aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 026 2007 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

Repensando la acción terapéutica

Autor: Gabbard, Glenn; Westen, Drew

Palabras clave

Afirmacion, Autorrevelacion, Cambio estructural, Confrontacion, Estrategias tecnicas, Exposicion, Insight, Interpretacion versus relacion, Matriz interactiva, Modelo conexionista, Objetivos terapeuticos, Terapia de los procesos conscientes..


Publicado originalmente en International Journal of  Psychoanalysis, 2003; 84: 823-841. Traducido y publicado en Aperturas Psicoanalíticas con autorización de International Journal of Psychoanalysis.

Traducción:   Marta González Baz
Revisión:      
Raquel Morató


Al igual que otros principales constructos psicoanalíticos, la teoría de la acción terapéutica está actualmente fluctuando, puesto que los teóricos de distintas convicciones proponen diferentes mecanismos. En este artículo, los autores intentan integrar desarrollos internos y externos al psicoanálisis para ofrecer un modelo de trabajo de los múltiples procesos implicados en llevar a cabo el cambio en psicoanálisis y psicoterapia psicoanalítica. Una teoría de la acción terapéutica debe describir qué cambia (los objetivos del tratamiento) y qué estrategias pueden ser útiles para facilitar esos cambios (técnica). Los autores creen improbable que las teorías de la acción terapéutica de mecanismo único, independientemente de lo complejo que sea, demuestren ser útiles en este punto a causa de la variedad de objetivos del cambio y de la variedad de métodos útiles para producir cambio en esos objetivos (tales como las técnicas orientadas a alterar diferentes tipos de procesos conscientes e inconscientes). Las intervenciones que facilitan el cambio pueden clasificarse en una de estas tres categorías: aquellas que fomentan el insight, aquellas que hacen uso de varios aspectos mutativos de la relación de tratamiento y una variedad de estrategias secundarias que pueden tener una tremenda importancia. Proponen que, en todas las formas de tratamiento psicoanalítico, estaríamos más acertados al hablar de las acciones terapéuticas en lugar de la acción.

 

El psicoanálisis contemporáneo está marcado por un pluralismo desconocido en épocas anteriores, que se extiende a las teorías de la acción terapéutica. Ya no practicamos en una era en que la interpretación se consideraba la única flecha en el carcaj del analista. Pero precisamente no queda claro qué rol conserva el insight, caído de su pedestal, de entre todo el rango de mecanismos interpretativos y no interpretativos de la acción terapéutica. En este capítulo ofrecemos un breve resumen de los desarrollos recientes en las teorías psicoanalíticas de la acción terapéutica. A continuación intentamos ofrecer un esbozo de una visión más amplia de lo que es, o podría ser, terapéutico.

Conceptos en evolución de la acción terapéutica

Loewald fue de particular importancia en la transición hacia una visión más amplia de la acción terapéutica. En su trabajo crucial de 1960, apuntó que el proceso de cambio “se pone en movimiento no simplemente por la habilidad técnica del analista, sino por el hecho de que el analista se vuelve disponible para el desarrollo de una nueva ‘relación de objeto’ entre el paciente y el analista…” (pp. 224-225). Strachey (1934) de modo similar avanzó perspectivas más recientes en su clásico trabajo sobre la interpretación mutativa, en el que argumentaba que el analista como nuevo objeto es introyectado en el  superyó del paciente, modificando su dureza.

Para intentar caracterizar las recientes tendencias y controversias, señalaremos tres temas que recorren el discurso psicoanalítico contemporáneo: (1) el declive del debate “interpretación versus relación”, y el reconocimiento de múltiples modos de acción terapéutica; (2) el cambio del énfasis de la reconstrucción a las interacciones en el aquí y ahora entre paciente y analista; y (3) la importancia de negociar el clima terapéutico.              

El reconocimiento de los múltiples modos de acción terapéutica y el declive del debate “interpretación versus relación”

Los resultados del Proyecto de Investigación en Psicoterapia, de la Clínica Menninger han sido de gran influencia al señalar las múltiples vías mutativas en el psicoanálisis y psicoterapias psicoanalíticas. En su informe final del proyecto, Wallerstein (1986) examina el tratamiento de 42 pacientes y encuentra que las estrategias de apoyo resultaron en cambios estructurales tan perdurables como los logrados mediante enfoques interpretativos. Llamando la atención sobre nuestra idealización del insight, Wallerstein apunta que los elementos interpretativos y los de apoyo están siempre entrelazados, y que los aspectos de apoyo o relacionales del tratamiento no deben ser denigrados. El re-análisis posterior que hace Blatt (1992) de los datos de la Clínica Menninger sugiere que la clasificación de los pacientes como principalmente “introyectivos” (preocupados por establecer y mantener la autonomía y la autodefinición) o “anaclíticos” (preocupados por aspectos relacionales) predecía en qué medida un resultado positivo se asociaba respectivamente a elementos interpretativos versus de apoyo en el tratamiento. (En muchos, sino en la mayoría, de los casos, tanto el control como autonomía por un lado, como la mayor capacidad de lograr relaciones maduras e intimar con otros, son de substancial importancia para el paciente y el tratamiento).

En los últimos años, la polarización uno-u-otro entre el insight mediante la interpretación versus el cambio mediante la experiencia de un nuevo tipo de relación ha dado lugar al reconocimiento de que estos dos mecanismos de cambio operan sinérgicamente en la mayoría de los casos, con un mayor énfasis de un componente para algunos pacientes y del otro para otros (Cooper, 1989; Jacobs, 1990; Pulver, 1992; Pine, 1998;  Gabbard, 2000). No existe ya una demarcación clara entre los aspectos interpretativos y relacionales de la acción terapéutica. El insight en aspectos correctivos de la propia relación puede fomentar un cambio posterior, y el contenido de los comentarios interpretativos puede ser a veces menos importante que los significados a menudo inconscientes, incluyendo los significados relacionales transmitidos en el curso de la interpretación (ver Pulver, 1992; Stern, 1994; Stern y col., 1998). Como sugerían Joseph y Anne-Marie Sandler, en una elaboración más contemporánea de las ideas de Strachey sobre los elementos no interpretativos del cambio:

“El analista debe proveer, a través de sus interpretaciones y la forma en que las presenta, una atmósfera de tolerancia a lo infantil, lo perverso y lo ridículo,,una atmósfera que el paciente pueda hacer parte de sus propias actitudes hacía si mismo, que pueda internalizar junto con el entendimiento que ha alcanzado en su trabajo conjunto con el analista.” (1983, p. 423).

Pine (1998) sugiere que ya no es útil buscar un único modo de acción terapéutica dentro del psicoanálisis. Los mecanismos de cambio en el análisis serán siempre individualizados según las características de paciente y analista. A continuación, sugerimos cómo podemos aceptar una visión más pluralista de los mecanismos de acción terapéutica al mismo tiempo que nos volvemos más sistemáticos, en vez de menos, en nuestro pensamiento sobre cómo se produce el cambio en diferentes pacientes en diferentes momentos.

El cambio de énfasis de la reconstrucción a la interacción aquí y ahora entre analista y paciente

Aunque sigue siendo útil, la reconstrucción ya no se enfatiza y pasamos menos tiempo excavando en busca de reliquias enterradas del pasado del paciente. En su lugar, mucho del foco se pone en el modo en que la interacción aquí y ahora entre analista y paciente ofrece un insight sobre la influencia del pasado del paciente en los patrones de conflicto y relaciones objetales del presente (Arlow, 1987; Gabbard, 1997a). A este respecto, una de las obras maestras de Freud es su artículo de 1914 sobre recordar, repetir y elaborar. Freud hace la observación de que lo que no puede recordarse se repetirá en la acción en la conducta aquí y ahora del paciente con el analista. Este concepto era el significado original, por supuesto de acting out: los patrones pasados de relaciones objetales del paciente y los conflictos que rodean a esas relaciones se desplegarán frente a los ojos del analista, y no se necesita excavación arqueológica ninguna para desenterrarlos.

