aperturas psicoanalíticas

aperturas psicoanalíticas

revista internacional de psicoanálisis

Número 012 2002 Revista Internacional de Psicoanálisis Aperturas

Las palabras para decirlo; un enfoque intersubjetivo de la comunicación en psicoterapia

Autor: Ortiz, Esteban

Palabras clave

Experiencia de seguridad, Interpretaciones predictivas/atributivas, Modelo relacional/intersubjetivo, Neutralidad, Procesos comunicativos, Proceso de elaboracion narrativa, Proximidad emocional, Uso de etiquetas.


 
Para Montse; para Enrique

Introducción

Comparto con Wachtel (1996) su extrañeza sobre lo relativamente poco que se ha escrito en psicoanálisis sobre lo que dicen los analistas y, más específicamente, sobre cómo lo dicen. El peso de la formación  ha estado puesto en tratar de capacitar a los candidatos para entender a los pacientes. Parece darse por sentado que si uno entiende, las interpretaciones saldrán prácticamente solas y se adecuarán automáticamente a las necesidades del paciente. Se ha obrado durante años dando por sentado que hay una continuidad directa entre comprender y comunicar y este segundo paso ha merecido poca atención. Al actuar así, los analistas han perdido una oportunidad para volver más sutil y refinado su trabajo.

Durante los últimos veinte años la reflexión teórica ha centrado su atención en el aporte que realiza el analista en la construcción de los fenómenos observados en la sesión analítica. Esto ha producido un aumento de la sensibilidad de los terapeutas acerca de los exquisitos intercambios que se producen entre paciente y analista y en cómo la subjetividad del terapeuta impacta en el mundo mental del paciente (Billow, 2000; Gill, 1982; Hoffman, 1983; Lichtenberg y otros, 1996 ; Mitchell, 1988; Orange, Atwood y Stolorow, 1997; Renik, 1996; Thoma y Kachele, 1989).

En esta etapa que llega hasta hoy, multitud de analistas de las más variadas procedencias han empezado a sentirse incluidos en un nuevo paradigma psicoanalítico: el modelo relacional o intersubjetivo (Mitchell,   1988).

El enfoque intersubjetivo responsabiliza mucho más al terapeuta de la marcha del tratamiento pues le exige no solo comprender al paciente sino relacionarse con él de un modo terapéuticamente útil. La sola comprensión no basta, se necesita algo más para esperar un final razonablemente feliz de la terapia. Ese “algo más” incluye que el analista sea capaz de aportar algo nuevo a la relación que mantiene con el paciente (Balint,   1968; Kohut, 1971; Mitchell, 1988; Stern,  1998). Es en este contexto que la experiencia emocional correctiva ha experimentado una gran revalorización que exige del terapeuta una disponibilidad cognitiva y emocional mucho más comprometida y exigente. Los nuevos términos con los que se intenta describir la posición del analista no son tanto neutralidad, racionalidad y objetividad como implicación, sinceridad, apertura y autenticidad (Mitchell, Stern y otros).

Es en el centro de este planteamiento que adquiere un máximo sentido examinar cómo se comunica el terapeuta: qué dice, cómo lo dice y, por supuesto, qué hace. Si la interpretación ya no es un simple contenido ideativo sino que –simultáneamente- es una propuesta de relación, una adjudicación de roles e identidades, una acción con  propósitos conativos; si en la interpretación, como se admite ahora, el analista aparece ante el paciente no solo como un interprete neutral sino con los rasgos más profundos de su personalidad (Billow, 2000; Bromberg, 1994; Wachtel, 1996) parece imperativo volcar sobre ella el enorme aparato reflexivo que ha construido el psicoanálisis moderno para deconstruir las diferentes intervenciones que se realizan en análisis y ampliar las capacidades autoreflexivas del analista.

En conexión con lo anterior aparece un segundo tema que me parece sumamente importante: la experiencia de seguridad, la terapia como una base segura (Bowlby, 1988; Kohut,  1971; Mitchell, 1997; Wachtel, 1996).  El paradigma intersubjetivo  enfatiza mucho la seguridad del paciente. Se sostiene que el cambio se produce más fácilmente cuando el paciente se siente seguro; es decir, entendido, aceptado y respetado por el analista. La preocupación por retraumatizar al paciente en la terapia está en un primer plano.

El grado de empatía y capacidad autorreflexiva con que actúa el analista favorecerá en mayor o menor medida la construcción interpersonal de la experiencia de seguridad. La seguridad no es una variable del paciente ni preexiste al encuentro interpersonal. Es una característica emergente de la interacción paciente-terapeuta.

La experiencia de seguridad, la terapia como una base segura, se ha convertido en un lugar común en buena parte del pensamiento psicoanalítico contemporáneo. A mí me resultó útil (aún más, me sorprendió) desplegar esta formula general en preguntas hipotéticas que  cada pareja paciente-terapeuta tiene que enfrentar y resolver a lo largo de la terapia.

  • ¿Qué puedo esperar o temer de ti?
  • ¿Cómo puedo hacer para que me quieras, me comprendas, me admires, me tengas pena, no te olvides de mí?
  • ¿Qué puedo hacer para tenerte contento, interesado, para que disfrutes conmigo?
  • ¿Qué puedo hacer para asegurarme de que eres de fiar, que no te vas a aprovechar de mí, de que me vas a respetar?
  • ¿Cómo puedo estar seguro de que, si te cuento estas cosas, no te vas a deprimir, no te vas a horrorizar, no me vas a mirar como un monstruo?
  • ¿Hasta qué punto puedo quejarme sin que te impacientes?
  • ¿Cuánta rabia puedo mostrar aquí, cuánta envidia, cuántos malos sentimientos, sin que me eches o me encuentres desagradable?
  • ¿Hasta qué punto soy una carga para ti? ¿Me aguantas? ¿Te aburres?
  • ¿Hasta qué punto te puedo protestar y exigir cuando no me sienta bien tratado o bien entendido?
  • ¿Me expulsarás prematuramente del tratamiento o, por el contrario, me retendrás en él más de lo necesario?
  • ¿Podrás tolerar que te hable de tus defectos, de tu torpeza, de tu ansiedad, de lo simple que eres en ocasiones?

Estos interrogantes, y otros, se plantean al comienzo de cada tratamiento y se mantienen con distinta intensidad a lo largo de toda la terapia. Muchos de ellos obtienen respuesta en la interacción, sin ni siquiera llegar a plantearse. Otros se convertirán en  motivo de reflexión compartida a lo largo de buena parte del proceso analítico. Reaparecerán con distintas variantes y necesitarán ser respondidos satisfactoriamente una y otra vez. En conjunto, constituirán un contexto silencioso que se activará y será sometido a escrutinio consciente o inconsciente en momentos especiales. Algunos de estos interrogantes no serán reconocidos ni elaborados por ninguno de los participantes y constituirán un punto ciego permanente que dejará su sello de insatisfacción o de adaptación parcialmente alienante.

Quizás, un dato que puede dar una idea de lo difícil que resulta esta tarea y de la cantidad de pacientes/terapeutas que naufragan en ella es el porcentaje tan enorme de abandonos que se producen en las primeras sesiones.

En este trabajo se defiende la idea de que los comentarios del terapeuta no son neutrales sino que siempre, inevitablemente, conllevan una carga valorativa. De un modo directo o sutil transmiten aprobación o desaprobación (Wachtel, 1966), prometen la salud o amenazan con la perpetuación de la infelicidad  (Bleichmar, 1997) o reflejan las preferencias personales del analista sobre las distintas salidas posibles de un conflicto (Renik, 1996).

De un modo general, una de las tesis de este artículo es que cada mensaje lleva asociado un metamensaje que transmite una valoración sobre lo dicho y que es a menudo en este mensaje, muchas veces desatendido, donde se encuentra la clave para la transformación terapéutica o el fracaso. Los mensajes “correctos” pero con metamensajes problemáticos suelen ser inútiles o contraproducentes. Esto no debe entenderse como que haya un lenguaje terapéutico ideal y canónico que, por sí mismo, resolvería todos los problemas de la relación terapéutica. De ninguna manera quiero afirmar esto. Las ideas y los ejemplos que se exponen más adelante no tienen ninguna intención normativa o prescriptiva. No es el lenguaje “correcto” del buen terapeuta. Son variaciones creativas (me permito llamarlas así precisamente porque no las he inventado yo) que abren posibilidades expresivas potencialmente útiles. Su valor no está tanto en sí mismas como en el efecto de contraste que se produce al compararlas con otras probablemente más usuales. No ignoro que, en última instancia, es el paciente el que decodifica la interpretación y que el terapeuta nunca puede estar inicialmente seguro del efecto que van a producir sus palabras (Mitchell,, 1997; Swaber, 1990) pero no creo que esto invalide la pretensión de que el terapeuta cuide y analice su lenguaje. En todo caso, esta crítica vuelve imperativo un nuevo recaudo metodológico: la necesidad de que el analista evalúe con regularidad cómo es entendido por el paciente, en un proceso de correcciones mutuas que restaure las vías de comunicación  y aclare los malentendidos.

Uno de los objetivos de esta presentación es realizar un análisis de algunos procesos comunicativos en los que el terapeuta, inadvertidamente, puede patologizar, herir o desvalorizar al paciente. Una de las preguntas a las que trato de responder es ésta: ¿cuántas de las resistencias del paciente tienen que ver con procesos puramente intrapsíquicos y cuántas son reacciones defensivas frente a un analista que, de un modo sutil o burdo, humilla, desafía o maltrata a un paciente?

