aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 036 2010

Otra vuelta más sobre las teorías implícitas del psicoanalista sobre el género

Autor: Dio Bleichmar, Emilce

Palabras clave

género, sexualidad, Femenino, Complejo edipo, Ideal del yo, Feminidad, masculinidad, Sexo.


Traducción: Marta González Baz
Revisión: Emilce Dio Bleichmar

"The psychoaanlyst's implicit theories of gender", forma parte del libro "On Freud's Femininity", editado por Leticia Glocer Fiorini y Graciela Abelin-Sas Rose, publicado por la International Psychoanalytic Association (IPA), Londres: Karnac (2010). Traducido y publicado con autorización de la editorial.

Revisando la literatura psicoanalítica de las últimas décadas sobre el género, podemos constatar una amplia producción sobre el tema. No obstante, ni el concepto ni su aplicación clínica parecen estar claros para los mismos autores que lo utilizan. Si Freud se preguntaba "¿Qué quieren las mujeres?", la feminidad y la sexualidad femenina continúan, en el siglo XXI, constituyendo un tema de debate.

Hay varios puntos problemáticos relacionados con el concepto de género que se han discutido y debatido ampliamente: la feminidad primaria, el lugar del complejo de castración o la envidia al pene y la importancia de la maternidad en la subjetividad de muchas mujeres (Benjamin, 2004; Elise, 1997, 1998a; Fast, 1990; Fritsch y col., 2001; Kulis, 2000; Lasky, 2000; Mayer, 1995; Richards, 1996; Torok, 1979; Tyson, 1982). Meissner (2005) afirma que nuestra comprensión sobre estos temas ha sufrido un cambio importante y que podemos estar acercándonos a una comprensión más abarcativa y coherente. Sin embargo, a pesar de la aceptación intelectual de las perspectivas contemporáneas sobre el desarrollo femenino, a muchos autores les ha parecido difícil asimilar plenamente el concepto de género en la situación clínica (Fritsch y col., 2001; Lax, 1995).

He estado trabajando con anterioridad sobre la relación entre el concepto freudiano de feminidad primaria y las perspectivas contemporáneas sobre el género (Dio Bleichmar, 1991, 1992, 1995, 1997, 2002, 2006, 2008), y en este punto también he encontrado muchas dificultades para la aceptación de la estrecha relación que existía entre ambos conceptos. Una de ellas es la cuestión de si el término feminidad primaria se refiere a un constructo del self como mujer y femenina, o, a un sentido del self específicamente derivado del cuerpo femenino. Elise (1997) sugiere que deberíamos utilizar el término mujer (femaleness) para referirnos al cuerpo femenino y reservar el término feminidad primaria para las identificaciones e identidad de género femenino. Sin embargo, Elise observa que "en realidad nunca puede separarse un sentimiento primario de mujer [femaleness] de los significados sociales del género" (p. 514). Al introducir Elise la idea de "significados sociales del género", para establecer la clara demarcación, creo que es posible identificar una de las dificultades que existen en el psicoanálisis para entender plenamente, y aplicar en la clínica, este constructo contemporáneo tan importante para la subjetividad femenina. Me refiero a la teoría implícita de gran parte de la comunidad psicoanalítica, que considera que el "significado social del género" es algo totalmente ajeno al psicoanálisis y, en consecuencia, al desarrollo femenino.

Considero que para clarificar las relaciones entre el género y la sexualidad femenina deberíamos tener en cuenta los desarrollos psicoanalíticos contemporáneos que se refieren a la estructura intersubjetiva del self y la sexualidad tanto en la literatura anglosajona como en la francesa. Esto implica un cambio importante en el pensamiento dicotómico: sexo/género, feminidad/masculinidad, el rígido código binario de la castración, la lógica fálica de tener/no tener, como sostiene Jean Laplanche en uno de sus últimos trabajos (2007).

En este capítulo, revisaré brevemente en primer lugar las propuestas teóricas de varios autores que mantienen una perspectiva del desarrollo como un proceso intersubjetivo en lugar de considerarse exclusivamente de orden intrapsíquico (Beebe, Rustin, Sorter y Knoublauch, 2005; Lyons-Ruth, 1999; Siegel, 2001). Describiré en mayor detalle la multiplicidad y diversidad de representaciones de la madre en la constitución de la feminidad, ofreciendo algunos ejemplos clínicos que ilustren la diferencia entre las representaciones maternas de la niña como modelos conscientes e inconscientes del self, en contraste con las representaciones de la madre como rival edípico. Los ejemplos sobre los que me basaré se refieren a una subjetividad específica e individual que puede tener puntos de conexión con la subjetividad de una gran parte de las mujeres de nuestra cultura, no obstante, no pretenden entenderse en absoluto como universales.

Sexo, género y sexualidad

Iniciaré mi revisión teórica tomando prestadas las palabras con las que Ruth Stein en “Moments in Laplanche’s Theory of Sexuality” con las que presenta el artículo de Jean Laplanche, Gender, Sex and the Sexual:

En una meditación que ilumina importantes temas del feminismo y la teoría psicoanalítica americanos, el ensayo de Laplanche analiza y distingue tres términos interrelacionados, género, sexo y "lo sexual" ("le sexuel") o la denominada "sexualidad infantil"… Lo que destaca en este trabajo no menos que "le sexuel" es el uso del término "género" por parte de un psicoanalista francés, que al mismo tiempo está reconociendo el pensamiento americano contemporáneo  [Stein, 2007, p. 177]

A su vez, Laplanche (2007) comienza su artículo con la siguiente afirmación:

"El género es plural. Generalmente es un duplo, masculino/femenino, pero no es así por naturaleza. A menudo es plural, como en la historia de los idiomas y en la evolución social" (p. 201);

