aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 033 2009

Mentalización y metáfora, reconocimiento y dolor: formas de transformación en el espacio reflexivo

Autor: Seligman, Stephen

Palabras clave

Autorreflexion, Dolor psiquico, Intersubjetividad secundaria, Involucracion correctiva, mentalización, Metafora central, Protorreflexion, subjetividad.

 

"Mentalization and metaphor, acknowledgement and grief: Forms of transformation in the reflective space" fue publicado originariamente en Psychoanalytic Dialogues, 17 (3): 321-344 (2007)

Traducción: Marta González Baz
Revisión: Raquel Morató

Este artículo ilustra la aplicación clínica de la teorización actual sobre mentalización y funcionamiento reflexivo y muestra cómo puede actuar sinérgicamente con conceptos analíticos establecidos. El artículo presenta un caso, el de una paciente de mediana edad con una historia moderada pero significativa de trauma y que presenta dinámicas narcisistas/borderline y masoquistas. Sin embargo, al contrario que ciertas aplicaciones de los nuevos conceptos, este artículo no focaliza la presentación del caso en torno a ellos sino que, en cambio, muestra cómo numerosos procesos contribuyen al desarrollo de la mentalización. Estos procesos incluyen la involucración correctiva en repeticiones puestas en acto del maltrato de la paciente, el desarrollo de una metáfora central que permita la protorreflexión y jugar con afectos dolorosos, y un proceso de duelo precipitado por la muerte de un miembro de la familia con quien ella mantiene un apego ambivalente. En el transcurso de la presentación, entonces, se aplican diversos conceptos psicoanalíticos, tales como el que el artículo trabaja como una síntesis de la teoría de la mentalización con dichos conceptos. Concretamente, se rastrea la dinámica transferencia-contratransferencia, se describen las identificaciones proyectivas y los procesos de contención, las interacciones e interpretaciones que  dan lugar al cambio progresivo y se observan y analizan las fantasías, conflictos y relaciones objetales internas. Dicha aplicación directa y clínica detallada del concepto también lo hace más vívido, lúcido y cercano a la experiencia.

Los desarrollos emergentes en la investigación sobre el apego están contribuyendo a la comprensión psicoanalítica del desarrollo y la psicopatología, aumentándolas. Recientemente, esta sinergia se ha acelerado, puesto que el concepto de “mentalización” ha generado un amplio e intenso interés (Coates, 1998; Seligman, 1999a, 2000; Chused, 2000; Main y Hesse, 2000; Slade, 2000; Fonagy y col., 2000, entre otros). En este artículo, propongo iluminar y elaborar este término mediante su aplicación a un caso clínico, que se presenta tras una breve revisión del concepto.

Sin embargo, en este artículo no focalizo la presentación del caso en torno al concepto de mentalización, sino que describo en cambio una variedad de procesos de cambio que tienen lugar dentro de la relación analítica, que puede considerarse que contribuyen a la emergencia del funcionamiento reflexivo. Estos procesos incluyen la involucración correctiva en repeticiones puesta en acto del maltrato pasado de la paciente, el desarrollo de una metáfora central que permita la protorreflexión y jugar con afectos dolorosos, y un proceso de duelo precipitado por la muerte de un miembro de la familia con quien ella mantiene un apego ambivalente: se rastrean las dinámicas de transferencia-contratransferencia, se describen las identificaciones proyectivas y los procesos de contención, las interacciones constructivas y las interpretaciones dan lugar al cambio progresivo y se observan y analizan las fantasías, conflictos y relaciones objetales internas. En general, este enfoque integrador es un esfuerzo por convertir los nuevos conceptos en parte del vocabulario del analista en lugar de  reemplazos del mismo.

Con este énfasis en mente, mi principal uso de la teoría de la mentalización al aproximarme al caso será un uso retrospectivo. Aunque a veces fuera influyente, el marco de la mentalización no fue decisivo para modelar las decisiones técnicas en el caso. Generalmente, mis intervenciones combinaban una mezcla de varias teorías clínicas psicoanalíticas por una parte y una sensibilidad más o menos disciplinada bajo las diversas presiones de la transferencia y otros elementos del proceso analítico continuado por la otra. Presento el avance y retroceso del proceso analítico, rastreando los cambios en el estilo psicológico de la paciente y en sus relaciones en desarrollo. Lo que emergió fue una mezcla de interpretación tradicional, incluyendo de la transferencia, del pasado, y de las relaciones extra-analíticas de la paciente; elaborar las puestas en acto de la transferencia-contratransferencia; la regulación afectiva; (como he dicho) una metáfora concreta que facilitara una transición a un funcionamiento más directo y mentalizado; el dolor y el duelo desencadenados por la muerte del familiar directo de la paciente; y los impactos progresivos de los acontecimientos vitales que tenían lugar mientras tanto. El papel más importante del modelo de “mentalización” en el informe clínico es proveer una serie de puntos de contacto retrospectivos para seguir el progreso analítico, que a su vez deberían aclararlo así como a sus implicaciones clínicas.

La mentalización como una piedra angular en el desarrollo del niño y el psicoanálisis clínico

La mentalización se refiere a una capacidad mental emergente, alcanzada en un proceso crucial dentro del desarrollo donde el niño llega a entender que su experiencia inmediata, “objetiva” como puede parecer, es una experiencia personal, que puede ser distinta de la de otras personas. El niño que mentaliza tiene, así, sentido de su subjetividad, una “teoría de las mentes”, incluyendo una teoría de otras mentes, todo lo cual implica que su experiencia subjetiva es dependiente de su estado mental así como todo lo que sucede en la realidad externa. Esta capacidad implica numerosas distinciones: entre la mente propia y la de los otros, entre las intenciones y los efectos, y la capacidad de imaginar que la experiencia propia de una “realidad” externa puede ser una entre otras muchas. El niño está llegando a saber que tiene una mente propia, en un mundo propio que incluye a otras personas que tienen otras mentes y que ven el mismo mundo que él pero desde una perspectiva diferente. Junto con el término mentalización, otras conceptualizaciones relacionadas se han referido a la metacognición (Main y Hesse, 2000) y al funcionamiento reflexivo (Fonagy, 2000; Fonagy y col., 2002; Slade, 2000).

Un factor clave aquí es que todos estos importantes sentidos de que existe una “realidad objetiva” y otras mentes que coexisten en esa realidad se constituyen en las relaciones en lugar de ser descubiertos. Existen dos experiencias evolutivas correlacionadas: el niño se ve a través de los ojos (y la mente) de alguien que se ocupa de él) y al mismo tiempo ve que esa persona tiene una visión de su mente (la del niño) que no coincide con el sentimiento de sí mismo que él tiene desde su interior. Junto con esto, puede prestar atención a otros objetos con esos cuidadores, llegando a la compleja experiencia de que el mismo objeto es visto por él y por los otros desde un punto de vista más o menos diferente (Trevarthen, 1980; Stern, 1985; Seligman, 1999a; Fonagy y col., 2002). Cuando el niño puede aplicar esta capacidad de adoptar múltiples perspectivas sobre su propia mente, puede captar cómo su experiencia interna podría ser distinta de lo que otras personas ven cuando lo miran a él. Este es el núcleo de los principios organizadores fundamentales que comprende la mentalización: la teoría de las mentes y la dialéctica entre objetividad y subjetividad[1].

