aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Último Número 075 2024

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Vergüenza y autoalienación. Una perspectiva psicoanalítica desde el trauma

Shame and Self-Alienation: A Trauma-Informed Psychoanalytic Perspective

Autor: Shaw, Daniel

Para citar este artículo

Shaw, D. (2024). Vergüenza y autoalienación. Una perspectiva psicoanalítica desde el trauma. Aperturas Psicoanalíticas (75), artículo e6. https://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001255

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Resumen

La autoalienación es una expresión de vergüenza profundamente internalizada. El individuo autoalienado se siente atrapado, aprisionado por la vergüenza. Los pacientes de psicoterapia con un trauma relacional significativo suelen revelar una batalla interna persistente contra la duda sobre sí mismos, la autocondenación y a menudo el autodesprecio. Hablan de temores vergonzantes y creencias sobre sí mismos que nacen de un apego problemático y de experiencias evolutivas. El autor ofrece ilustraciones de trabajo con individuos autoalienados que integran principios psicoanalíticos con conceptos de la traumatología contemporánea, con un foco en ayudar a los pacientes a desarrollar la autocompasión como un agente crucial de la cura y el crecimiento terapéuticos.

Abstract

Self-alienation is an expression of deeply internalized shame. The self- alienated individual feels trapped, imprisoned by shame. Psychotherapy patients with significant relational trauma typically reveal a persistent internal battle  against  self-doubt,  self-condemnation,  and  often  self-loathing. They are referencing shameful fears and beliefs about themselves that are born from problematic attachment and developmental experiences. The author provides illustrations of work with self-alienated individuals integrating psychoanalytic principles with concepts from contemporary traumatology, with a focus on helping patients develop self-compassion as the chief agent of therapeutic healing and growth.


Palabras clave

Trauma relacional, vergüenza.

Keywords

self- compassion, shame, relational trauma.


Artículo traducido y publicado con autorización: Shaw, D.  (2023). Shame and Self-Alienation: A Trauma-Informed Psychoanalytic Perspective. Psychoanalytic Inquiry. https://doi.org/10.1080/07351690.2023.2226021

 

Descargo de responsabilidad: el artículo utiliza un estilo de citación y referencias distinto al que utiliza Aperturas Psicoanalíticas, puesto que es una traducción y se conserva el formato original.

Traducción: Marta González Baz
Revisión: Mónica de Celis Sierra

 

Los psicoterapeutas estamos comprometidos con la creencia de que merece la pena vivir la vida, lo hagamos explícito o no a nosotros mismos. Intentamos ayudar a las personas a entender y sanar desde las circunstancias que los han llevado a decepciones y frustraciones crónicas, lo que a veces puede llevarlos al punto de querer renunciar a la vida. La mayoría de pacientes de psicoterapia pueden no ser manifiestamente suicidas, pero muchos continúan viviendo contra corrientes subyacentes de apatía, autodenigración y desesperación. Una parte muy persistente de estos pacientes tiene experiencias de haber sido negados, estando la negación en un espectro desde experiencias de abandono tales como la falta de sintonización y de reconocimiento crónicas a experiencias abusivas de crueldad y violación. En respuesta a la negación, estos pacientes se han visto afligidos por la vergüenza –la sensación generalizada, o sentida solo periódicamente- de que existe en ellos una maldad esencial, no querible. En tanto vergonzantes, están alienados de sí mismos.

Hacia el fin de su carrera, Donal Winnicott escribió sobre esto. Dijo:

Encontramos o bien individuos que viven creativamente y sienten que merece la pena vivir la vida o bien otros que no pueden vivir creativamente y que dudan si vale la pena vivir. Esta variable en los seres humanos está directamente relacionada con la calidad y cantidad de provisión del entorno al comienzo o en las fases tempranas de la experiencia vital de cada bebé. (Winnicott, 1971, p. 71)

Creo que la variable en la provisión a la que Winnicott se refiere tiene mucho que ver, más concretamente, con la prevalencia de la vergüenza y la humillación que se experimenta en el desarrollo. La vergüenza ha recibido mucha atención en el psicoanálisis postfreudiano, puesto que los teóricos reconocieron que la vergüenza difiere de forma importante de lo que había sido de mayor interés para Freud, que era la culpa. Una lista muy incompleta de psicoanalistas que se han centrado en la vergüenza incluye: (e.g.,  Buechler,  2008; Lansky   y   Morrison,   1997;   Lewis,   1971;   Morrison,   1989;   Nathanson,   1992;   Orange,   2008; Wurmser, 1981); y Philip Bromberg, quien hizo el reconocimiento de la lucha del paciente y también del analista con la vergüenza que es esencial para su comprensión del trabajo clínico con el trauma relacional y la disociación (Bromberg, 1998, 2006, 2011).

Por otra parte, el concepto de autoalienación interna (Fisher, 2017) es menos familiar para los analistas, seguramente porque no está vinculado a Freud y su linaje, sino a la investigación sobre trauma y a los enfoques clínicos de los traumatólogos, muchos de los cuales encuentran un referente teórico en Pierre Janet (Craparo et al., 2019; Howell, 2020), el primer pionero en el trabajo con pacientes disociativos, al que el propio Freud relegó literalmente a los márgenes hace mucho tiempo. Mi modo de trabajar cambió, en general y concretamente con los hijos adultos de padres narcisistas traumatizantes (Shay, 2014, 2021), cuando empecé a estudiar e integrar conceptos y técnicos de la traumatología contemporánea. Al hacerlo, fui influenciado por Philip Bromberg, cuya relación profesional con el traumatólogo Chefetz (2015) los llevo a colaborar en un artículo de 2004 (Chefetz y Bromberg, 2004) en el que Bromberg escribía:

El hecho de que los fenómenos disociativos existieran en todo tratamiento captó mi atención desde el principio, aunque al principio de mi carrera no sabía lo que estaba viendo. Aun entonces reconocía que los cambios en la experiencia del self no tienen lugar simplemente hablando sobre cosas, sino que dependen de los vínculos que se hagan posibles entre los estados de conciencia de aquí y ahora que, de otro modo, se mantienen aislados entre sí. Mi problema era cómo hacer uso de este reconocimiento de un modo que enriqueciera lo que estaba haciendo como analista en lugar de reemplazarlo. (Chefetz y Bromberg, 2004, p. 411)

