aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 007 2001 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

La contratransferencia, la escucha conflictual y la relación analítica de objeto

Autor: Smith, Henry F.

Palabras clave

contratransferencia, Escucha, Identificacion, proyección, Relacion analitica..


Smith, H.F. (2000). Countertransference, conflictual listening, and the analytic object relationship. Publicado originalmente en inglés en Journal of the American Psychoanalytic Association, vol. 48, no. 1, pp. 95- 128. Copyright del JAPA 2000. Traducido y publicado con autorización de Journal of the American Psychoanalytic Association.

Traducido por: Joaquín Ingelmo

[Nota de la traducción: el autor utiliza en inglés el término “conflictual” y no “conflictive” pues el primero tiene el significado de que implica conflicto, mientras que el segundo el de que provoca conflicto. Por ello en la traducción se emplea conflictual –término existente en castellano, aunque no frecuente- y no conflictiva, como por ejemplo en “relación conflictual”, para indicar que la relación entre paciente y analista es inherentemente conflictual].

La escucha analítica es un continuo proceso conflictual; contiene todos los componentes del conflicto y está condicionada en todo momento por los conflictos del analista y del paciente. Las respuestas recíprocas que surgen entre analista y paciente provienen de una compleja relación conflictual de objeto, esencialmente igual que cualquier otra relación de objeto, en la cual la contratransferencia simultáneamente facilita e interfiere con el trabajo analítico en todo momento. Un proceso clínico detallado sirve para ilustrar estos y otros fenómenos relacionados, incluyendo el uso del conflicto señal, la contratransferencia benigna negativa, la función de las estructuras contratransferenciales, y el uso de la proyección por parte del analista. Los afectos, los pensamientos y las acciones del analista indican el carácter cambiante de la transferencia y la resistencia del paciente, así como el nivel de la relación de objeto que se está creando continuamente entre paciente y analista.

El trabajo analítico siempre es más complejo delo que se puede transmitir por escrito, puesto que la descripción de cualquier fenómeno, aun permitiendo al lector una aproximación a lo que el escritor ve, inevitablemente simplifica en exceso el campo de trabajo (Smith 1977). Esto es una consideración en la descripción o representación de cualquier campo observacional, sean textos científicos, imaginativos o de las artes visuales; pero en análisis, donde una gran parte del campo observacional queda oculto a la vista, lo que selecciona el escritor juega un papel particularmente importante en la definición de lo que hay que observar, y estas definiciones determinan la evolución de nuestra teoría y nuestra técnica. Por tanto, si la atracción del discurso descriptivo siempre hace que el campo aparezca más sencillo de lo que es, ¿cómo describimos su complejidad? Y en concreto, ¿cómo describimos la complejidad de un fenómeno como la contratransferencia?

En un momento determinado, encuentro que mi experiencia contratransferencial es más compleja de lo que sabré jamás, y seguramente más variada de lo que una simple observación acerca de ella hecha a un lector (o a un paciente) podría transmitir. A mi juicio, esta complejidad y esta oscuridad son las manifestaciones proteicas del conflicto en la vida mental del analista, las cuales sirven tanto para adelantar como para retrasar el trabajo analítico, y que, a pesar de la atención que han recibido en los últimos años, siguen estando marginadas en nuestra literatura y en nuestra apreciación del trabajo. Me consta que esto ocurre tanto con los autores que consideran que el conflicto es el foco central del trabajo psicoanalítico como los que no lo consideran así. El papel del conflicto inconsciente queda fácilmente oculto a la vista consciente. De hecho, aunque muchos autores describen, desde varias perspectivas analíticas, la contribución personal del analista a la interacción analítica, en mi opinión una de las ventajas del modelo de conflicto y de compromiso es que proporciona un marco para la consideración de las necesidades y deseos específicos del analista, tal como están registrados en el trabajo, lo que frecuentemente es pasado por alto en la literatura. (Para una opinión contrastada referente a la “presencia no específica” del analista, ver Orange 1995, pp 127-128.)

Siguiendo diversas tradiciones clínicas, voy a proceder a describir algunas de las complejidades de la experiencia contratransferencial del analista, tal como la veo yo, haciendo hincapié en sus permanentes orígenes conflictivos. Para empezar, volveré a algunas de las controversias acerca de definiciones y conceptos de los primeros usos del término contratransferencia y, a continuación, presentaré algunas ilustraciones clínicas. Intentaré ilustrar las respuestas mutuas entre analista y paciente que derivan de la compleja relación conflictual de objeto que ellos establecen entre sí, la cual, en esencia, no es diferente de cualquier otra relación de objeto, a medida que ellos trabajan para esclarecer los conflictos del paciente, que es el objetivo del intercambio analítico. Procuraré destacar algunos aspectos de contratransferencia, tal como es vivida en la situación analítica, que no son tan obvios a primera vista. Existen muchos resúmenes útiles de la literatura sobre la contratransferencia (Abend 1989; Sandler, Dare, y Holder 1973; Slakter 1987); el mío será más selectivo que exhaustivo.

Una historia crítica del concepto de contratransferencia

Después de introducir el concepto de contratransferencia, Freud (1909, 1910, 1915) tuvo poco más que decir sobre el tema. Sus escritos, sin embargo, indican que veía la contratransferencia como una interferencia en la comprensión del analista respecto al paciente que hace aflorar un conflicto inconsciente dentro del analista. Después de Freud, los puntos de vista sobre la contratransferencia se dividen generalmente en dos campos: los que abogan por una definición amplia del término, y los que favorecen una más restringida. Con el tiempo, igual que con el concepto de transferencia, hemos visto una tendencia establecida hacia la definición amplia. Abend (1989) propone varias razones para este cambio, una de las cuales se desarrolló a partir de la misma definición restringida, es decir, la aplicación retrasada de la teoría estructural a una comprensión de la contratransferencia. La apreciación de la ubicuidad del conflicto dentro de la vida mental del analista, y la observación que cada acontecimiento mental por parte del analista es una formación de compromiso (Brenner 1982,1985), parecen inevitablemente ampliar la definición de contratransferencia dentro de la teoría contemporánea del conflicto.

Los campos amplio y restringido tienen sus puntos iniciales de referencia en Heimann (1950) y Reich (1951) respectivamente, pero si examinamos detenidamente estos escritores fundamentales observamos algunas complejidades sorprendentes. Siguiendo la pista de Freud, Reich define contratransferencia como “los efectos de las propias necesidades y conflictos inconscientes del analista sobre su comprensión o técnica”, y luego añade, definiendo el término aún más estrechamente que Freud: “En estos casos el paciente representa para el analista un objeto del pasado sobre el cual los sentimientos y deseos pasados del analista se proyectan, tal como sucede en la situación de transferencia del paciente con el analista” (p. 26). Mientras esta afirmación ha llegado a ser el principal punto de referencia para los que apoyan la definición restringida, la misma postura de Reich no está tan clara.

Un poco más adelante en su texto, por ejemplo, habla de otro uso del término contratransferencia, en un sentido más amplio, que contrasta con contratransferencia “propiamente dicha”, que incluye “todas las expresiones que el analista utiliza en el análisis del acting-out”; añade para aclarar: “Hablamos de acting-out cuando la actividad de analizar tiene un sentido inconsciente para el analista” (p.26). Ahora, pregunto yo, ¿cuándo la actividad de analizar no tiene un sentido inconsciente para el analista? ¿Hay alguna actividad por parte de cualquier persona que no tenga un sentido inconsciente? Parece ser que aquí Reich, todavía influenciada por el modelo topográfico, con su área secuestrada de conflicto inconsciente y patología neurótica asociada, no acepta del todo la ubicuidad del conflicto en el funcionamiento de la mente. Hacia el final de su texto, sin embargo, nos vuelve a sorprender. Impulsada por sus propias observaciones clínicas, concluye que “contratransferencia es un requisito esencial del análisis” y distingue las contratransferencias que son “desexualizadas y sublimadas” de las que permanecen como patológicas (p. 31). Dicho de otro modo, las observaciones clínicas de Reich, en contra a su posición teorética inicial, le llevan inevitablemente a una idea de contratransferencia más amplia de aquella por la cual ella es conocida.

Heimann (1950), a quien se le reconoce generalmente como la pionera en el uso constructivo de la contratransferencia, aunque ella le reconoce este uso inicial a Ferenzci, define contratransferencia como “todos los sentimientos que el analista experimenta hacia el paciente” (p. 81). Escribiendo desde una perspectiva kleiniana, añade que la contratransferencia es “la creación del paciente, es parte de la personalidad del paciente”, y sugiere al igual que otros partidarios de los campos restringido y amplio que un analista bien analizado “no imputará al paciente lo que pertenece a sí mismo” (p. 83), una afirmación que, a mi juicio, no tiene base en datos clínicos, lo cual intentaré demostrar a continuación.

Observemos que Heimann, a diferencia de Freud y Reich, al hablar de “todos los sentimientos que el analista experimenta”, está denotando los aspectos conscientes de contratransferencia, no sus orígenes como un fenómeno conflictivo y mayormente inconsciente. Aunque hay excepciones, esta tendencia a ignorar los aspectos inconscientes de la contratransferencia es más característica de aquellos que, generalmente pertenecientes al campo amplio, enfatizan el hecho de que los sentimientos conscientes del analista son como una guía del estado interior del paciente. Al referirse a la contratransferencia como “la creación del paciente”, Heimann parece rechazar la contribución conflictual del analista por completo, y esto ha hecho que algunos critiquen la técnica kleiniana en el sentido que, estereotipadamente, simplifica en exceso la inferencia del inconsciente del paciente, utilizando la experiencia consciente del analista como evidencia. Aunque esta forma de pensar puede haber condicionado el campo kleiniano de observación y la naturaleza de las inferencias clínicas kleinianas, podemos ver en los trabajos de muchos kleinianos británicos contemporáneos que las maniobras técnicas más simplistas ya no son la norma, si es que lo fueron alguna vez.