Este trabajo también se ocupa, aunque tangencialmente, del problema de la verdad. ¿Qué grado de verdad hay en las hipótesis que formulamos y en las intervenciones que proponemos? ¿Cómo comprendemos el problema de la verdad desde una epistemología no ingenua? En términos socioconstructivistas no hay una verdad que pueda ser descubierta. Hay perspectivas alternativas con distintos grados de racionalidad, coherencia, verosimilitud y, sobre todo, utilidad (Revista de Psicoterapia, 2000).

Se pueden construir distintas versiones de la mente de un paciente y cada versión puede ser mejorable. El objetivo de buscar la verdad se mantiene pero entendido como el empeño continuo por construir las mejores versiones posibles. Esta forma de ver las cosas tiene una implicación práctica importante: seguimos implicados en la tarea de buscar la verdad pero hay que ver qué versiones de la verdad son las menos dolorosas, más útiles y más fácilmente aceptables para el paciente. Qué  construcción de la verdad tiene mayor eficacia transformativa.

Hay una larga tradición en psicoanálisis que tiende a asumir que las verdades más dolorosas son las más profundas. Creo que es un enfoque equivocado y que no hace justicia a lo que muchos analistas observan diariamente en sus consultas. Hay momentos de la terapia inevitablemente dolorosos pero también hay muchos otros en los que el paciente se siente apoyado, entendido, desculpabilizado y aliviado al poder contar con la ayuda experta de otra persona. Creo también que una buena parte del sufrimiento que se experimenta en un análisis puede ser atenuado si el terapeuta está atento a las implicaciones de lo que dice y busca activamente cómo construir interpretaciones con las menores connotaciones negativas posibles y que respeten y afiancen la autoestima de los pacientes

Por último, en este trabajo, desarrollo una reflexión sobre la cuestión de la neutralidad del analista. A través de ejemplos de intervenciones concretas espero mostrar cómo el analista selecciona los datos, cómo privilegia algunos elementos en perjuicio de otros, cómo –inconscientemente- se posiciona ante el paciente y cómo –finalmente- empuja en diferentes direcciones en un proceso de ensayo y error que, en el mejor de los casos, negocia con el paciente. Comparto con multitud de autores contemporáneos la idea de que, cuando el analista es efectivo, no lo es por neutralidad sino por implicación, no porque ofrezca argumentos neutrales y objetivos sino porque da –con suerte- puntos de vista diferentes y útiles que se adaptan a lo que el paciente puede entender e incorporar en ese momento (Juri, 1999; Lichtenberg, 1996; Mitchell, 1988, 1997; Renik, 1996).

1) Ayudando a los pacientes a convertirse en buenos narradores.

Las narraciones espontáneas de los pacientes muchas veces están fragmentadas o son superficiales. Por lo tanto, sus relatos carecen de la información necesaria para entender suficientemente bien los problemas que traen a sesión. En ocasiones, la sensación agobiante que tiene el terapeuta de que no comprende tiene que ver con que no se da cuenta de que está recibiendo relatos muy incompletos que no permiten fantasear o formular hipótesis.

a) “Me siento mal”. Es un mensaje bastante opaco. Se presta fácilmente a ser rellenado por las concepciones del terapeuta. También es una comunicación que puede resultar paralizante pues provoca mucha resonancia emocional y poca resonancia ideativa. No es fácil saber qué hacer con un enunciado como éste.

b) “Ella me gritó y después lloró y me abrazó”. ¿Dónde está el sujeto de la enunciación? No se describe la transacción como respuestas que son un estímulo para el otro, y viceversa. El relato hace hincapié en la actividad del otro y deja totalmente en la oscuridad la conducta y los sentimientos del narrador.

c) “Es una música sublime”. ¿Cuáles son los metamensajes implícitos? Uno de ellos, por ejemplo, podría ser: “Yo soy alguien capaz de valorar una música así”. En cada enunciado hay una o varias significaciones que implican al sujeto y al otro: “Yo deseo que me veas como una persona capaz de disfrutar con una música como ésta”.  Es la dimensión conativa del lenguaje, una acción sobre el otro tendente a involucrarlo en un juego de identidades que definan al objeto y al yo.

d) “Me levanté temprano, trabajé duro y me sentí deprimido”. Describe tres acciones pero no parece haber conexión entre ellas. También se aprecia cómo el relato parece transcurrir en un vacío interpersonal.

e) “Ordené la casa y luego me sentí deprimido”. El acento está puesto en lo que hizo o sintió el paciente. No hay referencias a nadie más. Parece como si estos actos se agotaran en sí mismos. La depresión parece surgir de un pozo insondable. Esta frase, para ser terapéuticamente útil tiene que ser trabajada por el terapeuta. El contraste con una versión posterior es muy significativo: “Ordené la casa para agradar a mi madre que va a venir de visita. Me imaginé que lo criticaría todo, me desanimé y me deprimí”.

f) “Llegué bebido a casa y mi mujer me gritó. Amenacé con tirarme por la ventana y ella, entonces, lloró y me abrazó”. Esta narración, que desarrolla la (b), permite al terapeuta entender más que es lo que ha ocurrido y posibilita pensar la relación entre el paciente y su esposa como un círculo vicioso.

En general, la mayoría de los pacientes entregan al comienzo de la terapia relatos fragmentarios, pero hay pacientes en lo que esto puede ser mucho más acusado. Por ejemplo:

  • Hipocondríacos.
  • Pacientes que sufren ataques de pánico.
  • Personalidades obsesivas.
  • Traumatizados recientes.
  • Depresivos que dan relatos escuetos, lentos y monocordes.
  • Pacientes borderlines con fuerte difusión de la identidad.
  • Cuadros confusionales o con despersonalización.
  • Pacientes con rasgos alexitímicos.
  • Personalidades evitativas e inhibidas.

Los pacientes deben aprender a traducir sus conflictos en términos de narraciones interpersonales. Por su parte, también los terapeutas deben esforzarse por perseguir un diálogo con afirmaciones interpersonales. Esto se logra pidiendo a los pacientes relatos minuciosos, aclarando la secuencia de hechos (qué fue primero, qué vino después) y preguntando frecuentemente para iluminar los puntos oscuros.

La propuesta de Strupp y Binder (1993) me ha resultado útil como guía para organizar los relatos y, sobre todo, para observar qué falta en la narración del paciente y sobre qué debo preguntar para completar los huecos. Sugieren que hay cuatro elementos estructurales en una narración:

1.- Actos del sí mismo: incluye afectos y motivos, sensaciones, percepciones, cogniciones y conducta manifiesta. Aparecen en el relato en afirmaciones como “siento”, “pienso”, “quisiera”, “hice”.

2.- Expectativas sobre los otros:  reacciones imaginadas (conscientes e inconscientes) sobre lo que harán los otros en respuesta a la presencia o las acciones del sujeto: “Si hablo, se reirán de mí”.

3.- Actos del otro hacia uno mismo: las acciones de los otros parecen evocadas por la presencia o las acciones del paciente. Los actos incluyen todos los dominios de la acción humana, tanto los observados como los deducidos: “Cuando lo saludé, me ignoró”, “Parecía tranquilo pero creo que por dentro estaba furioso conmigo”.

4.- Actos de uno mismo hacia uno mismo: se refiere a cómo se trata uno a sí mismo: se recompensa, se insulta, se alaba, se castiga, etc. Por ejemplo: “Cuando aquella chica me rechazó, me maldije y me prometí a mí mismo que nunca más lo volvería a intentar”.

Veamos cómo aplicar la propuesta de Strupp y Binder a una de las frases anteriores. Imaginemos un paciente básicamente silencioso, escueto, deprimido, que cuenta algo en cuatro palabras y vuelve a hundirse en el silencio: “Me levanté temprano, trabajé duro y me sentí deprimido”. Después, el paciente calla y espera; aparentemente no tiene nada más que decirnos. Mal que bien el terapeuta se ve obligado a recoger el testigo si no quiere que la carrera se acabe ahí mismo. Con sus intervenciones, el terapeuta no solo amplía el campo conversacional sino que presta vida a un psiquismo moribundo.

1.- El terapeuta se pregunta a sí mismo y pregunta al paciente: ¿cuál era el deseo que animaba a esta persona? ¿Qué quería conseguir al levantarse temprano, al trabajar duro?

2.- ¿Cómo entraban los otros en sus planes? ¿Quería una alabanza, estaba compitiendo...? ¿Yo, como terapeuta, ocupaba algún papel en sus expectativas?

3.- ¿Cómo le respondieron, real o imaginariamente, los otros? ¿Triunfaban sobre él, se burlaban, lo ignoraron?

4.- ¿Cómo se trata a sí mismo después? ¿Se recrimina, se desprecia, se perdona...?

La frase trabajada que emerge después de un proceso de elaboración narrativa podría ser una como ésta: “Me levanté temprano dispuesto a estudiar porque quería  demostrarle a mi novia que puedo sobreponerme a mis problemas.  Poco a poco  me fui dando cuenta de que no podría con todo el material atrasado. Llegué a la conclusión de que mi novia no se sentiría orgullosa de mí, me despreciaría e, incluso, podría dejarme. Me sentí tan acabado que dejé de intentarlo y me reproché con dureza por haber permitido que se me acumulasen tantos temas”.  Esta frase (o, más bien, el proceso de construir una frase como ésta) provoca en el terapeuta múltiples resonancias vivenciales y teóricas que generan a su vez una serie de hipótesis y nuevas preguntas que arborifican el proceso de indagación.

Es un método mucho más activo que el comúnmente asociado a la “cura-tipo” (Thomä y Kächele, 1989). Concuerda con otras propuestas que vienen de distintos sectores del psicoanálisis actual. Por ejemplo, Lichtenberg, Lachmann y Fosshage (1996), desde un enfoque que se apoya en la psicología del self y la investigación evolutiva, resumen en diez puntos básicos sus ideas sobre el modelo técnico que proponen. En el punto 4, afirman:

“El mensaje contiene el mensaje. Un psicoanalista clásico es entrenado para mirar con insatisfacción lo que el paciente dice: si habla del presente, se defiende del pasado, si habla del pasado, se defiende de la transferencia, si de la transferencia, huye del recuerdo. Esto da como resultado una devaluación del mensaje y del mensajero, el paciente. Por lo tanto, se propone que continuar más tiempo y más intensamente con lo manifiesto trae más entendimiento que la escucha hecha desde un enfoque defensivo o genésico”.

