aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Último Número 075 2024

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La vulnerabilidad del analista [Maroda, 2021]

The analyst?s vulnerability [Maroda, 2021]

Autor: Pallás Serrano, Daniel

Para citar este artículo

Pallás Serrano, D. (2024). La vulnerabilidad del analista [Maroda, 2021]. Aperturas Psicoanalíticas (75), artículo e7. https://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001251

Para vincular a este artículo

https://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001251


Reseña de Maroda, K. (2021). The analyst’s vulnerability. Impact on theory and practice. Routledge. 226 pp.

 

A lo largo de este volumen, Karen Maroda explora diferentes pormenores alrededor del tema de la vida interna del analista y de cómo las experiencias que ha tenido en la infancia condicionan de alguna manera tanto la elección del trabajo de analista o terapeuta como la posición teórica idiosincrásica que adopta. Continúa dando su punto de vista sobre el conflicto y la contratransferencia, y hace algunas críticas al Grupo de Boston en relación al enactment a la vez que desmonta algunos mitos neurocientíficos sobre las neuronas espejo. Acaba el libro con un capítulo sobre la acción terapéutica, lo que hacer y lo que no.

Parte I. El analista como persona

Capítulo 1. Experiencias tempranas del analista

Maroda entra en materia afirmando que todos los que nos dedicamos a la clínica analítica intuimos que hay algo profundo que nos mueve a ello más allá de las razones más explícitas como pueden ser ayudar a otros o tener un trabajo significativo e importante. Su intención en este capítulo es buscar en experiencias tempranas del terapeuta razones que podrían hacer que alguien se incline a dedicarse a profesionalmente a la terapia. De acuerdo con las hipótesis de la autora, las verdaderas razones de convertirse en terapeuta son mayormente inconscientes (aunque es posible traerlas a la conciencia) y han sido históricamente ignoradas como sujeto de estudio, incluso en los análisis personales.

Reseña las tesis principales de algunos autores y autoras respecto al tema: para Jacobs (1993) las razones para convertirse en terapeuta podrían tener que ver con haber sido el infante empático y sensible que calma a la madre; para Searles (1979) tendría que ver con que practicar el análisis es un intento fallido de calmar la culpa inconsciente de, por ejemplo, no haber podido sanar a nuestros padres; para Kite (2016) convertirse en analista tendría que ver con aclararnos a nosotros mismos quién somos éticamente. Añade la autora que nos convertimos en analistas para probar que no somos destructivos, que el daño de nuestra familia no es culpa nuestra. Algo bajo el prisma de la autora es que, como los pacientes, el clínico carga con experiencias y motivaciones tempranas que lo acompañarán toda la vida, y que la meta no es reescribir la historia sino traerla a la conciencia para ganar mayor control consciente y menos conflicto interno.

Miedo de dañar

Para Maroda el miedo a hacer daño al paciente excede a la legítima preocupación de hacerle bien al paciente. Los argumentos de Searles sobre la culpa, para la autora, son la raíz de esta cuestión. Se pregunta si el beneficio de ver las necesidades del analista que la relación terapéutica provee satisfechas, produce tanta culpa y vergüenza inconscientes que no nos basta con ser cuidadores suficientemente buenos, sino que tenemos que alcanzar un punto de auto sacrificio. También se pregunta si este miedo a dañar pacientes es una formación reactiva en respuesta a la ira reprimida que emerge de nuestro mandato interno de poner a los otros por delante.

La pasividad del analista

Expone la autora que, en su experiencia, los analistas tienden a temer de alguna manera ser asertivos por lo que muchas conductas autodestructivas quedan sin enfrentar o los pacientes dan rienda suelta a su discurso sin orden. La autora se pregunta por qué si nos sentimos culpables y responsables por las vidas de nuestros pacientes, por qué no estamos dispuestos a innovar y ser más activos. Esta predilección a encontrar satisfacción en  sufrir por los otros, afirma la autora, podría estar detrás de racionalizar actos como extender el tiempo de sesión, hacer varias sesiones telefónicas semanales, mantener a los pacientes demasiado tiempo... Continúa argumentando Maroda que la pasividad que caracteriza a algunos terapeutas a la hora de intervenir, podría venir también de la infancia: del posible rechazo o malestar que nos hubieran hecho sentir de niños al señalar un comportamiento desadaptativo de nuestros padres

Otra perspectiva sobre la mutualidad

En este apartado la autora reflexiona sobre la necesidad de centrarse en las necesidades del paciente por encima de las del analista, y de la imposibilidad de evitar el conflicto necesario para el cambio. Para la autora el tema con la mutualidad no iría tanto de culpa y vergüenza, sino de alivio creativo: para tratar a un paciente es necesario un grado óptimo de transferencia positiva para que podamos comprometernos significativamente y ayudarnos a un nivel más íntimo y profundo. Por todo esto, para la autora deberíamos tratar pacientes en los que genuinamente estamos interesados.

La ambivalencia del analista hacia la técnica

En la experiencia de Maroda es incómodo hablar de la técnica del análisis. Los terapeutas se resisten a las directrices por el miedo a perder la libertad de ser ellos mismos. Precisamente este miedo, para la autora, crea una resistencia a seguir las pautas incluso de lo que funciona y lo que no y bajo esto podría haber un miedo a que las directrices interfieran en el camino que tienen que tomar para mejorarse o protegerse a sí mismos como terapeutas. Maroda se cuestiona si este modo de pensar la técnica sólo hace que no consideremos prescripciones técnicas rígidas o también deja fuera la importante discusión sobre lo que podría ser efectivo o no bajo circunstancias similares.

Abrazando nuestras motivaciones

De acuerdo con la autora, conocer las posibles motivaciones inconscientes del cómo y por qué nos convertimos en analistas, qué necesidades buscamos satisfacer y de qué modo estamos sesgados y limitados desde el prisma personal que fabricamos en la infancia podría abrir una nueva forma de escucharnos y crear un diálogo en el que podemos atender cómo nuestras respuestas emocionales tienen la capacidad de crear nuevas vías para crear un impacto positivo en los pacientes.

La persona del analista 

Maroda argumenta que actualmente, frente a la postura más clásica que ponía al analista como árbitro de la realidad, este toma ahora una posición de no saber que implica la voluntad de ir descubriendo con el analizando lo que ocurre, convirtiéndose el analista en una suerte de madre suficientemente buena. Esto implica que lo que tiene que emerger lo hará por virtud de esta posición empática, pero la autora encuentra que para algunos pacientes sería necesario mayor exploración, interpretación y confrontación.

