfacer entre los jóvenes de un sexo con otros del sexo contrario (14).

Como hemos reiterado, el orden social contribuye a la modelación del ideal del yo, que debe ir sustituyendo en la adolescencia al yo ideal; ideal del yo cuya función se torna esencial para modelar tanto la intensidad de las emociones y de los pensamientos constitutivos de las valoraciones (Roughton, 2002) intrapsíquicas como las concordancias y los desacuerdos que se plasman en la interacción de los sujetos y que contribuyen a la constitución de la autoestima y del sentimiento de sí (Vinocur, 1998). En nuestra cultura, y por lo tanto en la construcción subjetiva que se propone a sus miembros, ha cesado en gran medida la represión de la bisexualidad; por lo tanto, la angustia bisexual, el terror al otro género interiorizado, que antes llevaba consigo una dramática duda sobre la identidad de género, ha disminuido considerablemente, de manera que lo bisexual, lo neutro de nuestro provocador título, es hoy una apertura más del campo de las relaciones erótico-afectivas entre los seres humanos.

Como apunta Anthony Giddens, “la decadencia de la perversión debe ser considerada una batalla, en parte victoriosa, en el contexto del estado democrático liberal. Las victorias han sido ganadas, pero las confrontaciones continúan, y las libertades que han sido logradas podrían todavía ser barridas probablemente por una marea reaccionaria” (Giddens, 2000).

El fenómeno social de dotar de un nombre, “bisexual”, a la experiencia originalmente sin denominación, de un deseo ambiguo, confuso y, a menudo aún por definirse, instala en lo “bi” a adolescentes que no sujetan sus ensayos sexuales a ningún tipo de represión, al ver sancionada con la denominación apropiada una atracción que los despista, cuestionándoles.

“Creo que soy bisexual”, me decía en una sesión una adolescente de catorce años. En su grupo de amigos, la mayoría de las chicas realizaban ese tipo de pruebas: “Hasta que no pruebas algo no sabes si te gusta o no”. La posibilidad de nombrarlo, de incorporarse tras el nombramiento a un grupo de pertenencia, el de los bisexuales, funciona como un fuerte rasgo de identidad. Una identidad sexual nueva (15), que tendrá efectos estructurantes en el psiquismo adulto. Chiland señala el poder de la palabra en los casos de cambio de sexo estudiados (16).

En este sentido Roughton, R. E, tras un largo trabajo de treinta y cinco años psicanalizando a hombres gays y bisexuales, señala la necesidad de separar orientación sexual y salud mental, tratándolas como dimensiones independientes. Postura que entronca con las propuestas de Stoller (1998) en torno al sado-masoquismo consensuado, y que nos debe hacer reflexionar como psicoanalistas.

Joyce Mcdougall cita en este sentido a Meltzer, quien subraya que la sexualidad adulta, no neurótica y no perversa, es no obstante, profundamente polimorfa.

Si la ternura permanece ligada al erotismo siempre, dado el origen de esos afectos –cuidados físicos y amor hacia la persona que los realiza, y despertar libidinal corren paralelos-, la actuación sexual de la ternura que la adolescente, que se proclama bisexual siente hacia su amiga, encuentra una legitimidad nueva en nuestro mundo tolerante y permisivo, donde el sexo ha escapado a la represión, que se ciñe, por otra parte, a otros campos del placer y la sensualidad. En el abrazo amoroso del encuentro homo femenino se incorpora la ternura que a menudo está ausente en las relaciones entre los géneros. La sexualidad hetero se sitúa, disociada, en el plano de las exigencias heterosexuales de la actualidad (disponibilidad, pasión, rapidez, cambio) que se rige por el modelo de la sexualidad genital masculina.

Tal y como se interroga Emilce Dio Bleichmar (2002) a propósito de la violencia real y fantasmática ejercida sobre el cuerpo femenino como negada o reprimida por la adolescente, que saca a primer plano el cuidado corporal y estético; podríamos interrogarnos aquí sobre si estos ensayos bisexuales no tendrán que ver también con  una negación de la angustia que la sexualidad propuesta a las adolescentes les produce,  y una regresión hacia vínculos femeninos vividos como menos peligrosos para su integridad física y psíquica. 

