aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 074 2023

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Conversando de psicoanálisis con Stephen A. Mitchell. Una introducción a su pensamiento [Liberman, 2023]

Talking psychoanalysis with Stephen A. Mitchell. An introduction to his thought

Autor: Ansón Balmaseda, Marta

Para citar este artículo

Ansón Balmaseda, M. (2023). Conversando de psicoanálisis con Stephen A. Mitchell. Una introducción a su pensamiento [Liberman, 2023]. Aperturas Psicoanalíticas (74), artículo e8. http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001235

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Reseña del libro Conversando de Psicoanálisis con Stephen A. Mitchell. Una introducción a su pensamiento, de Ariel Liberman. Editorial Ágora relacional. Madrid, 2022. pp. 501

 

Escribir sobre Stephen Mitchell, conversar con él, es conversar con el psicoanálisis contemporáneo y la perspectiva relacional. El término relacional no es gratuito, tiene que ver con una particular forma de entender la interacción y con cómo esto, a su vez, configura una particular forma de entender la mente, la psicopatología y la clínica. Del modelo psicoanalítico relacional trata este trabajo de Ariel Liberman, que recorre la evolución del pensamiento de Mitchell, uno de los psicoanalistas que acuñaron el término y quien jugó un papel fundamental en la concretización teórica de un giro que venía gestándose desde mediados del siglo pasado. Este giro relacional era, en parte, fruto de la asimilación de nuevas ideas que estaban surgiendo en diferentes disciplinas, como la psicología, la antropología, la sociología, el feminismo, la filosofía o las ciencias del cerebro, que proponían una nueva forma de comprender al ser humano. 

No es tampoco gratuito el “conversando” elegido para titular el libro, pues en sus páginas la conversación es animada, sucede a varias voces y a distintos niveles. No podía ser de otra forma, porque también el propio Mitchell piensa y teoriza dialogando explícita o implícitamente con interlocutores muy variados. Por eso la síntesis que ofrecemos aquí simplifica por fuerza un contenido rico y complejo, y no puede recoger todo lo que aporta al lector el entramado conversacional que ha articulado Liberman: las citas esclarecedoras, las referencias históricas y culturales, el diálogo interdisciplinar, las puertas que se abren a la reflexión teórica y clínica. Aún así, allá vamos.

Empezaremos por situar rápidamente a Stephen Mitchell. ¿Quién fue y por qué resulta una figura fundamental para entender la gestación y el desarrollo del psicoanálisis relacional? Sorprende el desconocimiento que tenemos en España de este autor imprescindible en los desarrollos contemporáneos de la teoría psicoanalítica. Mitchell nace en Nueva York en 1946 y muere prematuramente 56 años después. Se forma en los años ‘70 en una progresista escuela de psicoanálisis de su ciudad natal, el William Alanson White Institute, fundado en 1943 por Harry Stack Sullivan, Erik Fromm y Clara Thomson, entre otros. Además de un clínico sensible y relacional en esencia, Mitchell fue un brillante historiador del pensamiento psicoanalítico, un teórico agudo, claro y profundo, y un prolífico y gran escritor. Algunos de sus textos son fundacionales de lo que se ha venido a llamar perspectiva relacional del psicoanálisis. Entre ellos destacamos el que escribe junto con su colega y amigo Jay R. Greenberg en 1983, Object Relations in Psychoanalytic Theory; y su libro en solitario más importante, Conceptos relacionales en psicoanálisis, una integración, que escribe en 1988 y afortunadamente traducido al español en 1993, aunque hoy está descatalogado. También fue fundador de la revista Psychoanalytic Dialogues, una destacada plataforma para el debate y el intercambio crítico contemporáneo.

Para esta síntesis dividiremos Conversando de psicoanálisis con Stephen A. Mitchell en tres partes: una inicial, que abarca los tres primeros capítulos, en los que Liberman aborda la gestación del psicoanálisis relacional y que consideramos que es fundamental para una comprensión profunda de esta perspectiva. Una segunda parte, el capítulo 4, donde se analiza a fondo el modelo psicoanalítico propuesto por Mitchell y sus aportaciones a la teoría de la psique. Y una tercera parte, el capítulo 5, en la que se exponen los conceptos fundamentales de la teoría de la técnica relacional. Se ilustran estos conceptos con algunos de los casos más destacados de Mitchell, tal cual él los expuso en sus escritos. Liberman los comenta en el capítulo 6, pero no vamos a incluirlos en esta síntesis, pues pensamos que lo interesante es acceder al detalle del trabajo clínico. Tampoco resumiremos los cinco anexos finales, a pesar de su utilidad como complemento, aunque citaremos sus títulos al final de la síntesis. Por último, elaboraremos un comentario crítico de un trabajo que consideramos una contribución clarificadora, enriquecedora y necesaria, al estudio del psicoanálisis relacional.

Primera parte, en la que se habla de la gestación del psicoanálisis relacional

Esta parte incluye los tres primeros capítulos: “Del psicoanálisis Interpersonal al Psicoanálisis relacional: de idas y vueltas”, “¿Por qué hay que elegir un marco de trabajo? Estrategias conceptuales y políticas para enfrentar los cambios en el pensamiento psicoanalítico” y “El surgimiento del psicoanálisis relacional”).

Ya desde la introducción de Conversando de psicoanálisis con Stephen A. Mitchell…, entendemos que estamos ante una perspectiva, más que una teoría. El psicoanálisis relacional es en realidad una perspectiva “grupal”, dice Ariel Liberman, bajo cuyo tejado interactúan diversas teorías del psicoanálisis clásico y el contemporáneo, pero revisadas críticamente. Esta revisión crítica implica para Liberman recuperar los temas que han interesado a los psicoanalistas desde siempre y enmarcarlos en nuestra época. Es decir, revisitarlos desde un diálogo de ida y vuelta entre presente y pasado. En la perspectiva relacional dialogan la teoría interpersonal, la de las relacionales de objeto, la psicología del self, la tradición empírica de la psicología del desarrollo y ciertas corrientes del psicoanálisis freudiano contemporáneo. Como vamos a ver, Mitchell en tanto historiador y pensador va a tener mucho que ver en el diálogo generativo que caracteriza tanto la gestación como la naturaleza del psicoanálisis relacional. 

Liberman argumenta que la formación de Mitchell en el marco de la teoría interpersonal determinó no solo la forma en la que trabajaba, sino también cómo pensaba sobre el psicoanálisis y lo que surgió fruto del proceso de revisión crítica que llevó a cabo. Puntualiza que cuando Mitchell habla de la teoría interpersonal del psicoanálisis se está refiriendo a su etapa postclásica, cuyo mayor y más controvertido representante es Edgar Levenson. Lo interpersonalista clásico, gestado en la década de 1930 por Harry Stack Sullivan y su grupo, también fue revisado a partir de corrientes de pensamiento de los años 70 y 80 del siglo pasado, entre otros por el propio Mitchell.

Así, vamos a ver cómo dos elementos fundamentales que introduce el psicoanálisis interpersonal, interacción y diálogo, vertebran el pensamiento de Mitchell y además dejarán una impronta en el modelo teórico y técnico que él propone, el modelo del conflicto relacional.

Interacción

Pensar en interacción desde la teoría psicoanalítica interpersonal implica considerar que cualquier intercambio estará gobernado por las siguientes premisas: (1) que la interacción está generando y a la vez tiene lugar en un campo relacional co-construido por los integrantes de esa misma interacción y determinado por el contexto en el que sucede; (2) que cuando formamos parte de una interacción, es imposible no participar de alguna forma en lo que ocurre, siendo la mera observación ya una forma de participación; y (3) que en la interpretación de lo que ocurre juega un papel determinante la perspectiva del observador-participante (término acuñado por Sullivan en nuestra disciplina) y que, por lo tanto, la realidad tiene múltiples caras. Es decir, en la elaboración de una teoría de la mente —de cualquier teoría en realidad—, lo observado está situado en un contexto histórico-socio-cultural y también interpersonal que condicionará su significado. Y más aún, con nuestra mera observación estamos afectando lo que observamos, y lo que observamos llevará la marca de dicha participación.

Por ejemplo, en su reflexión crítica acerca de la construcción de modelos psicoanalíticos, Mitchell argumenta que no hay una lectura objetiva de Freud, porque cualquier lectura siempre estará enmarcada y condicionada por una época, con su cultura y sus valores. La propuesta de Mitchell, influido por la teoría interpersonal representada por Levenson, es llevar a cabo un análisis crítico de las tradiciones del psicoanálisis, eliminando el aspecto moral y también las lealtades institucionales, y valorando las aportaciones e ideas por su utilidad y coherencia en contextos teóricos y clínicos actuales. Contra las actitudes habituales de “solo lo mío vale” o el “todo vale”, con las que se pierde apertura o rigor respectivamente, vamos a ver que él propone una valoración de las teorías de acuerdo a marcos de referencia.

Diálogo

El diálogo es otra de las piedras angulares, junto con la idea de interacción, del pensamiento de Mitchell y, como veremos, formará también parte de los conceptos clínicos que propone. Liberman recoge la conocida definición que hace Lewis Aron de su amigo y compañero: Mitchell es un constructor de puentes (p. 25). La forma en la que Mitchell va elaborando su modelo relacional tiene mucho que ver con su forma de entender la clínica: como una construcción en colaboración, que surge del diálogo a cuatro manos, un diálogo que va más allá de un simple hablar, que incluye al otro para que, de la mutua influencia, surja algo tercero enriquecido por el encuentro.

