aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 062 2019 Monográfico. Abordaje psicoanalítico del trauma II

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Cuerpos en diálogo: conexión empática en el campo de lo indecible

Bodies in dialogue: Empathic connectedness in the realm of unspeakable

Autor: Lewis, Janet R.,

Para citar este artículo

Lewis, J. R. (octubre, 2019). Cuerpos en diálogo: conexión empática en el campo de lo indecible. Aperturas Psicoanalíticas, (62). Recuperado de: http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001090

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http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001090


Resumen

Este artículo se une a la conversación cada vez más extendida del psicoanálisis contemporáneo sobre el "algo más" que el lenguaje hablado, que durante mucho tiempo ha sido privilegiado en nuestra profesión. Concretamente, se explora la noción de que la conceptualización de la mente por parte de la investigación infantil como dialógica en su origen (es decir, que estamos precableados desde el nacimiento para participar en una comunicación no verbal y afectiva) es consistente con la posición de que una conexión encarnada, dialógica, co-creada y empática puede evolucionar con pacientes severamente traumatizados y congelados cuya experiencia no sólo no está formulada, sino que es inenarrable. Esto se ilustra con un relato en profundidad de un desafiante viaje terapéutico con un hombre muy inteligente cuyas relaciones sociales ocultaban un mundo de dolor congelado y terror a la violación. Solo cuando la terapeuta pudo conectarse con aspectos de sí misma generados por el trauma que habían permanecido congelados, pudo encontrar una forma empática de estar-con y, en última instancia, comprender el mundo congelado y sin palabras de su paciente.

Abstract

This article joins in contemporary psychoanalysis’ ever-expanding conversation about the “something more” than spoken language that has long been privileged in our profession. Specifically, the notion is explored that infant research’s conceptualization of mind as dialogic in origin—that we are prewired from birth to participate in nonverbal, affective   communication—is consistent with the position that an embodied, dialogic, co-created, empathic connectedness can evolve with severely traumatized, frozen patients whose experience is not just unformulated but unspeakable. This is illustrated with an in-depth account of a challenging therapeutic journey with a highly intelligent man whose social relatedness hid a world of frozen grief and terror of violation. It was only when the therapist could connect with trauma-generated aspects of herself that had remained frozen, could she find an empathic way of being-with and ultimately understanding her patient’s wordless, frozen world


Artículo traducido y publicado con autorización: Lewis, J. R. (2018). Bodies in dialogue: Empathic connectedness in the realm of the unspeakable. Psychoanalytic Inquiry, 38(7), 493-501, https://doi.org/10.1080/07351690.2018.1504575

Traducción: Marta González Baz
Revisión: Aurora Doll Gallardo

Este artículo se une a la conversación en constante expansión sobre el algo más que el lenguaje hablado, que durante mucho tiempo ha sido privilegiado en nuestra profesión. De hecho, muchos de nosotros estamos tratando de encontrar maneras de entender este campo más allá de las palabras que Freud relegó al inconsciente, y de construir conexiones no verbalizadas y encarnadas con nuestros pacientes severamente traumatizados cuya experiencia no sólo no está formulada, sino que es inexpresable (Orange, 2011).

A partir de las viñetas de mi viaje analítico con Antonio, especialmente durante el primer año de tratamiento, se hará evidente cuán pocas palabras intercambiamos -muchas menos que con cualquier otro paciente con el que haya trabajado alguna vez. Sin embargo, llegué a comprender que desde el principio, durante esos primeros meses de silencio aparentemente impenetrable y congelado, estábamos, de hecho, inmersos en un diálogo profundamente complejo y encarnado. Aunque al final de cada sesión sentía una desesperación constante por no volver a ver a Antonio nunca más, al final llegué a comprender que nuestra forma de estar juntos era tan codeterminada como cualquier otro intercambio lleno de palabras que más adelante caracterizó nuestro trabajo. Como espero ilustrar, esta percepción aparentemente simple tuvo implicaciones reverberantes en términos de cómo había experimentado hasta entonces la sensación de conexión con un paciente.

Para presentar mi trabajo con Antonio, describo a continuación las sensibilidades teóricas más destacadas que han guiado mi comprensión de nuestra relación analítica.

Para empezar, considero que el diálogo encarnado que surgió entre nosotros es compatible con la abundancia de pruebas provenientes de la investigación infantil, de que la mente es intrínsecamente dialógica en su origen. Los numerosos estudios de Beebe y sus colegas y de Stern y el Boston Change Process Study Group describen la complejidad temprana del intercambio dialógico preverbal entre el infante y la persona que lo cuida, e iluminan la medida en que la intersubjetividad existe virtualmente desde el comienzo de la vida postnatal. Como tal, se considera que tanto el bebé como la persona que lo cuida tienen un acceso notable a los estados sentimentales del otro.

