aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Último Número 075 2024

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De fantasmas y heridas: vicisitudes de lo traumático en el cine de terror moderno

Of ghosts and wounds: vicissitudes of the traumatic in modern horror cinema

Autor: Pitillas Salvá, Carlos - Martínez Biurrun, Ismael

Para citar este artículo

Pitillas Salvá, C. y Martínez Biurrun, I. (2024). De fantasmas y heridas: vicisitudes de lo traumático en el cine de terror moderno. Aperturas Psicoanalíticas (75), artículo e2. https://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001248

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Resumen

El presente trabajo tiene como objetivo revisar algunas de las exploraciones que el moderno cine de terror realiza acerca del trauma psicológico, sus manifestaciones y los procesos involucrados en su superación. La narrativa de terror suele organizarse en torno a un eje narrativo que, partiendo de la presentación de una amenaza sobrenatural (p.ej., el fantasma), conduce a un reconocimiento de la relación de esta con un impacto emocional no procesado, registrado en la memoria de manera anómala. Esta trayectoria narrativa metaforiza la lógica esencial de los traumas psicológicos, y se concreta en tropos que representan aspectos concretos de la psicología postraumática: la disrupción de los recursos simbólicos y metafóricos con los que procesamos la experiencia; el registro disociado del material traumático; la fragmentación del psiquismo; o la fenomenología paradójica de los síntomas postraumáticos (que, viniendo de la propia mente, pueden experimentarse como una experiencia ajena o externa), entre otros. El trabajo explora estas cuestiones, aportando ejemplos de películas del cine de terror moderno, y finaliza con algunas consideraciones preliminares acerca del posible uso terapéutico de este material cultural en el trabajo con pacientes traumatizados.

Abstract

This paper aims to review certain explorations undertaken by contemporary horror cinema regarding psychological trauma, its manifestations, and the processes involved in its overcoming. The horror narrative typically revolves around a storyline that, starting with the introduction of a supernatural threat (e.g., a ghost), leads to an acknowledgment of its relationship with an unprocessed emotional impact, stored in memory in an anomalous manner. This narrative trajectory metaphorically represents the essential logic of psychological traumas, and materializes in tropes that depict specific aspects of post-traumatic psychology: the disruption of symbolic and metaphorical resources through which we process experience; the dissociated recording of traumatic material; the fragmentation of the psyche; or the paradoxical phenomenology of post-traumatic symptoms (which, emanating from the mind itself, may be experienced as an external or alien phenomenon), among others. The paper explores these issues, providing examples from contemporary horror cinema, and concludes with some preliminary considerations regarding the potential therapeutic use of this cultural material in working with traumatized patients.


Palabras clave

cine, narrativa, psicoterapia, terror, trauma.

Keywords

trauma, narrative, horror, film, psychotherapy.


Tres personajes traumatizados, y los monstruos que hablan por ellos

Después de tener relaciones sexuales con su novio, Jay, la protagonista de It follows (Mitchell, 2014), descubre que aquel, al acostarse con ella, le ha pasado una maldición muy particular: una presencia o entidad indefinida (a la que en la película califican sencillamente como “Eso”) la seguirá hasta matarla, o bien hasta que ella misma pueda transmitir la maldición a un nuevo compañero sexual. La película nos muestra los esfuerzos de Jay por escapar de este peligro que la persigue. Varias personas mueren en el camino y la paranoia no deja de aumentar, ya que Eso es capaz de adquirir el aspecto de cualquiera. La plasticidad de la amenaza, su carácter insidioso y la ausencia de una explicación racional para su existencia nos obligan a reflexionar sobre su posible relación con lo intrapsíquico: ¿Qué es lo que realmente acosa a Jay? ¿Es casualidad que la entrada de esta amenaza en la vida de Jay haya comenzado con una relación sexual? Aunque It follows no deja en ningún momento de moverse dentro de una elegante ambigüedad, el tercer acto de la historia parece sugerirnos que, de hecho, el monstruo representa un significado traumático. Jay y sus amigos organizan una especie de emboscada en una piscina cubierta, dispuestos a acabar de una vez por todas con la amenaza (la intención, concretamente, es atraerla hasta el agua y electrocutarla). Entonces, en la que nos parece que es su última aparición, el monstruo ha adquirido la forma de alguien reconocible para Jay: tiene los rasgos de su padre ausente (a quien reconocemos de una polaroid que, al comienzo de la película, hemos visto en casa de la protagonista). No sabemos cuál es su paradero, por qué no está, qué hizo a su mujer y a sus hijas. Solo sabemos que su visión hace temblar a Jay, y que su presencia culmina una persecución que viene dándose desde que ella tuvo su encuentro sexual. Nos preguntamos, entonces, si esta amenaza sobrenatural metaforiza la reemergencia de una experiencia no procesada de abuso o maltrato a manos del padre.

Annie, la protagonista de Hereditary (Aster, 2018) es una madre que se esfuerza por evitar un legado de locura y destructividad que ha circulado en su familia a través de las generaciones. La esquizofrenia, el suicidio y otras formas de autodestructividad, confiesa ella en un grupo de ayuda mutua, corren por sus venas. A Annie la atormenta especialmente el recuerdo de su relación con una madre enigmática y muy hostil, cuyos pasos tiene miedo de seguir. Una estrategia específica le sirve a para mantener a raya la locura: la creación de maquetas a escala de escenas de su propia vida. Su taller está lleno de pequeñas reproducciones de episodios en los que aparecen sus hijos, su madre o ella misma. Al recrearlas y encapsularlas en una versión miniaturizada, Annie adquiere cierto control sobre las vivencias que, en la vida real, están atravesadas por una vulnerabilidad muy amenazante. Estas reproducciones obedecen al deseo de Annie por mantener el equilibrio psíquico, pero también a su esfuerzo por frenar el empuje intergeneracional del trauma. Sin embargo, la muerte accidental de su hija pone en marcha un proceso de desorganización que conduce a Annie a transformarse en una madre monstruosa y destructiva, capaz de hacer arder a su esposo y de entregar y sacrificar a su hijo superviviente al servicio de una secta que adora a una deidad satánica. Los fantasmas del pasado relacional traumático se han hecho presentes, convirtiendo a Annie en una réplica de su propia madre y destruyendo sus vínculos.

Oskar, protagonista de Déjame entrar (Alfredson, 2008) es un chico inhibido y solitario que sufre acoso escolar. Sus padres, absorbidos por un doloroso divorcio y emocionalmente desconectados de él, no están al tanto del sufrimiento de Oskar y no pueden protegerlo, al igual que sucede con otras figuras de autoridad (los profesores, fundamentalmente) que, por omisión, se hacen cómplices del maltrato. En la intimidad de su dormitorio, Oskar fantasea con vengarse violentamente de sus agresores y colecciona recortes de periódico que informan de asesinatos en su ciudad. Entonces, entra en su vida Eli, una extraña chica que aparenta tener su misma edad y, pronto, descubrimos que es una vampira. El extraño compañero de piso de la niña (una especie de protector) se dedica a asesinar y recolectar la sangre de sus víctimas para alimentarla. Mientras Oskar colecciona recortes sobre asuntos violentos en el secreto de su habitación, Eli y su compañero matan a personas inocentes, en un perturbador paralelismo que se presta fácilmente a una lectura psicológica: Eli es una representación (sobrenatural, y acaso fantaseada) de la rabia postraumática de Oskar, de su resentimiento frente a un mundo hostil e indiferente. Además de representar la furia no formulada de Oskar, la vampira es la primera fuente de contacto humano que nuestro protagonista encuentra en un mundo frío, donde todo el tiempo es de noche, y los padres no están disponibles para él. Eli se convierte progresivamente en una amiga de Oskar, y canaliza la venganza del protagonista sobre sus agresores. Una escena final nos muestra a Oskar en el compartimento de un tren, alejándose de su ciudad junto a una caja, en cuyo interior Eli se protege de la luz diurna.