En el punto 5, piden al analista “Rellenar el mensaje narrativo para aprender más (los dos).  Quién, cómo, qué, cuándo y dónde. Para poder entrar en la experiencia del paciente se necesita una rica descripción de ella.”

Desde una línea de trabajo diferente, que busca apoyo en la psicología cognitiva para reexaminar  viejos problemas psicoanalíticos, Bucci (2001) escribe: “El poder de la expresión emocional está en los detalles, tal como saben los poetas y como Freud también sabía. El poeta expresa la experiencia emocional de una forma concreta y metafórica específica – los detalles irrelevantes o triviales de los sucesos específicos- cuyo significado se extiende y reverbera más allá del suceso o imagen que se describe. Busca metáforas que abran puertas de la experiencia más allá de lo que ya conoce o intenta... El poder de la asociación libre... es convertir al paciente en un poeta sin que sea consciente de ello”.

2) Construyendo mensajes que impliquen aceptación

En lo que sigue, y por el resto del artículo, recojo las ideas y los ejemplos contenidos en el libro de Paul Wachtel “La comunicación terapéutica”, (1996). En unos casos me limito a seguir el autor en la exposición  de sus ideas con el añadido de algunos comentarios personales, en otros utilizo sus ejemplos como material de ilustración de ideas que navegan en otra dirección. En todo caso quiero hacer constar aquí mi reconocimiento a un autor y a una obra que regala un chorro de ideas frescas, prácticas, elegantes y sabias.  Wachtel es un autor que ayuda a pulir la palabra y el encuentro terapéutico y, en este sentido, sigue siendo una lectura altamente recomendable.

Comienzo con dos citas contenidas en Wachtel (1996) que rezuman humor agridulce.

“El paciente espera la siguiente interpretación con sus puños apretados. No es sorprendente porque rara vez son buenas noticias” (Havens, l986)

“Ser duro con un paciente se considera correcto. Ser un poco benévolo con un paciente es siempre sospechoso. Aumentar los honorarios es lo normal, es buen trabajo analítico. Bajar la cuota es, a priori, indulgencia dudosa. No revelar información es, a priori, bueno. Dar un poco de información por considerarlo como cuestión de buen juicio es, a priori, malo” (Langs y Stone, 1980).

Es frecuente que las interpretaciones tengan una censura implícita.“Creo que estás callado porque estás enfadado”. En mi opinión, esta formulación no es una descripción neutra de un estado de cosas. El metamensaje implícito es que estar callado o estar enfadado es inadecuado. El contraste con una frase alternativa permite verlo más claro. “Tengo la sensación de que estás enfadado pero crees que no deberías estarlo”.

Esta formula es más acogedora y comprensiva con el paciente. Da a entender que no está mal estar enfadado y en ella se enfatiza, más que la defensa (la ocultación, el silencio), el temor del paciente a estar haciendo algo malo (enfado). También se sugiere –implícitamente- que ese temor puede que no sea necesario. Las dos frases apuntan a la misma verdad pero lo hacen de modo diferente. Además, en esta segunda interpretación se recoge de un modo más amplio el conflicto del paciente.

Dice Wachtel (y con esto se sitúa en el cogollo de múltiples posiciones actuales) que, puesto que es imposible una neutralidad entendida al modo freudiano, hay que optar por formulaciones que impliquen crítica o permiso. Wachtel apuesta por tratar de minimizar al máximo las críticas y se esfuerza por construir intervenciones permisivas y alentadoras.

Es muy diferente decir a un paciente “Dices que quieres profundizar más pero cuando lo intento te desvías por otros temas” (aunque el acompañamiento paraverbal intente suavizar el efecto, esta comunicación no deja de ser una crítica: el mensaje implícito es que el paciente no quiere profundizar y que, además, se contradice) o “Quieres profundizar más pero eso te produce temor y te lleva a cambiar de tema”. Esta segunda formulación se hace más cargo de las dificultades del paciente y, de un modo sutil, le ofrece un amplio apoyo.

He aquí unos cuantos ejemplos más en los que se contraponen formulaciones francamente acusadoras con otras con un sentido que implica mucha más aceptación.

“Estás negando sensaciones sexuales” – “Pareces muy duro contigo mismo cuando sientes algún indicio de deseo sexual”.
“Te estás defendiendo de sentimientos de dependencia” – “Parece que esperas que suceda algo horrible cuando tienes el deseo de ser cuidado”.

En estas intervenciones alternativas lo que queda connotado como negativo no es el deseo sino la reacción aversiva y temerosa del paciente por sus deseos. ¿Cuál es la posición ética que asume el terapeuta en estas intervenciones? De un modo no burdo, con un lenguaje abierto (Kernberg, 1993), el terapeuta se coloca implícitamente como legitimador de la sexualidad y el deseo de apego del paciente. Lo que el paciente puede oír, porque aparece claramente connotado,  es que el terapeuta, figura de autoridad, valora la sexualidad y las necesidades de apego como experiencias naturales y positivas. Hay una posición antropológica subyacente en el terapeuta que sus intervenciones no pueden dejar de mostrar, aunque sea como un eco desdibujado y lejano (Bromberg, 1994; Mitchell, 1997).

“Creo que estás enfadado con tu madre”.  “Entiendo que es un lío sentirse furioso contra alguien al que también quieres”.

Esta última formulación recoge ambos polos del conflicto y no presenta al paciente como únicamente odiando. Al paciente se le devuelve una imagen más compleja y  benigna y, además, el analista también ofrece implícitamente una imagen de sí –aunque no sea consciente de ello- como la de alguien capaz de percibir la complejidad y capaz de evaluarla en términos comprensivos y benévolos.

Además, estas interpretaciones no hablan únicamente del deseo sino de la codificación que el sujeto realiza de su deseo. Lo que uno observa en la inmensa mayoría de los pacientes no es que tengan deseos o sentimientos horribles. Por el contrario, suelen ser deseos muy comunes pero que están codificados como peligrosos, vergonzosos o prohibidos. Al paciente no solo hay que hablarles de sus deseos sino de la codificación que realizan de sus deseos (Bleichmar, 1997) porque el objetivo terapéutico en muchos casos es que se puedan desprender de esos significados negativos y aceptar sus sentimientos. Muchas veces no se requiere nada más que esto para que los cambios sean apreciables.

Wachtel trae una preciosa viñeta clínica que paso a comentar.

Una niña le pidió a su terapeuta comida y ésta no se la dio. La niña se enfadó y guardó silencio a partir de ahí. La terapeuta veía el caso en términos de “manipulación”, un término –dice Wachtel- demasiado usado en nuestra profesión. El supervisor sugirió esta intervención: “Supongo que parece justo que si yo no te doy nada, tu tampoco me des nada”. Este comentario apunta hacia la terquedad o la venganza de la niña, pero transmite más comprensión que crítica. Creo que intervenciones que subrayen la intención vengativa de la niña, o su rabia, o su alejamiento, agravarán todavía más la herida narcisista de la pequeña paciente y robustecerá la imagen del terapeuta como alguien que riñe, frustra y se muestra quejoso y vengativo.

Por el contrario, la intervención sugerida por Wachtel enfoca la relación de otro modo. Reconoce el derecho de la niña  a equilibrar una relación de poder que debió de experimentar como abusiva y desequilibrada cuando el terapeuta le negó la comida (“Tu me has dicho no, yo te he dicho no. Estamos empatados”).

La propuesta de Wachtel reconoce el derecho de la niña a sentirse maltratada pero cuestiona suavemente si su modo de actuar es realmente justo. Además, al tiempo que Wachtel connota positivamente la identidad en la que se posiciona la paciente, muestra –implícitamente- la identidad desde la que habla el terapeuta: “No es imprescindible que tu te muevas hacia mí, yo puedo moverme hacia ti (mi ego rechazado no me paraliza narcisisticamente) y me puedo colocar cómodamente en una actitud de búsqueda empática y no retaliativa”.

La formula general “supongo que parece justo” puede resultar útil en múltiples contextos terapéuticos. Por ejemplo, una de mis pacientes se siente afrentada por el novio (porque éste llegó tarde, porque olvidó telefonearla, etc.) y rumia obsesivamente su venganza: abandonarlo, tener una aventura para “darle en los morros”, etc. Hay una enorme desproporción entre lo que el novio le hizo y lo que ella planea devolverle. Estos momentos son muy delicados pues al menor cuestionamiento mío ella me acusa de no entender nada por mi “evidente” corporativismo masculino y los reproches y las fantasías de venganza hacía mí alcanzan tanta virulencia como las dirigidas a su novio. Después de unos cuantos encontronazos improductivos se me hizo evidente que un enfoque frontal de su reacción no llevaba a ningún lado, lo que me obligó a encarar la situación desde otra perspectiva: “Supongo que parece justo que si tu novio te hace daño tu trates de devolverle a él todo el daño que puedas”.

Con ella yo había tratado de explorar su enorme sensibilidad, su agresividad, los efectos perjudiciales que se ocasionaba con ella, la desproporción entre el daño recibido y la venganza devuelta, etc. Todo esto no había servido de nada e, incluso, parecía alejarme más y más de la paciente. Por fortuna, recordé la sugerencia de Wachtel y empecé a apuntar hacia otro sitio: ¿por qué sentía ella que era más justo –más equitativo- responder a una ofensa tipo tres con una respuesta tipo diez? ¿Por qué no le valía una venganza tipo tres? ¿Por qué en esta área de las relaciones afectivas ella tenía ese peculiar concepto de justicia?

