aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 049 2015

La psicología del self como un distanciamiento de las tendencias paranoides de la teoría analítica clásica

Autor: Terman, David M.

Palabras clave

Psicologia del self, Teoria analitica clasica.


Self psychology as a shift away from the paranoid strain in classical analytic theory” fue publicado originariamente en Journal of American Psychoanalytic Association, 62: 1005-1024. Traducido y publicado con autorización de la revista.
Traducción: Marta González Baz
Revisión: Mónica de Celis
La teoría psicoanalítica clásica tiene una tendencia paranoide. Existe, en efecto, un “otro malvado” –el ello- dentro de cada individuo que debe ser domesticado en el desarrollo y que hay que confrontar y elaborar como resistencia en el tratamiento. Esto último ha generado históricamente una relación de antagonismo entre paciente y analista. Esta tendencia paranoide provenía de un elemento paranoide en la personalidad de Freud que afectaba a su visión del mundo, a sus relaciones y a su teoría. La psicología del self ofrece una visión diferente del desarrollo y del conflicto. Acentúa la necesidad que el niño tiene de responsividad por parte de sus cuidadores y de admirarlos para desarrollar un self que funcione bien. Aunque los problemas severos de conducta y de carácter pueden ser el resultado de fallas en el proceso de la construcción del self, la necesidad esencial no es la descarga instintiva, sino la conexión. De ahí que la oposición, asumida desde hace mucho, entre las necesidades del individuo y las instituciones sociales o entre paciente y analista ya no sea inevitable ni universal. En cambio, la comprensión de la necesidad primaria de conexión crea una posición interpretativa diferente y un ambiente más cooperativo. Estos cambios en la teoría y la técnica tienen su origen en los esfuerzos personales de Kohut por emanciparse de su madre paranoide.
Classical psychoanalytic theory has a paranoid strain. There is, in effect, an “evil other” –the id- within each individual that must be tamed in development and confronted and worked through as resistance in treatment. This last has historically engendered and adversarial relationship between patient and analyst. This paranoid strain came from a paranoid element in Freud’s personality that affected his worldview, his relationships, and his theory. Self psychology offers a different view of development and conflict. It stresses the child’s need for responsiveness and admiration of caretakers in order to develop a well-functioning self. Though severe behavioral and character problems may result from faults in the process o self-construction, the essential need is not instinctual discharge, but connection. Hence the long-assumed opposition between individual need and social institutions or between patient and analyst is no longer inevitable or universal. Rather, an understanding of the primary need for connection creates both a different interpretive stance and a more cooperative ambience. These changes in theory and technique are traced to Kohut’s personal struggles to emancipate himself from his paranoid mother.
Examinaré el origen de la psicología del self y su relación con la matriz de la teoría de la que había surgido: el psicoanálisis americano clásico de mediados de siglo. Aunque muchos psicólogos del self, siendo Kohut el más prominente, han discutido ampliamente el cambio de énfasis que la psicología del self aporta a la comprensión de la naturaleza humana y las importantes diferencias que este cambio ha ocasionado en la práctica terapéutica, yo exploraré una perspectiva que puede arrojar un nuevo insight a estos cambios.
Esta perspectiva ha emergido de mi trabajo reciente sobre la paranoia. Me he interesado por lo que yo he llamado una gestalt paranoide como una estructura cognitiva que posiblemente desempeñe un papel organizador en diversos grupos sociales, políticos y religiosos que han surgido a lo largo de la historia (Stroizer, Terman y Jones, 2010). Cuando empecé a entender la naturaleza de esa estructura, pensé que había aspectos de la teoría y la práctica psicoanalíticas que, curiosamente, me la recordaban.
Revisemos: la gestalt paranoide es una organización afectivo-cognitiva típica observable en individuos y, análogamente, en grupos. En individuos, he postulado que existe como una especie de gestalt neurobiológica que se activa como un modo de experimentar diferenciales de poder que se perciben como amenazas a la existencia física o psicológica de uno mismo. El término cubre una gama de estados cognitivos, desde el sentimiento general de que “el mundo está contra mí” hasta verdaderos delirios paranoides. Sobre toda esta gama de estados se halla la convicción de que alguien o algún grupo es muy poderoso, hostil y malévolo. También existe una cualidad moral para la gestalt. El enemigo, superior en fuerza, es malo; el asediado, uno mismo, es bueno. Además he postulado que estos estados surgen de experiencias de daño narcisista traumático en el desarrollo y que son reactivadas por frustraciones y daños narcisistas posteriores. La función de la gestalt es tanto codificar el trauma inicial como el alivio de cualquier culpa personal por el ser defectuoso o impotente en que uno siente que se ha convertido.
En los grupos, la gestalt paranoide consiste en la convicción del grupo de ser una minoría acosada o perseguida que posee una solución utópica para los males del mundo: una verdad definitiva o absoluta. La visión utópica puede ser laica o religiosa. El único obstáculo en el camino para establecer la utopía es el otro malvado, de quien se considera que se opone o niega la verdad; el camino para establecer la utopía, por tanto, es la exterminación de ese otro. He hipotetizado que esta configuración es estimulada por el daño narcisista traumático al grupo.
Entonces, ¿qué tiene esto que ver con la teoría y la práctica psicoanalíticas? No analizaré el contexto más amplio de la aparición de la gestalt paranoide en la Europa de finales del siglo XIX, ni discutiré su manifestación antisemítica en la Viena de esa época[1]. Sin embargo, sí creo que el examen del pensamiento de Freud y de su visión del mundo revela aspectos de esta configuración; se manifiesta también en algunas de sus relaciones personales. Y lo que es más importante para los psicoanalistas, ha afectado a nuestra comprensión y práctica clínicas.