A partir de esta idea, Mitchell descarta solucionar el choque entre teorías psicoanalíticas por el método de quedarse con una y descartar las otras o superponerlas todas para supuestamente no perderse nada. Su propuesta no es elegir, sino reflexionar acerca del significado que tienen los desencuentros entre teorías. Preguntarse por qué ante una mirada contextualizada históricamente, cierta manera de entender las cosas queda en cuestión. Para ello es necesario, precisamente, reconocer el contexto desde el que se piensa y se trabaja —en este caso, mediados-finales del siglo XX—. Y revisar entonces el proceso analítico desde marcos contemporáneos que van a resignificarlo y que deberían incluir dimensiones tanto intrapsíquicas como interpersonales. Desde ahí Mitchell se pregunta qué se rescata de Freud, lo que implica considerar sus aportaciones, las más valiosas y las que caerán por el camino.

Elección de un marco

Las teorías clásicas y contemporáneas que Mitchell pone a dialogar tienen un denominador común: una novedosa comprensión de la mente que incluye la relación como elemento esencial. Surgen como reacción a la incoherencia que supone, frente a la saturación de aspectos relacionales en el día a día de la experiencia clínica, la falta de atención que presta el psicoanálisis clásico a las relaciones de objeto en la construcción del psiquismo. Son teorías que, ante esa falta de reconocimiento de la naturaleza interactiva e intersubjetiva de todo proceso analítico, más que dar respuestas, plantean preguntas. Cuestionan además las actitudes técnicas que han llevado a la práctica clínica esa desmentida de la interacción: abstinencia, neutralidad y anonimato.

Mitchell toma como referencias fundamentales la teoría interpersonal de Sullivan y la teoría de las relaciones de objeto de Fairbairn. Se decanta por un modelo de estructuración de la psique que tenga en cuenta la interacción entre lo externo y lo interno (dos categorías diferenciadas que para él tampoco son innatas, sino construidas internamente en base a la experiencia). Toma este camino a partir de una reflexión profunda acerca de cómo el psicoanálisis ha transitado a lo largo de su historia, que le hace plantearse dos asuntos fundamentales: por un lado, qué hacer con el legado de Freud y, por el otro, qué hacer con la variedad de teorías que configuran un psicoanálisis contemporáneo. Junto a Greenberg, en el libro ya referido Object Relations in Psychoanalytic Theory (1983), lamentablemente no traducido al español, ambos elaboran una revisión crítica de la teoría psicoanalítica. Y concluyen que, históricamente, en el psicoanálisis hay dos grandes formas de entender desde dónde se estructura de la mente: lo pulsional y lo relacional. Transitar el camino relacional, como vamos a ver ahora, implica una reformulación radical de la teoría pulsional.

Destaca Liberman que, para Mitchell, como lo fue para Freud, es necesario que la teoría psicoanalítica proporcione modelos que respalden la práctica clínica. Mitchell reflexiona entonces acerca de cómo desarrollar propuestas bajo esta premisa y concluye que, para empezar, será necesario entender los modelos psicoanalíticos como engranajes teóricos que ayudan a comprender la realidad y no confundirlos con la realidad misma. Propone un trabajo a partir de la idea de containers —él los llama así—, marcos teóricos, que en el caso del psicoanálisis son el pulsional y el relacional, determinados cada uno por los contextos históricos en los que se generan. Los containers no pueden mezclarse ni compararse porque responden a paradigmas distintos de comprensión de la psique y la psicopatología, pero sí pueden albergar los mismos conceptos y/o campos problemáticos reinterpretados de acuerdo a los principios con los que cada uno trabaja.

Esto elimina el aspecto moral y político de la valoración de teorías, pues ninguna será correcta o incorrecta, sino que encajará mejor en el container pulsional o relacional, aportando información valiosa a la elaboración de modelos útiles para la práctica clínica, de acuerdo al momento histórico. Siguiendo esta línea de pensamiento, cuando analiza el container pulsional, Mitchell concluye que el abandono de la teoría de la seducción por parte de Freud tuvo sus ventajas, pues permitió el desarrollo de una teoría acerca de la fantasía intrapsíquica. Sin embargo, quedó desconsiderada la influencia de las relaciones externas en nuestros mundos internos. En este modelo clásico, lo pulsional pasa a ser nuclear y cualquier evidencia de lo relacional va a acomodarse al marco delimitado por esa premisa. Y esto, señala Mitchell, en contextos de conocimiento y clínica contemporáneos, empieza a hacer aguas.

Liberman enfatiza que, en su cuestionamiento del modelo pulsional, Mitchell no está desconociendo la existencia de respuestas fisiológicas o biológicas. Las pulsiones (en cierta versión actualizada de las mismas) no dejan de ser fundamentales y generadoras de dinámicas, dirá Mitchell, pero su origen no es intrapsíquico, en un sentido pre-experiencial, sino relacional. Por ejemplo, sexualidad o agresividad son un tipo de respuesta, como podrían serlo otras, a situaciones relacionales e históricamente constituidas. Son las experiencias relacionales las que van a determinar qué deseos o qué motivaciones surgen y, sobre todo, qué significado adquieren. Puntualiza Liberman: que agresividad y sexualidad sean secundarias en origen no excluye su universalidad, pero serán “dinámicamente centrales en función de la historia vincular del individuo” (p. 104).

Liberman también señala que el debate que Mitchell plantea no está en si existe o no aquello que de una forma u otra reconocen todas las teorías psicoanalíticas: lo intrapsíquico y lo interpersonal. Ambos aspectos forman parte de la experiencia humana y no se trata de tirar el agua con el bebé dentro, dirá Mitchell con una metáfora que también es ya un clásico del psicoanálisis relacional. Es decir, considerar lo externo no es tirar lo interno por el desagüe. Lo que distingue un modelo de otro, el pulsional del relacional, tiene que ver con el lugar en que se colocan lo intrapsíquico y lo interpersonal, y cómo se entiende la relación entre ambos. La diferencia fundamental entre ambas escuelas es dónde se sitúa el origen de la estructuración de la psique, dentro o fuera del propio aparato psíquico.

Respecto a esto, Mitchell parte de la premisa de que el estado social es un estado natural del ser humano. El hombre es social, está en su naturaleza, al igual que está la “parte animal” (en términos de otra época, hoy lo leemos como biología). La influencia entre biológico y social tiene lugar en una relación dialéctica que construye tanto la biología humana como su condición social. Es decir, la mente se estructura por lo social, que a su vez determina. Mitchell utiliza como metáfora las Manos que se dibujan de Escher, dibujo emblemático que ilustrará la portada de su libro más importante, al que ya nos hemos referido: Conceptos relacionales en psicoanálisis: una integración (1988/1993). Dos manos dibujándose una a otra de tal forma que no podemos distinguir cuál de las dos empieza. Así, la unidad de estudio, en el paradigma psicoanalítico contemporáneo, deja de ser el individuo aislado, y pasa a ser el individuo siempre en relación.

Integración y renovación

Una vez revisada de forma crítica la teoría pulsional, incorporados los conceptos necesarios al marco relacional y renovados bajo el nuevo paradigma, el modelo relacional que propone Mitchell se va gestando, como decíamos, a partir del diálogo crítico entre distintas teorías que estudian la psique en relación. Sin embargo, este diálogo que tiene lugar en el container relacional no responde simplemente a un afán integrador per se, por simple sumatoria, sino a la necesidad de enriquecer un nuevo modelo de comprensión de la mente desde una integración crítica. El psicoanálisis relacional lo entiende Mitchell como un prisma con varias caras y cada teoría se enfoca en una de las caras: una motivación, una pasión característicamente humana, que toma formas y significados específicos en relaciones específicas. Así, como decíamos antes, el marco relacional se origina principalmente desde la integración de la teoría interpersonal de Sullivan y la teoría de las relaciones de objeto de Fairbairn, como principales exponentes de la perspectiva relacional. Pero también tiende puentes y dialoga constantemente con psicoanalistas como Klein, Winnicott, Balint, Kohut y Loewald. Sin duda en esta lista que propone Liberman podríamos incluir también a Bowlby (Mitchell, 1999).

Los puentes que Mitchell construye entre teorías permiten explicar la constitución y la conexión entre lo externo y lo interno, sin negar ninguno de los dos aspectos como constitutivos de la psique, y esto es fundamental en su propuesta. Los interpersonalistas clásicos, como Sullivan, ponen el acento en el impacto que tienen los contextos en la formación de la mente, que no está aislada sino inserta en relaciones interpersonales. La teoría de las relaciones de objeto de Fairbairn invita a considerar que la libido no es una buscadora de placer, sino que está al servicio de la búsqueda del vínculo con los objetos. La búsqueda del placer es una estrategia más que permite conseguir y mantener los vínculos. Por lo tanto, se considera que la mente se estructura siempre al servicio de relaciones —internas o externas, presentes o pasadas— y son también las relaciones las que organizan las psicodinámicas y lo intrapsíquico.