A continuación establece una secuencia cronológica, oscilando entre el adulto y el niño: e insiste en afirmar que el género viene primero, precede a la sexualidad; para Laplanche, lo social precede inequívocamente a lo biológico. ¿Qué significa esto? Lo que llevó a John Money a proponer el término género en 1955 para designar el proceso de asignación llevado a cabo por médicos, padres, ayuntamiento, iglesia, etc., una declaración con asignación del nombre, asignación de parentesco, etc. ¡Es un niño! ¡Es una niña! este anuncio, a su vez, pone en marcha una cadena de respuestas dimórficas, empezando por los colores azul o rosa en la cuna y las ropas del bebé, el uso de pronombres y todo el universo de conductas que se transmite de persona a persona y abarca a todos aquellos con quien se encuentra el sujeto, día tras día, desde su nacimiento hasta su muerte (Money y Ehrhardt, 1972). Esta concepción del papel de los otros en la constitución de la identidad de género, subrayado por un médico neonatólogo, fue introducida en el psicoanálisis por Robert Stoller en 1968. Cuatro décadas después –Laplanche- también quiere acentuar que esta asignación no tiene lugar punto por punto, ni está limitada a un acto concreto: es un conjunto complejo de actos que se extiende al lenguaje expresivo y a la conducta del entorno familiar. La primacía del otro, el adulto y el lenguaje, son elementos comunes a la concepción del género tanto en Money como en Laplanche. Este último lo expresa del siguiente modo:

"Podemos hablar de una asignación continua o de una prescripción real. Prescripción en el sentido en el que hablamos de los llamados mensajes "prescriptivos": en la orden, por tanto, del mensaje, en realidad del bombardeo de mensajes" (p. 213)

Y lo que considero la consecuencia más importante de esto: "la precedencia de la asignación sobre la simbolización" (2007, p.219).

Esta perspectiva sobre la estructuración de la cría humana sitúa al niño en presencia de los adultos, recibiendo de éstos todo tipo de definiciones acerca del self, todo tipo de deseos, expectativas y demandas sobre cómo ser o no ser una niña femenina o un niño masculino. En palabras de Laplanche:

"Hablar del pequeño ser humano así es poner en primer lugar al género" (2007, p. 212).

También subraya que la pareja niño/adulto debe ser concebida no sólo como uno sucediendo al otro, sino como uno, en realidad, encontrándose a sí mismo en presencia del otro.

En este texto, Laplanche añade el género a su teoría sobre la primacía del otro en el desarrollo humano y se aproxima a las posiciones y teorías del psicoanálisis relacional americano cuando afirma no sólo que el género está estructurado en el intercambio de mensajes en el seno de la relación de apego y cuidado, sino que el género es plural y no está sujeto a ningún código rígido tal como las oposiciones pasivo/activo. Plantea la necesidad urgente de encontrar:

 "Modelos de simbolización que sean más flexibles, más múltiples, más ambivalentes haciéndose eco, así, de la interrogación contemporánea" (p. 218).

Jessica Benjamin (1988, 2004), Muriel Dimen (1991), Virginia Goldner (1991) y Adrienne Harris (1991), entre otros analistas americanos, han ofrecido complejos insights respecto a la no-transparencia, la densa trama y la ambigüedad del género, así como sobre los sesgos del binarismo, de las distribuciones divisorias.

Una revisión de la literatura psicoanalítica a partir de 1979 muestra que numerosos autores comprenden que la identidad de género incluye representaciones bien diferenciadas del cuerpo de la madre y del padre antes de que el niño acepte la diferencia entre los sexos (Dio Bleichmar, 1991, 1997; Elise, 1997; Fast, 1979; Mayer, 1995; Person & Ovesey, 1983; Stoller, 1976; Tyson, 1982, 1994). Estos trabajos se suman a otros basados en observaciones directas del desarrollo temprano (Coates, 2006; de Marneffe, 1997; Roiphe & Galeson, 1981). Subjetivamente, nada nos permite afirmar que el sexo biológico es íntimamente percibido, aprehendido y experienciado por el niño de un modo separado o independiente del género, de modo que parecen aclararse las dudas y las discusiones sobre si la feminidad primaria es un constructo del self como mujer y femenina, o si se trata de un  sentido del self específicamente derivado del cuerpo femenino de la niña. La niña pequeña sabe que su cuerpo es igual al de su madre y diferente del de su padre; es decir, tiene representaciones de su cuerpo femenino, representaciones que se han formado mediante el mecanismo de la identificación primaria (Dio Bleichmar, 1997).

Desde el paradigma de la intersubjetividad en el desarrollo humano, el concepto de la identificación en el desarrollo adquiere mayor complejidad, puesto que tiene lugar en el seno de una relación de intimidad (Lyons-Ruth, 1999, 2006). Laplanche también se une a este giro teórico cuando afirma que la "asignación o la 'identificación con’, cambia completamente el vector de la identificación" y sugiere entender la identificación primaria como algo generado en el adulto hacia el niño:

 "Aquí pienso que existe un modo de salir de la aporía de esa 'hermosa' formulación de Freud que ha dado lugar a tanta reflexión y comentario".

Con fina ironía, Laplanche propone una solución al enigma de la identificación primaria con el padre de la prehistoria personal, sobresaliente por su claridad y simplicidad: "en lugar de 'identificación con', [él propone] 'identificación por' " (2007, p. 214). Así, la niña no sólo se identifica con la madre, sino que es identificada por ésta como niña y oye que su padre se refiere a ella como "ella", del mismo modo que se refiere a su madre, diferente de la persona a la que se refiere como "él". Money (1988) acentúa este proceso bidireccional añadiendo otra pieza clave: que de forma simultánea al reconocimiento mutuo de ser iguales –madre e hija- tiene lugar la diferenciación de aquellos que son distintos: la niña es distinta a su padre y el padre identifica a la niña como alguien diferente a él.