El esquema de dos campos es, además, una distinción especiosa, cuya rigidificación comenzó con los primeros cismas Freud-Ferenzci. Gabbard (1995) ha observado que estas líneas ya no están tan claramente trazadas, puesto que analistas de varias tendencias coinciden cada vez con más frecuencia en ver la contratransferencia como una “creación conjunta”. En un nivel más pormenorizado, sin embargo, mi impresión es que aún quedan importantes diferencias metodológicas entre y dentro de las varias escuelas - a veces sutiles, a veces profundas – basadas en distintas tradiciones teóricas y clínicas. Estas diferencias están reflejadas en cómo los analistas utilizan datos, sacan inferencias y forman hipótesis, y en lo que ellos consideran criterios evidentes para probar sus hipótesis.

Si las definiciones más amplias parecen favorecer los fenómenos conscientes por encima de los inconscientes y carecen de un sentido del conflicto inconsciente del analista, las perspectivas más restringidas, mientras señalan aspectos importantes de la experiencia contratransferencial conflictualmente determinada, son a mi juicio difíciles de sostener en la práctica. Schwaber (1992,1998) y Arlow (1995), dos analistas contemporáneos con metodologías marcadamente diferentes (tal como se ha manifestado recientemente en una serie de intercambios), coinciden ambos en apoyar la perspectiva más restringida.

Para ilustrar la metodología principal en su forma de analizar, es decir, sus esfuerzos y fracasos a la hora de encontrar la legitimidad del punto de vista del paciente, Schwaber (1992) utiliza el término contratransferencia para denotar cuestiones dentro del analista que interfieren con este proceso: “es precisamente alguna resistencia fundamental, de la cual puede que no seamos ni conscientes, a la percepción de la legitimidad de la perspectiva de otros, que denota interferencia contratransferencial” (p. 352). Aunque ella reconoce la tendencia a ver la contratransferencia como algo ubicuo y potencialmente de gran ayuda, y explícitamente incluye los aspectos inconscientes de contratransferencia en su definición, el texto de Schwaber ilustra sólo la interferencia contratransferencial; desde su posición la contratransferencia es por definición interferencia. Como siempre, las observaciones clínicas de Schwaber están hechas con sensibilidad y precisión, pero yo creo que su definición encuentra problemas en la práctica, como ocurre con la de Reich desde otra perspectiva, ya que no me parece posible separar las respuestas contratransferenciales que interfieren con el proceso de las que lo facilitan. La contratransferencia, en mi opinión, hace las dos cosas siempre. Al igual que la transferencia, la contratransferencia siempre es ambivalente e irá siempre en varias direcciones, al mismo tiempo acercándonos y alejándonos de una comprensión de la perspectiva del paciente. Es cierto que siempre hay una firme resistencia dentro de la contratransferencia, pero yo sugeriría que este proceso está sucediendo en el analista, en grados variados y de varias formas, en todo momento. Insinuar que los conflictos y la contratransferencia del analista solamente interfieren, significa adoptar una perspectiva estrecha del papel del conflicto en la vida mental, un retorno a la idea de un inconsciente secuestrado, en definitiva una idea que, a mi juicio, limita el uso por parte del analista de su self y por tanto su acercamiento al paciente.

Creo que Schwaber llega a su definición a través de su metodología, la cual, quizás más que cualquier otro procedimiento contemporáneo, prima la “legitimidad” de la experiencia del paciente. Donde otros utilizan en parte su propia experiencia para descubrir y cuestionar lo que francamente no tiene sentido en el material del paciente, Schwaber no demuestra en sus trabajos este uso de su self, sino que se centra exclusivamente en sus esfuerzos de identificar la legitimidad de la experiencia del paciente y aquellos factores dentro de sí misma que interfieren con ese juicio. Llevada a un extremo, esta postura implicaría que sin contratransferencia el analista no tendría resistencia alguna a ver al paciente claramente, una forma de percepción sin conflicto. Lo que interfiere con la percepción clara es la contratransferencia.

Aunque Arlow aceptaría la perspectiva de Schwaber según la cual la contratransferencia es por definición interferencia, en una discusión de su texto él contrasta la metodología de Schwaber con la suya propia, estando ésta basada en la sensación de sorpresa que se tiene al encontrar algún aspecto del informe del paciente que no tiene sentido, que es poco realista, inapropiado, y, en ese sentido, ilegítimo (Arlow 1995, p. 229). A pesar de que los dos autores coinciden en una definición estrecha de la contratransferencia, la forma de escucha analítica de Arlow es notablemente diferente de la de Schwaber; de alguna manera, es diametralmente opuesta.

De acuerdo con su modo de escuchar, Arlow (1979,1985) ha elaborado una versión altamente específica de la definición restringida de la contratransferencia, en la cual ilustra algunas de las dificultades que todos los analistas encuentran. Coincidiendo con Reich, utiliza el término contratransferencia para referirse únicamente a aquellas situaciones en las que el paciente “representa para el analista un objeto del pasado” (Arlow 1979, p. 198). En un congreso reciente sobre contratransferencia, donde este trabajo se presentó por primera vez, Arlow (1997), hablando al público, hizo la distinción entre la contratransferencia, en la cual el analista “toma al paciente como el objeto de su propia respuesta emocional,” de la empatía, que es estimulada como respuesta a las producciones del paciente. Arlow añadió: “No quiere decir que cada respuesta por parte del analista se trate de una respuesta conflictual que se adjudica al paciente. El paciente tiene que ser el objeto de un deseo fantasioso persistente e inconsciente para que se llame contratransferencia. La empatía no es la contratransferencia.”

A su habitualmente incisiva manera, Arlow llama la atención aquí a lo que yo consideraría como subconjuntos esenciales de experiencia contratransferencial, y sus ilustraciones de estos subconjuntos (por ej. Arlow 1985) ya son claves en nuestra literatura. Mi dificultad surge cuando trato de hacer en la práctica estas diferenciaciones tan mutuamente exclusivas, o de utilizar la definición de Arlow para distinguir ciertos momentos analíticos de otros. Cuando examino un momento cualquiera de un análisis, encuentro que mi reacción al paciente está condicionada en parte por lo que podríamos llamar mi propia experiencia transferencial; de una forma u otra siempre estoy “tomando al paciente como un objeto” de mi pasado, y mi perspectiva del paciente está condicionada de varias maneras por “deseos fantasiosos persistentes e inconscientes.” Puede que exista una distinción crucial en el factor cuantitativo, reflejada en la fuerza y la forma de expresión de los deseos del analista, pero no puedo pensar en ningún momento sin contratransferencia, aún definiéndola tan estrictamente como lo hace Arlow.

Brenner (1982) ha dicho que “transferencia y contratransferencia son dinámica y genéticamente indistinguibles” (p. 209). Dado que la transferencia es una manifestación de las relaciones de objeto del paciente como aparecen en reacción al analista, también la contratransferencia puede considerarse una manifestación de las relaciones de objeto del analista como aparecen en reacción al paciente. En este sentido, la relación analítica no es distinta de cualquier otra relación íntima en la cual se generan sentimientos y pensamientos potentes. En mi opinión, por tanto, “tomar al paciente como un objeto” es parte de cualquier relación de objeto, incluida la analítica.

Creo que esto se aplica igualmente a situaciones en las que la respuesta consciente del analista hacia el paciente es fundamentalmente empática o de identificación. De la misma manera que consideraría la identificación del paciente con el analista como parte de la experiencia transferencial (siendo la identificación una forma de relacionarse con el objeto, con componentes defensivos y de resistencia), también consideraría la identificación del analista con el paciente como parte de la experiencia contratransferencial. Si lo examinamos cuidadosamente, cualquier percepción del paciente por parte del analista se muestra condicionada por los objetos pasados del analista, incluso cuando es una breve percepción empática o de identificación. En resumen, si una gran parte de la experiencia contratransferencial del analista, al igual que la experiencia transferencial del paciente, es inconsciente, capaz de ser descubierta cuando entra en el consciente, las distinciones categóricas que propuso Arlow son cada vez más difíciles de hacer. Creo que Racker (1968) hablaba de algo parecido cuando observó que “es precisamente esta fusión del pasado y el presente, la conexión íntima y continua entre realidad y fantasía, entre lo externo y lo interno, el consciente y el inconsciente, que requiere un concepto que abarque la totalidad de la respuesta psicológica del analista, siendo aconsejable, a la vez, que se reserve para esta totalidad de respuesta el término habitual de ‘contratransferencia’” (p. 133).

Escribiendo desde una perspectiva kleiniana, Racker describió dos tipos de identificación, que resulta que corresponden con los dos tipos de respuesta al paciente descritos por Arlow. He aquí, pues, un ejemplo de como distintas escuelas de análisis utilizan distintos términos para denotar fenómenos similares; cada escuela modifica su vocabulario para englobar el paisaje entero fenomenológico de la consulta.

Racker distinguía “identificación concordante”, en la cual el analista se identifica con el paciente, de “identificación complementaria”, un término que utilizó primero Helene Deutsch (1926), en que el analista se identifica con los objetos internos del paciente (Racker 1968, pp. 134-137). Según explica Racker, identificaciones del segundo tipo resultan cuando el paciente trata al analista como a un objeto interno y, en consecuencia, el analista se identifica parcialmente con este objeto y puede entonces tratar al paciente de acuerdo con eso. Por tanto, la identificación concordante corresponde, aproximadamente, con lo que Arlow llama empatía, y la identificación complementaria con lo que Arlow considera contratransferencia, es decir, tomar el paciente como un objeto. Aunque yo preferiría decir que en las identificaciones concordantes y complementarias el analista se identifica con aspectos de las representaciones del self y del objeto del paciente, respectivamente, en líneas generales estoy de acuerdo con Racker en este punto.

Estructuras contratransferenciales y neurosis contratransferenciales

Hay otra controversia, enterrada hace mucho tiempo, que aún tiene implicaciones para los trabajos contemporáneos. A Racker se le da mérito, y al mismo tiempo se le culpa (Abend 1989), de haber utilizado el término neurosis contratransferencial, aunque otros lo habían utilizado antes. Little, por ejemplo, se había declarado en contra de su utilización en 1951, pero poco después, Tower (1956), aunque se mostraba ambivalente en cuanto al concepto, hizo referencia a “estructuras contratransferenciales (incluso quizás una neurosis)” (p. 232) y concluyó:

    Hay evidencia de que las formaciones estructuradas pueden ocurrir con más frecuencia de lo que se suele creer y que pueden, en determinadas circunstancias, realizar funciones útiles. Esta utilidad puede ser un fenómeno más o menos temporal, derivándose de la fuente y naturaleza de la misma estructura....
    Creo que en todos los casos donde algo más que una relación muy superficial se desarrolla entre paciente y terapeuta, e inevitablemente en procedimientos analíticos verdaderamente profundos, existen muchas reacciones contratransferenciales y que algo parecido a una neurosis contratransferencial se desarrolla que, por muy pequeña que sea, puede ser de la mayor importancia en el tratamiento, como un agente catalítico [p. 254].

