aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 035 2010

Una reformulación del duelo patológico: múltiples tipos y enfoques terapéuticos

Autor: Bleichmar, Hugo

Palabras clave

Afectos, Agresividad, Arousal, Cambio terapeutico, depresión, Diagnostico dimensional, Duelo patologico, Memoria, Narcisismo patologico, Perdida de objeto, Sistemas motivacionales, Transformaciones inconscientes.

Rethinking pathological mourning: multiple types and therapeutic approaches fue publicado originariamente en The Psychoanalytic Quarterly, 2010 Volume LXXIX, Number 1: 71-93. Traducido y publicado con autorización de la revista.

Traducción: Marta González Baz
Revisión: Hugo Bleichmar

Se discuten distintos tipos de duelo patológico, con la idea de que refinar la nosología psicoanalítica en este sector puede contribuir al desarrollo de intervenciones más adecuadas para cada uno de ellos. La fijación primaria al objeto –existente antes de la pérdida- se diferencia de la fijación secundaria que tiene lugar cuando el sufrimiento en el presente da lugar a la idealización de un objeto que sólo entonces se siente realmente perdido. Se considera el papel del narcisismo, los sentimientos de culpa, y las angustias paranoides en el proceso del duelo patológico. Se ilustran algunas de estas condiciones con material clínico.

Palabras clave: duelo patológico, depresión, cambio terapéutico, memoria, diagnóstico dimensional, agresividad, narcisismo patológico, pérdida de objeto, afectos, arousal, transformaciones inconscientes, sistemas motivacionales.

Introducción

Desde los comienzos del psicoanálisis, el tema de la memoria, de cómo interactúan el pasado y el presente, ha constituido un foco de interés constante. El descubrimiento, por parte de Freud, de los fenómenos transferenciales, de la importancia de la vida infantil en determinar cómo se ve el presente a través de los ojos del pasado, reveló una de las variables de la relación entre presente y pasado. Sin embargo, Freud pronto se dio cuenta de que esta relación era más compleja, en tanto era bidireccional. Esto lo llevó a describir la condición de Nachträglichkeit, traducida como acción diferida o après coup (Eickhoff, 2006; Faimberg, 2005; Thomä y Cheshire, 1991), en la cual un acontecimiento del pasado, en un momento en el que la capacidad de simbolización no pudo darle cierto significado, adquiere significado mediante otro acontecimiento posterior. También examinó cómo el recuerdo es modificado por el presente, distorsionado y adaptado a las necesidades actuales (Freud, 1899).

En este artículo discuto el papel que el presente desempeña en el duelo patológico para la reconstrucción del recuerdo del objeto perdido, diferenciando las diversas condiciones que originan y mantienen el duelo patológico, generando así distintos tipos de este trastorno. También examino las implicaciones que esta categorización de tipos de duelo patológico tiene para el tratamiento psicoanalítico.

Al igual que la fantasía del paraíso perdido surge a partir de un sufrimiento en el presente, el desarrollo del duelo patológico implica una constante reconstrucción del recuerdo del objeto, atribuyéndole ciertos aspectos que antes no se sentía que tenía. La infelicidad presente, sea cual sea su causa, crea el anhelo de un tiempo y un objeto que se idealizan progresivamente. Esta condición nos lleva a diferenciar la fijación primaria al objeto –previa a la pérdida- de la fijación secundaria, o fijación a un objeto de la fantasía construido en el presente y considerado como la causa de un pasado de supuesta felicidad y ausencia de sufrimiento. Presentaré un ejemplo clínico y a continuación propondré un modelo más general sobre duelo patológico.

Viñeta clínica

La Sra. Y, de unos cincuenta años de edad, comenzó el análisis a causa de una depresión tras la muerte de su marido. En nuestra primera sesión, la mirada triste en un rostro cubierto de sufrimiento y sus movimientos lánguidos eran claros indicadores de que la pérdida de su marido había sido un acontecimiento devastador para ella. Me di cuenta que, mientras su marido estaba vivo, su estatus social le había permitido disfrutar de una deferencia especial y de una vida llena de satisfacciones narcisistas. Tras la muerte de éste, al principio, la gente continuó llamándola asiduamente, pero cuando estos contactos se fueron espaciando ella lo vivió con resentimiento y una hostilidad creciente hacia los demás. Fue dominada por un sentimiento de impotencia y desesperanza respecto a recuperar su antigua posición.

La Sra. Y contrarrestaba el malestar causado por estos sentimientos de impotencia e indefensión –que, como veremos, son un aspecto esencial del duelo patológico- refugiándose en una identidad idealizada: se representaba como la viuda de un gran hombre que había sido olvidado con demasiada facilidad por el resto del mundo, y esto era algo que ella nunca haría. Se vestía totalmente de negro. Buscó y recopiló los escritos y discursos de su marido, por los que nunca antes había mostrado interés. La figura de su marido se convirtió en objeto de una idealización creciente y comenzó a ocupar un lugar prominente en sus pensamientos, lugar que no había tenido mientras estaba vivo, lo que dio lugar a una fijación secundaria al objeto idealizado.

Pero este intento de compensación narcisista  era insostenible porque la actitud hostil de la Sra. Y hacia las personas que la rodeaban provocaba que el rechazo la hiciera sentir más y más impotente para generar las respuestas deseadas que le eran indispensables. Sus contactos se redujeron a unos pocos miembros de su familia y a la relación conmigo en el tratamiento, en la que ella transmitía su amargura, esperando que yo compartiese su visión hostil de casi todo el mundo.