Consistente con el origen de la mente como compartida, es la perspectiva intersubjetivista-relacional de la psicología del self de que el diálogo -incluyendo las formas no verbales y encarnadas- no es simplemente una comunicación lingüística, sino que se refiere a la integración fundamental de toda la experiencia humana en sistemas situados y relacionales. Reconociendo que un interjuego sin palabras y dialógico es un aspecto intrínseco de la relación analítica, estoy de acuerdo con Preston (2008) cuando sugiere: "Es crucial que ampliemos nuestro concepto de empatía de tal manera que se entienda que percibe lo implícito, es decir, una expansión no lineal y orientada-al- proceso de la contribución central de Kohut" (p. 362).

Estoy de acuerdo con Jacobs (2011) en que, en su mayor parte, nuestros cuerpos viven en un contexto silencioso (implícito) con nuestros pacientes. Sin embargo, con nuestros pacientes gravemente traumatizados como Antonio, creo que es esencial que seamos receptivos a mover la conversación encarnada al primer plano. Como muchos de nosotros estaremos de acuerdo, la experiencia traumática del self es a menudo demasiado abrumadora para ser almacenada como memoria narrativa, codificada lingüísticamente (D. B. Stern, 1997; Sands, 2010).

Dicho esto, me resultó muy útil entender la inmovilidad y la falta de palabras de Antonio como una forma traumática de estar en el mundo, en lugar de una consignada al campo de la experiencia "implícito" frente al "explícito" (Orange, 2011, p. 192), sobre todo porque evita la fusión de estados traumáticos e incalificables con una experiencia más ordinaria, no verbal o no simbolizada, como sostiene Jacobs (2011). A través de esta lente, la conciencia de que "nuestra historia reside en todo nuestro ser" (p. 120) facilita una mayor aceptación de que los pacientes necesitan la emocionalidad receptiva del analista para permitir que el dolor horrible y codificado se convierta en una experiencia real y significativa.

Al final de este artículo, comparto una viñeta reciente que resume dónde estamos Antonio y yo ahora, así como algunos pensamientos concluyentes sobre la transformación de nuestra sensación de conexión a lo largo del proceso de tratamiento.

Antonio y yo. El primer año

Cuando abrí la puerta para saludar a Antonio por primera vez, vi a un hombre alto, impresionantemente guapo, italiano, de unos 40 años, con cabello grueso, rizado y oscuro y una sonrisa deslumbrante. Durante la primera mitad de nuestra reunión inicial, él fue notablemente bastante verbal y elocuente. Seguramente, a estas alturas, nunca hubiera creído que en unos instantes, el uso de las palabras por parte de Antonio desaparecería y pasaríamos la mayor parte del año en silencio. Comenzó diciéndome que había regresado recientemente a Nueva York desde Asia, donde había vivido con su esposa durante 3 años. Ella añoraba a su familia y habían acordado que si esto ocurría, él asumiría su antiguo puesto en la empresa para la que había trabajado tanto en Nueva York como en el extranjero. Informó que estaba contento de hacer esto por ella, aunque reconoció que habría estado más contento de permanecer en el extranjero.

Antonio me dijo entonces que había estado en terapia, primero cuando era estudiante de doctorado y luego de nuevo en Asia con un terapeuta de habla inglesa, un hombre con quien se había encariñado especialmente. En ese momento sintió que había "elaborado su historia", pero se ofreció a darme un resumen, después de lo cual no pensaba volver a visitar su pasado.

Lo que sigue es lo que Antonio decidió compartir conmigo: era el menor de tres niños, con 10 años entre él y su hermano mayor, que murió de una sobredosis de drogas cuando Antonio tenía 19 años. Pensaba que esta sobredosis fue un suicidio. Sus padres, ambos de cuarenta y tantos años cuando nació, estaban profundamente involucrados en el movimiento antifascista de los políticamente turbulentos años setenta en Italia, y él creía que no estaban en absoluto interesados en cuidar de otro niño. Su hermana mayor, que a menudo lo cuidaba cuando era muy pequeño, desarrolló un historial de abuso de drogas y problemas emocionales cuando era adolescente, y ahora dependía bastante de él. A él le pareció que sus continuas demandas de apoyo emocional eran estresantes y sentía que su agitación y depresión actuales se debían en gran medida a esto.