Cuando la mentalización no está consolidada, el niño en desarrollo se queda encallado en estados mentales limitados y difíciles de manejar  (Fonagy y Target, 1996). No se puede confiar en los otros, puesto que no se ven como separados; están protegidos de cualquier vicisitud psíquica que pueda perturbar la mente interna, porque las ansiedades internas y la destructividad se renuevan en sus representaciones. Para constituir tales organizaciones psíquicas, las proyecciones son tanto indispensables como peligrosas: puesto que las perspectivas internas y externas no están bien diferenciadas, tales proyecciones son particularmente problemáticas porque se toman como equivalentes de la realidad objetiva; pero no pueden ser evitadas puesto que el límite entre las mentes está muy poco claro. Así los pacientes con déficit de mentalización pueden ser propensos a la idealización patológica, a proyecciones paranoides de malignidades internas, y a oscilaciones entre ambas. Todo esto conduce a la impresión tan extendida de que estos déficits están implicados en mucha de la patología del carácter (Clarkin, Kernberg & Yeomans, 1999; Diamond y col., 1999, entre otros). En concreto, existe evidencia empírica suficiente de correlaciones muy significativas entre déficits en la mentalización y trastorno de la personalidad borderline (Fonagy, 2000).

Se explica así el vínculo crucial entre ser comprendido y el sentimiento de coherencia y seguridad. Pensar reflexivamente y obtener significados que tengan sentido es un aspecto crucial de sentirse seguro en el mundo. Cuando esos desarrollos se ven perjudicados, es probable que a ello le siga una psicopatología básica. (En un hallazgo relacionado, Main y sus colegas [2000] han mostrado que los adultos que han desarrollado la capacidad de reflexionar sobre su experiencia son psicológicamente más seguros que aquellos que no lo han hecho, aun cuando sus experiencias reales sean más traumáticas. Estos hallazgos ofrecen un apoyo básico al valor terapéutico de la exploración psicoanalítica).

A pesar del amplio interés en esta innovadora conceptualización, sin embargo, sigue habiendo mucha incertidumbre al respecto entre los analistas, especialmente acerca de su aplicación directa al análisis clínico (aunque se hayan hecho numerosos e importantes esfuerzos por aclarar esto, incluyendo a Diamond, 1999; Diamond y Blatt, 1999; Chused, 2000; Seligman, 2000; Slade, 2000; Weinberg, 2006).

Este artículo ilustra  las teorías emergentes acerca de la mentalización y el funcionamiento reflexivo, presentando el tratamiento analítico de una mujer con una historia traumática crónica y tendencias de carácter masoquistas-narcisistas. Al mismo tiempo, presenta estas teorías con la complejidad que inevitablemente emerge en el forcejeo del tratamiento analítico y las vincula con otras teorías e intuiciones a las que el analista recurre en su trabajo clínico cotidiano.

La paciente de este caso comenzó con un estado no mentalizado, caracterizado por identificación proyectiva, equivalencia psíquica, teleología y un repertorio conductual y emocional bastante limitado. Según progresaba el caso, desarrolló una organización psicológica más fluida capaz de observar las motivaciones de los otros y de imaginar sus estados mentales, teniéndolos en cuenta con mayor flexibilidad y con una gama de afectos más amplia y más adecuada al contexto.

Puede pensarse que esta evolución general converge en el desarrollo de la mentalización y en sentimientos en desarrollo de la subjetividad/intersubjetividad. Los marcadores de estos desarrollos incluían que la paciente se hiciera más autorreflexiva, más consciente de la diferencia entre su realidad psíquica y la realidad externa en general, y al mismo tiempo capaz de concebir la distinción entre su propia vida mental y las experiencias de los otros. Se hizo más flexible, empática y menos forzada por su pasado y las rigideces psicológicas relacionadas con él. Su gama emocional se amplió y su experiencia práctica se hizo más variada y placentera. De modo similar, la transferencia se hizo menos rígida y más abierta a la interpretación, y la paciente fue más capaz de obtener beneficios de los aspectos de la situación analítica que eran directamente de ayuda. Según todo esto evolucionaba, el analista se sintió más libre y más disponible.

Ilustración clínica

Harriet J, administradora en una agencia de niños con trastornos emocionales, estaba en los cincuenta cuando vino por primera vez. Era agradable en su comportamiento y apariencia; sentí que era “una buena persona”. Un poco anodina, parecía suficientemente alegre y expresiva, interesada pero aprensiva. Consultó a un par de analistas y yo me alegré de que me eligiera. Estuvimos de acuerdo en encontrarnos dos veces por semana.

La Sra. J se había desencantado con un analista al que había visto durante varios meses. Sentía que era frío e insensible. Yo me mostré receptivo, pero la presentación que Harriet hacía de sí misma como maltratada parecía exagerada. Podía referirse a sus experiencias internas de frustración y a sus fuertes y románticos deseos de estar cerca de él, e incluso apreciaba sus convincentes razones técnicas para ser restrictivo, pero esto era una conciencia sin reflexión. Todo lo que sabía sobre sí misma estaba desconectado e invalidado por tener un interés personal.

Esto indicaba un dilema común en ciertos pacientes: algo parecía correcto en la explicación que Harriet daba sobre su analista al mismo tiempo que sus respuestas estaban motivadas por sus propias rigideces internas. Conseguí contenerme de poner en acto dos tentaciones idénticas -la de unirme a ella en culpar al analista y la de tomar el sentimiento subyacente de queja- y las cosas fueron bien durante un tiempo. La Sra. J había tenido un matrimonio sumiso con un hombre que resultó ser drogadicto y había muerto de una enfermedad relacionada con las drogas. Casi nadie había apreciado lo devastador que esto había sido para Harriet, aun cuando el matrimonio había terminado hacía una década. Me dijo que el que yo comprendiese esto le parecía muy conmovedor y de gran ayuda.

Enganchándose: una atadura transferencial-contratransferencial

Cuando Harriet regresó de unas vacaciones, le sorprendió ver que le había facturado la semana que no había estado, aunque yo creía que le había explicado que éste era un acuerdo normal en mi práctica. Se sintió dolida y enfadada: en realidad, insistió en que yo estaba traicionando nuestro propósito declarado de ayudarla a disfrutar de la vida, porque le estaba recordando que tenía que ponerme en primer lugar incluso después de que había sido capaz de “regalarse” este viaje especial. Me acusó de pasar por alto su diligencia y su preocupación por nuestro trabajo juntos. Estuve de acuerdo en que el hecho de facturarle le podía haber parecido unilateral. Pero reconocí que era un modo de  trabajar que funcionaba mejor que cualquiera de las alternativas, y sostuve que en absoluto era una cuestión de denigrar su involucración con el tratamiento. Esto, no obstante, sólo sirvió para intensificar su enfado, y se hizo más dura y parcial en su crítica hacia mí.

Intenté distintas respuestas, incluyendo intentar explicarme mejor e intentar confrontar, con delicadeza, pensé, la dificultad de la Sra. J para ver que yo podía tener mis propias condiciones sin que ello reflejase mi actitud hacia ella. En ocasiones, aunque yo simpatizaba con el sentimiento de Harriet de ser maltratada, intenté añadir que la fuerza de su reacción podía tener su origen en su propia historia y psicología. Había estado escuchando su sentimiento de agravio hacia varios amigos, y le sugerí que aquí debía haber un patrón del que podíamos aprender algo.