Bromberg estaba intentando permanecer en el espacio, por usar su conocida frase, entre el psicoanálisis y la traumatología, y como alumno y supervisando suyo, yo me vi invluenciado a explorar la traumatología por mí mismo. Mis estudios me habían llevado a centrar mi atención clínica más en el papel de la verguenza en la autoalienación interna, y menos en las “enfermedades” o “patologías” como la depresión y la ansiedad. La autoalienación interna, un término que uso basado en la obra de Janina Fisher (2017), es lo que creo que describe mejor la condición subyacente que trae a la mayoría de las personas a la psicoterapia. La autoalienación es una expresión de vergüenza profundamente internalizada. El individuo autoalienado se siente atrapado, aprisionado por la vergüenza. La mayoría de los pacientes que veo, aquellos con grados significativos de trauma realacional, terminan por revelar su batalla interna persistente contra la duda sobre sí mismos, la autocondenación y, a menudo, el autodesprecio. Hablan de temores vergonzantes y creencias sobre sí mismos que nacen de un apego problemático y de experiencias evolutivas que no pudieron ser integradas (ver, también, Shaw, 2021, cap. 8).

Antes de seguir elaborando el concepto de autoalienación, quiero decir algo sobre el narcisista traumatizante y su sistema relacional de subyugación, un tema que he explorado en profundidad en escritos anteriores (Shaw, 2014, 2021). El narcisista traumatizante es un ejemplo en claro contraste con el individuo cargado de vergüenza y autoalienado. En respuesta al trauma evolutivo, el narcisista traumatizante ha desarrollado un delirio maniaco de omnipotencia que se expresa característicamente como desvergüenza. Se ve a sí mismo/a como perfectametne infalible y, por tanto, sin necesidad de crecer o cambiar. Muchos pacientes que acuden a psicoterapia y sufren de vergüenza y autoalienación son personas que han sido subyugadas en relación con un narcisista traumatizante, con frecuencia una figura parental, pero también puede tratarse de otro significativo. El narcisista traumatizante promueve la vergüenza en aquellos a quien busca controlar, como un medio de mantenerlos dependientes de él. Al hacerlo, el narcisista traumatizante está usando defensas maniacas contra su propia dependencia extrema, negada y profundamente vergonzante, y hallando modos de evacuar esos sentimientos en otras personas. En sus relaciones significativas, siempre está invitando a la dependencia de los otros al tiempo que se posiciona como alguien sin dependencia y, por tanto, sin nada de lo que avergonzarse. En este sentido, logra controlar y explotar a otros, usándolos y subyugándolos para que ellos sostengan la dependencia vergonzante que no puede tolerar sentir o conocer dentro de sí mismo. Los narcisistas traumatizantes son, sin saberlo, extremadamente necesitados y cargados de vergüenza, pero se autoengañan para creer en su propia omnipotencia externalizando, proyectando y cultivando esas cualidades en las personas que pueden controlar (ver Shaw, 2014, 2021).

En contraste con el narcista traumatizante, la persona autoalienada es alguien que no ha desarrollado defensas rígidas, maniacas, y que, en cambio está abrumado por partes de sí mismo que odia y partes odiadoras; en otras palabras, partes avergonzadas y partes avergonzantes. Las partes avergonzadas suelen sostener las creencias más lacerantes sobre uno mismo, los recuerdos más dolorosos de temor y vergüenza, junto con la sensación de soledad e impotencia características del trauma relacional. Las partes avergonzantes culpan activamente, pero no necesariamente de forma consciente, a las partes avergonzadas de estar heridas, ser débiles y vulnerables. Se culpa a esa vulnearibilidad herida de ser la causa de todo el sufrimiento de la persona. “Si no fueras tan débil, tan perezoso, tan necesitado, tan egoísta, tan etc.” le dicen las partes que odian a las partes odiadas, “no serías tan infeliz”. A veces estas partes suenan exactamente como un otro significativo negador de la vida pasada o presente del paciente. Estas partes avergonzantes, despreciativas, y las partes vulnerables a las que atacan dominan el sentido del self del individuo, alienándolo de las partes de sí  mismo que sostienen la pulsión de vivir y crecer.

La autoalienación va de la mano con la desregulación crónica, formando un círculo vicioso. Una persona está crónicamente desregulada cuando su capacidad para tolerar el afecto (ver Hill, 2015, para una revisión detallada de la literatura) no ha sido fomentada durante el desarrollo y, por tanto, se ve disminuida, con el resultado de que oscila entre estados de hiperactivación e hipoactivación, encontrándose rara vez en lo que Dan Siegel llamaba ventana de tolerancia (Siegel, 1999). En este estado de desregulación más o menos constante, la autorreflexión conduce a la autocondenación y el colapso, más que a la curiosidad, la comprensión y la compasión por el self. La vergüenza es uno de los afectos más prominentes en aquellos que experimentan una hipoactivación crónica. La autoalienación y la hipoactivación crónica son expresiones primarias de la vergüenza.

He observado con muchos pacientes que la palabra "vergüenza" nunca se les ha ocurrido hasta que les llamo la atención sobre ello. Es importante ayudar a los pacientes a identificar el papel de la vergüenza en sus quejas de bloqueo desesperado e impotente; en sus explicaciones de patrones relacionales y conductuales que acaban repetidamente en derrota; y en su expresión de desesperación y agotamiento crónicos. Estos pacientes creen que están deprimidos, y por supuesto que es cierto, pero necesitan ayuda para reconocer su vergüenza subyacente. La persona autoalienada está agotada por las partes del self que lanzan reiteradamente ataques avergonzantes y culpabilizantes contra otras partes del self. Cuando estos estados del self o maldad vergonzante se activan, la persona siente que estos estados representan la única y definitiva verdad sobre el self. En esta situación, las otras personas llegan a ser percibidas igualmente de forma unidimensional, ya sea como portadoras de juicios hostiles y avergonzantes o, por el contrario, como personas maliciosas y tóxicas. Los esfuerzos por ser libre, por vivir, crecer y sentirse conectado, entran repetidamente en conflicto con los miedos persistentes, la desconfianza y las creencias negativas sobre uno mismo y, a la inversa, también sobre los demás, y se ven ahogados por ellos.

