aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 037 2011 Revista Internacional Psicoanálisis on-line

Reflexiones acerca de la "cura" y de los mecanismos de acción terapéutica desde un enfoque de género. Viñetas clínicas.

Autor: Garriga i Setó, Concepció

Palabras clave

Cura, Accion terapeutica, género.


La celebración de las Jornadas de Forum de Junio de 2010 estimuló este trabajo. Se trata de un par de casos que ilustrarán los mecanismos de acción terapéutica que tuvieron lugar en dos situaciones: una es una viñeta clínica propiamente dicha; la otra corresponde a un tratamiento más adelantado.

A raíz de estos casos, y de las diversas lecturas para prepararlos, se aporta una reflexión sobre la “cura” y los mecanismos de acción terapéutica que surgió de la revisión de la literatura.

Con este trabajo veremos que hay una variedad muy amplia de maneras de entender la acción terapéutica y la cura analítica, desde las posiciones más tradicionales de Lander hasta las más relacionales de Renik o Slavin. Lander (2007) afirma que cada tanto surge la pregunta acerca del propósito del psicoanálisis, y que él la contesta acudiendo a Bion (1965) y a Lacan (1973). Lo que es esencial para el crecimiento mental es la búsqueda de verdad interna, por esto el objetivo del psicoanálisis no es la cura sintomática, ni la adaptación del individuo a la familia y a la sociedad, sino, ayudar a la persona a alcanzar lo que es realmente; a ser lo que es, “sin renunciar al deseo”. Y esto según él se logra mediante dos mecanismos de acción terapéutica principales: el insight, y la experiencia emocional, con los que la mayoría de autores/as que he revisado están de acuerdo (Lander, 2007; Newman, 2007; Renik, 2007; Spezzano, 2007; Bernardi, 2007; Canestri, 2007; Kernberg, 2007). A los que  Newman (2007), seguidor de Kohut (1990), añade la importancia de la provisión de un entorno empático que permita al/la paciente reconectar con aspectos del self que han quedado interrumpidos de manera que pueda proseguir el desarrollo.

Por otro lado, actualmente esta noción de un yo unificado y estable - el mito de la mente aislada (Stolorow & Atwood, 2004) y la idea de una individualidad independiente - ha evolucionado. El modelo unipersonal ha dado paso a la perspectiva bipersonal y al concepto que “La individualidad –la definamos como la definíamos- siempre tiene lugar dentro de una red de contextos sociales, culturales y biológicos” (Frie & Coburn, en prensa, p. xvi), aunque estos autores sostienen que la individualidad sigue siendo una noción importante a tomar en consideración (Frie & Orange, 2009) a pesar de haber sido cuestionada por las visiones postmodernas y postestructurales que sostienen que la misma noción de subjetividad individual es una ficción que ignora nuestra inclusión fundamental en sistemas de lenguaje (Derrida, 1977), de poder (Foucault, 1978), y políticos (Lyotard, 1984), así como la consciencia que nos deshacemos en contacto con el otro (Butler, 2004).   

Dimen (2010) recuerda que “las nociones de cura giran alrededor de las de salud y enfermedad que, a su vez, giran alrededor de visiones teóricas. La relación psicoanalítica clásica entre sexualidad, enfermedad y cura tenían mucho que ver con las ideas y prácticas sobre el deseo, la autoridad y el género”, afirma. “Se consideraba al/la analista como una pantalla en blanco sobre la que se proyectaban los deseos conscientes y reprimidos del/la paciente estimulados por la sexualidad. Transfiriendo de un pasado no correspondido a un presente no correspondible, el/la paciente compraba un futuro correspondible. El/la paciente llegaba a desear al/la analista como amante y rival perdido, y, mediante la enfermedad que seguía, emergía curado/a, reconciliado/a con la renuncia y abierto/a al amor -en forma de boda- y al trabajo. Disolviendo la crisis edípica para siempre, el/la paciente intercambiaba la miseria histérica por la felicidad ordinaria”. “El omnisciente doctor bien repara al/la paciente enfermo/a, que no sabe”. La teoría unipersonal reza: “hecho el tratamiento, conseguida la cura” (McLaughlin, 2006).  

Postclásicamente, no es el sexo sino la construcción de sentido personal lo que organiza el trabajo clínico (Chodorow, 2000). La cura es particular, variable, emergente. (Dimen, 2010, p. 255) y ha variado a lo largo del tiempo (p. 256). La psicología relacional de dos personas es más democrática y promueve la libertad. La mente emerge de la relación, de la que está hecha. A través de la exploración conjunta del sentido, el self del/la paciente emerge. La incertidumbre es el destino del/la analista postmoderno/a, aunque parece haber una nueva certeza en el mundo psicoanalítico con el foco en la relación analítica: “la pareja”. Pero Dimen (2010) afirma que hay algo más, “lo sabido no pensado” de Bollas (1989) la experiencia no formulada (Stern, 1997), donde las palabras no se aplican necesariamente. Las teorías del enactment (de la actuación) (Wallin, 2007), que ahora están en todas partes, tienen lugar en un medio donde el lenguaje, aunque presente, no es central. El/la analista y el/la paciente que actúan hacen cosas al/la otro y con el/la otra que solo a veces, más tarde, verbalizan (Dimen, 2010, p.259).