Un importante añadido a la comprensión de Freud es nuestro énfasis actual en la puesta en escena, la responsividad de rol y los varios fenómenos que caen bajo la rúbrica de identificación proyectiva (Gabbard, 1995). Ahora consideramos al analista como inevitablemente sacado al “baile” que el paciente recrea en el consultorio, de ahí el foco en la interacción en el aquí y ahora entre paciente y analista. En esta visión, las dimensiones transferencia- contratransferencia del tratamiento son el principal escenario en que se desarrolla el drama de la acción terapéutica, y estas puestas en acto son tanto experimentadas como interpretadas.

Desde un punto de vista contemporáneo, un aspecto importante del rol del analista es ayudar al paciente a darse cuenta de los patrones inconscientes expresados en su conducta no verbal, de modo que pueda lograr un sentido de control y comprensión de lo que está siendo repetido en una relación tras otra (ver también Wachtel, 1997). Fonagy y Target (1996) caracterizan este proceso como ampliar la realidad psíquica mediante la mentalización, o desarrollar la función reflexiva. Un modo principal de acción terapéutica implica la creciente habilidad del paciente para percibirse en la mente del analista, al tiempo que desarrolla simultáneamente un mayor sentido de la subjetividad separada del analista. Este modelo vincula lo interpersonal con lo intrapsíquico y está íntimamente relacionado con la noción de Benjamin (1995) de que la intersubjetividad es un logro del desarrollo en el cual los objetos son en último lugar reemplazados por sujetos que tienen un mundo interno distinto del de uno mismo (Gabbard, 1997b).

Aunque muchas de las vías para el cambio descritas por los teóricos contemporáneos implican intervenciones explícitas, el dominio consciente de los modos implícito y reiterativo de relacionalidad a menudo está acompañado por cambios en las conexiones afectivas e interactivas no conscientes descritas por Lyons-Ruth y col. (1998) como conocimiento relacional implícito. Según Lyons-Ruth y sus colegas, los cambios en el conocimiento relacional implícito pueden producirse en “momentos de encuentro” entre analista y paciente que no son representados ni simbólica/verbal/conscientemente ni dinámicamente inconscientes en el sentido ordinario. Sin embargo, estos momentos de encuentro pueden ser importantes para reorganizar la experiencia procedimental y afectiva en un contexto relacional (Stern y col., 1998; Bruschweiler-Stern y col., 2003).

Basándose tanto en la observación clínica como en el análisis empírico sistemático de transcripciones de sesiones analíticas, Jones (1997, 2000) ha desarrollado recientemente un modelo integrador que tiene en cuenta tanto la interpretación como la interacción que se produce en la relación, a las que denomina como estructura de interacción repetitiva. En este modelo la acción terapéutica ocurre en el reconocimiento, la experiencia y la comprensión por ambos miembros de la díada analítica de un patrón de interacciones reiterativas.

Negociando el clima terapéutico

Con la desaparición de cualquier noción consensuada de “técnica estándar”, se ha introducido una flexibilidad creciente en la práctica psicoanalítica y un reconocimiento de la inevitabilidad -y el valor- del proceso de negociación que tiene lugar en cada díada analítica. Greenberg (1995) se refiere a esto como “matriz interactiva” y sostiene que el marco mismo así como las reglas varían dependiendo de la naturaleza específica de las subjetividades de analista y paciente. En sus obras sobre los límites profesionales, Gabbard ha planteado que para evitar los peligros de una rigidez defensiva debemos conceptualizar los límites analíticos como fluidos y relacionados con hechos contextuales en una díada analítica particular (Gabbard y Lester, 1995). Este cambio no significa que “todo vale” en la sesión analítica. Significa, en cambio, que una adherencia rígida a una posición técnica que no ha logrado encontrar al paciente en un “espacio” interpersonal suficientemente cómodo para ambos participantes (que comprometa al paciente en el tipo de negociación creativa e interpersonal que se espera fomentar en las otras relaciones), puede ser igual de contraterapéutico que un “análisis salvaje”.

Según Mitchell, la negociación y la adaptación mutua son cruciales para la acción terapéutica. Apunta que:

No existe una solución o técnica general, porque cada solución, dada su propia naturaleza, debe ser diseñada individualmente. Si el paciente siente que el analista está aplicando una técnica o desplegando una actitud o posición genérica, el análisis posiblemente no pueda funcionar. (1997, pág.58).

A partir de este proceso de entrar en las experiencias subjetivas de otro, lo que emerge finalmente es lo que Mitchell llama “algo nuevo de algo viejo” (p. 59), que él considera como el mecanismo central de la acción terapéutica. De una forma similar, Hoffmann (1994) ha enfatizado que la acción terapéutica es inherente a la tensión dialéctica entre tirar el manual y volver a él.

Resumiendo, ya no tenemos consenso en el psicoanálisis acerca de qué es lo que funciona y cómo. En general, la escena psicoanalítica actual está presenciando un movimiento hacía una mayor humildad. Esta humildad se refleja en la tolerancia hacia la incertidumbre -tanto en nuestra literatura profesional como en las horas de tratamiento. De hecho, para algunos pacientes puede haber un efecto profundamente mutativo en el reconocimiento –y algunas veces la honesta autorrevelación del analista- de que el analista no lo sabe todo y depende de un esfuerzo colaborador con el paciente para saber qué es lo que está ocurriendo[1].

Las virtudes de una actitud no defensiva hacia la incertidumbre son claras, pero también lo son los peligros inherentes a la agnosia terapéutica y teórica. Es útil reconocer que muchas veces navegamos sin una brújula confiable, pero no es útil no tener timón. En este artículo empezamos a delinear un modelo de trabajo de la acción terapéutica que integra teoría y datos tanto de dentro del psicoanálisis como de fuera del mismo, integrando una actitud analítica hacia el significado con una actitud sistemática hacia los mecanismos y los datos experimentales aportados por disciplinas aliadas. Al realizar esto, esperamos describir y situar en un contexto más amplio y abarcativo lo que la mayoría de nosotros hacemos cuando practicamos psicoanálisis y psicoterapia psicoanalítica, así como considerar lo que podríamos realizar si adoptásemos una actitud más sistemática hacía los distintos objetivos de la actividad terapéutica que podrían producir un cambio sintomático o caracterológico.

Una teoría de la acción terapéutica debe describir tanto qué cambios (los objetivos del tratamiento) como qué estrategias tienen la probabilidad de ser útiles para facilitar dichos cambios (técnicas). Encararemos cada uno de estos en su momento, para luego concluir con algunas implicaciones generales que tiene el pensar así sobre el acto terapéutico. De aquí en adelante rogamos la indulgencia del lector si la presentación parece en ocasiones más el resumen o el esqueleto de una teoría, sin el tejido conectivo o la “carne” clínica y empírica que usualmente sustenta dicho argumento. Nuestra meta es trazar los parámetros de un modo de pensar sobre la(s) acción(es) terapéutica(s), que las limitaciones de espacio (y algunos pueden concluir que de intelecto) no nos permiten exponer en mayor detalle.

Antes de comenzar, es necesaria una advertencia. Es probable que los lectores se pregunten hasta qué punto algunas de las sugerencias técnicas que defendemos son analíticas. Sugeriríamos diferir la pregunta acerca de si esos principios o técnicas son analíticos y centrarnos en cambio si son terapéuticos. Si la respuesta a esa pregunta es positiva, la siguiente pregunta es cómo integrarlos en la práctica analítica o psicoterapéutica del modo más útil para el paciente. La pregunta de si algo es analítico puede ser útil a veces, pero nosotros creemos que puede convertirse en una trampa contratransferencial que aleje nuestra atención de la comprensión de la acción terapéutica, esto es de entender qué ayuda a las personas a cambiar aspectos de su carácter y formaciones de compromiso problemáticas para que puedan vivir sus vidas de forma más satisfactoria.