Tenía que tener mucho tacto con la Sra. Y. Por una parte, a veces sentía que debía aceptar su demanda transferencial y hacerle saber de un modo no explícito que apreciaba sus cualidades humanas, su inteligencia e intereses. Sin embargo, por otra parte, sabía que no podía limitarme a esto, puesto que así habría confirmado su visión reivindicativa y narcisista, que yo consideraba como causa importante de su sufrimiento. Según progresaba el tratamiento, fui capaz de ayudarla a reconocer sus necesidades narcisistas, arraigadas en una familia con grandes expectativas; ella había tenido que hacerse un lugar entre sus hermanos, que recibían de su padre un trato preferente, mientras que ella participaba de la atmósfera emocional de su madre: una mujer sacrificada con elementos paranoides silenciados pero muy marcados, quien utilizaba a la Sra. Y como hombro sobre el que llorar su amargura.

Pero el aislamiento de la Sra. Y no era sólo resultado de una retirada narcisista encaminada a preservar su sentimiento de superioridad en soledad. Desde una edad muy temprana, había sido una persona asustada que consideraba peligroso al mundo exterior. La desaparición de su marido reactivó estos viejos temores. Junto con el núcleo narcisista –el área de la autovaloración-   la Sra. Y padecía un componente paranoide en su personalidad que la hacía sentir rodeada de figuras que podían hacerle daño. Esta visión era producto de una triple determinación: a) su identificación con el discurso materno y la actitud materna de sentirse constantemente amenazada; b) la violencia de su padre; c) la proyección de su propia hostilidad.

Durante el tratamiento, siempre que yo encaraba el componente paranoide, tenía que tener al mismo tiempo la mirada puesta en las necesidades narcisistas que la hacían sentir "despreciable por ser débil y asustarse fácilmente", como dijo refiriéndose a una colaboradora. Un momento importante en la terapia fue cuando pudo entender la circularidad entre la idealización de su marido y su desconfianza hacia el mundo externo: su hostilidad hacia las figuras externas la hacía regresar a una relación exclusiva con su marido, a quien necesitaba idealizar; pero la idealización de su relación con él le impedía sentir que podía terminar encontrando otra relación gratificante en la realidad externa.

No me habría servido de nada intentar cuestionar esta idealización de su marido, o intentar hacerle ver su ambivalencia y hostilidad hacia él. Esto hubiera significado ignorar su relación imaginaria con el marido muerto, construida en el presente en el contexto de su sufrimiento actual, y basada en serios trastornos de su equilibrio narcisista y sentimientos de seguridad básica. Para ayudar a un paciente a elaborar el duelo es necesario centrarse no sólo en la relación con el objeto perdido, sino, también, en ayudar a la persona a superar las angustias y limitaciones que ahora la llevan a construir un objeto que nunca existió, ni en la realidad externa ni en la realidad psíquica.

Resumiendo el caso de la Sra. Y, la pérdida de su marido creó una situación que básicamente desestabilizaba su narcisismo, generando sentimientos de impotencia, a los que reaccionaba con agresividad, aislamiento grandioso y una idealización cada vez mayor de su marido. Estas defensas, a su vez, tenía consecuencias: cuanto más agresiva era ella, más rechazo recibía del exterior, dando lugar a la retraumatización narcisista así como a una desconfianza cada vez mayor en la gente a causa de la proyección de su agresividad. Esta situación se convirtió en un círculo vicioso: su dificultad para formar conexiones con el mundo externo, donde podría haber encontrado objetos sustitutos, la llevó a volver a una idealización cada vez mayor del objeto perdido –fijación secundaria- que reforzó su dificultad para conectar en la realidad con los otros, a quienes generalmente consideraba inferiores al fallecido. Como consecuencia, recayó en los sentimientos de impotencia y desesperanza de ser capaz de recuperar una imagen valiosa de sí misma que el objeto perdido había contribuido a sostener.

Una pregunta que podemos hacer es si la idealización que la Sra. Y hacía de su marido no habría podido ser influenciada por sentimientos de culpa como consecuencia de la ambivalencia, cuyos efectos se manifestaran tras la muerte de éste. Esta secuencia de ambivalencia, culpa inconsciente e idealización defensiva forma parte, sin duda, de lo que hallamos en algunos procesos melancólicos tras la pérdida de un ser amado. Pero en el caso de esta mujer –aunque en toda relación humana la ambivalencia tiene que haber estado presente- en lo que yo fui capaz de explorar, los sentimientos de culpa no eran un elemento destacado. En cambio, el sentimiento prevalente era el dolor narcisista, y su depresión encajaba mejor con la descripción que hace Kernberg (1975) de la "depresión que tiene más de rabia impotente, o de impotencia-indefensión en conexión con la pérdida de un concepto idealizado de uno mismo" (p. 20). Kernberg diferenció este tipo de depresión de otras en las que predominaban los sentimientos de culpa.

El marido de la Sra. Y la había ayudado a mantener un estado ideal de bienestar narcisista, y la pérdida del marido implicaba también la pérdida de este estado. Como afirmaron Sandler y Joffe (1965):

El dolor mental refleja, por tanto, una discrepancia entre el estado real del self y un estado ideal de bienestar psicológico. Si la presencia de un objeto de amor es condición esencial para aproximar el self real al ideal, entonces la pérdida del objeto (o cualquier otra precondición esencial de este tipo) debe resultar, inevitablemente, en dolor mental. Si el individuo se siente indefenso, impotente, y resignado frente a la situación dolorosa, entonces experimenta la respuesta afectiva de la depresión. [p. 92]

En el caso de la Sra. Y, podemos hablar en términos de fijación secundaria porque, mientras su marido estaba vivo, la relación no era sentida como cercana, y el marido no era una figura de apego. Cuando él se iba de viaje, incluso durante un mes, ella me decía que no lo echaba de menos y se sentía aliviada de no tener que hacer nada con él. No se había casado con él por estar enamorada, sino porque, a su edad, era lo que su círculo social y ella misma esperaban que sucediera, y el hecho de que el hombre que iba a ser su marido estuviera en una posición respetable contribuyó a su decisión.