Efectivamente, Slavin (2010) no solo reconoce que es así, sino que en un excelente trabajo titulado “Convertirse en individuo. Pensamientos técnicamente subversivos acerca del papel de la influencia del/la analista” describe un poco más en qué  consiste esta actuación. Afirma que uno de los temas más controvertidos del psicoanálisis para entender como “funciona” el tratamiento ha sido valorar el lugar y la influencia apropiada de la individualidad única del/la analista en la conformación real de la mente del/la paciente. En este artículo Slavin postula que el/la analista como individuo único con una mente inextricable es clave para la reparación de la sensación de capacidad dañada del/la paciente, y, en consecuencia, para la misma reconfiguración de la mente del paciente. Este proceso personal no es una inevitabilidad desafortunada, sino que, lo mismo que el impacto en el desarrollo de la individualidad única de las figuras parentales, representa un elemento esencial, tal vez el núcleo, de lo que permite el cambio concreto y el crecimiento.       

Por otro lado, manteniéndonos en la complejidad o en la amplitud del tópico que estamos desarrollando, Dimen (2010, p.263) también cita el pensamiento de Packer, una maestra budista, que cuestiona el marco de maestro/a-discípulo/a y que es pertinente a las reflexiones sobre los mecanismos de acción terapéutica que estamos aportando. Packer dice de sí misma que ella no está para dar nada, ni para impartir la verdad, sino que “hay algo que está teniendo lugar: dos personas, probablemente se hacen preguntas juntas, contemplan “la cosa completa” juntas…y, a veces la clarificación tiene lugar, a veces no”. 

Otra idea que aporta Dimen es de Clements (comunicación personal) que llama al/la analista “un/a testigo de tu calvario”, “el proceso calmado y apasionado de presenciar y de ser presenciado”. También cita a Ferenczi (1955), que propone: “una de las obtenciones principales del psicoanálisis es una mayor tolerancia del dolor” (p. 265).

Seligman (2010) afirma que en los/las analistas contemporáneos “la implicación clínica apela a una nueva sensibilidad clínica, impulsada por el/la paciente, pragmática, que sin embargo no desestima el fuerte compromiso analítico con la reflexión, la introspección y la cuidadosa atención a la relación terapéutica, a la experiencia interna y a la interacción de pasado y presente”, que “emerge un nuevo conjunto de virtudes para la práctica analítica: versatilidad y flexibilidad; un sentido de libertad personal dentro de la disciplina del marco analítico”; que “los/las analistas son conscientes que están implicados en el proceso analítico y que, por lo tanto, tienen una responsabilidad especial de fundamentar sus intervenciones en lo que observan y sienten”; y que “la ‘técnica’ debe ser más personal y específica al caso. Esto, finalmente, es una consecuencia del método analítico que es, en el núcleo, únicamente un proyecto personal tanto para el/la analizado como para el/la analista”. (p. 252)

Horney (1950) decía:

“Queremos ayudar al/la paciente a  encontrarse a si mismo/a y a trabajar para su autorrealización. Su capacidad para las buenas relaciones incluye su capacidad para el trabajo creativo y para asumir la responsabilidad de si mismo/a” (p. 334) (citado por Dimen).

Aunque un poco demodé creo que podemos asumir que esta afirmación sigue vigente en algún grado.

Parece que hay algún acuerdo entre la comunidad psicoanalítica en que la acción terapéutica promueve alguna línea de desarrollo que va de la inmadurez psicológica a la madurez adulta, que tendríamos que definir. En la viñeta clínica breve que aporto desarrollo más esta aportación de Dimen.

Para empezar a definir estos conceptos (desarrollo, madurez, inmadurez) me apoyo en las teoría de Harris (2005), que entiende por desarrollo “aprender a hablar, desarrollar la mente y transformase en hombre o mujer (gendered)” y que el desarrollo es siempre  entendido como emergente de un contexto. Las mentes y los cuerpos, las palabras y los pensamientos están siempre constituidos en historias. Los procesos históricos, sociales, biológicos e intrapsíquicos son siempre sistemas abiertos en interacción y superponiéndose (p.3). La investigación contemporánea sobre el desarrollo se interesa  por contar narrativas del desarrollo que entrelacen conjuntamente los dominios cognitivos, sociales y emocionales de la experiencia e incluyan estos fenómenos dentro de interacciones complejas con múltiples intersecciones (p.4). La teoría del caos, con su aplicación particular al estudio del desarrollo, a la teoría dinámica no linear de sistemas (Thelen y Smith, 1994) sirven de base a esta autora.

Finalmente, volviendo a Dimen, deberíamos hablar de “curas” por las distintas visiones que proponen los/las diversos autores/as, desde Lacan, con la falta, el dolor incalmable; hasta la concepción actual de que el objetivo de la cura es alcanzar la vivencia de vivacidad: Solomon (2001) propone que “el buen tratamiento restablece la vitalidad, no la felicidad”; Ogden (1995) afirma que “la experiencia de vitalidad debe ser considerada un aspecto de la experiencia analítica”; Corbett (2001) apela a “más vida”; la última publicación de Stern (2010) es “Forms of vitality”.

Dimen hace una puntualización respecto a las mujeres. Se inspira en Irigaray (1993) que decía, “para tener buena salud las mujeres necesitan descubrir las características de su identidad sexuada. También necesitan reciprocidad en la diferencia sexual, sea para cuestiones de amor, de cultura, de sociedad o de política”, pero le parece una visión demasiado hetero-esencialista. Ella lo diría así: “Las mujeres necesitan una buena relación con su propia mente-cuerpo –la vida examinada- así como las condiciones que hacen que valga la pena vivir la vida”.

Concluye Dimen (2010), el proceso psicoanalítico es demasiado imprevisible y sus resultados demasiado indeterminados para una definición de cura estable. Cada paciente, o analista, o díada analista-paciente, parece un copo de nieve: no hay dos iguales. Desde este amplio marco se van a presentar los casos. 