Empecemos por su visión del mundo. Freud siempre ha sido considerado como un pesimista en cuanto a la condición humana. Estamos condenados al conflicto. El malestar en la cultura (Freud, 1930) describe el enfrentamiento incesante e irreconciliable entre las demandas de las pulsiones y las demandas de la civilización de que se refrene su expresión. De manera más radical, su concepción del núcleo de la neurosis y del origen de la civilización se centra en el asesinato y el incesto. Para el individuo, esos deseos violentos y antisociales emergen por primera vez de un modo enérgico en el complejo de Edipo. Pero en su fantasía sobre el origen de la civilización, tal como se esboza en Totem y Tabú, Freud (1912-1913) supuso un asesinato literal del padre por parte de los hijos. En palabras de Phillip Rieff (1959), Freud sostenía que “la sociedad empieza con un crimen. El hombre empieza como asesino” (p. 198). Pero es un asesino con remordimientos, y el crimen primigenio es el crimen para acabar con todos los crímenes. Aunque el acto y la culpa subsiguiente se internalizan y ocasionan conflicto, el deseo nunca es derrotado. Como apunta Rieff, “era la propensión de Freud a acudir a los actos de violencia como sustrato reprimido originario para toda acción social” (p. 193). Es más, todas las relaciones sociales se ven como coercitivas y “la cultura humana se establece mediante una serie de renuncias” (p. 197). Los grupos tienen la psicología de las masas. Los líderes deben reprimir las tendencias asociales, destructivas, de los individuos, y no amar a nadie. Pero deben atraer el amor de los miembros del grupo, quienes, por su parte, se someten a esa autoridad carente de amor, renunciando a su individualidad para pertenecer al grupo. Un cuadro desalentador, ciertamente, pero, afortunadamente, con una aplicación limitada a cómo funcionan realmente la mayoría de los grupos. Sin embargo, es un indicador de cómo veía Freud la vida política. Rieff continúa describiendo el pensamiento de Freud acerca de la historia humana como sigue: “La descripción que Freud hace de que el origen de la sociedad se basa en un ‘crimen primigenio’ revela su actitud básica hacia la historia de la sociedad como una novela de misterio, y hacia el problema principal de la humanidad como un problema de agresión” (p. 198). En esencia, el mal se ha desplazado al núcleo de la motivación humana.
Para decirlo claramente: no creo que el propio Freud calificara esta visión de la gente como “malvada”. Dudo que el propio Freud entendiera plenamente la dimensión moral de su teoría. Si se le hubiera preguntado, habría sostenido que simplemente estaba describiendo la naturaleza del mundo como científico objetivo. No estaba haciendo un juicio moral. Ese positivismo estrecho de miras prevaleció con frecuencia entre los pensadores sociales de la época. Leopold von Ranke, por ejemplo, el famoso historiador alemán que escribió a principios y mediados del siglo XIX, pensaba que la comprensión de la historia podía ser totalmente científica y que, con el método adecuado, podíamos lograr una visión objetiva del pasado. De hecho, von Ranke era un defensor del glorioso auge del estado prusiano y perdonaba implícitamente su peligroso militarismo. Yo sospecho que Freud se habría sentido ofendido por mi afirmación sobre si su teoría está cargada de valor o de que surgía de su estructura psicológica a priori. Sin embargo, el efecto de su construcción es la creación de un centro de fuerzas extrañas, destructivas, asociales, dentro de cada individuo –un “otro malvado”- encarnado en los aspectos agresivos y destructivos del ello. Esto se convirtió finalmente en el instinto de muerte, como discutiré más adelante.
Junto con este elemento agresivo-destructivo, el otro componente de este “otro malvado” es la sexualidad, conceptualizada por Freud en términos de tensión buscando descarga. El imperativo de descarga no tiene en cuenta a los otros, es implacable, conociendo y necesitando sólo su alivio, y ciertamente antisocial. Sin embargo, por cierto, también es un alivio no dionisiaco. Como apunta Rieff, “Aquí no hay celebración antinómica de la sexualidad. El placer se define, a modo de Schopenhauer, como un fenómeno negativo, el esfuerzo por liberarse uno mismo del  displacer o la tensión” (p. 155). En realidad, en la concepción que Freud tiene de la sexualidad, uno ve la coloración del poder, la dominación y la agresión. “El sentimiento de la dureza inapelable de la vida sexual”, observa Rieff, “tiñe especialmente la psicología infantil de Freud” (p. 154). Apunta a la opinión de Freud de que el niño debe ver el acto sexual como un asalto violento. “Cualquier detalle que caiga bajo su observación”, dice citando a Freud, “[los niños] llegan en todos los casos a… lo que podríamos llamar la concepción sádica del coito, viendo en él algo que la persona más fuerte inflige a la más débil por la fuerza” (p. 155). Rieff afirma que esa concepción es un mito que nos dice más sobre Freud que sobre el niño.
Todo esto tomado en conjunto –la necesidad asocial de descarga de tensión, la concepción sádica de las relaciones sexuales, el mito de la fundación de la civilización en el asesinato del padre, la importancia crucial de los deseos asesinos e incestuosos en la formación del carácter y la neurosis-, aporta una visión bastante funesta de la naturaleza humana. Todos compartimos este mal, pero es un “otro”. Es un “otro” porque es inconsciente, extraño a la concepción consciente que tenemos de nosotros mismos, y busca fines muy diferentes de nuestros deseos e intenciones conscientes. Es un “ello” o “Id”, y el ello existe fuera de la moralidad como una entidad ajena que lleva dentro de sí el mal en su forma más verdadera. Puesto que es la fuente de la violencia que vemos en torno a nosotros como guerras, genocidios, asesinatos en masa, y las múltiples formas de abuso y violencia personales e idiosincrásicas. Ciertamente contradice las nociones positivas que tenemos de nosotros mismos. Y, finalmente, se resiste con fuerza a ser desenmascarado. No podemos tolerar la “verdad” de su existencia.