Durante el tratamiento de la Sra. Y, me quedó algo claro: que el poder de mis intervenciones para promover el cambio dependía no sólo de la verdad que contenían o de una adecuada descripción de su estado psicológico, sino también del apoyo que prestara a mis observaciones una cierta satisfacción/placer en alguno de sus sistemas motivacionales [1]. Así, para superar la resistencia al cambio, la intervención analítica debe ofrecer algo que en su interjuego con la resistencia produzca más satisfacción/placer que aquélla. El poder de la verdad y la razón siempre necesita el apoyo de una necesidad/deseo del sujeto para que adquiera fuerza motivacional.  La medida en que la Sra. Y aceptaba mis intervenciones era en ocasiones porque su insight estaba asociado con, y reforzado por, el sentimiento de que su aceptación la hacía sentir que tenía contacto íntimo conmigo: el poder del apego. En otras ocasiones, aceptaba mis intervenciones porque hacerse consciente, mediante el trabajo interpretativo, de su hostilidad y las razones que había tras ella, favorecía su deseo de avanzar hacia un yo ideal, lo que la llevaba a dejar un lado la conducta patológica que previamente le había dado satisfacción narcisista; en su lugar, podía lograr satisfacción narcisista de otro modo: viéndose como alguien con el coraje y la capacidad para cambiar.

La depresión que la Sra. Y sufrió cuando su marido murió debe distinguirse de otros casos de depresión que presentan un anhelo doloroso respecto a la persona perdida, la ausencia de contacto emocional y físico como fuente del sufrimiento, cuando el objeto ha sido una importante figura de apego preferida sobre todas las demás, con una fijación primaria a él. También debe diferenciarse de los casos con sentimientos predominantes de culpa o de pena por el destino de la persona perdida, como en el caso de un paciente cuyo bebé murió en la cuna, ahogado por su propio vómito mientras el paciente y su esposa veían la televisión en la habitación de al lado.

Es diferente cuando el objeto ha proporcionado principalmente un sentimiento de seguridad, de modo que su desaparición arroja al sujeto a un constante estado de temor, parálisis e inhibición, haciéndolo sentir impotente y desesperanzado en relación con cualquier tipo de logro. Esta secuencia está caracterizada por la pérdida del objeto seguida de temor, inhibición y frustración de los numerosos deseos que requieren, para su gratificación, acción en la realidad, con la consiguiente depresión que es secundaria a la evitación fóbica.

Hacia una nosología psicoanalítica del duelo patológico

En el caso de la Sra. Y, y en otros que sólo he mencionado de pasada, los sentimientos de impotencia y desesperanza de lograr lo deseado –el regreso del objeto- son el denominador común que los sitúa en la categoría genérica del duelo patológico, pero las distintas causas de esta impotencia y desesperanza permiten la posibilidad de una nosología psicoanalítica de los tipos de duelo patológico.

En cuanto al objeto, éste puede clasificarse en distintos tipos según su función para el sujeto, en el sentido de las necesidades que satisface para los distintos sistemas motivacionales que organizan los deseos, angustias y los medios de autoprotección frente a éstos. Al igual que existe un objeto de la pulsión sexual, algunos objetos pueden posibilitar la regulación psicobiológica o una disminución de la angustia, o pueden proveer organización mental, o sentimiento de vitalidad, de identidad, o equilibrio narcisista. Cuando se pierde el objeto se ven perturbadas las funciones que éste cumplía para el sujeto y, por consiguiente, también se altera el equilibrio psicológico del sujeto. En Inhibiciones, síntomas y angustia (1926), Freud planteaba la importante cuestión: "¿Cuándo produce angustia la separación de un objeto, cuándo duelo y cuándo, digamos, sólo dolor?" (p. 169).

Podemos aplicar las funciones provistas por el objeto perdido a la descripción inicial de alguna de las condiciones implicadas en los distintos síntomas que observamos tras la pérdida del objeto. Cuando estas condiciones están conectadas con los sentimientos de impotencia e indefensión, dan lugar a manifestaciones particulares de duelo patológico.

Si el objeto satisface necesidades de autopreservación (sentirse seguro), la consecuencia de su pérdida es la aparición de un sentimiento de peligro. Si aporta regulación psicobiológica, lo que puede surgir en su ausencia es la desorganización emocional, la angustia, incluso el desequilibrio neurovegetativo. Si apoya un sentimiento de vitalidad y entusiasmo, su pérdida provoca languidez. Si apoya el narcisismo, su desaparición genera desequilibrio en esta dimensión. También, si el objeto es el único que satisface la necesidad del sujeto de cuidar, proteger y ofrecer felicidad al otro, su pérdida puede activar sentimientos de culpa, con sensaciones de vacío y confusión, puesto que el objeto perdido se lleva parte de la identidad del sujeto: las actividades relacionadas con cuidar al otro.

El que tenga lugar o no la depresión clínica del duelo patológico depende principalmente de la tendencia a sentir impotencia y desesperanza, sentimientos que para algunas personas son parte de una reacción básica a los deseos frustrados o la adversidad, cuyos orígenes están en experiencias previas de sentir impotencia y desesperanza, y/o en una identificación con figuras significativas que las han sentido por ellos. La tendencia a sentir impotencia en situaciones de deseos frustrados, de las cuales la impotencia de recuperar al objeto perdido es una variante, es, por tanto, una dimensión esencial a analizar y modificar en casos de duelo patológico.