Pero esto sólo sirvió para aumentar la ansiedad y hostilidad de la Sra. J, junto con una faceta bastante rígida y beligerante de sí misma. En retrospectiva, veo que estos ataques me hicieron sentir muy presionado, molesto y culpable, y me volví bastante torpe. Además, mis esfuerzos por ayudarla a ver que sus reacciones podrían reflejar su propia experiencia del pasado pasaron por alto lo difícil que le resultaba ver más realidades que las impulsadas por sus fuertes emociones. A pesar de haber escrito sobre los peligros de la interpretación prematura (Seligman, 1999b, 2000), fui demasiado insistente en dar esta puntada. No es de extrañar que esto endureciera e intensificara su sentimiento de que yo estaba siguiendo mi propia agenda, puesto que sentía que yo hacía que siguiera hablando de su mala experiencia conmigo cuando ella quería “avanzar”. Estaba llamando la atención sobre mí mismo e insistiendo en ser protagonista en lugar de ayudarla a sentirse mejor.

En esta atmósfera, mis interpretaciones sirvieron como una forma de autoprotección reflexiva para mí frente a una irritación persistente y desconcertante.  Me volví más malhumorado y negativo de lo que generalmente soy con los pacientes: º  sentí como si Harriet estuviera encerrándome, impidiéndome ser el analista que yo quiero ser. Me sentí mal definido y poco reconocido, no tanto por sentirme criticado como porque no podía reconocerme en la versión más bien desagradable que ella estaba dando, por mucho que lo intentase. Me quedé, por tanto, con el dilema tan común de si acceder a proyecciones que sentía incorrectas o refutarlas de un modo que me convirtiese en un extraño y dejando a alguien a quien había intentado ayudar varada con su propia indefensión y enfado desesperado. En realidad, Harriet se sentía de modo muy parecido.

Implicaciones técnicas de las conceptualizaciones sobre fallas en la mentalización, trauma y proyección

Hay muchas perspectivas que podríamos relacionar con esta situación: es el tipo de identificación proyectiva y puesta en acto mutua que resulta tan común, especialmente con pacientes a quien terminamos por llamar sadomasoquistas, borderline y narcisistas. El analista se ve atrapado entre identificarse con una u otra faceta de la díada controlado-controlador, abusador-abusado que constituye las relaciones de objeto del paciente. Me parece claro, otra vez en retrospectiva, que Harriet estaba provocando en mí su propio sentimiento de ser atropellada, minimizada, injuriada y rechazada que le recordaba sus propias experiencias traumáticas, presentes y pasadas. Ahora creo que yo estaba volviendo a poner en acto estos patrones relacionales en una medida mayor de la que me daba cuenta en aquel momento.

Antes de describir la evolución posterior del caso, quiero reiterar y elaborar cuatro puntos concretos que éste ilustra, que quedan aclarados tomando el pensamiento emergente sobre mentalización junto con hebras más establecidas en la tradición y la literatura analíticas: la compulsión a proyectar; la emergencia de la transferencia como un estado mental sin funcionamiento reflexivo; los peligros de la interpretación prematura; y la presión –y tal vez el requisito- de que el analista se involucre en puestas en acto repetitivas en la transferencia-contratransfrencia, que, en su mayor parte, a menudo vuelven a evocar algunas de las experiencias traumáticas del paciente (si no del analista). Puesto que ya he discutido este último tema, elaboraré brevemente los otros tres.

La prominencia de la proyección y la falta de una teoría de otras mentes. En conjunto, Harriet no podía permitir que yo tuviera necesidades y requisitos propios, insistiendo en la realidad perentoria de su idea de que yo era punitivo y no la consideraba digna. En cuanto a la parte de su mente que importaba, yo simplemente era alguien que la estaba juzgando y castigándola. No había otra realidad posible. Aunque la Sra. J podía ser una persona bastante inteligente y considerada, su posición aquí era bastante cerrada e impermeable a la nueva información. No podía “jugar con la realidad”  y en cambio estaba varada en un estado de equivalencia psíquica concreta, tan asediada como sola (Fonagy y Target, 1996).

La transferencia y la ausencia de funcionamiento reflexivo. Paralizada por los poderosos afectos no mentalizados de miedo, anhelo y peligro, Harriet no podía hacer uso de los procedimientos mentales cotidianos para corregir las “percepciones erróneas”. Bajo tales condiciones, los pacientes toman su experiencia subjetiva como si fuera totalmente “real”, la historia completa, sin pensamiento reflexivo: no importa qué información pueda tener el paciente acerca de la fiabilidad del analista, su honestidad, preocupación por él, etc., la absorbente realidad de la experiencia subjetiva invalida cualquier otra cosa que la paciente pueda “saber”. De modo que no importa lo que Harriet supiera sobre mis buenas intenciones –aun cuando sintiera, como lo hacía, que yo era una persona que la cuidaba- no podía pensar en mí como teniendo más que motivos crueles cuando llegó la factura, y esto  dominaba su experiencia. La teoría de otras mentes no se aplicaba más. Esta transferencia se caracterizaba, entonces, por una discapacidad para el funcionamiento reflexivo, para la mentalización y para el sentido de realidad. Pensando en la ausencia de objetividad como un aspecto de un estado psíquico, en lugar de cómo una capacidad para la exactitud, podemos diferenciar mejor la transferencia como una variante metacognitiva de sus otras condiciones: la transferencia como distorsión, como deseo, como posibilidad evolutiva, etc.

Para Harriet, sólo podía existir un sistema de representación interna con carga afectiva –sólo una “realidad emocional”- en un momento dado, y la otra tenía que ser proyectada con enorme fuerza y certeza. Aunque aparentemente era una persona considerada y responsable, carecía de una verdadera teoría de la mente en aquellas áreas en que se veían implicados afectos fuertes, relacionados con el self. Era o ella o “ellos”. Con Harriet, éste era un patrón ubicuo: podía regalarme historias sobre amigos que la maltrataban, denunciarlos mientras profesaba estar indefensa para hacer cualquier cambio. No podía soportar ser consciente de su dependencia de estos amigos, como personas cuya compañía necesitaba mucho y como objetos necesarios para la protección de sus propios objetos persecutorios, sin los cuales ella habría tenido que afrontar sus propias necesidades y temores de ser humillada y perder el control. Este patrón se repetía en la transferencia.

Interpretación prematura, “resistencias narcisistas” y la ruptura de la metacognición: los dilemas de la interacción entre identificaciones proyectivas no reflexivas. Todo esto ilustra también ciertas reacciones doloridas y enfadadas ante intervenciones aparentemente perspicaces, lo que normalmente consideramos como “resistencia”. Las personas que carecen de funcionamiento reflexivo no pueden conceptualizar ninguna explicación alternativa de sus realidades subjetivas (en realidad reificadas). Es más, cualquier sugerencia de que podría haber alternativas puede ser vivida como un abandono, puesto que perturba la suposición implícita de que todos ven el mundo del mismo modo. Incluso las interpretaciones “correctas” y hechas con tacto en tales situaciones pueden dar lugar a reacciones agresivas  autoprotectoras intensificadas a pesar de su aparente exactitud.  La resistencia es a la otredad del analista tanto como al contenido de la interpretación.