Mientras nuestras investigaciones psicoanalíticas nos ayudan a nosotros y a nuestros pacientes a comprender las fuentes y patrones del trauma relacional, la comprensión no siempre se traduce en sanación, y la vergüenza tiende a ser tanto escurridiza como tenaz. En el psicoanálisis contemporáneo, especialmente en los Estados Unidos, desde el trabajo de Kohut (1984) y después de la publicación del influyente libro de Greenberg y Mitchell (1983) sobre las relaciones objetales, se entiende que gran parte del empuje terapéutico necesario para la curación proviene de la participación sintonizada y empática del analista con el paciente, un requisito sine qua non de las escuelas relacionales. Se espera que el analista, con su capacidad de curiosidad no enjuiciadora, autorreflexión y autorregulación, se convierta, si el trabajo progresa adecuadamente, en una figura de apego seguro para el paciente, quien puede internalizar entonces las funciones del analista. Diferentes escuelas trabajan hacia este objetivo de diferentes maneras. Por tomar solo dos de las escuelas americanas más importantes (simplificando en pro de la brevedad), los psicólogos del self enfatizan la inmersión empática y la especularización, mientras que los relacionales/interpersonales valoran la autenticidad y observan cómo se llevan a cabo los procesos disociativos. Aprecio los méritos de ambas orientaciones terapéuticas, pero lo que me llevó hace algunos años a buscar ayuda de los traumatólogos fue darme cuenta de que, con algunos de mis pacientes más autocondenatorios, mi empatía y sintonización se veían bastante tensionadas. La frecuencia e intensidad de las actuaciones, y la dificultad para elaborarlas, me parecían especialmente desafiantes cuando me enfrentaba a una parte avergonzada y autodespreciativa del paciente que se resistía a ceder incluso un ápice con el tiempo.

Por ejemplo, Roger, de sesenta y pocos años y, según todas las medidas habituales, una persona exitosa, sentía una parte de sí mismo como un niño de 9 años, sentado como una roca en su interior, con los brazos cruzados en un rechazo absoluto de cualquier tipo de afirmación, ya fuera de mi parte o de cualquier otra persona. Esta es la imagen que le vino a la mente un día mientras expresaba mi curiosidad sobre cómo entender la parte de él que se cerraba tan completamente en nuestras sesiones. En la realidad diaria, Roger era amado y admirado; pero la parte de él de 9 años "sabía" que todo eso eran solo mentiras de personas que o eran estúpidas o intentaban engañarlo (y durante mucho tiempo me mantuvo en ambas categorías, al mismo tiempo que deseaba desesperadamente gustarme y temía que no lo hiciera). Convencido de que sería reprendido y despedido de su puesto como CEO antes de una evaluación de rendimiento, luego me diría que le concedieron un aumento y un bono, y que fue elogiado por la dirección y por todos en la organización. Para Roger, la parte de los brazos cruzados e inamovible se había desarrollado para protestar ferozmente contra la extraña y aterradora desconexión de la realidad por parte de su madre: la dolorosamente falsa presentación que hacía de sí misma y su determinación implacable de definirlo a él y su realidad como perfectos. Su protesta de vergüenza la protegía y colocaba lo que estaba mal dentro de él, al mismo tiempo que la desafiaba y se burlaba de sus proyecciones narcisistas y grandiosas sobre él.

Cómo llegamos finalmente a comprender la génesis de esta parte de 9 años fue bastante diferente de cómo entendimos una parte similar en otro hombre, también exitoso y resiliente en muchos sentidos. Este hombre, Ken, algo más joven que Roger, tenía una parte colapsada, también de unos 9 años, que entendía sus sentimientos angustiados de rechazo y soledad como causados por su profunda insuficiencia. Para Ken, la parte colapsada se desarrolló a partir de ser un espectador cautivo de las constantes y amargas batallas de sus padres; de su experiencia de ellos como inconscientes de su impacto en él; y de su incapacidad para notar o ayudarlo con el cruel acoso y ostracismo que experimentaba en la escuela. Sus padres eran básicamente amorosos, no odiosos ni abusivos, pero eran inconscientes, defensivos y ensimismados. Sus estallidos de autodesprecio enojado, alternando con un odio amargo hacia todos los que lo habían perjudicado, llevaban a largos períodos de cerrazón y entumecimiento. Este patrón, repetido muchas veces a lo largo de su vida, lo mantenía congelado con una decepción vergonzosa en sí mismo, completamente vivo solo para su trabajo y su hija.

Mis primeras presentaciones a estos dos hombres sobre la idea de experimentar compasión por sí mismos ante el sufrimiento de su infancia toparon con un muro de rechazo y desprecio. Me vi obligado a reconocer que mis reacciones apenadas a su auto-denigración vergonzante, mis deseos de que tuvieran compasión por sí mismos, mi esfuerzo por mantener empatía y consideración positiva, solo podían llegar hasta cierto punto. Yo sentía compasión por sus experiencias traumáticas, pero ellos no la sentían, y no sentían la mía; tal vez lo hacían intelectualmente, pero no experiencialmente. Empecé a sentir con ellos como si estuviera esperando que un adicto a las drogas "simplemente dijera no". Estaba pidiendo a estos pacientes autoalienados que “simplemente dijeran sí" a mi creencia de que no deberían sentirse tan avergonzados, y ellos no estaban respondiendo.