Estas tres historias comparten algunos temas que ocupan el centro del presente trabajo. Todas ellas tienen como protagonista a alguien que ha sido víctima de una experiencia dolorosa e improcesable: un posible abuso sexual, una relación tóxica con una madre maltratadora, una situación de bullying. En todos los casos, a estas víctimas les ha faltado un entorno contenedor o un hogar relacional (Atwood y Stolorow, 2014) que ayude a metabolizar la experiencia y regular las emociones dolorosas resultantes de estos daños, o un testigo (Herman, 2015) que dé cuenta de la victimización y se posicione moralmente cerca de las víctimas. A todas ellas las persiguen o acompañan presencias sobrenaturales que metaforizan el trauma: Jay es seguida por presencias destructivas cambiantes; Annie se convierte ella misma en la madre-monstruo; Oskar se encuentra con un reflejo de su rabia destructiva y –mejor parado que el resto de personajes– aprende a convivir con ella. En todos los casos, la reemergencia de lo no procesado tiene la forma de algo monstruoso. 

El género de terror (tanto en la literatura como en el cine) es un terreno abonado para la representación de lo traumático. Desde las primeras historias del gótico victoriano hasta el actual “terror elevado”, las historias que nos cuentan las películas de miedo tratan, con frecuencia, de un pasado doloroso, no integrado, que tiende a volver. Este hermanamiento del trauma psicológico con el terror narrativo probablemente no sea una casualidad histórica. Hay de hecho algo de monstruoso en el modo en que los síntomas postraumáticos toman el control de la vida de las personas. La reedición del trauma relacional en las relaciones posteriores (Gleiser, 2003), la repetición evento traumático en forma de flashbaks y recuerdos intrusivos (van der Kolk, 2015), los sueños o los juegos de repetición que encontramos en la clínica del niño traumatizado (Perry y Szalavitz, 2017; Terr, 1990), participan todos de una fenomenología basada en la “exterioridad”: son vividos como algo extraño, ajeno, que penetra la vida mental de las víctimas. En el cine de terror, a pesar de su vinculación con el pasado de los personajes o de la comunidad en la que viven, el monstruo no es reconocido por ellos, es un visitante no invitado. Su aspecto excesivo deriva en parte de su pertenencia al plano de lo disociado y de lo no reconocido.

El aclamado novelista de terror Stephen King (2016) sugiere, de hecho, que este es un género esencialmente alegórico de aquello que solo puede expresarse mediante desplazamiento:

¿Qué es el monstruo? Empecemos por asumir que el cuento de horror, no importa lo primitivo que sea, es alegórico por naturaleza; es simbólico. Asumamos que nos está hablando, como un paciente en el diván del psicoanalista, sobre una cosa cuando quiere decir otra” (p. 64).

Después, añade: “¿Qué es, después de todo, el fantasma para que nos asuste tanto, sino nuestro propio rostro?” (p. 387). Y, unas páginas más adelante: “[…] empecé a preguntarme si la casa encantada no podía convertirse en una especie de símbolo de un pecado sin expiar [o, desde nuestra perspectiva, un trauma sin resolver]” (p. 387).

Sostenemos que buena parte de la narrativa de terror se ha dedicado a metaforizar esta reemergencia de las heridas traumáticas silenciadas. Las historias de fantasmas que insisten en comunicarse de enemigos indefinidos que siguen incansablemente al protagonista, de monstruos que invaden el espacio doméstico, de casas que se desdoblan en una copia oscura, torcida, de sus habitaciones y pasillos, de sótanos ocultos que atraen la atención de los personajes para ser reabiertos, de paredes agujereadas por una presencia que observa desde el otro lado, de mensajes indescifrables escritos en la cosecha, etc., son narraciones preocupadas por algo que vuelve, y ese algo es con frecuencia la metáfora de un dolor no procesado, inscrito secretamente en la biografía de sus personajes.

Así lo expresa Guillermo del Toro (2001) con el monólogo en off que abre El espinazo del Diablo:

¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez. Un instante de dolor quizá. Algo muerto que por momentos parece vivo aún. Un sentimiento suspendido en el tiempo. Como una fotografía borrosa. Como un insecto atrapado en ámbar.

Tal y como sucede con esos síntomas que sufre el paciente traumatizado, los personajes de estas películas intuyen que esa amenaza, anómala y extranjera, tiene que ver con ellos, dice algo de ellos. Su aventura, con frecuencia, consiste en reapropiarse de un dolor que ellos mismos o las generaciones precedentes no pudieron reconocer y procesar. En definitiva, en poder decir: soy lo que me persigue (Biurrun y Pitillas, 2021). Un movimiento semejante es el que describen muchos procesos terapéuticos en el campo del psicoanálisis. Nuestro trabajo con los pacientes a favor de superar la disociación (Bromberg, 2017) puede ser vivido como una invitación a mirar más directamente aquellos aspectos de su experiencia que estaban sin formular (Stern, 2013), defensivamente excluidos (Bowlby, 1980), que operaban como un self ajeno no mentalizado (Bateman y Fonagy, 2016), presionando desde dentro en calidad de introyectos negativos (Fairbairn, 1952) y que, a falta de una integración, tienden a reeditarse en el seno de nuestras relaciones (Gleiser, 2003; Pitillas, 2020; Wachtel, 2014), nos hacen vulnerables a la desorganización (Liotti, 2004; Serván, 2023) o se hacen visibles en los “teatros” del cuerpo y del malestar psicosomático (McDougall, 1989).

El objetivo de este trabajo es rastrear algunas de las exploraciones que el cine de terror ha hecho sobre la fenomenología (post)traumática y reflexionar acerca de algunos usos potenciales de este género y sus manifestaciones en el seno de los procesos terapéuticos.

Exploraciones del trauma en el moderno cine de terror: disrupción, fragmentación, reemergencia.

Disrupción

El trauma resulta de uno o varios acontecimientos que asaltan al sujeto y que están fuera del orden de lo cotidiano y esperable. Estos acontecimientos siempre entrañan una violencia de algún tipo y, como cualquier vivencia a la que hacemos frente, exigen al psiquismo procesar lo que ha pasado (Benyakar y Lezica, 2005).

Sin embargo, algunas experiencias están por encima de lo que somos capaces de asumir, pensar o metabolizar. Los malos tratos y abusos a manos de nuestros semejantes, las pérdidas violentas o imprevistas, la traición o el abandono inesperado de los seres queridos, la tortura, los accidentes, los desastres naturales, la guerra, entre otros, pueden desafíar nuestras operaciones habituales de metabolización psíquica, resistirse a entrar en el registro de lo simbólico y ser nombrados (Boulanger, 2011; Caruth, 2013). Traen consigo una estimulación tan novedosa que nuestros modelos predictivos del mundo se ven desbordados y al cerebro le cuesta inferir el significado de lo que sucede, o predecir lo que vendrá después (Kube et al., 2020). Las asimetrías en la activación de diferentes áreas del cerebro impiden un procesamiento integrado de lo que pasa (van der Kolk, 2015). Las asunciones que sostienen nuestra confianza básica en el mundo se revelan como insuficientes o falsas (Janoff-Bulman, 2010).