Además, la confrontación implícita a muchas de las interpretaciones analíticas también puede ser tomada como una acusación de que el paciente está “loco” o, al menos, tiene un juicio defectuoso sobre lo que es real. En este sentido, como en otros, el sentido emergente de amenaza amplifica y es amplificado por objetos persecutorios internos, y puede sobrevenir un círculo vicioso. Las identificaciones proyectivas y otras maniobras a menudo externalizan las fantasías persecutorias, que pueden ser, a su vez, amplificadas por las acciones pertinentes, si bien potencialmente destructivas, del analista. Además, también se movilizan otras angustias en torno a la exposición de estados subyacentes de desintegración o de pérdida de la realidad.

En general, bajo tales condiciones psíquicas, confiar en uno mismo o en cualquier otro es difícil, porque no existe el sentimiento de que las cosas persistan más allá del momento y no existe un sentimiento fiable de que la realidad psíquica sea sólo eso, lo que hace especialmente problemáticos los malos sentimientos. Bajo la meta-suposición de que las fantasías y los sentimientos son tan reales como lo son las otras personas, las experiencias dolorosas no pueden concebirse como algo sólo en la mente; son hiperreales y no pueden ser contenidas como experiencia subjetiva. (En realidad, esta categoría no existe). Así, como han apuntado muchos analistas, tienen que ser reubicadas en el exterior y la escisión y la proyección son necesarias para preservar el equilibrio psíquico frente a afectos y fantasías abrumadores. Dichas proyecciones bien pueden reforzar los estados paranoides, puesto que el mundo exterior parece altamente peligroso. Al mismo tiempo, puesto que siente que se la deja con sus sentimientos de dependencia, la paciente puede percibirse como especialmente vulnerable al poder del analista, porque necesita su ayuda. La paciente también necesita la relación con el analista para ofrecer un objeto para los peligros psíquicos proyectados, tales como el abandono, la traición y el ataque, todos los cuales están presentes en el caso de Harriet. Así, puede darse un círculo vicioso en el que el apego intensifica el sentimiento de temor y peligro, el cual intensifica los sentimientos de dependencia, etc. Con pacientes que han sido traumatizados, especialmente con aquellos con apegos desorganizados, existe ya una predisposición a vincular el apego y el miedo insoluble (Hesse y Main, 2000). En general, es probable que la constelación emergente constituya una amenaza a la repetición del trauma. Este era el caso de Harriet.

Obstáculos y progreso con la Sra. J

Con todo esto en mente, ahora puedo decir que al principio estaba demasiado atento al contenido de las proyecciones de Harriet en lugar de atender al peligro de que considerase visiones alternativas de la realidad. Estaba bajo tal coacción psíquica que estos comentarios interpretativos intensificaban el temor a que su sentido de la realidad estuviera siendo minado por un cuidador punitivo pero necesario, del que no podía liberarse. Esta dinámica a menudo ralentiza el progreso terapéutico en pacientes con serios problemas caracterológicos que no han desarrollado la capacidad de reflexionar sobre su propia realidad interna como otra distinta de la del resto del mundo.

En tales situaciones, no deberían ser descuidadas las fuentes autoprotectoras, autopunitivas y temerosas de las respuestas disruptivas, de ira y de retirada: sin metacognición, la vida es psíquicamente arriesgada. A menudo, puede ser útil comprender cómo las reacciones de la paciente tienen sentido desde su perspectiva, junto con el reconocimiento de que cada uno de nosotros tiene un punto de vista diferente, cada uno de los cuales tiene su mérito. Esto puede tener el efecto de introducir la posibilidad de que existan dos mentes en la sala, aunque sólo sea a un nivel más concreto y vacilante. También, los cambios dentro y fuera de la regulación del afecto, la mentalización y el funcionamiento reflexivo deberían ser cuidadosamente rastreados por el terapeuta y apuntados para el paciente cuando fueran útiles.

Acorde con esto, a Harriet le ayudó cuando le comuniqué que cada vez entendía más que mis interpretaciones sobre el “contenido” de la transferencia estaban desafiando su frágil sentido de la autoridad de su propio pensamiento. Podía decir, por ejemplo, que podía entender que ella pudiera sentir que lo que le decía era que mi visión de las cosas era mejor que la suya y que la dejaba con la elección imposible de tener que aceptar algo que le parecía incorrecto o abandonar una terapia que significaba mucho para ella. Los comentarios de tipo interpretación serán útiles, si acaso, cuando la paciente comience a cambiar de la concretización a la mentalización. Es aconsejable que los terapeutas rastreen los flujos y reflujos momento a momento de tales cambios.

En situaciones como éstas, es útil la máxima de Pine (1985) sobre golpear cuando el hierro está frío. (Cuando el hierro está caliente, es decir, cuando la transferencia es más plenamente comprometida y los afectos son intensos y saturados, las formulaciones interpretativas del analista siguen siendo útiles, pero principalmente para su pensamiento no revelado. Puesto que la contratransferencia, en estas situaciones, a menudo supone una presión y un desafío, estos pensamientos pueden proveer un antídoto regulador para nuestros propios pensamientos de indefensión, frustración, rabia, soledad y culpa, si no se abusa de ellos para nuestro propio beneficio).

Aun así, a pesar de los ligeros beneficios que emergieron de mi cambio en el ritmo de las interpretaciones, no deshicieron el nudo. Llegué a sentir, con reticencia, que tendría que hacer lo que me parecía una concesión para proteger la perspectiva de una alianza terapéutica continuada. Le propuse que de momento no le cobraría las cancelaciones avisadas con suficiente antelación y que podíamos revisar este asunto en el futuro si nos parecía oportuno. El sentimiento de concesión no era acerca de mi autoridad ni de mi bolsillo sino porque sentía que estaba actuando en respuesta a la presión para cumplir con la proyección de que había hecho algo codicioso que debía ser reparado en lugar de porque sintiera que era lo correcto. He llegado a darme cuenta, a veces lamentablemente, de que estos temas bien puede haberse elaborado en las acciones en lugar de en la reflexión, en estos estadios de tales casos; esto puede ser, de hecho, inevitable y también útil en ocasiones.

Según todo esto avanzaba, las cosas se suavizaron en cierto modo. Aunque seguía ofendida, Harriet comenzó a recordar lo ignorada que se había sentido cuando era pequeña. La madre de Harriet se casó con su padre después de que la primera esposa de éste falleciera dejándole a su cargo a un niño de tres años. Aunque el noviazgo fue romántico, las cosas cambiaron dramáticamente tras el matrimonio. Para cuando Harriet nació, su madre se veía privada de los placeres anteriores y el romance dio lugar a la depresión del trabajo rutinario. El hermano estaba siempre metiéndose en líos y luego persiguiendo a Harriet, pero sus súplicas de ayuda eran ignoradas. No se reconocían sus propios deseos y talentos, y raramente se le permitía sentir que sus propias percepciones y sentimientos importaran. Cuando llegaba a casa con un buen boletín de calificaciones, por ejemplo, su hermano se burlaba de ella frente a los amigos y la familia, comentando despectivamente que “a ella le gustaba el colegio”. Nadie la protegía. Cualquier resto de orgullo fue aplastado y  se convirtió en una “niña buena” sumisa que se borraba a sí misma, sin voz propia, retirándose a una obediencia aturdida.