¿Qué cambia en el psicoanálisis?

Las distinciones en la neurociencia cognitiva entre sistemas implícitos y explícitos, distintos en muchos aspectos de su funcionamiento y neuroanatomía, convergen con el énfasis temprano que Freud ponía en la distinción entre lo consciente y lo inconsciente, sugiriendo dos objetivos centrales en las formas de tratamiento psicoanalítico. El primero y crucial es alterar las redes de asociación inconsciente, particularmente: a) aquéllas que desencadenan reacciones emocionales problemáticas; b)  aquéllas que desencadenan estrategias defensivas problemáticas; y c) aquéllas que subyacen a patrones interpersonales disfuncionales. Un segundo objetivo del tratamiento, al cual la distinción entre procesos implícitos y explícitos en la neurociencia cognitiva ha supuesto una enorme ayuda, supone alterar patrones conscientes de pensamiento, sentimiento, motivación y regulación del afecto. Estos dos objetivos, y los subobjetivos que los constituyen, requieren a menudo diferentes tipos de intervención.

Cambiando las redes de asociación inconscientes

Los desarrollos en la neurociencia cognitiva han puesto de manifiesto la importancia de alterar las redes asociativas (Western & Gabbard, 2002a, 2002b), gracias a la creciente literatura sobre la memoria implícita, que es la memoria que se observa en la conducta pero no es conscientemente traída a la mente (Roediger, 1990; Schater, 1992, 1995, 1998). De especial importancia desde un punto de vista psicoanalítico es la memoria asociativa, un subtipo de memoria implícita que se refiere a los vínculos inconscientes entre los procesos cognitivos, afectivos y otros procesos psicológicos que se asocian mediante la experiencia. Estas redes son inconscientes sean o no algo conflictivo o de lo que haya que defenderse; no tenemos acceso a ellas, y no nos damos cuenta de su estado de activación o desactivación relativa en un momento dado, lo que determina sus efectos sobre la actividad mental y la conducta continuadas (como las reacciones de transferencia). En la medida en que estas redes inconscientes guían la mayoría de nuestro pensamiento, sentimiento y  conducta, en la mayoría de los casos serán el foco primario de la acción terapéutica.

Un objetivo crucial del cambio asociativo, familiar para todos los analistas, depende de los vínculos entre afectos y representaciones. Un paciente puede tener sentimientos de auto-aborrecimiento asociados con una representación del self como malo, avaricioso o sexual. Otro puede asociar el enfado con representaciones de la figura del padre, o con secuencias interaccionales relacionales que recuerden a interacciones con su padre en la infancia, lo cual puede desencadenar defensas, formaciones de compromiso o modos de comportarse que conduzcan a la aflicción o provocan precisamente lo que el paciente teme.

Un segundo tipo de cambio, relacionado con éste, implica alterar las redes que representan deseos inconscientes (Brenner, 1982). Esto ha sido durante mucho tiempo un objeto central del tratamiento analítico, como el ayudar a que los pacientes que se sitúan reiteradamente en relaciones inadecuadas comprendan  qué están poniendo en acto y desarrollen deseos que los conduzcan a relaciones más satisfactorias. Sin embargo, actualmente andamos escasos de explicaciones teóricas y técnicas de cómo ayudar a las personas a cambiar motivaciones que les son altamente gratificantes, aunque problemáticas en último lugar, y, más concretamente, de qué pasa con las viejas motivaciones una vez que la persona comienza a buscar objetivos y objetos más adaptativos.

Un tercer tipo de cambio supone alterar las redes que constituyen creencias patogénicas inconscientes, tales como los miedos de los pacientes  acerca de qué sucederá si se permiten la felicidad o el éxito, expresan enfado, etc. (Weiss, 1990). En algunos casos, la creencia puede ser una asociación implícita automática más que una fantasía plenamente formada. Por ejemplo, un paciente puede evitar un logro porque alberga una creencia inconsciente de que otros se verán heridos por su éxito. En realidad, el afecto o la estrategia reguladora del afecto podría estar conectado o no con una fantasía clara. Acercarse al objeto o acto temido puede desencadenar inconscientemente la ansiedad, las acciones de autosabotage y  defensas relacionadas sin la activación implícita o explícita de una creencia, un miedo o una representación de un incidente. Desde el punto de vista de la neurociencia cognitiva, la independencia relativa funcional y neuroanatómica de muchas expectativas implícitas y explícitas es una razón importante de por qué el insight puede no lograr por sí solo el cambio.

Un cuarto objetivo del cambio asociativo implica defensas y formaciones de compromiso. Estamos aquí distinguiendo artificialmente en cierto modo esta categoría del objetivo anterior de creencias patogénicas inconscientes. De hecho, muchas creencias inconscientes tienen funciones defensivas y resultan de formaciones de compromiso o las constituyen. Alterar las defensas, por supuesto, se ha considerado durante mucho tiempo uno de los aspectos esenciales del tratamiento psicoanalítico, y se ha enfatizado en las teorías recientes de la acción terapéutica enunciadas por Gray (1990) y Busch (1995). Un objetivo de la acción terapéutica también enfatizado por el psicoanálisis clásico implica formaciones de compromiso que, una vez formadas, pueden desencadenarse automáticamente en situaciones similares o formar un prototipo o plantilla para futuros compromisos.

Aquí hay que destacar dos puntos. Lo primero, aunque a menudo pensamos en los objetivos de diferentes escuelas de pensamiento psicoanalítico como incompatibles o inconmensurables (p. ej. cambiar las formaciones de compromiso versus alterar los patrones de relaciones objetales del paciente), la mayoría de estos objetivos pueden ser entendidos en términos de alterar las redes asociativas inconscientes. Por ejemplo, cambiar las relaciones objetales internas problemáticas significa cambiar las redes que representan a los otros significativos, a las situaciones interpersonales significativas (los paradigmas del self con el otro), las reacciones afectivas a los otros o situaciones importantes, los modos de regular afectos concretos en relaciones íntimas, etc. Como veremos, ayudar a los pacientes a cambiar relaciones objetales internas perdurables también significa atender a las relaciones externas del individuo en la vida ajena al análisis, que, después de todo, son los objetivos finales del cambio que implica a las relaciones objetales.

Un segundo punto es lo que lo significa alterar el funcionamiento de las redes asociativas y cómo esto se relaciona con el concepto de cambio estructural. Sea nuestro objetivo alterar los motivos, las creencias o ideas patogénicas, las defensas, las formaciones de compromiso o los vínculos entre afectos y representaciones, el cambio implica  estos tres procesos. El primero es un debilitamiento de los lazos entre los nudos de una red que se han activado conjuntamente durante años o décadas y una disminución general de su nivel de activación crónica (su tendencia a asimilar nuevas experiencias y de este modo afectar la actividad mental continuada).Según los modelos conexionistas de la neurociencia, que comparten muchos aspectos con el modelo de redes asociativas propuesto implícita y explícitamente por Freud (Western & Gabbard, 2002a), las representaciones no son “cosas” almacenadas en la memoria sino conexiones entre unidades mentales (ideas, recuerdos, sensaciones, afectos, etc.), que son “disparadas conjuntamente”. Las representaciones, según este punto de vista, son potenciales para la reactivación, es decir, patrones de disparo neuronal que ocurren bajo ciertas condiciones basadas en los niveles previos de activación. Una representación que desempeña un papel poderoso y recurrente en la vida psíquica del paciente (por ejemplo una representación de sí mismo interactuando con una autoridad crítica, que lleva al paciente a interpretar comentarios relativamente benignos como críticos o a “pegar primero” y rebelarse) es un potencial que ha sido activado muchas veces anteriormente (y tal vez recientemente, lo que aumenta su nivel de activación) y, por tanto, existe en un elevado nivel de potencial.