Al hilo de esta cuestión, Cathy Caruth (2013) sugiere que “[…] la visión más directa de un evento violento puede ocurrir como una incapacidad absoluta para conocerlo” (p. 92, cursivas añadidas), y añade que, al sustraerse del circuito asociativo con el que asimilamos el resto de experiencias, la experiencia permanece en un estatus de experiencia no constituida: “La conmoción no proviene tanto de la experiencia directa de la amenaza, sino precisamente de la ausencia de esta experiencia, el hecho de que, al no haberse experimentado en el tiempo, aún no se ha conocido plenamente” (p. 92). Esto nos recuerda a las consideraciones de Stolorow y Atwood (1992/2014) sobre ese “inconsciente invalidado” en el que se registran las experiencias “que no han podido ser articuladas porque nunca evocaron una respuesta en el entorno” (p. 73). El paralelismo en el ámbito de las narraciones fantásticas sería lo que David Roas define como “miedo metafísico”, una sensación de terror no derivada tanto del susto o de una amenaza a la integridad física, sino de que “nuestras convicciones sobre lo real dejan de funcionar, cuando perdemos pie frente a un mundo que antes nos era familiar” (Roas, 2016, p. 96).

A la dificultad para el procesamiento que generan estos eventos se añaden los estados de desconexión y parálisis disociativa, tan habituales en el curso de los traumas. La disociación, sugiere Gabbard (2002), permite a los individuos retener la ilusión de control psicológico cuando experimentan una sensación de impotencia y de pérdida de control sobre sus cuerpos. El coste de disociarse, sin embargo, es el de una especial dificultad para hacerse cargo de la propia experiencia.

La imposibilidad de la mente para elaborar lo que sucede no impide que esto quede registrado. El psiquismo se ve forzado a otorgar a la vivencia “algún estatuto –alguna “inscripción”– pero sin poder otorgarle las características de una representación procesable” (Benyakar y Lezica, 2005, p. 112).

De nuevo, Stephen King nos ofrece una visión lúcida sobre este asunto: “[El terror] surge de una penetrante sensación de descentralización; todo se desmorona a nuestro alrededor. Si esa sensación de desmoronamiento es repentina y parece personal (si le golpea en el corazón), entonces se incrusta en la memoria” (2016, p. 31).

Esto nos devuelve a la ya mencionada paradoja del “conocimiento” traumático, donde se combinan el carácter ajeno, exterior que tienen los recuerdos con la fuerza de su inscripción en la memoria. Esta contradicción es un ejemplo por excelencia de las roturas internas de la mente que son provocadas por el trauma, y llevó a van der Kolk a afirmar que “las personas traumatizadas simultáneamente recuerdan demasiado poco, y demasiado” (2015, p. 476).

Arnold Modell ha prestado especial atención a las sinergias entre la experiencia afectiva, la memoria y el procesamiento simbólico en nuestra vida cotidiana (1997, 2005, 2009). Según el autor, nuestro psiquismo organiza la complejidad de la experiencia mediante la producción de analogías presente-pasado, o lo que él califica como un procesamiento “metafórico” que impide que los acontecimientos de nuestra vida sean experimentados como una fuente de estimulación novedosa y violenta. Sabemos dónde estamos, lo que sucede, porque en nuestro almacén mnémico se activan recuerdos y significados que nos ofrecen un marco para interpretar la vivencia: estás aquí, este es el significado de lo que pasa, este eres tú. Gracias a dicha capacidad metafórica, podemos establecer tanto similitudes entre momentos separados de nuestra biografía como matices y diferencias, lo que nos permite para transformar retroactivamente el sentido de nuestra historia a la luz de lo que vivimos en el presente (véase también Stern, 2012).

Lo traumático atenta precisamente contra ese carácter metafórico, dinámico, de nuestra memoria. El impacto, de tan radicalmente inesperado y doloroso que resulta, no sirve como metáfora de nada que hayamos vivido o seamos capaces de recordar (Modell, 2005). Posteriormente, el recuerdo traumático, encapsulado y separado de la red de contenidos que configuran nuestra identidad, se resiste al cambio. Se interrumpe esa tensión creativa entre lo que fuimos y lo que somos; se pierde la oportunidad de establecer semejanzas y hacer comparaciones, y el trauma mantiene su estado original.

Una de las formas que tiene el terror de representar esta inmutabilidad del pasado doloroso es la presencia, en una importante cantidad de películas, de objetos o espacios que se conservan intactos en la vida de los personajes. Hemos asistido a multitud de ejemplos de este fenómeno en la historia del terror cinematográfico: el álbum de fotos conservado como una reliquia, la habitación inalterada del muerto, el desván o el sótano cerrados e inmutables, una muñeca, un retrato o un objeto de bisutería que contienen el significado de algo que sucedió y que aún ejerce su poder sobre los personajes. Frente al devenir del tiempo social en el que se mueven los personajes de la historia, estas reliquias conservan un momento fijo e inalterado, y en ellas se condensa una importante cantidad de resonancias emocionales –traumáticas, con frecuencia– que el protagonista no puede dejar atrás. Estos objetos-reliquia funcionan como representantes de experiencias que han quedado, al igual que el recuerdo traumático, aisladas del flujo temporal ordinario y conservadas en su potencia original. Desde el lugar anómalo que ocupan, los recuerdos del trauma proyectan su sombra sobre el presente de los individuos, sin prestarse al juego transformador de la metáfora, resistiéndose a la retranscripción.

Por ejemplo, en Al final de la escalera (Medak, 1980), la habitación donde fue asesinado el niño se conserva en su apariencia original, aislada en un desván oculto en lo más alto de la casa. En este mismo film, la pelota que perteneció a la hija muerta del protagonista es un remanente intacto del pasado perdido. Una de las escenas iniciales nos presenta un recuerdo del protagonista en que su hija le lanza la pelota. Más tarde, atormentado por el dolor, este hombre decide deshacerse del objeto arrojándolo al río. En la escena siguiente, sin embargo, la pelota, mojada, desciende por las escaleras hacia el hombre nada más entrar este en la casa. 

Los primeros compases de Psicosis (Hitchcock, 1960) nos presentan la perturbadora afición de Norman Bates: embalsama y conserva, en un estado casi idéntico al original, animales muertos. Descubrimos, con el transcurso de la historia, que esta costumbre es un trasunto de una conservación más siniestra: la del cuerpo de su madre fallecida. El propio Norman reproduce la efigie de su madre en su propio cuerpo, al vestirse con sus ropas y cometer los actos homicidas que ella, de estar viva, hubiera realizado. En el destartalado Motel Bates, el pasado traumático del joven Norman se conserva en su intensidad y cualidad originales.