Los principios fundacionales del psicoanálisis relacional

Las tres ideas que provienen de la teoría interpersonal, que ya sugerimos al principio: campo interpersonal, observador participante y perspectivismo, fueron fundamentales no solo en cómo se gestó la perspectiva psicoanalítica relacional, como hemos visto, sino también en las características que fue adquiriendo este modelo teórico y técnico. Así, la perspectiva relacional propone que la mente se construye en relación, en un campo interpersonal que es continuo e inevitable a la experiencia humana. Esta característica fundamental de lo interpersonal, junto con el hecho de la imposibilidad de conseguir una verdad por encima de lo que aporta el sujeto que la observa o la percibe, y a la toma de conciencia de que esto afecta tanto a paciente como a terapeuta, altera los modos del trabajo psicoanalítico.

Efectivamente, bajo estos supuestos interpersonalistas tenemos que renunciar por fuerza a la aspiración de una no participación o a la participación neutral, porque hemos comprendido que se trata de un imposible. Dejar de aspirar a la neutralidad nos permite al menos tomar conciencia de la imposibilidad de la misma y hacer un buen uso de este conocimiento. Esto es lo que propone la clínica relacional, señalando la necesidad de elaborar conceptos que nos permitan comprender y usar nuestra participación sin tener que defendernos y negarla. El tan denostado psicoanálisis interpersonal es el único, dice Mitchell, que coge por los cuernos el toro de la interacción entre analista y paciente.

Liberman sintetiza de la siguiente forma los cuatro principios fundamentales que rigen el marco teórico o container relacional y que, como veremos más adelante, van a determinar también la clínica: (1) Que la unidad de estudio pasa a ser el campo interpersonal o el individuo en relación. (2) Que la búsqueda de objeto es estructural al ser humano en tanto que humano. (3) Que la estructuración psíquica tiene lugar de acuerdo al significado de las primeras experiencias relacionales y que la percepción de uno mismo se estructura en función de aquello que fue necesario en la infancia para la conservación los vínculos. Y (4) que la psicopatología se entiende como rigidez en la adhesión a las configuraciones relacionales tempranas, rigidez que impide dar un significado nuevo a experiencias nuevas y, por lo tanto, permitir que esas experiencias sean transformadoras.

Finalmente, para concluir la síntesis de esta primera parte en la que se ha expuesto la gestación de la perspectiva psicoanalítica relacional, destacamos, como lo hace Liberman, que el pensamiento de Mitchell nos permite despojarnos de criterios institucionales o morales a la hora de valorar las teorías que estudiamos. Esto es relevante si el objetivo es que nos sirvan para nuestro trabajo clínico. Recordemos que Mitchell considera que una teoría será más o menos útil de acuerdo a la forma de pensar, en momentos históricos concretos, acerca de la mente. Hoy, los marcos teóricos psicoanalíticos necesitan incluir disciplinas como la neurociencia o el feminismo, así como las corrientes de pensamiento que atraviesan todas las disciplinas que se ocupan del estudio del ser humano: el constructivismo, el contextualismo, el post-estructuralismo… Tener en cuenta todo esto es lo que hizo del psicoanálisis relacional una propuesta contemporánea de pleno derecho. 

Segunda parte, en la que se profundiza en el modelo psicoanalítico relacional propuesto por Mitchell

Esta parte incluye el Capítulo 4: “Mitchell, un constructor de puentes, sinfonía en cuatro movimientos”.

Ariel Liberman estructura la revisión del modelo psicoanalítico de Stephen Mitchell en cuatro momentos históricos, cuatro “movimientos” que reflejan la evolución del pensamiento del psicoanalista y a partir de los cuales se van integrando sus distintas propuestas. Dejaremos esa estructura para el lector del libro y, al servicio de su síntesis, expondremos aquí las ideas principales, algunas de las cuales ya las hemos visto, en el apartado anterior, como principios fundamentales del modelo psicoanalítico relacional.

Señalemos, antes de empezar, que Mitchell introduce la dialéctica como idea fundamental que atraviesa su modelo y los elementos que lo conforman. Con dialéctica se refiere a la relación interdependiente y transaccional que ocurre entre conceptos o elementos opuestos, que se necesitan mutuamente, que permite integrar la ambigüedad y el conflicto. Veremos que con la idea de dialéctica se introduce también el concepto de conflicto intrapsíquico relacional.

Matriz relacional. El self, el otro y la relación entre ambos

Mitchell propone que nuestras experiencias interpersonales quedan representadas internamente en un sistema o matriz relacional, de acuerdo al cual se estructura la psique y también queda definido quiénes sentimos que somos, nuestra identidad. No olvidemos que, en el psicoanálisis relacional, la unidad de estudio es el sujeto en relación porque se piensa que no existe la mente aislada. Así, el sistema de representaciones internas que recoge las primeras experiencias relacionales condiciona y a su vez queda condicionado por la forma en la que el individuo establece y crea sus vínculos, se relaciona consigo mismo y con los demás. La matriz relacional, la representación interna de quiénes somos y quiénes son los otros, así como qué relación nos vincula, se va conformando a partir de la interacción dialéctica entre relaciones internas representadas y relaciones externas reales, entretejidas las unas en las otras, influyéndose mutuamente y formando un todo inseparable.

De esta forma, se van configurando las representaciones de tres dimensiones o polos interconectados: el self, el otro (el objeto) y los intercambios entre ambos. Cómo queda representado internamente uno de los polos, dice Mitchell, va a depender de los otros dos. Liberman argumenta que cada una de las tres dimensiones que componen la matriz ha sido trabajada en profundidad por alguna de las teorías del container relacional. Por ejemplo, el polo self, que tiene que ver con la autopercepción, fue desarrollado sobre todo por Winnicott y Kohut y por los psicólogos contemporáneos del self. En este polo, donde el objeto está implícito, se juegan funciones de autorregulación y de coherencia del sentido de uno mismo. La segunda dimensión, el polo objeto, es sobre todo estudiado por teorías interesadas en cómo los vínculos y las identificaciones con el otro configuran el psiquismo. El self está implícito en estas teorías, cuyo representante más significativo es Fairbairn, pero lo determinante aquí es conservar el vínculo, sacrificando si es necesario la coherencia interna. Y, por último, el polo “interacción” ha sido contemplado por teorías centradas en lo que ocurre específicamente en los intercambios del self con el objeto, tanto en el pasado como en el presente. En este caso, los interpersonalistas, cuyos principios ya hemos expuesto.

Matriz relacional: la agencia

Mitchell también incluye en su matriz relacional un cuarto elemento: la agencia, que Liberman destaca, ya desde el prólogo, como una de sus aportaciones más controvertidas e interesantes. Con este concepto se trata de responder a la pregunta que dejó abierta Freud al cuestionar la voluntad, entendida como libre albedrío. Se pregunta Mitchell: si estamos determinados por nuestras dinámicas internas, dónde queda nuestra capacidad de reflexión, de decisión o de acción. Liberman aclara que desde la perspectiva relacional también se considera que la mente está condicionada por procesos inconscientes, que se estructuran en torno a experiencias vividas que posibilitarán o restringirán al individuo en determinados sentidos. Sin embargo, Mitchell también considera que hay una responsabilidad del sujeto en sus elecciones pasadas y presentes, aunque estas estén condicionadas internamente.

Efectivamente, para Mitchell, agencia y motivaciones inconscientes no son excluyentes, sino aspectos simultáneos de la psique. La agencia tiene así una doble vertiente: la vinculada a la libertad como fuente de acción, que trasciende los condicionantes históricos; pero también la vinculada a la repetición, a la forma que tenemos de organizar y reorganizar los vínculos de la misma manera. Existen por lo tanto dos sentidos: uno de repetición y otro de apertura, lo que nos permite recuperar la capacidad de hacer las cosas de otra manera y por ello somos, en cierta medida, responsables de lo que hacemos.

Como otros autores, Mitchell se valió de la metáfora del artista para explicarlo: todo acto creativo hace uso de medios materiales concretos que responden a momentos culturales también concretos. Pincel, pigmento, lienzo, ordenador. Estos medios condicionan lo que se puede hacer —e incluso qué ideas creativas se pueden tener, matiza Liberman—. Dentro de ese determinismo, sin embargo, hay libertad de elección y hasta cierto punto se puede decidir qué se hace con aquello de lo que se dispone. Mitchell aplica esta metáfora a la mente y considera que ni todas las elecciones están determinadas por lo previo internalizado, ni todas las elecciones son libres. Activa aquí, de nuevo, el dispositivo conceptual de la dialéctica, puntualiza Liberman.

Con el concepto de agencia, Mitchell introduce el asunto del conflicto intrapsíquico, que irá completando con la idea de la multiplicidad del self, como veremos en el punto siguiente. Él considera que el conflicto no es entre pulsiones y demandas sociales o morales, sino entre (1) la inevitabilidad de aquello que determina la matriz relacional (las formas internalizadas de organizar los vínculos y conservarlos); y (2) nuestra agencia, que pone en cuestión ese determinismo y abre otras posibilidades. En este aspecto, Liberman resalta que la matriz relacional, con sus tres dimensiones relacionales y la agencia, fue pensada por Mitchell desde y para la aplicación clínica. Que la agencia otorgue una posibilidad de elección, reconociendo por supuesto todos los límites que nos impone nuestra experiencia relacional, permite a paciente y analista retar la rigidez de patrones internos disfuncionales, fruto de “elecciones” pasadas. Como veremos en el capítulo dedicado a la técnica, esto tiene consecuencias para el proceso analítico, donde se conjugarán dos aspectos aparentemente irreconciliables: la inevitabilidad sustancial a los patrones relacionales del paciente y la necesidad de encontrar una salida a lo que parece inevitable.