El núcleo de la idea de género es que tanto los niños como las niñas reconocen al padre y la madre y se identifican con uno y otro, respectivamente, y son reconocidos por el padre y la madre, quienes se identifican con ellos como niño o niña iguales a sí mismos –o diferente de- ellos mismos. Esta idea se basa en la estructura intersubjetiva que configura la feminidad y la masculinidad, del nacimiento a la etapa adulta, puesto que los rasgos masculinos y femeninos están abiertos psicológicamente y la identidad cambia a través del ciclo vital, como hemos observado a lo largo del último siglo. El proceso de identificación tiene lugar muy pronto, tal como Freud formuló en su concepción de la identificación primaria, pero es un proceso iniciado y mantenido por los adultos en la relación con sus hijos, proceso que a su vez, iniciará la identificación activa de la niña con la feminidad de su madre. Y ¿cuál es la feminidad de la madre? Sus gestos, su imagen, los modos de relacionarse, o sea su género. Por tanto, lo que es importante enfatizar es no intentar separar las representaciones del cuerpo y las identificaciones como procesos diferentes, puesto que la comunicación intersubjetiva tiene lugar dentro de la relación de apego temprana.

Puesto que la comunicación no pasa sólo por el lenguaje del cuerpo; también el código social, y estos mensajes son especialmente mensajes de asignaciones de género, y provistos por los adultos próximos al niño: padres, abuelos, hermanos y hermanas. Sus fantasías, sus expectativas inconscientes o preconscientes. Este campo ha sido escasamente explorado, el campo de la relación inconsciente de los padres y madres con sus hijos e hijas. [Laplanche, 2007, p. 215]

El aspecto intersubjetivo –el significado social del género- es constante a lo largo del desarrollo, puesto que las representaciones conscientes e inconscientes de la madre y el padre, de lo femenino o lo masculino, se incluyen en sus modalidades de interacción y en el modo en que cada miembro de la pareja se relaciona con el otro. La incorporación que el niño hace es de una relación más que de una figura, la relación constituye el núcleo del proceso, de modo que cuando los niños se identifican con la feminidad de la madre, el núcleo de identidad que internalizan es la relación de ésta con el padre, como bien lo describe y trabaja Diamond (2004).

Así, las identificaciones de la niña con el padre o la madre pertenecen no sólo al complejo de Edipo –es decir, al padre como objeto sexual y la madre como rival o a la pareja parental como pareja sexual- sino a su ser en general como hombre y como mujer, es decir, a su género en un sentido de masculinidad y feminidad mucho más amplio y general.

Un último comentario en esta breve revisión teórica es que numerosos autores aceptan intelectualmente y aprecian la importancia de la visión psicoanalítica contemporánea sobre el género desde una perspectiva intersubjetiva, pero sigue existiendo un hiato en la aplicación clínica, en las intervenciones que se constatan en la literatura. Laplanche también lo remarca:

En el psicoanálisis clínico, generalmente se habla de "observaciones" que se plantean desde el comienzo y sin reflexión: "el paciente era un hombre de 30 años o una mujer de 19, etc. ¿Se supone que el género  es tan poco conflictivo hasta el punto de ser un tema que no se tiene en cuenta desde el principio? [Laplanche, 2007, p. 210]

Las muchas madres del self femenino y el conflicto intrasistémico

Esta tira de Mafalda señala con humor una de las paradojas más universales que conciernen a la madre: la misma persona y los múltiples cambios de significado y valor que tienen lugar en el curso de la vida de cualquier ser humano, pero especialmente de las mujeres. La madre de la dependencia primaria a quien se le atribuyen todos los poderes del mundo –y con razón, puesto que su función es la heteroconservación del niño, con quien se desarrolla un apego que forma la base de la vida emocional– es la misma persona que, mediante la relación de intimidad, transmite la mayoría de los "enigmáticos" mensajes de la sexualidad, y establece las reglas de la vida en común que estructuran el superyó temprano. También será admirada/envidiada por su relación privilegiada con el padre, y valorada positiva o negativamente dependiendo de cómo haya podido ejercer, ampliar y reconciliar sus distintas funciones y roles con su maternidad.

Distintas relaciones con la misma persona y múltiples identificaciones que tienen diferentes valencias en la subjetividad de la niña y de la mujer; todas ellas representaciones de la madre que habrán estructurado su self. En cualquier tratamiento, esta complejidad se actualizará en la transferencia. Cuando hablamos de la imagen de la madre, incluso en su versión kleiniana del pecho malo o bueno, ¿de qué madre estamos hablando? ¿Qué aspectos o cualidades de las múltiples relaciones con la madre se han precipitado como organizadores del self, y cómo podemos distinguirlos y analizarlos para su transformación durante el tratamiento? ¿Cómo detectamos los aspectos del género de la madre en la configuración no sólo del género de su hija sino, también, en su estrechísima relación con la sexualidad? ¿En qué medida tenemos en cuenta mensajes que la madre ha transmitido a su hija en relación con el cuidado, y las identificaciones del adulto con esta niña o esta mujer? De nuevo, podemos constatar que este campo –el de la relación inconsciente de las figuras parentales con sus hijas- ha sido escasamente explorado.

La madre como rival edípico

Viñeta clínica 1

Mujer de 35 años, casada, con éxito profesional, que había acudido a análisis a causa de numerosos y diversos problemas de corte hipocondríaco, quien hasta hace poco había expresado escasa preocupación por tener un bebé. Siempre había sido muy crítica con sus colegas a quienes no consideraba eficaces en el trabajo, con excepción de una mujer, que no tenía hijos. En una fiesta, vio a esta mujer y a su marido profundamente absortos el uno con el otro. Pensó que esta mujer estaba embarazada y sintió envidia, celos, se sintió traicionada e indignada, pero no pudo entender por qué. En la sesión, finalmente dijo que se iba a quedar la última, y que por primera vez se sentía mal por no haber pensado en la maternidad hasta ese momento.