Aunque el término es, si cabe, peor definido que neurosis transferencial, un término que Brenner (1982) ha sostenido convincentemente que es engañoso y anacrónico, creo que el fenómeno que Tower describe es reconocible y que la experiencia del analista con cada paciente inevitablemente incluye patrones neuróticos persistentes y continuos que son introducidos por el analista. Si la relación que el analista tiene con el paciente no es diferente en esencia de la que tiene el paciente con el analista, entonces los conflictos y las configuraciones transferenciales del analista pueden entrar en juego dentro de su experiencia del paciente de una forma parecida, aunque frecuentemente de una manera más inhibida por el objetivo y atenuada.

Yo sugeriría que al decir “formación estructurada”, Tower se refiere a la manera en que un paciente a menudo obtiene del analista, día tras día, una serie constante de respuestas conflictuales. Mientras estas respuestas pueden cambiar de forma, enfoque e intensidad, normalmente de acuerdo con cambios en la transferencia, tienen un grado de estabilidad o permanencia a la cual el analista regresa para determinar una comprensión emergente y cambiante tanto del paciente como de sí mismo con relación al paciente. Reflexionando, pues, sobre los propios conflictos y compromisos del analista, estas estructuras o respuestas también son determinadas de forma específica y exclusiva por cada paciente, y proporcionan algo del combustible y contenidos para las intervenciones del analista. Cuando Tower habla de la utilidad de la estructura como catalizador, se refiere a la manera en que las respuestas conflictuales despertadas dentro del analista llegan a ser “el vehículo para la comprensión emocional del analista de la neurosis transferencial. Tanto la neurosis transferencial como la estructura contratransferencial parecen estar vinculadas íntimamente dentro de un proceso vivo y ambas deben ser tenidas en cuenta en el trabajo de psicoanálisis” (p. 232). Creo que estas estructuras explican las observaciones en la literatura norteamericana – tan importantes como infrecuentes – como la afirmación de Bird que “los propios analistas desarrollan constantemente reacciones a sus pacientes, incluso períodos de neurosis transferencial, y que estas reacciones transferenciales juegan un papel esencial en el proceso analítico” (p. 267), y el comentario frecuentemente citado de Boesky (1990) que “si el analista no se involucra emocionalmente, más tarde o más temprano de una forma no intencionada, el análisis no se llevará a cabo con éxito” (p. 573). Yo diría que son en realidad estas estructuras conflictuales que involucran al analista con el paciente, y si no fuera así no podría haber relación y por tanto no habría análisis.

Si tanto el analista como el paciente aportan algo de sí mismo a sus respectivas experiencias de transferencia y contratransferencia, cada experiencia, no obstante, está determinada de forma significativa por el otro o en el lenguaje actual, está “co-creada”. En mi opinión, mientras es engañoso decir, como ha dicho Heimann, que la contratransferencia es exclusivamente la creación del paciente, también es engañoso sugerir que las dos partes tienen la misma contribución simétrica a estas co-creaciones. Ogden (1994) ha sorteado este problema utilizando el término tercero analítico para describir la sensación según la cual paciente y analista han creado algo juntos que ambos pueden ver y experimentar, cada uno a su manera. El tercero analítico, pues, es “una experiencia generada intersubjetivamente en la pareja analítica” o “hecho analítico”, como lo define Ogden, que “llega a ser accesible al analista, en parte, a través de la experiencia del analista de ‘sus propios’ ensueños” (p. 3).

Como descriptores de la experiencia continuada del análisis, todos estos términos – contratransferencia, neurosis o estructura contratransferenciales, y el tercero analítico – nos ayudan a observar la actividad dentro del análisis tal como la concibe y define el analista. Para hacer que la actividad de análisis sea más observable y para darle al analista algo de distancia en el campo en el cual está metido a fondo, todos de hecho parecen transformar esa actividad en una serie de entidades discretas, cosas que tienen sustancia y forma (Smith 1997). Pero tendemos a olvidar que semejantes términos se refieren a procesos que están en movimiento de forma constante y conflictual y que los fenómenos que denotan no son en absoluto exclusivos a la situación analítica. La transferencia, la contratransferencia e incluso el tercero analítico (como un fenómeno generalizado) son características de toda relación de objeto. Todas las relaciones de objeto se crean intersubjetivamente y dan origen a “hechos” derivados intersubjetivamente (Ogden 1994), que cada parte experimenta a su manera. El único aspecto de cualquiera de estos fenómenos, que es exclusivo al análisis, es la forma en la que son observados y utilizados en el trabajo analítico.

La escucha conflictual y el conflicto de signos

Quisiera ahora hablar de mi propio uso de contratransferencia. Al hacerlo, haré referencia a las distinciones que he descrito anteriormente con el fin de ilustrar una perspectiva más integradora de la contratransferencia como un fenómeno ambivalente continuo, que a la vez facilita y obstruye, y que es determinada tanto por el paciente como por el analista.

Una colega más joven, que acababa recientemente de iniciar su formación analítica después de pasar varios años de estar tratando con terapia psicoanalítica a pacientes hospitalizados, estaba trabajando en su propia consulta y comentó lo difícil que era orientarse en la terapia semanal. “ No hay suficiente contratransferencia en ella,” dijo. ¿Qué quería decir?

La contratransferencia, definida ampliamente para incluir todas las respuestas conscientes e inconscientes despertadas en el analista por las cualidades específicas del paciente, es para muchos analistas una de dos fuentes fundamentales de datos sobre el paciente. La otra es la consideración deliberada de las palabras, afectos y acciones del paciente. Añadiría que considero que la contratransferencia es una fuente de datos pero no una fuente de evidencia. En la medida en que la auténtica evidencia se puede conseguir, solamente una consideración cuidadosa del material del paciente puede proporcionar evidencia para conjeturas derivadas en parte de datos contratransferenciales. Además, para muchos analistas, la contratransferencia es uno de los principales motivos para hacer el trabajo de análisis. Los analistas se basan en su relación con el paciente, en los pensamientos y los sentimientos que experimentan, en definitiva en el conflicto que surge dentro de ellos, para poder continuar su autodescubrimiento, además de su análisis del paciente (Smith 1993). En este sentido, también, las “estructuras contratransferenciales” son el combustible del trabajo.

La acumulación de datos procedentes de ambas fuentes es masiva, y datos de un área pueden ser utilizados para hacer conjeturas acerca de la otra. Al escuchar simultáneamente al paciente y a sí mismo, el analista en realidad está atendiendo comunicaciones en tres modalidades: palabras o pensamientos, afecto y acción. Las tres son modalidades aperceptivas y comunicativas. Los pacientes utilizan sus palabras, afectos y acciones para comunicar con el analista, y nosotros, los analistas, recibimos estas comunicaciones leyendo no sólo las comunicaciones del paciente sino también nuestro propio afecto, nuestra propensión para la acción y los pensamientos y palabras que se generan dentro de nosotros. Mientras algunos analistas se basan en una modalidad más que en otra, yo considero que las tres están involucradas en toda comunicación analítica y que, de las tres, el afecto es la más fuerte.

La metodología existente del uso por parte del analista de sí mismo, está exhaustivamente descrita por Arlow, quien escribe que “a menos que el analista esté . . . completamente distraído por alguna preocupación personal en ese momento, cada pensamiento, cada acción que se le ocurre es un comentario acerca del material del paciente” (comunicación personal).

A mi modo de ver, analista y paciente están metidos en una relación intensa y de respuestas mutuas. Cada uno despierta asociaciones en el otro. Los conflictos despertados en el analista se convierten en sus ojos y sus oídos. Como analistas, nuestros afectos, acciones y pensamientos reflejan un conflicto suscitado o despertado dentro de nosotros mismos y son formaciones de compromiso; es decir, son determinados por conflicto y son en sí soluciones conflictuales. En ese sentido, no son diferentes de síntomas, o de cualquier otro acontecimiento mental (Brenner 1982). Centrándose bien en sus propias respuestas o bien en el material del paciente, los analistas, en un estado de lo que podríamos llamar disposición contratransferencial, pueden hacer observaciones únicamente a través de su propia organización conflictual. Las respuestas de los analistas son estimuladas tanto por los conflictos del paciente como por los suyos propios. Sandler (1976) habló de este proceso en su importante trabajo sobre responsividad de rol: “Quisiera sugerir, escribió, que muy a menudo la respuesta irracional del analista, que su conciencia profesional le lleva a ver enteramente como un punto débil suyo, puede a veces ser considerada como una formación-compromiso entre sus propias tendencias y su aceptación reflexiva del papel que el paciente está obligándole a asumir” (p. 46). Aunque yo preferiría reservar el término formación-compromiso para referirme a un fenómeno más puramente intrapsíquico, diría, ampliando aún más la observación de Sandler, que para los analistas en su situación normal de trabajo, cada pensamiento, sentimiento o acción es el resultado de algo suscitado por el paciente y de sus propias cuestiones conflictuales.

Si todas las respuestas del analista son realmente compromisos que resultan de conflicto interno, se deduce que los conflictos del analista – o la neurosis, si quiere – constituyen el instrumento de escucha. La escucha analítica es la escucha conflictual (Smith 1999). Y si nuestros conflictos siempre influyen en nuestras percepciones, lo que sigue siendo crucial es hasta qué punto nosotros como analistas podemos observar y utilizar nuestras respuestas conflictuales como datos. He llegado a pensar en esta capacidad en el analista en términos generales como la capacidad de conflicto señal. Del mismo modo que la angustia señal inicia el compromiso y la defensa, también el conflicto señal, que es esencial para los procesos no percibidos por el analista, suscita displacer en forma de ansiedad o bien de afecto depresivo, incluso mientras inicia y sostiene el trabajo analítico. En consecuencia, el trabajo de análisis inevitablemente cumple una función defensiva para el analista (Smith 1995, 1997).