La variable género en el ámbito del trabajo clínico

Quisiera dedicar un espacio de este trabajo a valorar esta variable, puesto que la he mencionado varias veces en la introducción; y puesto que no deseo obviar que la pareja particular que formo con cada una de las dos pacientes que cito merece cierta descripción de mi posición de género, junto con la de ellas.

Empezaré comentando la cita de Irigaray (1993). En este mismo año Bem (1993) escribía:

“las prácticas sociales hacen dos cosas simultáneamente. Primera, sitúan a los hombres y a las mujeres en posiciones marcadamente desiguales en la estructura social, posiciones en las que los hombres tienen muchas más oportunidades que las mujeres de ganar dinero, de adquirir habilidades comerciales, de avanzar en sus carreras, y de esgrimir poder, lo que da a hombres y mujeres experiencias sociales diarias que a su vez dan lugar a vivencias subjetivas drásticamente distintas de la realidad; segunda, estas prácticas sociales comunican a todos/as los/as participantes del mundo social… que los hombres son el sexo privilegiado y que la perspectiva masculina es la privilegiada” (p. 144)

Nada que ver con la propuesta de Dimen para las mujeres de “tener una buena relación con su propia mente-cuerpo”, ni “con las condiciones que hacen que valga la pena vivir la vida”.  Mi punto de vista (Garriga, 2010) es que “la estructura y/o paradigma de género constituye una ‘situación patógena universal’ que induce a un sistema de falso self traumáticamente sumiso que, en sí mismo, produce una multitud de síntomas e innumerables formas de sufrimiento no reconocidos como tales: la melancolía y la homofobia; el trauma narcisista que constituye la feminidad como un sexo de segunda categoría” (Goldner, 2003), “la agresividad defensiva y la hipersexualización de la masculinidad normativa” (Person, 1980), “la relacionalidad depresiva y la inhibición de la capacidad de actuar y del deseo que constituye la feminidad normativa” (Butler, 2004, Dio Bleichmar, 1991; Chodorow, 1999; Layton, 1998).

Para “tener una buena relación con la propia mente-cuerpo” postulo con Butler (2004) que a pesar de “estar constituida por un mundo social que no he escogido y de que el ‘yo’ que soy está constituido por normas y depende de ellas”, mediante la capacidad de acción “el ‘yo’ “aspira a vivir de maneras que mantengan una relación crítica y transformadora de las normas, entendiendo la crítica como un cuestionamiento de los términos que restringen la vida con el fin de abrir modos diferentes de vida, no tanto para celebrar la diferencia en sí, sino para establecer condiciones más incluyentes que acojan la vida que se resiste a los modelos de asimilación”.  El concepto de capacidad de acción (agency) es central en la obra de Butler.

Lo que estoy tratando de mostrar es que el estereotipo femenino normativo en muchos casos no proporciona “las condiciones que hacen que valga la pena vivir la vida” para una mujer. Y cuando yo trabajo lo tengo en cuenta, para animar, por ejemplo, al ejercicio de dicha capacidad de acción en la búsqueda y la creación de las condiciones de mayor bienestar que lleva a una mujer a acudir a la psicoterapia.

En mi anterior artículo (Garriga, 2010) ya lo sostenía y me reafirmo en éste:

“el género tiene que ser un elemento constitutivo de la psicoterapia, que en algunos casos podrá ser explícito, como parte del diálogo terapéutico, pero que en todo momento estará implícito, tanto en el hacer del/la paciente como en el del/la terapeuta; que, por lo tanto, tiene que estar en la mente del/la terapeuta en tanto que reflexión permanente sobre la propia posición y como aspecto a monitorizar de la posición de nuestros y de nuestras pacientes”.

El sociólogo Bourdieu (1998) sostiene que una simple conversión de la conciencia y de la voluntad no es suficiente para erradicar las prácticas de dominación masculina ejercidas por la violencia simbólica, sino que es necesaria una transformación de las estructuras que crean las disposiciones para su ejercicio. Comparto totalmente su punto de vista y trato de adaptarlo a las estructuras sobre las que podemos tener algún acceso desde nuestra posición, que son las estructuras mentales y las familiares. El discurso de Bourdieu es más amplio, dice:

“las estructuras de dominación son el producto de un trabajo constante de reproducción al que contribuyen agentes singulares (entre los cuales hombres, con armas como la violencia física y la violencia simbólica) e instituciones: la familia, la Iglesia, La Escuela, el Estado” (p.49, cursivas y mayúsculas del autor).

Desde el psicoanálisis no alcanzamos a llegar a las otras instituciones.     

Una demanda frecuente de psicoterapia de muchas mujeres es que quieren devenir sujetos, ser dueñas de sus propios destinos, y como muy bien argumenta Hernando (2003), escoger la individuación que les permita acceder a la posición de sujetos sociales no es fácil, sino al contrario, saben que están  escogiendo una opción difícil, de soledad y de esfuerzo constante. Tendrán que hacer esfuerzos para empoderarse, para pasar a la posición de sujetos autónomas: económica, sexual y subjetivamente (Berbel, 2004). Hernando (2002) afirma que estas mujeres están aplicando la Razón al sujeto, y que a menudo recurren al psicoanálisis o a las psicoterapias, buscando instrumentos de introspección y de resolución racional de los conflictos que genera su profundización en la subjetividad. Hernando (2003) afirma que

“al optar por la subjetividad hay que contar con un esfuerzo permanente de autoanálisis para construir el propio sentido de género personal; para evitar reproducir la familia tradicional; para evitar “alimentarse” de cultura oficial (películas comerciales, mass-media en general); y mantenerse en un sano agnosticismo lejos de las religiones oficiales que no admiten la valía de las mujeres".