Durante las raras veces que su madre se quedaba en casa, a menudo obligaba a Antonio a cumplir con regímenes de salud físicamente invasivos y rigurosos. Describió a su padre como un intelectual brillante, completamente dedicado a su trabajo. Aunque Antonio no estaba particularmente interesado en unirse al negocio familiar, lo hizo por insistencia de su padre, tras la muerte de su hermano. A mediados de sus veintitantos años, decidió dejar Italia en contra de los deseos de su padre y vino a Nueva York para estudiar. Cuando él era un estudiante de doctorado, ambos padres enfermaron y murieron con 2 años de diferencia. En este punto, Antonio entró en terapia por primera vez. Mantenía que se había ocupado de la muerte de sus padres y de su hermano y me dijo que no deseaba insistir más en esta área.

Cuando Antonio dijo que había terminado de resumir su historia, se sentó en su silla, estiró las piernas y cerró los ojos. Al no ser consciente de lo importante que sería la postura de Antionio en nuestro trabajo conjunto, toda su presentación en este momento fue, como mínimo, inquietante. Sintiéndome perdida en cuanto a cómo proceder, le pregunté cómo creía que yo podría ser de ayuda. Antonio abrió los ojos y me miró fijamente. Después de algunos momentos, me dijo que mi pregunta sonaba como una pregunta sexual. Aunque me reconocí a mí misma que, de hecho, encontraba a Antonio muy atractivo, sabía que estaba mucho más preocupada por tratar de controlar mi ansiedad. Respondí de la manera más coherente posible que mi intención al hacerle esta pregunta en particular no era sexual, sino más bien mi manera de preguntarme cuáles eran sus dificultades y si yo podía serle útil como terapeuta. Sin embargo, también agregué que, dado que él era un hombre y yo una mujer, nuestra sexualidad probablemente se convertiría en un tema de discusión inevitable, y en ese momento mi trabajo consistiría en asegurarme de que este espacio siguiera siendo un espacio seguro para él. Asintió ligeramente y luego concluyó diciéndome que no estaba seguro de si se sentiría cómodo conmigo o de si esta terapia funcionaría. Le dije a Antonio que ciertamente podía ver cuánto había abarcado con sus terapeutas anteriores y que, de hecho, yo era una extraña. Sin embargo, estaba dispuesta a hacer todo lo posible y podríamos ver qué pasaba.

Sin duda, después de esta sesión inicial, me sentí muy lejos de confiar en que Antonio regresaría. Sin embargo, lo hizo y me saludó calurosamente, como si hubiéramos estado trabajando cómodamente juntos durante mucho tiempo. Luego me informó que su fin de semana había sido difícil, ya que todavía estaba agitado, aunque había comenzado su trabajo de nuevo y fue bienvenido de vuelta por sus colegas y amigos. Todas las preguntas que le hice obtuvieron una respuesta mínima, si es que la hubo. Y entonces Antonio se calló. Mientras sus ojos se quedaban sin expresión y luego se cerraban, observé con creciente alarma como sus brazos, que estaban a sus costados, y sus piernas, que estaban estiradas frente a él, parecían congelarse. Esta fue la misma postura que había visto brevemente en nuestra primera sesión. Después de un tiempo, le pregunté a Antonio si sería más fácil si le hacía preguntas. Tras un largo silencio, se volvió hacia mí con ojos que aún parecían desenfocados y me preguntó: "¿Por qué necesitarías hacer eso?".

Sí, ¿por qué necesitaría hacer eso? me pregunté interiormente a mí misma. Permanecimos sentados en lo que llamé silencio congelado hasta que terminó la sesión. En ese momento, Antonio se recompuso, sonrió, me deseó una buena semana y se fue. Esta sesión ilustra el tono de muchas de las siguientes. Durante el primer año, Antonio habló durante no más de cinco minutos en cada sesión. Y las pocas palabras que dije en respuesta no recibieron casi ningún reconocimiento. Un día en particular, singular, después de describir una de las exigentes llamadas telefónicas de su hermana, le pregunté a Antonio si su hermana le había sido legada, es decir, si la había heredado tras la muerte de sus padres. Después de un largo silencio, Antonio asintió con la cabeza y finalmente me dijo que, en su lecho de muerte, su padre le había hecho prometer que cuidaría de ella durante toda su vida. Luego dejó claro, dándose la vuelta y cerrando los ojos, que no deseaba seguir hablando de esto.