La multiplicidad del self

Mitchell considera que uno de los cambios más importantes en psicoanálisis es el haber dejado de pensar en la identidad como algo unitario y estático, y empezar a considerar su naturaleza múltiple —con esta idea, se hace eco de un debate contemporáneo que tiene lugar dentro y fuera del psicoanálisis—. Para el modelo relacional, la multiplicidad implica que una misma matriz relacional (una misma mente) va a albergar múltiples configuraciones o estados del self. Aquí tenemos de nuevo el conflicto relacional, porque algunos estados internos no serán compatibles entre sí y, para favorecer la coherencia, quedará restringida la integración de la multiplicidad que, sin embargo, es esencial de la condición humana.

El sistema del self (la matriz relacional), según Mitchell, no solo es múltiple (tiene múltiples configuraciones); además es psicodinámico y sus distintas dimensiones intrapsíquicas se activan según la situación interpersonal en la que se encuentra el sujeto. Así lo explica él: los estados o configuraciones del self son en realidad dimensiones sujeto-objeto-relación, en un campo de interacción, como hemos visto en el punto anterior. Además, cada estado tiene su propia estructura psicodinámica, una unidad independiente de motivaciones, experiencias, valores, intenciones, resultado de su propia historia relacional. Qué forma adquiere cada estado del self, qué conflictos y qué defensas desarrolla, tiene que ver con lo que el niño tuvo que hacer o a qué tuvo que renunciar para adaptarse a la naturaleza emocional y psicológica de los cuidadores, para establecer y conservar el vínculo con ellos.

La necesidad de vincularse es tan esencial para un niño que lo va a conseguir sea como sea. Así, lo que se exige para conservar el vínculo determina la naturaleza de las primeras relaciones y por lo tanto también determina la psique, más allá de la calidad del vínculo o de si este fue o no deficitario. En esto Mitchell se desmarca de las teorías del desarrollo, que estudian las fallas en la infancia como obstáculos al desarrollo psicológico, pues a él no le interesa tanto lo que faltó (que sin duda faltó, desde cierto esquema de desarrollo), sino lo que “sí hubo en lo que no hubo”. De acuerdo a lo que hubo, abundancia o carencia como característica específica de las formas de estar con el otro, la mente se estructura de la manera en la que lo hace.

Por otro lado, la integración de la multiplicidad también queda condicionada por la naturaleza de los primeros vínculos. La matriz relacional será más o menos rígida dependiendo de flexibilidad de las exigencias de los cuidadores, de lo que requerían que el niño fuese para vincularse con él y reconocerlo. Aquello que no está en sintonía con lo que el cuidador aprecia o valora queda fuera del tejido relacional “oficial”, sin coherencia interna. Nuestras experiencias interpersonales nos permiten así convertirnos en un tipo determinado de ser humano y no en otro.

Por eso, adaptarnos implica que desarrollaremos aspectos sanos y otros no tanto, porque el objetivo no es la salud mental —tenga la definición que tenga—, sino conservar los vínculos significativos que nos permiten sentirnos seres humanos, aunque sea a costa de nuestra salud. Efectivamente, quedamos condicionados por la naturaleza de nuestras primeras relaciones significativas, por aquello que nos permitió establecer y mantener los primeros vínculos, aunque Mitchell puntualiza que las dinámicas relacionales que se generan en la infancia son importantes porque son las primeras, pero, de nuevo al contrario de lo que se argumenta a veces desde la psicología del desarrollo, las relaciones significativas generan, perpetúan o modifican dinámicas internas a lo largo de toda la vida.

Pensando en la clínica, como siempre, el problema que plantea Mitchell es que nos aterrorizará cambiar configuraciones relacionales internalizadas en la infancia, incluso tras la conciencia de cómo nos perjudican, pues renunciar a ellas implica sentirnos aislados. Es decir, perdemos los vínculos —reales o representados/imaginados— si rompemos los acuerdos exigidos para conservarlos. Por eso Mitchell habla de conflicto de lealtades entre dimensiones y/o configuraciones relacionales. El conflicto se produce entre la lealtad a aquello a lo que se renunciamos voluntaria aunque inconscientemente porque no complace al otro, pero que es nuestro y es vital; y la lealtad a aquello a lo que nos entregamos porque sí complace a los demás, pero que de alguna forma sentimos como impuesto y obligado.

Reflexionando acerca de la experiencia de autenticidad o de lo íntimamente propio, Mitchell reconocerá que más allá de la multiplicidad de los estados internos, existe en el ser humano la experiencia de un self genuino — aunque esta dimensión no la encontramos en determinados contenidos mentales, sino en las formas de relacionarnos con nuestra propia experiencia. Sin embargo, advierte del peligro de interpretar como ajenos o inauténticos, incluso como defensas no saludables, aspectos que también pertenecen al individuo. El objetivo de un tratamiento psicoanalítico relacional será buscar la integración (no la unificación forzada) de los aspectos en conflicto, aumentando las posibilidades de transitar de unos estados a otros. Se trata de aprender a convivir con una variedad de configuraciones relacionales que no siempre están conectadas entre sí y que algunas, hasta ahora, eran incluso “desconocidas” para el paciente. La meta es la multiplicidad y la división, no la armonía o la unidad, y que el paciente pueda desarrollar una tolerancia a la inevitable ambivalencia de su complejo mundo interno. 

Los modos en los que nos relacionamos

Otro importante elemento del modelo psicoanalítico relacional de Mitchell es la organización teórica de los distintos modos de interacción, en torno a los cuáles se generan las experiencias que dan forma al mundo interno. Mitchell realiza una síntesis crítica de lo que vienen diciendo las distintas teorías “relacionales” sobre la interacción, en su búsqueda de un modelo útil para el ejercicio clínico. Incluye aquí a psicoanalistas del desarrollo, como Daniel Stern, o de la intersubjetividad contemporánea, como Jessica Benjamin. Como siempre, Mitchell no pretende encontrar un esquema al que acomodar la realidad, sino una teoría que permita reflexionar sobre la interacción en la consulta.

Así, Mitchell considera que el desarrollo del individuo permite integrar cuatro modos de interacción cada vez más sofisticados, que en el adulto terminan funcionando de forma simultánea e integrada. Se parte de un modo no-reflexivo de relacionarse, que regula automáticamente la interacción y que genera patrones de influencia mutua que no son conscientes, ni se han simbolizado ni pensado. El segundo modo, que Mitchell llama de permeabilidad afectiva, es un nivel más complejo de esta interacción no verbal. Los estados afectivos se contagian entre los participantes de una relación y la interacción generará modificaciones en ellos, aunque se mantiene fija cierta estructura interna.

En el tercer modo, las configuraciones self-otro, las representaciones relacionales ya son simbólicas, y se organiza la experiencia a partir de interacciones cuyo significado es co-construido. En este modo de relación hay una dialéctica entre lo interno y lo externo que se refleja en las representaciones internas de los intercambios. Da lugar a las configuraciones relacionales que forman parte de la matriz, como ya hemos comentado: los polos self-otro-relación, íntimamente ligados en una dialéctica de influencia transaccional, quedando cada una de las configuraciones del self como unidad funcional que contiene todos los polos.

Por último, la intersubjetividad (en sentido restringido, como lo denomina Liberman), un cuarto modo de relación, abre la posibilidad de apreciar al otro como agente, con motivaciones propias. En el intercambio intersubjetivo, ambos participantes son reconocidos como sujeto a la vez que pueden funcionar como objeto sin quedar anulados. Este modo de relación permite el desarrollo del sentido de agencia. Mitchell rescata de Benjamin la idea de que la intersubjetividad es un logro temporal, se alcanza y se pierde, en tránsito continuo (una dialéctica) entre la negación y el reconocimiento del otro.

Para finalizar esta segunda parte del libro, recordemos que los modos de la relacionalidad, así como los conceptos de matriz relacional y la multiplicidad del self, conforman el modelo teórico del conflicto relacional. Esto tendrá una repercusión en la forma de trabajar con los pacientes, pues el cambio de paradigma afecta también a la teoría de la técnica, como va a exponer Liberman en el siguiente capítulo. En este sentido, la idea de una dialéctica entre la rigidez de las configuraciones relacionales y la libertad condicionada que proporciona la agencia implica que habrá dos momentos en el proceso analítico relacional: uno de indagación de la naturaleza de la matriz relacional del paciente, cuando cualquier intervención que haga el analista va a estar irremediablemente inserta en esa matriz (que recoge el primer sentido de agencia, articulado con la repetición). Y un segundo momento en el que se trata de poner en cuestión aquello que parece irremediable, conociendo y reconociendo los patrones internos y su determinismo, pero generando posibilidades de hacer algo con ellos (segundo sentido de agencia, articulado con la producción de una diferencia o novedad). Para llevar a cabo este tipo de trabajo, Mitchell descarta la aspiración a una racionalidad técnica ni a que se puedan aplicar conocimientos universales a problemas concretos sin haber revisitado, en primer lugar, la calidad de aquello que se intenta resolver. Vamos a verlo.

Tercera parte, teoría de la técnica

Esta parte incluye el Capítulo 5: “El modelo del proceso psicoanalítico según Mitchell: una nueva mirada”.