El analista como objeto bueno

La autora explica que el concepto de madre suficientemente buena de Winnicot viene definido en parte por las heroicas intervenciones que el analista tuvo con su paciente Margaret Little y poco ortodoxas: hospitalizaciones cuando el terapeuta estaba de vacaciones, sesiones más largas... Para la autora esto enalteció las cualidades de amabilidad sin límite y predisposición al sacrificio del terapeuta por encima de la habilidad terapéutica, lo que deja fuera una línea de trabajo a través de la transferencia negativa y emociones contratransferenciales. Identificar nuestros comportamientos o emociones negativas, dice la autora, iluminarlos con curiosidad y no con el foco del juicio negativo, lleva a un mayor entendimiento y responsabilidad de la terapia. O, en definitiva, hacer hueco tanto al analista suficientemente bueno como al analista con pecados y fallas.

La vulnerabilidad del analista

Maroda afirma que el mejor terapeuta es aquel o aquella que puede experimentar libremente la realidad del paciente y la suya propia. Por ello tratar gente con la que no nos sentimos emocionalmente comprometidos es un sinsentido y poco ético. La autora expone que hace falta entablar nuevos diálogos sobre lo que impulsa nuestra creencia y determina nuestras elecciones en la clínica. Para ella es crucial pensar por qué se ha dado un giro a una perspectiva relacional que enfatiza los déficits tempranos del paciente, su trauma y su fragilidad, o por qué las acciones terapeutas se encaminan hacia lo que no sabemos en lugar de lo que sabemos. Citando a Searles (1966) la autora cree que deberíamos tener más contacto con nuestras tendencias hacia la omnipotencia, que nunca acaban de ser resueltos y que pueden ser fuente de energía en lugar de fuente de vergüenza y culpa.

La teoría es personal

La autora reitera la idea de que nuestras teorías de la técnica están fuertemente influenciadas por nuestras experiencias tempranas y el mundo interpersonal interno de cada analista. Una mayor comprensión de esto nos puede hacer ser más respetuosos con los que no estamos de acuerdo y más humildes al presentar nuestras propias ideas. Se expone la idea de que las teorías intentan normalizar o compensar las disposiciones y limitaciones del tipo de carácter que tiene el terapeuta que las piensa, los deseos personales de experiencias particulares con sus padres se esconden en nociones esencialistas del proceso psicoanalítico. Para Maroda, cuanto más similares somos unos a otros, más generalizables serán las teorías.

Transición del análisis clásico al relacional

Maroda hace un pequeño recorrido de hitos históricos que propiciaron el cambio de lo clásico a lo relacional en el psicoanálisis y cómo la conclusión de que la relación terapéutica como parte fundamental del tratamiento liberó a los analistas y les permitió ser más expresivos. Pese a todo, la autora saca a colación una falta de auto crítica dentro de los círculos pensantes principales del psicoanálisis relacional y opina que se deberían atender voces fuera del círculo principal en beneficio de desarrollar la teoría, como las ideas que ha ido aportando la autora sobre la naturaleza personal de las posturas teóricas y la determinación compartida por los terapeutas de la naturaleza de nuestra elección vocacional.

Capítulo 2. Gestionando las necesidades del analista

La finalidad de este capítulo es revisar la literatura sobre la gratificación y la renuncia, con miras a intentar descifrar qué damos y qué recibimos en el contexto del tratamiento psicoanalítico, así como ilustrar lo relativos que son dichos conceptos entre e intra individuos, dependiendo del estado emocional, el estado civil, bienestar físico y las etapas del desarrollo.

Entra en materia la autora afirmando que en todas las relaciones cercanas es necesario un grado tanto de sacrificio como de satisfacción, por lo que es contraintuitivo pensar que es diferente en la relación terapéutica, en sus versiones sanas y malsanas. Podemos vivir el sacrificio como cuando sentimos resentimiento y la desagradable sensación de habernos sometido a un paciente sádico, frente a la tranquilidad de habernos sometido en un momento puntual a los intereses de otro en beneficio de la terapia. Y podemos sentir satisfacción durante un juego en el encuentro analítico que es disfrutado y aceptado, pero también sentirse amado, entendido o atractivo para el paciente, especialmente en momentos vulnerables, pude hacernos sentir culpa y vergüenza. Maroda se pregunta cómo distinguir cuando nuestras necesidades están siendo atendidas en interés del paciente y cuándo a sus expensas. Aclara la autora que cuando habla del interés del analista no se refiere a la satisfacción sexual, la idealización excesiva por parte de otros, etcétera. Se refiere al dar y recibir y al reconocimiento mutuo que son parte de todas las relaciones humanas, y añade que esto puede, y de hecho se da, dentro de los límites éticos de una relación profesional. La lógica del discurso de Maroda es que, al no estar dispuestos a mirar nuestras necesidades, no podemos llegar a evaluar el impacto de nuestras intervenciones.

Ser emocionalmente generoso depende también del momento y de lo que el paciente puede tolerar. El juicio, pese a la discusión académica, se deja siempre a nuestro juicio privado, el cual la autora recuerda que muchas veces está guiado por el miedo, la culpa y la vergüenza. Cuando dudamos, tendemos a ser demasiado pasivos y sumisos. Cuando trabajamos con un paciente difícil aparece un círculo vicioso de sumisión masoquista seguida de resentimiento, el alejamiento e incluso el castigo, seguidos así mismo de culpa y es fácil entrar en un posterior sacrificio basado en la vergüenza. Para la autora, la resolución de esto muchas veces se deja al azar del enactment, y rara vez se piensa en términos de las dinámicas del analista.

La autora acaba afirmando que las sobrecompensaciones del analista y los enactments patológicos han sido sistemáticamente institucionalizados (dar el número de teléfono privado y hablar con un analizando durante horas en vacaciones fuera del marco terapéutico) sin importar la orientación teórica, precisamente por negar nuestras necesidades.

Levinas y la abnegación del analista

En este apartado la autora evoca las ideas del filósofo Levinas (1986): todos tenemos la obligación ética de sacrificarnos por los otros, poner las necesidades del otro por delante de las nuestras en un acto de responsabilidad radical. Explica que la ética va contra natura en tanto aniquila la voluntad natural de poner nuestra propia existencia por delante de la del resto. Maroda piensa que esta voluntad de sacrificio en la cotidianidad es imposible, y se pregunta si estas ideas pueden integrarse en un contexto viable del tratamiento psicoanalítico. Maroda recoge también la idea de Orange (2016), que a su vez en exégesis de Levinas recupera el concepto de sufrimiento saludable, que implica compartir sufrimiento emocional con el paciente. No se trataría de afrontar la terapia desde una posición masoquista emocional, sino todo lo contrario, rendirse a la experiencia emocional que va a suceder.