Harris (2005) afirma que el proceso de desarrollo hacia la madurez adulta incluye la construcción del propio sentido de género personal. Chodorow (1999) sostiene el mismo punto de vista, solo que ella matiza:

“El sentido de género de cada persona fusiona los significados personales creados desde dentro (idiosincrática y psicodinámicamente) con los significados culturales presentados desde fuera (p. 126)”.

Otra manera de decirlo es de Bem (1993):

“en las actuales sociedades democráticas, los/las individuos, como parte del ejercicio responsable de su libertad, escogen los papeles adultos, los crean, de manera que la psicología y la psicoterapia contemporáneas han empezado a considerar la identidad de género, e incluso la orientación sexual como resultado del compromiso consciente de la persona en la construcción de aspectos particulares de su yo”, a lo que Corbett (2002) añade “sin negar el misterio de la homosexualidad”. 

Viñeta clínica breve

Se trata de una chica, María, de 19 años, estudiante de psicología, proveniente de una familia separada. Madre psicóloga y padre profesor. Un hermano de quince.

La veo desde hace unos meses. El padre, un maltratador reconocido y auto reconocido por una terapia anterior en que la terapeuta solicitó su participación  y donde padre e hija pudieron reconocer el sufrimiento del maltrato y sus orígenes.

Ahora, después de unos años de distancia, se vuelven a ver con más frecuencia, porque María, con posterioridad al encuentro afectivo en la terapia anterior, se construyó la ilusión de que “todo irá bien” y reanudó el régimen de visitas que había interrumpido. Pero no sólo no va bien con su padre, sino que en los encuentros en su casa también está su hermano, de manera que ahora, a menudo cuando llega, encuentra que su padre y su hermano se han aliado para cuestionarla. Ella invariablemente termina llorando, cosa que le duele enormemente y la humilla.

Un día necesita hacer una consulta por Internet, y aprovechando que su hermano está mirando tele, le coge el ordenador sin pedírselo y empieza su búsqueda. Tiene clara conciencia de que si su hermano la descubre pelearan, pero también tiene consciencia de que, si se lo pide prestado, él aprovechará el poder que le confiere su necesidad (el wifi de ella no responde en casa de su padre) y se negará a dejárselo.

Todo va bien hasta que ella misma se delata presentándose delante de su hermano con la batería y, efectivamente, se desencadena una batalla campal en la que, literalmente, se acaban pegando y tirándose de los pelos.

Cuando María me lo relata está completamente invadida por la culpa: que no debería haberlo hecho, que es un desastre, que su padre tiene razón en llamarla inútil,… sólo auto reproches.

A mi me llega algo más de cómo lo cuenta, algo de cómo María está funcionando a nivel procedimental, que es inconsciente no pensado (Bleichmar, 1997; Siegel, 1999). Me doy cuenta que María se siente indefensa, acorralada e impotente. Sólo se visualiza como vulnerable, y desde aquí, ataca. Se le dispara el mecanismo innato de ataque o huida igual que a un animal  acorralado, entre la vida y la muerte, que ataca para sobrevivir.

Cuando le devuelvo esto me mira agradecida. “Lo has detectado”, dicen sus ojos. “Sí”, expresa, “estoy desesperada porque yo solo quiero hacer mi búsqueda lo más rápida y eficazmente posible, y después de intentarlo todo para conseguirlo termino metiéndome en el peor de los escenarios”. Esta intervención mía aligera su culpa, cargada de juicio moral autopunitivo.

Una primera lectura de los efectos emocionales de mi acción terapéutica es la noción de empatía (Kohut, 1990), o de experiencia intersubjetiva (Stern, 1997) -dos personas que podemos sintonizar emocionalmente a tal nivel que “tu puedes poner palabras a lo que a mí me pasa”, como dice María-  o de conexión emocional (Riera, 2010), mediante la que yo puedo sentir lo que ella siente en aquella situación, pero no exactamente porque mantengo, a la vez, la distancia suficiente como para poder intervenir como lo hago.          

Otro nivel de lectura de lo que le sucede a Maria es mucho más complejo y lo pienso a posteriori. A mi me parece que Maria tiene una posición de identificación inconsciente con el agresor (Frankel, 2002). Recordemos que Maria ha sido maltratada y humillada por su padre y que se siente vulnerable ante su hermano, porque tiene una necesidad que él no va a colaborar a satisfacer. Cuando los percibe aliados, los siente poderosos. Ante esta posición de desigualdad ella “disuelve su self”.

Frankel toma el concepto de identificación con el agresor de Ferenczi (1932) quien postula que esta posición inconsciente también ocurre en personas que no han sufrido traumas severos: que el abandono emocional, el aislamiento, el estar sujeto a un poder superior, son situaciones que pueden dar cuenta de la identificación con el agresor. Típicamente este es un estado psicológico de las personas que se encuentran en una posición débil. A la larga, la identificación con el agresor puede dar lugar a relaciones abusivas (clásicamente llamadas masoquismo) (Serrano, 2008), hipervigilancia permanente y otras distorsiones y patologías de la personalidad de mayor o menor gravedad dependiendo de la edad de inicio y de la duración del trauma (Talarn, 2004).