No siempre pude manejar mi frustración tan bien como hubiera deseado en estas situaciones, y he observado, en mi papel de consultor para otros terapeutas entrenados psicoanalíticamente, que muchos se encuentran con esta misma barrera con sus pacientes. Cuando los pacientes no “dicen simplemente sí", muchos terapeutas redoblan sus esfuerzos por ser empáticos, compasivos y amorosos. Al hacerlo, corren el riesgo de disociar la frustración y el resentimiento que les avergüenza sentir, volviéndose vulnerables al agotamiento. En otro escenario, los conflictos disociados dentro del paciente y dentro del analista se vuelven interpersonalizados, y las actuaciones (enactments) se intensifican. Cuando las actuaciones se trabajan de manera constructiva, arrojan una luz significativa para el terapeuta y el paciente sobre el mundo interno de este y cómo otras personas se relacionan con él. Pero cuando las actuaciones no son reconocidas o resueltas, muchos terapeutas pierden su curiosidad. He detectado que esto puede tomar dos direcciones: el terapeuta puede volverse muy autoinculpatorio y sentir mucha vergüenza; o el terapeuta puede empezar a interpretar la agresión del paciente como un deseo de derrotarlo, haciendo referencia al "beneficio secundario" del paciente a partir de sus síntomas o a su masoquismo. Muchos terapeutas siguen recurriendo al DSM, especialmente al trastorno límite de la personalidad en mujeres y al trastorno narcisista de la personalidad en hombres. Muchos terapeutas terminan culpándose a sí mismos o a sus pacientes por no poder detener la autonegación del paciente, y para pesar de todos, la vergüenza del paciente sigue arraigada y confirmada. Jody Davies describe su experiencia con la intransigencia de la autoalienación vergonzosa de la siguiente manera:

…dentro de todo niño abusado, descuidado y abandonado hay un estado del self pequeño pero omnipotente que ha llegado a creer, en el sentido más profundo y sentido, que él/ella fue responsable en último lugar de todo lo malo que sucedió... soy/fui un niño malo... soy malo ahora... fue/es culpa mía. En mis años de trabajo con adultos que fuero abusados o descuidados siendo niños, encuentro que este estado del self que odia y culpa es casi universal. (Davies, 2020, p. 34)

El concepto de Fairbairn (1952) de “defensa moral” ha ayudado mucho a los psicoanalistas a entender lo adhesiva que es la vergüenza y la omnipotencia de esta parte autonegadora que Davies describe.

Fairbairn señaló que los niños maltratados y descuidados terminan acarreando la carga de la maldad de padres que no son lo suficientemente buenos. Al engañar a la mente para identificar a las figuras de apego abusivas como buenas e identificarse a sí mismo como la fuente de lo malo, un niño puede intercambiar su fe en sí mismo por la ilusión de [tener] un padre amoroso. La ilusión es necesaria para el niño cuya supervivencia depende de una figura parental. Este niño es enseñado por los padres "malos" a anular sus percepciones subjetivas de sí mismo, de los demás y de la realidad. El niño debe someterse a los padres, mientras es repetidamente negado, para mantener viva la esperanza de ser amado. La vergüenza resultante, la sensación de maldad y autoalienación que surge en respuesta a la negación repetida, crea una confusión de estados del self conflictivos. El deseo de amar y ser amado se ve frustrado repetidamente por el instinto de identificarse como malo y vergonzoso. El niño queda vinculado a guiones repetitivos de esperanza y exaltación que inevitablemente son seguidos por la desesperación (ver Brandchaft, 1993), de modo que los estados de elevación esperanzada terminan siendo evitados por completo.

El concepto de defensa moral de Fairbairn nos ayuda a entender por qué los niños que han sufrido abusos se convierten en adultos con partes dedicadas a avergonzarse y condenarse a sí mismos. Pero la formulación de Fairbairn, por muy bien que la entiendan el paciente y el analista, no se traduce automáticamente en acción terapéutica ni en crecimiento y cambio terapéuticos. Bromberg (1998, 2006, 2011), basándose en el trabajo de los traumatólogos, hace una contribución igualmente fundamental dentro del psicoanálisis cuando identifica el self como múltiple, con partes del self disociadas de otras partes. Bromberg demostró que hasta que los conflictos entre las partes disociadas del self no pueden hacerse conscientes, existen en un mundo subterráneo interno y pueden dar lugar al estancamiento, la derrota repetitiva y el colapso. Cuando en la terapia se ayuda a conocer y comprender los distintos aspectos del self del paciente, o sus partes, estas emergen de la disociación. Los pacientes pueden entonces ser conscientes de sus conflictos y comprometerse a resolverlos, conflictos que anteriormente se habían mantenido en una especie de desenfoque disociativo. Situarse en los espacios de los diferentes estados del self con la capacidad de tener una visión general y aceptación de las diferentes partes del self permite un mundo interno más ingenioso y coordinado, con el potencial de una autocomprensión compasiva, en lugar de uno perpetuamente en lucha.

Fairbairn, Bromberg y muchos otros teóricos analíticos orientan la forma en que trabajo con mis pacientes para comprender los patrones relacionales que estamos actuando. Partiendo de mis raíces psicoanalíticas, aspiro a ayudar a mis pacientes a desarrollar la fe en el conocimiento de que los trastornos en las relaciones pueden repararse (D. Stern, 1985) y que la confianza y la conexión pueden profundizarse, utilizando nuestra relación terapéutica como modelo. A medida que desarrollamos la confianza mutua, quiero fomentar la experiencia de que ambos podemos existir como individuos sin que uno de nosotros tenga que someterse al otro o dominar al otro (Benjamin, 2017). Trabajo para modelar que no tenemos que morir de vergüenza cuando no estamos a la altura, que podemos aprender y crecer (Benjamin, 2009; Shaw, 2022), reparar y conectar. Espero que mis pacientes interioricen mi perspectiva, nunca perfecta pero más o menos consistente, de curiosidad no enjuiciadora a medida que se vuelven más autorreflexivos y más capaces de autorregularse. Idealmente, en un proceso psicoanalítico, la curiosidad, la empatía y la compasión del terapeuta se interiorizarían y se convertirían en recursos disponibles para el paciente. Este es el proceso que Loewald (1960) consideraba central en la acción terapéutica del psicoanálisis. ¿Cuáles son entonces algunas de las diferencias importantes entre el psicoanálisis y la traumatología? Para responder a esa pregunta, describiré las formas en que he integrado conceptos de la traumatología que me han ayudado a superar obstáculos con pacientes cuya vergüenza y autoenajenación eran inusualmente tenaces.