Es en este sentido que debemos plantearnos, como hace Mitchell (1996), ¿Son la masculinidad y la feminidad, como se definen tradicionalmente, ideales todavía válidos? ¿Es necesario y deseable para un chico o una chica consolidar un sentimiento firme de identidad sexual? ¿O es más deseable y saludable esforzarse por trascender los roles de género, buscar unos nuevos ideales de androginia o bisexualidad? Un paciente de 26 años con una historia de ambigüedad sexual desde su adolescencia, se expresaba así: “Ahora me siento un hombre, pero no en el sentido masculino, sino en el de ser humano” ¿Cómo se enfrenta el clínico, con qué prejuicios, a las disyuntivas que presentan los adolescentes en este proceso de construcción de su identidad de género? ¿Qué ideales de salud proponemos, de modo consciente o inconsciente, en nuestras psicoterapias?

Como hemos repetido varias veces, lo reprimido hoy, tanto en los hombres como en las mujeres, no es la sexualidad, sino el sentimiento de la profunda necesidad de una cierta dependencia afectiva, de reconocimiento intersubjetivo; contrarios ambos al modelo de producción del capitalismo avanzado que pretende que los seres humanos nos desprendamos de todos nuestros lazos estables, pues precisa de hombres y mujeres móviles y autónomos.

Ante todo este maremágnum, y para interrumpir momentáneamente unas propuestas que sólo considero iniciadas, debemos volver la mirada a la ética.

Como clínicos, nuestra única posibilidad es la de situar la endeble construcción de la frágil identidad adolescente, apelando a una necesaria autonomía ética y creativa que le haga adulto y le permita “elegir” –sin prescindir de un cierto determinismo inconsciente- entre identificaciones cruzadas y múltiples, principios morales heterónomos (procedentes de sus otros significativos), y propuestas culturales colonizadoras; elegir, decíamos, modos autónomos y singulares de situarse frente a su sexualidad y frente a la del otro, conquistando una posición de autor (ver Pescatore), de no sometimiento a las identidades que le son atribuidas (ni familiar ni socialmente), si no es para reinterpretarlas creativamente.

Este mismo proceso - autonomía teórica y subjetivación de su posición como analista -, constituye la condición sine qua non que ha de desarrollar el psicoanalista o psicoterapeuta que le acompañe en esos avatares.

Por último, señalar la dificultad que esta tarea de creación propuesta encuentra en la sociedad moderna, cuyos iconos de uniformidad y no-pensamiento, atraviesan cada una de las ofertas que - grupo de edad privilegiado por el marketing-, se ofrecen a los adolescentes. La corriente imperante se establece en el sentido opuesto, esto es, la construcción de clones psíquicos que responden a fetiches identificatorios iguales, hombres y mujeres máquina –cyborg (17)-, en los que el conflicto que constituye la subjetividad creadora, está elidido.

NOTAS

(1) Mabel Burín distingue en la sociedad occidental tres tipos de uniones familiares que ella clasifica como: moderna, tradicional y de transición. Los roles de padre y madre son diferentes para cada una de ellas.

(2) A. Tobeña (2001) señala el incremento de la violencia física entre las adolescentes y las mujeres, fruto de esta exposición a valores culturales igualitarios.

(3) American Academy of child & Adolescent Psychiatry “Los niños y el divorcio” nº 1 (revisado 8/98).www.aacap.org/publications.

(4) Según David M. Buss (1996, p. 283), “en los Estados Unidos, casi el 50% de los hijos no viven con sus progenitores genéticos”.

(5) Stoller (1998), Volnovich (1997), Benjamin (1996, 1997), Fiorini, (1995, 2001), por citar sólo algunos  psicoanalistas actuales, insisten en la necesidad de recurrir a otras disciplinas (filosofía, antropología, estudios de género, neurociencias o literatura) que comparten aspectos del mismo objeto que trata el psicoanálisis. A mi juicio, renunciar a lo interdisciplinario, lo complejo o lo transdisciplinario (Hornstein), nos encierra en un solipsismo improductivo que pierde de vista aspectos de la complejidad de lo que se pretende conceptualizar.

(6) EL PAIS, 24-11-2002, “Flirteando con la muerte”.