Pienso que esto funcionó no por un cambio de frase sino por un cambio de actitud. Quiero creer que logré colocarme en lo que Mitchell (1988) llama “la curiosidad auténtica” y que fue esto lo que desbrozó el camino. Pero la actitud se materializó a través de una palabras concretas y no con otras. Si no hubiera tenido presente esta fórmula de Wachtel seguramente habría encontrado otra,  pero con más torpeza y –sobre todo- con más trabajo. Algo que he observado en mí a lo largo de mi carrera profesional (y que puede ser absolutamente idiosincrático) es una lucha intensa por encontrar “las palabras para decirlo” (título en estado de gracia de un libro de Marie Cardinal que leí y perdí hace muchos años). Por esto, comparto con Wachtel la idea de que el analista revise críticamente los latiguillos de la profesión y se provea de otros latiguillos facilitadores que hayan resistido la criba crítica.

Más adelante, en el caso anterior de Wachtel, la terapeuta insistía en que “en realidad” la niña no quería comida sino que la cuidara, la atendiera, etc. La niña no reaccionaba como la terapeuta esperaba a estos comentarios que muchas veces eran formulados como “Lo que tu quieres en realidad es...” El supervisor propuso otra: “Supongo que si te diera comida te sentirías mejor cuidada”. Apunta a lo mismo pero no desafía a la paciente.

La expresión “Lo que tu quieres en realidad es...” me parece antiterapéutica . Transmite una prepotencia notable pues sugiere que el terapeuta sabe más del paciente que éste mismo. Es una forma dura y autoritaria de imponer una visión de las cosas inapelable. No es de extrañar que este tipo de intervención provoque miedo y/o resentimiento en el paciente y, por lo tanto, un aumento de “sus” resistencias.

Una forma similar de invalidar la experiencia del paciente es cuando se le dice que lo que está contando de otras personas “en realidad” se refiere al terapeuta. Esta interpretación típica de la transferencia suele adoptar esta forma: “Creo que, en realidad, eso que cuentas de tu mujer o de tu jefe o de tu padre se refiere a mí”.

Un sencillo añadido cambia notablemente el significado global de la frase. “Se me ocurre que, quizás, eso que dices TAMBIÉN se refiere a mí”. El “también” respeta lo dicho por el paciente y simplemente le añade algo más. Esta formulación no supone que los sentimientos del paciente hacia otras personas son menos reales o una simple tapadera. No confrontan al paciente, no lo desafían ni lo “desenmascaran” (¡qué lejos y qué cerca están esos tiempos en el que a  los estudiantes de psicoanálisis se nos enseñaba a desenmascarar a los pacientes!).

3) Etiquetas "inherentemente peyorativas"

Para WILE, citado en Wachtel (l996), cuando el terapeuta ve al paciente manipulador, dependiente, narcisista, hostil, controlador, masoquista, regresivo, infantil, etc. las interpretaciones realizadas desde este marco de referencia son “inherentemente peyorativas”.

Creo que pensar en los pacientes en estos términos crea problemas. Estos problemas pueden aumentar enormemente si estos términos son trasladados directamente  a los pacientes.

Hay una frase de la que desconozco el autor y que resume bastante bien mi punto de vista:  “Cuanto más conozco a mis pacientes menos sentido tienen las etiquetas que les coloco”. Las etiquetas cosifican al paciente, presentan el rasgo descrito como continuamente presente, dibujan al sujeto aislado de su ambiente y dan una visión esencialista  del mismo (en oposición a una visión contextualista).

Es muy diferente esta visión de aquella otra en la que se describe al paciente con una“multiplicidad de estados del self” (Bromberg, 1994) en contraposición a la idea habitual de un solo self unificado y central. Algunos terapeutas sociocognitivos hablan “del self polifónico”, una expresión muy gráfica (Revista de Psicoterapia, 2000). “Self polifónico” que se activa selectivamente en función de los contextos interpersonales en los que está incluido el sujeto.

En las escuelas de padres/madres circula una frase que recoge muy bien el espíritu de lo hasta aquí apuntado, pero referido a las relaciones padres-hijos. Se recomienda algo tan sencillo (y tan difícil) como no criticar al niño en su globalidad sino  su conducta concreta. No al “eres malo” sino “en este momento te estás portando mal”; no a “eres un latoso”, sino “me molesta que te agarres a mi ropa cuando me pides algo”. Es decir, no al uso de etiquetas y sí a las descripciones concretas en el aquí y ahora de la interacción.

Lo observable son conductas y  no rasgos u otros constructos hipotéticos. Los personajes que aparecen en las narrativas de nuestros pacientes, ellos incluidos, actúan: piensan, dicen, se emocionan, ejecutan, recuerdan, sonríen, etc. Además, hacen estas cosas de distinta forma: de mala gana, con entusiasmo, con desesperación, eróticamente, etc.

 Creo que una de las maneras en que ayudamos a nuestros pacientes es enseñándoles a contextualizar lo que nos cuentan. Es frecuente que se describan a sí mismos o describan a otros en términos fundamentalmente intrapsíquicos: “Soy muy dependiente” o “Mi padre es muy arisco”. Las intervenciones del terapeuta  ayudan a cambiar estas escuetas definiciones por otras más complejas y contextualizadas con las que ganamos información y –simultáneamente- enseñamos a los pacientes un método de mirar la realidad psíquica e interpersonal.

  • ¿De qué formas se pone de manifiesto ese carácter arisco de tu padre?
  • ¿Es arisco siempre? ¿Hay algún área en el que no se muestre así?
  • ¿Con quién sí y con quién no  se muestra arisco?
  • ¿Cómo te sientes tú o cómo reaccionas cuando él actúa de ese modo?

Schafer (1983), recogido en Strupp y Binder (1993), afirmó que el lenguaje de acción es la “lengua nativa” para construir narraciones sobre la conducta y experiencia humana. La narración es el proceso por el que se intenta contar una historia vital. Cuando intentamos explicar qué somos, cómo ha sido nuestra vida, cómo hemos llegado a ser lo que somos, con qué conflictos seguimos luchando, etc. lo hacemos a través de narraciones. La narración es un proceso de descubrimiento, un método cualitativo de investigación.

Los enunciados de la narración deberían hacer hincapié en verbos y adverbios (acciones) más que en nombres y adjetivos (sustancias, rasgos) (Schafer, 1983).Este lenguaje tiene la utilidad de evocar en paciente y terapeuta la complejidad y los matices de la experiencia al tiempo que es más fácilmente comunicable y se presta a menos distorsiones y malentendidos.

La alternativa a etiquetar es construir descripciones empáticas del paciente. Por ejemplo, en lugar de:
 

  • Introvertido: “Parece que te sientes más seguro si guardas silencio y pasas desapercibido”.
  • Desconfiado: “Te parece preferible guardar tus opiniones para ti y no arriesgarte a que alguien se enfade contigo”.


     

     
     
     

    En un seminario no publicado impartido por Bleichmar (1990-1994) aparecen estos ejemplos que son una muestra de su estilo personal:

    - Rivalidad: “Me doy cuenta que para ti es importante sentir que no estás por debajo de nadie. Da la impresión de que te sientes más seguro cuando tienes la sensación de que controlas la situación”.
    - Desconfiado/resistente: “Tengo la sensación de que no estás totalmente cómodo contando esa experiencia. No sabes que impresión voy a tener yo y, al tiempo que me quieres contar, tienes puesto un oído para ver cómo está repercutiendo lo que dices en mi”.
    - Controlador/rivalidad con el terapeuta: “Tengo la impresión de que te sientes mal, empequeñecido, inferior y por eso tratas de mostrarte a ti mismo que no tienes por qué escuchar lo que te digo, que puedes discutir y mostrarte de igual a igual conmigo”.

    Estas afirmaciones apuntan a lo mismo pero se esfuerzan por rodear la humillación y la descalificación que supondría aplicar etiquetas psicopatológicas que, por más suaves que seamos, no pueden dejar de ser forzosamente peyorativas.

    4) Proximidad emocional

    Uno de los metasignificados contenidos en nuestras interpretaciones se refiere al grado de proximidad o lejanía emocional con el que nos dirigimos al paciente. Podemos hablar al paciente desde fuera o desde dentro de su subjetividad. Los mensajes empáticos tratan de conectar con el paciente desde dentro e implican una mayor proximidad y conexión emocional del terapeuta. Los mensajes “objetivos” son emitidos por un observador que quiere situarse en una posición emocionalmente exterior. Me parece importante que esta mayor distancia emocional no sea confundida con neutralidad y/o objetividad.

    Dice Stephen Mitchell: “La teoría clásica ubica al analista fuera de la matriz relacional del analizando... El modelo de la detención del desarrollo también ubica al analista fuera de la matriz relacional del analizando... El tercer modelo (el relacional) ubica al analista dentro de las estructuras y estrecheces de las configuraciones repetitivas de la matriz relacional del analizando” (Mitchell, 1988).

    Por ejemplo, una de mis pacientes, una mujer joven que se sabe regordeta, poco agraciada y con muchas dificultades para conseguir pareja, visita a una amiga que está a punto de casarse. La amiga tiene todo lo que a mi paciente le falta: pareja, casa, atractivo físico y capacidad para comprometerse en una relación estable. Ya en sesión, la paciente cuenta lo mal que se sintió y el colapso depresivo que experimentó a continuación.
    Posibles intervenciones del terapeuta:

    - Lejana y “objetiva” (pretendidamente desde fuera de la matriz relacional): “Fuiste a ver a tu amiga, sentiste envidia y eso te deprimió”.
    - Empática: “Me doy cuenta de que inevitablemente te comparaste con tu amiga y que experimentaste que ella tiene todo y que tu, en cambio, no tienes nada. Que fue un contraste tan doloroso que empezaste a odiarte y a odiar al mundo en general por ser tan injusto”.