Otro factor importante es la tendencia, sea por razones constitucionales o adquiridas, a reaccionar con agresividad ante el dolor psíquico. Pero la agresividad por sí misma no determina el tipo de duelo patológico, pues depende de las tendencias psíquicas con las que se combina. Así, si los mecanismos proyectivos son una dimensión importante de la personalidad, entonces la pérdida de objeto puede dar lugar a un duelo paranoide que incluye la crítica al entorno y a lo que los otros hicieron o hacen. Sin embargo, si la agresividad se combina con la tendencia a experimentar sentimientos de culpa, entonces tenemos un tipo de duelo patológico en el que los momentos de agresividad se siguen de momentos en que la culpa pasa a primer plano.

La pérdida de una figura significativa que desencadena un proceso de duelo tiene ciertas repercusiones si es padecida por una persona anaclítica, y otras distintas si la padece un tipo de personalidad introyectivo.  El trabajo de Blatt (2004) relativo a estas dos dimensiones, basado en investigaciones caracterizadas por resultados consistentes, ofrece una valiosa guía para que el clínico psicoanalítico entienda la reacción a distintos tipos de pérdidas y la clase de síntomas que predominan en la depresión clínica. También ofrece un grado de predictibilidad de los posibles efectos de las intervenciones centradas en el apoyo o en el insight.

También, los afectos dolorosos y las angustias activadas en el proceso de duelo provocan respuestas muy diferentes, dependiendo de la estructura de personalidad básica. Por ejemplo, algunas personalidades borderline reaccionan con desorganización o acting out a causa de su falta de tolerancia al dolor psíquico del duelo. Podemos tener en mente un doble diagnóstico: por una parte, el contenido del duelo patológico –culpa, desequilibrio narcisista, temores, etc.; por otra parte, el tipo  de organización del yo, la separación entre proceso primario y secundario, y la estructura del superyó. Esto significa diferenciar entre los contenidos procesados por el aparato psíquico y las operaciones que éste utiliza para manejar estos contenidos, el aspecto más estructural.

Lo que acabo de decir pretende apoyar la idea de que los tipos de duelo patológico se entienden mejor en un modelo dimensional de la psique. Este modelo considera el funcionamiento psíquico como determinado por combinaciones particulares de dimensiones articuladas en estructuras complejas, un punto de vista que siempre ha caracterizado el enfoque psicoanalítico de la nosología, en contraste con los enfoques que usan categorías aisladas, tales como las sucesivas versiones del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM).

De todo lo anterior, deducimos lo que es específico para el diagnóstico psicoanalítico, con toda su riqueza: intenta describir los estados mentales y la conducta, los múltiples componentes que los organizan y, especialmente, las transformaciones que sufren como resultado de motivaciones afectivas con implicaciones para el tratamiento. Esto nos permite intervenir con los componentes como tales y no sólo con el producto de su interacción (síntomas, conducta, etc.), ajustando las intervenciones a lo que sucede en cada paso de las transformaciones que sufre el proceso. Por esta razón, el diagnóstico psicoanalítico se configura gradualmente mediante un proceso en el cual vemos cómo el paciente reacciona en el marco de la transferencia-contratransferencia y de las vicisitudes en su vida fuera del tratamiento.

Un aspecto adicional diferencia el psicoanálisis de la psicología cognitiva: el psicoanálisis no sólo trata los distintos tipos de procesamiento y defensas inconscientes, sino que también da prioridad a la afectividad y a sus movimientos. Freud diferenció entre las catexis de afectos e ideas, anticipando los hallazgos de la neurociencia de hoy en día; es decir, que la afectividad, la cognición y la organización neurohormonal interactúan, imponiendo transformaciones la una a la otra. Las fantasías inconscientes y la cognición consciente modifican la afectividad, pero son, a su vez, transformadas por ésta en un proceso bidireccional. Así, el modo en que se siente un sujeto depende de cómo piense, pero el sujeto también termina pensando en función de cómo siente (Forgas, 2003). Una vez que un estado afectivo está activo, convoca a las ideas que pueden relacionarse con él.

La Untergang o desactivación de ciertos contenidos inconscientes

En "La disolución del complejo de Edipo" (1924), Freud introdujo una concepción del inconsciente que dejó perplejos a los analistas de su época. Sostenía que cuando están presentes ciertas condiciones –falta de la satisfacción que se esperaba, amenaza de castración, etc., es decir, por razones psicológicas- el Edipo puede tomar un curso muy peculiar: "Pero el proceso que hemos descrito es más que una represión. Es equivalente, si se desarrolla de forma ideal, a una destrucción y abolición del complejo" (p. 177).

¿Cómo entender esto? ¿Acaso todos los rastros inconscientes de temores y deseos edípicos –representaciones y afectos, las fantasías en las que consistía- desaparece completamente? La transferencia, la reactivación del pasado de la infancia, hace difícil aceptar que algo tan significativo pudiera desaparecer totalmente. Pero las objeciones a la exageración que implica el término Untergang (Levy, 1995) –Freud pensaba en términos de disolución/destrucción- no anulan este punto: que algo en el inconsciente puede perder fuerza motivacional y dejar de ser una presencia fuerte y activa. Esto diferencia a este material de aquél que fue reprimido, que preserva su fuerza y requiere un proceso defensivo constante.

Esta cuestión de los distintos niveles de fuerza motivacional de los contenidos inconscientes es la que surge con la introducción del concepto de Untergang. Si el inconsciente no se activase y desactivase por sectores, las variaciones en los estados de pasión serían imposibles. Los seres humanos atraviesan momentos dominados por un estado emocional de odio o ternura, amor o temor, y cada estado desactiva aquellos que lo contrarrestan. Estos estados no son meras organizaciones de la conciencia, puesto que si el temor o la persecución estuvieran constantemente activos en el inconsciente, los niveles de angustia y vigilancia requeridos serían intolerables y uno nunca sería capaz, por ejemplo, de relajarse e irse a dormir.