Así, un cambio asociativo significa debilitar las conexiones entre los procesos mentales que han sido conectados por asociación. Segundo, los cambios estructurales en las redes asociativas implican la creación de nuevas vinculaciones por asociación, o bien el fortalecimiento de vínculos que previamente eran débiles.

Un tratamiento que resulte en un cambio estructural, no oblitera ni reemplaza completamente las redes antiguas, lo que es neurológicamente imposible en la mayoría de las circunstancias. Más bien, un cambio duradero requiere una desactivación relativa de las conexiones problemáticas en las redes activadas y el incremento de la activación de nuevas conexiones más adaptativas, de modo que el paciente tienda a encontrar nuevas soluciones de compromiso más adaptativas. Si las circunstancias son lo suficientemente poderosas, esto es, si propagan suficiente activación a las redes en “mal estado”, pueden activar dinámicas “regresivas” aun en pacientes bien analizados. Sin embargo, uno esperaría que la mayor parte del tiempo un paciente que haya logrado lo que pensamos como un cambio estructural, haya aprendido a reconocer estas dinámicas conscientemente, a entender el significado de su resurgimiento, y a usar este conocimiento consciente así como su capacidad de autoanálisis para controlarlas o para buscar ayuda.

Así, desde una postura que integra los conceptos psicoanalíticos de afecto, motivación y conflicto con el modelo conexionista de representación, el cambio estructural es una cuestión de grado y depende de varios factores. El primero es la durabilidad de los cambios en las redes asociativas, frente a poderosas circunstancias de la vida que pueden empujar hacia viejas soluciones, lo que  a su vez depende de la intensidad en que éstas circunstancias se presentan, que puede estar o no bajo el control del paciente. El segundo, es en qué medida los cambios en las redes asociativas son dominantes y clínicamente significativos en su impacto en patrones previamente disfuncionales. El tercero es la capacidad del paciente para realizar la autorreflexión consciente, que le permita superar las dinámicas inconscientes una vez que sean reconocidas.

En este sentido, los pacientes no hacen ni dejan de hacer un cambio estructural puesto que no existe una estructura única. Lo que denominamos cambio estructural, es siempre relativo a una dinámica o patrón persistente que está interfiriendo con la capacidad del paciente para amar y trabajar. El grado de lo que consideramos cambio estructural depende de su durabilidad, la importancia en la vida de la persona y que su capacidad de estar bajo control consciente cuando las circunstancias activen “tirones” regresivos hacia viejas redes.

Alterar los patrones conscientes de pensamiento, sentimiento, motivación y regulación afectiva

Un reconocimiento crucial que está empezando a emerger en la literatura experimental sobre el pensamiento, el sentimiento y la motivación implícitos, es que ni los procesos conscientes ni los inconscientes pueden darse por sentados desde un punto de vista terapéutico (Western, 1999, 2000). Muchas defensas, por ejemplo, como mucho del conocimiento procedimental (habilidades o el conocimiento de cómo se hace algo, en este caso los procedimientos para regular inconscientemente el afecto), probablemente se vuelven rutinas a nivel de los ganglios basales (estructuras subcorticales cada vez más involucradas en el conocimiento procedimental) y de los circuitos inhibitorios de la corteza prefrontal ventromedial. Por el contrario, las estrategias conscientes para la regulación del afecto (llamadas estrategias de afrontamiento) tales como la autodistracción, implican funciones ejecutivas asociadas a la memoria de trabajo (memoria momentánea disponible para la manipulación consciente) que se halla también bajo el control de los circuitos de la corteza prefrontal dorsolateral. Las estrategias técnicas con más probabilidad de producir cambios en la regulación consciente e inconsciente del afecto, pueden ser a veces diferentes porque están dirigidas a cambiar estructuras distintas no sólo funcional sino también neuroanatómicamente. Lo mismo se puede decir para los procesos conscientes de pensamiento cambiantes, que pueden ser cualitativamente diferentes del pensamiento y las fantasías inconscientes. Además de alterar las redes asociativas inconscientes, otro objetivo de la acción terapéutica reside en los patrones conscientes de pensamiento, afecto, regulación del afecto y motivación.

Durante años, hemos asumido que las intervenciones más importantes tienen como objetivo los procesos “más profundos”, que serían los más profundamente inconscientes (ver Wachtel, 1997). Esta afirmación, en parte, tiene sentido clínicamente. La experiencia clínica sugiere que focalizarse principalmente en los pensamientos o sentimientos conscientes (como en la terapia cognitiva para la depresión), tiende a producir sólo cambios de corta duración, y el examen cuidadoso de las bases de investigación para dichos tratamientos respaldan esta opinión (Western y Morrison, 2001). La investigación reciente en neurociencia cognitiva sugiere por qué sería esto: los procesos implícitos son distintos de los explícitos fisiológica y neurológicamente, por lo que dirigirse sólo a aquellos procesos que alcanza la conciencia probablemente es pasar por alto muchas redes asociativas importantes.

Sin embargo, en algunos aspectos es paradójica la relativa falta de atención prestada en la literatura psicoanalítica sobre la acción terapéutica y la técnica a los procesos conscientes, dado el énfasis “implícito” de Freud en la importancia de lo consciente en su dictum de volver consciente lo inconsciente. Sin duda la conciencia evolucionó porque servía a una o varias funciones. Una función primordial de la conciencia es proveer al organismo de la capacidad de superar los “procedimientos estándar de operación” codificados en redes asociativas implícitas y “resetear” algunos parámetros de dichas redes (la fuerza de las conexiones entre las unidades conectadas) a través de la reflexión consciente y las acciones que alteran la experiencia posterior (ver Horowitz, 1999). De hecho, los documentos de la investigación experimental muestran que cuando las personas no están pensando conscientemente en sus motivaciones son guiadas por motivos implícitos, pero cuando prestan atención consciente sus motivaciones, sus objetivos conscientes -que tienen correlatos y orígenes evolutivos muy diferentes- tienden a regular sus actos (McClelland y cols., 1989). En la medida en que los pensamientos, sentimientos, motivaciones y estrategias de regulación de afecto conscientes e inconscientes pueden diferir, es lógico que un enfoque terapéutico abarcativo-y una teoría abarcartiva de la acción terapéutica- deba dirigirse tanto a los procesos conscientes como inconscientes. Un mayor foco en los procesos conscientes es una de los modos en que distinguimos el psicoanálisis de la psicoterapia psicoanalítica. Sin embargo, la medida en que podemos, y debemos, encarar los procesos conscientes, incluso en el psicoanálisis, es un tema que merece cuidadosa consideración.

Hay varios tipos de procesos conscientes que merecen atención terapéutica. Primero, el tratamiento puede dirigirse a los procesos de pensamiento consciente. Una paciente, por ejemplo, se consumía en pensamientos acerca de un hombre que ella esperaba se le propusiera, pero que sin embargo la rechazó. Pasaba la mayor parte de sus momentos (conscientes) de vigilia durante el año siguiente rumiando sobre lo que debió haber dicho, lo que él quiso decir cuando dijo una cosa u otra, etcétera. Con el tiempo, la paciente llegó a entender su tendencia a la rumiación como una estrategia defensiva que en su momento le permitió enfrentarse con la incertidumbre de tener un padre que abusaba de ella intermitentemente. Este trabajo orientado al insight estaba encaminado a examinar la función inconsciente que tenía para ella la rumiación, que estaba unida a su etiología. Sin embargo, al mismo tiempo, el terapeuta la ayudó a distinguir modos de auto reflexión conscientes: la introspección, orientada a examinar experiencias del pasado o presente con una actitud de curiosidad, autoexploración y la posibilidad de cambio en el futuro; y la rumiación, que insiste en el pasado con una actitud de pesadumbre. La primera, la llevará probablemente en último lugar a una sensación de libertad respecto de ataduras emocionales pasadas, mientras que la última es probable que atrape aún más a la paciente en estas ataduras, y perpetúe su ansiedad y depresión. De hecho, esta distinción demostró resultarle muy útil a la paciente para regular las espirales de afectos negativos; puesto que empezaba a sorprenderse rumiando, y para cambiar se preparaba para hacerse preguntas acerca de la función de la rumiación en esos momentos (por ejemplo: “¿qué estoy sacando en claro de esto ahora?”, “¿qué estaría sintiendo si no estuviera rumiando?”, y “¿esto, a qué es preferible?” En realidad, la exploración de esta dinámica consciente dio lugar a un mejor entendimiento del modo en que ella utilizaba el proceso de tratamiento al servicio de la rumiación (y por lo tanto de la autoflagelación), en lugar de ponerlo al servicio del cambio.