El concepto de identificación con el agresor postula que “cuando nos sentimos agobiados por una amenaza ineludible, nos identificamos con el agresor con la esperanza de sobrevivir. Sentimos y nos convertimos en lo que el atacante espera de nosotros, en cuánto a nuestra conducta, percepciones, emociones y pensamientos”… “Hacemos desaparecer nuestro self”.

Para mi el hecho de que María aparezca ante su hermano con la batería de su ordenador me hace pensar que ella no estaba actuando para si, sino que inconscientemente estaba identificada con su hermano, con lo cual no se pudo cuidar, o proteger de su furia certera. No estaba conectada con su propio self consciente que era: quiero resolver esta búsqueda con la máxima eficacia, sino en “complacer” a su hermano. Además, le trataba de distraer hablándole.

Sigue Frankel (2002): “las criaturas que son aterrorizadas por los adultos que están fuera de control, se someterán como autómatas a la voluntad del agresor para adivinar cada uno de sus deseos y gratificarlos; completamente olvidada de si misma, la criatura ‘deviene una’ con la figura atacante. Es decir:

  1. se someterá mentalmente al atacante, lo que
  2. le permitirá adivinar los deseos del agresor (es decir, penetrar en la mente del atacante para saber qué está pensando y sintiendo, para poder anticipar exactamente lo que va a hacer el agresor y, de esta manera, saber como maximizar su supervivencia, y
  3. hacer lo que siente que la salvará: desaparecer como sujeto mediante la sumisión y la complacencia calibrada con precisión, en sintonía con el agresor.

Lo complejo de lo que ha sucedido con Maria  y con su hermano es que Maria no está completamente identificada con su hermano, si lo estuviera, ni se le habría pasado por la cabeza utilizar su ordenador. Es decir, como a pesar de su corta edad Maria tiene la suerte de estar en su segundo tratamiento, su self no está completamente disuelto. Esto le ha permitido “fallar” en la identificación con su hermano y que la fuerza de su self, empujada por la motivación de satisfacción de su deseo, fuera superior y triunfara, con lo que podemos concluir que esta viñeta nos sirve para ver una identificación parcial de Maria con el agresor, y un ejemplo de recuperación en proceso que nos muestra la importancia del tratamiento para hacer emerger la fuerza del self.    

El trabajo clínico del desarrollo

La “dominación masculina” (Bourdieu, 1998), y “la feminidad normativa” (Chodorow, 1994, Dio Bleichmar, 1997) dejan a muchos hombres y mujeres situados en ambas posiciones de esta descripción, como agresores y con un self disuelto o muy debilitado, como he desarrollado ampliamente (Garriga, 2010). La posición en la que quedan colocadas muchas mujeres que no han tenido el apoyo que ha recibido Maria es descrita por  Bourdieu (1998) de una manera exquisita cuando afirma que “los efectos de la dominación (simbólica) se producen, no en la lógica pura de la conciencia, sino mediante los sistemas de percepción, emoción y acción que constituyen los hábitos –sin pasar por la conciencia o la voluntad (también llamados memoria procedimental [Bleichmar, 1997] o conocimiento implícito [Siegel & Hatzell, 2003])” p.53. “La dominación simbólica es una forma de poder que se ejerce directamente sobre los cuerpos y que se manifiesta en forma de emociones corporales: vergüenza, humillación, timidez, ansiedad, culpa; o de pasiones y sentimientos: amor, admiración, respeto. Emociones a veces muy dolorosas porque traicionan en manifestaciones visibles: el ruborizarse, la poca fluidez verbal, la torpeza, la cólera o la rabia impotentes; todas formas de someterse, a regañadientes, sin querer, al juicio dominante. También se manifiesta en acciones: anticipándose a satisfacer las necesidades del dominante ahorrándole el tener que admitir que las tiene, lo que le permite sentirse independiente y en control y parecerlo”… “lo más terrible de los efectos y las condiciones de la eficacia de la violencia simbólica es que están durablemente inscritas en lo más íntimo de los cuerpos en forma de disposiciones (hábitos), lo que hace que el poder simbólico no pueda ser ejercido sin la colaboración de los que lo sufren” (Bourdieu, 1998, p. 55-56).

Bourdieu (1998) describe los hechos, la manera como tienen lugar en lo social,afirmando: “las estructuras de dominación son el producto de un trabajo constante de reproducción”, mientras Frankel (2002) los traduce como lo que ocurre a nivel intrapsíquico. 

Con María hemos trabajado la conveniencia y necesidad de tratar de satisfacer sus deseos con la máxima eficacia. Que esto es parte del desarrollo para convertirse en adulta autónoma, el ir explorando como conseguir lo que una se propone, que está contenido en los conceptos de “capacidad de acción” (agency) de Butler (2005) y de empoderamiento (San José, 2003).

La edad también le confiere impotencia; a pesar de tener 19 años, Maria sigue viviendo dependiente de sus padres, y aún no ha desarrollado un repertorio de soluciones que dependan de si misma. Trabaja poco, tiene muy poco dinero, y poca autonomía como para que se le ocurra “llamar a un informático”.

A posteriori, cuando pensaba en la viñeta para discutir y posteriormente para publicar, me acordé de que ésta había sido también una situación sobre la que tuve que trabajar en mi adolescencia. Entonces tenía una motocicleta para desplazarme, aunque nunca tuve ningún interés por la mecánica. Pero sucedía que en ocasiones estas motocicletas se paraban, hacían “la perla” supe más tarde. Mi hermano, más joven, sabía los rudimentos de mecánica necesarios para resolver el problema. Recuerdo como tenía que rogarle que me la reparara, como llegué a comprender que tenía que aprender estos rudimentos si no quería depender de su escasa disponibilidad, y lo hice: llevaba bujías de recambio. También recuerdo  el día que caí en la cuenta que, para cosas más complicadas, estaban los mecánicos profesionales con los que tendría un trato más amable –en mi caso estas situaciones también acababan en peleas- y sabría cuando podría tener la reparación hecha. Sólo habría que pagarles. Por aquel entonces  ya hacía un tiempo que daba unas clases. Recuerdo muy bien el momento porque me ayudó a comprender la importancia de disponer de dinero propio, del que no tuviera que dar cuenta.