La autora matiza estas ideas, pues su propio pensamiento es que mientras que empatía, amabilidad y el establecer un lugar seguro son esenciales, la cura pasa más por una autenticidad compasiva que por una responsabilidad infinita. Ella trata de evitar ver al analista como un héroe que desinteresadamente busca ayudar a sus pacientes.

Literatura sobre el sacrificio en relaciones cercanas

Maroda continúa con un breve comentario de autores de la psicología social buscando conceptualizar el grado de necesidad y el tipo de sacrificio en el trabajo analítico. Entendemos sacrificio en un contexto interpersonal. Recoge ideas como que el sacrificio cuando es para hacer a alguien feliz, puede llevar a un incremento de las emociones negativas y que cuando se sufre por evitar un conflicto podría llevar a producir la ansiedad y tensión que se trataba de evitar. También que suprimir las emociones reales cuando se hace un sacrificio conlleva un precio para ambas partes de la relación.

Explica la autora la idea de que la mutualidad es lo que fundamenta las relaciones: lo que es bueno para el paciente, es al final bueno para el analista, lo que transforma a uno, transforma al otro. La conclusión de Maroda respecto a estos temas es que el analista debe conocerse y ser consciente de todo esto, en su propio análisis y en supervisión, para saber si puede alcanzar el grado óptimo de compromiso emocional (y su paciente con él o ella) para que la terapia sea eficaz, así como evaluar nuestras necesidades y cómo son cubiertas en la terapia.

Satisfacción y beneficio

Para la autora una de las necesidades más obvias y menos reconocidas que tenemos como terapeutas es la necesidad de intimidad. Identifica como controvertido el tema de la gratificación del analista en la terapia, y no niega la existencia de la búsqueda inapropiada de satisfacción por parte de algunos analistas, y como esta es perjudicial para ambos miembros de la díada terapéutica. Aquí también se aplica la mutualidad: lo que sería potencialmente dañino para uno, lo será para el otro también. La satisfacción legítima es difícil de definir, no solo controvertida. Maroda define esta no simplemente como la mera sensación de bienestar, alivio o satisfacción sino a una experiencia emocional profunda y compartida con el paciente, de crecimiento personal, completitud y transformación que nace como requisito y consecuencia del proceso analítico. La autora piensa que esta realidad puede ser negada, quizá por miedo a necesitar al otro, lo que podría a veces interferir en el proceso terapéutico. En palabras de la autora, cierto grado de transformación del analista ocurre necesariamente en un tratamiento exitoso.

Saber cómo satisfacemos nuestras necesidades es importante para Maroda. Lo que nos lleva a intentos insanos de satisfacerlas son nuestras necesidades frustradas y la falta de satisfacción en general. La hipótesis de la autora afirma que la satisfacción no legítima es resultado de la satisfacción legítima que se ha visto frustrada, lo que le lleva a preguntarse si todos aquellos pacientes que intentan satisfacer necesidades cuestionables (llamadas al analista a altas horas de la noche, mantener mucho contacto en vacaciones...) lo hacen porque no reciben lo que verdaderamente necesitan. Maroda nos aconseja para tomar buenas decisiones respecto a esto: tener en mente la mutualidad; lo que es bueno para el paciente es bueno para el analista, o lo será con el tiempo. También nos aconseja tener en cuenta, respecto a una situación específica, si el que ha tenido la iniciativa ha sido el paciente o el terapeuta. En definitiva, preguntarnos: ¿estoy haciendo esto en respuesta al paciente (actuándolo) o mi comportamiento viene de mi propia curiosidad, opinión, necesidad o mecanismo de defensa?

La autora concluye, respecto a los dos últimos apartados, afirmando que la meta es alcanzar el punto medio entre auto sacrificio y gratificación, con la certeza de que esto no es solo por nuestro bien sino por el de nuestros pacientes.

Capítulo 3. La vulnerabilidad narcisista del analista

Las necesidades narcisistas, para la autora, pueden presentar un obstáculo para alcanzar un tratamiento efectivo. Este capítulo explora los tipos de vulnerabilidad que, como personas, es inevitable que aparezcan con la intención de eliminar el estigma de ser vulnerables como terapeutas.

Aciertos y desatinos respecto al uso del término narcisismo

Maroda opina que el término narcisista, incluso en círculos clínicos, llega a usarse de manera peyorativa en lugar de hacerlo como descripción de un área del psiquismo vulnerable. Prefiere utilizar términos como vulnerabilidad narcisista o herida narcisista, ya sea el término dirigido a pacientes o terapeutas porque estos términos pueden aplicarse prácticamente a cualquiera y son más descriptivos: todos somos vulnerables y a todos se nos resiente la autoestima.

La autora piensa que poco se ha hablado en la literatura científica sobre los errores del analista, y sí de historias de enactment y problemas personales del analista. Entender que cometemos errores todos los días y estar abiertos a admitirlos (lo que supone cierto resentimiento del narcisismo) puede abrir la puerta a momentos terapéuticos. La preocupación de la autora es que estos errores permanezcan en un punto ciego creado por las defensas de la analista que trata de ocultar heridas narcisistas o conflictos que le producen culpa.

Se hace un llamamiento a que los programas de formación de analistas incluyan ejemplos clínicos sobre este tema y cómo puede ser llevado, pues los analistas nóveles muchas veces perciben sus vulnerabilidades como debilidades y fallos. Se trata de, como con la contratransferencia, identificar el patrón con el que respondemos, teniéndolo en cuenta cuando estamos tratando un paciente.

El rechazo a la vulnerabilidad de la niñez temprana

En este apartado Maroda reflexiona sobre si la negativa a aceptar nuestra vulnerabilidad viene de un rechazo a aceptar que fuimos heridos por nuestros padres. Rechaza la idea de que los terapeutas tienen mayor patología narcisista, pues afirma que si bien existe la parte que busca afecto, afirmación y cierta idealización de los pacientes también existe un fuerte deseo de comprender y empatizar con ellos, rasgos poco probables en patologías narcisistas.