La protagonista que da su nombre a ¿Qué fue de Baby Jane? (Aldrich, 1962) fue una niña del espectáculo, rubia, adorada por los espectadores y por sus padres, pero ahora es una actriz olvidada y decrépita. La anciana Jane se pasea frente a los espejos de la casa sosteniendo una muñeca que la representa a ella cuando era pequeña y radiante: la niña protagonista de un paraíso perdido. Con el avance de la historia, los esfuerzos de Jane por maquillarse y peinarse igual que su muñeca conducen progresivamente a una fusión entre personaje y objeto (entre presente y pasado) de tintes siniestros.

El sótano (y sus variaciones) constituyen otra de las metáforas más importantes de la inscripción anómala de las vivencias traumáticas, y de su inmutabilidad. Son regiones relativamente inmunes al paso del tiempo, mantienen un estatus de escena o escenario congelado, donde se contiene un material no procesado de la historia de los personajes (o de personajes que estuvieron allí años atrás). Al igual que las casas encantadas, estos espacios son “una cosa muerta, que contiene recuerdos, cadáveres o recordatorios de una antigua forma de vida [y donde] el horror suele surgir porque, mientras los tiempos cambian, la casa y sus ocupantes no lo hacen” (Derry, 2009, p. 58). Aunque son ámbitos ocultos, están –literalmente– en la base del edificio, sosteniéndolo todo (del mismo modo en lo traumático subyace a buena parte de la vida mental y del comportamiento de algunas víctimas). En su condición de núcleo emocional escondido, estas estancias articulan buena parte de los movimientos y de la vida de los personajes: por aquí no debes pasar; está prohibido jugar aquí; a partir de determinada hora, este lugar es peligroso.

Fragmentación

La división del psiquismo es otra de las condiciones que definen la fenomenología de lo traumático. Esta división es un efecto de la presión excesiva que recae sobre la mente traumatizada, del mismo modo en que se fracturan los muros de un edificio que soporta demasiado peso. Pero también es un acto de autoprotección: se divide nuestra psique en un intento desesperado para sobrevivir emocionalmente (Bromberg, 2017; Fairbairn, 1952; Schwartz, 2000). El equilibrio provisto por la fragmentación es inestable y frágil, pero, con frecuencia, es lo único a lo que puede aspirar un cerebro desbordado por el dolor y el miedo.

Las muñecas rotas, las grietas que dividen paredes y rostros, la desconexión entre espacios de la casa (normalmente una zona pública, luminosa, que oculta una zona oscura y secreta), etc., son parte del muestrario de imágenes con los que el terror explora la división del psiquismo. Pero tal vez sea en el espejo donde hallamos la variación más ejemplar de este tropo.

En Cisne negro (Aronofsky, 2010), por ejemplo, se nos cuenta la historia de una joven bailarina, cuyos principios mecanismos de autoorganización frente al trauma relacional se revelan endebles y, finalmente, dejan al descubierto una estructura fragmentaria. Nina vive sola bajo el mando de Erica, una madre que ejerce un control narcisístico y agresivo total sobre ella: como a una muñeca, la viste y la desnuda cada día; dirige sus pasos a través de una carrera que ella tuvo que abandonar; controla férreamente su deseo y su sexualidad; la mantiene encerrada en una habitación rosa y llena de muñecos de peluche. En una escena, descubrimos que el dormitorio de esta posesiva madre-bruja está lleno de autorretratos, lo que nos confirma el carácter esencialmente narcisista de esta relación: Erica solo puede verse a sí misma.

Víctima de una situación de sometimiento y ambivalencia emocional intolerables, en el seno de su relación con la madre y bajo el efecto simultáneo del abandono del padre, la mente de Nina se ha visto obligada a dividirse mediante una escisión entre áreas irreconciliables de sí misma: la inocencia infantil (impuesta por su madre controladora) y la rabia (resultante de sus traumas y frustraciones); el amor y el odio; la pureza y el sexo. Uno de los carteles del film, de hecho, nos muestra el rostro perfecto de Nina atravesado por una grieta vertical.

La crisis de esta solución defensiva y la reemergencia (véase apartado siguiente) de lo traumático comienzan cuando Nina debe prepararse para interpretar a las dos criaturas antagonistas de El lago de los Cisnes: el cisne blanco y el cisne negro. Aparecen en escena dos personajes –Thomas (el coreógrafo varonil, agresivo, abusador) y Lily (la compañera lasciva y rival)– que externalizan las tendencias y afectos que, bajo el efecto del trauma, quedaron sin formular. El espejo, omnipresente a lo largo de la película, refleja esta disgregación interna de la mente. Vemos a Nina multiplicada frente al espejo de la habitación en la que ensaya (muchas veces supervisada por su madre). La observamos frente a los espejos de la sala de baile en el teatro, y frente al espejo del baño en el que una compañera de la compañía ha escrito “puta” después de que se le adjudique el papel protagonista. Durante sus trayectos en metro, Nina viaja de cara a los cristales del vagón y, en los túneles, se encuentra con una imagen oscurecida de sí misma sobre la ventana. En la entrada del apartamento que comparte con su madre, un espejo circular rodeado de pequeños espejos dispara su imagen en múltiples direcciones (justo en la noche en que se ha sumergido, junto con Lily, en una aventura de drogas y sexo). Cuando la historia avanza hacia el desenlace, Nina se encuentra entre dos espejos que reproducen su imagen infinitamente y, en un momento digno del mejor unheimlich freudiano (Freud, 1919/1945; véase también Daurella, 2023), descubre que su reflejo ha adoptado vida propia y se mueve con independencia de su voluntad. Los espejos de la película evolucionan en paralelo al desorden mental en el que Nina va sumergiéndose: conforme avanza la historia, devuelven una imagen cada vez más problematizada de la protagonista.

Otro aspecto relevante de la fragmentación postraumática, también presente en el cine de terror, concierne a las introyecciones. Tras una cantidad suficiente de episodios traumáticos, el agresor puede quedar inscrito en la mente de los individuos como una presencia interna, una estructura interna o un subsistema psíquico “con sus motivaciones y objetivos propios y no integrados en el resto de la personalidad” (Eagle, 2018, p. 71). Jay Frankel (2002) recupera las reflexiones que Ferenzci hizo sobre este fenómeno y lo interpreta en términos de una identificación con el agresor: la operación desesperada de un psiquismo que, expuesto a una violencia de la que es imposible escapar, acaba por asumir la perspectiva que el agresor tiene sobre él (véase también Pitillas, en prensa).

Subjetivamente, los introyectos funcionan como “compañeros evocados” (Stern, 1985) con un carácter dañino, crítico, o explotador. Critchfield y Benjamin (2008) han descrito algunas formas en que estas “copias” pueden ejercer su influencia en la vida subjetiva de la víctima: haciendo que esta se comporte con otras personas como el agresor hizo con ella; comportándose como si el cuidador estuviera presente; tratándose a sí misma como le trataba el agresor.