Como sugiere este ejemplo, y tal como documenta ampliamente la investigación empírica (Power y Dalgeish, 1997), los pensamientos conscientes pueden amplificar sentimientos, lo que a su vez puede llevar a las personas a tomar o evitar acciones que afecten profundamente su vida. Esto se observa frecuentemente en pacientes con dinámicas de autoderrota, cuyas actitudes  hacía sí mismos, tanto conscientes como inconscientes, contribuyen a que no logren obtener y mantener trabajos, relaciones, etc. A pesar de la falta de una razón teórica explícita, sospechamos que la mayoría de los analistas y terapeutas analíticos, suelen llamar la atención de los pacientes deprimidos sobre cómo se boicotean conscientemente a sí mismos, esperan lo peor, devalúan sus habilidades, etc. Aunque es poco probable que esto cambie por sí sólo las redes inconscientes de asociación, sí puede ayudar a los pacientes a detener los espirales de autoderrota, permitiéndoles tomar mejores decisiones en su vida, lo que a su vez impactará en su futura felicidad.

Un segundo objetivo de la acción terapéutica son los estados afectivos conscientes. Centrarse en los estados afectivos conscientes puede suponer esfuerzos por alterar la frecuencia o intensidad de sentimientos concretos, ayudar al paciente a reconocer y tolerar estados de sentimientos contradictorios (p. ej. amor y odio hacia la misma persona [Kernberg, 1975], o ayudar al paciente a tolerar sentimientos incómodos (Kristal, 1977). Gran parte del tiempo, de hecho, los pacientes vienen con el objetivo explícito de reducir los estados emocionales adversos como la ansiedad y la depresión. En otras ocasiones, sin embargo, uno de los objetivos terapéuticos puede ser incrementar, en lugar de reducir, la conciencia de emociones concretas, como es el ayudar a una persona pasiva y poco asertiva a darse cuenta de su enfado.

A este respecto, un objetivo importante en muchos tratamientos es ayudar a los pacientes a tolerar afectos como la ansiedad lo suficiente como para que puedan utilizarlos como señales (Siegel y Rosen, 1962). Desde una perspectiva evolucionista, la función del afecto es guiar el pensamiento y la conducta de modos que fomenten la adaptación, y una tendencia crónica a evitar afectos concretos o el afecto en general (como sucede con muchos pacientes obsesivos) que deja al individuo sin una brújula esencial para navegar por la vida y en concreto por la vida social (Westen, 1985, 1997). Bechara y col. (1994) han descrito las dificultades que los pacientes que tienen dañada la amígdala o la corteza prefrontal ventromedial suelen presentar al intentar hacer elecciones en la vida. Aunque su capacidad para pensar puede estar intacta, su incapacidad para imaginar o hacer uso de las consecuencias afectivas de sus acciones los convierte, como a muchos psicópatas, en incapaces de tomar decisiones que protejan sus intereses o los de los otros.

Un tercer objetivo de la acción terapéutica son las estrategias conscientes que las personas utilizan para regular sus afectos, a las que se suele referir la literatura psicológica como estrategias de afrontamiento. Aunque podemos no dirigirnos siempre a esos procesos de forma explícita, los cambios en las estrategias conscientes de afrontamiento a menudo ofrecen un  índice del cambio, como cuando un paciente comienza a mostrar una mayor capacidad de usar el humor para hacer frente a realidades desagradables, especialmente sobre el self. En otras ocasiones, especialmente en pacientes con trastornos severos de la personalidad que carecen de habilidades básicas de regulación del afecto, las estrategias conscientes para hacer frente pueden ser un objetivo esencial y explícito de la acción terapéutica (ver Westen, 1991; Linehan, 1993). En realidad, éste era un reconocimiento central de la psicología del yo de mediados del siglo XX (p. ej. Redl y Wineman, 1951).

Un objetivo final de la acción terapéutica son las motivaciones conscientes que guían la conducta de la gente cuando su conciencia está comprometida en una actividad encaminada a un objetivo. En la medida en que estas motivaciones no son adaptativas o reflejan formaciones de compromiso inconscientes, y en la medida en que pueden conducir a las personas a modalidades que en último lugar van en detrimento de su bienestar, deberían convertirse en el objetivo del tratamiento al igual que las motivaciones inconscientes. Con más frecuencia, por supuesto, nuestro objetivo es traer a la conciencia motivaciones inconscientes de modo que el paciente pueda hacer elecciones más orientadas a lo que quiere, los mensajes que quiere transmitir, etc.

 

Técnica: estrategias para fomentar el cambio terapéutico

Tras ofrecer una primera aproximación a un esbozo de los objetivos primarios del cambio terapéutico, haremos a continuación una disección de las estrategias técnicas que pueden ser útiles para llevar a cabo dicho cambio. Como esperamos mostrar, el explicar detalladamente la multiplicidad de objetivos de la acción terapéutica puede ser útil para llamar la atención sobre los múltiples modos en que podemos proceder terapéuticamente en un momento dado. Nos centramos aquí en tres clases de intervenciones: las dirigidas a fomentar el insight, las que derivan de aspectos de la relación terapéutica y “estrategias secundarias” como son la exposición y la autorrevelación. Las dos primeras son cruciales para el psicoanálisis propiamente dicho, mientras que las estrategias secundarias están más estrechamente vinculadas a la psicoterapia, aunque ninguna debería considerarse exclusivamente terreno de una o de la otra.

 

Fomentar el insight

Las dos técnicas más importantes para fomentar el insight, por supuesto, son la asociación libre y la interpretación. La asociación libre es útil por dos importantes razones[2]. En primer lugar, como Freud enfatizó, ofrece un modo de ver las defensas en acción, ofreciendo la oportunidad de entreverlas (cuando el paciente está asociando de un modo relativamente libre). En segundo lugar, relacionado con esto, la asociación libre permite al paciente y al analista explorar y trazar un mapa de las redes de asociación implícitas del paciente -trabajar conjuntamente como cartógrafos de la mente para crear un modelo de las redes que conducen al paciente a pensar, sentir y actuar en los modos en que lo hace bajo determinadas circunstancias. El discurso consciente dirigido a un objetivo puede interferir con este proceso porque la cognición consciente opera sobre diferentes principios que el pensamiento asociativo inconsciente. Uno de los efectos beneficiosos de los desarrollos recientes en neurociencia es el apoyo empírico que ofrecen “implícitamente” para esta técnica psicoanalítica fundamental.

La interpretación, la segunda técnica, puede dirigirse a cualquiera de los numerosos acontecimientos mentales. Estos incluyen deseos, miedos, fantasías y expectativas; defensas y formaciones de compromiso; conflictos; patrones transferenciales; patrones relacionales observados en las descripciones que los pacientes hacen de acontecimientos interpersonales que no tienen analogías directas en la relación terapéutica; sentimientos inducidos en el analista por la presión interpersonal del paciente; y vínculos entre pensamientos y sentimientos o entre elementos de las redes asociativas que el paciente no ha reconocido o no quería reconocer.