Nuestra necesidad de ser especiales

Se plantea aquí que la necesidad de sentirnos vistos como especiales por nuestros pacientes podría provenir de experiencias tempranas en las que teníamos que ser el pilar que mantuviera unida a la familia a través de nuestra empatía y sensibilidad emociona. Estatus familia de sostenedores nos colocaba en un lugar especial que podría buscar recrearse en la díada terapéutica.

Narcisismo saludable

Para Maroda no es infra o sobrestimarnos lo que es problemático, sino la necesidad de proteger esa posición.

El narcisismo y el género en terapeutas

La autora discute la idea de que existan ciertos estereotipos circunscritos a la figura del terapeuta hombre (frío y desapegado) y a las terapeutas mujeres (más preocupadas por la relación). Piensa Maroda que con el tiempo y el auge de la psicología del yo y la perspectiva relacional, se han enfatizado por analistas de ambos sexos los estilos de apego madre-hijo y la necesidad de aceptación incondicional.

Para concluir, cita la autora a Mitchell (1986) cuando dijo que la respuesta no es trascender todos estos sentimientos, ya que no podemos, sino ser conscientes de ellos y vernos tal y como somos.

Parte II. El analista como clínico

Capítulo 4. Conflicto y contratransferencia negativa

Breve historia del conflicto

Comienza el capítulo la autora afirmando que lo conflictivo ha sido destituido en aras de convertirnos en ese objeto bueno como terapeutas. Hace una breve reseña del concepto de conflicto a lo largo de la historia del psicoanálisis: desde la visión de Freud de la represión hasta la visión relacional de Mitchell, que afirma que el conflicto es parte de la interacción con el otro, siendo fuente tanto de satisfacción como de pugna.

Mi propia trayectoria teórica

Brevemente, la autora comenta sus influencias. Comenzó estudiando la teoría del apego, Winnicot (escribiendo su tesis sobre la ansiedad por separación) y llegó a la neurociencia con las ideas de Stern y LeDoux. Tras ello llegó el auge del movimiento del trauma, se empezó a tratar a pacientes supervivientes al trauma. La autora dice que empezó a ver en sus colegas una falta de límites del encuadre (llamadas a media noche, tolerancia al abuso verbal...) y como esto le produjo malestar por pensar que este tipo de tratamiento no era lo que esos pacientes necesitaban, llegando a afirmar que no ha escuchado aún un argumento convincente para esta falta de límites. Recupera la autora una idea previa del libro que es que tendemos a evitar el conflicto porque no nos permitimos estar en conflicto con los pacientes, siendo nuestro trabajo calmar y no confrontar.

Para exponer su crítica a Winnicot de su visión del terapeuta como una madre totalmente buena, expone el caso de Robert, que una analista supervisó con ella. Era un paciente que abiertamente pensaba que iba a acabar románticamente con la terapeuta y explosionaba con ira cuando ella no le correspondía verbalmente, insultándola, o entraba en rabietas. El encuadre era inexistente: le daba sesiones extra, lo llamaba por teléfono... De alguna manera esto alimentaba la fantasía del paciente de que acabarían juntos como pareja, y de alguna manera la terapeuta tenía la fantasía de que se diera una cura mediante el amor.  La terapeuta confortaba y nunca confrontaba a Robert, alimentando sus fantasías hasta que se hizo la situación insostenible. Maroda piensa que los pacientes difíciles son difíciles en parte porque nos frustran, nos molestan, estimulan nuestra rabia primitiva. La solución que propone es admitir todo esto, aceptarlo y no cobardemente esconderlo o volcarnos en la completa empatía.

Fracasamos al hablar sobre el conflicto

Siguiendo la estela de su pensamiento, la autora afirma que no abordamos el tema del conflicto porque necesitamos negar nuestros propios deseos, necesidades y defectos, en cualquier relación pero específicamente en la analítica. Esto se aplica también en los pacientes: los vemos como seres indefensos en un mundo relacional hostil y nosotros somos los virtuosos que les proporcionaran una experiencia positiva que hará que sanen.  La crítica de la autora postula que parte de este problema en abordar lo conflictivo viene porque hemos adoptado la literatura del apego madre-bebé como modelo para tratar a pacientes adultos y se ha ignorado los pormenores del apego y sus formas de actuar en etapas posteriores. Sin negar las bondades de la empatía, la autora propone como trabajo para desidealizar al analista y el conflicto, centrarnos en la necesidad de autonomía del adolescente y todos los conflictos que esto trae, con gran potencial terapéutico.

El falso self del analista

La autora utiliza la expresión falso self aquí para referirse a que el analista rechaza sus intentos de influenciar en sus pacientes, lo que genera una narrativa en la que se rechaza esa búsqueda de poder en la relación y el deseo de influencia en el otro. Con influenciar se refiere a tener interés en que actúen de una determinada manera, que el tratamiento funcione, o que nuestras hipótesis sean ciertas. Sugiere Maroda que, para darnos cuenta de esto, podemos prestar atención a sentimientos de inquietud en el analista, de que algo está yendo mal o de sentirse como un impostor, de estar luchando por el poder en la relación (poder que por la asimetría de la relación recae inherentemente en el analista, cosa que puede sentirse extraño en terapeutas nóveles). Los pacientes también intentan influenciar al analista, pero la responsabilidad, el poder, en este caso recae sobre este segundo, y por eso hay que ser conscientes de este falso self respecto al uso del poder.

La amenaza de los sentimientos negativos

No es extraño sentir incomodidad o incluso sentirnos amenazados al tener que expresar frustración o enfado hacia un paciente, pero a su vez tratando de salvaguardar la relación terapéutica. Nuevamente afirma Maroda que estos sentimientos podrían ser mejor abordados si admitimos nuestro miedo a dañar al otro. Para la autora, detrás del enactment muchas veces se encuentra la indefensión, la incapacidad de saber lo que sienten o cómo hacerlo del paciente y el analista.

Gestionando los sentimientos negativos y el conflicto

Cuando los sentimientos negativos hacia los pacientes acaban siendo actuados en lugar de ser abordados de una manera directa, llevan a tratamientos fallidos. El manejo de estas situaciones incluye hablarlo abiertamente, no dejar todo en un segundo plano hasta que advenga el enactment. Los terapeutas que tenían propensión a darse cuenta de sus sentimientos negativos solían lograr mejores resultados que los que no (Hayes y Nelson, 2015).