La resistencia a la verdad es, por supuesto, otro leitmotiv del pensamiento de Freud, más investido, si cabe, en la teoría psicoanalítica clásica. El análisis no es otra cosa que el análisis de la “resistencia”. Kohut atribuía este aspecto de la teoría de Freud a que ésta provenía de su lealtad y la de otros a los valores de la “verdad” como parte del ideal científico de la Ilustración. Yo sugeriría otra raíz adicional a esta actitud. Es un aspecto de la configuración paranoide. “Tengo una verdad y quienes no la comparten son malvados y resistentes debido a sus deseos malvados”. Aunque a menudo hay algo de verdad en esta afirmación, y mucha de la experiencia de Freud con la comunidad médico-científica confirmó su percepción de esta “verdad”, impregnaba muchas de sus relaciones personales y profesionales de un modo llamativamente consistente y perturbador. La fiera convicción de poseer la verdad fue esencial en su persecución del nuevo mundo que iba a descubrir, pero es también un componente de la estructura paranoide. Y hay un atributo concomitante de la estructura paranoide que también podemos ver en su relación con los colegas: la demonización de quienes se oponían a sus ideas.
Pasando, entonces, de considerar su visión del mundo al examen de algunas de sus relaciones, examinaré cómo esta tensión en su carácter influía en algunas de ellas. El propio Freud ofrece una observación sagaz de sí mismo. “Mi vida emocional”, escribió en La Interpretación de los Sueños, “Un amigo íntimo y un enemigo odiado fueron siempre los requerimientos necesarios de mi vida afectiva; siempre supe crearme a ambos de nuevo, y no rara vez ese ideal infantil se impuso hasta el punto de que amigo y enemigo coincidieron en la misma persona, desde luego que ya no al mismo tiempo ni en una alternancia muchas veces repetida, como pudo suceder en aquellos temprano años de la infancia” (1900, p. 483).
La relación más claramente paranoide se ve en su cortejo a Martha Bernays. Sus celos están bien documentadas en las cartas que le escribía. Peter Gay (1988) ha apuntado que “los celos de Freud fueron más allá del entendible  resentimiento que un amante puede albergar contra sus rivales. Martha… no debía llamar a un primo de forma familiar por su nombre, sino formalmente, debía usar su apellido. No debía mostrar predilección palpable por dos de sus admiradores, uno de ellos compositor y otro pintor. Sobre todo, debía renunciar a todos los otros. Pero estos otros incluían a su madre y a su hermano Eli, quien estaba a punto de casarse con Anna, hermana de Freud. [Pero] Martha… rechazó consentir a sus demandas celosas de romper con ellos” (p. 40). En otra carta a Martha, Freud (1885) le advirtió que nunca debía ir a patinar porque tendría que ir sin acompañante (puesto que él no podía acompañarla), y que eso sería intolerable. Era celoso, suspicaz y posesivo. Freud observaba sobre sí mismo: “ciertamente, tengo una disposición a la tiranía”. Pero continuaba con sus demandas. Gay atribuye los intensos celos de Freud a sus dudas sobre su propia valía. Es una afirmación con la que yo estaría de acuerdo. Pero Gay exonera a Freud, escribiendo que “al final, Freud no permitió que la crédula rabia y los amenazadores celos envenenaran su apego; él no era Otelo”. Pero uno podría cuestionarse la conclusión de Gay de que las actitudes de Freud no tensaron su relación con Martha. En realidad, el propio Gay cita que un primo de Martha recuerda “muy bien que ella me dijo que el hecho de que no se le permitiera encender las luces del Sabbath la primera noche de viernes después de su matrimonio fue una de las experiencias desagradables de su vida” (p. 54). Freud, desde sus sospechas y su ateísmo firme y militante sólo podía permitir la sumisión por parte de su nueva esposa. Era realmente insensible a la historia y las tradiciones de Martha y a los significados que podían tener para ella. Como también admite Gay, todas estas actitudes y demandas generaron tensiones que tardaron años en disiparse.
Las relaciones de Freud con Adler y Jung han sido ampliamente examinadas, y aunque complicadas y multifacéticas, las rupturas con cada uno de ellos se centraron en que éstos no aceptaron la teoría de la libido de la neurosis. Puesto que la ruptura con Jung es muy conocida, me centraré brevemente en la ruptura de Freud con Adler. En Una historia de la agresión en Freud, Paul Stepansky (1977) hace una amplia crónica de las dificultades entre ambos.
Freud efectivamente distorsionó y malinterpretó las ideas de Adler. Lo acusó de reducir todo a una “pulsión agresiva”, cosa que Adler en realidad no hizo. Más bien, éste consideró la agresión como una propiedad de todos los instintos o de sus manifestaciones como algo reactivo. Al leer el resumen que Stepansky hace de las ideas de Adler, me llamó la atención la medida en que algunas de ellas eran, en realidad, contribuciones creativas a la comprensión de la psicología humana, especialmente su opinión de que los niños son “inferiores” en tanto son dependientes e incapaces de hacer lo que hacen los adultos y que el esfuerzo por superar su “inferioridad” es en parte la fuente de la “protesta masculina”. Pone en juego, también, la necesidad del apoyo de las figuras nutrientes y la sociedad también se. Muchos aspectos de las ideas de Adler se han incorporado al psicoanálisis, y muchos son claramente evidentes en la psicología del self. Y es ciertamente comprensible que Freud no pudiera integrar todo eso en las ideas que estaba desarrollando en esa época. Creo que todos podemos empatizar con su necesidad de expulsar a Adler y a su pensamiento es,. Pero en el proceso, demonizó a Adler. Pasó de ser una persona con “ideas razonables” a ser “paranoide”. Pero al final Freud y su círculo más cercano atribuyeron las ideas objetables de Adler al motivo definitivo: su resistencia a la idea de la importancia crucial de la sexualidad como motivación. Había “pecado contra la ofendida diosa Libido” (Stepansky, 1977, p. 139). Así que, paradójicamente, aunque la agresión estaba implicada de forma fundamental en el pensamiento de Freud sobre el complejo de Edipo y los orígenes de la civilización, en ese momento Freud tenía que cargar a Adler con la idea de una pulsión agresiva independiente –que él consideraba claramente un error- y rechazar cualquier idea de este tipo como parte de su propia teoría. Y de nuevo la fuente principal del problema del otro era la “resistencia”.