En la introducción hablaba del acuerdo que hay en entornos psicoanalíticos acerca de que alguna de las líneas del tratamiento contribuya al desarrollo de cierta madurez psicológica adulta, según Dimen (2010), que quedaba por definir. Creo que partiendo de la viñeta podemos vislumbrar que Maria llega con un funcionamiento mental que podríamos contemplar como inmaduro en términos de desarrollo y evolutivos. No sólo tiene 19 años -edad que situaría en una adolescencia tardía- sino que mi impresión es que actualmente se prolonga más esta adolescencia tardía de los jóvenes que años atrás, por muchas razones de tipo social que tienen sus implicaciones psicológicas, que a mi modo de ver suponen un retraso en la edad de entrada en la madurez adulta y que, si tuviera que describir diría que tiene algunos elementos comunes: la prolongación del tiempo dedicado al estudio, la mayor capacidad económica de las figuras parentales que les permite aceptar que los/las hijos/as prolonguen la dependencia hasta la treintena; con sus características específicas por razón de género: la postergación de la maternidad/paternidad hasta después de la formación académica, facilitada por las tecnologías de la reproducción (Brown, 2005), la entrada masiva de las mujeres a los estudios superiores.     

Le mostré a Maria su vulnerabilidad, este sentimiento de acorralamiento que le vino cuando se dejo descubrir por su hermano, y le pregunté qué se le ocurría que podía hacer para solucionar el mal funcionamiento de su ordenador. Me contestó sin vacilar: llamar al servicio técnico de la compañía; pero  hay que pasar mucho tiempo al teléfono, añadió (no estaba dispuesta). Pedirle ayuda a su hermano era otra idea. Pero ahí se incomodaba, porque decía, este es el punto crítico, “cuando sabe que necesito algo se regodea negándomelo”. En este punto sugerí que  tal vez podía intentar que el hermano tuviera algún interés por reparar el ordenador, como, por ejemplo, ofreciéndole un trato a modo de honorarios.

Al pensar sobre el caso, observo otra línea de intervención para explorar. Podría ser que ella esperara que su hermano tuviera que estar allá para ella, a su disposición, y, si este fuera el caso, tendríamos que elaborar todo esto. El/la otro/a que tiene una vida y unos planes que no son los de una y como manejarse con eso.

Para terminar con esta breve viñeta clínica quisiera añadir un concepto de acción terapéutica que, si se consigue lo que Safran & Murran (2000) llaman una buena alianza terapéutica, da lugar a que la paciente, mediante la vinculación aseguradora con su terapeuta al servicio de su bienestar, encuentre un hogar para su mente, en términos de Spezzano (2007).  Y si se consigue que el/la paciente tenga esta sensación acogedora del hogar es mucho más probable que se logre promover la mayor capacidad del/la paciente para hacer los cambios de actitud y comportamiento necesarios para alcanzar mayor bienestar y satisfacción en la vida que es, finalmente,  la acción terapéutica del psicoanálisis (Renik, 2007).

Por esto en el caso de María, cuando en otra ocasión  le comento como me alegro de que se sienta mejor y me contesta asustada: “¿no estarás pensando en terminar, verdad?”, me doy cuenta de que se ha producido una buena alianza terapéutica y que el análisis podrá proseguir.    

Viñeta clínica más extensa 

Además de las reflexiones más teóricas incluidas a lo largo del caso quisiera subrayar una idea de Slavin (2010) que apunta a que “el/la analista, como individuo único con una mente personal inextricable, es clave para reparar el sentido de capacidad (agency) dañado del/la paciente” (p. 308). Este es parte del trabajo terapéutico que tuvo lugar en esta paciente. 

Se trata de Ana; un tratamiento de siete años de duración que empezó cuando ella tenía 21 años, hacía dos que estaba viviendo con su profesor de secundaria doce años mayor y con una historia de relaciones con alumnas de la que daré más detalles más adelante.

Ana es la menor de tres hermanos, dos varones y ella, e hija de un padre constructor y cazador muy primario que les ha hecho pasar muchas privaciones a su madre y a los hijos. Y de una madre abusada por un tío, que no tuvo ninguna limitación y pudo abusar de todos los hermanos de la madre. (Ana describe el enorme cuidado que tuvo su madre con ella, al no permitir que este tío-abuelo se le acercara).

Ana ha visto como su madre se las arreglaba, trabajando como modista, para proporcionar a los hijos cosas que su padre les negaba a pesar de andar siempre con los bolsillos llenos de billetes que enseñaba ostentosamente.

Además Ana se sentía ninguneada por ser la más pequeña, chica e idealista. No encontraba un lugar seguro en su casa, con razón, porqué además de recordarle “tú eres la última mierda en esta casa”, le pegaban unas buenas palizas, hasta bien entrados los 18 años.

Sus hermanos siguieron sus propias trayectorias; el mediano con psicopatología grave y diversos intentos autolíticos;  el mayor junto a su padre en el negocio familiar.