Maroda aboga por la necesidad de una renuncia mutua pero asimétrica en el tratamiento. Requiere un alto grado de autonocimiento y mucha fuerza del yo y compromiso para aceptar nuestras limitaciones y las del paciente. La autora revisita ideas de varios autores, a los que alaba por enfrentarse con naturalidad y humanidad a sus contratransferencias negativas. Concluye la autora afirmando que un enfoque empático y cuidadoso no excluye reconocer la influencia mutua y la inevitabilidad del conflicto.

Capítulo 5. Deconstruyendo el enactment

El enactment, en palabra de la autora, es una de las expresiones que más fascinan y dejan perplejo de la comunicación de inconsciente a inconsciente. Se ha aceptado como parte inevitable de la terapia y el manejo clínico es vago e impreciso. Se hace una pequeña revisión del concepto de enactment. La propia Maroda lo define así: repetición impulsada por las emociones de escenarios emocionales convergentes de las vidas del paciente y el analista. No es un mero conjunto de comportamientos inducidos por las emociones, sino necesariamente conlleva la repetición de eventos pasados que han sido enterrados en el inconsciente a causa de su asociación con una emoción no deseada o incontrolable. Se trata de una acción que aparece misteriosamente.

Autorrevelación

Sobre las autorrevelaciones, Maroda expone definiciones de varios autores y explica que actualmente la autorrevelación no es obligatoria pero sí hay una actitud más permisiva hacia ella de la que podría haber existido en visiones más clásicas del psicoanálisis. Está ligada al enactment y es que la autorrevelación utilizada indiscriminadamente es probable que haga más mal que bien al paciente. No es algo apropiado. No obstante, emerge la pregunta de qué casos de autorrevelación pueden facilitar la exploración y la resolución de un enactment sin dañar la relación terapéutica cargando al paciente con detalles de los conflictos internos del terapeuta.

Hay varios debates alrededor del tema. Uno de ellos gira en torno a qué material se revela. La autora piensa que siempre hay que evitar desvelar intimidades a no ser que sea estrictamente necesario para que el paciente entienda cómo se siente el analista. Otro tema importante tiene que ver con los patrones repetitivos del analista, el cual tiene que estar atento o atenta a su contratrasferencia, en especial esos patrones que tienden a repetirse. La autorrevelación, para la autora, es parte inevitable del diálogo terapéutico, pero solo útil como herramienta cuando se utiliza para pensar juntos tras un enactment.

Uso de la autorrevelación

No existe una definición operacional de lo que supone una autorrevelación terapéutica, aclara la autora. Maroda cree que no existe una guía eficaz para definir esto, pues guionizar qué y cuándo hacer una autorrevelación supondría volverse demasiado prescriptivos en lugar de responder a las demandas de cada díada única.

Maroda cree que es útil pensar sobre lo que ha ocurrido antes del enactment, qué condiciones tienen la capacidad de provocarlo. Para ella la principal son las emociones negativas persistentes del analista. A veces, no hacer autorrevelaciones y aguantar no decir ciertas cosas es a lo que precede el enactment. Entendido como una identificación proyectiva mutua, recordando que la finalidad de la identificación proyectiva es una manera de comunicar sentimientos inaceptables, podríamos entender que es una forma inconsciente de iniciar el encuentro emocional. La autora concede que todavía hay muchas controversias abiertas alrededor de estos términos.

Pese al potencial terapéutico del enactment, hay momentos en los que puede no solo no darnos información sino darnos una falsa no veraz si los mismos conflictos del analista que han desembocado en el enactment siguen activos tras haberse producido.

Capítulo 6. Mitos sobre la empatía y las neuronas espejo

En este capítulo se discute que, si bien es cierto que respondemos a numerosos niveles (dentro y fuera de lo consciente) como indica la teoría de las neuronas espejo, sí que se pone en duda por los propios teóricos que estas determinen qué sentimos y cómo respondemos.  Relata la autora cómo se descubrieron y las controversias que hubo entre neurocientíficos por la dificultad de replicar en humanos el experimento original en macacos y la dificultad que hay a la hora de interpretar los datos. Otra de las cuestiones que plantea la autora es si las neuronas espejo predicen la empatía. Explica que los últimos estudios parecen indicar que, si bien sí están implicadas, formarían parte de un sistema más complejo y no se puede reducir el fenómeno de la empatía al Sistema de Neuronas Espejo. Además, parece que sería más el peso que tiene el aprendizaje social en la empatía que la parte innata de dicho sistema.

Posición psicoanalítica respecto a las neuronas espejo

Como pronto hace notar Maroda, existen discrepancias a la hora de interpretar la neurociencia de las neuronas espejo. Hay algunos supuestos que se han dado por válidos sistemáticamente y no tienen por qué serlo. A veces asumimos que saber algo sobre lo que sucede en el cerebro equivale a saber lo que sucede en la mente, y no existe evidencia de esto. También a veces tendemos a interpretar una actividad similar en el observador y el que es observado como que están teniendo la misma experiencia interna, de lo que tampoco hay evidencia. Se cree que hay una comunicación directa entre dos individuos por extensión del cerebro de uno a la mente del otro. Las criticas van todas en esta dirección: la interpretación de los datos de manera prematura y simplista. Para la autora la necesidad del psicoanálisis de integrar esta teoría va más allá del hecho de querer ser percibidos como científicos. También pudiera ser que la necesidad de que exista comunicación emocional tan directa tenga que ser con nuestra necesidad de ser la madre/analista perfecta.

Los problemas con la empatía

La autora resalta dos cuestiones problemáticas respecto a la empatía: estamos muy preocupados por sentir lo que siente el paciente y validarlo y carecemos de una definición homogénea de lo que es la empatía (tanto entendida como respuesta en el momento basada en la emoción como en un contexto mayor de lo que constituye una intervención empática). Las definiciones de empatía normalmente van acorde a tres modos de verla: la comunicación de una emoción de una persona a otra; la respuesta emocional y cognitiva a ello; y las respuestas conductuales. Se asume que en el tratamiento estas respuestas serán beneficiosas. Maroda cree que esta definición es simple y el psicoanálisis podría nutriste de una descripción más precisa que reconozca la comunicación emocional inconsciente junto a nuestras respuestas emocionales y cognitivas. Los estudios basados en las respuestas comunicacionales entre madres e hijos se le antojan a Maroda demasiado simplistas al compararlos con la comunicación entre adultos. Hay muchos factores que entran en juego: la capacidad de la persona de tolerar los sentimientos del otro, de tolerar nuestras propias respuestas y reacciones a ello, y la habilidad de responder constructivamente. La verdadera respuesta empática incluye a menudo una reformulación de la experiencia del paciente o una confrontación (Kohut, 1971).