El carácter sagrado de la verdad y la tendencia a demonizar a quienes no la aceptan o podrían no aceptarla también fue evidente en la dolorosa separación de Freud con Josef Breuer, con mucho su apoyo más acérrimo. Le había enviado pacientes a Freud e incluso le prestó dinero, pero Breuer no podía seguir a Freud cuando éste afirmaba que la sexualidad estaba en la raíz de los síntomas histéricos. Y fue por la cuestión de qué había causado la enfermedad de Anna O por lo que su amistad al final se fue tristemente a pique. “Tal como lo veía Freud”, escribe Gay (1988), “él era el explorador que tenía el coraje de impulsar los descubrimientos de Breuer tan lejos como pudieran llegar, con todo su trasfondo erótico… [Puesto] que Breuer una vez dijo de sí mismo que estaba dominado por el demonio “Pero” y Freud tenía la inclinación de interpretar esas reservas –cualquier reserva- como una deserción cobarde del campo de batalla” (p. 65). Uno puede entender sin duda que Freud se sintiera narcisísticamente herido porque Breuer se contuviera de manifestar aprobación incondicional ante las ideas originales de su amigo más joven, su self creativo, vulnerable. Por otra parte, su respuesta era coherente con su afirmación de que aquellos que no estaban de acuerdo con sus ideas estaban “resistiéndose” a la verdad, y eran débiles y despreciables, si no directamente malévolos.
La defensa de la “verdad” arraigó en el movimiento psicoanalítico, y la necesidad de trabajar contra los otros resistentes y amenazantes fue la preocupación primordial de sus fundadores. La historia temprana del movimiento estuvo marcada por la traumática enemistad con Adler y Jung que he apuntado. Por consiguiente el “comité secreto”, constituido en 1912 por sugerencia de Jones pero entusiastamente aceptado por Freud, fue creado para solidarizarse con Freud como fiable guardia de palacio. “Los miembros del Comité compartirían noticias e ideas entre sí y se comprometen a debatir, en la más estricta intimidad, cualquier deseo de ‘apartarse de cualquiera de los principios fundamentales de la teoría psicoanalítica’: la represión, el inconsciente o la sexualidad infantil” (Gay, 1988, p. 229). Freud especificó que el primer requerimiento del comité era que fuese “estrictamente secreto” en cuanto a su existencia y acciones. Jones escribió que “la idea de un cuerpo reducido y unido, diseñado, como los Paladines de Carlomagno, para guardar el reino y la política de su maestro, fue producto de mi propio romanticismo” (Gay, 1988, p. 230). Había una gran verdad en la queja de Bleuler a Freud sobre la renuncia del primero  a la Asociación Internacional en 1911: “Este ‘quien no está con nosotros está contra nosotros’ […] este ‘todo o nada’ es, en mi opinión, necesario para las comunidades religiosas y útil para los partidos políticos. Ahí puedo entender el principio como tal, pero para la ciencia lo considero nocivo” (p. 215).
Si damos por hecho que había una tendencia paranoide en el carácter de Freud, podemos preguntarnos de donde provenía. Mi hipótesis sobre la génesis de dichas estructuras es que surgen a partir de daños narcisistas importantes y traumáticos en el individuo o el grupo. ¿Dónde estuvieron esos daños para Freud? Curiosamente, a pesar del amplio número de estudios biográficos sobre Freud, no creo que sepamos lo suficiente como para decir dónde ocurrieron, si así fue, tales cosas en su temprana infancia. Sabemos de las hirientes reprimendas de su padre cuando orinó adrede en el dormitorio parental teniendo siete años. Jacob Freud, abandonando el orgullo que solía sentir por su hijo, sentenció que “el chico nunca llegará a nada”. Freud observó sobre el efecto de la reprimenda que “eso debió haber sido una terrible afrenta a mis ambiciones, puesto que las alusiones a esta escena se repiten una y otra vez en mis sueños, y se emparejan constantemente con enumeraciones de mis logros y éxitos, como si quisiera decir: ‘Ves, he llegado a algo después de todo’” (Jones, 1953, pp. 17-18). Pero en el contexto de lo que conocemos de la actitud generalmente bastante positiva de su padre, esa observación por sí sola no parecería suficiente razón para el elemento paranoide de su carácter.
Estuvo la famosa decepción con su padre después de que Jacob relatara su respuesta a que un antisemita le quitara el sombrero de la cabeza en Freiberg. La propia insistencia de Freud en enfrentarse al antisemitismo y en mantener su estatus y dignidad en la comunidad podría verse como una reacción saludable a este daño, pero también podría haber sido un factor en su desafiante convicción de que él era el portador de la verdad y que quienes no lo reconocían así eran los otros malvados.
Más adelante en su vida, como joven médico, había cometido varios errores graves respecto a su ingenua defensa del uso médico de la cocaína y al tratamiento erróneo de varios pacientes. Su reputación como médico se resintió. Además de todo esto, el tono de su traducción de la obra de Bernheim sobre hipnosis en 1888 fue provocativo y de desprecio hacia sus colegas. Ponía en duda el juicio científico de éstos al tiempo que ensalzaba un tratamiento cuyo mérito ellos cuestionaban. Junto con el antisemitismo prevalente en la Viena del cambio de siglo, éste fue un terreno importantísimo en el cual pudo desarrollarse su experiencia de daño narcisista.
Lo que es más importante, necesitaba un espejo confirmador para la creación de sus ideas originales, especialmente la teoría de la libido. (Claramente, Fliess desempeñó un papel crucial para Freud cuando éste estaba desarrollando sus insights principales y originales [ver Kohut, 1981, p. 219]). Desde nuestro punto de vista, podemos percibir que de hecho la teoría era una exageración y una distorsión de la psicología humana. Su insistencia en la adherencia a la teoría como una verdad superior le resultaba probablemente necesaria para trasladar esas ideas a la estructura teórica elaborada y generalmente útil que tan productiva era. Uno puede entender sin duda la necesidad de afirmación y la profundidad del daño cuando ésta no se produce. Los “peros” de Breuer fueron para Freud fallos traumáticos en la respuesta, como lo fueron las ampliaciones independientes de Adler y la relación ambivalente de Jung con Freud y con la teoría de la libido. Con Martha, estoy de acuerdo con la afirmación de Gay de que Freud era inseguro y vulnerable, y ahí la respuesta paranoide es más intensa y cuasi delirante. Y, aunque los psicoanalistas nos hemos beneficiado enormemente del valor de muchos de sus insights, hemos tendido a minimizar las distorsiones de su personalidad –evidentes en estas relaciones- que dieron lugar a su visión negativa de la naturaleza humana y a las implicaciones significativas de una paranoia subyacente en su teoría.