 El problema de la libertad clínica no tiene una solución genérica”, afirma Stephen Mitchell (p. 177) en una cita al inicio del capítulo dedicado a la técnica. Efectivamente esta va a ser la conclusión que sacamos al terminar de leerlo. Los conceptos clínicos que aquí se analizan proponen, más que un “camino correcto”, ideas que nos ayuden a mantener la función analítica en un contexto de libertad de acción que se considera inevitable. Sigue Ariel Liberman con la cita de un músico, Miles Davies: “A veces hay que tocar mucho tiempo para poder tocar como uno mismo” (p. 178). Y esto nos adelanta también algo de lo que viene: libertad no es libertinaje, la libertad técnica se ejerce sobre una base de trabajo y rigor.

Lo que marca la teoría de la técnica de Mitchell es, como en el resto de la teoría relacional, la consideración de que la interacción atraviesa sin remedio los procesos, determinándolos. La primera consecuencia es el reconocimiento de la influencia inevitable de la subjetividad del analista en aquello de lo que forma parte, lo que incluye en primer lugar la situación analítica. Solo si reconocemos nuestra inevitable participación, renunciando al ideal de neutralidad, podemos hacer un uso responsable de ella, dirá Mitchell. Esto incluye reconocer que lo que ocurre en sesión es creado conjuntamente entre paciente y analista, en una colaboración horizontal (aunque asimétrica). Más aún, que en nuestra intervención se van a jugar motivaciones inconscientes que no podemos controlar, igual que les ocurre a nuestros pacientes, lo queramos o no.

La segunda consecuencia es que ninguna prescripción puede considerarse universal, pues su utilidad dependerá del contexto. Dice Greenberg, en una cita que escoge Liberman para ilustrar esta idea: “Un psicoanálisis relacional maduro (…) no nos dice qué debemos hacer, sino que nos ofrece un modo de pensamiento sobre lo que estamos haciendo. El problema de los cánones técnicos no es si son correctos o incorrectos, sino que presuponen que hay a priori una forma correcta de intervenir en un proceso psicoanalítico” (p. 200). Efectivamente, para Mitchell las intervenciones clínicas cobrarán su significado en un contexto interpersonal condicionado por los patrones internos relacionales que están en juego, los que trae el paciente y los del propio analista. No hay normas universales, lo que abre la esfera de nuestras posibilidades de intervención, pero también nos coloca, como profesionales, en un lugar de incertidumbre y de poca seguridad.

La tercera consecuencia de la interacción en un análisis deriva de la segunda: no hay intervenciones neutrales, ni puede haberlas. Ni siquiera el silencio, que será respetuoso con un paciente, pero resultará invasivo para otro. Qué significado adquiere lo que hacemos depende, como decíamos, del paciente, del analista y del campo relacional, en una situación concreta. No hay posibilidad de no intervenir, dice Liberman, sino maneras de hacerlo. Cómo intervenimos, en qué momento determinado, con qué paciente y en respuesta a qué, pasa a ser foco de indagación. Así, ninguna intervención es a priori buena o mala y aquí nos advierte Liberman de que uno de los peligros en los que también podemos caer desde el psicoanálisis relacional: concebir nuestra participación como una técnica, es decir, como un procedimiento reglado y controlado.

¿Qué nos exige todo esto como psicoanalistas? Tolerar la incertidumbre y la falta de control, manejarnos en un aparato técnico que no nos va a permitir obtener respuestas claras. El trabajo analítico, por definición, nos coloca en un lugar de vulnerabilidad y Mitchell cree que muchos mandatos técnicos tienen que ver con la imposibilidad de tolerarnos vulnerables. Sin embargo, puntualiza, va a ser necesario tolerarlo porque no hay verdadero trabajo analítico que no produzca ansiedad. 

Así, el psicoanálisis relacional no va a ofrecer al analista un conjunto de normas que aplicar. Se le pide una toma de postura que incluya el reconocimiento de su participación y pensar sobre esto con rigor analítico, con apertura a la autorreflexión responsable. La sensibilidad autorreflexiva de tipo psicoanalítico que propone Mitchell necesita un gran entrenamiento, pues habrá que atender varias líneas de significado al mismo tiempo. Es una autorreflexión amplia que abarca los conflictos, las ambigüedades y las contradicciones de uno mismo, el analista, en relación con un otro, el paciente, también en conflicto. Y será además una autorreflexión responsable, porque en la variedad de formas de pensar acerca de nuestra interacción, siempre tiene que estar de fondo el bienestar del paciente y el mantener analítico el proceso.

La relación transferencial

De acuerdo al modelo relacional, el paciente traerá a consulta su patrón de relación interno, que es en realidad su forma de vivir y de establecer sus vínculos. Aunque necesita cambiar, teme perder con el cambio la única forma que conoce de vivir y de vincularse. Es leal a sus objetos malos (como los denomina Fairbairn), a sus objetos viejos (como los denomina Loewald). Mitchell piensa que el analista participará involuntariamente en ese patrón del paciente y que su influencia en el proceso, el impacto de su contratransferencia consciente e inconsciente, está ocurriendo continuamente y no existe forma de atenuarlo. Ser responsable con esa realidad implica entregarse —o verse entregado, matiza Liberman—, a las propuestas relacionales que trae el paciente, como algo inevitable, y tratar de convertir nuestra participación en objeto de reflexión analítica.

Más aún, continua Mitchell, el peligro de querer mantenernos al margen es que podemos estar duplicando la historia interpersonal del paciente y encima sin darnos cuenta, porque de hecho el paciente se adapta bien a sus patrones relacionales, lleva haciéndolo toda la vida. El encuadre termina siendo así una forma de repetición no identificada, que nos da una falsa sensación de seguridad y obstaculiza la reflexión. Aceptar que estamos participando constantemente, sin darnos cuenta, en la trama transferencial no va a evitar que esa participación ocurra, pero nos va a ayudar a que nuestras motivaciones inconscientes no campen a sus anchas en la relación terapéutica, completamente fuera del alcance de la vista. O, al menos, a estar abiertos a una reflexión sobre algo que de entrada no vemos. El objeto de la autorreflexión no es tanto dominar la contratransferencia, puntualiza Mitchell, sino ayudarnos a percibirla y comprender —si podemos— qué lugar ocupa en la relación.

De hecho, el paciente sí ve al analista, o una versión del analista en relación con él, por mucho que este trate de esconderse detrás del telón de la neutralidad. Más aún, buscará en lo que ve la mejor forma de vincularse según sabe hacerlo. Por eso no tiene sentido pensar que la personalidad del terapeuta no afecta la transferencia que desarrolla el paciente, aunque trate de no hacerlo intencionadamente. No hay lugar para ocultarse, afirma Liberman citando a Karen Maroda (p. 211). Si no reconocemos esto, tampoco podremos ver las formas en las que el paciente se acomoda a nosotros, formas no especialmente saludables y por las que probablemente ha consultado. Negar nuestra participación inconsciente, dice Mitchell, terminará generando un diálogo paralelo, no expreso, sobre el vínculo terapéutico. Un diálogo subterráneo que queda escondido y no puede ser pensado, tampoco analíticamente.

Liberman destaca que en el psicoanálisis relacional se da mucha importancia al concepto de enactment, que luego veremos con más detalle, porque con él se define bien la idea de la existencia de una trama transferencial-contratransferencial, donde se juegan aspectos inconscientes de paciente y analista que tienen que ver con un patrón relacional que se ha puesto en escena en el transcurso del tratamiento. Veremos también que Mitchell considera que siempre hay una interacción que nos involucra y que lo que permite el concepto de enactment es aislar de ese flujo continuo ciertas escenas para ponerlas al servicio del tratamiento. Hay que destacar que para que esto ocurra, la participación del analista tiene que ser genuina, no puede ser un recurso técnico que busque una “experiencia emocional correctiva” (recordando a Alexander, p. 128). Mitchell afirma que encontrarse en un enactment nos coloca temporalmente y “sin haberlo solicitado” (Stern, 2004) en un lugar incómodo y desconcertante. Y sin embargo es un lugar necesario, ya que lo que nos ocurre allí es justo lo que necesitamos explorar y entender. La contratransferencia inconsciente que se pone en juego en los enactments se convierte así en una importante herramienta de comprensión, dice Mitchell.

Más aún, los enactments también ayudan a que el paciente pueda acceder a aquello que comprende el analista. Veamos cómo: las herramientas para explicarle al paciente lo que pensamos que está ocurriendo, y que analiza Liberman en este capítulo, son la interpretación y las autorrevelaciones. Sin embargo, como nos advierte el autor, lo que se revela o se interpreta tiene que ver con los aspectos inconscientes, los puntos ciegos de los patrones relacionales que se han puesto en juego en el enactment. Precisamente por eso el paciente, de entrada, no puede escuchar o aceptar lo que el analista desea que entienda. Será necesario encontrar primero alguna alternativa a su forma de relacionarse, al patrón interno que precisamente le impide tomar conciencia de aquello que necesita comprender. Mitchell propone una solución a este problema aparentemente irresoluble: trabajar con las alternativas relacionales que surgen en el intento de solucionar los enganches o conflictos transferenciales-contratransferenciales de los enactments.