Las limitaciones de la empatía

Comienza la autora el apartado diciendo que parece que la empatía suceda fácilmente, de manera automática. Los estudios demuestran que la empatía es más bien selectiva. Somos más empáticos hacia personas que nos agradan y si algo algo es doloroso para alguien, pero no para nosotros, nuestra respuesta empática no será la misma en términos de intensidad o incluso no habrá empatía. Además, la respuesta automática al malestar suele ser dolor compartido lo que no resulta provechoso para la persona que sufre. La empatía usada para ayudar al otro requiere de control ejecutivo y toma de perspectiva, se afirma, para separar las intenciones y sentimientos de las propias y mantener un punto de vista del yo y del otro de manera que sepamos quién siente qué. Maroda piensa que hace falta en la formación psicoanalítica incorporar la noción de que, especialmente con pacientes traumatizados, hay que protegerse del dolor del otro. Algunas respuestas del terapeuta que no conectan con la necesidad del paciente, precisamente por sentir demasiado, pueden ser infraestimar el dolor del otro o restringir el relato ansioso del otro por no poder soportarlo. Esto último también podría darse porque como analistas intentamos ser una presencia tranquilizadora.

El reto de ser empático

Siempre va a haber momentos, dice Maroda, en los que nos va a costar ser empáticos con los pacientes, especialmente cuando se nos critica o nos culpan por su malestar. Aunque intentemos evitarlo, la respuesta a esto suele ser de alguna manera alejarse o rechazarlos. La autora explica así la dificultad que tenemos con la contratransferencia negativa. Sentimos emociones negativas hacia los pacientes, pero también tenemos la creencia de que tenemos que estar por encima de ellas y trascenderlas, lo que lleva a respuestas poco auténticas. Se pone el ejemplo de los pacientes narcisistas, que intentan provocar envidia en el otro.

Más allá de la empatía

Con yendo más allá de la empatía la autora se refiere a lo que sucede tras haber integrado la perspectiva de ambas personas con compasión empática y responder a las emociones que nos mueve por dentro, algo todavía a descubrir. Maroda explica que con el Grupo de Boston nos hemos centrado en el no-saber (es decir, confiar en procesos inconscientes) y encuentra extraño que haya sido así siendo que la meta original del psicoanálisis es hacer consciente lo inconsciente.

Algunos analistas pueden utilizar la empatía de manera exagerada como una manera de sobreidentificarse con el paciente, dejando satisfechas sus necesidades y deseos y evitar así el dolor. Otra forma de usar la empatía es leer la experiencia reactiva propia y la reacción con el paciente. Además, muchas veces ser sólo empáticos nos lleva a acumular información y no a realizar una exploración más activa. Maroda cree que debemos ir más allá de la pasividad y busca formas de usar de manera efectiva la gran cantidad de respuestas internas que nos producen nuestros pacientes y por eso debemos de dejar de dar tanta importancia a lo que no sabemos (en el sentido del Grupo de Boston). La autora piensa que para superar esta barrera debemos dejar de ver a los pacientes como frágiles niños. Además, tanto énfasis en la empatía deja fuera ciertas intervenciones que pudieran parecer poco empáticas, como interpretaciones duras de escuchar o confrontaciones.

Capítulo 7. Acción terapéutica

Durante años, dice Maroda, los psicoanalistas han estado preocupados por el hecho de que los estudios indican que la técnica psicoanalítica no ha mostrado mayor eficacia que el resto.

Para Maroda, lo que ha explicado a lo largo de esta obra respecto a las experiencias tempranas de los analistas, sobre todo en lo que se refiere a haber sido puestos en un rol de cuidadores de nuestras familias, puede ampliarse a profesionales de otras ramas de la psicoterapia. Quizá, afirma, todos tenemos los mismos puntos ciegos y fortalezas. La autora piensa que lo mismo sucede con los pacientes: escogen el tipo de terapeuta que más encaja con sus experiencias vividas (aunque también afirma que esta aseveración no está probada).

Habla sobre la experiencia de que un paciente deje de ir a consulta sin mediar palabras de despedida y como esto puede estar relacionado con lo anterior. Hace el símil de la búsqueda de terapeuta con la búsqueda de pareja. Si el paciente notaba que el vínculo no funcionaba, se ha separado por su bien. A veces los terapeutas, aunque perciban que la relación no funciona, no abordan el tema por culpa, vergüenza o interés. Muchos tratamientos son beneficiosos hasta cierto punto, hasta que aparece algún obstáculo, lo cual tiene sentido si pensamos en el tratamiento como una relación como el resto, por lo que ofrece satisfacción y frustración, invariablemente. Esto no puede predecirse ni por la patología ni por la organización de la personalidad del paciente. Además, una debilidad objetiva del paciente puede estropear el trabajo con un analista pero no con otro (por ejemplo, de alguien que decora la verdad, se puede pensar que es un mentiroso o muy creativo). Estas percepciones individuales son una gran diferencia. No admitir estos sentimientos de rechazo no borran su impacto.

Para Maroda, las características positivas que unen al terapeuta y al paciente son condiciones necesarias para una terapia efectiva.

Demasiado énfasis en la armonía

Tendemos a pensar que la armonía es garantía de una buena relación y la aparición natural de reacciones de transferencia negativa se etiqueta como impasse, enactment o reacción terapéutica negativa. En el hilo de pensamiento de la autora, tiene que ver con la tendencia de los terapeutas a evitar el conflicto movidos por la necesidad de establecer un ambiente armonioso.

La autora dice que las primeras fases del tratamiento, una vez afianzada una relación fuerte, cambia de aportar una presencia tranquilizadora a facilitar el conflicto interpersonal e intrapsíquico. Ser una presencia que facilite el procesamiento de emociones fuertes, especialmente la pena, es un aspecto crítico del rol del analista.

Una breve historia de la acción terapéutica

Este apartado supone un breve resumen de lo que otros autores han expresado sobre la acción terapéutica. Stern (1996) habla de una transición desde el modelo interpretativo del psicoanálisis clásico, en el que paciente y terapeuta eran dos individuos separados, al psicoanálisis más moderno más centrado en modelos del desarrollo del paciente y las sensaciones de este último de sentirse comprendido y conocido. Esta nueva visión pone al analista dentro de la díada terapéutica. En definitiva y de manera muy sintética, se ha pasado de una orientación que buscaba dar una interpretación precisa a otra en la que se provee una nueva experiencia relacional.