Si observamos esta viñeta desde una perspectiva clásica, una mujer casada de 35 años sin deseos ni fantasías de ser madre, envidiosa, celosa y sintiéndose traicionada cuando ve a una pareja muy enamorada, pensaríamos en términos de conflictos edípicos no resueltos (Glocer, Fiorini, 2001b). Si lo observamos desde el punto de vista de una teoría que contemple conflictos inherentes a la feminidad como género, por ejemplo las dificultades para desarrollar y conciliar una carrera profesional con la maternidad, entenderíamos problemas asociados con conflictos intrasistémicos de Ideal del Yo. Esto significa que el conflicto gira en torno a la madre como modelo más que en torno a la madre como rival en una configuración edípica triangular. La paciente tenía muchos recuerdos de su madre como una mujer que no había tenido más vida que sus quejas, su casa y su hija, y diversos problemas somáticos y se preguntaba si ella no estaría también encerrada en un "lecho de enfermos". La paciente se sintió muy aliviada cuando pudo entender cómo y por qué había estado rechazando la maternidad, negando la experiencia de otras mujeres en torno a la maternidad, como por ejemplo de su propia analista.

Si la figura de la madre como enferma se entiende como una representación producto de la rivalidad destructiva, esto puede llevar a las mujeres que no desean reproducir este modelo de género femenino, a sentirse culpables por abandonar a la madre, como parece expresar el material de esta paciente a través de sus recuerdos de que no podía salir de casa cuando su madre estaba en cama. La idea de que madre hay una sola opera en la subjetividad de las mujeres  -y en la teoría que sostenemos- sin poder discriminar distintas clases de relaciones: apego infantil, dependencia autopreservativa, lazos emocionales y afectivos, rivalidad, competencia y, en consecuencia, distintos objetos internos o representaciones de la misma persona. Este solapamiento genera efectos indeseables cuando llega el momento de diferenciarse de los modelos de feminidad que representa la madre, puesto que la diferenciación sólo se interpreta y procesa como separación y ruptura de la relación.

Si la representación materna siempre se entiende en tanto figura de apego preedípica o rival edípico, la madre como miembro del mismo género, como modelo de feminidad se desconoce y no se actualiza, de modo que el conflicto y la separación impiden el rescatar de la representación materna múltiples capacidades cognitivas, instrumentales, hedonistas, lo que limita la identificación con la figura materna (Lombardi, 1998).

La madre como representación de las restricciones en la sexualidad

La comprensión de la madre como alguien admirada, envidiada y odiada por ser la pareja sexual del padre se concibe clásicamente como el escenario infantil, que a menudo, no encuentra soporte alguno cuando la adolescente o la mujer descubre lo irreal y fragmentaria que era esa evaluación, dándose cuenta de las angustias, dificultades y restricciones de la vida sexual de tantas mujeres casadas, incluso de nuestra generación. Las reflexiones sobre el aspecto restrictivo de la maternidad sobre la vida personal y sexual de la mujer era comunes en el recuerdo de esta paciente: "siempre me sentía en deuda con ella cuando salía; en otras ocasiones sentía ¿cómo puede ir a bailar, o salir con amigas, ahora que estoy enferma y debe cuidar de mí?" Se entiende que la paciente no deseara fervientemente ser madre y que expresase alivio de que la analista tuviera una vida aparte de ella, al contrario que su madre, que no tenía más vida que su hija y sus quejas.

Los múltiples mitos de la antigüedad, la publicidad y el cine y la televisión, como factorías modernas de los mitos actuales, ubican a las mujeres como principal símbolo del placer sexual. Las mujeres eran y son utilizadas como el símbolo más poderoso de la estimulación sexual masculina, mientras que el placer en la subjetividad femenina es muy otra. Nada nos permite dar por sentado que la escena primaria infantil no haya sufrido cambios en el inconsciente de la mujer cuando, en nuestro trabajo clínico, escuchamos las quejas de tantas mujeres acerca de la falta de placer, o de oportunidades de tener experiencias sexuales sin efectos colaterales, tales como culpa, persecución o problemas físicos, y los largos períodos sin experiencias sexuales en sus vidas. "No recuerdo haber visto a mi madre acercarse a mi padre, o a ningún hombre, de forma erótica". "Compartía conmigo lo que sufría con mi padre en la cama". "Mi padre siempre tuvo otras mujeres para el amor y el sexo, mi madre era sólo eso, la madre o el ama de casa, pero no una mujer". Estas afirmaciones, con dejes más o menos cercanos a la realidad, son una expresión de la representación opuesta de la madre como objetivo del odio y la envidia edípicos por el placer supuesto, y están mucho más cerca de las representaciones de la madre como una mujer sexualmente devaluada, tan común en la subjetividad femenina y tan paradójica y confusamente representada por la figura religiosa de la madre virgen.

La madre como figura de apego y las vicisitudes del proceso de diferenciación - individuación

La discriminación de la relación con la madre, de la madre como modelo de género, permite la preservación de las representaciones maternas internas como un vínculo de apego seguro, aun cuando no se reproduzca el modelo de feminidad ofrecido por la figura materna.

Viñeta clínica 2

Mujer de 40 años que ha decidido no tener hijos, comienza un segundo análisis con una analista femenina (el primero había sido con un hombre) porque ahora tiene dudas acerca de su decisión. El análisis revela las fantasías de amenazas a la vida que implicaba la maternidad, puesto que su madre había padecido una enfermedad auto-inmune  que creía que había surgido con su embarazo, convirtiéndola en una persona que "siempre estaba enferma". Tuvo un sueño muy significativo sobre un cuadro con una Madonna y un Niño en una escena muy dulce y beatífica, que se convierte en otra en la que la virgen aparece vestida con harapos, con una expresión de intenso sufrimiento, mientras que el pintor observa la escena y el niño está detrás de él. Sus asociaciones llevaron a la paciente a pensar que su padre nunca protegió a su madre, y a conectar con el intenso odio hacia él, y también hacia su madre, ya que insistentemente sostenía que no podía soportar a las "mujeres sufridoras".

La elección de una analista femenina por parte de una mujer con graves conflictos con la maternidad suele entenderse como un ejemplo de "transferencia materna con fuerte tinte preedípico". El sueño, que considero una síntesis abreviada de su proceso, muestra lo que se oculta tras la fórmula sacralizada de la maternidad: la impotencia, la soledad y la carga emocional de la crianza que genera tantas angustias y preocupaciones.