Ana en cuanto pudo trató de irse de casa; y lo hizo de la mano de su profesor, de tal manera que la primera vez que salían a un restaurante, los padres de otra alumna a la que el profesor había seducido, les insultaron delante de todo el mundo. Ella se dio cuenta de que se estaba metiendo en un buen lío, a pesar de lo cual estuvo viviendo con este hombre durante cinco años; lo percibía como su tabla de salvación.

A nivel más profundo, vimos que estaba buscando un sustito paterno con esta relación; pero un padre que se interesara por ella. Lo que Abend (2007) formula como el conflicto intrapsíquico que se origina en la infancia, y que da lugar a los mecanismos de defensa. Abend (2007) terminará diciendo que la actividad terapéutica, finalmente, es un esfuerzo por alterar la composición de ciertas formaciones de compromiso que dan síntomas o malestares, por nuevas formaciones de compromiso que proporcionan más satisfacción de los deseos y suponen un menor malestar (p.1436). 

Cuando llegó al tratamiento Ana estaba en el penúltimo curso de magisterio y tenía tomada la decisión de terminar la carrera. Sus padres, a pesar de estar muy enfadados por su relación con el profesor, la apoyaron en esto haciéndose cargo de la última matrícula.

En aquella época Ana y Juan (el profesor) vivían en una comuna en un entorno neorrural  a 100 quilómetros de distancia de la casa de sus padres. Durante los próximos años ella acabaría haciendo psicopedagogía, y compaginado sus estudios con trabajo a tiempo parcial en este otro entorno. Entretanto Juan, corría con la mayoría de los gastos. Uno de los deseos de Ana era llegar a tener un nivel de autonomía económica que le permitiera mantenerse, lo que fue consiguiendo de una manera progresiva; y en el plazo de unos tres años obtuvo una plaza de maestra en unas oposiciones. Profesión que actualmente ejerce con mucha creatividad.

Ana no dejaba de ser una chica de veinte y pocos, guapísima, con deseos que empujaban en distintas direcciones y que tenía que ordenar. La relación con Juan era muy tormentosa, sobre todo alrededor del sexo. Pero además Juan era muy rígido intelectualmente y Ana a su lado repetía el ninguneo familiar. Se encontraba torpe para discutir con él y se las arreglaba para disponer de algunos espacios de libertad en los que indefectiblemente se encontraba con otros hombres. Lo que se traducía en nuevas desavenencias en su relación. En una de estas escapadas, se reencontró con un ex novio, con el que tuvo sexo, y con el que compartió ilusiones y fantasías de viajar por medio de trabajos en ONGs. En esta ocasión se le removieron todos sus planes. Sintió un fuerte tironeo de motivaciones: sus capacidades relacionales; sus ganas de cambiar de entorno; sus aparentes posibilidades de hacerlo,… En este momento mi tarea fue recordarle sus deseos de análisis personal y las motivaciones con las que veníamos trabajando con una interpretación que sacudiera sus devaneos “tú ya tienes una ONG de la que hace un tiempo que te estás ocupando, de ti misma, y creo que esta tarea no está concluida”.

Poderle decir esto y que ella lo encajara agradeciendo mi apuesta decidida por su trayectoria, creo que tenía que ver con que ya me había constituido, respecto a Ana, como lo que Spezzano (2007) denomina “un hogar para la mente” de la paciente desde el principio de nuestra relación, y que ella se sintió acogida en él. No en vano, puesto que su auténtico hogar no era nada acogedor, ni el de la familia de origen, ni la inseguridad que le producía la convivencia en la comunidad de Juan, con personas bastante mayores que ella, con convicciones muy enraizadas. (Siguiendo con la formulación de Abend, la nueva formación de compromiso que encontró le daba otros malestares de los que, a su vez, tuvo que darse cuenta mediante el “insight” y sus correspondientes movimientos en la realidad, para construir una nueva formación de compromiso).

Las ambiciones de Ana en lo personal y en lo profesional fueron el núcleo a partir del que pudo sostener el tratamiento. Ana se daba cuenta de su inseguridad y de su tendencia a la dispersión y  la confusión; nada raras por otro lado, por edad, por momento vital y por lo complejo de su vida relacional presente y pasada. Volver con sus padres no era una opción por los resentimientos acumulados por ambas partes y porque ya tenía una vida bastante rica en el nuevo entorno, aunque en algún momento le tentaba. No se sentía bastante madura coma para plantearse vivir sola, ni siquiera en un piso compartido, mientras aún no se daba cuenta de que estaba echando raíces en este nuevo entorno, con amistades, actividades, ocupaciones. Optó por seguir con Juan, consciente de las limitaciones que le suponía a nivel personal, reconociendo las dificultades de esta relación; pero atenta a las oportunidades que le fueran a surgir o creándolas; le propuso que fueran a vivir solos en un piso de alquiler, y dejaran la comuna.

Para Ana, poder disponer del espacio de psicoterapia como el lugar donde formula sus deseos y dificultades; poder percibir la escucha atenta y el interés  con el que la he atendido y la sigo atendiendo a lo largo de todos estos años, se ha constituido en un instrumento central para su desarrollo en su camino hacia la madurez. Este es el hogar que la paciente encuentra en la mente de la analista según Spezzano (2007) desde el que poder tolerar el trabajo de análisis. La sensación de sentirse alojada en algún lugar es fundamental para evitar la sensación psíquica de un “sin techo” y la desorientación que la acompaña (p. 1568).