    En esta intervención, aunque el terapeuta trata de ver las cosas con los ojos de la paciente (yo entiendo lo que es ser tu), todavía hay una cierta separación entre uno y otro. En una tercera intervención, también empática, esa separación casi ha desaparecido.

    “Si, duele cuando uno se siente tan diferente y peor que los demás”. Con esta frase el terapeuta dice: tu, yo y cualquiera experimenta dolor en una situación así. El terapeuta muestra que la entiende y, además, le legitima su dolor.

     En estas tres intervenciones hay algo en común y algo diferente. En las tres, el terapeuta tiene en mente la problemática de la envidia pero el contexto explicativo y la connotación valorativa  que entrega varía de una a otra. La primera intervención hace hincapié en la envidia y ésta es interpretada como una problemática individual. En las otras intervenciones, sobre todo en la tercera, el acento está puesto en la desproporción de la diferencia y ve la envidia, sin nombrarla, como un sentimiento humano, universal, que cualquiera puede experimentar  en situaciones tan enormemente disparejas como la que vive la paciente.

    Otro ejemplo: “Sientes que tu jefe te ha tratado injustamente”.

     Esta intervención, muy común en psicoterapia (una reformulación sintética de lo dicho por el paciente con la que le mostramos que lo hemos entendido y le animamos a que siga hablando), sería adecuada si el paciente lo dice desde una transferencia especular en la que únicamente aspira a ser reflejado y entendido por el terapeuta. Pero si el paciente tiene la necesidad de compartir afectos el “Tu sientes” puede implicar que el terapeuta está algo distante del paciente y podría ser insuficiente o inadecuada porque hay veces que lo que uno necesita no es solo que otro reconozca nuestros sentimientos sino que también los comparta. Es similar al chasco que se lleva uno cuando cuenta un chiste y el otro no se ríe: no sólo queremos que nos escuchen sino que compartan nuestro ánimo festivo.

    La alternativa podría ser algo como esto: “Duele cuando uno se siente tratado injustamente”. Es decir, yo comparto lo que tu sientes, a mí también me dolería.

    Queda librado al juicio clínico del terapeuta el hacer un uso consciente (o mejor dicho, un uso capaz de reflexión) de una u otra forma de distancia emocional puesto que las tres pueden ser útiles en el proceso terapéutico (Bacal, 1998).

    5) Exigencia de responsabilidad

    Uno de los objetivos del tratamiento psicoanalítico es que el paciente se vaya responsabilizando progresivamente de sus sentimientos, deseos y acciones. En este sentido, buena parte de nuestras intervenciones persiguen el objetivo de que el paciente se aperciba de su mundo interior y lo asuma. Pero como venimos sosteniendo hasta ahora, hay formas más duras y exigentes que otras, que pueden atentar contra la autoestima del paciente y, consecuentemente, contra el tratamiento.

    Una intervención poco exigente con el paciente es “Me doy cuenta de que quieres cambiar pero, al mismo tiempo, te encuentras a ti mismo haciendo cosas que dificultan enormemente el cambio”.

    La expresión “te encuentras a ti mismo” es exculpatoria y facilita en pacientes muy graves y frágiles el análisis de sus conductas más patológicas sin exigirles, al principio, una plena responsabilidad por ellas. Es un comentario que trata de minimizar la culpa y la vergüenza y que recoge el deseo del paciente de cambiar a pesar de sus fracasos.

    Otra forma similar de disminuir inicialmente la responsabilidad del paciente en la creación de conflictos interpersonales y favorecer al mismo tiempo el progreso de la terapia es preguntarle “¿Hay algo en lo que él hace que te arrastra a ti a entrar en ese círculo vicioso?” Esta forma de preguntar contrasta con “¿Qué hiciste tú para provocar eso?

    Con esta intervención se define al paciente como un “arrastrado” y al otro como el agente responsable, pero también se invita al paciente a que describa lo que él hace en “respuesta” al otro. Esta intervención coloca provisionalmente más responsabilidad en la conducta del otro que en la del paciente y puede permitir que éste empiece a hablar de su participación en los hechos sin exigirle de entrada que asuma una plena responsabilidad sobre sus actos. Por otro lado, es una intervención que se coloca al lado de las defensas del ‘paciente (sin desafiarlas) pues describe la situación tal como el paciente la percibe (es decir, que es el otro el que inicia la secuencia). De momento, el terapeuta acepta la puntuación arbitraria  de la secuencia que realiza el paciente (Watzlawick y otros, 1985).

    6) Una reflexión sobre las preguntas

    “Es posible que “preguntar mucho” sea una de las primeras reglas de una técnica psicoterapéutica eficiente” (Fiorini, 1993).

    Preguntar abre la posibilidad de aumentar la información disponible pero también es algo más:  es transmitir un modelo mental, una actitud investigadora sobre los fenómenos humanos. Un modelo que deseamos que el paciente incorpore como un procedimiento general que va más allá del contenido de sus respuestas. Es el deseo de que adquiera la curiosidad, el sentimiento de complejidad y la desconfianza ante lo fácilmente evidente en lo que atañe a las relaciones humanas.

    El preguntar mucho, tanto en los inicios como a lo largo de toda la terapia, el no dar por supuesto lo que parece obvio, el esforzarse permanente por aclarar y consensuar la comprensión de las narrativas que intercambian paciente y terapeuta, tiene efectos estructurantes en la relación compartida. Al preguntar se igualan más las posiciones de los participantes en la terapia. La diferencia de roles puede quedar atenuada  cuando el terapeuta pregunta y utiliza las respuestas recibidas para formular nuevas preguntas. Es un modelo totalmente diferente de aquel en el que el analista prácticamente sólo habla para “informar” al paciente de lo que éste no sabe.

    Al preguntar, el terapeuta transmite un gran respeto por los matices singulares de la experiencia del paciente. Plantea una relación en la que el terapeuta intenta no apoyarse en clisés y generalizaciones sobre el paciente sino en los detalles más idiosincráticos de su subjetividad.

    ¿Son neutrales las preguntas?

    Los terapeutas suelen pensar que las preguntas son más neutrales que las interpretaciones pero el preguntar o explorar también conlleva metacomunicaciones (Wachtel, 1996). Las preguntas, como cualquier otro comentario, también pueden contener connotaciones acusadoras o exculpatorias. El arte de preguntar positivamente es la habilidad del terapeuta para analizar experiencias o motivaciones de una manera mínimamente critica o perjudicial para la autoestima del paciente. Obviamente, la marcha del tratamiento resulta beneficiada cuando el paciente vive nuestras preguntas como una invitación para explorar más que cuando las vive como un desafío o una amenaza.

    En lo que sigue, utilizaré ejemplos tomados de Wachtel (1996) que, en mi opinión, tienen un valor prototípico pues se encuentran situaciones similares con una relativa frecuencia.

     El paciente había encontrado el diario de su mujer y lo había leído. El paciente quería hablar a su mujer de esto pero se sentía muy cohibido. El terapeuta le preguntó: “¿Cuál es la dificultad que hay para hablar con ella?” La pregunta está construida de una forma problemática pues puede entenderse que no debería ser difícil hablar a su mujer sobre el diario. Si el paciente lo entendiera así caería sobre él una carga muy pesada: tiene miedo pero siente que su terapeuta le dice que no debería tenerlo y, además, tendría que hablar con su mujer de todas formas. Este tipo de malentendido humilla al paciente y puede hacerle sentirse más impotente de lo que él ya se siente por sí solo.

    Un comentario más empático sería: “Da la impresión de que, por el momento, parece muy difícil sacarlo a la luz”.

    Con esta alternativa, el terapeuta se muestra más comprensivo con las dificultades del paciente y más dispuesto a trabajar al lado suyo, siguiendo su ritmo. El comentario sugiere también que sería buena idea hablar con su mujer pero admite que es comprensible que sea difícil (y no sólo porque el paciente tenga dificultades neuróticas sino porque en sí misma es una situación incómoda para casi cualquiera que estuviera en su lugar). Es una intervención que da legitimidad a un estado de ánimo..

     Otro ejemplo: Al discutir con una paciente un problema de pareja, el terapeuta le preguntó “¿Has hablado de esto con él?” Si la paciente no lo había hecho, podría sentir que había cometido un error. La paciente podría someterse con culpa o podría irritarse: ¿por qué tendría que hablar con él? ¿Por qué tengo que tomar siempre la iniciativa?

     Una forma diferente de explorar el tema es a través de una serie de preguntas indirectas: “¿Qué piensa tu marido sobre este problema?” “¿Ha hablado él contigo de esto?” “¿Qué sentimientos tiene él sobre este asunto?” Cuando avance la sesión se puede terminar con “¿crees que sería buena idea que hablarais de todo esto?” (una sugerencia suavizada al formularse como una pregunta).

     En este ejemplo, se protege a la paciente examinando primero la responsabilidad de su marido para llegar después al mensaje que el terapeuta realmente le quiere decir. Este rodeo tiene el objetivo de preservar la autoestima y la seguridad de la paciente para que esté en condiciones de oír de una manera no defensiva la sugerencia que el terapeuta quiere plantear.

     Un uso fértil de las preguntas con metamensajes poco o nada críticos es especialmente útil en aquellos casos en los que los pacientes no se sienten responsables de lo que ocurre y echan toda la culpa a otro o niegan tajantemente que haya conflictos. Tratar de modificar frontalmente este tipo de funcionamiento proyectivo suele ser contraproducente pues en lugar de aflojarse, el paciente se encastilla en sus defensas y el vínculo terapéutico es fácil que se vuelva agrio. Las preguntas bien construidas pueden ayudar al terapeuta para colocarse codo con codo junto al paciente en lugar de enfrentarse a él.