Por supuesto, la consecuencia más importante de este aspecto de la mentalidad de Freud fue el modo en que enmarcó la teoría y el proceso terapéutico. Aunque a menudo están escritos de una forma cálida y encantadora, sus artículos sobre técnica enfatizan la importancia de la resistencia y la tarea crucial de superarla. Y la resistencia estaba ahí para preservar la autoestima del paciente y, lo que es más importante, para conservar los deseos y apegos infantiles. Para caricaturizar el proceso, podríamos decir que Calibán se resiste a la luz de la conciencia traída para arrancarlo de su escondite y civilizarlo. Como Freud (1905) comentó sobre las dificultades que encontró con Dora: “Quien, como yo, convoca los más malignos demonios que moran, apenas contenidos, en un pecho humano, y los combate, tiene que estar preparado para la eventualidad de no salir indemne de esta lucha” (p. 109). La interpretación de la verdad de los propósitos de Calibán y la confrontación con sus evasiones son las herramientas para esta posible doma.
Rieff (1959) al discutir la construcción y el uso que Freud hace de la interpretación, escribe sobre la necesidad de la interpretación para entender la psicología humana. Las cosas nunca son lo que parecen; los pensamientos, sentimientos, sueños, siempre deben ser interpretados para entender lo que una persona está en realidad pensando, o sintiendo, o queriendo. El epítome de esto es, por supuesto, el sueño. “Asumiendo que un sueño nunca significa lo que dice”, comenta Rieff, “que siempre es un sustituto de algo más que no puede decirse y conduce a otras asociaciones que son en sí mismas sustituciones, Freud podía elogiar a un sueño tanto como para llamarlo una ‘operación onírica excepcionalmente ingeniosa”. Pero este es el halago de un adversario benévolo; Freud trataba al sueño como un oponente en el trabajo de la interpretación, que intentaba, con su inteligencia, aventajar a quien hace interpretaciones” (p. 135). Ese adversario está encarnado también en el concepto del censor del sueño cuyo trabajo es disfrazar y ocultar al que sueña y al que interpreta las verdades intenciones del ello. Y, por supuesto, esta actitud caracteriza el enfoque general clínico de Freud. Después de todo, él es un adversario benévolo de la patología del paciente y de la resistencia que le es tan crucial. Pero por muy benévolo que sea sigue siendo, no obstante, un adversario. Y la relación terapéutica tiene elementos de rivalidad muy importantes. De hecho, Freud (1914) valoraba la resistencia adversa: “Sólo en el apogeo de la resistencia descubre uno, dentro del trabajo en común con el analizado, las mociones pulsionales reprimidas que la alimentan y de cuya existencia y poder el paciente se convence en virtud de tal vivencia” (p. 155).
Y, sostenía Freud, no sólo es esencial para el trabajo terapéutico real; es lo que hace mejor al análisis –más real y riguroso y de efectos más duraderos- que cualquier otro tratamiento: “En la práctica, esta reelaboración de las resistencias puede convertirse en una ardua tarea para el analizado y en una prueba de paciencia para el médico. No obstante, es la pieza del trabajo que produce el máximo efecto alterador sobre el paciente y que distingue al tratamiento analítico de todo influjo sugestivo” (pp. 155-156).
La aproximación al paciente consistente en revelar los demonios internos y exponerlos a la verdad se realizaba a través de la resistencia. Esta resistencia se manifestaba en defensas contra la conciencia de las pulsiones o su descarga. Y aunque, como he apuntado, la agresión no fue conceptualizada inicialmente como pulsión, estaba implicada de manera prominente en la comprensión nuclear que Freud tenía de las tensiones internas de las que sus pacientes se defendían. Cuando finalmente en 1923 la agresión pasó oficialmente a formar parte del ello, se convirtió en una fuerza equiparable a la libido, ambas presionando con sus reclamaciones y generando defensas en el paciente. En varios trabajos clásicos, Hartmann (p. ej. 1950; Hartmann, Kris y Loewenstein, 1949) sugirió que tal vez algo de la pulsión agresiva se convierte en parte de las defensas: la resistencia. En cualquier caso, la implicación de la agresión en la defensa añadía peso al antagonismo entre paciente y analista y dentro del propio paciente. Uno podía ser, sin duda, un adversario benévolo, pero, después de todo, uno estaba haciendo su trabajo para liberar al paciente del conflicto interno y para lograr un equilibrio más armónico entre las fuerzas internas. Pero al igual que Coyote[2] o Proteo, el mito griego de forma cambiante, el inconsciente y las pulsiones y las defensas que median entre ambos tenían muchas apariencias y disfraces en las diversas estratagemas que pueden emplear, y uno tenía el deber de estar alerta, interpretarlas y después desbaratarlas. Era fácil para el analista ser seducido (por querer el amor del paciente o por temor al odio de éste) para confabularse con dichas defensas y dejar a los villanos intactos e inmutables. En el proceso, uno también se convertía en un villano –en efecto, un malvado cómplice del otro malvado- o en la jerga contemporánea, un facilitador.
Esta comprensión de la teoría y la terapia fue la visión dominante de la comunidad analítica de mediados de siglo. Y aunque había mucha controversia entre los freudianos clásicos y los psicólogos del yo, por una parte, y los kleinianos por otra, la visión kleiniana de hecho reforzó y magnificó el elemento paranoide en la teoría. Trasladaron la presencia ajena, destructiva, a los primeros momentos de la infancia, convirtiendo a la organización paranoide literalmente en la configuración dominante de toda la experiencia interna y en la fuerza contra la cual uno tenía que luchar durante toda su vida.