Las consideraciones anteriores dan lugar a la concepción de que, junto con contenidos emocionales de gran fuerza motivacional, el inconsciente contiene otros elementos que existen a diferentes niveles de activación. Vemos esto en pacientes caracterizados por un aplanamiento del afecto y el arousal; nuestras interpretaciones y clarificaciones les llegan como ideas pero sin movilizar su afectividad ni producir los niveles de arousal que provocarían en otros. Este tema es importante para la terapia analítica porque, junto con el objetivo básico de deshacer la represión y la escisión (para lo cual es esencial la interpretación), la terapia analítica presenta el desafío de cómo reactivar algo que ha sufrido un proceso de desactivación. Esto nos lleva a preguntarnos: en un cierto tipo de duelo patológico crónico en el que no es la tristeza lo que predomina, sino un severo abatimiento de la afectividad, pérdida de vitalidad y un bajo nivel de arousal, ¿es suficiente trabajar con las interpretaciones, reconstrucciones y análisis de las fantasías, o debe emplearse también la vitalidad del analista para activar en el paciente aquellos núcleos de vitalidad que hayan sufrido los efectos de un proceso de desactivación?

La consideración de la afectividad del analista y el nivel de arousal/activación demuestra, una vez más, que la posición del analista está marcada por contradicciones entre tendencias y tareas dispares que son puestas en acción consciente o inconscientemente en el tratamiento –un tema que Friedman (1988) elaboró ampliamente. Como analistas, debemos contenernos para permitir que emerja el self del paciente; por otra parte, debemos ser espontáneos y genuinos para, entre otras razones, evitar estimular la identificación del paciente con alguien que no lo sea. Debemos estar abiertos a responder al rol (Sandler, 1976).

Además de todo eso, es necesario estar atentos al nivel afectivo y de arousal/activación que puede ser más efectivo  para cada momento del tratamiento e, incluso, para cada paciente concreto. Con un paciente excitado cuyas emociones se desbordan, es necesario que el tono de voz, el ritmo, la afectividad, y el estado de arousal del analista funcione como contenedor (Bion, 1962) y contribuya a la regulación a la baja. Sin embargo, con un paciente cuya afectividad está aplanada –que muestra falta de energía, cuyas narrativas están desprovistas de vitalidad- un analista que intente preservar la neutralidad afectiva y un bajo nivel de arousal en el tono de voz, el ritmo del discurso, y la fuerza de la expresión, ¿no correría el riesgo de reforzar el estilo de carácter del paciente, a pesar de ofrecer interpretaciones correctas sobre las causas biográficas de esos rasgos dominantes?

Tal vez deberíamos diferenciar entre pacientes que: (1) bloquean sus afectos debido a conflictos presentes o reactivación de conflictos pasados como un modo de no abordar las condiciones internas y externas que generarían angustia; (2) aquellos que desde el principio de su vida se han identificado con padres con un bajo nivel de afectividad/arousal y/o, al no recibir la respuesta afectiva deseada, sufrieron un proceso de disminución progresiva de su afectividad/arousal, lo que pasó a convertirse en un rasgo de carácter. El reconocimiento de la necesidad de una técnica diferente para ciertos casos de trastorno afectivo llevó  a un autor, Blum (1991) –un partidario obvio de la interpretación y el insight como productores de cambio estructural- a afirmar:

Dependiendo también de la estructura de personalidad general y los recursos del yo, muchas formas de trastornos afectivos se tratan mejor en el  psicoanálisis. Otros pueden beneficiarse de la psicoterapia expresiva, con intercambios afectivos cara a cara o reconocimiento de apoyo y enfoques de relación para aquellos pacientes con trastornos muy severos. [p. 287, cursivas mías]

Pero el uso de la afectividad y el nivel de activación neurovegetativa del analista como componente de la técnica es, sin duda, un tema controvertido, sin conclusiones claras todavía; este tema requiere más investigación conceptual y clínica (Jiménez, 2007; Leuzinger-Bohleber y Fischmann, 2006) para responder cuestiones como las siguientes: en casos o tipos de casos específicos, ¿cuáles son los riesgos de perturbar el proceso analítico y cómo podemos combinar dicha perturbación con el insight y la interpretación?

Diferentes reacciones a la pérdida del objeto

El duelo patológico implica un estado básico en el cual el sujeto se siente impotente e indefenso (Bibring, 1953; Bleichmar, 1996; Haynal, 1977) para recuperar un objeto y la relación con él, una relación que sentía como proveedora de un estado de bienestar (Sandler y Joffe, 1965). Uso el término estado básico para indicar que, durante el duelo patológico, una persona atraviesa distintos momentos: en alguno de ellos predomina la tristeza, mientras que en otras ocasiones el sufrimiento psíquico desencadena distintos procesos defensivos que son intentos de escapar de ella (Brenner, 1982; Grinberg, 1992; Haynal, 1977; Hoffman, 1992; Jacobson, 1971; Klein, 1949; Kohut, 1971; Pollock, 1989; Stone, 1986).

El duelo patológico incluye también esfuerzos de restitución de lo que se ha perdido mediante una fantasía que modifique los acontecimientos vividos y los conduzca a un resultado diferente, ahora bajo el dominio del deseo del sujeto (Renik, 1990). En otros casos, el sujeto recurre a llorar como pedido de ayuda a las personas que lo rodean; o pueden predominar los autorreproches defensivos, siendo éstos una forma de autocastigo para aliviar los sentimientos de culpa y recuperar el amor del superyó (Rado, 1951). En otros casos, los fenómenos disociativos dejan al sujeto en un estado en el cual el duelo patológico se manifiesta no mediante la depresión sino, por el contrario, mediante una amplia gama de conductas que reflejan el esfuerzo del aparato psíquico por mantener a distancia el sufrimiento relacionado con la pérdida, como podemos ver en las adicciones, actividad compulsiva, etc.