    Ejemplos:

    - En un paciente que negaba tenazmente tener sentimientos negativos hacia su padre (aunque para el terapeuta era obvio que así era) y que era muy reacio a que el terapeuta sacase el tema, la pregunta que permitió empezar a hablar del asunto fue: “Si hubiera un solo aspecto de tu padre que no quisieras transmitir a tu hijo ¿cuál sería?”

    - Una paciente negaba resueltamente que hubiese conflictos entre su marido y ella a causa de una compra. El terapeuta encontró un hueco no preguntando quién tenía más reservas sobre la compra sino sobre lo contrario: quién la deseaba más (lo que implica que uno la desea menos). La pregunta siguiente fue: ¿Cuáles son los motivos que te llevan a ti (o a él) a desearlo más? De forma insensible y natural la paciente se encontró abordando las diferencias entre su marido y ella en este tema.

    - Una paciente había sido abandonada por varios hombres sin darle explicaciones. Para el terapeuta estaba claro que los hombres se iban sin avisar porque le tenían miedo pues la paciente tendía a reaccionar de forma muy explosiva. El terapeuta se encontraba en una situación comprometida pues quería comentar esto con ella pero temía una reacción apocalíptica de la paciente. Para proteger a la paciente pero también para protegerse a sí mismo buscó una vía lateral. Empezó por preguntarle: ¿Crees que se fueron sin dar explicaciones porque por alguna razón pensaron que tu no podrías aceptar los hechos? Si la paciente aceptaba que podría ser así, el terapeuta continuaba preguntándole “¿Qué podría haberles hecho pensar así? o –de forma más directa- ¿Qué crees que temían que ocurriese si te decían algo directamente? ¿Es posible que tu juegues algún papel en lo que ocurre?

    Preguntar inicialmente “¿Cuál es tu papel en lo que ocurre?” hubiera sido contraproducente pues hubiera supuesto enfrentarse directamente a ella.

    La pregunta “¿Crees que se fueron sin dar explicaciones porque por alguna razón pensaban que tu no podrías aceptar los hechos?” es una pregunta retórica porque propone una respuesta tras la apariencia de una simple pregunta. Los terapeutas solemos usar con frecuencia preguntas retóricas. Si el paciente lo advierte es necesario refrendar su percepción: “Tienes razón, estoy dando una opinión a través de una pregunta pero también es una pregunta. Creo tener una idea muy general acerca de lo que ocurre pero escuchar tu opinión me ayudaría a entenderlo mejor”. Me parece necesario ser consciente y estar dispuesto a admitir ante el paciente que las preguntas retóricas en ocasiones pueden ser formas sutiles y encubiertas de introducir información.

    Otra forma alternativa de abordar a esta paciente (inspirada en Bollas, 1987) sería decirle algo así como “Mira, tengo un problema. Tengo una idea acerca de lo que puede que haya ocurrido pero temo que si te lo digo te vas a poner hecha una furia conmigo e –incluso- creo que te vas a levantar echando chispas del diván y no vas a volver nunca más. Así que no sé que hacer”.

    Esta interpretación, de un alto impacto emocional, plantea varias cosas a la vez. Por un lado, describe en términos expresivos pero respetuosos la reacción que se espera de la paciente (una forma de hacerle tomar conciencia de sus ataques de furia) y por otro, sitúa al terapeuta como alguien que también se siente amenazado por la paciente y con muchas dudas acerca de que sea posible comunicarse con ella. Esta intervención le dice a la paciente de una forma no culpabilizante: tu reaccionas como una fiera y provocas en los demás ganas de huir puesto que no es posible hablar contigo. Al decirlo desde una posición humilde y sincera, el terapeuta no confronta a la paciente y no la humilla con lo que es muy posible que la paciente empatice con la debilidad/fortaleza del terapeuta. Es interesante reparar que este tipo de intervención (una autorevelación del analista) puede ser problemática para los psicoanalistas que piensan su papel desde los conceptos de neutralidad, abstinencia y anonimato.

    En la siguiente viñeta se utiliza un recurso inspirado en una sugerencia contenida en “La práctica de la psicoterapia. La construcción de narrativas terapéuticas” (2001), de Fernández Liria y Rodríguez Vega.

    Un tema frecuente en la psicoterapia de un paciente eran sus peleas con su mujer. Eran desagradablemente frecuentes y ninguno de ellos parecía tener mucha idea sobre cómo empezaban. Aunque era un tema habitual en las sesiones, su análisis no parecía arrojar mucha luz sobre el asunto. Aparentemente, no había una pauta reconocible y los motivos de enfado eran variados y dispersos.  Un cambio de enfoque  abrió nuevas posibilidades al ampliar la información contextual. La apertura vino dada por la introducción de una pregunta paradójica: ¿qué sientes tú y qué crees que siente ella cuando no estáis peleando?

    La pregunta es paradójica porque no se ocupa del síntoma que el paciente trae a sesión sino que explora la normalidad de la que emergen las peleas. Está basada en la idea de no enfrentar directamente los problemas cuando este enfrentamiento se muestra improductivo y si en buscar un rodeo creativo que aporte una nueva perspectiva.

    7) Contra la cosificación y el pesimismo

    Los pacientes tienen tendencia a verse a sí mismos en términos estáticos, como si siempre fueran de un determinado modo. Los comentarios del terapeuta pueden ayudar o no a introducir la idea de cambio o variación. Por ejemplo, se introduce la idea de cambio si uno dice: “Algunas veces hablas con más facilidad que otras. Me doy cuenta de que hoy te cuesta más” en lugar de, simplemente: “Parece que tienes problemas para hablar”. Esta es una idea modesta y sencilla pero que, si uno la incorpora al trabajo diario, se encuentran multitud de situaciones en las que es factible aplicarla con provecho.

    El siguiente ejemplo muestra un tipo de intervención que puede dar mucho juego. Supongo que todos hemos tenido ese tipo de paciente con tendencia al menosprecio y a reaccionar con enorme desaliento ante los tropiezos vulgares de la existencia. Los errores o contratiempos los sumergen en una fosa abisal de desánimo y autorreproches. Hemos analizado con él decenas de situaciones precipitantes y hemos trabajado y retrabajado los procesos intrapsíquicos e interpersonales que las ponen en marcha. Da la sensación de que ha habido algún avance pero no el suficiente como para prevenir las recaídas. Tanto el paciente como el terapeuta  están afligidos por el desánimo. Volver a analizar la situación problemática y cómo la elaboró nos suena como una tarea vacía que no lleva a ningún lado. ¿Qué hacer?

    En esta incómoda situación encontré ayuda en una propuesta de Wachtel (1996) que, al principio, me pareció valiosa pero sin saber bien por qué.

    “¿Crees que puede haber en tu reacción algún residuo de tu antigua tendencia al menosprecio y a no concederte crédito a ti mismo?”.

    Años después, un trabajo de Bleichmar (2001), me permitió entender por qué una frase como esa podía funcionar. La intervención no se plantea investigar el origen genético o las razones por las cuales se mantiene y se genera la tendencia al derrumbe y al desaliento en la actualidad. No va por ahí. La interpelación del analista no se preocupa por cómo se crea ese estado mental. Acepta que potencialmente está ahí, listo para activarse cuando se den las circunstancias propicias. Lo que el terapeuta pretende es que el paciente “se descentre de su propia mente” (Bleichmar, 2001) y pueda adueñarse de un sentimiento disfórico  mirándolo con distancia, incorporando otras ideas que modifican suficientemente su sentido como para hacerlo mentalmente manejable. Es semejante  a lo que hacen los terapeutas cognitivo-conductuales con las ideas extremadas que acompañan a los ataques de pánico (“me vuelvo loco, me muero, me estalla el corazón”). Les dan información objetiva sobre las condiciones psico-físicas que crean los síntomas y los entrenan para combatir las interpretaciones atemorizantes  que realizan. El objetivo es romper el circuito de reforzamiento negativo que retroalimenta el cuadro.

    Al calificar de “residuo” y de “antigua” su tendencia a descalificarse se le está diciendo simultáneamente que ha cambiado y que algo queda todavía de su viejo estilo, pero enfatizando el cambio. Además, los términos “residuo” y “antigua” no son neutrales sino que introducen una valoración finamente despectiva. Pretenden que el paciente, identificado con el terapeuta y con ese otro yo que el terapeuta señala como más nuevo y potente, se desdoble y mire con desconfianza y disgusto el nacimiento de esa mecánica psíquica  y  se distancie de ella.

     Volviendo al ejemplo anterior. Insistir con el paciente en que de nuevo se está desvalorizando tiene varias implicaciones (además de la obvia de que no sirve para mucho):

    - Se enfatiza la repetición en lugar del cambio (qué se va a enfatizar es una elección del terapeuta que no puede dejar de hacer). El riesgo es  incrementar el sentimiento de impotencia del paciente.
    - Si el paciente acepta la intervención se puede reforzar lo contrario de lo que se quiere cambiar pues se produce una paradoja: hago mal al decirme que lo hago mal (¿es ir demasiado lejos  si pensamos que esta intervención refuerza el superyó  crítico y punitivo del paciente?).
    - Irónicamente, se puede crear una interesante paradoja relacional: te critico porque te criticas. Lo caracterial del paciente se encuentra con algo idéntico en el terapeuta. El terapeuta ha fallado en ofrecer algo nuevo.