En las teorías del trauma que he estudiado, como la Psicoterapia Sensoriomotora (Ogden y Fisher, 2015), la Desensibilización y Reprocesamiento por Movimientos Oculares (EMDR) (Shapiro, 2017) y los Sistemas Familiares Internos (IFS) (Schwartz, 1997), la capacidad humana de autocuración se considera el agente terapéutico primario, y el papel del terapeuta es proporcionar formas para que el paciente acceda, active y haga un uso óptimo de sus propios poderes autocurativos innatos. El terapeuta puede y yo diría que debe seguir siendo una figura de apego segura para el paciente. Lo que considero una diferencia importante para los traumatólogos es la conciencia adicional de que el organismo humano tiene propiedades autocurativas -como cuando se curan los cortes o cuando los huesos rotos vuelven a unirse- que también funcionan para sanar emocional, psicológica y espiritualmente. Cuando hablamos de resiliencia humana, nos referimos a esta capacidad innata de curación. Teniendo fe en este potencial humano para la curación y el crecimiento, el terapeuta trabaja para ayudar al paciente a aprender a utilizar una parte de sí mismo para convertirse en el que ayuda a traer comprensión compasiva y consuelo a las partes que están atrapadas en la vergüenza. Esto lleva un paso más allá el objetivo psicoanalítico de restaurar la capacidad del paciente para formar vínculos seguros en las relaciones. Los pacientes que aprenden a volverse constantemente hacia su interior para mostrar autocompasión hacia las partes vulnerables y avergonzadas que sufren están construyendo un apego seguro interno (véase Roisman et al., 2002; Fisher, 2017).

Una forma en que esto se facilita en muchas modalidades de tratamiento del trauma es a través de la psicoeducación: enseñar al paciente sobre neurociencia, el cerebro, el sistema nervioso, la teoría de la regulación del afecto y la comprensión del impacto del trauma en el cuerpo. La psicoeducación es a menudo menospreciada y descuidada en la formación psicoanalítica, agrupada con los tabúes contra la "sugestión" y ser "directivo". Las teorías del trauma, por otro lado, ven la psicoeducación como una forma de capacitar a los pacientes para que comprendan mejor y desarrollen su capacidad de acción en torno a los acontecimientos desencadenantes que causan desregulación y retraumatización.

Trabajar con fe en la capacidad innata de autocuración del ser humano me ha llevado a ser más consciente de aspectos de los pacientes autoalienados que ellos mismos menosprecian y desvalorizan. Roger, por ejemplo, era capaz de sentir una profunda empatía y amabilidad que era reconocida y apreciada tanto por sus colegas como por sus allegados. Dejaba caer pistas e insinuaciones sobre estas partes de sí mismo que yo tenía que escuchar con mucha atención y que, de otro modo, quedaban ahogadas por su autodenigración. Del mismo modo, Ken, aunque a menudo expresaba miedo, rabia y desesperación, se mostró a lo largo de su desestabilizador divorcio como un padre extraordinariamente dedicado y sensible con su hija pequeña, aportando una enorme empatía, paciencia y compasión al tiempo que asumía la mayor parte de la responsabilidad por su bienestar. En el trabajo, demostró ser extremadamente competente e innovador en un puesto muy exigente. De nuevo, si no hubiera prestado mucha atención, hubiera pasado por alto esta información y me centraría en las numerosas quejas que tenía contra sí mismo y contra los demás. Estas pistas sobre la salud y fortaleza del paciente, su amabilidad y compasión, son cruciales porque estas cualidades proceden de la parte del paciente que el terapeuta puede reconocer, en la que puede creer y que puede ayudar a movilizar.

Hace poco vi en Internet un vídeo de un estanque en el que una gran tortuga se había dado la vuelta y se agitaba frenéticamente intentando darse la vuelta. El vídeo captó lo que ocurrió a continuación: muchas otras tortugas, una docena más o menos, de todo el estanque, se acercaron nadando a la tortuga varada y, juntas, se pusieron debajo y le dieron la vuelta[i]. Menciono esto porque confirma lo que ya creo que es cierto: que los seres humanos, al igual que otras criaturas del reino animal -sí, incluso las tortugas-, vienen con la compasión y el deseo de ayudar incluidos de serie. Schwartz, (1997) llama a esta parte compasiva y de ayuda "el self", y Fisher (2017) lo llama el 'seguir con el self de la vida normal'. Esta es la parte del paciente que ha estado sobreviviendo y a menudo incluso prosperando con poco o ningún reconocimiento desde el interior, porque el paciente se centra en cambio en sentimientos vergonzosos de fracaso, a menudo mezclados con sentimientos de traición por parte de los demás. Esta es la parte que puede expresar compasión y empatía. Cuando el terapeuta capta esa parte, esas cualidades pueden reflejarse en el paciente, afirmarse y alentarse, con la esperanza de que el paciente acabe sintiendo el conflicto de sentir compasión exclusivamente por los demás, pero nunca por sí mismo.

No todos los pacientes tienen el tipo de partes tenazmente autoagresivas que tienen Roger y Ken. Muchos pacientes con los que he trabajado que llegan a ser capaces de conceptualizar y conectar con recuerdos traumáticos de la infancia tienen pocos problemas para ser capaces de sentir su propia compasión empática por sí mismos. Pero hay otros, como Roger y Ken, que al principio no quieren saber nada. Aunque parezcan comprender los conceptos, simplemente no pueden romper con la autodenigración. Adoptar una postura de oposición a la autodenigración de pacientes como este, y definirla como destructiva, se convierte en un tira y afloja y aumenta la sensación de maldad del paciente: ahora incluso está fracasando en su intento de no odiarse a sí mismo. Lo que me ha sido útil para encontrar una salida a este dilema fue mi introducción a la teoría de las partes protector/perseguidor, primero a través del trabajo de Elisabeth Howell y el analista jungiano Donald Kalsched (Howell, 2005; Kalsched, 1996) y más tarde a través del trabajo de Janina Fisher (2017) y la teoría de los Sistemas Familiares Internos de Richard Schwartz (Schwartz, 1997). En el marco protector/perseguidor, se entiende que la persistencia de las partes del self avergonzantes y atemorizantes ha surgido de los esfuerzos instintivos y de emergencia para proteger al paciente del dolor abrumador, el miedo y la soledad de sus experiencias más traumáticas. Una de las formas más importantes en que operan las partes protectoras es negándose a permitir que el traumatizado experimente autocompasión. Para ello, las partes protectoras se convierten en perseguidoras. Cuando las partes protectoras perseguidoras y que se odian a sí mismas mantienen al superviviente de un trauma alejado de su  vulnerabilidad más profunda, estas partes se niegan a permitir que la compasión entre en el sistema. ¿Por qué se trata la autocompasión como un enemigo? Cuando hay un trauma sin curar, la compasión podría enfrentarnos a nuestro dolor más profundo, podría obligarnos a sentir de nuevo el dolor traumático. No es inmediatamente evidente para el que sufre que experimentar el dolor con compasión sea curativo. El dolor del autodesprecio se valora instintivamente como más fácil de manejar que el dolor que provocaría la compasión. Las partes protectoras dedicadas al autodesprecio forman una barrera contra la plenitud del dolor por lo que uno ha sufrido, organizadas en torno al miedo a que la inundación de dolor termine solo en una horrible inmersión en una desesperación permanente de desesperación permanente. El autodesprecio, una variante de la autocompasión, se convierte en el dique que retiene la inundación, creando un tipo de muerte estática e inmóvil que bloquea el flujo natural y curativo del dolor (véase Mitchell, 2000, para una exploración esclarecedora de la diferencia entre autocompasión y pena por uno mismo).