Sin embargo, desde una perspectiva clásica de transferencia materna con fuerte “tinte preedípico”, el sueño se entendería como lo que la niña vivía en la relación de apego: sus sentimientos de abandono y frustración, el odio acumulado que ahora hace su aparición, puesto que la analista es incapaz de evitar que sufra y la abandona los fines de semana o cuando se toma un descanso. Esto significa que las interpretaciones del enfado y odio actuales de la paciente hacia la analista, intentando como una niña pequeña que "no se le haga sufrir", centra el análisis en la posible experiencia traumática temprana de la paciente como una potente razón para evitar la maternidad. Sin embargo, si tenemos en cuenta su comentario sobre las "mujeres sufridoras" y la presencia de un pintor en el sueño - como vemos en muchos cuadros de la Madonna y el Niño- podemos ampliar nuestra comprensión a otros significados, aparentemente distantes del sufrimiento.

Podríamos explorar si además de la enfermedad de la madre tiene otras ideas o fantasías sobre el sufrimiento de su madre o de otras mujeres que pueden no estar tan directamente conectadas con la maternidad como un hecho biológico, sino, en su lugar, con la relación con los hombres o con su padre. Si esto fuera así y lo valorásemos como un añadido a la enfermedad real de su madre, podríamos entender los aspectos de género que llevan a muchas mujeres a temer no sólo la maternidad, sino la relación con los hombres como muy persecutoria a causa de la amenaza de vacío y falta de cuidado de ellos a las mujeres.  Esto significaría descentrar el foco de la relación preedípica como conflicto básico de las mujeres con la maternidad y llevarlo a escenarios de género. Mujeres que observan, juzgan, valoran, se sienten felices, tristes, o a quienes les asusta la vida de otras mujeres y no quieren lo mismo para ellas: es decir, que consciente o inconscientemente se apartan de un modelo de feminidad que a menudo es tan sacralizado como la maternidad representada por la Madonna y el Niño. Reducir nuestra comprensión a términos preedípicos deja de lado aspectos de la estructura multiforme del self femenino –querer un niño pero no la maternidad, con sus riesgos y privaciones- , un self que se ha configurado no sólo sobre la base de las identificaciones tempranas, sino sobre un proceso dinámico, continuado, de organización de las representaciones de feminidad a lo largo de la vida.

Distinguir entre la relación con la madre y la madre como modelo de género permite la preservación de las representaciones maternas internas como vínculo de apego seguro, aun cuando no se reproduzca el modelo de feminidad ofrecido por la madre. Éste era el caso de esta paciente, quien en realidad tenía una relación muy estrecha con su madre quien había sido capaz de ofrecerle a su hija cuidados y una adecuada relación amorosa. La "madre vestida de harapos" del sueño se refería mucho más a las sombras de dolor de la madre a causa de su frustrante matrimonio que a sentimientos de impotencia de la paciente. La falta de discriminación entre conflictos en el mundo relacional y los conflictos intrasistémicos en la estructura del self femenino puede conducir a comprender el problema en términos de un proceso de diferenciación-individuación no finalizado, y por tanto proponerse el analista en su actitud contratransferencial como un tercero necesario que separa a la hija de la madre, y permite así el acceso de la mujer a su propio deseo, en este caso de un hijo. Como Karlen Lyons-Ruth (1991) diferencia tan bien en su revisión del estadio propuesto por Mahler, los niños no necesitan separarse para individuarse, mucho menos a los 24-36 meses de edad; lo que necesitan es transformar el apego temprano al tiempo que preservan la relación. Para preservar la relación, es esencial que las mujeres diferencien a su madre como modelo de feminidad –que las chicas del siglo XXI tienden a rechazar a causa de los enormes cambios socioculturales que se han producido, generando una expansión real de los horizontes del ideal del yo femenino- de la su madre como figura de apego y cuidado, a quien pueden continuar amando sin perder la relación.

Otra alternativa de comprensión de situaciones similares a las de la paciente que sirve de ilustración, es la hipótesis sobre la regresión preedípica que conduciría al deseo de posesión de la madre como consecuencia de la profunda decepción edípica. ¿Qué entender por decepción edípica? La teoría implícita es que sólo existe una explicación: perder el deseo fálico y convertirse en una mujer castrada. Una comprensión que tenga en cuenta el género nos llevaría a considerar que la decepción edípica se refiere a los riesgos de la adherencia al modelo tradicional de feminidad: una vida dedicada a los otros y las muy frecuentes consecuencias: los problemas somáticos (Dio Bleichmar, 2008).

El significado de la madre enferma internalizada podría representar lo opuesto de una mujer envidiada por su vida sexual con el padre, objetivo de los deseos fálicos triunfantes. El estereotipo de la mujer devaluada y deprimida: una representación temida del self de la madre y del propio self, es decir del género femenino, más que con la relación con los hombres, padre o esposo.

El dilema actual: ¿expansión de los modelos de feminidad o triunfo fálico?

A menudo hallamos interpretaciones de material clínico de pacientes mujeres en los cuales los símbolos fálicos aparecen como un indicativo del uso del falo como ilusión compensatoria, que simbolizaría el triunfo sobre la madre/analista, en tanto defensa frente a la dolorosa experiencia de la envidia, pérdida y duelo. Examinemos el sueño de una mujer profesional muy exitosa, casada, con hijos e inusualmente hermosa.

Estaba enseñándole a cocinar a una mujer, ayudante y colega de su marido, muy bella, y ésta organizó los cuchillos de distintos tamaños, preguntándole por el más grande y el más pequeño, que no encontraba; la mujer salió a comprar uno, pero las tiendas estaban cerrando.

