aperturas psicoanalíticas

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revista internacional de psicoanálisis

Número 063 2020

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Síndrome de resignación. Trauma migratorio, somatización y disociación extremas

Resignation syndrome migratory trauma, somatization and extreme dissociation

Autor: Sánchez Sánchez, Teresa

Para citar este artículo

Sánchez Sánchez, T. (febrero, 2020). Síndrome de resignación. Trauma migratorio, somatización y disociación extremas. Aperturas Psicoanalíticas, (63). Recuperado de http://aperturas.org/articulo.php?articulo=0001105

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Resumen

La globalización de las migraciones, en un mundo asolado por guerras, hambrunas y cambio climático, está causando un tipo específico de experiencias traumáticas, nombradas y designadas como “síndrome del superviviente”, “síndrome del rescatado”, “síndrome de Ulises”, etc. Se presentan algunas características psicológicas de estos síndromes. El trauma migratorio ofrece muchas lecturas posibles: relacionales, simbólicas, representacionales y desde la teoría de la mentalización. Caben incluso paralelismos con las experiencias concentracionarias, habida cuenta de los procesos de despojamiento de la identidad, la angustia de aniquilación y la invisibilidad del riesgo de muerte que se han sufrido. Partiendo de ese caldo de cultivo, el misterioso síndrome de resignación, que ha implosionado sobre todo en Suecia, y que afecta a niños de entre 7 y 19 años, es descrito y analizado como reacción somática y disociativa extrema ante el riesgo de reexposición al trauma de la devolución al país de origen, tras serles negado el permiso de residencia a los padres. Estupor catatónico, coma, mutismo, abandono y laxitud son algunos de sus síntomas, que pueden durar meses y años. La psiconeurología carece de respuestas ante el fenómeno. Centenares de inmigrantes de segunda generación lo padecen, atendidos en hospitales o en sus casas, en un letargo muy parecido a la muerte, como expresión superlativa de indefensión y desesperanza.

Abstract

The globalization of migrations, in a world ravaged by wars, famines and climate change, is causing a specific type of traumatic experiences, named and designated as "survivor syndrome", "rescued syndrome", "Ulysses syndrome", etc. Some psychological characteristics of these syndromes are presented. Migratory trauma offers many possible readings: relational, symbolic, representational and from the theory of mentalization. There may even be parallels with the concentration camp experiences, given the processes of stripping of identity and the anguish of annihilation and the invisibility of the risk of death they have suffered. Starting from this breeding ground, the mysterious "resignation syndrome" [Uppgivenhetssyndrom], which has imploded especially in Sweden, and which affects children between 7 and 19 years old, is described and analyzed as an extreme somatic and dissociative reaction to the risk of re-exposure to the trauma of returning to the country of origin, after denying the residence permit to the parents. Catatonic stupor, coma, mutism, abandonment and laxity are some of its symptoms, which can last for months and years. Psychoneurology does not have responses to the phenomenon. Hundreds of second-generation immigrants suffer from it, treated in hospitals or in their homes, in a lethargy very similar to death, as a superlative expression of helplessness and hopelessness.


Palabras clave

disociación, Inmigración, Síndrome de resignación (Uppgivenhetssyndrom), Somatización, trauma.

Keywords

Immigration, Resignation Syndrome (Uppgivenhetssyndrom[1]), Trauma, Dissociation, Somatization.


Cuando se tiene un porqué para vivir, se soporta casi cualquier cómo (Nietzsche)

 

Todos somos e(in)migrantes

Todos migramos, aunque solo para algunos esa experiencia es constituyente de su identidad y nuclea su biografía anterior y posterior, no permitiéndosele ser otra cosa que e(in)migrantes. Grinberg y Grinberg (1984), en Psicoanálisis de la migración y del exilio, convertido en un clásico y un referente insoslayable para todos los autores que han desmenuzado otros síndromes conexos: el de Ulises, el del rescatado, el del refugiado o repatriado, diseccionaron el proceso migratorio no dudando en evaluarlo como traumatismo pues en él confluían las tres P necesarias para que sobrevenga una experiencia traumática: Predisposición, Precipitación y Perpetuación[2]. La migración puede ser causa o consecuencia de una crisis y esta resultar catastrófica o creativa, pero siempre es inicialmente desorganizadora, máxime cuando es forzada por una guerra o la miseria[3]. Todos provenimos de un arcano nómada, que antes de devenir sedentarios en el neolítico, fuimos peregrinos del sustento, y, de alguna manera algún residuo de esa paleohistoria debe perdurar en nuestro cerebro primitivo, o en el inconsciente colectivo. Todos vivimos en tránsito y en algunas ocasiones nos toca partir y en otras acoger. Es habitualmente más difícil la posición de quien parte que la de quien recibe (Alemán y Alemán, 2007). Tendemos a reducir el fenómeno migratorio a la experiencia masiva, racial, desesperada y de supervivencia con que se encarna en las imágenes de embarcaciones a la deriva o colas interminables aguardando el asalto de las vallas de alambre o los muros, aduanas y metralletas, pero va más allá.

La aciaga peripecia migratoria se acompaña con frecuencia de otros fenómenos como comercio de esclavos, trata, extorsión, tortura, reclusión, hacinamiento, riesgos inconmensurables, abuso de poder, agresiones sexuales, sadismo, humillaciones, conversión en carne de cañón para diversos intereses políticos, etc. La experiencia queda enquistada, sin relato posible, muda: “La creación del sinsentido como causa explicativa del martirio, el dolor infinito y sin escapatoria en el cuerpo, combinado con la arbitrariedad y la crueldad como móviles centrales de la causalidad psíquica, configurando un núcleo traumático de temible especificidad” (Viñar, 2005, p. 98).

Las reacciones emocionales pueden oscilar del polo depresivo (duelo por la pérdida y la añoranza), al persecutorio (angustia ante lo desconocido, miedo a las mafias, desconfianza hacia las nuevas coordenadas vitales y países de destino o tránsito). Unos se sentirán expulsados de su entorno, otros triunfantes por haber logrado partir en tanto que muchos se quedan. Algunos viven partir como morir, su existencia queda en un impasse que nadie sabe cuánto durará ni cómo se resolverá. El que emigra puede ser blanco de la hostilidad y la envidia de quienes se quedan, pero también es el precursor que abre brecha. Traidor, héroe u osado aventurero que no retornará. Diana de envidia, hostilidad, admiración, recelo, etc. No deberíamos olvidar que quienes emigran lo hacen por la presión de una situación hiperreal, algo que impele a una solución por lo general no deseable, ambigua y perturbadora. Lo real irrumpe brutalmente en el psiquismo y el acto migratorio se perfila como respuesta o como huida. Siempre entraña un traumatismo, pero las características específicas, patoplásticas, dependerán de la personalidad previa con la que interaccionan las ansiedades traumáticas. No todos los temperamentos y tipos de personalidad afrontan igual la decisión de migrar: para los ocnófilos (apegados, dependientes, introvertidos) será más difícil que para los filóbatas (aventureros, desprendidos, desvinculados afectivamente). No hay duda, es una experiencia caleidoscópica:

Para unos lo propio se presenta de pronto como insuficiente, pobre y malo, pues no les permite seguir desarrollándose del modo deseado, ni ven allí futuro para sus hijos. Se cuestionan la bondad de su tierra y de sus cosas (cultura, medios de progreso) a la vez que pueden comenzar a sobrevalorar lo desconocido: allí encontrarán la compensación adecuada de lo que pierden, aquello será lo bueno. Otros pueden alejarse de su tierra resentidos no con ella, que seguirá siendo la tierra madre idealizada y añorada, sino con los hermanos odiados que la dominan y se la quitan. El conflicto de ambivalencia emocional en relación con lo antiguo y lo nuevo ya siempre estará presente. (Calvo, 1985, p. 70)

Migrar moviliza en el psiquismo mecanismos de defensa múltiples, heterogéneos, masivos. Depresivos unos, maníacos otros, neuróticos o adaptativos (Achótegui, 2005). No obstante, a veces, el proceso de cambio migratorio no es tan feliz, sino que, por el contrario, obliga a erigir una pseudoidentidad, una personalidad mimética, una rebelión contra los orígenes o una neurosis de fracaso, boicoteándose a sí mismos toda posibilidad de que la experiencia migratoria salga bien. Nos encontramos con dos tendencias polarizadas: la excesiva idealización del lugar de acogida puede conducir a la despersonalización, a la pérdida insidiosa de las señas de identidad, aborreciendo o renegando aquello de donde se procede. Calvo (1985) se refiere a ello como pérdida del tercer apellido. Observa que a menudo está camuflada la patología bajo una apariencia de hiperadaptación al nuevo entorno, originando actitudes miméticas y pseudoidentidad que se saldan con síntomas generalmente en la esfera psicosomática o en la esfera de las ansiedades persecutorias. 