Y en otra sesión notable -notable por el número de palabras que intercambiamos-, Antonio me dijo que acababa de recordar un ensueño que tenía con frecuencia cuando era un adolescente: Estaba en una habitación de chicas desnudas de su clase que le parecían atractivas, chicas que elegían salir con el grupo de chicos más populares, del que él no era miembro. Su sueño consistía en elegir cada vez a una chica en particular con la que tener relaciones sexuales.

Estoy segura de que hay muchas maneras de intentar entender lo que Antonio acababa de compartir conmigo. Sin embargo, su fantasía me pareció conmovedora - "sexual pero no realmente"- y reveladora de una vida de presión y alienación que se deriva de sentirse como un extraño. Desde el punto de vista psicológico, me pareció que se trataba de un intento de autorrestauración, un intento de reforzar un sentido del self impotente y debilitado. Le dije a Antonio que por lo que sabía de su infancia y de su vida antes de que dejara Italia, me parecía que no había tenido muchas opciones. Su ensueño era finalmente un respiro; una oportunidad de tener abundancia de buenas posibilidades de su elección. Recibí una leve sonrisa antes de que se marchara.

Durante estas raras ocasiones, sentí que había algún pegamento entre nosotros, una sensación de conexión, pero parecía tan tenue, tan efímera, que en estos primeros meses me sentía incapaz de detener la voz en mi cabeza que constantemente me amonestaba: no regresará la próxima vez; eres inútil; él tuvo experiencias de terapia exitosas antes; qué es lo que está mal en mí, y así sucesivamente. A veces, mientras me sentaba con Antonio, me encontraba tratando de sintonizar el latido de mi corazón y ralentizar mi respiración como lo hacemos los humanos para preservar la energía en un clima helado. Y entonces, a veces, yo misma me congelaba y desaparecía. En general, sentía una especie de afinidad con los astronautas de Kohut (1982), quienes encontraban insoportable la idea de circular solos para siempre en el espacio, privados de significado humano, de calidez humana, de contacto humano y de experiencia humana. Lo que seguía siendo desconcertante es que cuando Antonio llegaba, me saludaba con una marcada evidencia de cercanía. Sin embargo, pronto, se deslizaba alejándose en un silencio congelado. Cuando se acababa nuestro tiempo, se recomponía, me miraba a los ojos, sonreía y se iba.

Me resulta imposible recordar exactamente cuándo se me ocurrió este pensamiento, pero un día, al contemplar el cuerpo aparentemente sin vida y congelado de Antonio, sentí una tristeza repentina y penetrante. Con mucha sorpresa, entonces recordé mi cámara imaginaria. No había pensado en esta compañera frecuente de la infancia durante muchos años. Pronto, empecé a revisar mi colección de fotos. Por ejemplo, la que había tomado cuando tenía 12 años y había ido a visitar a mi padre al hospital. Acababa de someterse a una cirugía a corazón abierto de alto riesgo, durante la cual casi muere. Cuando finalmente se me permitió visitarlo, nunca quise olvidar lo reconfortante que era su mano seca y agrietada cuando sostenía mi mano en la suya. Imaginé un marco de fotos y el clic de un obturador. Mientras me sentaba con Antonio, me di cuenta de que muchas de mis fotos tenían que ver con tratar de manejar el terror de la pérdida inminente. Había guardado mi cámara imaginaria para siempre cuando conseguí mi primera cámara real, que ha permanecido como una amiga de toda la vida, junto con un gran interés en la filosofía de la fotografía, que explico más a fondo a medida que se desarrolle el proceso con Antonio.

Durante el resto de esta sesión en particular y de las sesiones venideras, me encontré tomando instantáneas imaginarias del cuerpo desvitalizado de Antonio, momento en el que a menudo empezaba a experimentar un profundo estado de dolor relacionado con las pérdidas en mi propia vida. Es importante que también me daba cuenta de hasta qué punto yo misma me congelaba y me perdía en el tiempo y en el espacio cuando me sentía sobrecogida por el terror, especialmente cuando era niña, durante las rabietas de mi madre provocadas por el alcohol, o cuando empezaba a rumiar acerca de la posible y repentina pérdida de un ser querido en mi mundo. Mientras me sentaba con Antonio, me vi asaltada por el recuerdo del desfile de suicidios que impregnó las historias de mis padres, que los hizo sentir frágiles y fantasmales mucho antes de que ambos murieran. En la presencia congelada de Antonio y con él como testigo silencioso, reviví estas imágenes y empecé a sentir fuertemente que tal vez él podría tener sus propias imágenes impulsadas por el terror que, desde el principio, su cuerpo había estado tratando de revelarme.