En ciertos momentos, el afecto depresivo es relegado a un segundo plano y reemplazado por la angustia que resulta del sentimiento de estar en peligro de que algo pueda ocurrirle al sujeto como consecuencia de la pérdida del objeto que hasta entonces era sentido como protector del primero. En este caso, la angustia puede ser un componente central. En otros casos, lo que encontramos es una fobia generalizada, con miedo a todo o preocupaciones hipocondríacas. Estos síntomas estaban ausentes antes de la pérdida porque lo que comenzó como un sentimiento de impotencia para gratificar el deseo de recuperar el objeto, inunda finalmente toda la representación del sujeto, incluyendo el sentimiento de ser capaz de afrontar la realidad o cualquier peligro que pueda surgir imaginariamente del cuerpo (Rosenfeld, 1965).

Así, la representación que el sujeto tiene de ser impotente, incapaz, inferior o débil crea las condiciones para que todo sea amenazador.  El miedo a una amenaza externa o interna resulta de verla en relación con los recursos que los sujetos creen que tienen. El miedo siempre es resultado de esa comparación entre la representación del sujeto y la del objeto. Una vez que el sujeto se percibe como un self en peligro, el modo en que un peligro determinado se vuelve concreto depende de áreas de vulnerabilidad determinadas por la biografía particular de cada sujeto.  Así, pueden ocupar el primer plano las preocupaciones hipondríacas que previamente sólo eran potenciales, o pueden hacer aparición fantasías paranoides de ser atacados, o fobias limitadas. Las viejas identificaciones con padres hipocondriacos o paranoides, que nunca fueron una patología manifiesta, hallan condiciones apropiadas en las que desarrollarse y expandirse.

Las observaciones precedentes pueden explicar lo que frecuentemente observamos en el curso de un tratamiento: la resolución de un síntoma que no fue tratado específicamente. Este resultado puede ser debido a una modificación de la representación global del sujeto; mejorar sus sentimientos básicos de seguridad y capacidad elimina la condición de la que depende el síntoma. Los sentimientos básicos de inseguridad/indefensión pueden actuar como un conmutador que da lugar a síntomas manifiestos.

Elaboración

La elaboración del duelo patológico debe abarcar los múltiples factores, distintos en cada caso, que impiden la separación del objeto perdido –fijación primaria- o que están evitando que el sujeto establezca relaciones con objetos sustitutivos, lo que, a su vez, determina un retorno a los recuerdos, con anhelo del objeto perdido, que entonces sufre un proceso de idealización y la consiguiente fijación secundaria. En el tratamiento del duelo patológico, siempre que el desequilibrio narcisista, las angustias paranoides o los sentimientos de culpa originales o defensivos no se modifiquen, y si los recursos emocionales e instrumentales no están desarrollados para aprovechar las oportunidades reales que se ofrecen, las condiciones que hacen tan devastadora la pérdida del objeto seguirán activas.

Las condiciones que acabo de mencionar son dimensiones que guían nuestras intervenciones en cada caso particular, aunque debemos tener en mente que en el curso del tratamiento siempre estaremos sujetos a la tensión entre dos polos: por una parte, una cierta focalización y selección de las intervenciones más pertinentes en términos del objetivo terapéutico, pero, por la otra, una apertura a la emergencia de lo que no siempre podemos prever. Esto significa que el mantenimiento de la atención flotante, uno de los aspectos distintivos de la terapia analítica, permite que el curso del tratamiento siga las vicisitudes que surjan en la psique del paciente, en lugar de seguir un plan rígido establecido a priori.

Un factor importante del trabajo en el duelo patológico es la fijación a sentimientos de impotencia/indefensión en etapas anteriores de la vida (Bibring, 1953). Una experiencia real de haber perdido algo importante y haber sido capaz de seguir adelante está inscrita en la psique como una creencia de que las pérdidas son reparables. Pero esta confianza en la capacidad de reparar depende no sólo de lo que sucedió, ni de la reparación real que el sujeto hizo en respuesta a los acontecimientos adversos, sino también de la creencia, transmitida al sujeto por los otros significativos, de que la reparación puede hacerse, y de lo que hicieron aquellos del entorno del sujeto (Brown y Harris, 1989; Hagman, 1996; Shabe y Shane, 1990).

El poder del discurso y la actitud de un otro significativo tiene implicaciones decisivas para comprender lo que la posición del analista puede significar en el tratamiento respecto a la capacidad del paciente para superar el duelo patológico. En efecto, mientras que la capacidad de poner en marcha un proceso hacia la reparación depende, en parte, de una fantasía o creencia de que ésta es posible para superar formas de narcisismo destructivo (Rosenfeld, 1987) y la intolerancia de los sentimientos de culpa (Steiner, 1990), también es la confianza del analista en la capacidad del paciente para superar estas dificultadas –transmitida de mil maneras, especialmente de forma inconsciente, puesto que éste es el nivel que importa- la que ayuda al paciente a mantener viva la esperanza en un futuro diferente.

El tratamiento analítico es una apuesta de que algo puede modificarse, y para que eso tenga éxito, como analistas necesitamos tener confianza en que sucederá. Los límites a la transformación del paciente no sólo están impuestos por la patología o los recursos del paciente; estas variables son, sin duda, importantes, pero no son las únicas. La creencia y la confianza del analista en el poder transformador del análisis son variables significativas adicionales.

Con ciertos pacientes depresivos, existe el peligro de desarrollar un tipo de masoquismo en el que se busca la intimidad a través del sufrimiento. En estos casos, el placer de compartir el dolor es la contrapartida de lo que sería la desatención a las necesidades emocionales del paciente en momentos en que lo que más necesita es alguien que pueda sentir, aceptar y experimentar su dolor, y acompañarlo en él, en lugar de interpretaciones. En estas situaciones, tanto el poder de la relación para producir cambios como el poder de la interpretación encuentran sus papeles específicos; sólo la sabiduría clínica y nuestra sensibilidad pueden determinar cómo y cuándo articular ambas.