Pero había algunas voces disidentes. En Inglaterra, algunos mostraron su discrepancia contra la exagerada paranoia de la teoría kleiniana. Balint (1935) fue el primero en articular una teoría que acentuaba tanto la primacía de la necesidad de objetos como la necesidad “pasiva” de amor como fuerza central en el desarrollo. La necesidad de amor y de objetos se consideraba más importante que la descarga de tensión. Más aún, en lugar de considerar la agresión como una fuente primaria, interna, de tensión, Balint sostenía que la agresión patológica es reactiva. “Es el sufrimiento el que lo hace a uno malvado” (p. 49). Y abordar la causa de la “maldad” –la necesidad frustrada de amor primario, pasivo- eliminaría la causa de la agresión patológica.
Fairbairn, Guntrip y Winicott ofrecieron cada uno de ellos una visión alternativa al modelo clásico imperante. Fairbairn (1963), en una sinopsis de su teoría de las relaciones objetales, sostenía que no existe el instinto de muerte y que la agresión es una reacción a la frustración. Insistía además en que no existe el ello. En cambio, sólo existe un yo que es fundamentalmente un buscador de objetos. Las dificultades centrales, en su opinión, implicaban un complejo proceso de escisión dentro del yo, y el mantenimiento de un sistema psicológico cerrado. Ni la agresión ni el principio del placer se consideraban como primarios. Más bien, eran el resultado de la necesidad de mantener el sistema cerrado. La tarea terapéutica (Fairbairn, 1958) era la reintegración del yo reemplazando el sistema cerrado –la transferencia- por un sistema abierto, la relación real con el analista.
Winnicott (1960) llamó la atención sobre la importancia del cuidado materno y la unidad madre-infante, a la que llamaba ambiente sostenedor. Defendía que esto es especialmente importante para entender y tratar los trastornos borderline y psicóticos. El sentido de la existencia depende de la presencia de un maternaje suficientemente bueno. Aunque nunca abandonó ni la teoría de las pulsiones ni la importancia de la agresión innata, patológica, añadió la exploración de estos factores a su teoría del desarrollo y a su aproximación a los pacientes (especialmente a aquellos con lo que él clasificaba como trastornos borderline o psicóticos).
Durante el mismo periodo, los años 60, Heinz Kohut estaba desarrollado sus ideas sobre el self. Aunque existe cierta congruencia entre sus ideas y las de los analistas británicos y húngaros, sus teorías crecieron independientemente de la psicología del yo y la técnica clásica que era el modelo dominante en el psicoanálisis americano de mediados de siglo, un ambiente en el que él estaba profundamente integrado. Pero lo que emergió fue una visión muy distinta de la naturaleza humana y las tareas terapéuticas a las que se enfrenta el analista. Con seguridad, no empezó así. Pensaba que sólo estaba abordando un rincón de la psique y rellenando una laguna de la teoría psicoanalítica que había sido desatendida. Sin embargo, con el tiempo él y sus colegas se dieron cuenta de que la tarea esencial del desarrollo psicológico y la existencia es el desarrollo y mantenimiento de un self cohesivo, funcional. Por tanto, sus objetivos y los del mundo social, en principio, no discrepaban. Sí, las necesidades narcisistas de la infancia no modificadas, así como los daños al self, son la fuente de enorme conflicto y dificultad social y necesitan ser expuestos y modificados, pero las necesidades más profundas son reconciliables con el otro y lo abarcan, no son opuestas a él. Anhelamos la conexión, no la descarga. Es más, la conexión es en beneficio de la construcción, y esa construcción debe incluir al otro para estar completa y viva. Sólo cuando las cosas van mal en el proceso de la construcción es cuando tiene lugar el mayor sufrimiento y el daño más intolerable a los otros.
Pero, puesto que ya no hay otro malvado a quien desenmascarar y con quien negociar un equilibrio, ¿qué función desempeñan la defensa y la resistencia? ¿Cuál es su naturaleza? Kohut respondió a estas cuestiones en varias ocasiones. En ¿Cómo cura el psicoanálisis? (1984)escribió:
El paso decisivo que damos –decir que la psicología del self “defiende” este paso no reconoce adecuadamente el hecho de que, una vez que se han adoptado los principios generales de la psicología del self, el paso se da espontáneamente como parte natural de la actitud del analista hacia su paciente- está relacionado con nuestra comprensión de que las denominadas defensas-resistencias no son defensas ni resistencias. Más bien, constituyen maniobras vaiolasas para salvaguardar el self, independientemente de lo débil y defensivo que pueda ser este, frente a la destrucción y la invasión. Sólo cuando reconocemos que el paciente no tiene a su disposición una actitud más saludable que la que está manteniendo es cuando podemos evaluar apropiadamente la importancia de las “defensas” y las “resistencias”. El paciente protege al self defectuoso para que esté preparado para crecer de nuevo en el futuro, para que se continúe desarrollando desde el punto temporal en que su desarrollo ha sido interrumpido. Y este reconocimiento, profundamente entendido por el analista que esencialmente ve el mundo a través de los ojos de su paciente mientras lo analiza, es el que mejor prepara el terreno para el movimiento evolutivo hacia delante que el self paralizado del analizando ansía activamente. Dicho reconocimiento sirve al paciente mejor que cualquier otra cosa que el analista pueda ofrecer, sin importar lo profundamente arraigado que su “realismo” tradicional pueda estar en tales momentos [p. 141].