En el extremo opuesto, se sitúa la nostalgia, el dolor de la tierra perdida, cuyo duelo crónico comporta una idealización de lo abandonado, del retorno, una añoranza desgarradora, y una denigración del nuevo lugar de residencia, representante de la ausencia, de la falta: “si estoy aquí es que no estoy allí”, “estar aquí es la causa de mi dolor”, “debo rechazar esto para mantener vivo aquello” (Achotegui, 2006). Cualquiera de los dos supuestos conduce a cuadros patológicos de desarraigo omnipotentes o sumisos, exaltadores o despectivos de lo abandonado o de lo encontrado (Carlisky y Kijac, 1993). Echeburúa y Amor catalogan la nostalgia paralizante como mecanismo desadaptativo y la definen como “un conjunto de recuerdos agridulces que le pueden anclar a una persona en un pasado idealizado anterior al suceso traumático, anular su presente e hipotecar su futuro” (2019, p. 76).

Incluso cuando el sujeto parece óptimamente adaptado, e incluso hiperadaptado a su nuevo entorno, puede hallarse oculto el conflicto o la ambivalencia migratoria. En cambio, cuando se niega, se minimiza o se desprecia la circunstancia migratoria por la que se ha pasado, la personalidad se torna rígida, bien sea resistiéndose a la integración en el nuevo hábitat, bien sea acentuando la nueva adscripción, a costa de la desnaturalización. En ambos supuestos, la migración acarrea una grave escisión del Yo.

El viaje: salvación o aniquilación

Durante la travesía, cuando el destino no se vislumbra, arrecia el sentimiento de irrealidad líricamente descrito por Homero en La Odisea. La provisionalidad, el desamparo, el desahucio, la no pertenencia, son desgarros psíquicos que se adensan como huella traumática, aunque sean imperceptibles en apariencia, casi microtraumáticos (Crastnopol, 2019). Confusión, una especie de letargo psíquico asociado al desvalimiento e incontrolabilidad sobre todas las fases del proceso son constantes comunes. Así los vemos al llegar: aturdidos, asustados, mudos. No gimen, no gritan, no imploran, no reclaman. La pasividad resignada a su suerte se ha adueñado de ellos. Lo único salvado es la vida, pesando en la otra balanza todo lo perdido: su hogar, sus pertenencias, su entorno físico, su tiempo pasado, a veces su dignidad, su condición humana, devenidos mercancía con un saldo negativo que deben resarcir a perpetuidad a los captores o intermediarios. Despojados de todo, viven en su cuerpo con un Yo apócrifo (Sánchez-Sánchez, 2009).

Cabe preguntarse por la huella transgeneracional de la experiencia migratoria, si puede darse o no lo que Faimberg (1985, 1988) denominó telescopaje de generaciones. Ella subraya la importancia de lo no dicho, de lo no expresado, en la constitución del Yo. Lo silenciado de la angustia, de las emociones negativas, genera un vacío psíquico que no puede ser elaborado y termina invadiendo el espacio mental como un objeto interno que no se ausenta jamás, pero que está indeleblemente presente, como el objeto enloquecedor explicado por García Badaracco (1985). Cuanto más complejos, traumáticos y abruptos sean los significantes familiares, tanto más patológicos e intrusivos serán dichos vacíos, pasando a ser presencias excesivas, agujeros demasiado llenos, catalizadores de un sinfín de identificaciones patológicas. A diferencia de la transmisión intergeneracional, que se nutre de lo aprendido directamente de los padres, de forma explícita o implícita (pero no negada u oculta), la transmisión transgeneracional se refiere a la trama urdida, parcialmente negada o encriptada. No pudiendo elaborarse ni inscribirse en la narrativa familiar, se expresa a la manera de un síntoma, para el que no se encuentra ninguna explicación lógica, pero que de una forma u otra termina reapareciendo en la familia.

Traumatismo y desmentalización

La clásica definición de Laplanche y Pontalis (1973) sobre trauma resalta la intensidad excitatoria, la incapacidad de afrontamiento y la dificultad de elaboración mental, como explicación tripartita de su origen. Como la mente no logra evacuar la tensión que la ha inundado repentinamente, ni tampoco posee mecanismos de defensa eficaces para asimilarla o traducirla y así ser comprendida psíquicamente, el resultado es una condensación traumática que puede traspasar la barrera paraexcitatoria y paralizar el psiquismo. Es muy importante tener en cuenta que los padres deben ejercer una función contenedora (holding) y transformativa (réverie), pero si están abrumados por la preocupación del futuro familiar, no pueden ejercer adecuadamente ninguna de las dos, dejando la resolución traumática de los hijos a merced de sus propios recursos, que son escasos o ineficientes. Schejtman, Huerin, Vernengo, Duhalde y Leonardelli (2017) relacionan la potencialidad traumática de las experiencias dolorosas con el funcionamiento reflexivo parental y concluyen que cuanto mayor es el embate de los acontecimientos dolorosos, más primitivos serán los mecanismos de defensa utilizados, sobre todo si no hay una mente adulta que pueda alojar el impacto en los niños o adolescentes, o los padres están abrumados o bloqueados por su propia circunstancia o vivencia traumática.

El trauma resulta de la inmunodepresión psíquica (¿o tal vez esta de aquel?). No hay, a priori, condiciones traumáticas per se, nada que por su brutalidad impida el trabajo psíquico y colapse la mente, y han de concurrir otras circunstancias: 1) la susceptibilidad a lo traumático por rasgos de personalidad; 2) la predisposición acumulada por efecto de traumas anteriores; y 3) el estado del Yo, su fortaleza y capacidad de síntesis. Otros factores no baladíes son: 4) la edad más o menos precoz en que acaezca el acontecimiento; 5) el apoyo social con que se cuente; o 6) la capacidad cognitiva para comprender lo sucedido. De ahí que, con la expansión de significados, lo traumático se convirtiera en sinónimo de todo lo improcesable, inelaborable, desbordante y no metabolizable por el psiquismo (Sánchez-Sánchez, 2011).

Delimitando conceptos, traumatismo es toda acumulación desbordante de excitaciones que son, por la inmediatez y lo inesperado de la situación, o por la inmadurez o déficit de mentalización del Yo, o por la ausencia de figuras de contención, no elaborables psíquicamente. Pero solo si no existen representaciones mentales que puedan simbolizar los acontecimientos y no es posible construir un relato, el aluvión de excitaciones flotante cristalizará en trauma. La inmovilidad, bloqueo o petrificación psíquica del mundo imaginario relacionado con dicha sobreexcitación, además de la fascinación y la cooperación de ciertas sensaciones arcaicas inconscientes (angustia de muerte, desamparo, terror) pueden convertir el traumatismo en trauma, explosivo o acumulativo.