Mientras continuaba preguntándome sobre la posibilidad del intento de Antonio de involucrarme en el diálogo encarnado y mi propio viaje emocional que parecía estar tan entrelazado con nuestra conexión silenciosa y cada vez más profunda, me acordé de las muchas veces que había leído La cámara lúcida de Roland Barthes (1981). Concretamente, la forma en que había descrito una fotografía como "una especie de cordón umbilical que unía el cuerpo de la cosa fotografiada a mi mirada" (p. 81). Por favor, tengan en mente esta referencia concreta al cordón umbilical ya que, meses después, Antonio me contó un sueño que parecía estar completamente conectado a este ensueño. Durante mucho tiempo he pensado que hay un aspecto de lo místico en nuestro trabajo, como cuando un paciente puede sentir algo de nuestra historia, o cuando parece que anticipamos las palabras exactas de nuestro paciente incluso antes de que se hayan pronunciado. De hecho, su sueño reforzaría mi creencia en la naturaleza a veces inexplicable de nuestro trabajo cuando existe una profunda conexión con nuestro paciente.

También era relevante en ese momento la descripción de Barthes de una fotografía como si tuviera la capacidad de herirlo, pero solo cuando la herida ya estaba en él, en algún lugar de su historia.  En la descripción de Barthes, la experiencia de herir es irreductiblemente subjetiva, involuntaria e impredecible. Llamó a esto punctum de calidad. Es importante, y de particular relevancia para el proceso analítico con Antonio, que el punctum tiene todo que ver con "el inexorable paso del tiempo -que inevitablemente el que aparece en la fotografía va a morir o señala 'el retorno de los muertos'" (p. 53). Llegué a creer que todo lo que ocurría en la habitación estaba, de hecho, generando intersubjetivamente evidencia de un creciente sentido mutuo de conexión empática y encarnada alrededor del punctum, que era tan intrínseco a nuestra experiencia de pérdida traumática e insoportable. Explico más adelante, en lo que yo llamo "Nuestro punto de inflexión", que quizás entre nosotros estaba pasando algo parecido a lo que D. N. Stern et al. (1998) podrían llamar momento de encuentro. Me quedó claro que, por mucho que me hubiera dolido el incremento de la naturaleza profunda de nuestra conexión dialógica encarnada, éste era uno de esos momentos definitorios en los que la relación analítica cambiaba de rumbo de una manera bastante dramática.

Un punto de inflexión: “Sono stato mezzo morto di paura” (estaba congelado de miedo)

Después de varios meses de lo que había llegado a ser nuestro modo familiar de estar juntos, Antonio me miró de repente y me dijo que estaba pensando en algo, pero que estaba en italiano, lo cual yo no entendería. Aunque estuve de acuerdo en que no entendía el idioma italiano, estaba deseando que hablara de cualquier manera y haría todo lo posible por entender lo que estaba diciendo. Mientras Antonio hablaba en italiano, empecé a sentir el dolor en su expresión facial y en su voz. Cuando de repente se detuvo y dijo: "Sé que no puedes entender nada", una vez más estuve de acuerdo, pero le respondí que podía sentir algo de dolor en su historia. Suspiró y se quedó en silencio. Me pregunté si el hecho de no haber tenido nunca un terapeuta que hablara italiano podría haber proporcionado un margen de protección frente a los recuerdos insoportables, mientras que al mismo tiempo crecían los terribles sentimientos de exilio o de nostalgia. Aunque, con el tiempo, este último tema se convertiría en un tema central, en este momento en particular, Antonio comenzó muy lentamente a introducirme en Anni di Piombo, los Años de Plomo, que se referían al número de balas que se dispararon durante los disturbios políticos civiles y las revueltas de las que había sido testigo cuando era un niño pequeño y en las que sus padres y su hermano mayor habían participado.

Después de animar a Antonio a hablar en italiano cuando le resultase más natural, me dijo que el italiano era a menudo el idioma que oía en su cabeza, pero que tener que traducir su pensamiento para conversar con los demás a menudo lo agotaba y frustraba, especialmente cuando no podía encontrar la palabra correcta. Con frecuencia, desestimaba sus pensamientos, lo que lo dejaba sin esperanza de poder ser comprendido.