Este tema está estrechamente relacionado con  el valor y el alcance de la escucha empática a las explicaciones de sufrimiento y trauma como factor terapéutico. Rimé (2007), en un artículo muy documentado sobre el valor transformador de compartir las experiencias emocionales dolorosas, muestra que aun cuando dicho compartir provea un apoyo, consuelo, legitimación, vinculación y empatía importantes y, consiguientemente, regulación emocional, el mero hecho de compartir no es suficiente para la recuperación completa. También son necesarios cambios en las creencias profundas del paciente sobre el self, los otros, y la realidad.

Aquí, realidad debe entenderse según el significado que le otorga Friedman (1999): siempre es realidad humana. Así, Friedman subraya el hecho de que la realidad incluye valores, deseos, compulsiones y catexis libidinales, y que, sobre todo, resulta de intercambios con otros seres humanos que construyen realidades diferentes. Como sostiene Friedman, para ser realistas en el sentido psicoanalítico, necesitamos encontrar múltiples vías de relación con el mundo y con otros seres humanos, y cada una de estas vías está fuertemente arraigada en nuestro carácter individual. Por esto, no todas las narrativas que un analista transmite a un paciente están igualmente arraigadas en el carácter del paciente, es decir en el sentimiento profundo de lo que éste ha experimentado. El constructivismo radical encuentra, en este punto, un límite obvio.

Los déficits del sujeto y la fijación secundaria al objeto perdido

La elaboración del duelo requiere trabajar en tres áreas: a) representación del objeto perdido; b) representación del sujeto; y  c) capacidad funcional operativa del sujeto o recursos reales del yo.  Una cosa es cuando la fijación al objeto y la dependencia del mismo resultan de la desconfianza del sujeto en sus propios recursos, a pesar de tenerlos y, en cambio, los representa como propiedades del objeto; otra muy distinta es cuando el sujeto tiene déficits reales y, para completar su estructura psíquica, debe participar en una simbiosis con el objeto para obtener aquello de lo que carece.

En el primer caso, trabajamos principalmente sobre las fantasías del sujeto, la representación imaginaria, sobre las razones por las que no puede asumir lo que posee y las angustias que lo impiden –por ej. angustias paranoides, sentimientos de culpa, escisión o identificación proyectiva (Klein, 1940, 1946). En el segundo caso, el trabajo analítico requiere que el sujeto adquiera recursos que nunca ha poseído, independientemente de las causas de este déficit, lo que lo fuerza a la simbiosis con alguien más para completar la estructura psíquica.

La idealización secundaria del objeto nos permite entender por qué algunas personas no sucumben a la depresión en el momento en que se pierde al objeto. Esto es debido a que una nueva pérdida no sólo reactiva el dolor en relación con las pérdidas del pasado, o porque exista una acumulación de traumas pasados, sino también porque, dada la capacidad -o la tendencia- del yo a construir y reconstruir el pasado, puede crearse un recuerdo de algo que no tuvo lugar. Y entonces algo que no ha sido deseado –que no ha existido- se ha creado ahora retrospectivamente y, consecuentemente, se echa de menos. En estos casos, el duelo por lo que se perdió emerge y se desarrolla cuando aparecen dificultades en el presente en torno a satisfacer las distintas necesidades y deseos de tipo autopreservativo, narcisista o sexual. Esto nos advierte en contra de aplicar globalmente una máxima terapéutica válida para muchos casos: que para elaborar una pérdida real, se requiere la elaboración previa de pérdidas pasadas. De hecho, a veces, el orden cambia: al elaborar las condiciones internas y externas que predominan en el presente, que provocan sentimientos de impotencia que afectan a las aspiraciones legítimas del individuo y superando estas limitaciones es que las pérdidas pasadas adquieren un nuevo significado.

Como he apuntado antes, si el encuentro con nuevos objetos produce angustia persecutoria (Klein, 1946), si el sujeto tiene una relación desconfiada hostil con los otros, si está inseguro de ser capaz de provocar una respuesta positiva de los otros, si, a causa de una estructura de personalidad paranoide o narcisista, el individuo teme el ataque, la crítica o el rechazo, entonces aislará el self y construirá una barrera fóbico-evitativa que bloqueará los encuentros, aun cuando éstos sean deseados. La agresividad y la ambivalencia son factores esenciales en los orígenes y el mantenimiento de ciertos casos de duelo patológico, como describe Freud (1917) y como ha sido rigurosamente confirmado en el trabajo clínico psicoanalítico de Klein (1940), Jacobson (1971), Kernberg (2000), Steiner (1990) y otros autores.

También, si el sujeto tiene escasos recursos yoicos, por ejemplo, o carece de la capacidad emocional de provocar interés y atracción en los otros, o si el objeto perdido es un trabajo cuando el sujeto no tiene habilidades instrumentales, conocimiento o práctica, entonces fracasarán los intentos de conseguir un nuevo objeto que reemplace al objeto perdido. Por esta razón, el objeto perdido será recordado en un proceso de fijación secundaria al mismo.