Los traumas impulsan algunos procesos tóxicos en el psiquismo, como una mala combustión mental de las excitaciones no elaboradas ni evacuadas. Podemos hallar una falta de drenaje en la acumulación de tensiones, de incrementos o caídas bruscas en los niveles basales de tensión fisiológica. Buen exponente de ello es la estrecha y directa relación existente entre los fuertes impactos traumatizantes causados por eventos bélicos, desastres naturales o asaltos personales, evacuaciones o persecución con la aparición de somatizaciones. Lo que no puede recordarse o elaborarse reflexivamente se encarna a través de un fallo orgánico. La supresión o disminución de la respuesta inmune por exposición a shocks agudos o crónicos es ya un tópico en la psiconeuroinmunología de muchas enfermedades (Damasio, 2005).

Al igual que un gran terremoto tiene réplicas, un traumatismo deja reminiscencias no mentalizadas cuyo testigo es el cuerpo y el conjunto de funciones corporales. Algunos autores (Pérez, 1995) han hallado que los sujetos capaces de convertir los traumatismos en traumas y con mayor propensión a padecer enfermedades somáticas tienen una configuración psíquica más frágil, vulnerable e inconsistente, así como un estilo afectivo ambiguo e inestable, o bien rígido y coartado que puede aparentar anestesia afectiva. Así mismo, otros autores (Kreisler, 1985) encontraron que estos individuos traumatofílicos poseen menor capacidad de integración y síntesis con tendencia a la simplificación de estímulos, mayor distorsión perceptivo-ideativa, emociones disruptivas frente a las que no saben defenderse, bajo nivel de organizadores disponibles, menor tolerancia al estrés, falta de aceptación de necesidades afectivas propias y ajenas y mayor sentimiento de indefensión ante sus propias emociones inundantes y desadaptativas.

De M'Uzan (1995) utilizó la expresión personalidades en archipiélago, destacando el mecanismo de disociación del trauma por encima de la represión en cuanto a frecuencia de uso. Pero, como sabiamente señala Howell (2005), es más fácil para un niño que para un adulto recurrir a la disociación de la experiencia traumática. ¿Cómo se colapsa el self ante una conmoción traumática? Stern (1985) analizó las alteraciones sufridas en las que él llamaba islas de consistencia del Yo. Ante un trauma, invariablemente se modifican 4 campos:

  1. a) El sentimiento de agencia: el sujeto no es dueño de actuar, de elegir, de decidir, sino que su vivencia es la de un Yo zarandeado por los agentes externos, como un objeto más (los árboles, las casas, los coches o las centrales nucleares que un tsunami desestabiliza o arrasa): no hay sujeto, no hay self, no hay Yo que cree y dé significado a la experiencia; en cambio, la experiencia es sensorial, premental.
  2. b) La percepción de cohesión física: ante un traumatismo, las señales corporales -desde las funcionales más voluntarias y conscientes hasta las del metabolismo profundo y los sistemas neurovegetativos- son percibidas por nuestros sistemas subcorticales antes de que lo haga el sistema consciente. Nuestro cerebro subcortical va muy por delante del neocórtex: los ritmos familiares del cuerpo se interrumpen por el terror sostenido, lo interno y lo externo pierden su diferenciación.
  3. c) El sentimiento de continuidad: ante la brutalidad de un trauma, puede darse una fuga mental, una sensación de tiempo detenido, de atemporalidad, que impida la vivencia de sucesión. Además, la víctima se encuentra extraña a sí misma, no se reconoce, se siente alienada en su circunstancia. La percepción de “no soy el mismo” es demoledora, junto con la petrificación en el presente: ya no hay pasado, presente y futuro, el acontecimiento traumático como tal no forma parte de la historia, es un presente eterno y recurrente: "El trauma rompe límites hasta lograr confundir biología y biografía, hasta ‘ser un no vivir’ deshumanizado y atemporal: la vida se convierte en un ‘estar sin ser’, una forma cruel de no vivir por terror a la vida" (Santana, 2010, p. 142).
  4. d) La afectividad congelada: tiñe la vida de ocre, de repetición y automatismos de supervivencia. Todo lo no relacionado con el trauma en sí, que reverbera con ecos intensos y dolorosos, parece anodino, plano, indiferente. Los demás rehúyen o se cansan, las relaciones interpersonales se erosionan y la víctima, incapaz de emitir y comunicar sus afectos a otros o de acoger y entender los afectos de los demás, se condena a una soledad traumática, que se puede somatizar en estupor y mutismo.

El síndrome del superviviente

El matrimonio Grinberg (1984) escruta el síndrome del superviviente en los inmigrantes que llegan después de haber sufrido persecución, confinamiento o torturas. Diferenciaron cinco etapas en el desarrollo del síndrome:

  1. Supernormalidad, una vez superados los estragos físicos del éxodo. (Curiosamente los síntomas más graves suelen presentarse no de inmediato, sino al cabo de algunos meses e incluso años de residencia en el país de acogida, sobre todo si continúan en situación de ilegalidad).
  2. Síntomas de ansiedad, insomnio, fallos de memoria, fobias, depresión crónica, aislamiento, somatizaciones y trastornos psicóticos.
  3. Ocultamiento de las experiencias traumáticas, renegación de su ocurrencia, rechazo y disociación de las mismas.
  4. Ira y resentimiento hacia quienes no les ayudaron y a quienes se acusa de su tragedia.
  5. Reconciliación con su propia circunstancia, convirtiéndose en recuerdo perpetuo del drama y de los anónimos que no resistieron o fueron sacrificados. La memoria conservará memoria de las ofensas, de los escarnios, testimonio inmutable del desmantelamiento interior. Han de vivir con la cicatriz. La memoria traumática aloja la victimización del daño sufrido y de la muerte que pudieron sufrir, de la que el puro azar les indultó.

Generando confusión en los migrantes, falseando o hurtando información se merman sus posibilidades de llegar indemnes a destino. Manipulando su voluntad de vivir, las redes de trasvase de seres humanos consiguen que sus sometidos se abandonen a la inercia, que sean sumisos, acríticos y regresivos, depositando en otros su suerte (Alizade, 1993). Por lo general, parten de circunstancias demoledoras e incontrolables (miseria, hambruna, guerras, expropiaciones) y se introducen en una aventura en la que no van a poseer ningún grado de dominio o control. Huyen de la tiranía de sus países de origen o del yugo de la pobreza y se encomiendan a la tiranía de las mafias. Muchos se resignan a ser, en aras de la supervivencia, mercancía apátrida, sin identidad ni rostro, números identificativos que suman cuerpos transportados. Su historia está cuajada de verdugos: en el punto de partida, en el trayecto, en el destino. Su sino es una condena: un sadismo omnímodo, abrumador y heterogéneo. A menudo lo interpretan, en función de sus creencias previas, como el aplastamiento o la ira vengadora de algún dios ofuscado por su partida. Jarast (2019) recalca que la agonía (Winnicott, 1945, 1952, 1960) y el terror sin nombre (Bion, 1962/1980), los dejan sin asidero ni defensa, por lo que la efracción psíquica es inevitable, sumiendo a las víctimas en una indefensión adquirida que inutiliza todos sus recursos previos.

La secuela moral y psíquica de quien sobrevive en la peripecia en la que otros perecen, sea en combates bélicos, catástrofes naturales, genocidios masivos, persecuciones ideológicas, etc., ha arrojado numerosos casos de depresión y culpa que han conducido a suicidios u otras formas de autoinmolación y sacrificio retaliativo. La personalidad está destruida o apagada, aun cuando en muchos casos la fórmula de expresión sea la indiferencia emocional, el estupor, el shock, o la anestesia de la voluntad. Hablamos entonces de supervivencia física y muerte psíquica. No creerse merecedores de esa vida regalada, o creerse usurpadores de las oportunidades que otros compañeros no han tenido, valorarse como injustos beneficiarios de un azar que a otros devoró o juzgarse peores personas que quienes sucumbieron en el intento son algunas de las manifestaciones de este síndrome. El peaje para sobrevivir es para muchos anonadarse, prescindir de la propia identidad, invisibilizarse, renunciar a la integración, ser sombra, nadie. En La Odisea, Ulises decía “mi nombre es Ninguno. Ninguno mi padre y mi madre me llamaron de siempre y también me llaman todos” (Homero, Canto IX, 2013, p. 169).