Beres y Arlow (1974) describieron el afecto del analista como una forma de “afecto de signo”, una identificación momentánea con el paciente que conduce a la conciencia de que “Esto es lo que mi paciente puede estar sintiendo” (p. 35). Aunque estoy completamente de acuerdo con su observación clínica, yo veo el afecto como sólo una parte del conflicto activado en el analista. La respuesta del analista es una formación de compromiso y como tal contiene todos los componentes de conflicto. Por tanto el conflicto activado contiene de signo no sólo afecto sino también deseo, defensa y miedo al castigo. Mientras lo que describieron Beres y Arlow eran estados momentáneos de afecto señal, yo diría que estos estados momentáneos son compromisos complejos en sí y además, son parte de una respuesta conflictual continua dentro del analista que contiene, como los estados momentáneos, no sólo signos afectivos sino todos los componentes de conflicto.

Además, aunque el afecto puede ser la porción más prominente del signo, algunos analistas observan otros aspectos del signo de forma preferencial. Un analista puede ver el componente impulsivo de una fantasía, por ejemplo, o de una imagen visual; otro puede ver la maniobra defensiva, incipiente o completamente realizada, actuando en colusión con las resistencias del paciente; otro más las tendencias autocríticas punitivas permanentes a la manera de trabajar del analista, suscitadas tanto por las proyecciones del paciente como por los propios conflictos del analista. Estas observaciones, en mi experiencia, suceden en un momento determinado de la hora, a veces apenas conscientemente, o en un período más largo de reflexión después de la hora.

Al sugerir que la neurosis del analista es instrumento de escucha, estoy deliberadamente haciendo menos clara la distinción entre las formaciones de compromiso normales y las patológicas. Consideradas en el nivel de detalle en que el analista trabaja más eficazmente, semejantes distinciones, a mi juicio, son muy difíciles de hacer. El funcionamiento conflictual en el análisis, como en la vida, siempre supone una mezcla de interferencia y progreso hacia delante. Sugerir que una se puede distinguir categóricamente de la otra me parece una visión engañosa de la mente del analista en su trabajo.

El uso por parte del analista de la identificación y la proyección

Al escuchar al paciente, el analista entra en una suspensión voluntaria de su incredulidad, tal como hacemos cuando leemos una novela o vemos una película (Beres y Arlow 1974). Podemos hablar de identificaciones, de ensayo para describir cambios sucesivos de inmersión en la observación, pero existe un estado extendido de inmersión e identificación que debe establecerse si el proceso ha de tener lugar (Smith 1999).

Hemos sido reacios a hablar del uso por parte del analista de proyección, pero mi impresión es que el estado de inmersión del analista significa que la interacción con el paciente es condicionada por capacidades proyectivas mutuas. Estoy utilizando el término proyección aquí en su sentido más general, para denotar la atribución de un aspecto de experiencia interna a la experiencia de lo externo. Así, se refiere a un aspecto del pensamiento que tiene sus raíces en la historia más primitiva del individuo (Novick y Kelly 1970; Fonagy y Target 1996) y que fue conceptualizado en la historia más primitiva del psicoanálisis (Freud 1895). Esa concepción subyacía en la mayor parte de los descubrimientos posteriores de Freud, incluida la construcción de la realidad psíquica, la naturaleza de la transferencia, la función de realización de deseos de fantasías y sueños, y el papel del conflicto intrapsíquico1.

Cuando nos identificamos con algo en el paciente que nos resulta familiar, nuestra experiencia de lo familiar es en realidad una proyección. Esto es el caso para todas las identificaciones. En todo momento nos estamos identificando con una fantasía o una representación de una persona (Schafer 1968), una fantasía que es al fin y al cabo de nuestra propia fabricación. En este sentido, todas las identificaciones pueden ser consideradas como identificaciones “proyectivas”. De hecho las identificaciones con el paciente y las proyecciones sobre o dentro del paciente pueden ser la forma fundamental del analista de aprender acerca del paciente. El estado de inmersión extendido del analista en el mundo del paciente tiene como resultado la experiencia de que las interpretaciones a menudo parecen pertenecer a ambas partes, y a veces el uso del paciente por parte del analista adquiere una especie de cualidad parásita.

Un paciente está enfadado con su amante masculino. Éste no está presente y debería. Si yo capto la soledad del paciente, puede que hable de ella. Conozco esa sensación. Podría decir, “Te sientes tan perdido sin él,” y podría estar hablando conmigo mismo también. De hecho mi sensación de que él esté perdido viene de mi observación de él y mi identificación con él, y de la proyección de mi propia experiencia sobre él. Realmente no le he encontrado a él, sino más bien a una mezcla de él y yo. Pero el paciente dice que está enfadado, y noto que yo, por mi parte, me siento ligeramente irritado con él. Él está perdido por haber sido tratado mal. Se siente abandonado por su pareja, y yo me siento abandonado por él. Observen que aquí me estoy identificando con él como el abandonado mientras al mismo tiempo me siento abandonado por él. Su irritación me irrita a mí, como sospecho que ha irritado a su pareja. Conceptualmente, podríamos decir, utilizando los términos de Racker, que me estoy identificando simultáneamente de formas tanto concordante como complementaria, es decir, con el paciente y con los objetos internos del paciente. Sugeriría que veamos estas formas de identificación no como fenómenos concretos, sino como simultáneamente presentes en un equilibrio dinámico en el analista, igual que en el paciente, en todo momento. Esto quiere decir que el analista se está identificando continuamente con las dos partes en la relación de objeto, independientemente de si consideramos esa relación como formada por el paciente y sus objetos, por el paciente y el analista, o, en última instancia, por las auto-representaciones y las representaciones de objeto del paciente.

En su discusión de una versión anterior de este trabajo, Arlow (1999) dijo que estoy haciendo menos clara la distinción aquí entre identificación y proyección, que él considera como “dos procesos opuestos: “En identificación uno piensa dentro de sí lo que cree que el otro está pensando. En proyección uno ve en el otro, en vez de dentro de sí, lo que uno mismo está pensando.” En mi opinión, mientras es importante tener clara esta diferencia, en la práctica los dos procesos sí se confunden.

Arlow y yo estamos de acuerdo en que existe una inmersión necesaria y potencialmente problemática en el mundo del paciente, provocada por los aspectos regresivos y creativos de la situación analítica, y que la comprensión empática del paciente consiste no sólo en identificarse con el paciente sino también dar un paso hacia atrás para pensar acerca del paciente (Arlow 1981). Encuentro, sin embargo, que en el estado de inmersión que precede este paso hacia atrás, los analistas no sólo están probando el mundo del paciente – es decir, identificándose, como probar un traje – sino también, en parte inconscientemente, probando su propio mundo, sus fantasías, sus ropas, si se quiere, en el paciente. Cuando nosotros los analistas damos un paso atrás para reflexionar sobre lo que estamos experimentando, preguntamos ¿queda bien?, ¿he acertado? Lo que vemos es una mezcla del paciente y de nosotros mismos. Dicho de otro modo, no sólo es como contemplar una obra de arte; también es como crearla, como pintar un paisaje o un retrato, por ejemplo. Como analistas asimilamos el sujeto, la escena o la persona que tenemos delante, buscando el camino a tientas, una capacidad que Keats llamaba capacidad negativa. Cuando empezamos a pintar, sin embargo, estamos trabajando desde nuestras propias vidas internas y lo que sale es una proyección de nuestros procesos internos, los cuales son, en ese sentido, impuestos sobre el sujeto. Algunos retratos se parecen extraordinariamente al sujeto, otros muy poco. En análisis hay muchas oportunidades para corregir. El analista se pone a revisar, examina el material del paciente, acumula evidencia, la ajusta a las hipótesis, mientras intenta elaborar la imagen del paciente más precisa posible. Esa imagen no es simplemente una elaboración de la fantasía del analista, aunque los analistas varían en cuanto a su capacidad consciente o inconsciente o en su disposición de hacer esta distinción. Dicho esto, sospecho que lo que uno encuentra en el paciente es siempre una mezcla de uno mismo y del paciente, como en el ejemplo anterior, nunca el paciente en cultivo puro.

Otro momento del mismo análisis servirá para ilustrar cómo la contratransferencia simultáneamente facilita y interfiere. El paciente está describiendo en otra hora su actividad sexual con su pareja, pero lo hace en términos muy generales. Le pregunta por su vaguedad. Él contesta, “¿Qué sentido tiene ser más preciso?” Es una respuesta familiar para él. Antes él tenía miedo de excitarme, pero parecía haber superado ese miedo. Yo le recuerdo que hubo ocasiones cuando no era tan cauto en decirme los detalles. Él dice que se acuerda de cuando me habló de los detalles, pero en ese momento le parecía que me estaba afectando porque yo estaba más callado que lo normal. Aquí está hablando de su propia incomodidad al contarme los detalles y al mismo tiempo de su deseo de que yo sea un compañero más activo. Pero hay algo más. Recuerdo ese silencio. Era en efecto una respuesta a lo que me estaba contando. Con mi silencio estaba pensando en todas las reacciones que sus descripciones suscitaban en mí: perplejidad, curiosidad, sorpresa y, en ocasiones - ¿por qué no decirlo? – una cierta excitación e incomodidad.

En mi experiencia esto es una mezcla típica de sentimientos contratransferenciales, los cuales el paciente percibe de forma incompleta pero, en parte, correctamente. Ya que todos tenemos dentro la capacidad de ajustarnos a las expectativas que el paciente tiene de nosotros (Hoffmann 1983), creamos realizaciones breves de las fantasías del paciente todo el tiempo; estas realizaciones alimentan el progreso del trabajo mientras intentamos observar y articular lo que está pasando. Aunque la percepción del paciente puede ajustarse a parte de la experiencia del analista, las dos cosas no son sinónimas (Smith 1990), y el análisis de los conflictos del paciente continúa, a la vez facilitada y obstruida por estas puestas en acto (enactments) momentáneas.