Las intervenciones

Una mirada relacional a las intervenciones del analista nos permite asumir algo que, una vez lo dice Liberman, resulta evidente: los pacientes no tienen porqué entender nuestras interpretaciones como tales o incluso si lo hacen, no tienen porqué darles el mismo sentido que nosotros pretendemos que tengan. Que la interpretación es un acto neutral de transmisión de información es la premisa equivocada que, para Mitchell, caracteriza las distintas teorías que reflexionan sobre la herramienta estrella del psicoanálisis tradicional. Liberman repasa algunas: desde las variantes del concepto de alianza de trabajo o relación real; pasando por la empatía como provisión de una experiencia emocional correctiva; hasta la interpretación de cómo se relaciona el paciente con la propia interpretación. Todas ellas asumen que, de algún modo, el analista, su subjetividad, puede quedar fuera del acto de interpretar y, en consecuencia, se buscan formas de evitar el desencuentro entre la intención de la interpretación y el efecto que tiene en el paciente lo interpretado. Esto para Mitchell es otro imposible, ya que toda interpretación es en realidad un “acontecimiento relacional complejo” (p. 234), en el que revelamos sin querer algo nuestro y de lo que nos está ocurriendo con el paciente.

Así, la función terapéutica de la interpretación no es solamente que el analista le transmita al paciente alguna información sobre su problema, sino que, al interpretar, se está hablando del vínculo terapéutico, de cómo es la relación, “de qué tipo de relación es posible” entre ambos (Mitchell, p. 234). Interpretar, dice Liberman, implica establecer, simultáneamente, las coordenadas de la relación que proponemos al paciente. Ya que cualquier cosa que hagamos en sesión, incluyendo la interpretación, estará inserta en la trama transferencial, se trata entonces de encontrar una forma conjunta de dar sentido y significado a lo que se está interpretando (o visto relacionalmente, a lo que está ocurriendo).

Esto también lo aplica Mitchell al concepto de autorrevelación, muy valorado por los psicoanalistas relacionales. Es decir, tratemos de no caer en el error de pensar que la autorrevelación sea una forma distinta y mejor de ofrecer información que la interpretación clásica. Tampoco será ajena a la trama transferencial, porque no es posible controlar lo que transmitimos cuando hacemos una autorrevelación —revelamos probablemente muchas más cosas de las que pretendemos, entre ellas, los múltiples aspectos de nuestra subjetividad—. Más aún, muchas veces estamos autorrevelando sin darnos cuenta de que lo estamos haciendo. Y, por último, tampoco podemos controlar el efecto que una autorrevelación va a tener en el paciente. Esto dependerá, insistirá Mitchell, de la singularidad de cada encuentro.

De nuevo, reconocer esto nos permite abrir un espacio para la autorreflexión, para explorar cómo se enmarca nuestra autorrevelación en la configuración relacional en la que nos encontramos. La autorrevelación será útil, dice Mitchell, cuando ayuda a articular la relación transferencial de una forma útil, siempre reconociendo que paciente y analista no están en igualdad de condiciones. Habrá servido si amplió las vías de exploración y no habrá servido si ha consolidado las viejas formas de relacionarse. Y, al igual que ocurre con la interpretación, solo explorando la percepción que tiene el paciente de lo que autorrevelamos podemos acceder a su significado, que hemos co-construido, y en ese mismo acto de reconocimiento del otro, ofrecer nuevas posibilidades de relación. Ahí está su función terapéutica.

Enactment y acción terapéutica

Con el enactment entran Mitchell y Liberman en uno de los conceptos más complejos que esta perspectiva aporta al psicoanálisis, precisamente donde se encuentra el foco de la acción terapéutica según la teoría relacional. El enactment, como decíamos antes, es una puesta en escena y lo que se pone en escena son los patrones, las configuraciones relacionales dinámicas, en las que participan paciente y analista. Es decir, lo defendido, los puntos ciegos, lo disociado de ambos, el conflicto relacional. El problema —o no— es que precisamente por ser psicodinámicos, ocurren fuera del alcance de la vista, cuando estamos desprevenidos, explorando tranquilamente. Liberman destaca a Levenson como uno de los autores que más ha aportado a este concepto relacional elemental, aunque matiza que el término fue acuñado por Theodor Jacobs.

Aunque Levenson no utiliza la palabra enactment, sí hace uso del concepto y lo que él dice en sus escritos ayuda a su comprensión: en un enactment el analista es co-protagonista junto con el paciente de un desencuentro.  O mejor aún, de un tipo particular de encuentro donde están poniéndose en escena, en vivo, los aspectos conflictivos y defendidos de las configuraciones relacionales que complican la vida al paciente. Por eso la verdadera elaboración no es fruto sólo de las interpretaciones, sino de poder trabajar juntos, desde dentro, una salida a la situación compartida.

Nuestra participación genuina, la experiencia relacional creada conjuntamente con el paciente, dice Liberman, es lo que nos permite acceder al problema que se juega en el enactment. Gracias a este trabajo a cuatro manos ocurre —quizás— un cambio en el campo relacional, emerge una versión consensuada, un tercero, que es fruto del reconocimiento mutuo intersubjetivo. La participación y el enredo, dirá Mitchell, son necesarios, pero es que además son inevitables y como es ahí donde se cuecen las habas analíticas, mejor aprovecharlos a favor del tratamiento. Nuestra participación no premeditada y el reconocimiento de que estamos contribuyendo a lo que pasa nos ayudará a llevar el proceso a buen puerto.

Como adelantábamos arriba, la teoría interpersonal llama nuestra atención acerca de lo inevitable de estos desencuentros. Es más, como decíamos antes, Mitchell considera que, en realidad, toda interacción entre paciente y analista forma parte de un enactment, porque ningún intercambio queda fuera de la trama transferencial, es decir, ningún intercambio está libre de la influencia de las motivaciones inconscientes de sus participantes. Liberman matiza que estamos ante un concepto que resulta útil clínicamente, el enactment, porque se refiere sobre todo a los momentos en los que la relación hace ruido y que nos interesará explorar si hemos podido “oírlo”. Por eso Mitchell habla de aprovechar que nos hemos descubierto dentro (de un enactment), porque solo si nos cazamos con las manos en la masa tenemos realmente las manos en la masa.

Certezas e incertidumbre

Liberman plantea que el psicoanálisis relacional, por estar basado en los principios fundamentales de la teoría interpersonal, que ya hemos visto, abre un interrogante acerca de las certezas del analista. Afirma que, en el psicoanálisis contemporáneo, así como en otras ciencias del conocimiento, se ha pasado de una racionalidad clásica, que permite —en teoría— un conocimiento objetivo de la realidad, a un pensamiento hermenéutico-constructivista, que cuestiona si el analista puede tener certezas. En el pasado, este problema abrió un debate entre ciencia y religión, como el que mantuvo Freud en sus escritos. Para Mitchell, sin embargo, hoy la comprensión de la realidad implica no solo considerar la complejidad de las causas de un comportamiento o un síntoma, como ya adelantó Freud, sino también la ambigüedad de estas causas.

Así, Mitchell considera que el conocimiento que podemos alcanzar siempre será sobre una versión posible de la realidad. Para que se dé ese conocimiento, además, será necesario incluir el reconocimiento de que hay otras posibles versiones y de que a veces estas son contradictorias. De hecho, dice Liberman, Mitchell cuestiona la posibilidad de que el conocimiento científico pueda dar respuesta a cuestiones humanas fundamentales. Y esto atañe también a las versiones del psicoanálisis que dan respuestas definitivas, ya sean pulsionales o relacionales. Nos invita a cuestionarnos continuamente sobre lo que damos por hecho, aunque el objeto de cuestionamiento sea la propia teoría relacional. Esta forma de entender la verdad incluye lo contextual, la pluralidad de los aspectos internos que condicionan la mirada, lo subjetivo y el diálogo.

Con este asunto, se pone sobre la mesa el debate abierto por el perspectivismo de la teoría interpersonal, asunto que Mitchell recoge en su revisión crítica del psicoanálisis. Él señala que creer que no hay una única verdad cognoscible no es caer en un “todo vale” ingenuo y radical. En un tratamiento psicoanalítico, afirma, se trata de construir con el paciente nuevas versiones que sean coherentes con los hechos que forman parte de su historia relacional. Que no haya una única verdad no quiere decir que no haya verdades posibles o imposibles. Lo que propone Mitchell no es cambiar lo que ocurrió, sino derrumbar el orden narrativo establecido, para poder construir otras narraciones con los mismos materiales, para reorganizar la experiencia y dotarla de nuevos significados.

Por eso hoy la autoridad del analista no puede darse por hecho, afirma Liberman, y emerge precisamente de su capacidad de negociar con el paciente la construcción conjunta de salidas distintas a los desencuentros relacionales, salidas que permitan la exploración y la ampliación de posibilidades, que proporcionen nuevas formas de relacionarse con uno mismo y con el mundo. En este sentido, el desarrollo de la capacidad autorreflexiva de tipo psicoanalítico es para Mitchell uno de los objetivos centrales de un proceso analítico relacional. Esta capacidad no solo nos ayuda a pensar sobre nosotros mismos, sino también a tolerar la variedad de estados que conforman quiénes somos y a sostener la tensión de los conflictos entre nuestros distintos estados internos. Articular una dialéctica que permita integrar la ambigüedad es el arte que el analista relacional puede llegar a dominar si acepta lo que no va a conseguir nunca dominar: su participación subjetiva en el camino al cambio.