Al darse cuenta de que no puede alterar el curso de los acontecimientos, que la contingencia y no la agencia es la norma, el superviviente ya no se siente un sujeto, sino un objeto, sujeto solo a los caprichos de un mundo peligroso del que no puede fiarse. Amenazado tanto desde el exterior como desde el interior. La perturbación traumática de la memoria y de los patrones de reacción internos da lugar a estados anímicos no familiares que amenazan el sentimiento de continuidad. El sentido roto del tiempo interrumpe el continuar siendo, comprometiendo la subjetividad y, por tanto, la posibilidad de intersubjetividad.

Los sentimientos probables tras el desenlace de situaciones agudamente traumáticas son: 1) intolerancia ante el hecho de haberse salvado; 2) creer que uno se ha salvado porque está predestinado para cumplir una misión especial; 3) responsabilizarse de la muerte de otros por pasividad o incuria. Ante eso, las posibles respuestas de los supervivientes son: a) dejarse destruir por la memoria de lo vivido (memoria culpable); b) negar el impacto emocional, una vez que se liquidó la situación provocante (“la vida sigue”) (memoria creativa, transformadora); c) luchar el resto de la vida como testigo y denuncia de lo sucedido, integrando reparadoramente la experiencia (memoria reivindicativa). En los supervivientes de migraciones trágicas, la cercanía a la muerte les plantea con desgarradora agudeza el sentido de la vida:

Haber encontrado significado en la vida es, pues, el único antídoto seguro contra la búsqueda deliberada de la propia muerte. Pero a la vez, con extraña dialéctica, es la muerte la que dota a la vida de su significado más profundo y singular. (Bettelheim, 1981, p. 17)

Frankl (1946/1987), apenas un año después de acabada la II Guerra Mundial, dijo: “Sobrevivir es encontrarle sentido al sufrimiento y encontrar una determinada dignidad en medio del sufrimiento” (p. 14). Él acuñó el concepto de psicología del liberado, cuyas características se solapan con las propias del síndrome del migrante superviviente:

  • Incredulidad y desconfianza respecto a la nueva situación.
  • Sentimiento de ser intrusos en un mundo libre.
  • Experiencia de “deformidad moral”: insensibilidad, egoísmo, libertinaje.
  • Identificación con el agresor, pasando de oprimidos a vengadores.
  • Olvido de emociones básicas (embotamiento emocional): confianza, alegría, esperanza.
  • Sensación disociativa de irrealidad (“no es a mí a quien le está pasando”, “esto es un sueño y me despertaré”, “lo viviré como espectador para contarlo luego”).
  • Despersonalización (se perciben como ganado, como masa anónima, privados de subjetividad).
  • Incapacidad para entender y afrontar las nuevas condiciones de respeto, dignidad, atención, tratamiento humano, no creyéndose receptores de ayuda y socorro.

Exponerse a acontecimientos vitales extraordinarios admite emitir reacciones antagónicas: el perdón y el resentimiento, la rebelión y la resignación ante el sufrimiento padecido, la alegría y la culpa de estar vivos, la voluntad de comprender y la indignación vengadora. Las contradicciones forman parte de las tentativas de superar lo insuperable. Podemos comprender así la gratitud de unos y el odio de otros, el impulso de vida y el nihilismo desarrollados de forma dispar por supervivientes. Algunos quieren olvidar o minimizar o dar sentido a su sufrimiento, otros se niegan a olvidar, a reprimir o minimizar y eso mermará su inmunidad psíquica frente a las infamias de la vida. Sánchez Ferlosio, en Vendrán más años malos y nos harán más ciegos (1993), nos propina este aldabonazo moral: “Decir que el tiempo todo lo cura, vale tanto como decir que todo lo traiciona. ¿Sabré sobrevivir sin traicionar?” (Sánchez Ferlosio, 1993, p. 65).

Algunos supervivientes de los campos de concentración sufrieron procesos de colapso mental que no puedo sino evocar cuando pienso en los inmigrantes que han atravesado periplos inhumanos. Levi (1987, 1989) realizó un estremecedor relato del proceso degradatorio al que fueron sometidos en Auschwitz antes de la liberación: “Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue” (p. 163). Hacinados, sin agua, alimento ni luz, en la insufrible compañía de agonizantes y cadáveres, a la espera de la muerte. Inanición, contagio, frío gélido, melancolía, excrementos, descomposición, indignidad e inmundicia, golpes, maltrato infame: tales son los compañeros de viaje, sea en la experiencia concentracionaria, sea en la migratoria. Cuando el hombre ha pasado una experiencia que le cosifica o le reduce a mera mercancía, la destrucción de su naturaleza humana se ha consumado: mera carne sufriente. El sujeto (preso, torturado, confinado o náufrago) está aherrojado en los límites de su corporeidad, pendiendo enteramente de su resistencia corporal:

he aprendido cómo se puede reducir a un ser humano a mera carne y, por tanto, convertirlo, mientras aún vive, en presa de la muerte… ya no puedo sentir el mundo como mi hogar (…) La confianza en el mundo ya no volverá a restablecerse. (Amery, 1966, p. 107)

Frankl nos puso delante de los ojos el proceso degradante al que en múltiples situaciones aberrantes se expone a los seres humanos:

No soy más que una pequeña parte de una gran masa de carne humana… de una masa encerrada tras la alambrada de espinas, agolpada en unos cuantos barracones de tierra. Una masa de la cual día tras día va descomponiéndose un porcentaje porque ya no tiene vida. (Frankl, 1946/1987, p. 40)

Muchos de ellos, luego, no logran habitarse a sí mismos, como si la muerte o el fracaso de otros obligara a la clandestinidad en su fortuna, a creerse impostores ante la comunidad por haber resistido, por haber pactado, por prostituir su dignidad para salvarse. Muchos sienten la obligación de vivir para socorrer a los que se quedaron aguardando sus aportaciones. Estas experiencias límite en la frontera de la muerte no son, por supuesto, fortalecedoras del Yo porque dejan una herencia de angustia permanente. Es un duelo crónico al que no le sirve la lógica de haber salido ileso y poder rehacer la vida desde la integración en el mundo encontrado pero impertérrito ante lo que ellos han sufrido. Lamela et al. (2016) hablan de duelo perpetuo que, a veces, solo se alivia cuando en el lugar de destino pueden articularse rituales recordatorios de la vida previa o celebratorios de la vida nueva, capaces de urdir una forma de continuidad y coherencia narrativa.

Constituye una ingenuidad pensar que los supervivientes proseguirán con unas aspiraciones normales de placer, poder y longevidad. Sus innumerables actitudes reactivas sorprenden a quienes conocemos la vida desde el ángulo del derecho a la vida, pero son habituales para quienes retoman la vida desde la muerte probable, desde la condena, desde el cadalso del mar en la noche, o del hambre extrema, o desde los alambres electrificados que crucifican cualquier esperanza. Precisamente, Achotegui (2004a, 2004b), que tan a menudo en los últimos años ha hablado de los 7 duelos de la migración, incluye como 7º duelo el relacionado con los riesgos físicos corridos. Lara (2005), en “Muerte en la frontera”, sacude las conciencias cuando expone que después de penalidades sin fin durante más de un año, muchos de ellos, ocultos en los bosques, sin agua ni comida, o abandonados en los desiertos africanos o en todo tipo de guetos y campos de refugiados, son hostigados con armas o bolas de goma, tratados como alimañas, sometidos a vejaciones o abusos sexuales. Muchos mueren cuando acarician con los dedos el final, tras una larga resistencia y tenacidad por lograr su propósito. De la Cal (2007), en La Crónica de El Mundo, firmó un reportaje titulado “Los tullidos de las pateras”: muchos emigrantes sufren la amputación de sus piernas tras permanecer atados con un sedal a los bancos de madera de los cayucos durante la travesía del Atlántico.