Verse a uno mismo como vergonzante es una forma de tomar el control de la vergüenza a través de la identificación inconsciente con el agresor traumatizante original. Esgrimir la vergüenza contra uno mismo proporciona la certeza de que son la maldad y la debilidad esenciales de uno mismo las que explican su sufrimiento. Paradójicamente, avergonzarse o perseguirse a uno mismo ofrece una sensación de control y poder, un antídoto sucedáneo de la sensación de impotencia y desamparo. El conflicto, por un lado, entre las partes protectoras que luchan por la seguridad a cualquier precio, a menudo encerrando a la persona o atormentándola con dudas sobre sí misma y vergüenza, y, por otro, las partes que quieren vivir y crecer, es el conflicto fundamental en el trabajo con supervivientes de traumas. Esta forma de entender la función protectora de las partes persecutorias y condenatorias puede ayudar al paciente a abordar el conflicto entre las partes que, por un lado, quieren proteger a toda costa y, por otro, las partes que quieren seguir viviendo y creciendo.

Las religiones tienen su propia forma de resolver este problema: la redención. "El Señor es mi Pastor, nada me falta", dice el Salmo 23 del Antiguo Testamento. El Señor redime y cura el alma del suplicante por gracia y misericordia, por amor divino. Fairbairn señaló, con sorna, que otra opción religiosa que a veces podría parecer atractiva para el terapeuta sería un exorcismo de los "objetos malos" del paciente (Fairbairn, p. 70). Pero a menos que trabajemos específicamente como consejeros pastorales, debemos encontrar formas de ayudar a la curación de la autoalienación fuera de un marco religioso, en un proceso de psicoterapia. Para ello, hay que recurrir a las partes compasivas del yo del paciente; la compasión del terapeuta, por sí sola, puede llegar muy lejos, pero solo llegará hasta cierto punto si el paciente carece de autocompasión. Si se reconocen y aprecian suficientemente las partes protectoras, se las puede persuadir para que relajen su temerosa vigilancia y permitan que la autocompasión entre en el sistema. Entonces el paciente puede hacer el duelo por lo que ha sufrido y, a través del dolor con compasión, encontrar la curación. La curación es el desarrollo de un apego seguro interno ganado: las partes heridas confiando y dependiendo de las partes compasivas. Las partes compasivas, tomando la iniciativa y comprometiéndose a estar ahí, aprenden a ver, reconocer y cuidar de las partes que han sido aprisionadas por la vergüenza. La seguridad ganada mediante la autocompasión no es simplemente emocional o sentimental. Como escribe Janina Fisher:

El "apego seguro ganado" confiere a la mente y el cuerpo humanos las mismas cualidades y recursos que el apego seguro en la infancia: la capacidad de tolerar la cercanía y la distancia, dar y recibir, la sintonía empática y la falla empática, la capacidad de ver tonos grises y la capacidad de tolerar la decepción. (Fisher, 2017, p. 216)

Tanto con Roger como con Ken, vi cuánta compasión eran capaces de sentir por el sufrimiento de otras personas a las que amaban. El crecimiento del apego seguro ganado internamente comenzó para ambos cuando pude ayudarles a identificar su autopersecución como una forma de autoprotección. Una paciente me gritó una vez con bastante vehemencia: "¡No me permitiré bajo ninguna circunstancia sentir el dolor de mis partes infantiles traumatizadas ni expresar compasión alguna hacia ellas!". "Sí", le dije, "esa parte de ti te protege ferozmente". A lo que mi paciente respondió: "Quiero que sepa que siento un gran alivio cuando esa parte protectora de mí es reconocida y apreciada." Solo entonces pude ayudarlo a él y a otros pacientes como él a conectar de forma significativa con sus partes heridas y avergonzadas con una compasión sincera. El trabajo terapéutico de llegar a conocer y apreciar el significado y el propósito de todas las partes del self es lo que alinea a traumatólogos como Fisher y Schwartz con el trabajo de Philip Bromberg y otros clínicos psicoanalíticos como Elizabeth Howell y Sheldon Itzkowitz (véase Howell e Itzkowitz, 2016).

Ejemplo clínico

Marco es un compositor de éxito de unos 50 años, está felizmente casado con una profesional muy inteligente y tienen tres hijos pequeños sanos y felices. Desde los 15 años, Marco sufrió graves negligencias y abusos durante su infancia, en la que estuvo solo y sin el apoyo de sus padres. Al principio, su madre no pudo criarlo debido a un brote psicótico y, en su lugar, fue criado por la madre de su padre, que lo adoraba. Durante cinco años, contó con el calor y la protección de su abuela paterna, recibía visitas periódicas de su cariñoso padre y luego volvió a ser criado por su madre, que se había estabilizado, pero a duras penas. Su madre y la abuela paterna no se llevaban bien, y rara vez volvió a ver a la abuela después de tener que dejarla.  La madre de su madre, que vivía en la misma casa, era esquizofrénica y violenta con Marco; su madre estaba ocupada con un novio tras otro. Mientras su padre siguió siendo funcional, Marco pudo disfrutar pasando los fines de semana con él, pero cuando estaba en el instituto, su padre había perdido su negocio y se había vuelto cada vez más alcohólico. A los 15 años vivía solo en un apartamento destartalado y nunca había aprendido a cocinar, limpiar o abrir una cuenta bancaria. Lo más doloroso para él era la aguda soledad que sentía, día tras día, hora tras hora. Ni su padre ni su madre asistieron a un concierto triunfal en el instituto, y él no pudo asistir a su propia graduación porque no tenía dinero para pagar ninguno de los gastos. Su primer éxito profesional le llegó a los 30 años, pero hasta entonces había vivido a duras penas trabajando en el sector de la alimentación, relacionándose con los amigos que podía, pero la mayor parte del tiempo solo, muy solo, y a menudo bebiendo en exceso.