La interpretación que se centra específica y sistemáticamente en los temas transferenciales es, por supuesto, uno de los sellos del psicoanálisis que lo distinguen de la psicoterapia psicoanalítica. Si bien los enfoques psicoterapéuticos pueden implicar la interpretación de los fenómenos transferenciales, estos esfuerzos son a menudo más tenues y menos concienzudos y sistemáticos. El psicoanálisis se apoya más en un enfoque que lleva la comprensión transferencial hasta sus límites (Gabbard, 2001a; Greenberg, 2001). Mediante la interpretación de la transferencia, los analistas ayudan a sus pacientes a reintegrar aspectos de sí mismos que han sido defensivamente desmentidos mediante la identificación proyectiva (Steiner, 1989). A este respecto, parte de la acción terapéutica del trabajo analítico consiste en ayudar a los pacientes a vivir en su propia piel (Gabbard, 1996) mediante la interpretación incesante de los fenómenos transferenciales.

La exploración e identificación de los procedimientos implícitos, como los procesos defensivos, puede a veces dar lugar a la revelación de recuerdos inconscientes (reprimidos), a los que Freud consideró en su momento como el propósito principal de explorar el pasado. Sin embargo, no es probable que esto sea un modo central de acción terapéutica en la mayoría de los tratamientos.

 

“La relación” como un vehículo para la acción terapéutica

En nuestra revisión de las tendencias actuales en la comprensión de la acción terapéutica, apuntábamos la amplia aceptación del papel de la relación terapéutica como tal en la acción terapéutica. Es importante especificar, sin embargo, qué aspectos de la relación influyen en qué objetivos del cambio terapéutico.

En primer lugar, para las perspectivas relacionales contemporáneas es crucial la noción, que evoca al concepto de experiencia emocional correctiva, de que vivir un tipo diferente de relación puede ser una avenida importante para el cambio terapéutica. Desde la perspectiva actual, mucho de lo que esto supone es alterar las redes asociativas, incluyendo los deseos, temores, motivaciones y estrategias defensivas que pueden estar asociativamente vinculadas a las representaciones de objetos, estados y acciones.

Un segundo modo en que la relación puede contribuir al cambio es mediante la internalización de su función, por la cual el paciente desarrolla la capacidad de llevar a cabo  una función hasta ese momento externa, como cuando un paciente aprende a autocalmarse mediante reiteradas experiencias de ser calmado por parte del terapeuta (p. ej. Adler y Buie, 1979). A veces esto puede empezar mediante la formación de una representación del terapeuta que el paciente usa conscientemente cuando se siente mal y que luego empieza a usar gradualmente de forma automática e inconsciente. Sin embargo, la internalización de la función a menudo no requiere el uso de una representación consciente, declarativa, de este tipo. Precisamente, el modo en que los pacientes internalizan los cuidados terapéuticos y crean recuerdos procedimentales que pueden activarse conscientemente y, en último lugar, inconscientemente, merece una atención e investigación cuidadosas.

Un tercer modo en que la relación puede ser terapéutica es cuando el paciente internaliza actitudes afectivas del terapeuta. Para muchos pacientes, esto implica suavizar un superyó hipercrítico, como cuando el paciente comienza a internalizar la posición interesada, exploradora, del analista hacia un material previamente sentido como vergonzoso o “malo” en cualquier sentido, o cuando el paciente internaliza una actitud moderada más explícita hacia sus impulsos o acciones. Esto puede suceder mediante comentarios explícitos por parte del terapeuta así como mediante gestos, entonación y otras formas de comunicación que pueden registrarse implícita o explícitamente. No está claro en qué medida las vías implícitas y explícitas para el cambio terapéutico contribuyen a la alteración de redes asociativas duraderas y patrones conscientes de actividad mental, y nuevamente merece ser investigado.[3]

Un cuarto modo en que la relación puede ser un instrumento de cambio activo es mediante la internalización de estrategias conscientes para la autorreflexión, es decir, cuando el paciente se convierte gradualmente en su propio analista. En parte, esto puede suceder mediante simples procesos de aprendizaje observacional, aunque como Fonagy ha observado, una avenida crucial para el cambio terapéutico puede residir en la creciente capacidad del paciente para “encontrarse en la mente del terapeuta” (1996b, p. 51). Todos estos aspectos de la internalización se basan en el desarrollo de una relación terapéutica en la cual el paciente se sienta lo suficientemente seguro como para explorar su mente en presencia de un otro.

Finalmente, un uso central de la relación en las formas psicoanalíticas del tratamiento reside en la identificación de paradigmas prominentes de transferencia-contratransferencia. Puesto que muchos patrones relacionales reflejan procedimientos y asociaciones implícitos, la gente no suele darse cuenta de ellos. En otros casos, las personas no se dan cuenta de estos patrones a causa de sus conflictos y defensas contra el saber. Esto es un ejemplo en el cual puede ser útil distinguir explicaciones cognitivas, relativas en este caso a la falta de acceso consciente a los procedimientos implícitos, de las explicaciones dinámicas, que implican la motivación. En el caso actual, estas parecen ser explicaciones complementarias en lugar de enfrentadas.

Debería quedar claro a partir de esta discusión que no sostenemos que el analista cambie el mundo interno del paciente simplemente por ser diferente. La noción de que ser diferente puede ser transformador tiene una historia extensa y controvertida en la literatura psicoanalítica, remontándose al menos al clásico artículo de Strachey (1934) sobre la acción terapéutica. Strachey destacaba que el analista debería evitar cualquier conducta con reminiscencias del introyecto arcaico “malo” porque el analista sería entonces poco distinguible de ese objeto, y la interpretación sería menos mutativa.

Desde un punto de vista más contemporáneo, lo crucial es que el analista  (o la situación analítica) no sea sólo diferente de un objeto del pasado sino, en ciertos aspectos, similar a él. Desde una perspectiva conectivista, los aspectos del analista o de la situación analítica deben guardar semejanza suficiente con los prototipos del pasado para activar redes neuronales principales y que sean reelaboradas. A veces, las redes activadas del paciente empujarán a su vez al analista a puestas en acto las cuales puede ser cruciales que paciente y analista comprendan y transformen. Por ejemplo, en un caso, el analista se encontró inesperadamente poniendo en acto un patrón en el cual se sentía provocado por la actitud displicente de la paciente en cuanto a los gastos, que estaba amenazando su capacidad de seguir siendo solvente, y comenzó a criticarla por su irresponsabilidad de una forma que guardaba reminiscencias de las críticas penetrantes de su madre hacia ella. Interrumpiendo este complejo “guión” en el cual el analista se veía adjudicado el papel de la madre, éste ayudó a la paciente a reconocerlo, a formar nuevas asociaciones para hablar abiertamente con un otro íntimo (a ser comprendida más que criticada o atacada) y a desarrollar nuevos compromisos para regular los afectos relevantes.

 

Estrategias secundarias

Los principales vehículos de cambio en psicoanálisis implican la relación terapéutica y la adquisición de insight y comprensión. En la psicoterapia psicoanalítica son comunes muchas otras avenidas de  acción terapéutica. Hay varias estrategias secundarias que, si se usan minuciosamente, contribuyen sustancialmente a un cambio significativo, incluyendo lo que normalmente consideramos como cambio estructural, y por tanto debería incluirse en cualquier discusión sobre la acción terapéutica. Algunas de estas estrategias pueden (o deberían) operar también en el psicoanálisis, al menos en ciertas ocasiones con ciertos pacientes, y a veces pueden pasarse por alto como tangenciales al trabajo “real” del análisis.