En mi opinión, mucho de la literatura sobre puestas en acto (enactment) simplifica en exceso la complejidad de la experiencia contratransferencial, con la consecuencia de que las autorevelaciones retrospectivas, bien en la literatura o bien en la práctica, asumen con frecuencia una cualidad dócil o artificial que falsea el trabajo analítico y en la práctica inicia otra fase del proceso continuo de enactment. En mi propio trabajo, por ejemplo, me resulta relativamente fácil escoger retrospectivamente infinidad de narrativas contratransferenciales que se entremezclan con la experiencia del paciente, tal como aparece tan bien descrito en la literatura. La narrativa que escojo se ajusta al momento y es precisa hasta cierto punto, pero cada momento analítico es tan complejo en su organización, inconsciente, en gran medida, para analista y paciente, que ninguna autorrevelación puede proporcionar una versión totalmente precisa (Greenberg 1995; Gabbard 1996; Grossman 1999). Por tanto, de todas las revelaciones en la literatura se debe entender que han sido escritas en parte por razones de la narrativa, y la mejor manera de evaluar una revelación a un paciente es igual que con cualquier otra intervención que tiene como objetivo cambiar el proceso del análisis, es decir, desestabilizando, por ejemplo, una formación de compromiso específica. (Para una discusión más extensa de este tema, ver Cooper 1998a,b.)

Volviendo a mi paciente, en otra ocasión, está de nuevo reacio a hablar en detalle de su actividad sexual. Esta vez estoy un poco irritado. Le pregunto si teme excitarme. Él contesta que no, que teme que yo me sienta incómodo y me enfade con él. Esta vez no soy consciente de sentirme incómodo, pero sí estoy irritado por sus evasivas. Sé que tuvo peleas con un padre violento y podría preguntarle si deseaba recrearlas conmigo ahora, pero en vez de hacerlo espero. Pronto me está contando cómo se enfadaba su padre con él y cómo la sensación de atracción erótica hacia su padre hizo que su padre se sintiese incómodo. Lo que quiero decir con esto una vez más es que hay muchas cosas que están sucediendo simultáneamente, pero mi irritación, que por una parte puede haber contribuido a su resistencia, parece por otra parte haber alimentado una parte de la transferencia facilitando así otro aspecto de la reconstrucción de su vínculo de objeto erótico sadomasoquista con su padre. Los conflictos en el analista se activan en forma de signos, y numerosas realizaciones atenuadas ocurren como resultado, pero el análisis de los conflictos del paciente prosigue, a la vez obstruido y facilitado por estos acontecimientos.

La contratransferencia benigna negativa

Aunque parezca ordinario o no educado el hablar de ello, he llegado a observar que una especie de cualidad aversiva, que se manifiesta especialmente en una muestra de irritación, suele acompañar el análisis de la resistencia del paciente. En lugar de ser una simple obstrucción, que de hecho lo es, me he dado cuenta de que puede facilitar el trabajo. En realidad, he llegado a considerarlo como una especie de contratransferencia benigna negativa. Es posible que esté hablando aquí de un aspecto de mi trabajo exclusivo a mi carácter, pero no creo que sea así. La agresividad del analista siempre está cerca, al igual que los impulsos cariñosos.

A pesar de que me doy cuenta que acaba de hacerlo, creo que es engañoso dividir la agresividad en dos campos, el benigno y el maligno. No me parece que esta terminología se ajuste a los datos analíticos. Todos los analistas y pacientes tienen acceso a diversas formas de fantasía agresiva, algunas más primitivas que otras. No es el contenido de la fantasía lo determinante sino la naturaleza de los conflictos subyacentes y cómo se trasladan a la acción. Igual que con el deseo erótico, el paciente sólo puede fiarse de la integridad y de la contención de impulsos por parte del analista, y eso no es mucho.

A mi juicio, se puede detectar en gran parte del desarrollo de la teoría clínica de Freud su propia frustración – o irritación – con las resistencias de sus pacientes. He encontrado, con ciertos pacientes que han desarrollado fuertes defensas narcisistas frente a su participación en la transferencia, que mi irritación puede ser la primera señal de una relación asociada con lo erótico, que suele prefigurar un vínculo emergente de objeto sadomasoquista, como en el caso descrito anteriormente de mi paciente. Pero mis irritaciones a menudo están cerca cuando los pacientes se retiran de estar implicados (terapéutica), y se derivan de mi propia impaciencia caracterológica con esa distancia, junto con mi deseo de que el paciente logre un sentido más completo de sus formas de relacionarse. Están condicionadas por mi propia historia y mi historia con el paciente. Cuando un paciente se retira de estar implicado, en estos casos, y antes que yo pueda saber qué ha provocado esta retirada, frecuentemente me siento momentáneamente irritado, y detrás de esa irritación a veces me doy cuenta de que me siento traicionado y abandonado, con la correspondiente ansiedad y tristeza que acompañan estos sentimientos. Como ya pueden empezar a entender, la irritación puede a veces servir como una cobertura defensiva ante las muchas respuestas sutiles y dolorosas que tenemos hacia la transferencia de un paciente o su forma de relacionarse con nosotros.

Hace poco, una paciente que llevaba muchos años recibiendo tratamiento analítico me entregó un cheque diciendo desenfadadamente, “Aquí tienes”. El tono era impersonal, como un tendero que te dice, "¡Que tenga un buen día!” No me di cuenta apenas de mi respuesta afectiva, pero a medida que pasaba la hora, el comentario me atormentaba, y al final lo perseguí, aunque con cierta dificultad. Haciendo un esfuerzo para volver de mi desconexión, mientras mi paciente insistía en que no tenía importancia, me di cuenta que no sólo me sentía rechazado por ella, sino que ella también se sentía rechazada por mí. Ella dijo que al entregarme el cheque había notado que yo no la había mirado, y luego se acordó, pensando “Oh, esto es análisis,” como si yo lo hubiera hecho a propósito. Este no fue un encuentro inusual para nosotros, ni tampoco lo fue la cuestión de si ella buscaba mi respuesta o yo la suya. Era un “tercero analítico”. En este caso, el momento condujo a la exploración de la anticipación de mi rechazo y la inclinación de ella a buscar en mí precisamente esa respuesta.

Lo que hay que enfatizar aquí es que mi respuesta afectiva era parte de una persistente “estructura contratransferencial”, como la llamaría Tower, específica con esta paciente en sus detalles. Fue provocada en parte por mi deseo de no ser tratado impersonalmente por ella, o por la figura que ella representaba para mí. Y me llevó a un aspecto de su resistencia transferencial. Otro analista podía haber llegado por otro camino, por ejemplo por el comentario de la paciente “Aquí tienes”. Casualmente era el último día que la paciente me iba a ver antes de mis vacaciones, y se sentía rechazada y abandonada por esto también.

Bollas (1997) describe un momento en terapia de grupo cuando la sesión está acabando y los miembros del grupo, disponiéndose a marchar, se ponen visiblemente ansiosos. Él sugiere que una de las fuentes de esta ansiedad reside en que cada miembro del grupo sabe inconscientemente que, al marcharse los otros, él será inevitablemente “un objeto interno” dentro de los demás “donde su self ya no es negociable”. A mí me parece una manera muy útil de comprender una de las fuentes de la ansiedad del analista cuando un paciente está desconectado e inalcanzable. El paciente no permite que negociemos su imagen de nosotros, una negociación que nosotros llamamos interpretación de la transferencia y que inevitablemente ayuda al analista a restablecer su propio sentido de sí mismo. Este fenómeno está relacionado con la observación sólida de Schaber (1992) sobre lo difícil que es aceptar la opinión del paciente de nosotros como totalmente “legítimos”, una representación válida de quienes somos. Estas imágenes, por muy precisas que sean, no sólo nos pueden parecer ajenas y perjudiciales, presentando un aterrador desafío narcisista, sino que una parte de la opinión del paciente nunca nos pertenece. Los pacientes son los dueños de su representación de objeto del analista, y no tienen ninguna obligación de modificarla.

Por lo tanto, si mi irritación tiene su origen en mis propios conflictos y presta un elemento conflictual a mi percepción de mi paciente, que yo debo justificar, he encontrado que precisamente por esa razón, es una señal útil del estado actual de la relación, y especialmente del nivel de relación del paciente. Y cuando presto atención a lo que en el paciente puede estar causando mi irritación, a menudo observo que el paciente está actuando dentro de la transferencia para excluirme, para utilizar mis palabras como parte de una secuencia de acciones en vez de oírlas como palabras, y para definir una clase concreta de vínculo de objeto. En lugar de buscar únicamente la experiencia del paciente en la transferencia, he llegado a pensar que nuestra experiencia conjunta constituye la transferencia. Aquí transferencia y contratransferencia son inseparables.

Hay peligros implicados en el no prestar atención a mi irritación. Si trato de ocuparme de la situación de ser excluido y de la agresividad que ello conlleva, puede que me vuelva más distraído o aletargado; podría adoptar lo que se pueden llamar formas masoquistas de escucha, o ponerme gratuitamente empático. Lo que me interesa en esos momentos es un aspecto concreto de la agresividad en la contratransferencia y cómo podría ser empleada de forma productiva.

Una ilustración clínica extensa

Voy a comentar el caso de una mujer que lleva su propio negocio. Tiene nueve años más que yo, y la llevo viendo en análisis poco más de una década. Fue abandonada al nacer y adoptada a los cuatro meses. Ella acudió a mí cuando su madre adoptiva se estaba muriendo porque no podía sentir tristeza por ello. Últimamente ha estado en tratamiento por cáncer y tiene miedo a morir, aunque su pronóstico es bueno. Tiene un miedo persistente a asfixiarse, que a veces aumenta cuando se tumba en el diván. Su miedo tiene muchos determinantes, incluido su enfisema, pero es más notable cuando teme asfixiarse por su propio afecto. En esos momentos se incorpora en el diván.