En el presente, exploramos cómo, a pesar de su impresionante éxito y de su cariñosa familia, seguía encontrándose entumecido, bebiendo solo después de que todo el mundo se fuera a la cama, pasando horas jugando a videojuegos en lugar de trabajando y forzándose a cumplir los plazos solo tras semanas y meses de agonizante procrastinación. Una noche de borrachera especialmente mala, que le obligó a enfrentarse a su mujer, fue lo que le convenció para acudir a terapia. Nos reuníamos una vez a la semana, con interrupciones durante varias semanas cuando él estaba fuera de la ciudad, y estábamos en nuestro cuarto año, cuando tuvimos el siguiente intercambio.

Para acercarme más a la soledad de la que hablaba aquel día, le pregunté si podía verse a sí mismo en uno de esos terribles momentos de soledad, y qué imagen obtenía. Se vio a sí mismo a los 19 años, solo en su cama en uno de los horribles apartamentos en los que vivía. La imagen era muy poderosa y podía sentir agudamente el dolor de su self más joven. Le pregunté, siguiendo el método IFS: "¿Qué sientes hacia esa parte?".

Esta es la pregunta que permite al terapeuta saber si el paciente siente autocompasión o autodesprecio por la parte traumatizada; si existe la capacidad de sentirse cerca de la parte que sufre, o si las partes protectoras mantienen al paciente distante. La primera respuesta de Marco es "no lo sé". Se tapa los ojos con la gorra y estira las piernas hasta quedar semiacostado en la silla. "Le veo. Está triste". "Exacto", le digo, "y qué sientes por él".  Al principio de nuestro trabajo, Marco se había cerrado sistemáticamente a la idea de la autocompasión.

Llevado por la vergüenza, hablaba de querer acabar con esta parte, de la pereza de esta parte, de su egoísmo, incluso de su manera de manipular a los demás para que sintieran lástima. Poco a poco, se había vuelto más suave, menos despectivo, menos avergonzado de esta parte. Hoy dice: "Quiero consolarlo". "Vale, bien, házselo saber, díselo. ¿Lo entiende?" Marco responde "sí". "¿Cómo es eso para él?", pregunto, y Marco dice: "Está receloso, no está seguro de que le guste o lo quiera". Le digo a Marco que eso suena a una parte de ti que teme lo que pueda pasar si la parte solitaria siente tu compasión. Le pido a Marco que deje que esa parte temerosa dé un paso atrás y vea si le permite conectar con la parte Solitaria. Marco me dice que está conectado y que la parte Solitaria se siente bien. "Vale, bien, quédate con él. ¿Qué quiere decirte?”. Marco se queda callado. "Dice que ha estado increíblemente solo y que está enfadado". "OK, dile que lo entiendes, hazle saber que estás listo para escucharlo todo". "Dice lo duro que ha sido, que no sabía hacer nada, que a menudo no había electricidad ni calefacción porque no había pagado las facturas, que ni siquiera sabía enviar una carta". "Vale, quédate con él, hazle saber que lo oyes todo, que ahora estás ahí".

Le pregunto a Marco si está en la misma habitación que la parte solitaria, y Marco dice que está en la puerta. Le digo que pregunte si la parte solitaria quiere que entre, que se siente más cerca. "Dice que sí", responde Marco. "Bien, ¿estás con él ahora?". Marco dice "Sí, me está contando más cosas sobre lo mal que lo pasó, y se alegra de que esté allí". "Sí", le digo, "quédate con él, que sepa que lo estás oyendo todo".  Marco dice: "Ahora estamos haciendo El indomable Will Hunting, le digo 'no es culpa tuya, no es culpa tuya'".

En ese momento nos acercábamos al final de la sesión y le dije a Marco que tendríamos que terminar en unos minutos. Le dije que la parte Solitaria le había hecho saber lo mal que estaba y que él había estado a su lado, con compasión. Le pregunté si Marco creía que la parte Solitaria quería algo más, ir a un lugar seguro donde pudiera salir de esa habitación y sentirse mejor. Marco dijo: "Me voy de aquí a un partido de béisbol y me lo voy a llevar conmigo. Le va a gustar de verdad".

A la semana siguiente, Marco estaba entusiasmado y esperaba contarme lo que había pasado una noche mientras estaba en la cama intentando dormirse. Se había estado observando a sí mismo durante toda la semana desde nuestra sesión y no parecía estar pasando gran cosa. Esa noche, despierto en la cama, estaba con su yo de 8 años, con vívidos detalles de tiempo y lugar. Le dijo al de 8 años: "Vale, mira, es una mierda lo que te está pasando. Es una mierda y esa es la realidad. ¿Qué hacemos?" [El de 8] respondió: "¿puedes jugar al Atari [videoconsola] conmigo?". Lo hicieron durante un rato, de forma bastante competitiva. [El de] 8 recordaba los trucos para ganar que Marco había olvidado. Luego merendaron, montaron en bicicleta, se divirtieron mucho y, después de lo que a Marco le pareció al menos una hora, si no más, dijo: "Vale, ahora tengo que irme a dormir". [El de 8] empezó a llorar y dijo, "por favor, no te vayas", y tumbado en la cama, Marco se abrazó a su almohada, ahora su self de 8 años, ambos abrazados, profundamente recíprocos, y ambos sollozaron en silencio durante un rato intentando no despertar a la mujer de Marco. Marco finalmente dijo: 'No te preocupes, volveré, saldremos otra vez'. Se podría decir que las plegarias del niño de 8 años habían sido escuchadas.