    El siguiente ejemplo también está tomado de Wachtel (1996) aunque aquí lo utilizo con un propósito diferente al del autor: un paciente se quejaba de la poca intimidad que compartía con su mujer pues ésta se negaba a contarle sucesos importantes tanto de su pasado como de su presente. Un día, la mujer se abrió un poco. Al paciente le gustó pero también se sintió insatisfecho por lo pequeña que era esa apertura. El terapeuta, en lugar de centrarse en la insatisfacción (“Estás decepcionado por lo poco que...”) eligió resaltar lo positivo de la experiencia: “Han sido muy importantes para ti las confidencias de tu mujer y eso ha despertado el deseo de tener más confidencias”. Es el problema de la botella semillena o semivacía. Psicológicamente es muy diferente definir una experiencia como decepcionante que como satisfactoria pero escasa.

    En este sentido ¿qué puede ocurrir en un análisis en el que el analista se centra desde el primer día de tratamiento hasta la última sesión en lo negativo, en lo que falta, en lo insatisfactorio de lo que vive el paciente? ¿Qué pasa en un tratamiento en el que el terapeuta realiza sistemáticamente ese tipo de elección?  ¿No puede crear en el paciente la sensación frustrante de que nunca, por más que se esfuerce, es lo suficientemente bueno para sí mismo y para su analista? (Bleichmar, 1997).

    Este ejemplo, como muchos anteriores, muestra claramente algo importante: la imposibilidad de la neutralidad para el terapeuta (Renik, 1996). El terapeuta, al hacer un recorte de la realidad, realiza elecciones y sugiere al paciente un modo de vivir la experiencia. Una idea similar es la que expresa Gill (citado por Orange, Atwood y Stolorow, 1997): “Cada vez que el analista interviene puede ser vivido como sugiriendo la dirección que  el paciente debe seguir”.

    Por otra parte, esta es un tipo de intervención muy particular. Ha sido conceptualizada por los teóricos de la Terapia Familiar Sistémica como una reformulación. Es una clase de intervención que no descubre absolutamente nada en el paciente. Se limita a recoger lo dicho por él y a reformularlo aportando un nuevo sentido que ha construido el analista. Es como si el terapeuta le dijera al paciente: “Tu encajas las piezas de esta manera pero también se pueden encajar de esta otra”.

     La reformulación se ofrece como un punto de vista diferente sobre unos hechos sobre los que hay acuerdo entre paciente y terapeuta pero que pueden vivirse de modos distintos. El valor de una u otra interpretación no tiene que ver con la verdad que encierra sino con los efectos pragmáticos que produce. Es decir, el problema ya no es qué versión es la verdadera sino qué versión es la más útil para el paciente, cuál le abre vías de acción nuevas y más prometedoras (Revista de Psicoterapia, números 37 y 41).

    8) Interpretaciones predictivas o atributivas

    Son intervenciones que actúan prediciendo o describiendo el cambio como algo que ya se está produciendo y que –además- atribuyen al paciente un sentimiento o una intención que él no ha dicho que tuviera. Por ejemplo, a un paciente se le dijo “Me sorprende ver cuánto has aguantado todos estos años y no me extrañaría que ahora empezaras a estar harto”. El paciente no ha dicho que esté “harto”, es el terapeuta el que sugiere, desde sí mismo, desde lo más hondo de su subjetividad, que le parece razonable estar harto en vista de las circunstancias. Esta intervención no tiene nada que ver con descubrir un contenido inconsciente. Al contrario, es el terapeuta el que proporciona al paciente una idea que nunca estuvo en él. ¿No se trata, sencillamente, de una opinión del analista ingeniosamente indirecta?

    ¿Hay algo reprochable en el hecho de emitir una opinión cuidadosa y verosímil como ésta? Para mí no. Lo único reprochable es hacerlo con la ingenuidad de creer que se está leyendo el inconsciente del paciente; es decir, con la ingenuidad de creer que uno no pone nada de sí mismo, que solo percibe algo que está fuera del terapeuta. Dice Renik (1996): “Tengo la impresión de que hemos hecho grandes esfuerzos para evitar reconocer que la emisión de nuestras opiniones personales acerca de cómo resuelve el paciente los conflictos cruciales de su vida constituye la esencia de nuestra actividad como psicoanalistas clínicos... La aceptación de la naturaleza no neutral de nuestra actividad destaca la idea de que la intención del analista (afectivamente dirigida) de influir personalmente, es inseparable de nuestro método clínico. Creo que nos engañamos si no estudiamos el psicoanálisis clínico como un proceso dialéctico entre dos participantes que no son neutrales”.

    Stephen Mitchell (1997) expresa una opinión convergente con la anterior: “El objetivo no es esquivar la influencia sino deconstruirla y reflexionar sobre ella”.

    Otros ejemplos:

    - A una paciente muy sumisa que dejaba que su familia la controlara se le dijo: Me parece que te estás hartando de que te estén evaluando en cada momento. Con esto, el terapeuta le quería sugerir que tenía derecho a sentirse irritada. Este tipo de intervenciones tiene el valor de resaltar uno de los elementos en conflicto del paciente, que puede ser el más reprimido. Esta intervención apoya la tendencia más auténtica y genuina del paciente (a juicio del terapeuta, por supuesto). Creo que este tipo de frase puede entenderse como una variante de las “intervenciones afirmativas” propuestas por Killingmo (1989).
    - A otro paciente se le dijo: Puedo ver que estás metido en un verdadero lío. Una parte de ti piensa que no tienes derecho a seguir tu propio camino y otra parte se da cuenta que sí lo tienes.

    Esta frase describe lo dicho no como algo que aporta el terapeuta sino como algo que el paciente se ha dado cuenta. Es un tipo de comunicación que difumina los límites. No está claro cuál es el punto de vista del terapeuta y cuál el del paciente, y este es precisamente su objetivo. Está pensada para insertar una nueva idea en el diálogo interno del paciente y para que se identifique con un punto de vista diferente que, esperamos, sea más útil..

    - Parece como si lo que te gustaría decir o hacer fuera... Es un comentario atributivo similar a un consejo pero atribuye lo dicho al paciente. Es una forma sutil, difuminada en sus límites, de orientar al paciente hacia una dirección que el terapeuta entiende como más prometedora.
    - Parece que lo que te gustaría hacer o decir fuera tal cosa pero crees que hacerlo sería mezquino, egoísta, peligroso, etc. Es un comentario dirigido al conflicto del paciente en el que se recogen las vivencias en choque y se describe más ampliamente el dilema en el que se encuentra el paciente.

    Una forma alternativa en la que se puede describir el conflicto del paciente es a través de la exposición de la subjetividad del terapeuta. A diferencia de las intervenciones anteriores que injertaban sutilmente un pensamiento del terapeuta en la mente del paciente, en ésta otra el terapeuta actúa mostrándose a sí mismo resonando con distintos ecos ante el impacto que le produce el paciente: “Mira, escuchando lo que tu dices, me doy cuenta que una parte de mí responde de esta manera y otra parte de mí de esta otra. Tal vez necesitamos tener una discusión grupal con todas estas voces, incluyendo la tuya, para negociar una solución” (Marrone, 2001).

    Para los analistas que piensan la terapia en términos de neutralidad y objetividad todo esto puede parecerles problemático ¿Qué garantiza que no se dé una inyección insidiosa de los valores del terapeuta en la vida del paciente?  Creo que una intervención atribucional será útil si señala algo que sea, como mínimo, una tendencia potencial en el paciente; es decir, que sea verosímil o congruente con su forma de ser y con el entramado relacional en el que está metido. Señala algo que todavía no se manifiesta claramente presente pero que puede ser potencialmente cierto. Pero no toda atribución es eficaz, no vale cualquiera. Para que sea útil (y ética) tiene que ser significativa para el paciente. En un sentido amplio tiene que conectar con la realidad del paciente.

    Desde otro punto de vista, una atribución se puede considerar una sugestión, algo muy controvertido en psicoanálisis y  en otras terapias. Yo creo que, queramos o no, la sugestión interviene en todos los procesos terapéuticos, no es algo que podamos evitar simplemente porque no nos guste. Creo que es posible distinguir entre la sugestión burda y manipuladora y una sugestión inteligente y ética al servicio del cambio. Renik (1996) plantea muy bien la tensión dialéctica que se da, inevitablemente, en cualquier análisis entre el esfuerzo por respetar la autonomía y la subjetividad del paciente y el proceso de influencia que el terapeuta ejerce al intentar ayudarle. Creo que de esa tensión no podemos escapar, sólo suavizar sus contradicciones mediante una práctica profesional reflexiva  que combata la inevitable deriva hacia la estereotipia y el autoengaño.

    9) Algunas aclaraciones finales para concluir

    Cuando he presentado estas ideas a algunos colegas he recibido varias objeciones que se pueden agrupar en los siguientes puntos:

    (a) Exijo demasiado del analista; parece que le estoy pidiendo que actúe como un agente extremadamente benévolo y comprensivo, un santo. Creo que en parte es cierto y en parte no. Pienso que el psicoanálisis contemporáneo se ha vuelto mucho más exigente con el analista. Como dice Mitchell (1997), han caído varios mitos psicoanalíticos, el de la neutralidad, el anonimato y la abstinencia entre otros,  y estamos en un proceso de construcción de nuevas ideas que sustituyan a las que han demostrado ser ineficaces. Estamos en una etapa en la que todavía no ha concluido la indagación sobre las múltiples formas en las que la mente del analista impacta sobre el paciente de modos que la teoría clásica nunca pensó. Vemos cosas que antes no veíamos y somos más conscientes del enorme aporte que el terapeuta realiza en la co-creación de los datos y el proceso analítico. Ya no pensamos el cambio terapéutico  desde una perspectiva básicamente intelectualista en la que el analista informa al paciente de algo que éste no sabe. Admitimos que el analista debe hacer algo más que informar. El conocimiento de los diferentes sistemas de memoria y las ideas que tenemos acerca de cómo se crean y transforman aumentan la complejidad de nuestro trabajo (Bleichmar, 2001; Díaz-Benjumea, (2002);  Kandel, 1999; Lyons-Rhut, 1999).  Al analista de hoy se le pide que revise tanto como pueda la influencia que ejerce sobre el paciente y que someta a escrutinio su particular y subjetiva manera de participar en la terapia (Mitchell, 1997; Renik, 1996).