El primero de este tipo de intervenciones implica varias formas de confrontación que conllevan sugestiones implícitas o explícitas para el cambio. Freud batalló desde el principio con la idea de que el psicoanálisis implica elementos de sugestión, tanto porque quería distinguir el psicoanálisis de la hipnosis y porque era consciente de las limitaciones de las curas hipnóticas. Sin embargo, la sugestión es parte inherente de la técnica analítica, y un subproducto ineludible de la autoridad del analista (Levy e Inerbitzin, 1997). Por ejemplo, muchos comentarios interpretativos que incluyen elementos confrontativos llaman la atención del paciente sobre patrones de conducta, y especialmente sobre patrones relaciones no adaptativos, con una sugestión implícita o explícita de que los patrones son problemáticos y pueden requerir un cambio (Raphling, 1995). En realidad, el simple acto de explorar un conjunto de asociaciones o temas en lugar de otro ofrece al paciente información sobre los aspectos de su vida mental o su conducta que consideramos dignos de atención y, por tanto, de los aspectos que sospechamos le están causando problemas y los cuales el podría querer elaborar (ver Wachtel, 1993). Incluso un comentario tan neutral como “Me pregunto qué significa eso…” implica que hay algo que debe ser comprendido que merece atención terapéutica y puede requerir un cambio.

No está claro bajo qué condiciones deberíamos ser explícitos o implícitos sobre los patrones que creemos que les están causando problemas a nuestros pacientes (y que, por tanto, esperamos cambiar con el tiempo). Sin embargo, los clínicos pueden engañarse pensando que simplemente están explorando libremente asociaciones y dejando al paciente que haga elecciones independientes cuando en realidad están estructurando la situación de modo tal que es problemático si el paciente no cambia el curso. El peligro de hacer nuestra perspectiva explícita al paciente es que éste pueda comenzar a externalizar sobre el analista una faceta del conflicto y lo perciba (a veces con razón) como controlador o crítico. El peligro opuesto, que puede suceder cuando nuestras creencias son claras pero inconscientes y nos defendemos de ellas porque están en conflicto con nuestro canon teórico, es que algo esté sucediendo realmente en el consultorio, algo que implica sugestión y persuasión, pero no pueda ser discutido a causa de la preocupación del analista (y sus defensas contra ello) por resultar directivo -dando lugar a un campo de experiencia no reconocida en la díada analítica.

Una segunda forma de intervención no enfatizada por la mayoría de las teorías de la acción terapéutica en psicoanálisis es la confrontación de creencias disfuncionales, que a veces pueden ser tan importantes como las confrontaciones de conductas, defensas, o formaciones de compromiso problemáticas (Weiss, 1990). Aunque esto es parte explícita de la terapia cognitiva, los analistas lo usan con regularidad implícita o explícitamente. Simplemente el explorar una creencia o un modo de ver al self que el analista considera digno de atención es una pista para el paciente de que aquél puede no estar de acuerdo con la visión que él tiene de las cosas. El examen y confrontación de creencias disfuncionales o irracionales es un componente inevitable de cualquier psicoterapia buena para la depresión o la ansiedad, independientemente de la base teórica para el tratamiento, puesto que los estados de ánimo deprimidos o ansiosos reclutan modos de pensar que perpetúan la disforia y por tanto necesitan ser encarados directamente.

Una tercera clase de estrategias secundarias implica los efectos de encarar la forma consciente de solucionar problemas y tomar decisiones por parte del paciente. Generalmente asociamos las intervenciones “directivas” de este tipo con el tratamiento de trastornos severos de la personalidad que tienen dificultad con la capacidad para mentalizar. Sin embargo, incluso los pacientes con muy buen funcionamiento pueden beneficiarse de la solución mutua de problemas. Las intervenciones de este tipo, si bien no son clásicamente “analíticas”, pueden tener dos efectos saludables. En primer lugar, pueden ayudar a una persona a hacer elecciones vitales más adaptativas, lo que a su vez influye en sus elecciones posteriores. Por ejemplo, una paciente que trabajaba en un marco académico estaba enfadada con su jefe de departamento por razones tanto reales como transferenciales, e iba a ir directamente a su despacho después de una sesión para confrontarlo de un modo que hubiera sido desastroso para su carrera. El clínico interrumpió su plan explorando tanto los significados de su enfado y de la respuesta autodestructiva de la que tenía intención (que en parte era una reparación por su enfado) como mediante modos de solucionar el problema para poder afrontar sus preocupaciones con su jefe y lograr sus objetivos conscientes sin cumplir también algunos de los objetivos inconscientes menos adaptativos. La paciente continuó interactuando con su jefe de un modo que no sólo afrontaba sus necesidades y evitaba el final de su carrera, sino que también desmintió la expectativa profundamente arraigada acerca de los desastres que conllevaba la autoafirmación y le dio una experiencia de competencia en un tipo de confrontación que le habría parecido inimaginable sin instrucción o adiestramiento .. Como sugiere este ejemplo, ayudar a los pacientes a solucionar problemas puede ayudarlos a solucionar mejor sus problemas en el futuro, especialmente cuando sus afectos son fuertes y su razonamiento explícito puede verse comprometido. Es de especial interés que esta paciente no tenía un trastorno severo de personalidad y que una intervención “directiva” de este tipo fue, sin embargo, extremadamente útil para ella.

Una cuarta estrategia, la exposición, es el mecanismo de cambio más robusto en los tratamientos conductuales, especialmente para tratar los estados de ansiedad. La exposición significa enfrentar al paciente a los estímulos o la situación que le provoca temor e inducirlo a afrontarla y a seguir haciéndolo hasta que deje de estar ansioso -rompiendo así, disminuyendo, la fuerza de vínculos asociativos que de otro modo lo alteraban. En el tratamiento del pánico, por ejemplo, los investigadores cognitivo-conductuales han tenido un éxito considerable al señalar el miedo al miedo que desarrollan los pacientes, en el cual se vuelven hipervigilantes de las señales de que se están poniendo nerviosos. La hipervigilancia da lugar, a su vez, a la amplificación de su ansiedad y a menudo a más ataques de pánico (ver Barlow, 2002). La evidencia experimental sugiere que la asociación entre estados internos (como la respiración agitada) y la ansiedad por el pánico potencial pueden, con el tiempo, estar unidas a niveles subcorticales (incluyendo el tálamo y la amígdala), y que estos vínculos asociativos pueden no ser muy receptivos a tratamientos altamente verbales, “cerebrales”, como es el psicoanálisis, excepto en la medida en que los insights del paciente sobre su problema lo lleven a confrontar aquello que teme. Los analistas, desde Freud, han apuntado que, en los pacientes fóbicos, se hará muy poco progreso a menos que el paciente afronte la situación temida (Gabbard y Bartlett, 1998).

La evidencia de la eficacia de la investigación conductual usando la exposición para el pánico, las fobias simples y el trastorno obsesivo compulsivo (Dutra y col., 2001; Westen y Morrison, 2001) presenta retos que el psicoanálisis necesitará enfrentar en los años próximos. Los pacientes en tratamiento psicoanalítico muestran evitación en muchas áreas de sus vidas (incluyendo las redes que evitan cuando asocian en el diván) y la evitación es autorreforzante (p. ej. mantiene a raya la ansiedad, lo que a su vez refuerza la evitación de los pensamientos, recuerdos o situaciones asociadas con la ansiedad u otras formas de afecto negativo). Un modelo de exposición puede ser útil al pensar en términos de relaciones objetales sobre los afectos asociados con representaciones rechazadas, como cuando un paciente deprimido se protege    activamente de representaciones positivas de sí mismo. Muchos pacientes con dinámicas depresivas temen los sentimientos de orgullo y de logro, y se defienden activamente tanto del reconocimiento de los otros como del propio. En qué medida se enfrenta mejor esto explorando los significados de la defensa, induciendo al paciente a examinar y a “sentarse con” las representaciones positivas de sí mismo evitadas, o con una combinación de ambas, es una cuestión que queda abierta. Para algunos pacientes, puede ser que el no hacer ningún análisis de la defensa -o sólo un período muy largo de análisis de la defensa, durante el cual el paciente pueda persistir en síntomas o acciones que tienen consecuencias irremediables (como un miembro joven de un cuerpo docente dependiente de su horario laboral que acude a pedir ayuda por un bloqueo en la escritura que amenaza su carrera)- venza la tendencia natural a evitar lo que resulta amenazante sin más intervenciones activas por parte del terapeuta.