El cambio

El cambio analítico no es solo un acontecimiento intrapsíquico, sino también relacional. Mitchell revisa críticamente la consideración clásica de que el cambio psíquico precede al comportamental, pero no lo hace simplemente invirtiendo los términos, como a veces leemos en los textos del psicoanálisis relacional. Efectivamente, son los cambios en la experiencia, en lo vivido, los que permiten flexibilizar las configuraciones relacionales que pueblan los mundos internos, pero estamos de nuevo ante un proceso transaccional que se retroalimenta, que como las manos de Escher no se sabe dónde comienza. Esta característica de transaccionalidad es la que le importa a Mitchell, más allá del qué origina qué.

Por otro lado, lo que se pretende con el cambio es el enriquecimiento de las relaciones de objeto, para que surjan nuevas posibilidades de relación. Como diría Fairbairn, que se abra una brecha en la relación de objeto como sistema cerrado. Sin embargo, para que el cambio tenga lugar, advierte Mitchell, hay que contar con el hecho de que no podemos renunciar del todo a las viejas relaciones de objeto, a nuestra matriz relacional, a nuestra vieja forma de vincularnos, sin entrar en una angustia insuperable. Por eso el cambio no es el resultado de una propuesta externa, estéril, limpia, sino del trabajo “sucio” que solo puede llevarse a cabo desde dentro. Para Mitchell la acción terapéutica reside precisamente en la realización de una operación aparentemente imposible: pasar a formar parte del problema que queremos resolver y a su vez encontrar una salida.

Efectivamente, como hemos visto con el concepto de enactment, para que el cambio tenga lugar, paciente y analista deben participar juntos en una configuración relacional problemática, para comprenderla y desde ahí buscar un nuevo modo de participar. Pero en este mismo intento se juega algo del problema del cual tratamos de salir y se produce, en el propio intento, una forma de repetición. La única forma de ofrecer algo nuevo es participar genuinamente con el paciente en esta situación sin salida y terminar encontrando una forma de estar juntos que sea diferente. Se trata de ofrecer nuevas formas de conexión y de relación, nuevas formas de establecer y mantener los vínculos, a partir de la construcción en colaboración de una nueva forma de estar juntos, paciente y analista.

En resumen, hemos visto que los principios interpersonalistas que atraviesan el desarrollo del modelo del conflicto relacional y que determinaron sus características, empapan también la teoría de la técnica, imposibilitando la propuesta de herramientas estandarizadas. Solo nos queda la autorreflexión de tipo psicoanalítica y el reconocimiento de nuestra implicación en lo que ocurre, como recursos que nos ayudarán a estar con el paciente de tal forma que, pensando sobre lo que estamos haciendo, como decía Greenberg y ya hemos citado, podamos proporcionarle una experiencia de reconocimiento intersubjetivo genuina.

Casos clínicos y anexos

Para concluir, en el capítulo 6, titulado “Mitchell en la clínica cotidiana: un psicoanalista participante”, Liberman comenta los casos para él más significativos y en su comentario va integrando las ideas y conceptos técnicos que acabamos de ver. Mitchell, como señala Liberman una y otra vez, siempre pensaba en la clínica mientras gestaba su modelo teórico. Fue generoso con la transmisión de su forma de trabajar y en sus libros siempre encontramos ilustraciones y viñetas clínicas, gracias a las que podemos ver casi en vivo cómo aplicaba su teoría de la técnica. Insistimos en que, para apreciar el detalle de su forma de trabajar, que es de lo que se trata, remitimos al lector a este capítulo.

Por otro lado, Liberman termina con cinco anexos que ocupan una buena parte del voluminoso libro que tenemos entre manos, que complementan y enriquecen el contenido que acabamos de sintetizar: I. El contexto histórico y semblanza biográfico-profesional de Stephen A. Mitchell. II. El modelo clásico del proceso analítico. III. El modelo de detención del desarrollo, consideraciones sobre el proceso. IV. Culpa, agencia y finitud. V. Alrededor de la neutralidad: sus orígenes en el pensamiento de Freud.

Comentario crítico

La lectura de Conversando de psicoanálisis con Stephen A. Mitchell, una introducción a su pensamiento, del psicoanalista Ariel Liberman, nos lleva irremediablemente a concluir lo siguiente: no se puede comprender el psicoanálisis relacional sin comprender la aportación de Mitchell; así como tampoco podemos conocer el pensamiento de Mitchell sin conocer qué es el psicoanálisis relacional. Recordamos entonces otro libro, Faces in the Cloud, de los relacionales Atwood y Stolorow (1979), donde se argumenta que el mundo subjetivo de un autor determina la naturaleza de sus teorías, condicionando qué preocupaciones marcarán los temas centrales y cuáles quedarán fuera del foco de indagación. En las páginas de Conversando…, Mitchell queda retratado como un hombre profundamente dialogante e integrador, pero a la vez poseedor de un agudo pensamiento crítico. Y, efectivamente, también en el modelo de la mente que él nos propone, en el modelo del conflicto relacional, el diálogo horizontal, crítico e integrador es un rasgo fundamental de teoría y clínica.

El recorrido que hace Liberman en estas páginas tiene paradas que permiten al lector captar la complejidad, las idas y las vueltas, las influencias, y, en definitiva, las distintas capas que presenta el pensamiento de Mitchell. Iremos ubicándolo como un actor principal en la articulación del paradigma relacional, marco que integra teorías y autores que sitúan la interacción en el centro de la escena psicoanalítica. Así, el libro abarca tanto el análisis de un modelo psicoanalítico fundamental, como el estudio de una figura clave en la configuración del giro relacional. Su contenido está articulado en tres niveles narrativos complementarios y mutuamente enriquecedores: el pensamiento de Mitchell, por un lado; la teoría psicoanalítica relacional, por el otro; y la particular mirada de un autor —y un clínico relacional—, el propio Liberman. El placer por pensar, que en el prólogo del libro se destaca como rasgo distintivo de la personalidad de Mitchell, atraviesa los tres niveles y empapa toda la obra.

Que hay un placer en el pensar se siente desde las primeras páginas. Esto, por supuesto, tiene que ver con Mitchell, pero también tiene que ver con Liberman. Como dice Piera Aulagnier (p. 25), la mejor forma de conocer a un autor es pensarlo y, efectivamente, aquí Liberman “piensa” a Mitchell. Lo hace con un estilo un poco impresionista, a pinceladas sueltas que van integrándose hasta ir dando forma a lo que nos quiere contar. Por eso a veces tenemos la sensación, mientras leemos, de que atenerse a una estructura formal oprime en cierto modo al escritor y entorpece el flujo de una narrativa que es muy libre. Nos encontramos con que, a menudo, Liberman se sale del margen que le imponen los subtítulos y los epígrafes y se pone a reflexionar, a cuestionar, a asociar. Y esto, que podría confundirnos o perdernos, termina proporcionando un relato que aclara tanto como enriquece.

Como decíamos al inicio de esta reseña, el libro invita a sus lectores a participar de una animada conversación. No solo la de Mitchell con sus interlocutores, de su pasado y de su presente, del psicoanálisis y de otras disciplinas; sino también la que sostiene Liberman con Mitchell. Es una charla entre viejos amigos, pues el autor muestra un conocimiento muy profundo de la teoría y de la obra de Mitchell, lo que nos permite comprender cómo se va gestando y desarrollando su pensamiento: con quién habla, a quién está respondiendo, cuáles son sus acuerdos y sus desacuerdos, en quién está pensando cuando afirma tal o cual cosa. Dice Liberman que no es fácil pensar a Mitchell por lo complejo y rico de sus reflexiones, por los muchos entramados en los que transita. Sin embargo, ha conseguido salir airoso del intento, porque también él despliega un asombroso conocimiento de la historia del psicoanálisis, de teorías y autores que pone en relación y analiza a varios niveles: ideas, controversias, contextos de producción.

Así, entre los espacios formales de Conversando…, Liberman va entretejiendo sus reflexiones personales. Como en toda buena conversación, ilustra lo que está contando con citas y referencias que aclaran conceptos a veces muy complejos y controvertidos, como agencia o enactment. Además del psicoanálisis, se vale de otras disciplinas, como la música, la filosofía, la teoría crítica, la literatura, la antropología…, lo que genera una lectura exigente y grata. Como lectores no solo somos testigos de todo esto, sino que participamos del intercambio, pues su narración es generativa, nos invita a reflexionar también a nosotros y en el transcurso de la lectura nos surgen preguntas, divagaciones, asociaciones.

A este placer por pensar se une el afán de dialogar, que Mitchell entiende como un intercambio crítico, pero horizontal e integrador. Un diálogo que da lugar al otro en discordia, que permite avanzar, sin cerrar puertas. Se transforma así en dialéctica, pues una parte resignificará la contraria, complementándose ambas. Esto incluye la capacidad de conjugar lo nuevo con lo viejo, lo novedoso con lo anterior y Mitchell, buscando la coherencia con sus contextos contemporáneos, revisita el presente y el pasado de la historia del psicoanálisis. Desde lo nuevo, “reorganiza lo previo” y va tendiendo puentes. También los tiende Liberman, respecto al pensamiento de Mitchell.