¿Cómo se constituye en acción terapéutica el hogar proporcionado por el análisis? En primer lugar -sigo con Spezzano- reclutamos al/la paciente para que juegue el “juego analítico” con un/a terapeuta que es un/a experto en ayudar al cambio porque se ha sumergido en una formación de la que ha emergido teniendo una memoria emocional e ideacional que le permite: escuchar cuidadosamente, ver cosas que a otros se les escaparían, señalar e interpretar lo observado, contener los malos sentimientos, hacer conexiones entre cosas que están en la mente del paciente, de manera que puedan surgir nuevas comprensiones, y hacer otros movimientos que se han demostrado útiles clínicamente dentro de la comunidad analítica y que proporcionan conocimientos y sabiduría acumulados (p. 1572).

A lo largo de estos siete años el trabajo con Ana ha sido ingente. Ha tenido que ver con el sostenimiento de sus capacidades cognitivas para seguir formándose; con la emergencia de su sexualidad dentro y fuera de su relación; con la construcción de una subjetividad emocional fiable en la que poderse apoyar y confiar; con la elaboración de una identidad de género consciente. Es decir, ha tenido que ver con su desarrollo para establecerse como adulta autónoma y libre.

Ahora Ana tiene 27 años. Está viviendo con una nueva pareja de una edad más similar con la que espera casarse próximamente y tener hijos. Paco, su pareja actual, tiene una hija en el extranjero de una pareja anterior que les visita de vez en cuando. Ana ha llegado a vivir con él después de dos años de vivir sola, cuando se encuentra en un momento en que, en palabras de Renik (2007), siente más satisfacción y menos malestar en la vida (p. 1547). Este desenlace no nos sorprende. Ana consiguió separase de Juan en un momento de la convivencia en el que descubrió que él estaba seduciendo a nuevas alumnas con los mismos viejos poemas con los que la había seducido a ella. Hacía un tiempo que Ana percibía esta operatoria en Juan, cosa que él negaba sistemáticamente basándose en que Ana era muy celosa. Hasta que un día Ana decidió que sus celos no eran patológicos sino que estaban bien fundados. Abrió el ordenador y no tuvo más que leer todos los correos que él intercambiaba con sus alumnas. Sólo que en este momento Ana tenía una red de apoyo que la pudo sostener: además de las sesiones semanales conmigo, tenía diversos grupos de amigos y amigas, ya había entrado como maestra en el cuerpo de primaria, había terminado psicopedagogía y estaba matriculada en un postgrado de educación emocional Una de las compañeras del trabajo le ofreció una vivienda de alquiler.

Parafraseando a Kernberg (2007), en la actualidad Ana ha conseguido una mayor capacidad de disfrutar de la vida, en libertad interior, y sabiendo quien es realmente, que se traduce en una nueva manera de relacionarse con el sexo y la intimidad, con la vida amorosa, con el trabajo, con las amistades, con la creatividad y con el arte y la cultura (p. 1719). Renik se pregunta como sabremos que no caemos en la circularidad del pensamiento hermenéutico y que nuestra paciente ha hecho los cambios de actitud y comportamiento necesarios para alcanzar mayor bienestar y satisfacción en la vida. Se responde, por la comunicación de provecho de nuestros pacientes (y nuestra percepción coincidente, añado)

Efectivamente, Ana no se ve para terminar el tratamiento, aunque hace cosa de un año y medio que la veo quincenalmente. Quiere prolongar la terapia hasta un tiempo después de haber tenido una criatura. Se quiere asegurar de que reflexiona suficientemente como para no verse renunciando a cosas que realmente le importan. En concreto, además de hacer los preparativos para establecerse en su nuevo hogar –Ana y Paco se están construyendo una casa; se van a casar- Ana tiene ambiciones personales a nivel profesional. No quiere quedarse ocupando el puesto de maestra porque esto no realiza todo su potencial profesional. A raíz del postgrado le han surgido posibilidades para acceder a la universidad y quiere tratar de concretarlas, diseñando la trayectoria académica que le permita optar a unas vacantes que sabe que se van a producir y para las que tiene el apoyo de su tutor.  

Ana teme acabar adoptando un rol de género en el que no desea verse. Su pareja es un pequeño empresario que trabaja muchas horas fuera del hogar y, aunque expresa su deseo de tener hijos conjuntamente, también manifiesta que no se podrá comprometer en la crianza. Ana quiere velar para no dejarse arrastrar por lo absorbente de la maternidad y me pide que permanezca a su lado para que ella pueda arbitrar los medios necesarios para seguir con sus proyectos personales en el ámbito laboral y de creatividad.

Los mecanismos de acción terapéutica en este tratamiento son variados y múltiples. Otro aspecto a tener en cuenta es el Grupo de Boston y su clasificación de los apegos. Para el caso de Ana no me cabe demasiada duda de que yo me he constituido en una figura de apego seguro (Siegel, 1999), que le permite organizarse de una manera más coherente que el apego ambivalente que proporcionaba su familia.

Newman (2007), de la psicología del self, lo dice de otra manera: mediante la provisión de un entorno empático, se crea un mayor sentido de seguridad debido a la expectativa creciente de que las necesidades del objeto del self serán escuchadas y aceptadas. Un elemento crucial del tratamiento es facilitar un cambio que permita a la paciente reconectar con aspectos frenados/interrumpidos del self mediante una nueva conexión con la analista, lo que va a permitir una liberación de los afectos. En el caso de Ana, creo que este ha sido el núcleo alrededor del cual ella ha podido desplegar su desarrollo en sus diversos aspectos, en concreto mi capacidad de proporcionar un entorno contenedor y la función autorreguladora del hecho de poder “utilizarme” (en términos de Winnicott, 1971).

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