En otro momento, Antonio compartió lo que estaba pensando en italiano, y yo pensé que reconocía la palabra morto, o muerte. Asintió y repitió: "Sono stato mezzo morto di paura", que luego me dijo traducido, "Estaba petrificado (o congelado) por el miedo". Hasta el día de hoy, me sorprende cuando recuerdo el momento en que quedó claro que esta era la indescriptible experiencia personal que el cuerpo de Antonio estaba tratando de comunicar durante el año pasado. De hecho, nos ha sido imposible encontrar palabras para describir el terror con el que Antonio se acostumbró a vivir siendo un niño muy pequeño. Solo podemos hacernos una idea de cómo se sintió cuando deambulaba por las peligrosas calles; escuchó disparos de armas de fuego y se quedó congelado de miedo, escondido en la sombra de un edificio, cerca de donde pensaba que los miembros de su familia podrían estar en un violento enfrentamiento con la policía. Sin embargo, "Sono mezzo morto di paura" se ha convertido en nuestra metáfora encapsulante; del tipo que, como apuntaba Orange (2011), "puede residir en el cuerpo y es lo más cercano que a menudo llegamos a comprender el innombrable dolor de nuestro paciente" (p. 193). Jacobs (2011) contribuyó a esto sugiriendo que cualquier metáfora que dé testimonio de recuerdos insoportables debe surgir de la conversación entre paciente y analista: "Debemos mantener nuestra metaforización dialógica...[como] algo que se hace juntos" (p. 229).

En un intento de describir la transformación significativa de nuestra sensación de conexión en esta coyuntura, ofrezco una comprensión en forma de un diálogo imaginario con Antonio:

Al mostrarme tu cuerpo congelado, me preguntabas: "¿Realmente puedes soportar lo que estoy revelando? ¿Puedes realmente estar a mi lado como testigo y no dejarme soportar lo indecible solo?" Al principio, te transmití con mi propio cuerpo que me asustabas por lo que pudiera encontrar en mí misma y que no quería conocer este lugar en el que vives, en el que yo vivo, en el que vivimos juntos. Debo haberte transmitido que me eras ajeno, así que, por supuesto, te sentiste solo. Y finalmente, mientras miraba tus extremidades congeladas y sin vida, me encontré a mí misma, a mis propios recuerdos congelados. Y finalmente, fui capaz de convertirme en el testigo que tú necesitabas que fuera. Creo que pudiste sentir todo esto.

Aunque este fue un punto de inflexión, continuamos entrando y saliendo del diálogo silencioso y encarnado durante muchos meses más. Sin embargo, nuestra comprensión de las complejidades de su silencio congelado se hizo cada vez más clara. Durante una sesión en particular, sus ojos fuertemente cerrados se abrieron de repente y me miró fijamente. Sin duda, nuestra manera de mantener una conexión seguía desconcertándome de vez en cuando, y salté un poco antes de preguntar: "¿Qué, Antonio? ¿Puedes decirme qué acaba de pasar?" En silencio durante mucho tiempo, luego me dijo que creía que yo había estado durmiendo. "No, respondí. Estoy aquí contigo." Finalmente reveló que su madre llegaba exhausta a casa y se quedaba dormida en su silla, con la barbilla apoyada en el pecho. Sentado enfrente, en otra silla, él escuchaba su respiración, aterrorizado de que se hubiera muerto. Le respondí que le resultaba muy difícil creer que yo seguiría ahí para él cuando él abriera los ojos. Asintió, sonrió y volvió a cerrar los ojos. Sin embargo, tenía una mirada mucho más relajada en su rostro; un reposo más pacífico de lo que había visto hasta entonces.

Más tarde, pensé en lo tenue que era la imagen que Antonio acababa de describir. Cuán frágil era su sensación de conexión con sus seres queridos; cuán terribles eran sus muchas pérdidas. Recordé lo que Susan Sontag (1978) había escrito en On Photography: "Todas las fotografías son memento mori .... todas las fotografías atestiguan la implacable disolución del tiempo" (p. 20). Conocía bien estas imágenes, todas las que representaban el suicidio como una solución viable para eliminar el dolor de la vida en mi familia. Me di cuenta de que era por eso que seguía a mi padre de habitación en habitación para asegurarme de que no se acercara a las ventanas. Siempre sentí que era solo cuestión de tiempo que mi mundo fuera destruido por la pérdida violenta.

Estaba segura de que este era, también, el mundo de experiencia que había vivido Antonio.