Achotegui lo dibuja bien: “… estos inmigrantes viven una de las peores pesadillas imaginables: estar solo, en peligro, sin recursos, sin ver salida a la situación, encontrarse mal, pedir ayuda y que no te entiendan ni sepan ayudarte” (Achotegui, 2007).

Desasosegante es ir desde la esperanza a la desesperanza, pero no lo es menos el camino inverso: desde darlo todo por perdido o vérselo perder a otros y descreer de la existencia de un horizonte, hasta verse a salvo. Se sale más asustado y más resentido, desorientado e incrédulo ante un futuro libre y lleno de posibilidades. Lo que ocurre en esos días, semanas o meses, acaba siendo la única realidad, inolvidable, una fijación indestructible para las experiencias de angustia posteriores. Wiesel, Premio Nobel de la Paz, relata:

No sabía cuánto me quedaba de vida, pero lo que sí sabía era que mi vida terminaría en este universo de alambradas… Podría pasar un mes o un año, pero la muerte era la que iba a triunfar. Con el paso de los días uno se acostumbra a vivir incluso con la muerte. O, mejor dicho, en la muerte […] ¿Dónde voy a encontrar a mi padre? Sin mí, él no aguantaría. Sin él, yo me dejaría morir […] Hubo momentos en que, enrollado en mantas heladas entre los cadáveres, me decía a mí mismo que quizás estuviese ya muerto, sin saberlo. (Wiesel, 2005)

Lifton y Olson (1976) aplicaron al síndrome la ecuación: duelo + culpa por la supervivencia. Considero que tiene cabida entre las patologías que van asociadas a la migración, aunque parcialmente yuxtapuesto al síndrome de Ulises, ya que tras haber padecido un riesgo límite, hay que merecer la supervivencia psíquica, el lugar social, la carta de ciudadanía.

Lo malo de esta situación límite es que termina convirtiéndose en hábito. “La situación límite termina convirtiéndose en el paradigma mismo de lo cotidiano” (Agamben, 2000, p. 50). De resultas de ello, queda un remanente indeleble de muerte, de persecución, de potencial tanático interno, habida cuenta de su resentimiento y de su acusación velada hacia quienes ignoran el horror, o lo consienten (Alizade, 1993).

Tengamos en cuenta que los migrantes en ocasiones experimentan una modalidad de síndrome de Estocolmo atenuado respecto a los miembros de las redes mafiosas en cuyas manos han depositado toda esperanza y hasta su identidad. En efecto:

el que en estas condiciones no sucumbe, el “sobreviviente” se siente desamparado no solo por las agresiones sufridas y que teme se repitan, sino por el enorme sufrimiento de culpa determinado por la ambivalencia frente a los que murieron, y por la identificación con el agresor. (Kijac y Funtowicz, 1981, p. 185)

Secuelas del horror

Sumisión y credulidad ante los captores y los capos de las mafias; gratitud ingenua hacia quienes les permiten soñar con otra vida llena de oportunidades y otorgan un pasaporte a la esperanza, y pavor respecto a aquellos que les impedirán ser libres en tanto no resarzan la impagable deuda contraída. El cuadro clínico descrito por Niederland (1968), respecto a 800 supervivientes de los Lager no difiere demasiado del presentado por Achotegui (2006, 2007) como síndrome de Ulises y consta de los siguientes síntomas: 1) ansiedad; 2) perturbación en la cognición y en la memoria; 3) estados depresivos; 4) tendencia al aislamiento; 5) cuadros psicopáticos o de apariencia psicopática; 6) alteraciones en el sentimiento de identidad, el esquema corporal y la percepción del tiempo y del espacio; 7) alteraciones psicosomáticas; 8) apariencia de cadáver viviente; 9) tríada del superviviente: pesadillas, cefaleas, depresión crónica.

Brota en ellos una inmensa decepción respecto a lo que significa Occidente. Las pérdidas masivas y los sufrimientos intensos contaminarán de forma prolongada su relación con el mundo e incluso con sus propios hijos, quienes perpetuarán sus identificaciones, alienaciones y reivindicaciones salvadoras o vengativas.

Kijac y Funtowicz analizaron en Helsinki (1981) el síndrome del superviviente de situaciones extremas. He aquí los 10 requisitos que lo caracterizan:

  • son experiencias totalmente inéditas en la historia personal;
  • son atribuibles a un agente humano;
  • además inoculan culpa;
  • se orilla el límite mínimo para sobrevivir;
  • se presencian torturas y asesinatos;
  • en general, se es separado de los seres queridos y del hábitat;
  • la situación carece de límite temporal;
  • se sufre una privación completa de derechos y pertenencias;
  • es imposible reaccionar contra el agresor;
  • se manifiestan conductas que no aparecen en situaciones críticas no extremas (Funtowicz y Kijac, 1980, p. 1283).

Resaltaron como principal consecuencia la escisión del Yo, de forma que, en lo sucesivo, una parte del Yo continúa viviendo mentalmente en el lugar de la experiencia límite, mientras que otra parte del Yo puja por adaptarse a la nueva realidad, comportándose como si fuera capaz de amar, de trabajar, tener proyectos, etc. Entre el desconocimiento y el reconocimiento de lo vivido, la inestabilidad es la norma. El Yo actual es permanentemente invadido por el Yo fijado a la situación extrema, e incapaz de un control exitoso, pone en marcha arcaicos intentos de control. En el caso de los supervivientes inmigrantes, a menudo padecerán una culpa persecutoria grave (Grinberg, 1963/2005), ya que por una parte el nuevo país representa la vida, los derechos, la dignidad y el futuro, la no-muerte, la no-miseria, la no-guerra, pero en el medio plazo pende la incerteza de si serán residenciados o devueltos a su lugar de origen.

Todo ello aumenta la severidad del Superyó y explica el masoquismo del Yo en forma de sentimientos depresivos, autoprivaciones, apatía y anestesia emocional. La intensidad, la constancia y la naturaleza despersonalizadora y brutal de los traumas padecidos modifican y resignifican todas las experiencias previas, dando un nuevo vuelco a su identidad. ¿Cuánto subsiste de la identidad previa? Apenas la cantidad mínima para no caer en el caos esquizofrénico o en la desertización melancólica. La desnaturalización produce una profunda escisión del Yo, cuando los restantes mecanismos de defensa no sirven, y la subsistencia está amenazada de catástrofe.

Síndrome de resignación [Uppgivenhetssyndrom]

Conocí el extraño síndrome también bautizado como efecto Blancanieves a través de varios artículos de prensa que daban cuenta de la foto ganadora del World Press Photo Gente (Redacción TO, 2018). En ella, dos hermanas adolescentes en estado de coma, yacían en sus camas como bellas durmientes. Ambas, de etnia gitana, provenientes de Kosovo, junto a sus padres, habían desarrollado una progresiva reducción estuporosa de su motilidad, perdiendo progresivamente diversas funciones autónomas hasta entrar en coma (Pressly, 2018). El cuadro era conocido desde los años 90 y solo se localizaba en Suecia, pero en 2019 ya habían sido reconocidos varios centenares de niños apáticos, que ocupaban las alas pediátricas de los principales hospitales del país nórdico[4]. El asombro aumentó al visionar un documental sobre el mismo tema La vida me supera (Haptas y Samuelson, 2019), a través del cual se asiste a la complejidad y gravedad de un hecho aterrador que afecta a hijos de inmigrantes (principalmente de las antiguas repúblicas de la antigua Yugoslavia ­–huidos de las guerras civiles que asolaron varios países balcánicos–, pero también de repúblicas bálticas y recientemente de Siria).

Los niños y adolescentes censados con este mal tienen entre 7 y 19 años y presentan síntomas insidiosos: pasividad, laxitud, aislamiento sensorial e interactivo del mundo, mutismo, dejan de comer, beber y caminar, pierden el control de esfínteres, cierran los ojos y se abandonan a un letargo estuporoso que a menudo deriva en coma. Neurológicamente, todo funciona bien en ellos, pero tienen una desconexión frontal respecto a la conservación vegetativa de su cuerpo. Por lo general tienen buen color en las mejillas y aparentan ser durmientes en un sueño ininterrumpido.