    En el sentido de lo expuesto más arriba creo que es cierto que mi propuesta pide más al analista, pero porque estamos en un momento en que el psicoanálisis actual pide más a quienes lo ejercen.

    No estoy de acuerdo en que pida demasiado ni que reclame un analista adornado de unas extraordinarias virtudes, generosidad y talentos. Hay que diferenciar entre los distintos estados mentales que un analista (cualquier persona, en realidad) puede poner en juego en diferentes contextos (como padre, esposo, vecino, ciudadano, amigo, etc.). Goldberg (1994) dice, y creo que tiene razón, que la mente del analista se crea en el contexto analítico y en estrecha interacción con un paciente. Es en ese contexto, y no en otros, que el analista despliega un conjunto de habilidades y un tipo de escucha que resultarían grotescas o francamente contraproducentes fuera de él. Es para ese contexto específico que yo propongo que el analista refine y explore un tipo concreto de habilidad: la de comunicarse de una forma terapéuticamente útil y sofisticada. Si fuera de la sesión analítica somos menos ecuánimes, pacientes y reflexivos (y lo somos)... ¿qué se le va a hacer? No podemos mantenernos todo el tiempo dando lo mejor de nosotros mismos y tampoco sería apropiado que pretendiéramos  hacerlo.

     Termino con una cita de Goldberg (1994), un analista, sospecho, al que también se le puede aplicar el calificativo de exigente: “La curiosidad que se le supone al analista debería promover una incansable reflexión sobre por qué nos sentimos o nos comportamos como lo hacemos...  es un nuevo tipo de filosofía que es o debería ser el sello de la mente del analista: un perpetuo descontento”.

    (b) Mi propuesta interfiere con una participación espontánea del analista. “Si me pongo a pensar en todo eso que tu dices me paralizo. Me convierto en el ciempiés que ya no sabe cómo mueve las patas”.

    No creo que haya una oposición irreductible entre espontaneidad y entrenamiento ni entre espontaneidad y autoreflexión. Es lógico que, cuando uno introduce cambios en su forma habitual de hacer las cosas, uno se sienta más inseguro y menos suelto, pero estos inconvenientes iniciales se normalizan en cuanto uno se habitúa a la nueva práctica.

    El actor, el pianista o el jugador de tenis de alto nivel impresionan por la sensación de viveza, facilidad y espontaneidad con la que ejecutan su arte. ¡Lo hacen tan bien que parece fácil! Pero cada uno de estos profesionales ha dejado tras de sí miles de horas de ensayos o entrenamiento. Tienen una espontaneidad educada, sostenida por cientos de intentos, errores y correcciones. El trabajo final que entregan a su público tiene poco que ver con la improvisación o con la alegre y despreocupada espontaneidad de un momento de inspiración.

    El analista, como los profesionales anteriores, se encuentra a veces con lo inesperado, con situaciones imprevistas en las que tiene que dar una respuesta inmediata, sin tiempo para la reflexión consciente. Ahí funcionamos durante un rato con piloto automático y nos sorprendemos a nosotros mismos actuando de forma impensada y atípica. Estas situaciones se dan pero creo que son excepcionales. La mayor parte del tiempo nos movemos dentro de márgenes relativamente cómodos y previsibles. Es ahí, en esos momentos más calmos, o posteriormente, cuando reflexionamos sobre la sesión, cuando tenemos la oportunidad de entrenarnos o ensayar nuevos matices de nuestro rol.

    (c) Otro tipo de crítica plantea que estas ideas son ingenuas pues parecen ignorar el poder distorsionante de la transferencia. Esta opinión, llevada al extremo, dice algo como esto: “Es igual lo que digas y cómo lo digas,  el paciente –en transferencia- lo entenderá a su modo”.

    Es una objeción que en algún sentido puedo compartir pero que requiere matices muy importantes. Claro que en muchas ocasiones el código con el que el paciente nos escucha se impone sobre nuestras intenciones y propósitos. La transferencia produce desencuentros que ninguna forma de hablar puede evitar.  Pero ¿cómo entendemos la transferencia? ¿es únicamente una variable interna del paciente, una especie de sistema operativo fijo que actúa independientemente del contexto?

    El pensamiento psicoanalítico contemporáneo ha insistido en cómo los datos que se recogen en la situación analítica son co-generados por ambos participantes. En este sentido, la transferencia del paciente es, en parte, expresión de su particularidad y, en parte, adaptación a la subjetividad del analista y al modo en que éste conduce la terapia (Gill, 1979, 1984, citado en Wachtel, 1996; Mitchell, 1988;  Thomä y Kächele, 1989). Lo que hace y dice el analista, sus omisiones, el silencio, su apariencia física y su forma de vestir, su sonrisa y gestos faciales, el orden y aspecto de su despacho, etc. no son estímulos neutrales. Están cargados de información y el paciente es sensible a ella. El terapeuta desconoce los límites exactos de su participación en la terapia y el grado y tipos de información que suministra al paciente (Mitchell, 1997). No es fácil determinar  si los datos están creados por el ambiente pasado (lo intrapsíquico) o por el ambiente presente (la relación paciente-terapeuta en el aquí y ahora de la sesión). Por lo tanto,  “el terapeuta procede basándose en la hipótesis de trabajo de que estas interpretaciones plausibles (desde el punto de vista del paciente) se dan siempre como  respuesta a algo que realmente ocurre (en la sesión)” (Strupp y Binder, 1993).

    El terapeuta actual se pregunta ¿cómo intervengo yo en la aparición de estos afectos, esta modalidad transferencial, esta forma específica de resistencia? Lo que digo y hago ¿facilita o retrasa (o impide) la superación de este momento particular de la terapia? En este sentido, el qué digo y el cómo lo digo deben mirarse desde  este punto de vista:  ¿cuánta verdad hay en la queja del paciente de que me ve frío, mecánico, desapegado, burlón, irritado, brusco, impaciente, culpabilizante, desanimado, humillante, etc.? Aunque yo no me perciba así y, al contrario, me sienta  cercano, implicado y cuidadoso con el paciente ¿qué de lo que he dicho o hecho puede haberle llevado a sacar esa conclusión? El analista está obligado a cuidar y examinar sus palabras antes y después de haberlas proferido.

    (d) ¿El analista debe ser siempre empático, no puede discrepar del paciente y afirmar su posición?

    Cualquier afirmación, si se extrema, elimina la complejidad de lo que aspira a explicar y se convierte en un nuevo reducto del autoengaño y la simplificación. ¿Cuáles son los peligros de un analista que se pretendiera monocordemente empático?

    - En algunos pacientes, peligro de que se refuerce una identidad de débil, de alguien a quien siempre hay que coger con pinzas, de hipersensible, alguien que no tolera la menor brusquedad o firmeza...
    - Peligro de insularización de la situación de tratamiento. Disociación progresivamente creciente entre la realidad interior y exterior de la terapia. Creación de un ambiente protector, amable y nutricio que contrasta más y más con las asperezas de la realidad a extramuros de la consulta.
    - Cambio insuficiente porque el paciente habría tenido la oportunidad de explorar y expandir la realidad interior pero habría sido privado de la posibilidad de conocer y confrontar realidades exteriores, incluida la realidad a menudo discrepante de su terapeuta.

    Siguiendo a O’Connell (2000),  hay que saludar las posibilidades que ha abierto  el paradigma relacional con su énfasis en la interacción entre la subjetividad del paciente y la del terapeuta. Pero esto no impide que se mantengan ciertas actitudes de cautela porque existe un nuevo riesgo de regresión en la teoría y en la práctica psicoanalítica: focalizar tan exclusivamente en la subjetividad del paciente que se olvide la existencia de otras realidades exteriores a esa subjetividad. Entre otras la realidad del cuerpo físico, el contexto cultural y político en el que uno vive, la diferencia de géneros y la existencia inmediata de otras muchas subjetividades.

    La preocupación central de este trabajo es la de alertar sobre los peligros de traumatizar al paciente, humillarlo, desvalorizarlo, fomentar inadvertidamente sus resistencias y minar insidiosamente sus posibilidades de cambio. Esta actitud básica de cuidado no está en contradicción con que, a veces, el terapeuta deba mantener su posición para ser franco consigo mismo y con el paciente, para no traicionarse y para sentirse libre y auténtico en el ejercicio de su tarea. Es una postura ampliamente compartida por analistas actuales e influyentes: Bleichmar, 1997; Bollas, 1987; Lichtenberg y otros, 1996; Mitchell, 1997; O’Connell, 2000, Renik, 1996.

    La confrontación amable y no punitiva de dos realidades discrepantes; la aceptación y puesta en juego del hecho de que, en ocasiones, se tienen perspectivas diferentes que no son fácilmente conciliables, introduce esa realidad exterior que reclama O’Connell (2000) y que sirve al paciente para aceptar la existencia de otras subjetividades, agrandar los límites de su tolerancia y –muy importante- conocerse y conocer el mundo desde la perspectiva de los otros.

     En un sentido complementario, la posición epistemológica que logre transmitir el analista al paciente será crucial para que éste construya una relación con la verdad como una cuestión de perspectivas flexibles y limitadas. Para esto se requiere un analista que no presente sus opiniones como verdades inapelables sino como puntos de vista en su mayor parte negociables aunque, en algunas ocasiones, se ofrezcan sin negociación posible pues representan la forma genuina e irrenunciable del terapeuta de ver las cosas.
     

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