Cuestionando el foco en el analista

Maroda piensa que casi todas las teorías que hablan de la acción terapéutica elevan el rol del analista por encima del paciente, incluso cuando se empieza a hablar de mutualidad en la díada analítica.

Se ha asumido en ciertas ocasiones que los pacientes mejoran si los analistas son suficientemente buenos, lo cual proveerá de una experiencia transformadora para la mayoría de pacientes. Se pregunta, ¿realmente mejoran los pacientes porque somos mejores personas de lo que fueron sus padres? Hablar de modelos de apego a la vez que criticar los fallos de los cuidados maternales lo impregnan todo, no tiene sentido para la autora, pues piensa que todas tenemos disposición a los mismos fallos en la empatía, desinterés y distracciones que los cuidadores de nuestros pacientes. Para la autora, esa carga de ser mejores personas ha contribuido al ideal de perfección y a su vez nos hace sentirnos como fraudes y fracasados. También afirma la autora que hay que cuestionarse el moralismo inherente a afirmar que nuestros pacientes y sus cuidadores son moralmente inferiores a nosotros. Dice: hemos reemplazado el conocimiento superior del mundo de nuestros pacientes de la era de la interpretación por ser la madre superior que llena el vacío del desarrollo dejado por la parentalización inadecuada y el trauma. La clave para Maroda no estaría en ser mejores sino en ser diferentes, ofreciendo los servicios de un profesional entrenado que facilite el conocimiento interno y la regulación emocional. Con habilidad para entender qué intervenciones pueden ser beneficiosas y llevarlas a cabo. La autora también piensa que es posible tratar de manera exitosa a un paciente al que no queremos, siempre que exista una preocupación sincera por la mejoría de la persona. También afirma que es fácil caer en suplir la experiencia de cuidados infantiles que el paciente desea. Aquí cabría preguntarse si de verdad necesitan los pacientes que destronemos a sus madres, o si lo que hay detrás de querer ser una madre perfecta para ellos es algo nuestro.

La autora teoriza que quizá nuestro interés en que el paciente tenga buenas impresiones de nosotros ha reemplazado la transferencia erótica como fuente de satisfacción mayor.

Pese a que se sabe que el núcleo del cambio terapéutico es la relación, no se sabe aún qué es lo terapéutico de la relación. Si fuera sentirse cuidado y aceptado, cualquier relación interpersonal cercana podría hacerlo mejor que nosotros. La respuesta a esa incógnita para la autora tiene que ver con el tipo especial de relación que se da, así como el encuadre que se provee. Los límites que se ponen en este sentido son piedra angular del ambiente terapéutico.

Aspectos contemporáneos sobre la acción terapéutica 

De manera general, ya no hay una diferencia entre el análisis interpretativo y relacional, quedando entrelazados en la práctica.

Respecto a la idea de Mitchell (1997) de que no se puede crear una técnica específica que valga para todos porque cada tratamiento requiere un abordaje individualizado, la autora está a la vez de acuerdo y en desacuerdo. La primera parte del tratamiento sí que consistiría en irse acomodando al paciente, aprendiendo los ritmos de la relación, probando lo que parece funcionar y lo que no. Escuchar y atender a las necesidades específicas del paciente es algo inherentemente personalizado, es responder a lo que el paciente necesita. Por otro lado, no cree que nuestras decisiones clínicas provengan de un tratamiento individualizado, sino que se sustentan de la aplicación consistente de principios básicos (la importancia de las emociones, la necesidad de dar retroalimentación sobre el comportamiento, la utilidad de una interpretación profunda...). De manera idiosincrática, además, cada terapeuta se hace una idea de lo que funciona y lo que no. Maroda piensa que en general no hablamos de lo que hacemos en terapia, que hay falta de transparencia.

El Grupo de Boston para el Estudio del Proceso de Cambio (GBEPC)

En este apartado la autora explica a grandes rasgos las ideas del GBEPC. Alaba lo que para ella supuso la liberación del analista de la rigidez previa, permitiéndole valorar momentos emocionalmente auténticos, lo que llamaron relación compartida implícita, y que para ellos tenía la cualidad de ser algo fuera de la consciencia. La técnica se convirtió en algo relacionado con el no-saber y se creó una terminología, en palabras de la autora, vaga e imprecisa para describir estas interacciones: momentos ahoramomentos de encuentro...

Expone a continuación los puntos en los que no está de acuerdo con el GBEPS, como respecto a las neuronas espejo y la enorme importancia dada al enactment. Una de las cosas que más critica Maroda es la afirmación del GBEPS de supuestos que toman como científicos por estar fundamentados en la neurociencia, pero que no lo son. Que la relación analítica sea un proceso de inconsciente a inconsciente, para Maroda es algo poco analítico y poco plausible. Se pregunta cómo podría un paciente adquirir maestría en su mundo afectivo sin ser capaz de sentir, nombrar y gestionar sus emociones. También sería imposible para el analista modelar esas habilidades de gestión emocional si tan solo confían en el enactment. La autora también piensa que romantizan la figura del terapeuta de manera filosófica en la que lo emocional trasciende todo. Del mismo modo, afirma que muchas de las viñetas aportadas por los de Boston se basan en intervenciones verbales, lo cual contradice su creencia de que la acción terapéutica tiene como base la comunicación implícita.

Como el no-saber afecta nuestros esfuerzos para definir el proceso analítico

Pese a que es de mucho valor tolerar esa incertidumbre que produce el no-saber, la autora cree que es peligroso convertir la ausencia de saber en el ideal desmereciendo lo que sí sabemos o lo que podemos potencialmente saber. Critica la idea posmodernista de que cualquier crítica puede verse como un ataque, y piensa que el diálogo empático es necesario para que el psicoanálisis siga avanzando.

¿Qué actitudes del analista son de ayuda?

Maroda piensa que debemos reconceptualizar la relación terapéutica como una relación entre dos adultos. No implica esto rechazar la perspectiva del apego, pero sí desechar el compromiso infalible de ser los perfectos cuidadores y requeriría admitir nuestras fortalezas y debilidades, así como las de los pacientes.