Emergió mordazmente un recuerdo muy vívido, incluso sangriento. Un día, Harriet llegó a casa y vio a su querido gato agonizando en la calle tras haber sido atropellado por un coche. La horrible imagen de su cuerpo aún latente permanece fijada en su mente. Sin embargo, incluso mientras permanecía de pie mirándolo, fue disuadida de decir nada. Posteriormente, no se le dio nunca la oportunidad de llorarlo ni de hablar de lo que había sucedido, incluyendo su incipiente sospecha de que su hermano había puesto al animal en la calle. Poco a poco apreciamos cómo la Sra. J se había sentido completa, incluso brutalmente, pasada por alto en el pasado, al igual que en la transferencia. Esto la llevó a detener el insight sobre cómo sentía que tenía que dramatizar su sufrimiento como el único medio para justificar sus deseos y percepciones, puesto que, de otro modo, creía que ni su pensamiento ni su enfado podrían justificarse. También, lentamente, pensó en cómo funcionaban juntos su dura autocrítica, su crítica hacia los otros, y sus sentimientos de deprivación. La queja de gran volumen y el agravio afilado eran la única forma en la que podía imaginar ser escuchada.

Aquí, Harriet comenzaba a ser más consciente de sus propios motivos, incluyendo los implicados en su estilo de carácter compensatorio y defensivo. Esto actuó sinérgicamente con la reconstrucción histórica. Llegar a ver las experiencias propias como tener una historia, con patrones y continuidades a lo largo del tiempo, es un paso en el desarrollo del sentimiento de subjetividad de una persona. Reflexionar sobre la propia mente como distinta de la realidad “objetiva” es un aspecto central para sentirse una persona separada, con una mente propia (ver, p. ej. Stern, 1985; Britton, 1992; Caper, 1997; Coates, 1998; Seligman, 1999a, 1999b, 2000; Fonagy, 2000; Slade, 2000; Fonagy y col., 2002).

El siguiente detalle, aparentemente poco importante, muestra la emergencia de capacidades que son cruciales para la mentalización (así como para la “posición depresiva” kleiniana) -el sentimiento de que los fenómenos mentales no son los mismos que las realidades externas, el reconocimiento de que los hechos pueden tener más peso que las proyecciones, y similares: la Sra. J había llamado para aceptar la invitación a una fiesta de un viejo amigo que recientemente había enfermado. Le pidió al amigo que la llamara de vuelta. Cuando no se le devolvió la llamada a la brevedad, la Sra. J se ofendió, imaginando que su amigo se estaba vengando porque se sentía desairado por ella antes de la enfermedad, aun cuando sabía que éste estaba preocupado por la misma). Entonces dijo: “lo creo y no lo creo”. La declaración de la duda autorreflexiva de Harriet sobre una proyección (apoyada por una poderosa emoción) a la que había estado tratando como a un hecho ilustra la emergencia de la capacidad de mentalización o, en términos de Britton (1999), una capacidad para distinguir entre creencias y hechos.

Metáfora, comunicación y metacognición

Volvamos ahora al flujo posterior del caso para ilustrar otro aspecto de esta emergencia del sentimiento de subjetividad e intersubjetividad en la Sra. J., esta vez en un proceso transitorio sostenido por la emergencia fortuita de una metáfora que nos ayudó a ver los usos de su sufrimiento.

Harriet vino a una sesión con una biografía de Juana de Arco. Cuando me di cuenta, me dijo que lo había cogido inmediatamente cuando lo vio en la librería, puesto que había elegido a Juana como su santa cuando se confirmó siendo adolescente, consciente de que era algo poco convencional, aunque sin un sentimiento explícito de la resonancia de su propio sufrimiento con el de su heroína.  Ahora estaba bastante afectada por esto. En aquel momento, sin embargo, nadie de su familia había mostrado el menor interés en su originalidad ni en su autoexpresión. Ahora recordaba entre lágrimas lo aplastantemente decepcionada que se sintió.

Me intrigó todo esto, ver cómo la historia de Santa Juana captaba los importantes temas del sufrimiento heroico y redentor que eran tan importantes para Harriet, junto con el destino de una mujer pura y no entendida que fue traicionada por un hombre poderoso, aquí el Rey de Francia, que primero la apoyó y luego la abandonó (al igual que, según le pareció a ella, yo había hecho). Cuando comenzamos a hablar sobre cómo el sufrimiento era una parte de su identidad, también le hice saber que pensaba que su elección de Juana debe haber expresado su propio sentimiento de decencia y creatividad. Sentí esto espontáneamente, y fue conmovedor para los dos el que lo dijera.                                                                                                                           

Esto nos ayudó a hablar sobre su experiencia de un modo que, para mejor o para peor, sorteaba algunas de las responsabilidades que Harriet asociaba con la atención analítica usual y en cambio tenía mucho el sentimiento de que hablaba desde dentro de sí misma, con su propia voz. Además, la proyección de Harriet de su autorrepresentación en la historia de Santa Juana me dio un modo de comunicarle mi respeto por su lucha y mi apreciación por su sufrimiento de un modo desplazado y afirmativo que tocaba sus anhelos pero no la abrumaba ni exacerbaba su predisposición a sentirse patronizada. Todo esto estuvo a cierta distancia del ciclo de idealización y desilusión que había prevalecido en la transferencia. Además, aquí fue útil mi atención a los afectos positivos. Los analistas a veces somos innecesariamente contenidos y negamos las posibilidades progresivas de apreciar los afectos positivos asociados con representaciones internas clave del self y el otro. Contrariamente a lo que algunos han dado por hecho, esto no tiene por qué excluir la atención a los afectos negativos y abrumadores.

Hay otro elemento bastante importante y más personal que ahora debo añadir. Tenía un interés especial en Santa Juana, estimulado por dos películas extraordinarias, una de Robert Bresson (1962) y la otra de Carl Theodor Dreyer (1928). No mencioné esto en la primera sesión cuando Harriet trajo el libro, pero bien pudo haber visto el destello de mis ojos o haber escuchado el entusiasmo de mi voz. Tras una sesión o dos y varias reflexiones al respecto, le hablé de la película muda de Dreyer, que es bastante extraordinaria. Algún tiempo después, Harriet la vio. La película incluye una actuación absolutamente impresionante de Antonin Artaud como un juez imperioso, duro como una piedra y una prolongada escena de Juana ardiendo en la estaca, en la cual su extasiada agonía es sobresaliente transmitida por la expresión facial de la gran actriz francesa Arletty. Harriet y yo hablamos sobre esta escena, compartiendo nuestro sobrecogimiento por la misma, especialmente por el sufrimiento que plasmaba.  La esteticización  de este extraordinario dolor, atroz, masoquista y noble, sirvió para que la Sra. J enfocara y regulara sus propios afectos y fantasías de este tipo. Pensar en todas estas imágenes ofreció la posibilidad de una contención de algo primitivo que en este momento bien podría haber sido la forma más apropiada de enfocarlo. Las narrativas y metáforas funcionaron de modo parecido a como podía hacerlo el lenguaje en otro caso (ver Ferro, 2002, para una elaboración bioniana contemporánea de este tipo de actividad analítica y, por supuesto, las concepciones de Winnicott, 1951, 1971 de los potenciales transformadores del juego y el espacio transicional). De hecho hablamos de temas, por ejemplo de cómo Juana se veía obligada a elegir sufrir, que a Harriet le resultaban bastante cercanos y personales, de un modo que no habría sido posible sin el trasfondo de la historia de la santa.