Antonio y yo tras el primer año

Parece que hace mucho tiempo que dejé de usar mi cámara imaginaria en nuestras sesiones. Cada vez más, Antonio y yo dialogábamos con palabras, aunque de vez en cuando caía en su comunicación silenciosa y congelada, que invariablemente señalaba el regreso de lo indecible, como describo con más detalle al final de este artículo. Cada vez más, hemos decodificado mucho de lo que él ha dependido de su cuerpo para transmitir. Cada vez más, ha habido una transformación en nuestra sensación de conexión, tal vez mejor descrita por el siguiente sueño que Antonio me contó 4 meses después de nuestro punto de inflexión:

Una niña estaba saltando la cuerda y le ofrecí una nueva y más fuerte. Yo tenía la edad que tengo ahora y ella era una niña. Al principio se asustó cuando me acerqué a ella. Yo estaba alarmado por su miedo y sentía que había hecho algo malo, pero entonces ella se dio cuenta de que yo no quería hacerle daño y me sentí muy aliviado. Ella era muy dulce de una manera inocente y confiada. La cuerda nueva era ahora lo suficientemente larga para que dos personas la sostuvieran. Ella estaba feliz de aceptarla. Entonces yo sostuve un extremo y ella sostuvo el otro y estábamos haciendo girar la cuerda juntos y funcionó bien. Me sentí como un niño feliz y, de hecho, tal vez en el sueño me convertí en uno de nuevo. Creo que éramos dos niños disfrutando de esto juntos y luego me desperté.

Después de una larga pausa, Antonio se dijo que pensaba que la chica de su sueño era yo, porque tenía el mismo tipo de cabello. Sonrió y concluyó: "Fue un sueño muy agradable." Estuve de acuerdo en que este era, de hecho, un sueño muy placentero y luego le di las gracias por la nueva cuerda para saltar. Su cara se iluminó y compartimos lo que parecía ser nuestra primera risa juntos.

No siguió ninguna interpretación del sueño de Antonio, ya que sentí que recibir su regalo -tanto la cuerda de saltar como, por supuesto, la ofrenda de su sueño, que contaba nuestra historia relacional- era primordial. Sentí que presionar a Antonio para que diseccionara más su sueño o superponer interpretaciones invasivas habría perturbado la experiencia de objeto-self que él más deseaba, una en la que había sintonía y aceptación de la clase de apego que él necesitaba para retomar los esfuerzos de desarrollo que tanto se habían desbaratado. En su mayor parte, sentí que Antonio anhelaba una experiencia de objeto-self que delineara su self (Stolorow y Atwood, 1994), una que se centrara en la articulación y consolidación de su realidad subjetiva a un ritmo que él pudiera determinar. Dentro de este contexto, pensé en la cuerda de saltar como un apego umbilical; sin embargo, el sustento que Antonio parecía necesitar más era una sintonía silenciosa a través de todo un espectro de afectividad que estaba profundamente ausente en su desarrollo.

Algunos pensamientos adicionales sobre el sueño de Antonio se referían a la precisión con la que había sentido el miedo inicial de "la niña" (el mío) hacia él, lo que él experimentó como alarmante y traumático. Su (mi) comprensión de que él no quería hacerle daño; su feliz aceptación de su regalo; y su alivio seguido por el disfrute de su (nuestro) juego juntos parece una conmovedora representación de la transformación en nuestra experiencia mutua de conexión.

También es digno de señalar que el sueño de Antonio parecía, como mencioné antes, estar ligado de una manera misteriosa a mi ensueño previo sobre la experiencia de Barthes de una fotografía "como una especie de cordón umbilical" que conecta a quien mira la fotografía con quien es fotografiado (Barthes, 1981, p. 81). De hecho, sin un fotógrafo y un espectador, no habría fotografía. Tal vez esta sea otra metáfora apta para la naturaleza intrínseca del proceso analítico que se forma y mantiene intersubjetivamente.

Unas cuantas sesiones más tarde, Antonio me contó con mucho entusiasmo que él y su esposa habían decidido iniciar el proceso de adopción de un bebé. Sin embargo, pronto su cara se oscureció y se pasó repetidamente las manos por el pelo: "Soy una persona muy social. Pero en realidad, mis amigos no me conocen. Soy un hombre sin una historia. ¿Qué le contaré a mi hijo sobre mí?" Mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro, me conmovió profundamente. Le dije a Antonio que yo tenía fe en que él sabría qué decirle a su hijo cuando llegara el momento adecuado y que su hijo lo conocería como un ser humano ricamente complejo. También le dije que esto le daría permiso a su hijo para ser eso también, algo que él, sin duda, nunca había tenido.

Hace unos meses: Antonio y yo comenzamos nuestro cuarto año de tratamiento y una conclusión abierta

Durante los últimos meses, un foco importante en nuestro trabajo ha sido la dirección que le gustaría tomar profesionalmente - área que es quizás una de las más difíciles, ya que sigue significando abrir grandes heridas y el dolor de la terrible pérdida y el miedo a la traición con respecto a sus relaciones con sus padres y su hermano- tanto en la vida como en la muerte. Antonio también ha comenzado a establecer lazos con su país y, de hecho, se fue de vacaciones a Italia durante dos semanas con su esposa y un grupo de amigos que viven allí. Los temas de la nostalgia y el exilio han estado muy en primer plano.