Una interpretación clásica sería que ella aparece como la cocinera aventajada comparada con la hermosa ayudante de su marido; ella es la "sabe todo" y esto es entendido como una identificación con el falo, que operaría como ilusión compensatoria para representar su triunfo sobre la madre/analista, eludiendo de esa manera la experiencia de la envidia, pérdida y duelo. Una vez más, la diferenciación de la representación de un género devaluado –es posible ser hermosa y no ser tonta, ser una mujer profesional y al mismo tiempo una estupenda cocinera, aun mejor que su madre- es considerada un ataque hacia su madre y la analista, no un deseo legítimo de ella misma, sino un deseo fálico basado en la envidia al pene o, siendo más benevolentes, un conglomerado de imágenes de sí misma como masculina y femenina. Estamos de acuerdo con la idea del conglomerado, pero en el sentido de una buena imagen compleja del self femenino con la multiplicidad de representaciones del sí mismo: aspectos emocionales, domésticos, instrumentales e intelectuales.

Por otra parte, ¿cuáles serían las interpretaciones alternativas si entendiéramos su angustia ante el hecho de ser siempre quien "corta la cabeza" de otras mujeres, no por su agresividad, sino por sus capacidades y cualidades que la sitúan como superior? Los cuchillos se multiplican por donde quiera que pase, y sus deseos podrían ofrecer la esperanza de encontrar un ámbito menos desigual.

La teoría implícita de algunos analistas es considerar ciertas diferencias respecto del estereotipo de la feminidad como una defensa frente a una feminidad desvitalizada, considerando que eso de "tenerlo todo", o sea la ambición y el logro, es en el fondo no tener nada de importancia o de satisfacción real. En otras palabras, lo que puede entenderse desde una perspectiva contemporánea de la feminidad, el hecho de que integrando aspectos femeninos y masculinos las mujeres puedan acceder a una vida más completa y satisfactoria, sigue siendo interpretado en términos similares a la manera en que, en 1929, Joan Riviere consideraba que una mujer profesional que disfrutase de la sexualidad con su marido, y fuera una excelente madre y ama de casa, estaba ocultando sus deseos fálicos tras una mascarada de feminidad (Dio Bleichmar, 1997).

La feminidad como mascarada

Tomando como referencia la descripción de Sandor Ferenczi sobre la tendencia de ciertos hombres homosexuales a exagerar su heterosexualidad como defensa, Joan Riviere establece un paralelismo con aquellas mujeres que dedicándose a actividades tradicionalmente reservadas a los hombres, acentúan comportamientos seductores para eludir la angustia y evitar la venganza que temen de ellos. Aunque su trabajo se centra en un caso clínico y en dos viñetas de la vida cotidiana, la importancia de su artículo reside en el alcance que la autora atribuye a su argumento: la feminidad que no hace de la maternidad su principal motivación es falsa, y oculta ataques al padre/hombre/analista, poseedores legítimos del conocimiento.

Riviere elabora este artículo en el marco de la teoría de Melanie Klein y las ideas de Ernest Jones sobre la importancia del rol de la agresividad en la fase preedípica. Anticipa los artículos sobre la Sexualidad Femenina y La Feminidad que Freud escribiría años después, en 1931 y 1932. Sin embargo, sus  concepciones del componente fálico-masculino de la subjetividad femenina son curiosa y sintomáticamente muy similares. El modelo propuesto por Riviere es también similar al de Freud: la mujer sufrirá durante toda su vida por no ser un hombre, a causa de su condición de "castrada" por el pene que no tiene, y del que carece, pero simultáneamente, y éste es el aspecto más curioso, las dificultades inherentes a su ser femenino, el camino más rocoso y complicado que encuentra para acceder a una sexualidad femenina adecuada, residiría en la excesiva masculinidad de su pulsión. Ciertamente es un destino desafortunado desear lo que una no es y no tiene, y sin embargo, sufrir por serlo en exceso sin saberlo.

Riviere comienza la descripción del caso enumerando las condiciones tradicionalmente femeninas de su paciente, y termina con una extraña reflexión para un lector/a actual:

Tengo que vérmelas con un tipo particular de mujer intelectual. No hace mucho las aspiraciones intelectuales en las mujeres estaban asociadas casi exclusivamente con un tipo de mujer claramente masculina, que en casos pronunciados no guardan en secreto su deseo o su reivindicación de ser un hombre. Esto ahora ha cambiado. De todas las mujeres que hoy en día llevan a cabo un trabajo profesional, sería difícil decir si la mayoría son más femeninas que masculinas en su modo de vida y su carácter. En la vida universitaria, en las profesiones científicas y en las empresas, una se encuentra constantemente con mujeres que parecen cumplir todos los criterios del desarrollo completamente femenino. Son excelentes esposas y madres, amas de casa capacitadas; mantienen una vida social y asisten a la cultura; no carecen de intereses femeninos, es decir, en su apariencia personal y cuando se les requiere aún encuentran tiempo para desempeñar el papel de madres sustitutas dedicadas y desinteresadas con sus familiares y amigos. Al mismo tiempo, cumplen con los deberes de su profesión al menos igual de bien que el hombre medio. Realmente es un enigma saber cómo clasificar psicológicamente este tipo [Riviere, 1929, pp. 303-304]

¿Por qué esta exigencia de clasificación? ¿Cuál es la razón de que Riviere se sienta obligada, al describir a su paciente, a ubicarla en una categorización? Al haberlo  hecho y encontrar que no encaja, ¿se enfrenta a la duda: es una mujer real, o es algo parecido a un hombre? Usando los esquemas actuales de delimitación y definición de niveles de análisis, diríamos que para apoyar su duda, necesitaría referirse al discurso, fantasías, sueños, o transferencia, que podrían mostrar duda o inconsistencia de su feminidad en su subjetividad, aunque no en su conducta social ni en sus actividades ni en el área de esas actividades.

¿Por qué eran insuficientes para Joan Riviere los instrumentos conceptuales del psicoanálisis y, cuando se enfrentaba al tema de la feminidad de una mujer determinada –en su categoría particular de sujeto singular, no como categoría de género- lo seguía haciendo sobre la base de configuraciones estándar de feminidad/masculinidad? Precisamente por el perfil de feminidad de esta mujer inusual para su época –finales de los años 20- es que surge la cuestión para Joan Riviere. La teoría implícita es que la feminidad/masculinidad están claramente presentes como un sistema establecido que ya existe en su mente: un código sólidamente estandarizado sobre la base de lo que se prescribe o lo que está prohibido, lo que es adecuado o inadecuado para uno u otro sexo, puesto que la duda acerca de la pureza de los componentes femeninos de esta mujer en concreto, evaluada por un psicoanalista en concreto, se establece sobre la base de la conducta social. La conclusión inevitable es que, incluso para una analista kleiniana, no hay modo de liberarse de los códigos de género.