Hay otro componente, sin embargo, del hecho de que se incorpore, que detecto primero a través de mi irritación contratransferencial. Es un componente provocador, oposicionista, y no sólo define un vínculo sadomasoquista concreto conmigo sino que éste defiende contra expresiones más absolutas de afecto y la relación más genuina a que éstas tienden. En esos momentos ella llega y se sienta en el diván, buscando alguna respuesta en mí. Yo no sé muy bien qué es lo que me está irritando. Pasado un tiempo dice, como si estuviera hablando con un tirano, “Que , me tumbaré dentro de un momento.” Yo me siento como si estuviera participando en un guión escrito por otro. Digo, “Parece que está discutiendo con alguien.” Ella dice, “Ya sé que debería tumbarme.” Generalmente me preocupa poco si el paciente está sentado o tumbado; lo que importa es el significado. Pero con esta paciente sí me importa. Por una variedad de razones quiero que se tumbe. Observen que mi irritación contratransferencial encaja con el papel de tirano insistente con el que ella está discutiendo. Solía tener con frecuencia luchas parecidas con su madre; nunca tuvo la sensación de que su madre la quería, ni ella tampoco quería a su madre. Debajo de estas luchas con su madre y conmigo yace el sentimiento de miedo de la pérdida y el abandono del objeto, y dentro de ellas volvemos constantemente a la proyección y a la negación de su propia rabia, una rabia impotente ante las decepciones y los terrores de su propia vida y su declive, culminando en la muerte y el abandono.

Los dos estamos implicados en la lucha contra la pérdida y el abandono, pero a pesar de todos mis “usos” de mi irritación y su “co-creación”, también es enteramente mía. Siento momentáneamente que he perdido a mi paciente. Me siento momentáneamente traicionado y tengo mi propio conjunto interno de relaciones de objeto que me son familiares y que condicionan en parte mi propio estado afectivo.

Lo que es curioso y clínicamente significativo es que cuando al final ella se tumba, la postura provocativa oposicionista se desvanece, y ella entra en un lugar diferente del trabajo, más accesible al pasado, a la autorreflexión, y a sus sentimientos, una relación diferente conmigo y consigo misma. En definitiva, cuando ella se tumba es capaz de pensar más eficazmente, y yo también.

Inevitablemente mi contratransferencia cambia cuando ella se tumba y deja de ser provocativa. Durante un tiempo pensaba que estábamos simplemente representando otra versión de la lucha por la aquiescencia y el control. Con el tiempo he aprendido que le es doloroso tumbarse porque se siente mucho más sola. Incorporada, me puede ver; me puede involucrar y me involucra, en parte, a través de su comportamiento oposicionista provocativo. Pero también he aprendido que con el afecto doloroso que experimenta cuando se tumba parece que se organiza, y el hecho de que esté tumbada contrarresta su fantasía de que se asfixiará, o que desaparecerá, o que yo desapareceré cuando no me puede ver. El que esté tumbada, pues, viene a ser una parte necesaria de mi trabajo con ella.

Así hemos aprendido muchas cosas acerca de este fenómeno posicional, pero he llegado a pensar, sobre todo, que el estar tumbada indica su disposición a estar involucrada conmigo y con su propio afecto en un nivel más profundo, de entrar en un vínculo de objeto más completo. Para expresarlo en términos algo extravagantes, es como si al cambiar de la postura sentada a la acostada, ella estuviera cambiando de la posición paranoica-esquizoide a la depresiva, como dirían nuestros colegas kleinianos.

Quiero que vean cómo es una hora de sesión normal con esta paciente; espero que algunos de los puntos que he estado discutiendo así se vean más claros. Intentaré demostrar cómo mis estados cognitivos y afectivos cambiantes, incluida mi irritación, siguen como un barómetro a los estados cambiantes de ella, a sus transferencias, a la naturaleza de la relación de objeto que ella está creando (y re-creando) conmigo, y su resistencia a una relación más genuina. También intentaré mostrar cómo mis respuestas, en vez de ser unos simples signos de afecto, son parte de una implicación conflictual compleja con la paciente.

Es un lunes por la mañana a finales de septiembre, dos días antes de Rosh Hashanah (la fiesta de fin de año judía), y mi primera hora de la semana. Ha estado lloviendo fuerte. Mi paciente llega siete u ocho minutos tarde. Noto que me siento contento de haber tenido unos minutos para mí. He estado trabajando en el despacho el fin de semana, y acabo de poner todo en orden, porque sé que mi paciente se fija en todo. Así, el enactment, que es continuo, está en su sitio antes de que la paciente llegue. La saludo en la sala de espera, y su aspecto es el de una niña perdida, empapada. Le cuesta respirar. Me mira como si estuviera necesitada de algo. Siento al mismo tiempo un impulso de cuidarla y una cierta renuencia a hacerlo. Me recuerda a alguien que me es familiar: el pedir a través de la acción, el enfado que está detrás de ello. Subimos andando a mi despacho. Mi paciente solía pararse delante de la puerta, esperando que la invitase a entrar, incluso cuando la puerta estaba abierta, mientras yo seguía subiendo la escalera. Hemos examinado muchas veces su deseo de entrar en el mundo de otro; su deseo de verlo todo; su deseo y su miedo de ser una intrusa en habitaciones y lugares prohibidos. Ella mira el escritorio con sus montones de papeles e intenta, sin conseguirlo, leer el título de uno de los libros que hay allí. Sé que está pensando en preguntármelo, o resignarse a estar excluida de ello. Me siento vulnerable y algo molesto. No puedo utilizar mi propio escritorio sin que se convierta en un tema de exagerada importancia. Creo que ella también está muy irritada. Pero está acostumbrada a provocar la irritación en otros, especialmente en su no muy afectuosa madre, y ahora creo que espera encontrarla en mí. Esta es la “estructura de contratransferencia” a la cual vuelvo día tras día y en la cual está el origen de muchas de mis intervenciones.

Ella se sienta en el extremo del diván y dice, “Tengo la boca seca.” Esto, también, es un tema de discusión para ella. He intentado interpretar los momentos cuando ella siente que tiene que levantarse a buscar un vaso de agua. Normalmente oye mi interpretación como un reproche. Ahora dice, “Mi médico dice que se debe a la radiación,” un comentario calculado, creo, para eximirse de responsabilidad, de indicar que se trata de un tema fuera de los límites de análisis, y para frenarme. Lo consigue, aunque sé que el tema de su sed era anterior a la radiación. Veo en mi mente la máquina de radiación, grande y aterradora, su médico al lado de ella e, identificándome con él, pienso en la patofisiología de su boca seca. Noto que estoy discutiendo con él, desafiando, sin fundamento, la opinión del radiólogo. Sospecho que a ella le agrada que estos dos hombres – su analista y su radiólogo – se peleen por ella, pero no estoy dispuesto a decírselo. Ella dice, “Vi al Dr. Rothman el viernes. Me van a dar los resultados de ese...” Pierdo la pista de lo que está diciendo. Está hablando de una forma que suena forzada, automática, en control, pidiendo una respuesta pero no esperando ninguna. No está en ello, no está hablando conmigo. Yo pienso, “Mi madre solía hablar así; me pregunto si ella suena como su madre.” A veces decía, “Tengo la sensación de que no está hablando conmigo. ¿Es posible que esté hablando con otra persona?”

En realidad esta mujer me recuerda a mi madre en muchos aspectos: su cáncer, su enfisema, su necesidad, su terror a la muerte. Y este eco condiciona mi incomodidad con el vínculo erótico que mi paciente tiene conmigo y mi irritación con su distanciamiento. Aunque sólo soy consciente del hecho en retrospectiva, esta hora tiene lugar, casi al día, en el décimo aniversario de la muerte de mi madre, cuando estaba viendo a mi paciente en psicoterapia justo antes de empezar el análisis. Mi madre murió en Rosh Hashanah, y tuve que dejar precipitadamente una nota en mi puerta suspendiendo la cita con esta paciente, ya que ella había salido ya para la cita. Mi paciente, que observa las fiestas, estaba furiosa conmigo en ese momento, sin estar enterada de las circunstancias, y aún sigue enfadada por ello hoy. En un sentido real, el espectro de la muerte y el abandono se cierne sobre la hora de sesión para los dos, mientras los dos luchamos por defendernos de ello.

Ahora está diciendo, “El Dr. Rothman siempre trata bien a la gente. Ud. siempre dice – nosotros siempre decimos – que yo espero más de mis médicos.” Creo que espera algo más de mí. Durante un breve momento me siento menos irritado porque parece que quizás “nosotros” podamos hablar del tema, pero rápidamente pienso mejor mi optimismo mientras ella se pone las gafas y mira fijamente de nuevo el material encima de mi escritorio. Estoy cogido entre la irritación de nuevo y el entretenimiento. Ella dice, “Todavía no lo veo.” Me sonríe. Otra vez me entra la irritación. Siento que está jugando conmigo. Estoy cansado de ello. Pienso, déjame en paz. Mi irritación va subiendo. Durante un breve momento la odio. Antes de que tenga tiempo para sentirme culpable de ello, pienso inmediatamente en su odio hacia su madre, y el odio de su madre hacia ella.

Este es un buen ejemplo de la complejidad de cualquier momento clínico. Vista como una identificación en los términos de Racker, mi odio momentáneo se podría considerar como una identificación complementaria con el objeto interno de la paciente, la madre que la odiaba, o incluso como una identificación concordante con la paciente misma y su auto-representación, su odio hacia su madre (con la que está identificada). Pero, al margen de los matices, también es claramente una proyección por mi parte, en la cual la proyección de mi propio odio y culpabilidad se mezcla casi imperceptiblemente con mi intuición clínica.

Ahora oigo decir a mi paciente, “Le dije al Dr. Rothman, ‘si desarrolla una relación con un paciente debes sentirte muy mal cuando se muere.’ ” Ella me mira desafiante. “Se lo dije,” dice ella; “debe ser una relación supuesta. ¿Debería de sentirme culpable por eso o avergonzada de hablarle así – tiene la edad de mi hijo – y de relacionarme con él de esa manera? Tengo fe absoluta en su juicio médico, y sin embargo puedo . . .”. Ella se tumba. Estoy sorprendido. Pierdo algunas palabras. “Así que me pregunto por eso.” Está más tranquila. Menos enfadada. Yo me siento más relajado. Ella dice, “Así que me marchaba y le dije, ‘Sabes, Mike, te quiero de verdad.’ ” Y entonces me dice a mí, “No quiero sentirme avergonzada por eso. Él me sonrió.” En algunas ocasiones me decía a mí, “Sabes, Smith, te quiero de verdad,” generalmente cuando se marchaba del despacho. Ahora está dando su amor a otro y, como si reconociese la comunicación implícita, añade, “Tenía ganas de hablar con Ud. de esto.”