Aquí comparto un último intercambio dialógico de una sesión a principios de noviembre, que ilustra la transformación de nuestro mundo compartido. Justo antes de esto, había cancelado mis sesiones por una semana para atender algunos daños menores en mi casa que ocurrieron después del huracán Sandy. Había compartido esta razón con todos mis pacientes, que sabían que yo era de una zona muy afectada.

En nuestra primera sesión desde mi regreso a la consulta, Antonio inmediatamente me preguntó cómo estaba. Poco después de que le dijera que estaba bien, se metió en un silencio congelado que yo no había visto en muchos meses. Esperé, preguntándome qué podría estar sintiendo como indecible. Después de un buen rato, finalmente pudo decirme que había tenido un sueño inquietante sobre su primera novia, pero que no recordaba ningún detalle. En el pasado, su primera novia, una persona importante en su vida, había representado un testigo de mucho de lo que pasó cuando era adolescente. Habían salido durante muchos años y ella conocía bien a su familia. Ella también ha representado, en diferentes momentos, su anhelo por su país, su anhelo por el hogar, los días de relativa inocencia, y el profundo dolor y los sentimientos de traición porque ella eligió dejarlo cuando él sintió que más la necesitaba.

Como Antonio no podía ir más lejos, me pregunté en voz alta si el que su novia lo abandonara cuando necesitaba apoyo, tal vez, parecía de alguna manera similar a que yo cancelara nuestras sesiones durante una semana. Cuando siguió callado con los ojos cerrados, le sugerí que tal vez mi pensamiento sobre lo que estaba sintiendo estaba equivocado. Asintió con la cabeza y con gran dificultad me dijo que a veces sentía que se estaba ahogando cuando estaba con su novia. Estuvieron juntos durante muchos años y en ciertos aspectos él sintió que había perdido la oportunidad de ser más libre. Luego describió, por primera vez, las maneras en que ella a menudo había necesitado demasiado de él.

Entonces pudo reconocer que el hecho de que yo le dijera que tenía que hacer reparaciones en mi casa le había hecho preocuparse no solo por mi bienestar, sino también por si yo era lo suficientemente fuerte emocionalmente como para retomar mi trabajo con él. Cuando le dije a Antonio que podía entender su preocupación a la luz del miedo de que me convirtiera en otra mujer que le exigía mucho, su cuerpo se relajó notablemente. También le aseguré que yo estaba bien y que no tenía necesidad de que él me cuidara de ninguna manera. Suspiró y me dijo que estaba muy aliviado.

Termino con esta nota. No puede haber una conclusión formal, ya que Antonio y yo somos un trabajo en curso. Sin embargo, reflexiono retrospectivamente sobre las sensibilidades psicológicas del self, intersubjetivas y dialógicas que me parecieron indispensables durante la fase inicial de este particular viaje analítico, donde el intercambio verbal era casi inexistente. Creo que nunca podría haber entrado en este campo extremadamente desestabilizador y sin palabras si no hubiera sentido su mano guiándome. Estas sensibilidades tienen todo que ver con lo que Kohut (1984) nos enseñó a valorar: una sensación de empatía como forma de ser-con otro ser humano; a atravesar la situación con el otro; a involucrarnos juntos en una búsqueda dialógica de la verdad emocional; y a reconocer nuestra influencia mutua en todo lo que emerge en el proceso dialógico (Orange, 2010). En términos de lo último, esto implica un reconocimiento, como Geist (2008) sugirió, de "límites permeables" (p. 131) y una sensación de conexión que anime al paciente y al analista a convertirse en una presencia profundamente sentida dentro de cada uno.

En resumen, sabemos que pocas cosas, si es que hay alguna, son ciertas en el proceso psicoanalítico. Como sugiere mi trabajo con Antonio, nuestro desafío puede ser mejor resumido por el filósofo Gadamer, quien nos recuerda que "la conversación no es una que hayamos escogido, sino que parece que nos escoge y nos desafía a ser cambiados por ella" (citado en Orange, 2009, p. 239). Como tal, creo que no fue hasta que Antonio pudo sentir mi deseo de comprometerme con "una voluntad de ser cambiado" que pudo producirse realmente una transformación en nuestra conexión.

Referencias

Barthes, R. (1981). Camera Lucida: Reflections on Photography. Nueva York, Estados Unidos: Farrar, Strauss and Giroux.

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