El proceso que conduce al síndrome de resignación se desencadena al rechazarse la solicitud de residencia en Suecia para la familia de la que forman parte. Han sido testigos de violencia extrema, a menudo contra sus padres, durante el tránsito o la fuga desde zonas de conflicto a países seguros (Suecia). Las vidas de sus familiares protectores han estado en riesgo de muerte, sufrido traumatismos, coacciones, agresiones o secuestros, retenciones y tortura. Los menores han presenciado horrores ejercidos por las mafias o los vigilantes de frontera, a veces han llegado solos tras cruentos avatares de supervivencia y, cuando al fin se sienten a salvo físicamente, se ven vapuleados por un nuevo temor a la deportación o devolución al mismo lugar temible del que huyeron. Un largo período de incertidumbre tras el trauma sufrido es nefasto. Tienen miedo y, por ósmosis ambiental, respiran miedo en su entorno familiar inmediato. Como afirma Viñar (2005, p. 102): “la experiencia del terror marca no solo al sujeto agredido, sino a su grupo y a su descendencia… el lugar del testigo es tan crucial como el del sufriente”.

El detonante es la conciencia del inminente peligro de devolución y la amenaza de repetición de las vivencias traumáticas que ya experimentaron o presenciaron durante su exilio o el de sus padres. Hay un interruptor de edad que oscila entre los 7 años y los 19, algo que ha llamado la atención de los investigadores pediatras, psiquiatras y medios de comunicación. Probablemente el síndrome no aparece antes, pues hasta los 7 años no se procesan frontalmente las informaciones como anticipo de inseguridades futuras, y después de los 19 años se entra en el ejercicio de responsabilidades adultas y no “se lo permitirían”. Temen perder la seguridad y el bienestar logrados en Suecia. A menudo son los propios niños, que han hecho amigos en el país de acogida, con una adecuada y acelerada inmersión lingüística, los que comprenden la negación de asilo antes que los adultos.

El estado comatoso puede durar meses y hasta más de dos años, notándose que remite al cabo de algún tiempo tras la obtención del permiso de residencia, con la promesa de futuro estable que ello comporta. Es el tono de la comunicación de los padres, las caricias, el clima de seguridad familiar el que, lentamente, obra la recuperación. Puede decirse que vuelven a la vida cuando captan (en medio de su letargo) esperanza en los padres. Si los inmigrantes sin permiso tienen algún menor enfermo, no serán deportados, por lo que el enigmático síndrome de la resignación no hallará motivación para remitir si la cura supone que serán devueltos (Ibarz, 2018). 

Se han propuesto varias hipótesis plausibles por parte de las autoridades sanitarias y administrativas:

  • El exceso de información generadora de ansiedad en niños ya traumatizados, produce un colapso mental y una reacción disociativa extrema: “se caen del mundo”, desconectan hasta que el entorno les trasmite seguridad y garantías de continuidad.
  • La cultura y estilo expresivos suecos no legitiman la expresión del trauma, incitando a la introversión, el aislamiento y la disociación de las emociones negativas, razón por la que es más difícil mentalizar y elaborar (intrafamiliarmente o en otros ámbitos laborales o escolares) las angustias sufridas. Las emociones negativas no integradas colapsan la mente y conducen a una escisión de la conciencia para protegerse de la realidad.
  • Indefensión aprendida: cuando se pierde el control sobre una situación que amenaza al grupo familiar y la lucha por la supervivencia se torna ineficaz o estéril, el abatimiento y el desvalimiento arrastran una desconexión frontal.
  • El cuadro misterioso desaparece cuando los padres obtienen la residencia en Suecia y sus verbalizaciones y otras formas de comunicación con los menores afectados van transmitiéndoles tranquilidad para el futuro, por lo que llegó a aconsejarse gubernamentalmente como solución al problema conceder los permisos a todas las familias con hijos afectados. Pero eso cambió: la legislación sueca se ha endurecido, concediendo permisos temporales por 13 meses o por 3 años, aplicándose filtros más severos.
  • Los hijos son manipulados por los padres para mostrar síntomas alarmantes, evitando así el riesgo de la deportación. Hipótesis alimentada por la detección de algunos casos, pero que como explicación general ha devenido tabú nacional en Suecia (Vila, 2019).

Una fórmula que se está ensayando con éxito con los menores comatosos es apartarlos de sus familias, no suministrarles ninguna información sobre la realidad de su situación administrativa, estabilizarles en un entorno seguro donde se llevan a cabo diversas formas de estimulación cognitiva, ejercicios y paseos. Pero cuando regresan con sus familias, se producen recaídas frecuentes.

¿Es el síndrome de la resignación un trastorno disociativo o un trastorno por somatización?

Comparto la denuncia de Achotegui (2017) acerca del sobrediagnóstico de trastorno de estrés postraumático aplicado a los inmigrantes y refugiados. Otros diagnósticos, e incluso ninguno, son más aconsejables para evitar la psiquiatrización, el sobretratamiento y la estigmatización social de quienes, habiendo atravesado condiciones extremas de terror y penalidades, no por ello desarrollan patologías mentales. No más de un 20% de las personas expuestas a traumas graves desarrollan trastorno mental. En el cuadro insólito y misterioso que nos ocupa, sin embargo, las sospechas apuntan en otra dirección: ¿trastorno disociativo o trastorno por somatización?

En los trastornos de identidad disociativos, el Yo atormentado construye una identidad marginal de carácter emocional y patológico que solo actúa ocasionalmente, lo que posibilita que subsista y tome el mando una identidad aparentemente adaptada. El resultado probable será que mientras una personalidad actúa con plena eficacia desempeñando sus funciones con corrección y éxito, la parte disociada ejecuta de forma alienada y alternante una serie de actos o de respuestas en las que no se reconoce a sí misma. Las personas con fuerte carga traumática viven fuera del tiempo, desubicadas, son presas de flashbacks y de imágenes congeladas que detienen su evolución. En ocasiones desarrollan una belle indiference ante sus padecimientos, que reconocen, pero se muestran negligentes y pasivos, como si no les incumbieran. A tenor de las distinciones introducidas por González y Mosquera (2015), diría que los “niños apáticos” tendrían un apagamiento de la conciencia o disociación horizontal. La pasividad se impone sobre otros mecanismos de lucha, evitación, sumisión o adaptación. Conjeturo que en este síndrome, las grandes somatizaciones son expresiones disociativas del trauma, cuando otros procedimientos (fuga disociativa, despersonalización, trance…) ya no son eficaces.

No cabe duda de que lo descrito como síndrome de la resignación se acopla a una modalidad de estupor disociativo extremo, por ser más intenso y duradero de lo que suele. Mascayano, Maray y Roa lo describen de tal forma que encaja con los síntomas del síndrome de resignación:

el individuo permanece sentado o acostado considerablemente inmóvil y mutista durante largos lapsos de tiempo. La fascie es de perplejidad y muy lejana, asociada a hipotonía, pero con resistencia suave a los cambios de posición. El estupor disociativo se caracteriza por un inicio brusco, secundario a acontecimientos psicológicamente traumáticos o conflictos emocionales. En general, se trata de cuadros de corta duración, que ceden en horas o días. Un factor a considerar es la presencia (o antecedentes) de rasgos o un trastorno limítrofe o histriónico de la personalidad. (Mascayano, Maray y Roa, 2009, p. 384)

No obstante, también podría tratarse de un trastorno disociativo de la motilidad, igualmente extremo, con afectación o desconexión frontal del córtex:

Las variedades más frecuentes son la pérdida de la capacidad de movimiento de la totalidad o de una parte de un miembro o miembros. La parálisis puede ser completa o parcial, con movimientos debilitados o lentos. Puede parecerse a ataxia, apraxia, acinesia, afonía, disartria, discinesia, ataque o parálisis. Pueden aparecer también temblores o sacudidas exagerados de una o más extremidades o de todo el cuerpo. (Mascayano, Maray y Roa (2009, p. 387)