Robert Wise (1963) se valió de una novela de Shirley Jackson (The haunting of Hill House) para explorar estas cuestiones con su film The haunting (traducido al castellano como La casa encantada). Su protagonista, Eleanor, ha pasado media vida inmersa en una relación tóxica con una madre inválida y posesiva a la que tuvo que cuidar durante años. Tras la muerte de esta, Eleanor puede reincorporarse a una vida normal de libertad y, quizá, de disfrute. Acude entonces a la convocatoria de un científico que desea investigar los supuestos sucesos paranormales que han tenido lugar en una antigua mansión, con la ayuda de varias personas potencialmente sensibles a este tipo de fenómenos. En la casa, Eleanor y sus compañeros son testigos de algunas de estas manifestaciones, que la protagonista interpreta de un modo personal. Los golpes que se escuchan en la noche o los mensajes que inexplicablemente aparecen sobre las paredes parecen ser llamadas dirigidas a ella. ¿Se trata de su madre muerta, irritada ante el despertar de Eleanor a una vida nueva? Los mecanismos introyectivos se combinan con los proyectivos, en una dinámica que disuelve las fronteras entre lo interno y lo externo: la voz de la madre agresiva se ha incorporado al psiquismo frágil de Eleanor, y ahora se percibe externamente, en forma de amenaza sobrenatural.

Conforme avanza la historia, la lealtad hacia el objeto interno ataca cualquier oportunidad de Eleanor para adquirir una autonomía mental. A pesar de los esfuerzos de sus compañeros por sacarla de ahí, Eleanor está segura de que no puede, no debe separarse de la mansión-madre. Incapaz de resolver el conflicto entre los aspectos escindidos de su mente (sus anhelos de desarrollo personal, por un lado; su identificación con el agresor, por el otro), Eleanor estrella su coche y muere en los terrenos de la casa, en un acto final de unión con la madre a la que nunca pudo dejar atrás.

Reemergencia

Si existe un punto común fundamental entre la clínica de lo traumático y la narrativa de terror, este es, probablemente, el de la repetición. Las historias de terror arrancan casi siempre con el despliegue de una serie de “atisbos” (Clute, 2015) que insinúan la presencia de un peligro que está a punto de manifestarse: una cocina donde las alacenas se abren espontáneamente y sin explicación; un cuerpo humano sobre el que comienzan a aparecer marcas inexplicables; los sonidos que circulan por la casa y se parecen sospechosamente al susurro de una voz humana tratando de mandar un mensaje. Más adelante en la historia, los atisbos van consolidándose como una amenaza innegable a la que el personaje, por más que quiera evitarlo, debe enfrentarse. Sobreviene entonces un “espesamiento” (Clute, 2015) del conflicto narrativo: el monstruo se vuelve real y adquiere forma. Algo que es análogo a la aparición, en los pacientes, de síntomas postraumáticos específicos (flashbacks, sueños de repetición, pensamientos intrusivos, etc.), cuyo contenido hace referencia directa al suceso traumático. Los síntomas postraumáticos, al igual que el género de terror, nos cuentan una historia humana esencial: la de algo que, a pesar de nuestra resistencia, se empeña en volver.

Son muchas las películas que demuestran que el terror tiene, en su médula narrativa, un interés por la reemergencia de lo traumático. En El exorcista (Friedkin, 1973), el duelo no resuelto del padre Karras vuelve a la superficie cuando la chica poseída por el diablo se dirige a él con la voz de su madre muerta. En Casa ajena (Weekes, 2020), extrañas presencias se mueven tras las paredes, trayendo consigo el recuerdo de una historia de migración traumática sufrida por sus protagonistas. En Los otros (Amenábar, 2001), las presencias fantasmales que aterrorizan a la madre protagonista y a sus hijos traen a la superficie el reconocimiento de una atrocidad olvidada. La pérdida no resuelta y el odio insisten en hacerse presentes a través de un monstruo que visita a la madre viuda y al hijo en Babadook (Kent, 2014). En El juego de Gerald (Gerald’s Game, Mike Flanagan, 2017), la protagonista se encuentra atada a una cama, semidesnuda, junto al cadáver de su marido, que –tras un intento de reavivar su vida sexual mediante las esposas y un simulacro de violación– ha fallecido repentinamente de un infarto. Una extraña figura sin definición parece entrar en la casa, y esto dispara entonces un recuerdo de cuando ella tenía doce años y su padre abusó sexualmente de ella.

En estos y otros ejemplos, el terror se nos presenta como una narrativa sobre la memoria y la repetición. Estas películas nos enseñan que algunos recuerdos, en vez de ser recuperados, se imponen

Bajo el efecto de la reemergencia, se actualiza uno de los rasgos centrales de la experiencia traumática, discutido en apartados anteriores: la impresión de que lo vivido es ilegible, imposible de pensar o nombrar. La red de palabras y representaciones que compartimos y usamos para dar cuenta de la realidad se revela inútil a la hora de expresar la vivencia de quien se ve asaltado por las sensaciones, las imágenes mentales o las puestas en acto compulsivas asociadas a un trauma. Expresado en términos lacanianos, lo emergencia de lo traumático supone la irrupción de un Real excesivo en la vida de las personas. Este Real es un superávit de estimulación, incomprensible e inexpresable, que desgarra violentamente el tejido de lo simbólico y nos condena a la pérdida de nuestra competencia narrativa (Aznar y Varela, 2019) o al enmudecimiento. 

Así es la experiencia de Carol, la protagonista de Repulsión (Polanski, 1965), cuando la asaltan los terribles flashbacks de una violación que sufrió de niña. En un recuerdo que ella vive como real, un agresor anónimo entra en la casa en la que ella está sola, y trata de violarla. Hay algo profundamente anómalo en las escenas donde vemos a Carol pedir auxilio, contorsionarse en un intento de escapar del agresor evocado: no se oye nada. La boca de Carol, abierta en un grito, no emite sonido alguno. La violencia de los cuerpos tampoco suena. En la mente de esta víctima, no hay sonido porque no hay palabras ni significados con los que acercarse al trauma y reducirlo. El trauma es un desierto comunicativo que hace imposible decir o decirse nada, algo que Polanski retrató sabiamente en esta dolorosísima escena repetida varias veces a lo largo del film.

En muchas de sus películas, los personajes descubren que no pueden contar con el sostén de lo simbólico para enfrentarse a la amenaza: la ciencia no consigue explicar lo que pasa; las instituciones son impotentes e incapaces de contener el peligro; las palabras no sirven al protagonista para comunicar lo que está pasando. A propósito de la escena ya descrita de Al final de la escalera (Medak, 1980) en el que el protagonista ve descender por la escalera la pelota que perteneció a su hija muerta, y que minutos antes él ha arrojado al río, sostiene Roas: “Afirmar que la causa de la aparición de la pelota es el fantasma del niño muerto no sirve para nada, puesto que dicha justificación también va más allá de nuestra idea de lo posible, de lo comprensible” (2016, p. 58).

El efecto del trauma se traduce también en un ataque a los códigos diferenciadores del proceso secundario freudiano, con los que organizamos nuestra experiencia del mundo. Nuestra mente simbólica tiende hacia la binarización: derivamos significado de un sistema de oposiciones y diferencias. Según Lowenstein (2005), el trauma se escapa a estas lógicas basadas en el principio de contradicción y, por lo tanto, solo se deja representar mediante lo que él llama “momento alegórico”: un momento de profunda ambigüedad, que constantemente se escapa a la categorización.

El cine de terror está cargado de momentos alegóricos. El encuentro (y el enfrentamiento final) con el monstruo tiene casi siempre las características de algo que es imposible, pero está pasando, de un acontecimiento que tiene lugar “en la coyuntura impredecible y a menudo dolorosa donde el pasado y el presente chocan” (Lowenstein, 2005, p. 25).