 Así, la metáfora de Juana de Arco sirvió tanto para evocar como para organizar la vida interna de la Sra. J, ofreciendo una posición desde la cual ella podía adoptar una perspectiva para observarse a sí misma que de otro modo se vería impedida por la arena más amenazante de la interpretación directa. La metáfora desempeñó una función transicional, una especie de lenguaje “yo-no-yo” que permitió un  diálogo de subjetividad sin que la Sra. J tuviera que ser totalmente explícita en cuanto a que me estaba hablando de sí misma. Cuando fue capaz de hacer esto, pudo dar más pasos hacia la colaboración reflexiva en el proceso analítico.

En general, se estaban produciendo simultáneamente dos procesos dinámicos de cambio: el proceso explícito de reflexionar juntos sobre la psicología de la paciente, y el proceso implícito de construir un sentimiento de su subjetividad en medio del mundo intersubjetivo en el que una persona se interesa por la mente del otro. Al mismo tiempo que los temas directos eran mediados en el contenido de la historia de Santa Juana, existía un proceso continuado de intersubjetividad emergente avanzando en nuestro interés común. El uso de la metáfora nos ofreció la oportunidad de hablar (en tercera persona) acerca de un  personaje similar al de Harriet como una tercera persona, en un espacio transicional que ofrecía simbolización y autorreflexión (Winnicott, 1951; Ogden, 1994; Benjamin, 2004). Era un poco como jugar con una niña o compartir con un niño pequeño el entusiasmo por un objeto de la calle. (Abundan los ejemplos cotidianos, como cuando un niño pequeño y su padre se paran en la calle y el niño acaricia vacilante un perro y el padre dice “¡Lindo perrito!” mientras mira al niño, que entiende plenamente que el padre está hablando del animal).

Dicho entusiasmo compartido acerca de un tercer objeto es parte del proceso normal de que el infante llegue a sentir su propia subjetividad. Trevarthen (1980) llamó a este proceso “intersubjetivdad secundaria”, en el cual el sentimiento en desarrollo de tener una mente propia en el campo de los otros se refuerza cuando dos personas comparten la atención por un tercer objeto: el infante sabe que el padre está viendo el mismo perro pero desde un punto de vista diferente. Harriet y yo estábamos muy implicados en un diálogo de este tipo, en el cual su mente era uno de los focos de atención pero en el que mi propia subjetividad estaba marcada por mi interés, en una atmósfera generalmente afirmativa definida globalmente por mi atención global en el esfuerzo analítico. En presencia de mi propio interés, distinto pero vinculante, mi reconocimiento de la experiencia de la Sra. J subyacía a la experiencia nueva de ser comprendida desde la perspectiva de otra persona al mismo tiempo que se permanecía implicada con esa persona.

Puede ser que fuera una convergencia excepcionalmente fortuita la que provocó que el interés de la Sra. J en Juana de Arco convergiera con el mío, pero creo que muchos análisis progresan mediante procesos creativos similares que pueden no ser tan obvios pero que son, no obstante, variaciones en formatos similares de transiciones hacia una intersubjetividad emergente, que a menudo tienen lugar de forma implícita y en segundo plano. Añadiría que podría no haber ofrecido esta explicación mientras hablaba con Harriet sobre Juana de Arco y a veces me preguntaba si estaría simplemente pasando el rato.

Pensar en la realidad: mirar a los otros con una perspectiva compartida

Según evolucionaba esto, la Sra. J continuaba hablando sobre sus enredos interpersonales. Continuó contando historias sobre cómo algunos “llamados amigos” estaban maltratándola y explotándola. A menudo pude elaborar y apreciar su punto de vista, pero, sin embargo, ella estaba decepcionada cuando yo no me mostraba entusiasta ante su sentimiento de agravio. Al escucharla, me encontraba en el apuro tan familiar de simpatizar con su angustia pero ser incapaz de ofrecerle mi perspectiva de cómo ella estaba exagerando, si no provocando, su difícil posición.  Me daba cuenta de que a veces ella respondía demandando y anticipando enojadamente el rechazo ante el requerimiento de que incluso sus deseos más pequeños fueran tenidos en cuenta, en lugar de hacer saber esos deseos.

Finalmente, pudimos hallar un terreno común hablando sobre la psicología de sus amigos. Le hice notar cómo su amiga Sarah, por ejemplo, llamaba sólo cuando necesitaba algo, y la Sra. J se sintió reconocida y algo aliviada. Con el tiempo, pude añadir que Sarah parecía ser una persona muy nerviosa que no podía pensar en otras personas porque estaba demasiado preocupada por sus propias necesidades. Además del valor directo de estas ideas, este aporte mío ayudó a Harriet porque pudo hacerse más dependiente de mí en la realidad y también ayudó a erigir un sentimiento constructivo, idealizado, de nuestra relación en desarrollo. También nos metió más en el formato intersubjetivo emergente de pensar juntos en una tercera persona, en el que Harriet tenía muy poca experiencia. Esta conversación era más suave y colaborativa y se movía en el filo entre la crítica agresiva y la comprensión empática, con una proyección ahora más contenida y menos forzada.

En esta atmósfera y este modo de relación, hubo nuevas oportunidades de pensar en cómo la conducta de Harriet provocaba las reacciones de los otros. Cuando nos unimos para criticar a sus amigos y colegas (con imparcialidad, espero), pudimos hablar con mayor libertad sobre el papel de la Sra. J, un proceso que amplió su sentimiento de agencia al tiempo que desarrollaba un cierto insight. También llegó a practicar una especie de observación de las otras mentes, que le ofreció alguna alternativa a su inversión más solipsista y y paranoide de su autocrítica persecutoria, dominada como estaba por la proyección. En general, esto amplió el sentimiento de un proceso auténticamente diádico en lugar de un mundo interpersonal cerrado, persecutorio y despojado. Las cosas se estaban haciendo algo menos binarias, un poco más intersubjetivas, un poco menos proyectivas y alienantes. El espacio de la metáfora de Juana de Arco estaba migrando hacia la realidad actual, de modo que pudiéramos hablar realmente de Harriet.

Esto se elaboró mientras la Sra. J se implicó como jefa exitosa y respetada en una reorganización de su lugar de trabajo. A veces con mi ayuda, a veces sola, elaboraba estrategias acerca de los adversarios de los que anticipaba que pudieran acusarla en lugar de enredarse en protestas masoquistas, puramente proyectivas.  Aunque generalmente era parco en dar consejos estratégicos, la ayudé a ordenar las cuestiones tácticas, y presté una cuidadosa atención a cómo podía cruzarse en su camino la tendencia a sentirse agraviada de un modo autorreferencial, a “tomarse las cosas como algo personal”. En general, estaba menos acuciada por la presión a proyectar y luego responder de forma antagónica a su dura autocrítica, de la cual se estaba haciendo, en cierto modo, más consciente.