El primer paso, como todos sabemos, es crear una buena relación terapéutica. Sólida, basada en la empatía y la comprensión. Una vez que hay confianza y se empieza a adentrar en su experiencia emocional, lo que necesita el paciente de nosotros cambia. Empiezan a preguntar lo que pensamos de ellos, o incluso a notarlo. Quieren saber sus fallos para conseguir mayor conocimiento de ellos mismos. Dar feedback sin juzgar, sin castigar, es una gran fuente de resultados terapéuticos. No aceptar la visión que los pacientes tienen de ellos mismos (si es realista), es un fallo incompatible con la aceptación verdadera. La aceptación incondicional ciega puede hacernos ignorar sentimientos negativos que tenemos hacia nuestros pacientes.

Respecto a pacientes con trauma, dice Maroda que a veces los infantilizamos y negamos fallos o comportamientos negativos que pudieran tener, idealizando su sufrimiento.

Una guía básica de la acción terapéutica

La autora da unas pinceladas sobre lo que para ella podría ser una guía a seguir. Para más información a este respecto, nos emplaza a leerla en obras previas (Maroda, 2010).

  • Primero, un buen emparejamiento paciente-terapeuta. El terapeuta tendrá que tener una estructura de carácter adecuada, instrucción formal y un periodo de tratamiento personal.
  • Segundo, proveer al paciente de un espacio seguro y empático, en el que haya curiosidad y empatía.
  • Tercero, en el periodo inicial es necesario educar al paciente en los límites del encuadre y el proceso terapéutico.
  • Cuarto, determinar lo que más terapéutico. Comentarios hostiles y críticas, no son terapéuticas por descontado. Aquí entra en juego lo personal de cada terapia, lo que no funciona para un paciente podría hacerlo para otro.
  • Quinto, reconocer la compleja red de interacciones en las que el paciente y el analista recrean las maneras de sentir y actuar que tienen establecidas.

Reconocimiento de patrones en la díada

Identificar los patrones repetitivos en terapia es importante, dice la autora, lo que tiene mucho que ver con la desestimada práctica del diagnóstico. Pese a que esto pueda resultar en una generalización excesiva y deshumanizadora y en sesgar la realidad del paciente, ayuda a reconocer el mundo que nos rodea y nos ayuda a predecir lo que es probable que ocurra o cómo se podría comportar alguien. En este sentido, la autora invita a que nos centremos en nuestros propios patrones y lo que nosotros repetimos en cada situación de tratamiento. Al fin y al cabo, nuestro valor como terapeutas radica en nuestra habilidad de conocernos a nosotros mismos, a nuestros pacientes, y a ser capaces de conocer y facilitar el discernimiento de lo que pasa entre los dos.

Conclusión

Honesta, crítica, a veces dura pero también elegante, Maroda no duda en enfrentar las tendencias contemporáneas del psicoanálisis. Más que un texto sobre técnica, parece un examen de los y las analistas como seres humanos, un intento de cartografía de nuestras experiencias tempranas, el área más frágil de nuestro narcisismo, y las partes (a veces deliberadamente) olvidadas de nuestras necesidades y deseos en la relación terapéutica. Invita a la reflexión, al autoconocimiento y la autoobservación y los eleva a condición necesaria para alcanzar la mejoría de los analizandos.

Uno de los puntos que más repite Maroda en su obra, es que elegimos la vocación de psicoanalistas porque como niños, hemos aprendido a ser el pilar, la piedra angular que ha sido colocada para que la familia no se desmorone, seguramente cuidando de uno o de ambos progenitores. Aprendimos a apartarnos, reprimirnos y dejar todo el espacio para los otros que parece que nos hacían sentir como si lo necesitaran más. ¿No es acaso dedicarnos al psicoanálisis una manera de repetir la misma historia? Si no pudimos salvar a nuestra familia, ¿lograremos salvar a nuestros pacientes? Critica la autora ciertas ideas poco refutables, pero creo que en este caso está pecando ella de lo mismo. Esta homogeneidad que le da al trasfondo de todos los analistas, aunque muy interesante a explorar en los casos pertinentes, me resulta un tanto determinista. 

En el último capítulo, se expone una idea que a grandes rasgos es que el paciente y el analista tienen que hacer match como si de una Dating App se tratara. Entiendo que a lo que se refiere es que tiene que existir puntos de encuentro para establecer una díada terapéutica, que tenga que existir cierta compatibilidad. Luego explica que esto tiene que ver con configuraciones de la personalidad de cada uno y de cómo se podrían engarzar entre sí, pero me resulta nuevamente que está siendo demasiado determinista y rígida. Además, es complicado escoger un terapeuta en base a características compatibles puesto que la mayoría no se conocen previamente, dejándolo al azar. No obstante, esto es compatible con lo que expone la autora sobre el alcance que se tiene con cada terapeuta: pensarlo en el modo de Maroda quita culpa, rebaja la sensación de haber fracasado, al pensar que hay personas cuyo recorrido terapéutico abarcará un tramo, y con otras se abarcarán otros a los que no se podría llegar.

Es de interés la crítica que la autora hace al grupo de Boston sobre el no-saber, pues no deja de ser interesante continuar la búsqueda de lo que funciona, y no dejarlo todo a fuerzas inconscientes de las que no podemos controlar ni usar a nuestro favor y que si no atendemos nunca serán reveladas.

Maroda está interesada en saber lo que realmente se hace en terapia. Está la idea en el libro, implícita y explícita, de que al hablar de casos clínicos a veces se omite lo que realmente pasa en terapia, lo que se hace y lo que se deja de hacer. En la conclusión del libro, hace un manifiesto sobre dejar para generaciones venideras un marco de referencia que a la vez, si creamos una atmósfera que facilite a todas las voces ser oídas, permita la generación de ideas nuevas que faciliten el desarrollo de la técnica.

Estoy de acuerdo con la autora en que el esfuerzo hercúleo de hacer como si nada ante emociones que nos perturban y nacen de nuestra relación con los pacientes, obligarnos como mártires a atenderlos con candidez incondicional, son conductas incompatibles con cualquier relación sana. El o la analista ideal de Maroda es aquel que tiene, o al menos intenta, tener conciencia de sus necesidades y vulnerabilidades. Y, además, es capaz de aceptarlas sin vergüenza ni culpa. No pierde la humildad por su no-saber, pero a la vez es capaz de mantener la posición de tener pericia en terapia. La relación que este tipo de terapeuta tiene con su paciente se acerca más a una relación real, sincera y con mayor potencial sanador.

Referencias

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