La escena de Psicosis (Hitchcock, 1960) en la que Lila Crane desciende al sótano y descubre el cadáver de la madre de Norman Bates tal vez sea uno de los momentos alegóricos más populares que nos ha dado la historia del género. Lila se acerca a la anciana, que está sentada de espaldas bajo una bombilla desnuda. Cuando toca su hombro, descubrimos que se trataba en realidad del cadáver de la mujer, un cuerpo vacío y conservado con las técnicas de embalsamamiento que su hijo Norman domina tan bien. Ante esta visión terrorífica, Lila chilla y se lleva las manos a la cara. A su espalda, en el umbral de la puerta, aparece de pronto una mujer de pelo blanco, que alza un cuchillo con intención de asesinar a Lila (recordándonos la forma en que, durante el primer acto de la película, su hermana Marion fue asesinada en la célebre escena de la ducha). En una secuencia que avanza muy rápidamente, nuestra mente se confunde: la madre de Norman está muerta, es un cuerpo conservado en una silla, tal y como acabamos de descubrir. Pero, no lo está del todo, porque, si no, ¿cómo podría estar también en el umbral de la puerta? La madre “viva”, la que se acerca a Lila con el cuchillo en alto, descubrimos, es el propio Norman, travestido con su ropa y su pelo. Norman (que fue criado bajo el control de esta madre exigente y castradora) se ha fundido con ella. En vez de recolocar a su madre muerta en un lugar simbólico (el lugar, por ejemplo, de un recuerdo, un retrato, o un epitafio), Norman se ha hecho su madre.

El trauma de una relación de sometimiento y agresión, sumado a una pérdida no resuelta, provocan que “la sombra del objeto” (Freud, 1917/1945) caigan sobre el yo de Norman y le impidan separarse emocionalmente de su madre o establecer una distancia simbólica con respecto a ella. La binarización que nos permite distinguir al yo de los otros (a la madre del hijo, en este caso) ha sido desmantelada por lo traumático; ahora, los dos son uno. Esto nos confunde. ¿Estamos frente a Norman o frente a su madre? ¿Quién porta el cuchillo, quién es el asesino? ¿Quién es la víctima, finalmente, en esta película? La bombilla oscila en el techo generando un juego de luces y sombras, que se mueven sobre el rostro de Anthony Perkins, quien no termina de definirse como la anciana homicida o el anodino regente del motel semiabandonado. El galimatías perceptivo, en claroscuro cambiante, nos incomoda y nos fascina; nuestra mirada queda atrapada en la escena, esforzándose por (re)procesarla.

Antes de pasar al apartado siguiente, conviene hacer mención a un proceso vinculado a la reemergencia postraumática en las narrativas de horror: el afrontamiento que los protagonistas hacen de aquello que reemerge (lo cual, bajo la perspectiva que manejamos en este trabajo, es un trasunto del enfrentamiento de los pacientes con su dolor postraumático). De acuerdo con nuestro análisis, lo que gran parte de la ficción de terror representa es el proceso de afrontamiento de contenidos traumáticos reemergidos en forma metafórica-monstruosa, y su resolución a través del ya discutido momento alegórico o “trance” (Clute, 2015). El camino hacia este desenlace implica la superación necesaria de varios hitos: primero, es imprescindible que el protagonista desista de los intentos de huida mediante la negación o la racionalización (p.ej., “Tiene que haber una explicación científica para lo que sucede en esta casa”), y acepte la naturaleza —a menudo sobrenatural, y siempre extraña a la lógica racional— del fenómeno que lo acosa. Esta aceptación le llevará a buscar ayuda más allá de la autoridad convencional (policía, científicos), que ya se ha demostrado incapaz de entender y mucho menos de solucionar su problema. Aquí la figura del médium o el experto en lo oculto cumple una función asimilable a la del hechicero en los rituales chamánicos, proporcionando un nuevo sistema de símbolos, un lenguaje mediante el cual los estados informulados e informulables del trauma pueden expresarse de otro modo (Lévi-Strauss, 1987). Los recursos que ofrecen estas figuras para reintegrar la amenaza al registro simbólico suelen asemejarse a los fenómenos transicionales (Winnicott, 1971/2002), pues se mueven en un territorio a medias entre lo metafórico y lo racional, a caballo entre formas de pensamiento infantil y adulto (p.ej., el monstruo es conjurado mediante una sucesión de palabras sin sentido aparente; la amenaza adquiere significación cuando se participa de cierto ritual simbólico; al protagonista se le ofrecen símbolos visuales que condensan la naturaleza -de otra forma irreductible- del asunto al que tiene que enfrentarse; etc.). En definitiva, el médium pone nombre al monstruo, inserta lo que parecía una otredad absoluta dentro de un nuevo orden simbólico que adquiere sentido para el protagonista, y así le proporciona herramientas para al menos saber por dónde empezar a afrontarlo.

Una de las premisas fundamentales para que este trance final sea exitoso, tras el final de la huida y la adquisición de un nuevo conocimiento útil por parte del protagonista, es la aproximación voluntaria al objeto de su terror. Incluso si el monstruo nunca cede y lleva su asedio implacable hasta el final, como sucede en ficciones como Alien (Scott, 1979), observamos invariablemente cómo llega un punto de la narración en el que la protagonista asume la realidad inescapable de la situación (en este caso, mientras está encerrada en el armario, que es su último escondite posible) y se expone a la criatura en un acto de coraje y riesgo extremos. Podríamos decir incluso que el simple gesto de abandonar el refugio y mirar a cara a cara al monstruo, a pesar de que pueda parecer una suerte de entrega sacrificial, constituye ya una victoria en tanto que demuestra la superación del miedo. Esto es lo que sucede literalmente cuando Nancy le da la espalda a Freddy Krueger en las últimas escenas de Pesadilla en Elm Street (Craven, 1984); pronunciar y actuar ese “no te tengo miedo” es precisamente lo que aniquila el poder del hombre del saco.

Como veremos en el apartado siguiente, además, una parte significativa del terror contemporáneo tiende a subrayar el aspecto de asimilación o de “abrazo del monstruo” en estos desenlaces. El sentido del enfrentamiento parece haberse desplazado de la simple lucha mortal a una cierta clase de compromiso o, en términos jungianos, de integración de la sombra.

Abrazar al monstruo: algunos usos potenciales del cine de terror en terapia

¿Puede el cine de terror ayudarnos a entender el sufrimiento de nuestros pacientes o impulsar la conversación terapéutica? ¿Hay algo en las metáforas de este género que pueda resultar útil a las víctimas de trauma para formular su experiencia o convivir mejor con su dolor? Todo lo que podemos decir al respecto de estas preguntas es especulativo y provisional. Hasta donde sabemos, la literatura científica ha dicho muy poco a este respecto. Al mismo tiempo, nuestro uso de estos materiales en psicoterapia no ha ido más allá de lo anecdótico. Sugerimos que el lector lea las consideraciones que siguen como una lista informal, sin ánimo de sistematicidad, de intuiciones acerca del posible valor instrumental del cine de terror en el marco de la intervención terapéutica. La investigación futura y la acumulación de experiencia clínica nos dirán si lo que se propone a continuación (y en qué condiciones) puede ser eficaz.