Sin embargo, Riviere no ubica los elementos del análisis dentro del marco de un código de clasificación que trasciende al sujeto singular: ella cree y considera que su paciente es difícil de clasificar como mujer. Lo llamativo es que, tras la clasificación social, Riviere continúa describiendo cómo la paciente se define o se representa desde un punto de vista psicológico: no como si estuviera confusa en cuanto a si es un hombre o una mujer, sino que se define como franca e indudablemente femenina.

Por tanto, vemos que el primer criterio aplicado por Riviere para establecer una clara demarcación entre feminidad y masculinidad es en términos de actividades: cuando las mujeres ocupan las aulas universitarias o el mundo empresarial o profesional y, en lugar de quejarse y pedir ayuda, lo hacen tan bien como cualquier hombre, la feminidad es atacada y desnaturalizada. Por tanto, si esto es lo que ocurre al nivel de la acción, desde un punto de vista psicológico –nivel al que ella supone que está haciendo su análisis- ¿deberíamos sospechar de la pureza de la sexualidad de estas mujeres? ¿Son mujeres reales o son homosexuales enmascaradas? En los años 30, no había otro código para entender la cuestión relativa al componente masculino/femenino que no fuera en términos de pulsión y envidia al pene.

¿Qué problemas tenía esta mujer tan exitosa? Sentía cierta angustia, a veces muy intensa tras hablar en público, en conferencias y debates pronunciados o dirigidos por ella, a pesar de su innegable buen rendimiento, cualidades intelectuales, su capacidad para interesar a las audiencias y para dirigir las discusiones. Esta angustia se manifestaba de dos formas: 1) temor a haber cometido algún error o faux pas; 2) compulsión a flirtear y seducir a los hombres, más o menos discretamente, conductas que desplegaba tras sus apariciones públicas y que contrastaban enormemente con la actitud objetiva e impersonal que adoptaba en el curso de las mismas.

Nos detendremos a examinar el síntoma en detalle: para una mujer el tener funciones ejecutivas, hablar en público, dirigir debates y vivir constantemente situaciones de evaluación colectiva era tan extraño, poco familiar y demandante, en los años 30, que podemos aceptar fácilmente su miedo a cometer errores o faux pas. No parece ser un temor injustificado, sino que, más bien, habla de un saludable juicio de realidad y un gran cuidado en mantener su buen rendimiento. Estos rasgos indican un alto grado de organización de las agencias psíquicas del yo-superyó-ideal del yo. Riviere parece entender esto pero no enfatiza este hecho, por el contrario considera la necesidad que esta mujer tenía de seducir a los hombres y su desesperación por aplacarlos, como defensa ante el horrible temor de que su padre pudiera vengarse, fantasma que mentalizaba por medio del ofrecimiento sexual.

Vemos que la interpretación de Riviere se basaba en términos kleinianos y preedípicos: su rivalidad con el padre por la posesión de la madre, proyectada en la vida adulta en la figura de los hombres. No tiene en cuenta la posible vía de dos sentidos en la construcción de la imagen persecutoria de los hombres: que ellos o su propio padre podrían haberla considerado una rival intelectualmente temida.

La interpretación que la analista hace del significado de esta conducta permite a la paciente recordar fantasías conscientes durante su adolescencia en el sur de Estados Unidos: un hombre afro-americano iba a atacarla, y ella se defendía forzándolo a abrazarla y hacerle el amor. Este recuerdo de una estrategia cuidadosamente planeada cuando era joven, junto con la conducta actual de la paciente, llevó a Riviere a concluir que esta mujer sentía una rivalidad inconsciente con los hombres, con fuertes y secretos deseos de castración y exhibición de su propio "pene". Las capacidades intelectuales de la paciente eran consideradas por Riviere como expresiones de su homosexualidad/masculinidad inconscientes. Teniendo en cuenta una mirada y escucha de género, la presencia de la angustia o sentimientos persecutorios en las mentes de las mujeres a causa de su éxito en áreas masculinas parece indudablemente responder a su plena feminidad. ¿Qué otra explicación podríamos encontrar para su modalidad de aplacamiento, una vuelta a la relación masculino-femenino, en la que ambos retornan a los roles tradicionales, es decir, los roles sexuales que calman y ubican a cada uno en la relación hombre-mujer?

Con esta compulsión a retornar a una conducta sobre la base de una clara delimitación de las diferencias de género, ¿qué más había sido borrado por la actividad intelectual?  La razón reside en el hecho de que la paciente -como cualquier mujer de la década de los 30 y de hecho como muchas mujeres hoy en día, que desarrollan su tarea en áreas de acción tradicionalmente reservadas para los hombres- "sabe" que si hace bien su trabajo, provocará desde un gélido silencio hasta la más profunda indignación en la audiencia masculina, y que la posible variedad de represalias, que dependerán de lo seguro que el hombre se sienta en sus posiciones, siempre incluirá, como una constante, una duda acerca de su feminidad. Lo verdaderamente sorprendente es que esto es precisamente lo que Riviere –que no es un hombre ni una observadora prejuiciosa- concluye: se trata una doble transgresión de la masculinidad y la feminidad. La psicoanalista comparte, en un registro legítimo ideológica y científicamente, la suposición, tanto de la paciente como de los hombres, en cuanto a este "tipo" de mujer.