Puntualicemos que Ariel Liberman forma parte de un grupo de psicoanalistas que, en la primera década de este siglo, empiezan a divulgar en España la teoría relacional. Habían tomado contacto con estas ideas unos años antes, como reacción al desencuentro entre el psicoanálisis oficial y la evidencia de la interacción en la clínica contemporánea. Entre otros, formaban parte de esa primera camada Alejandro Ávila, Hugo Bleichmar, Joan Coderch, Ramón Riera y el colectivo GRITA (que incluye, además de a Ávila, a Augusto Abello, a Manuel Aburto, a Rosario Castaño, a Carlos Rodríguez Sutil y al propio Liberman). El libro de Mitchell, traducido en la editorial mexicana Siglo XXI, Conceptos relacionales en psicoanálisis, una integración (1993), había llegado por fin a España y había abierto un camino hasta entonces muy poco transitado en estos parajes.

Como sus compañeros, Liberman se ha formado en las escuelas del psicoanálisis oficial, lo que le da acceso a una comprensión profunda y rigurosa del modelo del conflicto relacional, rigor muy necesario y que a veces se echa en falta en los foros de debate del psicoanálisis relacional. Este libro, junto con La tradición interpersonal, perspectiva social y cultural en psicoanálisis, de Ávila Espada (publicado por Ágora relacional en 2013), es el esfuerzo más importante que conocemos de ofrecer en español un mapa de los orígenes de esta perspectiva, algo que consideramos fundamental. Muy influido por la propia corriente que analiza en su libro, Liberman “sitúa” el psicoanálisis relacional, lo contextualiza en campos específicos no solo de conocimiento, sino también históricos, sociales e interpersonales. Y desde esa contextualización busca el diálogo crítico entre teorías y, como decíamos, tiende sus propios puentes.

Así, la propuesta de Mitchell, y también la de Liberman, funciona como antídoto para algunos de los problemas omnipresentes del pensamiento psicoanalítico —e incluimos en esto la propia perspectiva relacional—. Nos referimos a la militancia institucional y la ortodoxia, que lleva a la simplificación y a la descontextualización de la teoría contraria, del supuesto oponente. A la negación del otro, que impide una mirada crítica sobre aquello que se niega y que por eso mismo empobrece. A la falta de autorreflexión acerca de las limitaciones de nuestra propia teoría, que deriva en la adopción de posturas extremas y nos lleva al acting de nuestros puntos ciegos teóricos. Cuando nos aliamos con nuestras “familias” teóricas, enfrentados con otras familias, perdemos oportunidades de ese diálogo generativo, de aprendizaje, de apertura y de autorreflexion que caracteriza el pensamiento de Mitchell.

En este sentido, recordemos que a menudo la postura del psicoanálisis “oficial” ha sido afirmar, ante el giro relacional, que la interacción ya está considerada en las teorías clásicas. Sin embargo, sin negar esa verdad de Perogrullo, y tal y como destaca Liberman, lo que ha cambiado es la forma de entender la relación. De Sullivan y los interpersonalistas clásicos hemos aprendido que los contextos tienen un impacto en la conformación de la mente; que no está aislada sino inserta en relaciones, en torno a las cuales se estructura. De Fairbairn, que la libido no es una buscadora de placer, sino de objetos; y que es la relación, no la pulsión, la que organiza la mente dinámica. Con Levenson tomamos conciencia de la inevitabilidad de nuestra participación en el proceso analítico, de que la interacción es siempre co-construida y de que todo intercambio clínico forma parte de la trama transferencia-contratransferencia. Como hemos visto, Mitchell fue completando su teoría, pero sentimos que nada ha sido tan poderoso como esos primeros conceptos a partir de los cuales se gesta el modelo relacional. Efectivamente, se trata de una forma muy distinta de entender la interacción y la psique, el cambio es paradigmático.

Con el giro relacional empieza a considerarse que la mente no está aislada, sino situada en relaciones reales, aunque para Mitchell el mundo interno tiene tanta importancia como el externo. Liberman señala que no deberíamos identificar lo inconsciente solo con lo pulsional y que la teoría relacional propone su propio modelo del intrapsíquico. La diferencia elemental entre ambas escuelas, pulsional y relacional, es dónde sitúan el origen. Como hemos visto, en el modelo del conflicto relacional se argumenta que cualquier contenido interno, incluso las “pulsiones”, son expresiones o respuestas a experiencias relacionales externas, a partir de las cuales se configuran las fantasías y las defensas internas, es decir, las psicodinámicas.

Más aún, el inconsciente relacional difiere del pulsional también en su contenido. Mitchell considera que la mente, estructurada en torno a vínculos reales, aunque no sea un reflejo exacto de ellos, está poblada de objetos. Los otros (reales o representados internamente) tienen un papel esencial en nuestro mundo interno y en nuestra identidad. Es lo que desde las distintas teorías psicoanalíticas se ha venido a llamar relaciones de objeto, sistema del self, configuración relacional, modelos internos activos. Es decir, la matriz relacional. Ahí es donde se juega el conflicto, pues las múltiples configuraciones relacionales que nos habitan no siempre son compatibles entre sí y necesitamos desconocerlas o disociarlas para preservar la coherencia interna.

Estas diferencias conceptuales afectan el trabajo del analista con lo inconsciente, que ahora se considera escenario de un examen subjetivo (Hirsch and Roth, 1995). Mitchell argumenta que, si nuestros mundos internos están poblados de constelaciones relacionales, la cura no vendrá de hacer consciente lo inconsciente —o al menos, no solo—. La acción terapéutica estará en la construcción conjunta de una narrativa, a partir de una relación intersubjetiva, respetuosa con el otro. Una relación que ofrezca una alternativa a los patrones relacionales en los que el paciente ni fue, ni es hoy, reconocido como sujeto agente, en toda su complejidad. 

Para finalizar, recogemos algo que en distintos momentos del libro señala Liberman: Mitchell siempre pensaba en la utilidad clínica de sus ideas. El modelo relacional le gustaba más porque le resultaba más útil en el contexto histórico, social, cultural y clínico que le tocaba vivir. La perspectiva relacional, más acorde a las formas actuales de pensar al ser humano, nos permite comprender que el paciente trae a consulta su patrón relacional, es decir, la manera en la que sabe establecer sus vínculos; que ese patrón generará algún tipo de conflicto relacional en el que, lo queramos o no, participaremos nosotros; que en nuestra participación se jugarán aspectos inconscientes propios que no podemos controlar; que además no hay técnicas efectivas a priori, pues es imposible prever el efecto que tendrán nuestras intervenciones; y, sin embargo, podemos aprovechar nuestra participación inevitable para proporcionar al paciente algo nuevo, una alternativa relacional construida a cuatro manos, que le permita recuperar su sentido de agencia. El análisis queda así constituido relacionalmente como un proceso horizontal, donde la “autoridad” se comparte y lo que se sabe es construido en colaboración.

Por un lado, trabajar de esta forma nos da libertad, al aceptar la inevitabilidad del impacto de nuestra subjetividad en los procesos terapéuticos de los que participamos. Por otro, nos coloca en una posición vulnerable, donde ya no tenemos certezas y se nos exige un compromiso genuino. La incertidumbre y la implicación, inherentes por principio a todo proceso psicoanalítico relacional, hará que a veces nos sintamos perdidos o asustados. En nuestra experiencia, leer —o releer— a Mitchell siempre resulta inspirador y lo es aún más en esos momentos difíciles que se presentan en todo análisis.

Este trabajo de Ariel Liberman puede servir de guía. Conversando de psicoanálisis con Stephen A. Mitchell es una obra para leer despacio, pues solo una lectura a fuego lento nos va a permitir asimilar todo lo que allí se cuece. Una lectura completa nos proporcionará un mapa con el que situarnos para comprender a fondo el pensamiento de Mitchell y el psicoanálisis relacional, su naturaleza y también sus contextos. Por otro lado, Conversando… funciona también como un buen manual de cabecera, que podemos consultar por partes, excepcionalmente profundo y claro en la explicación de los conceptos relacionales, incluso los que más confusión y malentendidos generan en el debate psicoanalítico contemporáneo. Como decíamos al principio, esta reseña no puede, ni lo pretende, recoger en su totalidad un contenido rabiosamente complejo, que se resiste a ser sintetizado y cuya riqueza solo puede apreciarse con el libro entre las manos.

Referencias

Ávila Espada, A. (2013). La tradición interpersonal. Perspectiva social y cultural en psicoanálisis. Ágora relacional.

Atwood, G. E. y Stolorow, R. D. (1979). Faces in a cloud: Intersubjectivity in personality theory. Jason Aronson.

Greenberg, J. R. y Mitchell, S. A. (1983). Object relations in psychoanalytic theory. Harvard University Press.

Hirsch, I. y Roth, J. (1995). Changing Conceptions of Unconscious. Contemporary Psychoanalysis, 31(2), 263–276.

Mitchell, S. A. (1999). Attachment Theory and the Psychoanalytic Tradition. Psychoanalytic Dialogues, 9 (14), pp. 85–107.

Mitchell, S. A. (1993). Conceptos relacionales en el psicoanálisis: una integración. Siglo Veintiuno.

Mitchell, S. A. (1988). Relational concepts in psychoanalysis: An integration. Harvard University Press.

Stern, D.B (2004). The Eye Sees Itself: Dissociation, Enactment, and the Achievement of Conflict. Contemporary Psychoanalysis, 40, pp. 197-237.