Muchas intervenciones psicoanalíticas se basan en realidad en la exposición (Wachtel, 1997). En realidad, el psicoanálisis comenzó en gran medida como una forma de terapia de exposición, basada en la opinión de que la exposición a recuerdos reprimidos (y, más adelante, en el pensamiento de Freud, a fantasías prohibidas) era esencial para liberar a los pacientes de las cadenas de su infancia. La disminución de ansiedades transferenciales con el paso del tiempo está relacionada en parte con la exposición puesto que el analizado reconoce que sus miedos de ser criticado o humillado no son realistas. Como señalan Fonagy y Target (2000), ayudar a los pacientes a diferenciar la creencia del hecho, y el hecho de la fantasía, es una forma de exposición, en la cual el analista reconoce la realidad psíquica del paciente de miedo al tiempo que le ofrece simultáneamente una perspectiva alternativa que sugiere seguridad.

Una quinta clase de intervenciones “secundarias” implica formas de autorrevelación. Esto puede ser especialmente importante para pacientes cuyas relaciones de apego fomentaron modelos incoherentes de trabajo para las relaciones, es decir, cuyas figuras de apego fueran tan impredecibles que el niño no pudiera entender o predecir esa conducta. En tales casos, la autorrevelación limitada puede ser esencial para ayudarlos a comprender mejor a las personas, manteniendo su confianza y mostrándoles un modelo diferente de expresión emocional e intimidad. La autorrevelación sensata puede promover también la mentalización (Gabbard, 2001b), dando lugar en el paciente a una función reflexiva mejorada. Por ejemplo, compartiendo un sentimiento con el paciente, el analista puede ayudarlo a ver que su percepción de cómo siente el analista es sólo una representación que puede ser comprendida y con la que se puede jugar.

La discusión de la autorrevelación conduce a un sexto modo de acción terapéutica, es decir, la afirmación. Como ha señalado Killingmo (1989) los pacientes que han experimentado un trauma severo durante la infancia pueden sentir que las observaciones del terapeuta invalidan la experiencia subjetiva del paciente del mismo modo en que lo hicieron sus padres (ver también Linehan, 1993). Las nociones de aceptación y validación han sido centrales durante mucho tiempo en las teorías de la acción terapéutica ajenas al psicoanálisis (Rogers, 1959) y han comenzado a tener más “aceptación” en la literatura psicoanalítica tras ser introducidas por Kohut (1971). La validación empática de la perspectiva del paciente, sin embargo, debe ser complementada en último lugar por una perspectiva “externa” por parte del analista que presente una perspectiva diferente (Gabbard, 1997b; Goldberg, 1999).

Una última clase de estrategias secundarias implica lo que podíamos llamar estrategias facilitadoras: intervenciones que ayudan al paciente a sentirse más cómodo colaborando con el analista o terapeuta para llegar a comprender su mundo interno. Estas pueden ir desde la exclamación de las sutilezas sociales normales que hacen que alguien se sienta cómodo en una conversación hasta el uso del humor, los comentarios educacionales (p. ej. explicar al paciente por qué puede ser útil focalizar en lo que está pasando en el consultorio) y formas variadas de comentarios que apaciguan que pueden ser útiles cuando la gente se enfrenta a material doloroso, angustiante o vergonzante que pueden haber mantenido fuera de la conciencia –y del alcance del terapeuta o analista- durante muchos años.                        

Algunas ideas para concluir

Esta discusión, aunque pueda resultar telegráfica, apunta a varias conclusiones. Algunas de éstas sugieren cambios en el modo en que practicamos, o en el modo en que conceptualizamos o no lo que realmente hacemos con nuestros pacientes.

En primer lugar, no hay un único camino ni un único objetivo para el cambio terapéutico. Haríamos bien en dejar de escribir sobre la acción terapéutica del psicoanálisis, como si un principio básico explicara todo el cambio, y reconocer, en cambio, que el cambio terapéutico probablemente tiene lugar mediante múltiples mecanismos, cada uno de los cuales puede ser fomentado de modos que ni siquiera han empezado a ser comprendidos por las diferentes técnicas.

En segundo lugar, es probable que algunos principios del cambio y algunas técnicas para provocarlo sean útiles para todos los pacientes, mientras que otros pueden ser útiles sólo para algunos. En cualquier momento que nos sintamos tentados a proponer una única fórmula para el cambio, deberíamos tomarlo como una pista de que estamos intentando reducir nuestra ansiedad ante la incertidumbre reduciendo algo muy complejo a algo muy simple. Si queremos hacer avanzar nuestra teoría de la acción terapéutica y nuestras técnicas para llevar a cabo el cambio, necesitaremos desarrollar modelos más firmes sistemática, clínica y empíricamente, de los campos de funcionamiento que constituyen la personalidad (p. ej. la motivación, la cognición, el afecto, la regulación del afecto, las relaciones objetales) y los modos en que los procesos en cada uno de estos campos pueden salir mal (Westen, 1998).

En tercer lugar, la variedad de objetivos del tratamiento y estrategias de intervención que hemos esbozado aquí brevemente interactúan en modos complejos que pueden hacerse más claros si los distinguimos más cuidadosamente y evitamos las teorías de causa única de la acción terapéutica. Por ejemplo, cuando el insight da lugar a que un paciente se vuelva menos limitado emocionalmente en las relaciones íntimas y se haga más abierto y vulnerable, es probable que los demás respondan de forma diferente. Esto, a su vez, cambiará la experiencia que el paciente tiene de las relaciones íntimas y dará lugar a un cambio conductual (Wachtel, 1997). El cambio conductual también conduce a cambios en la disponibilidad de las asociaciones, lo que puede ser útil para el trabajo analítico posterior.

En cuarto lugar, nada garantiza que los varios objetivos del tratamiento y las técnicas útiles para facilitar el cambio terapéutico, esbozadas aquí, estén libres de elementos conflictivos o con propósitos encontrados, al igual que no esperaríamos que las motivaciones de las personas estén libres de conflictos. Las técnicas exploradoras menos activas pueden inhibir en ocasiones las alteraciones en las redes asociativas que podían emerger si el paciente fuera animado a confrontar más directamente una situación temida, lo que podría a su vez ofrecer un acceso analítico a asociaciones importantes. Por otra parte, las técnicas más activas que fomentan cambios en las redes asociativas pueden a veces interferir con la exploración, impedir el sentimiento de autonomía del paciente, activar dinámicas oposicionistas, dar lugar a la actuación contratransferencial, etc.

Una cuestión final es acerca del método y la epistemología. En psicoanálisis, escribimos sobre la acción terapéutica como si en cierto modo la cuestión de lo qué es terapéutico y cómo ayudar mejor a nuestros pacientes pudiera ser establecida mediante el argumento lógico y el debate. De hecho, es una cuestión empírica, que no puede ser respondida mediante la lógica y el debate en mayor medida que puede serlo si un tratamiento es más efectivo que otro para la enfermedad cardiaca. No sabemos si una posición técnica funciona mejor que otra, puesto que todo lo que tenemos son afirmaciones opuestas respaldadas por datos encubiertos por la privacidad del consultorio. Con las nuevas tecnologías para medir lo que realmente sucede en las sesiones de tratamiento (Jones y Pulos, 1993; Ablon y Jones, 1998) y para evaluar la estructura de personalidad (Westen y Shedler, 1999a, 1999b), ahora estamos en la posición de descubrir y medir lo que hacen los clínicos, qué cambios y qué modos de trabajar están asociados con mejores resultados. Hacer uso de esas tecnologías para refinar nuestras teorías de lo que funciona y para quién –unir amplias redes de clínicos que quieran poner en común no sólo sus ideas sino también los datos obtenidos a partir de su práctica- será uno de los mayores desafíos que encare el psicoanálisis en este segundo siglo, mientras intentamos dejar de discutir sobre la acción terapéutica del psicoanálisis para pasar a demostrarla y refinarla.

 

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