Si invertimos la perspectiva analítica, las piezas encajan de forma diferente. En los años 30, una mujer que llevara a cabo funciones públicas en posiciones ejecutivas e intelectuales, necesariamente lo hacía enfrentando un riesgo social que ciertamente tenía consecuencias psicológicas. ¿Cuál era ese riesgo? No sólo su probable insuficiente preparación técnica, puesto que las estructuras sociales no estaban –ni lo están aún del todo- preparadas para recibir a candidatas femeninas para estas funciones (que las mujeres siempre han aprendido en la sombra o de prestado), sino que, y esto es lo más importante, su modelo no había sido otra mujer, sino un hombre. Por tanto, está ocupando un "lugar extraño", de facto usurpado.

Esto se encuentra en el trasfondo de la interpretación de Joan Riviere:

Bajo esa apariencia, el hombre no encontraba en ella propiedad robada alguna que necesitase atacar o recuperar, más aún, la encontraba atractiva como objeto de amor. Así, el objetivo de la compulsión no era simplemente la reafirmación segura provocando en los hombres sentimientos amistosos hacia ella; principalmente para asegurar su seguridad pareciendo falta de culpa e inocente. Era una inversión compulsiva de su logro intelectual; y los dos juntos formaban la "doble acción" de un acto obsesivo, al igual que su vida entera consistía en actividades alternativamente masculinas y femeninas. [Riviere, 1929, pp. 305-306]

No hay nada más próximo a la verdad que la conclusión de Riviere, puesto que lo que muestra el material es que la masculinidad de la paciente estaba basada no en una identidad oculta, o en un deseo de ser un hombre, sino en el desarrollo de actividades consideradas masculinas. Precisamente en el transcurso de estas actividades -conferencias, debates- aparecía la angustia. En otras palabras, el teatro de operaciones en el que su disfraz revelaba su punto débil estaba bien definido: cuando realizaba actividades que la ponían en un lugar socialmente atribuido a los hombres.

El examen de su rivalidad con el género masculino también merece una detallada reflexión:

¡Tenía sentimientos bastante conscientes de rivalidad y reivindicaciones de superioridad sobre muchas de las "figuras paternales" cuyo apoyo buscaba tras sus propias actividades! Estaba amargamente resentida ante cualquier suposición de que ella no era igual a ellos y (en privado) rechazaba la idea de estar sujeta a su juicio o su crítica. [Riviere, 1929, p. 304]

Para una mujer, "vivir" sentimientos conscientes de rivalidad hacia los hombres no indica ningún tipo de patología severa, sino, más bien, que tiene ambiciones y aspiraciones en áreas que tradicionalmente han sido reservadas a los hombres. Si los hombres son quienes hablan y escriben y su padre era uno de ellos, y si ella se dedicaba a la acción pública y a escribir, ¿con quién iba a competir (Abelin-Sas, 2004)? Y, ¿por qué no iba a competir, cuando sin competir no tendría modo de ser puesta a prueba? Por tanto, si la rivalidad de esta mujer era simplemente algo que ella "experimentaba", con todas sus consecuencias psíquicas asociadas –autopersecución, culpa, necesidad de aplacamiento y reaseguración, el sentimiento que no había ocasionado daño a terceras partes- y no era procesado en términos paranoides, adjudicando la responsabilidad a los otros, ni estaba actuando ni creaba problemas en sus relaciones interpersonales. ¿Qué otro curso podríamos imaginar para la competencia y rivalidad inherentes a la existencia humana cuando, en una ocasión cualquiera de las muchas que nos ofrece la vida, hay un solo lugar para dos?

En el psicoanálisis, la rivalidad entre los sexos se ha formulado predominantemente en términos genitales, malinterpretando lo que  es representado en forma del fantasma o condiciones de representabilidad psíquica, en otras palabras, lo significado por el significante, el amplio campo de la acción humana para lo cual los genitales brindan la eficacia de la maternidad simbólica, para simbolizar la masculinidad.

La teoría implícita que subyace a esta conclusión se basa en la concepción del significado de lo fálico. ¿Es literalmente envidia al pene como órgano genital masculino, o es materialidad simbólica de la diferencia y desigualdad entre los géneros? Si lo entendemos-tal como proponen Grossman y Stewart (1976)- como una metáfora de las desigualdades entre lo masculino y lo femenino en nuestra cultura, ¿no deberíamos incluir en nuestra escucha un deseo legítimo de expansión del self femenino y su deseable diferenciación de las formas de feminidad tradicionalmente menospreciadas?

Si vamos a incorporar el concepto de género, necesitamos ampliar nuestra escucha y sintonizar mejor con los modos en que las mujeres hablan sobre las restricciones del self, las dificultades que afrontan cuando deciden diferenciarse del modelo de feminidad de sus madres, y la importancia de entender y separar estas angustias de los conflictos edípicos. Esta orientación podría ayudar en los tratamientos a liberar a estas mujeres de preocupaciones somáticas y corporales. Creo que la teoría implícita que hace difícil asimilar plenamente las visiones contemporáneas del desarrollo femenino se basa en la idea de que el género es un tema sociológico, y no se consigue reconocer que es una estructura amplia y compleja del self, configurado desde el inicio en el intercambio intersubjetivo inconsciente entre las figuras parentales y sus hijos e hijas.

Desde esta perspectiva, considero que el concepto de género, que se entiende por lo general sólo en una dimensión sociológica –aun cuando fuera un neonatólogo, el padre de la criatura, el que trasladó el concepto de la gramática al desarrollo humano- puede ser desarrollado psicoanalíticamente, como lo vienen haciendo un grupo de psicoanalistas.

Me gustaría cerrar este capítulo con las palabras de Jean Laplanche sobre el así llamado enigma de la feminidad:

"En el adulto, es el enigma de algo que ni es puramente biológico ni puramente psicológico, ni puramente sociológico, sino una mezcla de los tres" (p. 209)

y de Peter Fonagy sobre la orientación deseada para el psicoanálisis:

La teoría psicoanalítica de la función mental podría entonces seguir a la práctica, integrando lo recién descubierto mediante métodos innovadores de trabajo clínico. Dicho uso pragmático de la teoría, orientado a la acción, pondría al psicoanálisis más en la línea de las visiones modernas, postempíricas, de la ciencia. [Fonagy, 2003, p. 13]

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