Observen lo inestable que está mi afecto durante esta secuencia, a medida que traza las líneas de la lucha que tiene con el nivel de su relación. Y observen, en lo que sigue a continuación, que la primera indicación de que las cosas están cambiando es otro cambio en mi afecto. Me dice que el pasado viernes por la tarde, después de nuestra sesión, se fue a casa de alguien llamado Coleman. Pienso en alguien que conocía de niño que se llamaba así. Era un tipo difícil de alcanzar, siempre sonriendo; me hizo sentir solo entonces, y ahora. Ella está diciendo, “Nos pusimos todos a cantar. Era enormemente divertido, enormemente placentero.” Me suena todo forzado. No le creo. Creo que está ocultando algo. ¿Se trata de su soledad o la mía? Creo que se siente excluida. Lo que es cierto es que yo me siento excluido, tanto por ella como en identificación con ella. Ella, creo, me ha hecho sentir lo que ella no quiere sentir. Recuerdo en mi mente las fiestas cuando era niño durante las vacaciones, que normalmente son recuerdos felices para mí. Ahora parecen vacíos. Ella dice, “Le di mi tarjeta a alguien; espero que me llame.” Estaba tendiendo la mano a un desconocido. Dice ella, de forma casi hipomaníaca, “Vi al loco ese que me llevó a Handlebar Harry’s.” Un bar de copas. “Harry” es mi apodo. De tender la mano cambia a burlarse en un instante. Normalmente comentaría este cambio defensivo. Ella continua, “No puedo creer que me quedara hasta tan tarde y ahora a las 7.20 de la mañana me esté quejando a Ud.. Estaba cansada. Pensé que quizás debería quedarme hasta tarde porque si le quitas el sueño a la gente deprimida le hace bien.” Noto que está respirando mejor. “Paula y yo nos fuimos al Lyric Stage.” Y luego, con mayor autorreflexión, dice, “Estoy informándole de mi fin de semana; no estoy muy segura de por qué. La única cosa que cuestiono es lo del Dr. Rothman. Supongo que la otra cosa son mis hijos. ¿Qué distancia es la apropiada entre la gente?” Esta es su pregunta, y por supuesto es la mía también.
Ahora digo, y este es mi primer comentario de la sesión, “Qué distancia es la apropiada, y cómo de resentida se siente cuando la otra persona no se porta como Ud. quiere, cómo de solitaria y excluida.”

En retrospectiva, parece que he tomado mi afecto e, imagino, el suyo, para hacer este comentario. Todavía estoy pensando en su mirada a mi escritorio, pero me protejo entre el resentimiento y la soledad, los cuales parecen estar siguiéndose el uno al otro durante la sesión.

“Empecé a pensar en mi conversación con Paula.” Ella empieza a lloriquear; creo que se siente reñida por mí y está haciéndose la niña herida. Esto me irrita un poco más. Sospecho que vamos a tener una batalla entre madre e hija. “Ella me dijo que le surgió un problema con sus hijos cuando la canguro llamó para decir que no podía ir. Yo creía que lo que necesitaba era una madre.” Una madre. Este es un tema muy antiguo entre nosotros, y es lo que he estado pensando que ella quiere, de mí y del Dr. Rothman, un deseo que ahora ha desplazado sobre Paula.

Meditando su pregunta acerca del Dr. Rothman y pasando por encima de su defensa, digo, “Quizás el Dr. Rothman puede ser tu madre.” Estoy un poco asustado por mi comentario, que me sale espontáneamente, y me doy cuenta de que estaba calculado en parte para asustarla. Si todas las intervenciones hacen uso de la agresividad del analista e incluyen en sus determinantes la contratransferencia del analista, así avanzando tanto la resistencia como el insight creciente, parece que me he unido con ella momentáneamente en la interacción erótica provocativa que ella está maquinando, y en apoyar su maníaca “defensa” juguetona.

Como analistas hemos prestado demasiada poca atención al papel de la acción dentro de nuestra propia psicología. Sin duda su importancia varia notablemente de un analista a otro, pero yo encuentro a veces que sólo cuando se escuchan los pensamientos hablados, se llegan a conocer los pensamientos no hablados, los afectos no sentidos, y por tanto los aspectos de la contratransferencia. El habla es, por definición, parte de una relación, y como tal lleva consigo toda la tonalidad comunicativa de la relación con el paciente. A través del habla se comunican también aspectos de experiencia intrapsíquica que pueden llegar a ser conscientes sólo en acción; como analistas, podemos localizar aspectos de nosotros mismos, y consecuentemente del paciente, sólo después de oírnos hablar; esta observación apoya la opinión de Renik (1993) según la cual llegamos a ser conscientes de nuestra contratransferencia sólo después de que se ha puesto en acción.
Mi comentario, “Quizás el Dr. Rothman puede ser tu madre,” me recuerda por un momento mi propio analista, su picardía, y la sorpresa que sus comentarios a veces suscitaban en mí. ¿Le estoy trayendo a la habitación para que me ayude en este momento? Ella dice, “Oh, mierda, Smith,” tan fuerte que me sobresalto, “¿estamos con eso otra vez? Pues sí, probablemente. Me siento como ese libro tonto, ¿eres mi madre?, ¿eres mi madre? Creo que es cierto que si no aclaras bien el tema de tu madre, no lo haces bien más tarde. Ella habla de un amigo que fue criado por sirvientas, un “pobre niño rico”, pero todavía no está realmente en la habitación conmigo, y me pregunto si lo que he hecho ha sido simplemente alimentar su resistencia. Ahora me habla de una amiga íntima que le dijo, “Tú no te acuerdas de lo mucho que te quería tu marido y de los buenos años que tuviste con él.” Su marido murió de cáncer hace muchos años. Su amiga está notando la misma resistencia; quizás a mi paciente le resulta menos amenazadora mi voz en la persona de su amiga. “Ella me dijo, ‘Él realmente te adoraba.’ Sé que es verdad.” Por primera vez parece que está más presente conmigo, y con su afecto. ¿Ha sido mi comentario que ha facilitado esto?

Ella continua, “¿Le convertí a él en mi madre? Probablemente recibí mucho apoyo y consuelo y protección.” Estoy empezando a sentir que estamos conversando juntos por primera vez. Ahora habla de un chico que va e empezar en la universidad y cuyos padres vienen a pasar el fin de semana con otros padres. Menciona a algunos familiares cuyos nombres no me suenan; ella utiliza sólo sus nombres de pila, como si yo fuera un miembro de la familia. “Hemos comprado ‘kazoos’ (una especie de flauta barata) para todo el mundo.” Ella parece más alegre, menos frenética.

Yo le digo, “Le gustaría tener a alguien para comprar kazoos con Ud. y a veces le gustaría que fuera yo. Al menos le podría decir el título del libro para que no tuviera Ud. que esforzarse en leerlo.” Ese libro y el que me haya hecho parte de su familia están unidos en mi mente, pegados juntos por mi reacción afectiva a su deseo de estar incluida en mi trabajo, en mi vida, y en la vida de su madre.

“No lo vi. A lo mejor lo podré ver cuando me levante.” Maldito sea. Ha tomado mi comentario como una invitación. Estoy enfadado conmigo mismo.

Utilizando su respuesta y la mía, sigo adelante: “Tiene que robarme las cosas que no le doy – con su nariz apretada contra el cristal.” Miro el reloj y pienso en mi padre, que también está muerto. Él vivió mucho tiempo después de que le diagnosticaran el cáncer. Mi sensación de distanciamiento de él, su cuerpo, su cáncer, el cáncer de ella. Pienso en un cuerpo lleno de cáncer. Así es como ella debe ver su cuerpo. Empiezo a sentirme más contento con ella.

Ella dice, con una convicción completa y transparente, “Sí. Es exactamente como me siento.” Así que he utilizado mi afecto para encontrarla, incluso cuando mi irritación ha condicionado mi intervención. Ella continua, “Pero de alguna manera no he conseguido hacer de mi mundo en este momento como quisiera que fuera. Estoy afectada. Ann y Jane (sus nueras, que no se llevan bien) no pueden estar juntas. Estoy realmente molesta por eso. Mi familia les dedica mucho tiempo, y esto la destroza. Lamento muchísimo no haberles llevado a Cape este fin de semana porque no se llevan bien.”

Empiezo a decir, “Le priva a Ud.,” pero me lo pienso mejor, temiendo que le suene demasiado crítico para este momento de la sesión, y luego, para mi sorpresa, le oigo decirlo ella, “Me siento privada de ese placer inmediato de estar con mis nietos y pasando con ellos unas vacaciones realmente estupendas.” Me uno con ella: “Se siente privada del maravilloso fin de semana familiar que podía haber tenido.”

Ella habla de “meterse” dentro de las familias de otros y luego se incorpora. “Oh, Smith,” dice, con la cabeza encima de las rodillas, “Me siento como una jodida huérfana la mitad de las veces.” De hecho pasó cuatro meses en un orfanato antes de ser adoptada. Al comienzo del análisis había traído sus papeles de adopción, que llevaban escrita la palabra única abandono como motivo para la adopción. Su sensación de haber sido abandonada, tanto por su madre biológica como por su madre adoptiva, además de por mí, ha ocupado nuestra atención durante muchos años.

Yo digo, “Le enfada mucho.”

“¿Ha dicho enfadar? Me pone triste. Sí que me enfada.” Los dos afectos todavía están jugando al escondite, como han hecho con ella y conmigo durante toda la hora. “No quiero estar encima de mis hijos. Quiero mi propia vida.” Ahora mira el libro encima mi escritorio, se pone las gafas, y vuelve a mirar. Es “Equilibrio psíquico y cambio psíquico” de Betty Joseph (1989). “Parece divertido,” se burla, y se marcha.