Este cambio en cómo se entiende la función de la “defensa” refleja un cambio en la comprensión esencial de la naturaleza humana. En la teoría clásica, la defensa protege de la vergüenza o la culpa asociadas con las necesidades pulsionales básicamente asociales, o contra su descarga. Por el contrario, la defensa en la psicología del self protege del trauma a un self vulnerable y en desarrollo. La tarea básica es la construcción socialmente deseable de un self viable, vigoroso. El cambio correspondiente en la actitud del analista hacia el paciente en la situación clínica difiere significativamente de las normas establecidas por Freud y aceptadas como ortodoxia por varias generaciones de analistas norteamericanos. Este cambio es, nuevamente, bien descrito por Kohut (1984). Primero, en cuanto a la actitud del analista hacia las necesidades narcisistas en el paciente, escribió:
que la comprensión expandida del psicólogo del self tiende a conducir a un cambio tanto en la actitud del analista como en la atmósfera analítica. Concretamente, la psicología del self implica una actitud y una atmósfera que difieren de las que tienden a prevalecer cuando el analista considera las demandas narcisistas como defensas y manifestaciones pulsionales (especialmente la rabia del paciente) como fenómenos primarios en lugar de como fenómenos reactivos. Y su comprensión expandida en realidad  tiende a prestar a las interpretaciones del analista con orientación de psicología del yo un cierto tinte de aceptación, mientras que las interpretaciones dadas por el analista que, sobre la base de sus convicciones teóricas, sostiene la opinión de que las demandas narcisistas del analizando deberían ser rechazadas como movimientos escapistas o como una forma de aferrarse a gratificaciones infantiles, tiende a contener al menos un vestigio de rechazo y censura. Dicho de otra forma: la atmósfera más amistosa, más relajada, que tiende a prevalecer cuando un paciente que padece personalidad narcisista o trastorno de conducta es analizado dentro del marco de la psicología del self se debe al hecho de que sus demandas narcisistas, en general, y sus demandas transferenciales narcisistas, en particular, son bienvenidas como avances tentativos hacia la madurez [p. 190].
Luego ampliaba sus observaciones para incluir las manifestaciones de lo que se afirmaba que eran pulsiones sexuales y agresivas. Como han sostenido los psicólogos del self, las necesidades más intensas son las necesidades que tenemos de los otros como partes cruciales de nuestra propia estructura, y la identificación de este proceso como necesario, y ofrecer la oportunidad de que se desarrolle o se modifique, es lo que satisface las necesidades y da lugar a la estructura que llamamos un self completo, cohesivo, y razonablemente armonioso[3].
Hay otra consecuencia de este cambio en la comprensión de la naturaleza básica de los procesos psíquicos y, añadiría yo, a una actitud menos antagónica hacia el paciente. En opinión de Freud, el paciente era un adversario astuto que ocultaba apegos incestuosos y asesinos. Y por ello debía desconfiarse de la mayoría de las actitudes conscientes –la superficie aparentemente benigna siempre ocultaba un pensamiento o deseo perverso preconsciente o inconsciente. Y, por supuesto, no es que uno nunca vea rabia, envidia o grandiosidad en los pacientes, pero el enfoque es muy diferente si la suposición inicial es que una persona que está en aprietos necesita al analista de distintos modos para su crecimiento constructivo; esto contrasta con la visión del paciente como un salvaje indómito que usaría al analista para perpetuar una agenda oculta y a cuyos afectos y buena voluntad conscientes nunca se podría dar crédito.
Muchos analistas y sus pacientes se han beneficiado de este cambio saludable en la comprensión de la naturaleza humana. La psicología del self ha cambiado lo que yo he llamado una visión paranoide que ha afectado sutil pero profundamente al trabajo clínico durante mucho tiempo. Sin embargo, este cambio no se ha producido en muchas instituciones de formación. La conciencia analítica de muchos candidatos a menudo se ve profundamente afectada si no interpretan como hostil un acto o necesidad, cuando a menudo está al servicio de la autoprotección o el crecimiento. Pueden temer haber hecho algo que se confabule con una necesidad defensiva del paciente o gratifique un deseo inconsciente prohibido cuando de hecho puede ser una respuesta apropiada y necesaria ante una necesidad de objeto del self recientemente movilizada.
Este cambio también ha tenido importantes consecuencias para la filosofía y la ética. John Ricker (2010) ha planteado una lógica para la base no religiosa de la ética, y ha utilizado la psicología del self –especialmente su énfasis en nuestra interdependencia y por tanto la necesidad de consideración mutua en el mantenimiento de nuestra conexión- y su visión del desarrollo humano en su fundamentación. Como ha mostrado Ricker, la visión de la psicología del self difiere radicalmente de una larga tradición occidental en la que los humanos se consideran bestias que deben ser domesticadas por las fuerzas sociales, o por el contrario, como diría Nietszche, como derrocando las restricciones a la libertad impuestas por el cristianismo. En uno u otro caso, el individuo y la sociedad siguen estando en oposición de una manera fundamental.
Dada la profundidad de este cambio de visión, uno podría preguntar de dónde vino. ¿De dónde sacó Kohut estas nociones? Por supuesto, hay muchas fuentes. Está el famoso caso de la Srta. F, cuyos agudos lamentos convencieron a Kohut de la validez del punto de vista de ella y de la necesidad de que él fuera para ella simplemente una función, no una persona. Kohut dijo que esta teoría emergió cuando él adoptó una posición empática. Su teoría, sostenía, es cercana a la experiencia, emergiendo en relación estrecha con los datos recogidos empáticamente. Yo cuestionaría esta afirmación. Como ha apuntado repetidamente Goldberg (1983), la empatía es un modo de recoger datos acerca de nuestra vida mental, interna. También tiene otras funciones, me apresuraría yo a añadir, pero ciertamente es el modo por excelencia de recolectar datos sobre nuestra vida interna. Es un método de observación. Pero las observaciones –todas las observaciones, sean de fenómenos internos o externos- tienen su significado sólo como parte de una teoría. Toda percepción está impulsada por la teoría. Por tanto la psicología del self no pudo surgir como el resultado inevitable de la inmersión empática por sí sola. En cierto modo análogamente, la imposición de una teoría pulsional biológica no fue el único determinante de la visión que Freud tenía de la naturaleza humana. Ese modo de mirar a los seres humanos provenía de su historia psicológica personal, y si ésta hubiera sido otra de la que era, él podría haber seleccionado fuerzas biológicas con otras vicisitudes que hubieran resultado en otra visión de la naturaleza humana.