Los sentimientos de culpa tras la muerte de una persona amada determinan un retorno una y otra vez al recuerdo de esa persona, a cómo el sujeto no le ofreció el cuidado adecuado, y al daño que presumiblemente le infligió, en cuyo caso cualquier descontinuación del pensamiento sobre el objeto perdido, o los intentos de reemplazarlo, son sentidos como deslealtad o insensibilidad. La fidelidad a la persona fallecida opera como un mandato del superyó que obliga al sujeto a permanecer en contacto con ella, a no dejar de echarlo de menos, y a sufrir por su ausencia. En estos casos de duelo patológico, el sufrimiento es el modo en que el sujeto se muestra a sí mismo que la persona perdida era y sigue siendo amada, y se convierte en una defensa contra los sentimientos de sentirse culpable y mal. Por esta razón, el paciente se resiste, tanto consciente como inconscientemente, a cualquier esfuerzo terapéutico por disipar la culpa, el dolor y la tristeza, que pasan a ser sentidos como prueba del amor y la bondad del paciente (Mitchell, 2000). También, los sentimientos de culpa evitan que el sujeto se resigne a la pérdida; en su lugar, son esfuerzos por reescribir la historia de lo que sucedió y de desarrollar la fantasía de "si hubiera hecho esto o aquello…", o "si yo…", manteniendo así la fijación al objeto.

Cuando la pérdida se vive como un daño narcisista, puede activarse el odio hacia el objeto perdido con el fin defensivo de intentar eliminarlo de su posición como juez supremo del valor del sujeto, una posición que continúa manteniendo. Así, es imposible sacar al objeto de la mente. La vida puede terminar por organizarse en torno a la relación de odio con el objeto: es atacado para despreciarlo, pero, como sucede con las ideas obsesivas, sigue siendo el centro de interés. En personalidades con rasgos paranoides-narcisistas, aunque el mundo entero puede estar ahí para ser amado, el odio impide al sujeto librarse del objeto perdido. Sin embargo, puesto que este odio no es suficiente para liberarse del objeto, el consiguiente sentimiento de impotencia arroja al sujeto a la depresión.

Si la persona sufre sentimientos simultáneos de culpa y dolor narcisista, el odio defensivo para reducir éstos últimos tiende a reactivar la culpa, de modo que el sujeto necesita, a su vez, incrementar el odio para reducirla. Este es el caso de una paciente, casada durante varios años, cuyo marido le dijo que ya no estaba enamorado de ella, que la apreciaba y le gustaría que continuasen siendo amigos, pero que había decidido separarse de ella. La paciente reaccionó con frustración y dolor narcisista, pero especialmente con impotencia para hacer que la realidad se ajustase a sus deseos. Este sufrimiento activó una secuencia que hemos visto en otras situaciones: frustración de los deseos, agresividad general, y, en esta paciente con un buen nivel de razonamiento lógico, agresividad que encontraba razones para justificar; es decir, reprochaba al otro que la hubiera engañado e intentaba demostrar que él era una mala persona, indigno de su amor. Tras estas explosiones de agresividad, se sentía culpable e insatisfecha con su conducta, lo que motivaba que justificase el odio sobre la base de la conducta de su exmarido, cayendo de nuevo en una búsqueda de los defectos de éste. El odio que la defendía del dolor narcisista reverberaba con los sentimientos de culpa que la ataban al recuerdo de cada momento que había vivido con la persona que la abandonaba.

Más aún, los ataques de esta paciente hacia su ex marido no sólo generaban culpa, sino también el miedo de perder lo poco que quedaba de la relación, un miedo que intentaba mitigar con una conducta expiatoria para recuperar el amor del objeto perdido, haciéndole regalos, pidiéndole perdón por su agresividad y prometiendo cambiar. Esta conducta, un intento de proximidad, la hacía sentir humillada de nuevo, porque se veía excesivamente necesitada del otro, una necesidad que ella se daba cuenta que no era recíproca. A su vez, cuando era incapaz de recuperar a su ex marido acusándolo en sus explosiones de rabia coercitiva (Rado, 1951), o mediante actos de contrición y expiación, se sentía impotente, y este sentimiento reforzaba su depresión narcisista.

El tipo de proceso descrito en relación con esta paciente, en que una condición conduce a otra –la frustración narcisista a la agresión, ésta a la culpa, ésta a las proyecciones en su marido, al reforzamiento de sus temores de perderlo, etc., así como el ciclo de deseos, angustias, defensas, nuevos deseos, etc., que se describieron en el caso de la Sra. Y- plantea la cuestión del momento correcto, la precisión temporal, para las intervenciones psicoanalíticas. Sin tener en cuenta esto, cuando emprendamos el examen del circuito de agresión, el paciente puede estar avanzando hacia un severo desequilibrio narcisista, y cuando nos centremos en las angustias narcisistas, el paciente puede haber cambiado a las angustias persecutorias, o a los sentimientos de culpa, o de nuevo a la agresión defensiva.

Conclusión

Finalmente, recapitulando, me gustaría volver al tema de una posible nosología psicoanalítica de tipos de duelo patológico basados en las condiciones de génesis y mantenimiento. Estos tipos son: 1) casos con fijación primaria predominante al objeto perdido; 2) aquellos en los cuales las condiciones de sufrimiento en el presente por causas internas o externas llevan al sujeto a regresar al objeto perdido; 3) aquellos en que los sentimientos de culpa o el daño narcisista mantienen la fijación al objeto; 4) aquellos en los que la pérdida presente evoca más directamente una pérdida del pasado porque las condiciones en que las pérdidas tuvieron lugar son similares; y 5) aquellos en los cuales la agresividad y el odio bloquean la reconciliación con el objeto perdido y la aceptación de nuevos objetos.

Pensar en estos términos es útil para el tratamiento psicoanalítico porque puede orientarnos hacia el factor específico que necesita ser modificado en cada caso individual. Deberíamos tener en mente que, aunque puede predominar la condición que origina y sostiene el duelo patológico, también podemos encontrar una combinación de otros factores, y uno u otro de éstos puede ocupar el primer plano en distintos momentos durante el tratamiento.

Agradecimiento: El autor agradece a Lawrence Friedman y Graciela Abelin-Sas sus valiosas sugerencias que mejoraron este trabajo.

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 [1] Para más sobre sistemas motivaciones, ver Bleichmar (2004) y Lichtenberg (1989).