En cualquier caso, cuando por inmadurez, debilidad yoica o bien por la intensidad abrumadora de la sobreexcitación de estímulos inesperados, etc., alguien se enfrenta a una irrupción traumática, la función reflexiva y organizadora no puede completarse y el Yo queda desflecado, fracturado en su estructura sintética. La pérdida de la aptitud para la integración deja lo traumático como "lo que no puede decirse" y "lo que no puede escucharse". Si a ello se agrega que para esos niños el lenguaje no proporciona el canal expresivo válido para representar la angustia, el espanto solo puede llevar al eclipse, no a la narrativa. El atolladero vital de conflictos irresolubles en las condiciones encontradas en Suecia solo deja una salida: la desconexión completa de la conciencia. La somatización es el vehículo para expresar la impotencia de las representaciones o figuraciones para ligar la angustia ante la reviviscencia del trauma de la posible deportación, de la vuelta a la inseguridad y a la posibilidad de la muerte. La somatización no descubre sentido, sino que crea sentido donde antes faltaba (Seabra, 2007), una llamada de atención al entorno, castigo a ese Otro injusto e indiferente que no ampara a personas vulnerables ante la crueldad que han padecido y que empujan nuevamente a revivir si se ven expuestos a retornar a las zonas conflictivas de donde salieron.

Tognarelli (2007) atribuye una gran importancia a la falla empática que se precipita cuando el hecho traumático es experimentado como algo capaz de romper la conexión con los escuchantes. Lo “no dicho”, lo “no contado”, no es solo lo imposible de decir y de contar, sino lo imposible de escuchar porque ocasiona daños irreparables en quienes debieran cumplir la función de sostén –pero a menudo no pueden, por su propia situación traumática- y además porque podrían provocar el espanto y el alejamiento, el rechazo y la pérdida de empatía en los objetos continentes. El fallo empático correlaciona directamente con el fallo en la mentalización. Recientemente, Brisch et al. (2019) observaron que niños con tempranas y múltiples experiencias traumáticas, si además presentan un trastorno de apego desorganizado, pueden colapsar mentalmente porque los afectos se han vuelto incomunicables. Estos autores recurren a la categoría trastorno por trauma evolutivo como respuesta extrema en los jóvenes. En el Departamento de Psicoterapia Pediátrica y Psicosomática del hospital Infantil Dr. Von Hauner de Munich, hallaron que los niños afectados por trauma severo + apego desorganizado sufren daños en el cerebro, el desarrollo corporal, psíquico y social. Y no es el maltrato de los padres siempre el causante, sino “las condiciones de vida amenazantes, cuidado inadecuado, privación física y emocional …” (Brisch et al. 2019, p. 3).

Entonces pueden aparecer consecuencias diversas: desarrollo de un falso self, uso de la autodenigración melancólica, trastornos disociativos, pseudomadurez, desarrollo precoz quemando etapas del desarrollo,  patología fóbico-ansiosa, patología histero-obsesiva, patología límite, patología esquizoide y/o esquizofrenógena, compulsiones traumatofílicas, impulsividad y trastornos de control, trastornos de evitación y dependencia, adictividad, conductas y actitudes autolíticas y suicidas o parasuicidas, alteraciones en la conducta social y sexual, inhibiciones de la acción, dificultad para la percepción integrada del Yo.

Lo vivo y lo muerto tras el traumatismo

En estos menores perdura como núcleo enquistado, como trauma inasimilable de imposible disolución o resolución. El trauma deja una estela de reminiscencias que, como hemos dicho, suelen ser actuadas por algunos miembros de la familia, erigiéndose en síntomas que consiguen, simultáneamente, deshacer la trama y coserla con más fuerza, aunque con costuras patológicas. A efecto de los cuadros psicopatológicos que aquí nos ocupan, tanto la evocación del trauma como la respuesta al mismo es puramente sensorial o vegetativa (memoria humoral), desligada de reacciones afectivas identificables. El cuerpo habla con su silencio y su repliegue (Winnicott, 1954).

Sabemos que todo lo traumático posee, además, una cualidad intemporal: es inmune al paso del tiempo. La metáfora usada por Laguna (2014) es la del capullo que envuelve la crisálida, pero también es válida la del tiempo congelado. Aquello de lo que no se habla por resultar doloroso, no puede ser objeto de elaboración, de asimilación: permanece como un introyecto no dúctil, asesinando el tiempo (Green, 2001).

Los grandes traumas producen una especie de licuación del pensamiento que anula todos los mecanismos de figuración: sueños, creatividad plástica, palabra, fantasía. Estos fracasos en el "registro mental de la experiencia afectiva" (Boschan, 1999, p. 172) equivalen a una catatonía cognitiva, al mutismo ideativo, al vacío desértico de lo imaginario. Malacrea (2000) recalca que, para alguien traumatizado, la mente se transforma en enemigo oscuro. La necesidad de no mirar, no pensar, no concienciar, por un tiempo se adueña del sujeto. Si no hay mente (conciencia), no hay traumatismo, dolor e inquietud. Pero esta pretensión no dura siempre y no siempre es eficaz; cuando fracasa en el empeño de mentalización, se produce un desmoronamiento interno que se lleva por delante, por inútiles, todas las defensas previas (Sánchez-Sánchez, 2015).

Crastnopol (2011, 2019) hace inventario de siete mecanismos fundamentales para defenderse de lo irrepresentable familiar: maquillado[5], intimidad inquietante[6], retraimiento psíquico[7], maestría impartida[8], ‘pequeños asesinatos’[9] y atrincheramiento crónico[10], indignación desenfrenada[11].El contagio de padres a hijos, el enemigo compartido, las fobias, obsesiones y mitos que se traspasan sutil pero continuadamente forman un caldo de cultivo que conduce a la indefensión, la incontrolabilidad y el debilitamiento de todo el sistema psíquico del sujeto, máxime cuando éste está en desarrollo y todo él ha tenido una constante: la inestabilidad:

Cuando alguien es víctima de una determinada cuota de injusticia, desventaja, daño, y cuando dicha desigualdad no recibe la debida atención de parte de sus seres queridos o de la sociedad en su conjunto, el terreno quedará abonado para que el grado de descontento se vea amplificado. […] La desesperada sensación de que ninguna de las objeciones, por realistas que sean, será atendida jamás, y de que su importancia continuará siendo negada. (Crastnopol, 2012, p. 50)

Sea como fuere, el psiquismo entra en modo de congelación aguardando el momento en que sea posible volver a la lógica de la esperanza (Green, 1990), así, “cuando las circunstancias no le permiten realizarse, preservan la posibilidad de hacerlo en otra parte o de otro modo” (Marucco, 2015, p. 6). El mismo Marucco (1999) explicó tiempo atrás su hipótesis de que cuando las huellas mnésicas ingobernables no pueden ligarse a palabras, se ligan a través de expresiones bizarras primarias, en una suerte de masoquismo primario que tiene el efecto de un autosadismo.

El punto de inflexión hacia la gravedad irrecuperable se da cuando el individuo deja de considerar la muerte como una consecuencia probable del horror vivido, y lejos de atemorizarse ante ella, la experimenta como una liberación de las penalidades insufribles que ha acumulado en su travesía. Es entonces cuando deben sobrevivir a algo más terrible: su propio anhelo de morir. Kijac (1998) señala factores adicionales que comparten muchos inmigrantes:

  1. Han sufrido la experiencia de la evacuación, hacinamiento, expropiación;
  2. Padecen desarraigo forzoso, desasidos de toda pertenencia o identidad previa;
  3. Comparten experiencia con otras personas en situación similar y apenas nada con quienes no las han padecido;
  4. El mundo entorno es abiertamente hostil o los segrega, obligándolos a seguir recluidos en guetos;
  5. Han perdido buena parte de su confianza y esperanza en el género humano.
  6. Se ven impelidos a adaptarse a nueva lengua a la propia, y por muchos esfuerzos de integración que realizan, perdura en ellos un sentimiento de identidad ficticia. Todo tiene un sabor como si, desprovisto de plenitud y autenticidad.