Tal vez convenga empezar observando una tendencia que ha ido adquiriendo notoriedad en el seno del moderno cine de terror “elevado” (también conocido como arthouse horror en el ámbito anglosajón). El crítico de cine Andy Crump (2020) sostiene que algunas de las cintas representativas de este subgénero (Relic, La Bruja, The night house, Babadook o Nop serían algunos ejemplos) participan de una lógica que él bautiza como “abrazar al monstruo”. En las formas más tradicionales del terror, el monstruo “suele ser superado o sale victorioso al final de la película. El protagonista lucha y gana o pierde […]”, comenta Crump.  Pero el horror es elástico, y existe “[…] una variedad reciente del género en la que ‘el monstruo’, en cualquier forma que adopte, no es superado sino aceptado de alguna manera. Los personajes lo abrazan en lugar de luchar con uñas y dientes contra él”.

Para Crump, el clímax de estas historias no se basa en la expulsión o la destrucción de la amenaza, sino en su asimilación: aquello que en un principio parecía un perseguidor externo, se acepta como un elemento intrínseco de la experiencia personal, una parte de la propia mente. El éxito de la aventura, lejos de consistir en una vuelta al estatus quo previo a la aparición del monstruo, consiste en reapropiarse de esos aspectos no reconocidos de uno mismo que este representa, en comprender el significado de la amenaza y dejarse transformar por ella

Encontramos lo que podría ser un ejemplo paradigmático de esta lógica en Babadook (Kent, 2014). Durante el desarrollo de la historia, este ser representaba la pena y los odios no formulados de esta madre en duelo, que perdió al marido el mismo día en que ella daba a luz al hijo. En las últimas escenas del film, la criatura ha sido nombrada y reconocida tanto por ella como por el hijo. La solución previa de esta madre a su dolor traumático pasaba por una marcada escisión, donde el amor hacia su hijo quedaba radicalmente separado del odio y el rechazo. Estos últimos retornan, entonces, en forma de ese monstruo oscuro que, durante toda la película, trata de invadir el ámbito doméstico y destruir al hijo. En el último acto del film, el monstruo consigue penetrar las fronteras del hogar y la madre encarna ella misma estas fuerzas destructivas, lo que conduce a que intente estrangular al niño; este, antes de que su madre lo asesine, acaricia su cara y la mira a los ojos, momento en que la madre “cede” y un fluido negro sale proyectado de su boca: se ha producido una especie de depuración. Entonces, la madre puede levantarse, mirar al monstruo cara a cara, y obligarlo a alejarse de su hijo. Pero la historia (que hasta ahora obedece a una trayectoria narrativa “tradicional”) no finaliza aquí. En un desenlace que es congruente con las propuestas de Rozsika Parker (1995) acerca de la necesidad de que las madres reconozcan y toleren su ambivalencia emocional hacia los hijos, el monstruo es “invitado” a quedarse con ellos en la casa. La última escena nos muestra a la madre y al hijo preparando comida para el monstruo, que ahora vive en el sótano. Ha encontrado su lugar en una configuración que ha pasado de basarse en la escisión a integrar –de forma necesariamente parcial– la ambivalencia: el monstruo está separado, pero, al mismo tiempo, conectado al resto de la casa. ¿Podrían estas operaciones servir como un modelo para el trabajo con el trauma en terapia?

Moverse en lo transicional

La expresión del dolor emocional en la terapia de pacientes traumatizados a menudo incluye términos que evocan el horror. Algunos pacientes dicen sentirse “acechados” por sensaciones, recuerdos y emociones; hay “cosas ocultas” y “lugares oscuros” que los pacientes rehúsan visitar. En general, existe una sensación de alienación frente al dolor psíquico, lo cual nos recuerda la incapacidad de los personajes en películas de terror para conectar la amenaza sobrenatural con su historia personal. Alex Monk (2023) afirma que los supervivientes de trauma interpersonal a menudo se perciben a sí mismos y al mundo desde una “posición maldita”, un sentimiento persistente de estar sometidos a “una cantidad desproporcionada de mala suerte [que] nunca podrían explicar [y que funciona como] una profecía autocumplida” (p. 1). Sentirse atado a la compulsión de repetición o expuesto a las intenciones malévolas de objetos internos y externos, son vivencias que pertenecen a esa posición que resulta de “la extraña alquimia entre el trauma del desarrollo y este objeto interno “sobrenatural” que no pudo ser pensado” (Monk, 2023, p. 1).

Esto implica que, tal vez, para algunos pacientes, la narrativa de terror y sus metáforas podrían servir como un espejo útil en el que mirarse: una fuente de imágenes y palabras para comenzar a decir algo acerca de lo indecible de su experiencia. Las asociaciones libres, interpretaciones y resonancia emocional hacia una película y sus símbolos pueden ser útiles para construir metáforas del dolor traumático. No es raro, de hecho, que en terapia escuchemos a nuestros pacientes mencionar películas (de este u otros géneros) que los han impactado o que recuerdan vivamente. Esta aparición espontánea de material fílmico puede darse también en la mente del terapeuta. Desde una posición de atención flotante o de reverie, el terapeuta se deja visitar también por las imágenes espontáneas que surgen en su mente al hilo de lo que el paciente cuenta o de la forma que el paciente tiene de comportarse. Wedding y Niemec (2003), por ejemplo, cuentan cómo, durante el tratamiento de un hombre muy deprimido, y al escuchar al paciente hablar de sus sentimientos de vacío, el terapeuta tuvo un recuerdo espontáneo del protagonista de El club de la lucha, un personaje que se encuentra atrapado en una vida mecánica y vacía también. El terapeuta compartió esta imagen mental, a lo que siguió una conversación en torno a esta película y la necesidad del protagonista de crear un alter ego imaginario. 

El cine, en calidad de fenómeno transicional (Winnicott, 1971/2002), puede devolver a quienes han sufrido algo pasivamente un lugar activo desde el que fantasear, un espacio en el que comenzar a jugar con eso que, hasta ahora, ha sido una vivencia pura y sin mediación. De tal forma que sus tropos e imágenes permitirían:

  • Hablar de un miedo propio como si fuera (en parte) ajeno.
  • Hablar de algo que uno tiene dentro como si estuviera (también) fuera.
  • Exponerse a una situación previamente experimentada con pasividad desde una posición de control.
  • Exteriorizar un material psíquico interno en un espacio común (el de la conversación terapéutica).
  • Desplegar contenidos pertenecientes al universo de la fantasía mediante un lenguaje y en un encuadre que se ubican en la realidad (y que limitan dichas fantasías).
  • Convertir el material rígido del trauma en el material plástico del juego cultural compartido (entre paciente y terapeuta).

Al situarse en un espacio fronterizo entre la realidad externa y el mundo interno, el arte combina una sensación de seguridad con la oportunidad de creación y la exploración de nuevas experiencias. Afirma Alessandro Baricco (2023) que “la historia no es nunca una línea, sino siempre un espacio” (p. 12, cursivas en el original): una zona delineada por temas, imágenes y resonancias donde terapeuta y paciente pueden habitar durante tiempos controlados, en favor de una experiencia más formulada para el paciente y, al mismo tiempo, dotada de un mayor sentido de agentividad (Aznar y Varela, 2019).

O, como sugiere Danielle Knafo:

El cine introduce un ‘tercero’ en la relación terapéutica, un objeto que está fuera del espacio de tratamiento, pero es traído al espacio de tratamiento. […] Debido a que hay una dimensión compartida en las emociones que se expresan, resulta más seguro para los pacientes, y los terapeutas, involucrarse con ellas. (2020, p. 1518).