Discusión

En el trabajo terapéutico continuo, el tipo de experiencia descrita anteriormente suele ir seguida del retorno de viejos hábitos, como el entumecimiento, cuando no la autoalienación total, lo que muchos clínicos denominan latigazo cervical [whiplash]. Al aprender a confiar en el terapeuta, el paciente se abre a la autocompasión y se vuelve más consciente de las garras de la vergüenza. Llegar a estos dos puntos suele llevar bastante tiempo. El tipo de experiencia de confianza y autocompasión descrita anteriormente necesita repetirse lo suficiente para arraigarse, y mientras eso ocurre, los viejos hábitos suelen reaparecer. Con el tiempo, con paciencia y persistencia, el terapeuta ayuda al paciente a reconocer el surgimiento de la vergüenza y a desplegar más fácilmente la curiosidad compasiva como respuesta. Esto sucede más rápidamente para algunos, parece que nunca para otros y, para la mayoría, solo después de muchos altibajos. La curiosidad compasiva hace posible que el paciente comprenda y regule el retorno del miedo y la vergüenza que guardan las partes vulnerables, y el retorno de la autocondena que guardan las partes protectoras perseguidoras.  La curiosidad compasiva tiene que volverse al menos tan disponible y habitual como lo ha sido la autonegación en el pasado.  Así es como el paciente se convierte en el conductor, en lugar de ser conducido. Convertirse en un buen conductor significa que mucho de lo que hacemos correctamente es automático. Pero también significa que sabemos que tenemos que permanecer despiertos y alerta, listos para adaptarnos a las circunstancias y condiciones cambiantes.

En conclusión: no estoy seguro de haber resuelto por mí mismo el rompecabezas que describió Philip Bromberg, para enriquecer lo que él hacía con sus conocimientos sobre el tratamiento del trauma sin perder su identidad como psicoanalista. A medida que he presentado mi trabajo en los últimos años en diferentes espacios psicoanalíticos, a veces he escuchado los comentarios de "pero esto no es psicoanálisis, esto es directivo, de arriba a abajo", y la mejor respuesta que tengo para eso es decir: el psicoanálisis ha evolucionado mucho en los últimos cien años desde Freud, desde la excomunión de Rank, Adler, Jung y Ferenczi; desde las controversias Klein vs. Anna Freud Freud vs. la escuela británica; desde la huida de los analistas judíos europeos a América en la II Guerra Mundial y el rechazo posterior de la teoría del trauma (Kuriloff, 2014); desde la posterior medicalización del psicoanálisis y la estandarización más rígida de la técnica analítica; desde la revolución que comienza con Kohut y va más allá con Steve Mitchell; desde las feministas Judith Butler, Adrienne Harris y Jessica Benjamin; desde que Blechner y Corbett y la comunidad LGBQT+ alzaron sus voces; desde que Eng, Moss, White, Leary y muchos otros hombres y mujeres de color aportaron sus contribuciones al psicoanálisis y lo enriquecieron más allá de lo que Freud podría haber imaginado. Espero que quienes nos identificamos como psicoanalistas queramos continuar viendo evolucionar al psicoanálisis, verlo continuar en la dirección de vivir todo su pontencial para ofrecer crecimiento y cambio terapéuticos significativos. Si no estamos evolucionando continuamente, estamos estancados. Creo que el psicoanálisis tienen mucho que ofrecer a la traumatología y la traumatología tiene mucho que ofrecer al psicoanálisis que, después de todo, es donde el psicoanálisis tiene sus comienzos: con el trauma y la disociación. Veamos lo que el propio Freud tenía que decir sobre cómo el psicoanálisis podía evolucionar cuando, en el futuro, los descubrimientos científicos pudieran demostrar y refutar las teorías psicoanalíticas:

Debemos ser pacientes y esperar nuevos métodos y ocasiones de investigación. Debemos estar preparados, también, para abandonar nuevamente el camino que hemos seguido durante un tiempo, si parece no estar llevando a buen fin. Solo los creyentes, que demandan que la ciencia debería sustituir al catecismo que han abandonado pueden culpar a un ... investigador [científico] de desarrollar o, incluso, transformar sus posiciones. (Freud, 1920, Vol. 18, p. 64)

Nunca sabremos si Freud habría estado dispuesto a modificar o abandonar la teoría pulsional ante los hallazgos actuales de la neurociencia sobre el trauma relacional complejo. Los hallazgos neurocientíficos en la investigación del trauma se vienen publicando desde principios de los años 90, y cada vez han sido mejor acogidos por el público: The Body Keeps the Score [El cuerpo lleva la cuenta] (Van der Kolk, 2014) se publicó en 36 idiomas y estuvo en la lista de libros más vendidos del New York Times durante 141 semanas consecutivas. Sin embargo, gran parte de la comunidad psicoanalítica aún no parece haber adoptado estos hallazgos neurocientíficos ni haberlos integrado en un enfoque clínico psicoanalítico. Me anima, sin embargo, algo que el difunto Sheldon Bach, una figura importante de la escuela contemporánea de la psicología del yo, escribió al describir su trabajo con una paciente a la que llamaba Susan (Bach, 2016). Había seguido su instinto y la había remitido a una extensa evaluación neuropsicológica, que reveló que tenía importantes discapacidades visuales y psicomotoras que había logrado mantener ocultas toda su vida. Tras esta evaluación, Bach se enteró de lo difícil que le resultaba a Susan, cuando estaba sola, hacer los ejercicios que le habían prescrito, y de que había empezado a desesperar de poder hacerlos en absoluto. Bach la invitó a hacerlos cuando se reunían para sus sesiones, lo que ella agradeció profundamente. Hacer los ejercicios en su presencia la hizo abrirse a él y revelar información mucho más detallada sobre las condiciones de su crianza que habían contribuido a sus dificultades. La voluntad de Bach de adoptar este enfoque inusual demostró ser transformador de la vida de Susan. Sobre su decisión de usar el análisis de esta forma, Bach simplemente dijo, parafraseando un chiste muy viejo sobre cirujanos:

... había decidido arriesgarme a cualquier problema transferencial que pudiera crearse por mi actividad inusual; no quería que ella se arriesgara a otro análisis donde se respetara el protocolo pero la paciente muriese. (p. 231)

Cuando nuestra compasión ayuda a despertar la autocompasión de nuestros pacientes, la vergüenza puede curarse, y no solo nuestros pacientes consiguen tener más vitalidad, sino también nosotros.

Declaración de confidencialidad

El autor no ha declarado que exista un potencial conflicto de intereses.

 

[i] https://twitter.com/i/status/1522700076631703552.

Referencias

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