Lo resume diciendo:

Los sobrevivientes viven como extraño y hostil al medio, al cual en parte quisieran adaptarse, y el medio ambiente ve a estos como a extraños, como a nuevos inmigrantes hacia quienes se siente en parte conmiseración y en parte rechazo, ya que son portadores de verdades de las cuales nadie quiere enterarse. (Kijac, 1998, p. 594)

La mayoría se resignan a ser muertos a los que nadie ha matado, a los que todos hemos matado, a quienes ellos mismos se han dado muerte al montarse en una pobre embarcación que naufragó, en un camión frigorífico, en una cordada de asaltantes de alambradas en las fronteras (Ménahem, 2000). El síndrome de la resignación es una forma de diluirse, de vaciarse, de desaparecer –estando ahí semimuerto-, un funcionamiento inercial, desvitalizado, una “entrega sumisa al abandono” (Jarast, 2019, p. 10), un triunfo parcial de la pulsión de muerte. Milmaniene (1987), usó el término alemán “Schuld” para explicar el sentimiento de desvalimiento en los supervivientes que se salda con algún trastorno. La enfermedad se constituye en un sacrificio expiatorio, una dádiva restitutoria: El sujeto no puede dejar de pagar con sus síntomas el precio de su culpabilidad, y su modo de subjetivarse es a través de la enfermedad (p. 471).

Lo humano y lo inhumano. La desesperanza de carecer de hábitat

El silencio cómplice, el mirar para otro lado del mundo rico implica la tolerancia farisaica al odio, a la desigualdad, a la inhumanidad egocéntrica. Les alentamos a vivir camuflados, a agruparse en guetos, fortificando y alambrando nuestras ciudades, clubes, escuelas, mercados, iglesias, empresas y calles. Sobreviven en el anonimato, con miedo a la deportación, a no conseguir empleo o a que su desarraigo sea prolongado y jamás puedan reencontrarse con quienes dejaron atrás. Despiertan del sueño de occidente y descubren que la realidad encontrada es inhóspita y cerrada, al contrario de la realidad ensoñada e idealizada, la que les insufló energías y esperanzas para afrontar la travesía de los desiertos, de las fronteras y de los mares.

Pera (2006) acuñó una expresión para la vivencia alienante de quienes se ven expuestos a estas terribles vicisitudes. Dice que son cuerpos concentracionarios: masa anónima, siempre renovada y siempre idéntica, son el fragmento y episodio de un cuerpo global: el de la miseria, la hambruna, la desolación de un presente imposible y un futuro inexistente (Zapata, 2006). Los cuerpos clandestinos son carne de necesidad, desconocedores del deseo, cuerpos desubjetivados. Su indocumentación es, a menudo, la condición de la manipulación y la esclavitud de que caen presos; su anonimato es el primer paso a la despersonalización, al borramiento psíquico de la memoria y de la identidad, el primer peldaño hacia la degradación y deshumanización, hacia su condición de ganado que perece en el tránsito y no recibe una distinción personal, sino solo una mención estadística: tantos han llegado vivos, tantos han llegado muertos, tantos han sido arrojados al mar o a las cunetas, tantos están en centros de acogida o en las colas de los departamentos de Interior en espera de visados o permisos de residencia...

Cuando lo humano del hombre se consume y se extingue en circunstancias de extrema depauperación, lo que está en juego es la reivindicación de pertenecer a la especie humana. El anonimato en la muerte convierte a los que perecen en meros cuerpos sin vida y a los que viven en meros cuerpos sin mente. El proceso migratorio ha devenido, lamentablemente y por mucho que nos horrorice admitirlo, en una producción en cadena de horrores y miedo.

Refiriéndose a los inmigrantes que salpican las costas y los guetos, los suburbios y los atrios, después de odiseas indescriptibles y mudas, algunos autores hablan del síndrome del rescatado. Estar a salvo les produce, ante todo, desconfianza y gratitud, avidez y recelo a un tiempo. La contradicción de sus reacciones es un trasunto de otra contradicción: la de la omnipotencia de los salvadores y su propia impotencia. Pero luego hay que volver a llenar de deseo la vida regalada tras el rescate, hay que renacer nuevamente al afán, al proyecto, al futuro. Si no se logra, el superviviente creerá que está abocado a otra muerte, ya no impuesta por el frío, o las olas o la hambruna, sino al apagamiento de la conciencia. En estos supervivientes se libra un terrible combate entre las pulsiones de vida y las pulsiones de muerte.

Con frecuencia, los hijos u otros familiares acaban deviniendo restauradores de la biografía rota de sus allegados, a los que la muerte rozó de cerca o atravesó. Son hijos (segunda generación) que deben cumplir la aporía de Levi (1987, 1989), por cuanto son humanos que han de sobrevivir a la privación de humanidad a la que se vieron reducidos, conculcados todos los derechos y necesidades que en cuanto no-hombres padecieron. “El hombre es lo que puede sobrevivir al hombre (lacerado)”.

 

  

 

[1] Designación en sueco del síndrome de resignación.

[2] Lo primero porque rara vez se migra si no es escapando de situaciones penosas que han creado un clima intrapsíquico traumático; la segunda porque es preciso acogerse a las oportunidades u ofertas manipuladas que impiden cualquier proceso de duelo; la tercera porque la migración es un proceso inacabable, que en su inestabilidad y zozobra no concluye.

[3] La OMS y diversas ONG han acuñado la modalidad de “refugiados climáticos” para designar a quienes se ven abocados al exilio, mordidos por las sequías y hambrunas.

[4] A partir del año 2003 los casos se multiplicaron, así como los rumores y sospechas sobre envenenamiento de los padres y manipulaciones interesadas, fingimientos, etc, para lograr el propósito.

[5] Maquillado psíquico o retoque: se refiere a las distorsiones, omisiones y pequeños falseamientos de amabilidad que se utilizan para evitar un daño, quitando importancia a todas las situaciones perturbadoras. Encubrimiento de la verdad que implica inatención selectiva, disimulo, embellecimiento de la realidad, ocultación amable, pero que tiene el efecto de mantener aislado al otro de la realidad.

[6] La intimidad inquietante desliza formas de agresión traumáticas como el abuso de confianza, la negligencia o la seducción, para acallar o minimizar el efecto de otros daños, fallos de rol o evidentes fracasos comunicativos.

[7] Retraimiento psíquico: las personas encargadas del cuidado de otras o en interacción emocional con ellas, se apartan y distancian, se alejan y dejan de ejercer su papel de envoltura protectora, por lo que deja de brindar la proximidad emocional y de compartir los pensamientos y expectativas, generándose una incertidumbre en los hijos, parejas o amigos, que no saben tramitar, sumiéndoles en incertidumbre.

[8] Los padres (expertos) intentan componer su forma de interpretar y ver el mundo a sus hijos, anulando su visión autónoma, por lo que los niños desconfían de la validez de sus propios puntos de vista, creyendo que son inadecuadas y no deseadas por sus padres, con ello entran en una disociación cognitiva perturbadora.

[9]Caben aquí insultos, menosprecios, descalificaciones, burlas, ironías devaluadoras.

[10] Atrincheramiento crónico: la dificultad para abandonar las propias expectativas sobre el bienestar y la felicidad reducen la capacidad de adaptación. El estancamiento y rigidez en sus posiciones causan daños colaterales a quienes les rodean, al trasmitirles fobias y obsesiones, disminuyendo su resistencia y su resiliencia para hacer frente a las dificultades de la vida.

[11] Mezcla de ofensa, dolor, enfado, frustración ante la injusticia o el desprecio. En una situación adversa, es muy probable que la soterrada indignación de los padres se exprese de mil formas microtraumáticas, que los hijos no sepan gobernar, generando en ellos una acumulación microtraumática que dañe su expectativa de futuro.

Referencias

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