Extender la metáfora (y sus oportunidades)

Tomando las tesis de Modell (1997, 2005) mencionadas más arriba acerca de la función metafórica de la memoria (y del colapso de dicha función en los cuadros postraumáticos), podríamos pensar que la conversación terapéutica en torno al material ficticio de una obra de terror puede facilitar una reactivación de la metáfora. La metáfora provista por el cine puede emplearse como un catalizador de procesos de exploración y reflexión, que pueden volver sobre sí mismos de forma recursiva, adquiriendo niveles progresivamente más altos de complejidad/profundidad.

Así, por ejemplo, algunos aspectos de eso que hemos descrito como la dimensión ilegible o innombrable del trauma (y que mantienen congelado el circuito metafórico y procesual) pueden prestarse a un nuevo procesamiento alrededor de la imagen del monstruo. El monstruo es, por su propia definición, un elemento contradictorio y descoyuntado, lo que representa bien el carácter fragmentario y paradójico de la experiencia postraumática: pertenece a lo muerto, pero está vivo; se gestó en el pasado, pero ataca en el presente; tiene poder y, al mismo tiempo, alguna fragilidad esencial; es peligroso, pero condensa aspectos de victimización; etc.

Asimismo, la mención espontánea a escenas o películas puede dar pie a procesos relativamente estructurados de reflexión en torno a aspectos específicos de la narrativa de terror, tal y como se han descrito en las páginas precedentes. Por ejemplo:

  • Paciente y terapeuta pueden embarcarse en un análisis de las motivaciones, miedos y defensas de los personajes de la película (véase más abajo).
  • Paciente y terapeuta pueden ampliar la metáfora provista por la película, dando sentido a las conductas de los personajes, poniendo voz a algunos de los conflictos que subyacen a la trama, formulando las heridas traumáticas que se expresan mediante la amenaza central de la película, etc.
  • Paciente y terapeuta pueden explorar caminos alternativos de afrontamiento, formas creativas en las que el personaje podría enfrentar los peligros representados en la película (tanto los internos como los externos).
  • Paciente y terapeuta pueden embarcarse en la creación colaborativa de historias semejantes a la que se cuenta en la película, pero que se adecuan mejor al conflicto del paciente o a los finales que serían más saludables, de forma que la película funcionaría como un pretexto para la construcción de territorios metafóricos propios.

Muchos personajes del terror traumático se prestan a una lectura psicoanalítica de sus motivaciones, medios, defensas y de sus conflictos, tal y como estos son representados en las películas a las que pertenecen. Por ejemplo, la experiencia de un abuso sexual infantil es un quiste mental sin tiempo, un cuerpo extraño difícil de “releer” dentro de la propia mente desde una posición contemporánea. El resultado, con frecuencia, es que los materiales que rodean estas experiencias (recuerdos, sensaciones, impulsos sexuales adultos, la posibilidad de experimentar placer en cualquiera de sus formas, etc.) pueden haber quedado defensivamente secuestradas tras las barreras de la disociación y el embotamiento. Para estos pacientes, hablar o sentir cualquier cosa que esté conectada con el trauma es imposible; fenomenológicamente, el trauma es una especie de lugar vacío. En un caso así, dialogar acerca de películas como Repulsión o El juego de Gerald podrían impulsar un grado suficiente de activación emocional en terapia y reactivar un tipo de procesamiento simbólico que el funcionamiento metafórico se desatasque. Un paciente que piensa en las razones que llevan a la mujer de Gerald a someterse a su marido y dejarse atar a la cama está, indirectamente, hablando de cómo su propio pasado (el del paciente) influye sobre su experiencia de sí mismo y sus formas de relacionarse en el ámbito de la intimidad. Así, la función metafórica (el establecimiento de puentes pasado-presente, emoción-acción, etc.) se ha reactivado.

Un abordaje analítico como este, basado en tumbar a los personajes del cine de terror en el diván, puede impulsar una reflexión transicional (protegida, indirecta, controlable) de los pacientes acerca de sí mismos. Paciente y terapeuta pueden dedicarse a desvelar las psicodinámicas de los personajes, lo que serviría en un nivel psicoeducativo (como forma para entender los procesos traumáticos) pero también para promover el insight (como forma de “mirarse”, mirando a otros).

Conectar, pero no demasiado

Nos resulta especialmente sugerente una tensión que se manifiesta, en algunas de las películas contemporáneas que Crump (2020) asocia a su concepto de “abrazar al monstruo”, entre la separación de los contenidos traumáticos y el contacto que finalmente puede establecerse con estos. Dicho más sencillamente: en estas historias el trauma queda integrado en el circuito de la simbolización, pero sin penetrar plenamente en la experiencia ordinaria de sus personajes. Estos monstruos son integrados, pero siempre se mantienen a raya, separados por una distancia mental o física que permite a los personajes (¿trasuntos de nuestros pacientes?) reanudar su desarrollo personal. La resolución traumática, por lo tanto, puede formularse como conectar, pero no demasiado. Esto recuerda a los "movimientos de equilibrado" de la terapia de mentalización (Bateman y Fonagy, 2016), que estimulan el contacto con los contenidos no mentalizados de la experiencia en niveles de activación emocional tolerables, o la modulación de la intensidad afectiva y el apego en el tratamiento de víctimas de trauma interpersonal (Liotti, 2004), entre otros.

El ya mencionado monstruo de Babadook termina ocupando un espacio que está a medias entre la vida consciente de sus personajes y un reducto de saludable disociación (el sótano, bien sellado, donde un rato cada día madre e hijo descienden para alimentar al monstruo y, tal vez, recordar que existe). Este estatus nos recuerda la descripción que hace Volkan (2018) de los "objetos de duelo". La foto del difunto, el cementerio, el monumento, etc., funcionan según este autor como espacios donde los sentimientos de duelo pueden ser reactivados, procesados y –tal vez lo más importante– desactivados. Los objetos de duelo otorgan agencia a la persona, al permitirle abrir y cerrar el proceso reflexivo a voluntad. También brindan seguridad, en la medida en que localizan el trauma dentro de un ámbito delimitado.

La ambigüedad radical de estos finales tiene algo de liberador, y coincide con lo que Linda Holland-Toll (2001) ubicaría en un punto intermedio del continuo entre finales “desafirmativos” (los que muestran la victoria de lo monstruoso y el desmantelamiento total de la confianza) y los finales “afirmativos” (los que representan una erradicación del monstruo y un retorno al estatus quo anterior a la amenaza). En la zona intermedia, están la integración y la ambivalencia. Está, también, una posición novedosa para los personajes, donde cabe mirar lo monstruoso, pero en dosis controlables y bajo la protección de un ritual que permite acercarse y –lo que tal vez es más importante– alejarse a voluntad.

Tras el trauma, no existe una vuelta a la vida anterior. Pero la fractura, si no puede taparse, puede cubrirse al menos de capas protectoras (nuevos recursos simbólicos para pensar y hablar; nuevas fuentes de apoyo relacional; etc.) y de una distancia que es manejable y está en manos del individuo: muy distinto a la distancia improductiva que establecían los mecanismos de la disociación, y muy distinto a la terrorífica ausencia de distancia que, tarde o temprano, llega con la reemergencia de lo traumático.

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