Sugiero que, como en el caso de Freud, partes importantes de la teoría de Kohut provenían de su psicología personal, de predisposiciones derivadas de su propia estructura psicológica. Y yo me permitiría sugerir que una parte de esa estructura implicaba su propio esfuerzo para emanciparse de la paranoia de su madre. Tenemos evidencias de este cambio en la psique de Kohut a partir del estudio biográfico definitivo elaborado por Strozier (2001). La madre de Kohut, Else, padeció un deterioro severo de la personalidad que empezó en 1965 y terminó con su muerte en 1972. Al principio, en 1965, empezó a presentar, tal como Strozier cita de “Los dos Análisis del Sr. Z” de Kohut (1979), “un conjunto circunscrito de delirios” que junto con un conjunto de apoplejías condujo finalmente a su internamiento en una residencia en 1970[4]. Strozier escribe que “la confirmación gradual de la paranoia de Else tuvo un impacto extraordinario y contrario a lo que podría esperarse sobre el estado emocional de Kohut. Se sintió liberado. Kohut hablaba frecuentemente en la familia en estos años de lo importante que fue para él que le confirmasen que Else estaba loca, aunque fue liberador y terrorífico al mismo tiempo” (p. 161).
Como relataba en el caso del Sr. Z, Kohut se vio forzado a aceptar la visión del mundo de su madre, que era feroz y no admitía desacuerdos. Su madre “sostenía convicciones intensas, inamovibles, que se tradujeron en actitudes y acciones que esclavizaban emocionalmente a los que la rodeaban y restringían su existencia independiente” (p. 161). Yo me atrevería a decir que para Kohut haber disentido o discrepado lo habría arrojado a la oscuridad exterior o habría resultado en que se convirtiera en el otro malvado. Pero él no dice eso; en realidad, para él en ese momento la mera noción de diferir era inconcebible. Como él dijo, simplemente no tenía noción de una existencia fuera de la visión del mundo de su madre. Uno puede empatizar fácilmente con su esfuerzo por emanciparse del enredo con la psicosis de su madre cuando describe la angustia de desintegración que sufría el Sr. Z cuando se le preguntaba qué realidad era real, si la de su madre o la de él. Sus esfuerzos por emanciparse fueron respaldados por la confirmación externa de la paranoia de su madre.
La liberación de Else y de su visión del mundo psicótica permitió a Kohut explorar y expresar sus propias ideas. El paralelismo entre el significado y el efecto de su obra –la liberación final de la teoría y la práctica psicoanalíticas de su tendencia paranoide- y su simultánea liberación personal de la paranoia de Else sugiere que esta liberación fue una de las raíces de la teoría de Kohut. Kohut (1979) casi confirma este paralelismo en su análisis del cambio en su actitud hacia el Sr. Z:
Creo que estamos más cerca de la solución de este puzle cuando decimos que un aspecto crucial de la transferencia ha permanecido sin identificarse en el primer análisis. Dicho más concisamente: mis convicciones teóricas, las convicciones de un analista clásico que veía el material que el paciente presentaba en términos de pulsiones infantiles y de conflictos en torno a ellas, y de voluntad de un aparato mental que o bien chocaba o bien cooperaba con el otro, se había convertido para el paciente en una réplica de la psicosis oculta de la madre, de una perspectiva del mundo distorsionada a la que se había ajustado en la infancia, que había aceptado como realidad; una actitud de conformidad y aceptación que ahora había reestablecido con relación a mí y a las convicciones aparentemente inamovibles que yo sostenía [p. 423].
En otras palabras, la adhesión y la conformidad de Kohut con la teoría psicoanalítica clásica –después de todo, él era el Sr. Psicoanálisis, así se refería a sí mismo (Strozier, 2001, p. 127), el avatar del psicoanálisis americano clásico de mediados de siglo- era en esencia la puesta en acto de la adopción de la visión del mundo que tenía su madre, su visión del mundo paranoide. Y al emanciparse de esa visión y sus distorsiones creó las ideas más importantes de la psicología del self y su comprensión radicalmente distinta de las necesidades básicas de las personas y de la naturaleza humana en sí misma.
No deberíamos olvidar el valor que supuso hacer esto. Puesto que hay un componente moral de la gestalt paranoide. Aquellos que sostienen la “verdad” superior encuentran la oposición de los otros malvados en el camino para establecer esa verdad, y sea esta dicotomía manifiesta o implícita, quienes sostienen la verdad son moralmente superiores. Oponerse a la verdad es ser malo, malvado. Y es muy difícil ser visto como una persona mala o una fuerza malvada por aquellos cuya opinión y favor uno ha necesitado. Es duro combatir la fuerza de los objetos del self negativos, especialmente cuando en el pasado han sido objetos del self positivos. Una de las acusaciones hechas contra la psicología del self es que no reconoce lo suficiente la hostilidad y la agresión. Lachmann (2000) ha tratado ampliamente esta cuestión; yo sólo añadiría que creo que esta queja surge del alejamiento de la psicología del self de la visión de los humanos como ontológicamente malvados. Uno se convierte en un otro malvado cuando discute esta “verdad”. Es una lucha que continúa y que aún puede observarse en el panorama internacional.
Sin embargo, este cambio nos permite entendernos a nosotros y a la condición humana desde una perspectiva libre del pesimismo distorsionador que nos ha invadido, literalmente, durante milenios. No podemos sobreestimar la importancia de su cambio fundamental en nuestra comprensión de la psicología humana.
Termino con un epílogo de Jorge Luis Borges (1960):
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara [p. 93]
 
Referencias
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[1] Para un análisis amplio de esto último, ver Schorske (1981), Gay (1988) y Gilman (2006).
[2] N. de T.: Se refiere al personaje de dibujos animados que persigue incansablemente a Correcaminos.
[3] Estos principios se aplicaron tanto al “Hombre Trágico” como al “Hombre Culpable”. Aunque Kohut mantuvo en la teoría la distinción entre ellos, su teoría clínica finalmente enfatizó la tarea central de la construcción y el desarrollo del self como piedra angular del trabajo analítico.
[4] Es de aceptación general que el Sr. Z es el propio Kohut (ver Strozier, 2001). Los dos análisis son ventanas a sus propias luchas psicológicas. No hay necesidad de discutir la ética de presentar los datos psicológicos propios como si fueran de otro. Existe una tradición prolongada y célebre de dicha práctica en la historia psicoanalítica.