Dolor, diferenciación, integración

Según la Sra. J fue siendo más capaz de pensar en las debilidades de sus amigos y colegas y en las suyas, también fue más capaz de afirmarse eficientemente, persiguiendo placeres postergados durante mucho tiempo y adoptando posiciones más directas y explícitas con los otros. Finalmente consiguió un trabajo más atractivo que le permitía más libertad personal y donde sus capacidades le daban más ímpetu para negociar un mejor acuerdo para ella. Se tomaba vacaciones más largas e imaginativas y comenzó nuevas amistades en las que se respetaban sus deseos. Celebraba con entusiasmo su nuevo sentimiento de agencia; a veces corría el riesgo de alienar a personas con las que había sido amistosa. Esto, en la práctica, significaba que a veces iba demasiado lejos, y cuando me preguntaba, le hacía saber que eso era lo que yo pensaba. Ahora podía tolerar la crítica sin sentirse obligada a atacar a quien la hacía. En este clima, se hizo más posible vincular esta asertividad exagerada con sus angustias, con su sentimiento de que no podría encontrar una respuesta a sus deseos, porque nunca la tuvo. Este insight construyó una sinergia con su éxito cada vez mayor a la hora de negociar situaciones interpersonales y profesionales.

Aunque hubo muchas situaciones de este tipo, esto era más conmovedor y potente en la relación que estaba desarrollando con su hermano. Excluyendo otros desarrollos, ahora describo ésta en detalle, haciendo algunas observaciones sobre el vínculo en el dolor, la internalización, la integración personal y el desarrollo de la mentalización. Aunque Harriet se había sentido durante mucho tiempo herida y enfadada con su hermano, había mantenido el contacto, visitándolo siempre que volvía a su ciudad de origen, donde él seguía viviendo. Cuando él padeció una enfermedad que potencialmente ponía su vida en riesgo, ella le ofreció consejos basándose en la pericia adquirida cuando un amigo atravesó una enfermedad similar. Aunque su hermano y su familia le dijeron que ellos tenían un enfoque diferente, ella insistió y él finalmente dejó de devolverle las llamadas y los emails, al igual que hicieron sus hijos, con los que ella había tenido una estrecha relación. Se le informó de que la enfermedad no sería fatal de forma inmediata, pero por lo demás se cortó la línea que la unía con todos los que representaban sus últimos vínculos de sangre con su familia de origen.

Se sintió dolida y enfadada, más porque nunca pensó que podía haberse tomado libertades o que habría sido mejor tener en cuenta el carácter rebelde de su hermano, del que ella era consciente, a la hora de enfocar este asunto. Pero según pasaba el tiempo se asombró de que su propio orgullo le hubiera bloqueado el camino. Tiempo después, supo que la enfermedad de su hermano había empeorado, y lo llamó para decir que iba a estar por la zona y que esperaba poder visitarlo.

Para su sorpresa, él la llamó a la brevedad y le agradeció tiernamente su llamada. Dejando atónita a Harriet, le dijo cuánto la había echado de menos, a pesar del mucho dolor que había entre ambos. Añadió que siempre pensó que ella llamaría y se disculparía y que no se daba cuenta de lo fuerte que ella era. Ambos eran realmente testarudos y él le dijo “es de familia”. Harriet se mostró igualmente comunicativa y viajó para verlo. El Sr. J continuó ablandándose dado que contemplaba la muerte, y en conversaciones posteriores él le dijo a Harriet que estaba recordando alguna de las cosas tan crueles que le había hecho y que lo lamentaba. Este extraordinario giro de los acontecimientos fue bastante conmovedor, ofreciendo reconocimiento, reparación y un sentimiento aún más amplificado de que las relaciones interpersonales podían resultar en cierta justicia y reconciliación.

Según el Sr. J se ponía más enfermo, las cosas se hicieron aún más conmovedoras. El recuerdo y la gratitud se mezclaban con el dolor, el enfado y el arrepentimiento, tanto por la pérdida actual como por el modo en que el pasado limitó quién habría podido ser Harriet y quién había sido. Hizo muchos vínculos inesperados entre el presente y el pasado, incluyendo el preguntarse, de un modo emocionalmente convincente, si había buscado en su socarrón y cruel marido un eco de su hermano, de quien siempre buscó protección infructuosamente. Con el tiempo, el tono de su discurso sobre su hermano y su familia estuvo marcado por una satisfacción apropiadamente controlada, según avanzaba el mutuo reconocimiento y la reconciliación, pero siempre mezclada con la resignación y melancolía por lo que no iba a ser, una complejidad de emoción que rara vez se había visto en Harriet. (Ver Mitchell, 2000, y Dent, en preparación, para una exploración de analistas que han pasado por algo las relaciones entre hermanos).

Hubo desarrollos paralelos en la transferencia. La Sra. J, por ejemplo, sin que yo la incitara, me dijo que  había llegado a darse cuenta que mi modo de manejar la política de cobros no significaba que no me preocupase por ella. Seguía sintiendo que yo la había herido y que le había mostrado mi peor cara, pero también que yo había cambiado desde entonces. Por lo que más se sentía triste y enfadada era porque no hubiera podido ser de otra forma, porque se hubiera perdido tanto tiempo. Añadió que su modo de verse como explotada le hizo imposible ver que tal vez era mi modo de manejar las cosas en lugar de ser algo que tuviera que ver con ella; especulando sobre mi vida mental, pensó que tal vez ésta era para mí un área sensible. Aunque supongo que yo podría decir que esta explicación no capta plenamente sus propias proyecciones y similar, no estoy seguro de que no sea una descripción tan acertada como otra cualquiera, y, en cualquier caso, muestra el desarrollo de un sentimiento bipersonal de cómo se fueron desarrollando las cosas, marcado por la decepción e, incluso, por el dolor, en lugar de estarlo por el omnipresente y cerrado sistema de persecución.

Algunos meses más tarde, el hermano de Harriet murió. Tras el funeral, Harriet me contó cómo habían ido las cosas, notando que estaba enfocando las cosas de un modo nuevo. Comenzó la sesión diciendo que “había tomado prestada una página de” mi libro; finalmente comprendió cómo usar el silencio. En una cena familiar tras el funeral, su sobrina le trajo una de las camisas de su hermano, que había pedido como recordatorio. Pero se la dio en el restaurante justo antes de la cena, lo cual puso a Harriet en la situación de tener que llevarla con ella, en lugar de haber esperado hasta después. Esto le pareció desconsiderado y se ofendió. Sin embargo, respondió no diciendo nada, apuntando que, en el pasado, se habría quejado y se habría puesto pesada, lo que, dijo, la habría hecho odiarse durante el resto de la semana. Tras un momento, su sobrina se disculpó y se llevó la camisa a su coche, de donde Harriet la recogió tras la cena.

Este momento, aunque de poca importancia, reflejaba un cambio importante en la psicología de Harriet, incluyendo una autorreflexión sofisticada y nuevas capacidades para regular y pensar en los sentimientos (Schore, 1994; Jurist, 2005). El “tomar prestada una página” del libro del analista marca un cambio de la identificación proyectiva a la identificación introyectiva, más constructiva, en la que los atributos del otro pueden utilizarse para fomentar el self en lugar de ser invalidado por la compulsión a proteger el self de sus propios demonios destructivos.