Discusión de la hora de sesión

He presentado esta hora no como un modelo de técnica sino para ilustrar, con una paciente especialmente animada que, como todos los que reciben tratamiento psicoanalítico, va y viene en su implicación conmigo, cómo mi contratransferencia, sobre todo mi irritación, que es una manifestación de lo que podríamos llamar señal de conflicto, registra las variaciones en su presencia y ausencia como un barómetro. También he intentado demostrar cómo mis pensamientos, mi comportamiento, y más especialmente mi afecto, corren como un comentario sobre su afecto, su nivel cambiante de resistencia, y la naturaleza fluctuante del vínculo de objeto que ella está continuamente haciendo y rehaciendo conmigo, a medida que luchamos juntos por encontrar el afecto que está por debajo de sus provocaciones y un compromiso afectivo más auténtico el uno con el otro. Pienso que en la hora de sesión se puede observar cómo mi contratransferencia cambia continuamente entre identificaciones a la vez concordantes y complementarias, al utilizar yo mi transferencia para hacer que mis conjeturas favorezcan mi comprensión de la paciente. Mis asociaciones se derivan de mi propia historia, mi historia con ella, mis observaciones actuales de ella, y de mi involucración conflictivo con ella. No traduzco estas asociaciones directamente en interpretaciones sino que, de forma continua, las utilizo como pistas y luego busco datos correspondientes en el material de la paciente para orientar mis intervenciones.

Es importante tener en cuenta que esta hora, como cualquier informe, es un artefacto de reconstrucción, sujeto tanto a invención como a omisión. Por ejemplo, no he puesto suficiente énfasis en mi atención cognitiva al sentido asociativo de mi paciente, ni en mi examen más consciente de sus patrones defensivos cambiantes; estos son víctimas de la selección. Al mismo tiempo, al hablar de mis respuestas contratransferenciales, muchas de las cuales normalmente tendrían lugar justo fuera de la conciencia, parece que la hora está más llena de lo que debería estar de autorreflexiones conscientes. Aún así, la hora sólo puede dar una ligera indicación del grado de complejidad que estoy intentando demostrar, la continua involucración conflictual con la paciente que sirve tanto para adelantar como atrasar el trabajo.

Puede que mis esfuerzos para intervenir alrededor de las proyecciones de la paciente y alrededor de su uso defensivo de la interacción parezcan demasiado insistentes en esta hora. Merton Gill (1994) solía decir que lo que era más importante para él no era la naturaleza de la relación entre analista y paciente, sino si existía o no una relación. Aunque creo que es más preciso decir que el paciente siempre está construyendo una relación con el analista, una relación que varia constantemente en cuanto a involucración y autenticidad, pienso que es esencial seguir la pista del nivel de esa involucración. Pero Gill era, según su propia admisión, un hombre impaciente, y existe, ciertamente, un peligro en el sentido de que al prestar tanta atención a la interacción y al nivel de implicación podemos imponer nuestro propio deseo de implicación con el paciente, y así prestar insuficiente atención a los deseos ambivalentes constantes del paciente a este respecto. Si a menudo nos equivocamos al permitir excesiva distancia, como nos solía recordar Gill, también podemos equivocarnos al meter el material dentro de una matriz interactiva, olvidando que los pacientes existían con sus propias organizaciones conflictivas mucho antes de que nosotros entrásemos en su mundo, y que su forma de aceptar los niveles de intimidad y distanciamiento que se establecerán con los demás es el resultado complejo de muchos factores que se irán gestando a lo largo de una vida. Somos una profesión hambrienta de involucración hoy en día. Con nuestros entusiasmos actuales corremos el riesgo de ser algo menos tolerantes de lo que deberíamos con los trayectos solitarios de los pacientes, y menos abiertos a los descubrimientos que ellos hacen en estados de separación, y a lo que esos descubrimientos podrían enseñar tanto a paciente como a analista.

Como he intentado dejar claro, mi creencia es que al igual que el material del paciente está influenciado por el conflicto en todos los niveles, también el del analista lo está, y es precisamente este conflicto en el analista el que permite que oiga lo que el paciente está comunicando – en palabras, afecto y acción. En realidad el material del paciente está tan saturado por los propios deseos conflictivos que los analistas, escuchando desde sus propias posiciones conflictivas, pueden responder a muchos aspectos diferentes de las palabras, afecto y comportamiento del paciente como una vía de acceso al análisis de los conflictos del paciente. Cualquiera que sea el método teórico que adopte el analista, además tendrá que dar cuentas de la interacción conflictual que resulta en un análisis. A pesar de la importancia y los beneficios de los estudios sobre el psicoanálisis comparativo en esta era pluralista, las diversas guerras de teoría que barren nuestro campo, a menudo parecen servir para una función defensiva, una especie de silbido en la oscuridad, como si la posición teórica correcta nos pudiera salvar de las inevitables contracorrientes conflictivas que envuelven cada pareja analítica, y que son verdaderamente nuestros puntos comunes.

Para dar otra muestra más de la implicación conflictual continua del analista, uno puede elegir cualquier momento de una sesión para examinar el papel del analista de la misma manera que se hace habitualmente con el paciente; poner al analista en el diván, por así decirlo. Cada elección técnica que hace el analista, cada aspecto de su comportamiento, deja ver algo de la propia red conflicttiva de las asociaciones del analista. En la hora de sesión que acabo de presentar, mis propios conflictos están claramente presentes en mis momentos de irritación, pero también lo están en cualquier otro momento.

Examinemos mi comentario, “Quizás Dr. Rothman puede ser tu madre.” En la sesión me recuerda mi propio analista, y me pregunto si le estoy llamando para que me ayude. Poco después, pienso en mi propio padre, su cuerpo, su cáncer, y esto me lleva a una mejor comprensión de lo que imagino que es la experiencia de mi paciente con su cuerpo. Pero si examino este momento más detenidamente, hay más. Ya he dicho que esta paciente me recuerda a mi madre: su enfermedad, su ansiedad, sus necesidades, y sus deseos eróticos; y en ocasiones mi paciente me trata como a uno de sus hijos. El componente erótico de la transferencia despierta mi propia ansiedad edípica de una forma atenuada, apenas consciente, y me siento durante unos breves momentos como un niño pequeño, incapaz de detener el avance de su enfermedad o de cuidar de sus necesidades y deseos incontrolables. Entonces busco entre mis pensamientos a mi padre. Quizás él puede ayudar. Quizás él puede encargarse de las necesidades y deseos eróticos de esta mujer. Dicho de otro modo, hay una ansiedad edípica y una retirada que me son familiares. Y al traer a mi padre a la habitación, mi estado cambia y puedo escuchar a mi paciente con más atención, con menos ansiedad. El pensar en él, además de conducirme a algo específico acerca de mi paciente, me ayuda a sostener mi función analítica. El pensar en mi padre, por tanto, igual que el pensar en mi analista, son breves refuerzos identificatorios, que se derivan de mi atención consciente e inconsciente a las preocupaciones de mi paciente, y de la ansiedad que producen en mí estas preocupaciones; parece que me tranquilizan y, al mismo tiempo, me guían hacia la naturaleza específica de sus preocupaciones. Por lo tanto, los pensamientos que tengo y las acciones que tomo son determinadas de forma múltiple por muchos aspectos del material y por mis propios procesos de estabilización de conflictos.

Entonces, ¿es interferencia contratransferencial o contratransferencia facilitada? Espero que, habiendo examinado ya el material tan detalladamente, podamos ver la irrelevancia de la pregunta tal como está planteada. Yo opino que todos nuestros momentos clínicos son una mezcla de ambas cosas, en variaciones infinitas, y que, dada la ubicuidad del conflicto, tiene poco sentido hablar de cualquiera de ellas en términos tan absolutos. Si el analista está involucrado en el trabajo con el paciente, y una relación de objeto se ha establecido, esa implicación será necesariamente conflictual. De hecho, puede ser que sólo cuando la relación ha llegado a ser conscientemente conflictual (cuando, por ejemplo, el analista es consciente de una respuesta contratransferencial a la resistencia del paciente) que está claro que una relación de objeto efectivamente se ha establecido y que un proceso analítico está en marcha. Es el analista quien tiene que decidir hasta qué punto el conflicto despertado puede ser utilizado, consciente o inconscientemente, en beneficio del análisis del paciente. Por consiguiente, podemos ver que hasta una búsqueda empática del punto de vista del paciente es un fenómeno conflictivo complejo.

Conclusión

El mejor análisis no consiste simplemente en responder afectiva y cognitivamente al material del paciente, sino en entrar también en una compleja involucración conflictual con el paciente que incluye todos los componentes del conflicto, incluido la ansiedad o el afecto depresivo; defensa; miedo al castigo; y deseos eróticos y agresivos. Son estos componentes los que definen la relación de objeto continua del analista con el paciente, que han sido en gran parte pasados por alto en la literatura, excepto como interferencias patológicas.

Los conflictos del analista se expresan en afecto, pensamiento y acción. Acercan al analista hacia el paciente, al mismo tiempo que le alejan de él, y ayudan a sostener la efectividad del analista además de interferir con ella. Junto con los conflictos del paciente, definen una relación analítica que, en su estructura conflictual fundamental, no es diferente de cualquier otra relación de objeto.
 

Notas del autor
1. Mi uso de la palabra proyección aquí coincide con la sugerencia de Sandler (1987) de que consideremos la proyección como un “concepto amplio” (p. 4), cuyo significado depende de su contexto. Esto está en contradicción con las opiniones de otros (por ej., Novick y Kelly 1970), quienes utilizan el término sólo para referirse a la proyección de un derivado de la pulsión y así lo distinguen de generalización, que ellos ven como un uso no defensivo del mismo mecanismo fundamental, y también de externalización, en la cual sugieren que una persona atribuye a otra un aspecto de su autorepresentación en lugar de un derivado de la pulsión. Aunque me parece útil el ejercicio de Novick y Kelly, en la práctica no creo que sea posible separar los usos de proyección defensivos de los no defensivos ni tampoco las defensas derivadas de la pulsión de las no derivadas de la pulsión. Todos los mecanismos se pueden utilizar al servicio de la defensa, y todo pensamiento que observamos en análisis tiene, a mi juicio, componentes tanto defensivos como de derivados de la pulsión.
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*Presentado originalmente en forma abreviada en un panel sobre “Contratransferencia, autoexamen e interpretación” en la Reunión de Otoño de la American Psychoanalytic Association, New York, Diciembre 19, 1997. Enviado para publicación el 20 de Noviembre de 1998.

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