(7) El constructivismo se opone al positivismo y al esencialismo en la ciencia, al comprender la realidad como producida socialmente (Berger, P. Y Luckmann, T., 1986), lo que permitiría el análisis histórico de los conceptos, genealogía en términos de Foucault,  o deconstrucción  en  los de Derrida; es decir, el análisis de los materiales y las condiciones históricas que contribuyeron a producir y naturalizar un tipo de realidad y no otro. 

(8) Para abundar en el inicio de la identidad de género masculina pueden consultarse los siguientes textos: Badinter (1993); Corsi (1996); Burin y Dio Bleichmar, E. (comp.) (1996).

(9) Un estudio excelente de la sexualidad femenina, y una crítica pormenorizada de la teoría freudiana sobre la misma a la luz de los estudios de género,  es el elaborado como tesis doctoral por Dio Bleichmar (1997). Para comprender la identificación entre feminidad y maternidad, el clásico de Chodorow: “El ejercicio de la maternidad” (1984).

(10) Citada por Limentani (1991) en el artículo al que antes nos referimos. En el mismo texto, el autor hace referencia a distintos psicoanalistas que abundan en la exclusión del padre, la desautorización que la madre hace de él, la pasividad del hombre, debida a sus conflictos con la masculinidad propia, como rasgos de la constelación familiar, y edípica por tanto, de los pacientes con desviaciones sexuales. Nosotros, aquí, pretendemos que entre en cuestión el término desviación sexual, al apelar a una sexualidad normal y otra desviada.

(11) Blos distingue entre identidad de género, que se establece muy tempranamente, comenzando en el primer año de vida, y la identidad sexual, como componente egosintónico del self, cuya adquisición determina el punto final de la adolescencia. La identidad sexual comporta la elección de objeto sexual y la relación con el otro, esto es, la actividad sexual propiamente dicha.

(12) Siguiendo una línea de pensamiento muy presente en el Psicoanálisis actual, tanto Ricardo Rodulfo como Hugo Bleichmar, por citar sólo algunos ejemplos, cuestionan la centralidad del Edipo (como ya lo hizo Kohut),  y de la diferencia de los sexos en la constitución del sujeto humano. Hoy, a la luz de los estudios de la relación del bebé con su madre y la observación infantil (Stern), en la teoría psicoanalítica comparten pleno protagonismo con la sexualidad tanto las necesidades de apego (Bolwby), como las de reconocimiento intersubjetivo (Benjamin), así como otras motivaciones (narcisistas, de conservación; Bleichmar), lo cual  lleva a Rodulfo a hablar de una galaxia mítica, más que de un mito Edípico central y excluyente.

(13) También la masculinidad tenía como atributo la paternidad en la sociedad rural tradicional, como Joan Frigolé (1998) demuestra en su hermoso libro “Un hombre”. El soltero seguía siendo definido como “hijo de”, y no era infrecuente la burla sobre lo “pegado a la madre”, que se encontraba, es decir, la ausencia de separación del grupo familiar de origen que caracteriza la vida adulta.

(14) Excepcional la caricatura que Verhaeghe hace del desencuentro entre hombres y mujeres, de la asimetría de sus fantasmas sexuales, sus demandas y sus expectativas. Todo lo cual le lleva a afirmar que las mujeres están más satisfechas con otras mujeres, puesto que comparten el mismo fantasma de amor ideal.

(15) El carácter novedoso no está en su práctica, obviamente conocida desde la antigüedad, sino en su aparición como propuesta identificatoria.

(16) El nombre crea identidades. Una crítica apropiada al riesgo de totalitarismo implícito en la denominación, es la que surge desde dentro del campo homosexual contra las identidades propuestas como gays, que pasan a definir, no una orientación sexual concreta, sino la totalidad de la persona, volviendo a establecer normas y desviaciones.

(17) El cyborg, tal y como fue concebido por Haraway (1995), es un híbrido de máquina y humano que escapa a las dicotomías del pensamiento occidental, constituye una esperanza para el mestizaje y un punto de referencia en la construcción de un proyecto de subjetividad que no se somete a los parámetros del pensamiento patriarcal capitalista. Su aspecto siniestro, su riesgo clónico, su carácter virtualmente seriado, fue señalado por mí (Lopez Mondéjar, 2000).

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