Más adelante en la sesión, Harriet describió la depresión cada vez mayor de su cuñada. La viuda se que quejaba de que nadie respetaba su judaísmo en esta terrible ocasión. Sin embargo, aunque su padre había sido judío, ella no tenía formación religiosa y había adoptado la práctica cristiana del hermano de Harriet. Tras el funeral, la familia fue a casa, pusieron el partido y se sentaron a verlo, sin ni siquiera hablar de su hermano muerto. “Si son judíos tan grandes, dijo Harriet, ¿por qué no hacen el duelo de siete días?”

Tras un rato, me pregunté en voz alta si Harriet podía considerar sus propias admoniciones, que estaba menospreciando a otras personas pero no estaba pensando en su propia pérdida; tal vez aún estaba en shock, o era duro estar sola con todo esto. Se enfureció y me dijo que no entendía lo problemática que era su cuñada.

Pero, tras la sesión, dejó un mensaje con un tono muy diferente:

Sé que estuve ocupada peleando hoy con Vd. Lo que dije me importaba, pero la cuestión es que quiero agradecerle al final haberme llevado a un lugar mucho mejor, que era hablar de lo que no conseguía, de lo que era… como Vd. dijo, hacer con ellos el duelo de 7 días, no habría sido agradable que eso hubiera pasado, y podría haberlo hecho por mi hermano con mi familia. Me lleva a un lugar mejor dentro de mí misma. Y tal vez ahora que Vd. ha articulado eso para mí, sea algo que puedo hacer por mí misma al menos un poco mejor de lo que he estado haciéndolo… así que gracias, es un gran regalo… [En este momento Harriet se detuvo con una risa amistosa, sardónica y, en cierto modo ansiosa]. No pelearé con Vd. en mi mente durante al menos unas horas (negritas mías)

El tono general de este mensaje es de dolor, afecto, y autorreflexión. En concreto, la referencia jocosa, irónica, a pelear conmigo “en su propia mente” es el indicador más claro de que la Sra. J está desarrollando una orientación a su propio pensamiento como distinto de la realidad del mundo externo, que impregna este pasaje. Anuncia su conocimiento de que su ponerse furiosa es una cuestión mental más que algo que pertenece a la esfera “objetiva” de la realidad: tiene una teoría de su propia mente en interjuego con el mundo exterior. Esto sucede junto con el reconocimiento del propósito defensivo de su molesto rechazo a mi interpretación y al sentimiento subsiguiente de ser una persona necesitada, triste y afligida. Todos estos son aspectos correlacionados del desarrollo de la subjetividad, de la cual la mentalización es un aspecto crucial.

Conclusión

El propósito principal de este artículo ha sido iluminar y elaborar el concepto de mentalización y sugerir algunos vínculos con otras teorías analíticas clínico-evolutivas. Espero que el material presentado hasta aquí lo haya logrado. Con respecto al tratamiento analítico continuado de pacientes con patología de carácter similar a la de la Sra. J, pueden añadirse, como conclusión, dos puntos entrelazados. En primer lugar, el desarrollo de la mentalización es en sí mismo un logro sustancial en estos tratamientos; segundo, es un precursor para la efectividad de muchos de los modos de acción terapéutica psicoanalítica más establecidos, notablemente de aquellos que dependen del insight.

La mentalización es un precursor del insight: cuando un paciente no puede distinguir la realidad psíquica de la realidad de un modo significativo, no es probable que las interpretaciones usuales de las raíces internas de los pensamientos y la conducta sean eficaces, puesto que se basan en la suposición de que será importante contrastar el inflexible mundo interno de las motivaciones, fantasías, defensas y angustias con la variedad del ambiente externo. Una vez que esta capacidad está en funcionamiento, es más probable que dichas intervenciones marquen una diferencia. Aunque puede haber alguna controversia entre los analistas sobre si el insight basado en la interpretación es un aspecto necesario del análisis exitoso, parece claro que la mentalización es una condición necesaria para que se produzca tal acción terapéutica.

Los posteriores desarrollos de este caso ilustran esto. Cuando la Sra. J comenzó a desarrollar un sentimiento de su propia mente, estuvo en posición de hablar más libremente y con un sentimiento de agencia sobre sus propias motivaciones. Por ejemplo, llegó a una comprensión explícita de lo que había sido una preferencia inconsciente por sufrir en lugar de arriesgar la decepción o la culpa reales que podían venir con el impulso enfadado a protestar cuando no podía estar segura de que sus deseos o su odio estuvieran justificados. De forma similar, se hizo más directamente consciente de su identificación conflictiva con la angustia y la desolación de su madre fallecida como una motivación activa, personal propia, todo con el sentimiento de que sus esperanzas inconscientes de una relación mejor, más cuidadosa, con su madre podrían, de hecho, no llegar a realizarse nunca. Con trepidación, comenzó a considerar que podía, después de todo, prestarse a una relación con un hombre, aun cuando eso significara tener que recordar el desastre con su marido y arriesgarse a la decepción y el rechazo. Aun cuando quedaba mucho trabajo analítico por hacer, la Sra. J era ahora capaz de identificar, e identificarse con, sus propias motivaciones subjetivas en mayor medida de lo que había sido previamente posible. Junto con esto, su propio sentimiento de mundos interno y externo se había hecho más espacioso y seguro para ella y podía, en general, pensar y actuar más claramente.

En general, la Sra. J parecía más triste pero más sabia, pero también más feliz y más flexible. Tenía capacidad para el optimismo, la gratitud e incluso el humor en medio del dolor. Seguía esforzándose por evitar sucumbir a la influencia de los otros, o sentirse abandonada o agraviada y, en último lugar, mal consigo misma. Pero esto era menos perentorio, y su repertorio emocional y conductual se había ampliado y se había hecho más flexible y eficaz.

El dolor marca un espacio entre uno mismo y los objetos. Como declaró Freud (1917) el duelo es el antídoto a un estado de absorción en otro con quien uno tiene una relación insatisfactoria, donde el otro embruja el interior del self, odiado pero necesitado, perseguidor pero invisible, bloqueando el acceso al mundo real. La mentalización –tener una mente propia- es tanto una fuente como un resultado del proceso a menudo doloroso, pero potencialmente estimulante de hacerse disponible a los otros, a la propia historia y vida interior, a la voz y al cuerpo real de uno mismo y, consecuentemente a las oportunidades y peligros latentes de la vida.

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[1] Se pueden establecer vínculos sugerentes con modelos analíticos ya establecidos. Las teorías de Freud (1911, 1923) de los dos principios del funcionamiento mental y de la polaridad entre el yo y el ello son los puntos de partida esenciales para esta teorización, haciendo una distinción entre la orientación de la realidad y la que no distingue entre lo interno y lo externo. Desarrollos conceptuales posteriores pero esenciales elaboran esto: incluyendo el interés esencial kleiniano-bioniano (Bion, 1962) por el desarrollo de la posición depresiva y el “pensamiento” junto con los riesgos de la fijación en la posición (paranoide-esquizoide)esquizoparanoide; la crucial distinción de Winnicott (1971) entre el “objeto subjetivo” y el “uso del objeto” más maduro; y el papel central que se le da en la psicología del yo al testeo de la realidad como una función del yo y, más en general, la compleja relación entre lo psíquico y las realidades verdaderas (Hartmann, 1956; Erikson, 1964; Arlow, 1969; Wallerstein, 1988).